LA HISTORIA AMARGA
DE UNA NUMERARIA DEL OPUS
Autora: Agustina López de los Mozos
Muñoz
Publicado en la revista Marie Claire en diciembre de 1988
Hablar sobre el Opus Dei ha sido tabú, y me imagino
que lo seguirá siendo durante muchos años. Sin
embargo, yo quiero hacerlo. Me da igual que la Obra sea poderosa,
me da igual que me haya engañado o que yo no fuera
lo suficientemente despierta como para preguntar cosas que
pregunté demasiado tarde. Me da igual que ellos sean
los mejores y que yo tenga tantas cosas todavía que
aprender. Sobre lo que cuento a continución tengo la
conciencia lo suficientemente tranquila como para que nadie
se rasgue las vestiduras, porque si lo hace, o no conoce el
Opus Dei, o es un hipócrita. Nadie podrá demostrar
que es falso nada de lo que digo, porque lo he vivido en mi
propia carne y lo cargo a las espaldas, como una experiencia
que me deparaba el destino cuando no era más que una
mujer joven, con inquietudes y con ganas de ser mejor.
Me hice del Opus Dei a los 17 años. Quizá debería
usar la terminología característica de la Obra
y decir que pedí la admisión como asociada numeraria
cuando tenía 17 años. Me fui, mejor dicho, me
escapé, a los 24 y volví a ser una persona corriente.
Para ellos, desde entonces, soy otro Judas. Es cuestión
de matices.
Conocí la fachada exterior del Opus Dei (la interior,
la real, me costó años, sangre y muchas lágrimas)
por esas cosas imprevisibles que tiene el destino. Jugaba
en un equipo de baloncesto y alguien organizó un partido
amistoso contra un Colegio Mayor llamado Zurbarán.
En principio, todo normal: llegamos y ganamos. Lo digo sin
jactancia, porque el equipo que presentaba Zurbarán
era un grupo de chicas con muy buena voluntad, pero de dudosos
conocimientos baloncestísticos. Cuando nos íbamos
a ir, habían preparado una pequeña merienda
para agradecernos la visita. Y nos quedamos tomando unos refrescos,
mientras las que habían jugado contra nosotras y otras
más que se habían apuntado al festejo iniciaron
todo tipo de conversaciones con el apostólico fin de
conseguir el número de teléfono de cada una.
Y para no extenderme en detalles, la persona que se hizo con
mi número de teléfono consiguió, seis
meses después, que me pasara por el despacho de la
directora del Colegio Mayor para escribir una carta al Padre.
-¿Tienes pluma?
-No.
-Toma la mía. Al Padre le gusta que escribamos con
pluma. No te olvides de poner textualmente: "deseo pedir
la admisión como asociada numeraria."
-¿Cómo empiezo? ¿Excelentísimo
Padre?, ¿Monseñor Escrivá?...
-¡Qué cosas tienes tan graciosas! No, ¡ja,
ja,ja! Empieza simplemente con "Querido Padre"...
A un Padre se le trata con confianza.
Y me dejó sola. Cuando terminé salí
del despacho con la carta en la mano y se la entregué.
-¿Estás segura de lo que has hecho?
-Sí... Si tengo vocación, como me decís,
para ser una persona corriente en medio del mundo, intentando
santificarme con mis estudios, con mi trabajo... y si Dios
me lo pide, no voy a echarme atrás.
-¡Estupendo! -dijo, mientras me abrazaba-, y como ya
eres de casa, "¡Pax!"; es el saludo que tenemos
entre nosotros.
-Pues, ¡Pax!, dije yo.
-No. Tú tienes que contestar "In aeternum".
-¿Cómo?
-"In aeternum." Ahora bájate al oratorio
un rato.
