JUAN
PABLO II, 1978-2005. UN BALANCE PERSONAL
JACINTO CHOZA, 13 de abril de 2005
El nº 341 de noviembre de 1982 de "Nuestro Tiempo",
revista de la Facultad de Ciencias de la Información
de la Universidad de Navarra, estuvo dedicado monográficamente
al primer viaje de Juan Pablo II a España.
El director de la revista era entonces Juan Antonio Giner.
Había dos firmas destacadas sobre las demás,
Jesús Arellano y Julián Marías, y luego
nos pidieron nuestro testimonio a 37 personas más y
se publicaron por riguroso orden alfabético. Entre
ellos, Claudio Basevi, Pilar Cambra, Jacinto Choza, Francisco
Errasti, Amadeo de Fuenmayor, Gonzalo Herranz, Laureano López
Rodó, Alejandro Llano, Lucas F. Mateo Seco, Vicente
Mortes, Mariano Navarro Rubio, Rafael Navarro Valls, Andrés
Ollero, Pedro Rodríguez, Vicente Rodríguez Casado,
Luis Sanchez Agesta, Carlos Soria, Federico Suarez, Luis Suarez
Fernandez y la lista acababa con José Luis Illanes.
Mi respuesta la transcribo a continuación (pp. 100-102).
"Juan Pablo II ha sido realmente testigo de esperanza.
Ser testigo significa dar fe de algo, decir algo que se ha
visto personalmente, de forma que muchos otros puedan tenerlo
por cierto, por real, por verdadero. Esperanza quiere decir
referencia a algo bueno difícil, pero con la convicción
de que se puede lograr. Testigo de esperanza quiere decir,
por tanto, dar fe de algo bueno que se ha visto y que es difícil,
y darla de manera que en muchos otros se despierte o crezca
la convicción de que ello, ciertamente, puede realizarse.
Porque eso es lo que ha sucedido.
¿Y qué es lo bueno difícil que Juan
Pablo II ha dicho?: la unidad. Y, ¿por qué ha
despertado en muchos la convicción de que ciertamente
puede realizarse?: porque él mismo la es, porque él
la ha realizado en sí mismo. Resulta asombroso porque
nadie había imaginado cómo fuera posible, y
por eso el verla ya real enciende la esperanza.
Juan Pablo II ha afirmado, a la vez, con plena convicción
y con máxima fuerza, un conjunto de valores que nadie
antes había afirmado así. Más aún,
a afirmado como unidos los valores en nombre de los cuales
los hombres, dentro y fuera de la Iglesia, se enfrentan.
La pluralidad de valores enfrentados es la característica
fundamental que señalara M. Weber para la sociedad
contemporánea; lo que él llamaba "la guerra
de los dioses". Lo desgarrador de la sociedad contemporánea
no es tanto la lucha del mal contra el bien como la lucha
del bien contra el bien. Y de pronto, Juan Pablo II afirma
a la vez las libertades individuales y la indisolubilidad
del matrimonio y el respecto a lla vida, y a la vez que eso,
la planificación económica desde el estado,
y la justicia social. Afirma a Dios y, con la misma fuerza,
afirma al hombre; la fidelidad a la Iglesia y la fidelidad
a ala propia conciencia y a la propia época.
Por ese modo, tan propiamente suyo de afirmar, se decía
de él que era inclasificable. Y, evidentemente, lo
es desde un punto de vista de un sistema de clasificación
basado en la incompatibilidad de todos esos valores, sistema
que, por lo demás, utiliza la sociedad contemporánea
para entenderse a sí misma y, como consecuencia del
cual, desespera de sí misma.
Cuando una sociedad ve los valores, cuyo enfrentamiento
la desgarran, unificados en una misma persona, nace una esperanza
para la sociedad.. Porque la unificación que se ha
visto en Juan Pablo II no es ecléctica: el eclecticismo
es un modo de unir a base de no afirmar, de no comprometerse,
de no apuntar a nada. Y, evidentemente, este no es el caso:
aquí hay mucha afirmación, mucho compromiso
y mucho proyecto, es decir, mucha esperanza.
