LIBERTAD
DE COMUNICACIÓN EN EL OPUS DEI
ELÍAS, 28 de febrero de 2005
De entre todas las cuestiones reprochables a la institución
que desde aquí se denuncian hay algunas que me parecen
especialmente relevantes y peligrosas para las personas que
sufren sus consecuencias. Estas cuestiones, al menos para
mí, son: la ausencia de una dirección espiritual
personal libre, la utilización de la información
que se obtiene a través de dicha dirección
para el gobierno y el control de los miembros y la limitación
férrea que se impone para la comunicación de
los que forman parte de la Obra entre sí. Hoy me voy
a centrar en la tercera de ellas, no porque me parezca la
más importante sino porque me parece que está
en la base de las otras dos.
Resulta que los miembros de la Prelatura no pueden tratar
entre sí cosas que atañen a su vida personal
ni a su vinculación con la Obra, es decir, que la relación
entre ellos se reduce a un trato muy superficial e impersonal,
del que quedan excluidos todos aquellos temas que puedan conllevar
algún intercambio de intimidad o que afecten a su opinión
sobre aspectos concretos del funcionamiento de la institución.
Se impone a los miembros un aislamiento total, similar al
que se pretende en las dictaduras, de tal forma que únicamente
pueden desahogarse con la persona designada por la institución
para llevarles la charla, sabiendo de antemano que esa persona
no tiene ningún compromiso de confidencialidad referente
a los temas que se traten y que lo más seguro es que
ponga en conocimiento de los asuntos más sensibles
a sus directores inmediatos, muchas veces con consecuencias
importantes para la vida de la persona en cuestión
(traslados, desconfianza y aislamiento, cese en algún
cargo, etc).
De esta forma de actuar, que se inculca a los miembros desde
que llegan a la Obra, se derivan las siguientes consecuencias:
1. Un control absoluto de la vida de sus miembros, sobre
los cuales se llega a tener un poder total, ya que únicamente
cuentan con los criterios que se les dan en la confidencia
para decidir sobre los asuntos que les afectan de forma
más íntima.
2. La imposibilidad de establecer una verdadera relación
interpersonal y humana entre los fieles de la Prelatura,
de forma que ésta se reduce a un trato correcto y
superficial, muy alejado de lo que significa la verdadera
amistad, y mucho más la fraternidad que tanto se
pregona, la cual conlleva siempre el intercambio de información
personal y la posibilidad de opinar sobre cualquier asunto.
Con la demonización que se predica sobre
las amistades particulares lo que realmente
se intenta impedir es que el desacuerdo y la disensión
sobre determinados asuntos referentes a la institución
se transmita entre los miembros y de esta forma se pueda
generar cualquier germen de contestación a la línea
de actuación impuesta desde arriba.
3. El sentimiento de aislamiento total que sufren muchos
de los fieles de la Prelatura, aunque vivan rodeados de
gente. Esta situación en demasiadas ocasiones lleva
a estados de depresión nerviosa y a trastornos psiquiátricos,
ocasionalmente con final trágico, y que siempre conllevan
un deterioro y un sufrimiento importante para quien los
padece.
4. La anulación del propio criterio, limitándose
de forma importante la capacidad de decidir libremente sobre
cualquier asunto que afecte en el terreno personal, e impidiendo
la búsqueda del consejo de quién se estime
oportuno, ya sea miembro de la Obra o no. De esta forma,
las personas del Opus Dei únicamente contarán
con el criterio de quien les dirige, es decir, con el criterio
de la institución, y no podrán contrastar
esta opinión con alguien desinteresado, especialmente
en temas personales o relacionados con la institución.
En mi opinión este comportamiento es rechazable desde
todos los puntos de vista, se asemeja al de las sectas y está
formalmente condenado por la Iglesia. Además no se
contempla, como no podía ser de otra forma, en los
Estatutos que aprobó la Santa Sede cuando erigió
al Opus Dei en Prelatura Personal, convirtiéndose por
lo tanto en una forma de actuar totalmente ilegítima.
Ahora me dirijo a los miembros de la Obra que estén
leyendo estas líneas. No tengáis miedo a comunicaros
entre vosotros. La Iglesia nunca ha dicho que sea inmoral
o pecaminosa la amistad entre sus hijos, ya sean de dentro
o de fuera de la Obra, y además eso es lo que hace
que los seres humanos nos sintamos auténticamente personas.