Ya era de la Obra. Bajé al oratorio y, en los últimos
bancos, de rodillas, con la cara entre las manos, empecé
a rezar: "no he querido ser como el joven rico del Evangelio,
que se volvió a su casa dándote la espalda cuando
tú le pediste que te siguiera. Si de verdad me has
dado vocación para ser del Opus y me pides que deje
a mis padres, que renuncie a casarme y a tener hijos, aquí
estoy para lo que quieras."
Cuando levanté los ojos, ensimismada en lo que acababa
de hacer, noté cómo algunas cabezas se volvían
hacía mí, con sonrisa incluida. No encontré
la relación entre haber pedido la admisión y
el repentino regocijo de las que me miraban. Al salir de oratorio
fui rodeada y abrazada por un montón de chicas que
me felicitaban por haberme hecho de la Obra. ¿Es que
eran también todas de la Obra?. ¿Pues no me
habían dicho que era un Colegio Mayor como tantos otros,
en el que, eso sí, había "alguna"
numeraria entre tanta residente? .¿Y cómo lo
sabían, si yo no había hablado más que
con el sacerdote y con una directora? ¡Cómo!
¿Todas mis angustias, mis cavilaciones, mi interioridad,
que yo había confiado a esas dos personas eran "vox
populi"? Creí que me iba a caer al suelo cuando
una de ellas me dio una palmada en la espalda, mientras me
decía a voz en grito: "¡Por fin, hija, parecía
que no ibas a "pitar" nunca...! ¡Lo que hemos
rezado por ti!" Una media sonrisa se me heló en
los labios, intentando no ser descortés ante tanta
felicitación. ¿De qué me estaban hablando?
¿Acaso me habían contado todas ellas sus respectivas
vidas antes de enterarse de la mía? ¿"Pitar"?
¿Qué era "pitar"? Me sonaba fatal.
Me lo explicaron después. "Pitar" formaba
parte del argot particular del Opus Dei. La palabra la había
puesto de moda el Padre, Monseñor Escrivá de
Balaguer, en los primeros años de la Obra, cuando se
dirigía a alguno y le preguntaba por el amigo con el
que estaba haciendo apostolado: "qué, ¿y
fulanito?, ¿pita o no pita?"; lo que equivalía
a preguntar: ¿cae o no cae?, ¿pica o no pica?,
¿se hace de la Obra o no se hace?
Pasaban los días y me iba enterando de las cosas a
las que me había comprometido. Había muchísimas
normas y costumbres que, por el hecho de ser numeraria, tenía
que empezar a vivir y a asimilar. Pero a nadie se le ocurrió
contármelas antes de escribir la carta, no porque se
les olvidara, sino porque es el método a seguir. Sólo
tenía claro que la vocación al Opus Dei "es
santificarse en medio del mundo, sin hacer cosas raras, viviendo
como una persona más". Poco a poco me iba dando
cuenta de que lo de no hacer cosas raras era un concepto que
no entendíamos de la misma forma, y lo de seguir siendo
una persona corriente era más una broma de dudoso gusto
que una realidad. Y, así, fueron explicándome,
y otras veces me fui dando cuenta yo sola, poco a poco, durante
años, lo que para el Opus Dei supone ser una "persona
corriente que no hace cosas raras".
Ya me chocó un poco que un par de días antes
de "pitar" me dijeran que tenía que hacerme
un reconocimiento médico. ¿Qué tenía
que ver mi estado de salud para ser de la Obra? ¿Lo
importante no era tener vocación? ¿O es que
si descubrían piedras en el riñón, la
vocación pasaba a ser una decisión en manos
del médico? "Esta joven tiene arritmias; olvidaros
de todo lo que le habéis contado; no puede ser de la
Obra"... ¿Gracioso, no? La razón de este
trámite es no cargar con una persona, aparentemente
joven y sana, que al poco tiempo de hacerse de la Obra se
le descubra algún tipo de enfermedad más o menos
grave, porque tendrían que cuidar de ella, y la Obra
no quiere enfermos prematuros, aunque dos días antes
del reconocimiento médico tuvieran "claro"
que tenía una vocación como un castillo. A mí
no me encontraron nada. Eso sí, me aconsejaron que
no dijera nada en mi casa de lo del médico. Había
que ser discreta. ¿Qué les interesa a tus padres
este detalle? No entenderían nada y ¿para qué
les vas a dar motivos para preocuparse?... Es un puro trámite.