Por supuesto, se trata de algo bueno y difícil,
que entraña muchos riesgos y que es cuestión
de muchos años. Por eso Juan Pablo II habla del tercer
milenio, de un mundo más humano y más cristiano
para el año 2000. Y , evidentemente, si la unificación
que él predica y que él es, se realiza socialmente,
el resultado será que salte hecho añicos el
sistema de clasificación con el que la sociedad se
autointerpreta: sería una revolución de proporciones
bastante considerables. Curiosamente, es como si despertase
de nuevo la esperanza en la revolución, en otra revolución,
que se afirma a la vez que y desde la paz.
Se trata de algo bueno porque la unificación de
los valores es un gran bien, pero se trata de algo difícil,
muy difícil: porque si todo individuo y todo grupo
se han sentido identificados con Juan Pablo II al ver los
valores en que creían proclamados por él, también
es probable que hayan experimentado cierta inquietud, o incluso
incomodidad, al ver igualmente proclamados los valores en
que creen individuos y grupos opuestos.
Si esto es así, nadie se ha sentido excluido, todos
se han visto confirmados y todos se han sentido inquietados:
o bien incomodados, o bien sacudidos por el riesgo que la
esperanza entraña. Y si esto es así, ningún
individuo ni ningún grupo ha realizado en sí
mismo la unidad que Juan Pablo II es. Y, por último,
si esto es así, ello significa que la situación
de Juan Pablo II es la de un hombre en solitario. "Los
grandes hombres son como las águilas: miestras más
alto vuelan menos se les ve. Parece como si la grandeza tuviera
que ser siempre castigada con la soledad". En efecto,
tal parece ser la condición de los precursores.
Pero esto no es peyorativo para nadie, o, al menos, no
lo es todavía, porque llevar a cabo esa unificación,
para cada individuo, y para cada grupo, es muy difícil
y hace falta tiempo. Es muy dificil unificarse con Cristo
en su ofrecimiento al Padre, con la Iglesia que es una con
Cristo, con todos los cristianos y con todos los hombres en
sus afanes de hacer un mundo más humano y más
justo; y, además, para eso hace falta tiempo. Es difícil
esa unificación, pero es posible, porque las hipotecas
que la gravaban se han levantado: los valores que orientaban
esos afanes y los enfrentaban entre sí son unificables
aquí y ahora, en concreto, porque un hombre los ha
unificado en sí mismo.
Hacen falta muchos vencimientos, superar muchas inercias
individuales y colectivas para llevar a cabo esa unificación.
La literatura antropológica está llena de estudios
sobre la dinámica y el cambio sociocultural, sobre
la inercia y la metamorfosis de las mentalidades, y se sabe
muy bien que unificaciones como las que Juan Pablo II propone
no pueden alcanzarse, ni siquiera individualmente, por un
simple acto de voluntad.
La gran ventaja de la propuesta, aquello por lo que la
esperanza se ha despertado, es que cada individuo y cada grupo
ha sido confirmado en el valor en que está, cualquiera
que sea, y se le ha manifestado que, donde quiera que esté,
está en camino hacia aquellos valores para cuya afirmación
encuentra resistencias dentro de sí.
Puede ser que España realice ese proyecto antes
o después que otros países, o puede ser que
no logre llevarlo a cabo. Eso depende de los españoles.
En cualquier caso, algo tremendamente impresionante de la
visita de Juan Pablo II a España es que el Papa ha
sido testigo de esperanza, y que los españoles han
experimentado, más o menos conscientemente, la esperanza
de la unidad".
Ahora he vuelto a releer esto, y lo transcribo tal cual
porque no me da tiempo a pensarlo confrontandolo con lo que
ahora creo que ha sido el pontificado de Juan Pablo II, pero
creo que es confrontable.
Me conmueve mucho lo que cuenta Carmen
Charo de sus vivencias sobre la muerte del Papa y
sobre el funeral, me siento más distante de las apreciaciones
de Aquilina
a pesar del aprecio tan alto que tengo por todo lo que escribe,
y me siento más cercano de Flanpan
en sus comentarios
a Josecar.