Fue el mismo Jesucristo el que llamó amigos a sus discípulos.
Si la Obra nació por inspiración divina, sería
un contrasentido pensar que Dios quiere una cosa distinta
para los de dentro que para los de fuera, o pensar que lo
que es bueno para los demás cristianos es malo para
los del Opus Dei. Muy al contrario, la Obra no correrá
ningún peligro porque sus miembros manifiesten libremente
lo que piensan entre sí o se traten verdaderamente
como hermanos, más bien creo que se enriquecería
y se parecería más a lo que pretende ser, una
verdadera familia.
La reciente Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre
comunicación alaba la libre expresión de opinión
del fiel en los asuntos propios de la Iglesia algo
faltaría en vida de la Iglesia si no existiese opinión
pública (n. 12)-, afirmando, con la Lumen
gentium 37, que es un modo por el que los fieles contribuyen
al bien de la misma, ayudando a los Pastores. En esa Carta
se cita el canon 212, § 3, que reproduzco a continuación,
por el que se manifiesta el derecho a la libertad de expresión
y de opinión pública en el seno mismo de la
Iglesia: «Tienen el derecho, y a veces incluso el
deber, en razón de su propio conocimiento, competencia
y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión
sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de
manifestar a los demás fieles, salvando siempre
la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia
hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común
y de la dignidad de las personas».
Se reconoce el derecho a la libertad de expresión
y de opinión pública dentro de la Iglesia, no
sólo ante la Jerarquía, sino también
con los demás fieles; a formarse un juicio en relación
con el bien de la Iglesia y a exponerlo. Existe no sólo
el derecho sino también el deber de declarar lo que
se considere contrario al bien del Pueblo de Dios.
No podría ser de otra manera, ya que la expresión
y comunicación de la propia intimidad con quien se
quiera es un derecho fundamental de toda persona -que es relación
y comunicación-, derecho que ningún mandato
puede anular.
La libre expresión, entre la que se cuenta un sano
sentido crítico, no daña a la unidad ni a la
caridad. A quien perjudica la comunicación libre es
a los sistemas totalitarios, que siempre intentan cercenar
los derechos personales básicos. La solidaridad
aparece como una consecuencia de una información verdadera
y justa, y de la libre circulación de las ideas, que
favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo
(Catecismo de la Iglesia, 2495).
Pero en la Obra se ha inculcado que tal comunicación
de amistad en temas relacionados con la propia intimidad o
con el gobierno de la institución es un pecado grave
contra la unidad, lo cual es falso. Ni es pecado ni va contra
la unidad cuando se guardan los generales requisitos de moralidad:
que sea conforme a la verdad y no se falte a la debida caridad.
Tal comunicación debe tender a un diálogo
constructivo para promover en la comunidad cristiana una opinión
pública rectamente informada y capaz de discernir
(Carta Apos. citada, n. 12).
Libre circulación de ideas..., debida información
y conocimiento de la verdad completa..., actuación
conforme a derecho..., etc., son rasgos propios de una institución
transparente y respetuosa con las personas. Pero en este caso
hay un error de base: que la institución no está
al servicio del bien particular de las personas, de lo que
Dios suscita en ellas, sino las personas al servicio de la
institución, contrariamente a la doctrina de la Iglesia
y a las palabras de Jesús (el Hijo del hombre no
ha venido a ser servido, sino a servir; Mc 10, 45). El
orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo
momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden
real debe someterse al orden personal, y no al contrario
(Vaticano II, Gs 26). Tal actitud institucional se ampara
en la persuasión de que la voluntad de Dios es sólo
aquello que los directores entienden y deciden, anulando la
conciencia personal y proclamándose, de hecho, mediadores
únicos entre Dios y el alma de cada uno de sus súbditos.
Por lo tanto, hay que perder el miedo a comunicar prudentemente
con los demás lo que uno piensa. Muchos descubrirán
que los otros también ven lo mismo, llegándose
de este modo a conocer la realidad de la institución,
que se observa tantas veces diferente a la que se presenta
oficialmente.
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