Lo único que me dijeron antes de escribir la carta
fue que las numerarias no usaban pantalones y no fumaban.
Las dos cosas me costaban mucho y ahí se me empezaban
a romper los esquemas de "mujeres corrientes". Ponerse
pantalones y fumar no es ningún pecado. Pregunte el
porqué. Me dijeron que las mujeres estaban más
elegantes con faldas y que lo de fumar no le gustaba nada
al Padre, aunque los chicos sí pudiesen hacerlo.
-¿Y por qué los numerarios sí pueden?
-Porque los hombres necesitan ciertas compensaciones. Una
mujer puede pasar perfectamente sin fumar, pero un hombre
es distinto.
-¿Y por qué es distinto?
-Mira, esto entra dentro de la entrega que supone la vocación.
Dios nos lo pide. Además, si vas a entregar toda tu
vida a la Obra, ¿te vas a echar para atrás sólo
porque no puedas fumar? Me parece muy pobre. Acuérdate
de ese punto de "Camino": "No vueles como un
ave de corral, cuando puedes volar como las águilas..."
-Perdona, pero no le encuentro relación.
-Ya la encontrarás con el tiempo, y no seas pesada.
Esas cosas nos las pide Dios, y se acabó.
Como pude me fui haciendo a la idea de que ya no era una
persona "normal", por mucho que se empeñaran
en repetirlo una y otra vez. Cada cosa nueva que me contaban
para que la empezara a vivir me alejaba de la concepción
que yo tenía de la normalidad.
Una tarde entré en la habitación de una numeraria
y, como no había más que una silla, me senté
en la cama. Sentí un golpe seco. ¿Era yo? ¿En
dónde me había sentado? La numeraria que estaba
conmigo se rió.
-¿Te has hecho daño?
-Un poco. Pero ¿qué clase de cama es ésta?
-Pues, verás, las numerarias dormimos encima de una
tabla, sin colchón, y tienen una altura determinada
que al taparse con la colcha dan un aspecto de cama normal,
por si pasa alguien que no sea de la Obra.
- ¿Y por qué se duerme en una tabla?
- El Padre dice que las mujeres necesitan meter el cuerpo
en vereda, que no hay que darle ciertas comodidades porque
es fuente de tentación.
Levanté la colcha y, efectivamente, sobre una tabla
había una manta que hacía las veces de colchón.
Encima se ponía la sábana.
El primer día que dormí en una tabla pasé
la noche en vela. La única postura que admite es la
de echarse de espaldas, no puedes darte media vuelta porque
se te clavan todos los huesos, y mucho menos dormir boca abajo.
Hay que hacerse la idea de que es como dormir en el suelo.
Pero, después de varios meses, acabas acostumbrándote.
Todavía me faltaba enterarme de otro detalle relacionado
con la cama; mejor dicho, con la almohada. Fue en una de tantas
charlas, al explicarnos una costumbre de la Obra: el día
de guardia. Un día a la semana, cada numeraria se siente
responsable, espiritualmente, del resto de las personas de
la Obra y para ello tiene que hacer una mortificación
especial, además de rezar más de lo habitual.
La noche de guardia, la numeraria usa como almohada las guías
de teléfono. La combinación tabla-guía
de teléfono es una experiencia difícil de explicar.
Otro día, también por casualidad, estando con
una numeraria en el despacho en el que trabajaba dentro del
Colegio Mayor, vi que sacaba de un armario una lata como de
bombones o caramelos. Le dije que si me daba uno, y me dijo
que estaba vacía. Sentí que al moverla sonaba.