Me parece que el modo de vivir la vida y la muerte de Juan
pablo II cada uno de nosotros ha sido tan distinto, y tan
inconmensurable, que no podemos censurar a nadie por no compartir
nuestra perspectiva. Yo he vivido muchos años con amigos
y familiares que maldecían a Juan Pablo II porque no
permitía la secularización de sacerdotes, cuando
ellos ya estaban casados y habían montado sus respectivas
familias. Y entiendo muy bien que, siendo eso tan central
en sus vidas, los demás aspectos del pontificado de
Juan Pablo II quedaran en penumbra.
En mi caso, como ya conté en mi respuesta a Tlin "¿Por
qué puede uno tardar tanto tiempo en marcharse del
Opus Dei?" y en el escrito "Antonio
Ruiz Retegui. Pequeña biografía teológica",
Juan Pablo II fue quien, por decirlo de modo chocante, me
sacó a mi de la Obra. Por eso le estoy enormemente
agradecido, pero, ¿hay mucha más gente que haya
vivido lo mismo o algo parecido?
Yo, que estaba programado para prestar al papa que había
de venir lla misma adhesión que al fundador de la Obra,
y que esperaba que proclamara las mismas cosas que el fundador
y no las que proclamaba Pablo VI, sentí que me escindía
en dos, poco a poco, a cada golpe de discurso suyo. Primero,
cuando proclamó los derechos humanos en el discurso
a la ONU en Nueva York el 2 de octubre de 1979, como ya conté.
Luego, cuando pidió perdón a los científicos
en el discurso de la catedral de Colonia, como igualmente
dije.
Más acusadamente sentí la escisión cuando
leí muy despacio la Familiaris consortio y vi que allí
no se utilizaba la expresión "generosidad con
los hijos" del fundador de la Obra sino la expresión
"paternidad responsable" de Pablo VI . Cuando lo
comenté con algún director y amigo de máximo
rango me respondió que al Papa había que saber
leerlo e interpretarlo "porque no todo lo que dice el
Papa es trigo limpio, y eso hay que saberlo".
La escisión entre la Obra y la Iglesia que yo sentías
dentro de mí tuvo consecuencias psiquiátricas,
y me abrió una herida que no cicatrizó hasta
después de dejar la Obra y que aún sigue abierta
en algunos puntos.
Retegui
y yo nos apoyábamos completamente en el Papa en nuestra
interpretación de la fe de la Iglesia, en contra del
incremento de "lo institucional" y la anulación
de "lo teologal"que veíamos en la Obra, y
lo percibíamos débilmente en algunos otros puntos.
Como ejemplo a favor de Josecar,
yo he leído en un centro de Boston, durante la comida
de los retiros mensuales, una historia de la diócesis
de Boston, y eso a mi me chocaba, me edificaba y me dejaba
bastante pensativo.
Yo he colaborado en libros editados por la BAC y por Unión
editorial (la editorial del liberalismo económico más
puro de las que hay en España) en estudios sobre ,
las encíclicas Laborens exercens y Sollicitudo rei
socialis, con escritos en los que siempre dejaba entrever
mi desacuerdo de siempre con la doctrina social de la Iglesia,
y en general con cualesquiera planteamientos que me sonaran
a contaminados de socialismo. Ahí es donde he estado
más en desacuerdo con Juan Pablo II.
Porque cuando leí la Veritatis splendor y la Fides
et ratio, sabía que esas encíclicas no eran
suyas. Entre otras cosas, porque conocía a uno de los
numerarios que las redactó y que me contaba con orgullo
la labor que estaban realizando. Esas encíclicas sí
que se comentaban mucho en la Obra, porque habían salido
de la Obra, pero en cambio, otras visiones de la identidad
de la iglesia, como las que aparecen en la Dies Domini o en
el Catecismo de la Iglesia Católica, no se comentaban
porque son muy ajenas.
También sentía yo mucha vergüenza ajena
cada vez que el Papa o algún obispo insistía
en que la castidad era la mejor forma de combatir el sida
y me escandalizaba la falta de responsabilidad que yo sentía
latir en esas declaraciones. Pero también sentía
que esa insistencia provenía de la misma fuente de
la que provenían la Veritatis splendor y la Fides et
ratio.