Y como tenía cierta confianza con ella, le pregunté
que entonces qué es lo que tenía. Y me respondió
con una sonrisa burlona, diciéndome que no debería
decírmelo, porque tendría que ser mi directora
quien me lo explicara, pero que ya que había surgido
el tema... Abrió la caja y sacó como un cinturón
bastante raro; era de alambre trenzado, con las puntas sin
limar en la parte interior. Y cogiéndolo de una de
las dos cintas que tiene a cada extremo, lo alzó, mientras
me decía: esto es un cicilio.
-¿Cómo dices?
-Hija, un cilicio. ¿Es que no lo has visto nunca?
-Te prometo que no.
-Pues las numerarias lo usamos dos horas todos los días.
En ese momento no sabia cómo se podía usar
un cilicio dos horas al día, porque yo ya había
visto a muchas numerarias y a ninguna le había visto
ese extraño cinturón.
-Mira, pones la parte de los pinchos en el muslo, a la altura
de la ingle, y con las cuerdas de los extremos te lo atas.
-¡No me lo creo!
-Que sí, en serio, es una norma más; dos horas
todos los días, menos los domingos y los días
de fiesta.
-Pero te lo pondrás flojito, porque esos pinchos...
-Eso ya depende de la generosidad de cada una. Lo normal es
que, al ser una mortificación corporal, y ya que hay
que hacerla, se haga bien. Te lo tienes que apretar lo más
que puedas. Lo llevas puesto debajo de la falda y nadie lo
nota.
A partir de entonces me dieron mi cilicio y me lo ponía
dos horas cada día. Un día en una pierna, el
siguiente en la otra. Cuando me lo quitaba, notaba cómo
los pinchos iban arrancándose de la carne, dejándomela
llena de pequeñas heridas sangrantes -una por cada
pincho-. Al día siguiente usaba el cilicio en la otra
ingle, y así dejaba un día de por medio para
que se me cicatrizara. Pero nunca acababan de cicatrizar.
Lo peor era cuando se acercaba el verano, porque, como tenía
piscina el Colegio Mayor, el traje de baño no tapaba
suficientemente las heridas. Y no porque todas lo usáramos
estaba bien enseñar las marcas de tal penitencia. Por
eso, también, las numerarias usan bañadores
con faldita -como los de embarazada o como los de nuestras
abuelas-. Me acuerdo que durante unas semanas, en lugar de
ponérmelo en la ingle, me lo ataba a la cintura. De
esa forma las huellas quedaban mejor tapadas y el dolor no
era tan fuerte. Me imagino que no sólo se me debió
ocurrir a mí, porque en una charla que nos dieron se
hizo hincapié en que el cilicio había que llevarlo
en la ingle y que nada de inventos raros. Así que no
volví a repetir la experiencia de la cintura.
Había que ponérselo dentro de la casa; es decir,
que nadie tenía que salir con él puesto a la
calle. El motivo que me dijeron es que resultaría bastante
chocante si tenía un accidente y alguien me llevaba
a un hospital. El peligro de tenerlo puesto en casa era chocarte
con alguien por algún pasillo y que, justo, el encontronazo
fuera en el sitio donde llevabas el cilicio. En tales situaciones
se sonreía muy forzadamente y te acordabas de la familia
de quien se había chocado. Sentarse con el cilicio
puesto en la ingle tampoco es ninguna tontería. Ahí
sí que ya no se te ocurría levantarte por nada
del mundo, una vez que habías encontrado la postura.
Y todo ello con la mayor naturalidad, sin perder la sonrisa,
que es de muy buen espíritu.
Lo de las "disciplinas" me enteré al año
y pico de estar en la Obra. Se trata de otra mortificación
corporal: un látigo de cuerda que termina en varias
puntas. Se usa los sábados, sólo los sábados.
Entras al cuarto de baño, te bajas la ropa interior
y, de rodillas, te azotas las nalgas durante el tiempo que
tarda en rezarse una salve. Yo he de decir que rezaba la salve
a cien por hora, porque los latigazos en una zona tan dolorosa
dejaban la piel en carne viva por mucho que corrieras en recitar
la oración.
Yo ya me había ido de casa de mis padres, no sin bastantes
problemas por ello, y vivía en un centro de la Obra.
No había día que no me enterara de una "costumbre"
o una "norma" que viven las numerarias, y las tienen
que vivir hasta tal punto que, si no lo hacen, se tienen que
confesar por ello, aunque objetivamente no sea pecado ni falta
grave.
-"Es de buen espíritu ducharse siempre con agua
fría..."
-Bueno, pero será en verano.
-"En verano y en invierno; si no, ¿qué
merito tendría?"
Y después de la noche en la tabla y con la guía
telefónica de almohada, en pleno invierno, a la ducha
helada. En más de una ocasión pensé que
el infarto estaba cercano. Pero sobreviví. Ahora dudo
si mi higiene era todo lo completa que tenía que ser,
porque en un minuto me duchaba de pies a cabeza.
Una tarde me preguntó mi directora (tenía,
como todas las numerarias, una directora espiritual con la
que hacía una charla semanal, donde contaba todas mis
intimidades, muy parecida a la confesión) que qué
planes tenía.
-He quedado con una amiga que hace años que nos veo;
veraneábamos juntas.
-¡Estupendo! ¿Qué tal es?
-Pues normal, simpática.
-¿Y la vas a traer por aquí?
-No, hemos quedado para ir al cine.
-¿¿Cómo??
-Que vamos a ir al cine.
-¿Pero tú no sabes que las numerarias no vamos
al cine?
-Pero si no hay nada de malo en ir al cine..., no sé,
si fuéramos a ver una porno o algo así, pero
ha sacado entradas para una de los Hermanos Marx...
-Ni aun así. Las numerarias no tenemos tiempo ni dinero
para ir al cine.
-Si invita ella.
-¡Tampoco!
-Pues no lo entiendo. A mí nadie me dijo cuando "pité"
que no podía ir al cine.
-Pues ya te has enterado. Dios no te pide todo de repente
cuando te haces de la Obra, te pide poco a poco cosas nuevas.
-¿Y me quedan muchas cosas nuevas aún?
-Dios actúa así. Tú te has entregado
a Dios a través de la Obra, y las numerarias tenemos
una serie de condicionamientos.
-¿Pero no somos gente corriente?
-Hay mucha gente corriente que no va al cine.
-Vale, ya entiendo y no hay vuelta de hoja. De cine, nada.
Yo, en esos momentos, me preguntaba por qué, cuando
me insistieron para que me hiciera de la Obra, no me habían
dado una lista completa de todo lo que no se podía
hacer. Estaba harta de oír mil y una vez "no somos
monjas, somos personas corrientes, que viven en medio del
mundo y no nos diferenciamos de la otra gente". ¡Jesús,
si llegamos a diferenciarnos!
De una cosa me enteré casi cuando ya estaba decidida
a irme de la obra y contribuyó muy especialmente a
darme cuenta de que ese no era mi sitio. Haber pasado por
eso habría significado perder toda mi dignidad como
persona. Supe que tanto las charlas que mantienes con tu directora
como las que mantienes con el sacerdote de la obra en el confesionario
(la confesión es muy breve y enseguida te dan la absolución.
Y a continuación el sacerdote empieza a hacerte preguntas.
Para ellos, esas preguntas y respuestas ya no forman parte
del secreto confesional pero para quien sigue hablando de
su más profunda intimidad, nunca puede imaginar que
el sacerdote va a hacer uso de ello), esas charlas, se intercambian.