Bueno, todo esto es discutible, pero para mi era indiscutible
que Juan Pablo II me llevó de la opresión burocrática
institucional a la libertad de lo teologal, me devolvió
al liberalismo republicano de mis padres y abuelos, y me ayudó
a pensar la fe en la libertad. Tampoco espero que nadie comparta
esto conmigo, como lo compartía Retegui y quizá
algún otro, porque insisto en que es demasiado personal.
Pero quiero contaroslo para que sepáis que esto también
es verdad. Ni más verdad ni menos verdad que lo que
los demás habéis contado. Y no por relativismo,
sino porque la dimensión objetiva de la verdad no es
aplicable aquí, sino solo la subjetiva.
La dimensión objetiva es la que Antonio Machado escribía
en sus versos: "¿tu verdad?, no, la verdad,/ y
ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela"
La dimensión subjetiva de la verdad es esa de la decía
Kierkegaard: "si la verdad no es algo que yo puedo vivir,
que yo puedo hacer vida mía y serla, entonces, me da
igual que sea verdad como que no lo sea, porque es irrelevante
para mi vida".
Perdonadme esa pequeña digresión filosófica,
pero me parecía útil.
Por lo que se refiere a los funerales, mientras yo iba oyendo
los comentarios de la televisión española, y
mientras glosaban la vida y las actividades de Juan pablo
II, yo podía recordar a qué parte de mi crisis
personal correspondían, a qué curso anual, a
qué discusión con los directores, a qué
descubrimiento de nuevas dimensiones de la fe... y también
se me saltaban las lágrimas. Estaba solo viendo la
televisión, en un sofá, y entendía muy
bien a la gente que lloraba.
Me gustaría decirle a Aquilina
que ese llanto puede ser por un fenómeno de fusión
de las conciencias, de sugestión colectiva, y por muchas
otras causas, pero que ninguna de esas causas excluyen que
haya fe, sentido sobrenatural, unión verdadera con
Dios, porque como ya hemos hablado, los vicios y las virtudes
se dan mezclados, y los fenómenos naturales y los sobrenaturales
también. Pero a la vez siento un respeto infinito por
Aquilina, como el que sentía y siento por mis amigos
y parientes que no podían contraer matrimonio creyendo
en ese sacramento porque el Papa se lo impedía. Si
yo hubiera tenido que trabajar muchas horas al servicio del
culto a la personalidad de alguien a quien no estimara digno
de tanta grandeza, también sentiría lo que ella
siente, pero viví otra cosa, y siento otra cosa.
Por lo demás, creo que las ceremonias grandiosas entrañan
eso, un cierto tipo de culto a la personalidad, y unas emociones
colectivas muy especiales, que no encuentro censurables en
cuanto que formas de culto. Recuerdo mi emoción al
presenciar por televisión la boda de las hijas del
rey de España, la inauguración de las olimpiadas
de Barcelona en 2002 o algunas entregas de medallas.
La muerte de un rey, de un gobernante, de un héroe
es un duelo en el que los hombres se unen, y eso me parece
positivo. La vivencia de la unidad del género humano,
que yo solo he percibido antes en las inauguraciones de las
olimpiadas, y que me parecían que tenían mucho
sentido religioso, la he vuelto a tener ahora en los funerales
del Papa.
Los juegos olímpicos eran ceremonia religiosas en
la antigua Grecia, y creo que mantienen su dimensión
religiosa todavía. Pero creo que los funerales la mantienen
aún más. Al releer lo que escribí sobre
Juan Pablo II en el año 82, me preguntó, ¿no
será que los políticos de todo el mundo reconocen
en el Papa a un político excepcional, a un hombre al
cual ellos habría querido parecerse en su competencia
profesional, pero también a alguien con los ideales
más nobles que un político puede tener?
No sé. No quiero seguir por aquí, porque es
ceder a la tentación de redondear ahora lo que escribí
hace veintitres años, y cuando uno intenta eso, es
más probable que le guíe el deseo de cerrar
bien la faena o del lucimiento teórico, más
que el deseo de decir las cosas como son, que casi nunca son
tan cerradas ni redondas.
Pero antes de irme quisiera pedir disculpas a cualquier visitante
de la web (entre los que podrían estar mis amigos y
parientes) que pueda sentirse molesto, poco respetado y poco
comprendido por lo que yo cuento, y darle un abrazo inmenso.
Jacinto Choza
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