Es decir, que entre tu directora y el sacerdote se dicen el
uno a la otra y la otra al uno las cosas que la numeraria
les han contado, para ver si coinciden y para seguir una estrategia
conjunta (Siempre hay que confesarse con el sacerdote de la
obra asignado bajo amenaza de expulsión). Además
de semejante manipulación de los secretos más
íntimos de una persona, la directora envía,
todas las semanas, un informe de su dirigida a la delegación.
Basándose en lo que le ha contado, la directora escribe
a máquina, para que lo lea una que no te conoce de
nada, qué tal va tu vida interior, las cosas que haces
mal, las confidencias que le has hecho... Eso lo descubrí
al pasar a la habitación de la directora a coger algo.
Ella no estaba y como el papel, a medio escribir, sobresalía
de la máquina, no fui capaz de vencer la tentación
de leer lo que allí ponía.
Me pareció lo más burdo, innoble y anticristiano
que había visto en mi vida. ¿Con qué
derecho se manipulan las intimidades de cada persona cuando,
para vivir bien el espíritu de la Obra, no hay más
remedio que hacerlas, porque eso es lo que está mandado
por el Padre? La más mínima conducta ética,
seas o no seas cristiano, te obliga a respetar el secreto
de una confidencia. ¿Cómo se puede llamar algo
la Obra de Dios cuando se cae tan bajo? Dios sabe el informe
que tendrán de mí y de cada uno de los miembros
en los archivos de Roma, después de haber pasado las
confidencias por tantas sucias manos que ni siquiera nos conocen.
Porque el centro donde vives va a la Delegación, de
la Delegación a la Asesoría Regional, y de ésta,
a la Asesoría Central, que está en Roma. Imagino
que será como ese chiste de un general que le dice
al teniente coronel: "mañana a las 10 habrá
un eclipse de sol; que los soldados lo vean antes de vestirse
de gimnasia. Pase la orden." El final de la cadena de
transmisión, el último cabo les dice a los soldados:
"mañana estará el general vestido de gimnasia
pero no os preocupéis porque como hay un eclipse podéis
dormir hasta las diez..." Una cosa parecida. De risa
¿verdad? Pues a mí me da, me dio muchísima
pena, me invadió una gran tristeza y amargura. En ese
momento se rompió definitivamente lo que me pudiera
unir a la obra y en ese momento supe también que la
obra no era de Dios, porque Dios no puede caer tan bajo.
Pero antes, también me fui enterando de otras muchas
cosas por las que, incluso, había preguntado antes
de hacerme de la obra y me habían negado su existencia.
Me mintieron porque "en aquel momento todavía
no estaba preparada para vivirlas".
Una vez fui a la encargada de la Biblioteca para que me dejara
algún libro para leer. Me acuerdo que me dio "El
principito". Tenía yo 23 años y, en fin,
lo había leído doscientas veces.
-¿Qué tal -le dije- algo de Simone de Beauvoir.
Nos han hablado de ella en la Facultad?
-Todos los libros que contienen peligros para la moral no
se pueden leer. El Padre no hace más que insistir.
Y esa mujer defiende ciertos principios marxistas Además,
vive con otro marxista y no están casados...
-Pero yo sé discernir lo que está bien y lo
que está mal. Creo que tengo criterio como para no
dejarme influenciar por un libro. Es cuestión de conocer
autores y tener conocimiento de la literatura universal.
-Acuérdate de ese principio tomista: "el error
no es conomiento." Lo que viene a decir que aunque leyeras
todo ese tipo de libros o de autores semejantes, nada te aportarían
intelectualmente, porque, al basados en doctrinas erróneas,
tú no avanzas, retrocedes.
Me da cierta pena pasar como de puntillas por todos los temas.
Hay muchas cosas que me dejo en el tintero porque necesitaría
mucho más espacio. Es muy difícil condensar
el espíritu del Opus Dei y todo lo que yo vi, experimenté
y sufrí, en unas cuantas cuartillas.
Yo notaba cómo, poco a poco, se me iba recortando
mi verdadera forma de ser. Tenía que medir con quién
estaba, con quién hablaba, con quién comía
en la mesa, a quién le gastaba alguna broma, porque
después me esperaba otra "costumbre" de la
Obra: "la corrección fraterna." Consiste
en que te dicen a la cara lo que has hecho mal, pero como
no robas, ni matas, ni mientes, ni llevas una vida disoluta,
las correcciones que solían hacerme eran de este tipo:
-Has llegado tarde a la oración esta mañana...
Ayer, durante el aperitivo, te faltó sobriedad... Te
has reído durante el tiempo de silencio... (el "tiempo
de silencio" abarca desde que nos íbamos a la
cama hasta el día siguiente, después de la misa.
No se debía hablar con nadie, a no ser que fuera una
cuestión de vida o muerte). O sea, que por todas partes
estaba vigilada; hiciera lo que hiciera, las correcciones
fraternas me llegaban por todos lados y por verdaderas tonterías.
Te crean la psicosis de que estás vigilada y, a la
vez, debes vigilar constantemente a la gente con la que convives
por si ves algo raro e inmediatamente, después de pedir
permiso a la directora de la infractora, se le dice en un
aparte, sin nadie delante. Eso sí, no se podía
rechistar ni pedir ningún tipo de explicaciones, con
lo cual me tenía que morder la lengua cuando me decían
la tontería en la que me habían "cazado".
Me quedaba con las ganas de añadir: "tú
más", pero era de mal espíritu. Me acuerdo
de que una vez seis personas distintas me hicieron seis correcciones
fraternas seguidas. No sé cómo consiguieron
cogerme una detrás de otra, pero lo hicieron. Al subir
una escalera, aparecía una. Pasaba al lado de una columna,
y aparecía otra.., y así hasta seis. Cuando
llegué a mi cuarto, me dieron ganas de gritar, porque
seis veces me había tenido que callar ante seis absurdas
acusaciones.
Cuando se murió el fundador, Monseñor Escrivá,
se creó inmediatamente una Oficina Histórica.
Tenía la función de recoger los testimonios
escritos de las personas que habían tenido contacto
directo con el Padre. Como yo sabía escribir a máquina,
me dijeron que fuera a ayudar en ese cometido. Tenía
que pasar a limpio las anécdotas que se recibían.
Lo que más me llamó la atención fue que,
según iban llegando esas anécdotas, un grupo
pequeño de numerarias "mayores" las iban
corrigiendo y transcribiéndolas a su manera, de forma
que el Padre y espíritu de la Obra siempre quedara
bien. Si la anécdota no era muy edificante, porque,
por ejemplo, el padre había contestado mal a alguna
de sus hijas, se le daba la vuelta y la que había actuado
mal había sido, por supuesto, la numeraria. Del testimonio
auténtico a lo que quedaba después del "retoque"
había un abismo. Así se empezó a escribir
la historia de la Obra y del Padre. Así ha llegado
a la puerta de los altares. Todo lo negativo desapareció.
La historia de la Obra se ha escrito con bastante imaginación
y con no poca manipulación. Con tal de dejar al Padre
en buen lugar, no importaba mentir ni trastocar los hechos.
Yo he sido testigo de ello y nadie podrá demostrarme
lo contrario.
A los dos años me dijeron que tenía que hacer
otra incorporación jurídica.
-Mira, se llama la oblación. Hemos visto en este tiempo
que estás preparada para seguir adelante y los estatutos
de la Obra indican que la tienes que hacer.
-Yo ya escribí la carta, con eso creía que ya
era de la Obra.
-La Iglesia nos exige una serie de requisitos, digamos que
legales, para pertenecer a un Instituto Secular.
-¿Y cómo se hace la oblación?
-En la misa de mañana (los sacerdotes de la Obra celebran
siempre en latín), durante la consagración,
haces votos de pobreza, obediencia y castidad.
-¿Me pongo de pie y lo digo en voz alta?...
-No, mujer, lo haces interiormente. Usa la fórmula
que quieras; puedes decir, por ejemplo, que te comprometes
a vivir votos privados de pobreza, obediencia y castidad.
-Pero es que yo creía que en la Obra no hacíamos
votos. Hasta el Padre ha dicho que a él "no le
importan los votos, ni las botas, ni los botines..."
-Claro que él no quiere que hagamos votos, pero es
que la Iglesia nos los impone. Además, ¿qué
más te da? ¿No eres de la Obra?, pues total,
por hacer unos votos...
-Sí, pero... ¿no éramos personas corrientes
que no hacíamos cosas raras que nos diferenciaran con
el resto de la gente?...
-Bueno, ¿no sabes que no es de buen espíritu
pedir tantas explicaciones?...
Los votos se hacen por un año y se renuevan durante
cinco. Después, el paso siguiente de incorporación
jurídica a la Obra, el definitivo, es lo que se llama
"hacer la fidelidad".
Desde que entras en la Obra llevan una cuenta general de
ingresos y gastos. Normalmente, los ingresos son superiores
a los gastos, por lo que existe un superávit. Pero
si te vas no intentes nunca que te devuelvan tu dinero. Si
lo hicieran -sería el primer caso entre miles y miles-,
podría empezar a creerse que la Obra es espiritual;
sería un milagro. Todas las cosas que tienes a tu nombre
-un coche, unas acciones heredadas, etc.- hay que ponerlas
a nombre de la Obra, porque "hay que vivir la pobreza,
y Dios nos lo ha pedido todo". Este tipo de cosas se
ponen a nombre de numerarias fieles y seguras. Cuando se hace
la "fidelidad", hay que hacer testamento a nombre
de la Obra. Cuando te vas, olvídate del testamento
y de todo lo que entregaste. Se plantean verdaderas batallas
jurídicas cuando se quiere recobrar lo que ha sido
tuyo, porque los papeles que la Obra te pone a firmar son
tan enrevesados y llenos de cláusulas que son muy pocos
-o ninguno- los que han conseguido que les devuelvan algo.
Es de buen espíritu firmar lo que te ponen delante
sin echar una ojeada antes, porque la Obra, que es de Dios,
que tiene a un fundador santo y que es una madre para sus
hijos, ¿cómo va a tratar de darte gato por liebre?
Firmas lo que te echen.
Comencé diciendo que me escapé. Efectivamente.
Siete años después de haber pedido la admisión,
habiendo visto yo personalmente, ¡por fin yo había
visto algo!, que esa vocación no era la mía,
porque me engañaron entre lo que me dijeron que era
la Obra y lo que es en realidad, y después de hablar
y repetir hasta la saciedad que me quería marchar,
sin hacerme ningún caso, tomándoselo como una
"tentación del demonio", mandándome
de una casa a otra y volviéndome loca, tomé
la decisión más libre que haya tomado jamás
en mi vida: irme del Opus Dei.
Salí como si fuera a trabajar, igual que todos los
días, y no volví más. A los dos meses
me mandaron mis cosas en una caja, no sin antes haber intentado
que volviera. Los consejos que me daban para quitarme de la
cabeza la idea de marcharme eran los siguientes: "el
que se va de la Obra es como otro Judas, que traiciona y vende
a Jesús"; "nadie que se ha ido de la Obra
ha sido feliz", "te espera el infierno...".
Ahora sí soy una persona corriente y, en mi mediocridad
y pequeñas o grandes alegrías y tristezas que
da la vida, soy feliz a mi manera. Hasta Dios, de vez en cuando,
me hace un guiño de complicidad, como si quisiera decirme:
¿por qué se habrán empeñado los
del Opus en meterme en sus planes?
Agustina López de los Mozos Muñoz.
Madrid. España
Arriba
Volver a Tus escritos
Ir a la página
principal
|