FELICES
POR PELOTONES
Antrax, 31 de enero de 2004
Últimamente parece haberse puesto de moda en esta
página proclamar la felicidad, o bien denegarla al
contrincante dialéctico. Este sorprendente hecho me
lleva a rememorar lo extraordinariamente felices que son todos
los miembros del Opus Dei. Felices por decreto, o felices
por pelotones (que quiere decir porque sí).
Se emiten proclamas de felicidad personal o colectiva con
liberalidad extrema y de forma harto estentórea, a
voz en cuello, vamos. El que suscribe todavía se ruboriza
de haber realizado alguna de estas confesiones de beatitud
ante amigos perplejos, precisamente en ocasiones francamente
confusas por lo que a la tranquilidad interior de uno se refería.
Tal dicha se extendía, recuerdo con horror, a momentos
tales como el fallecimiento del padre o de la madre de algún
conmilitón de la cosa, momento en que una jauría
de clérigos, numerarios, numerarias y figurantes con
texto en general aprovechaban para desplegar su muy positivo
espíritu entre encomendancia y encomendancia. ¡Anda
que no estaban de buen humor los jodíos!
En toda posición y circunstancia, había que
ser feliz, positivo y hasta jacarandoso, si es que uno estaba
dispuesto a mostrar el llamado buen espíritu,
canjeable por prestigio en instancias internas.
Uno se acordaba de aquel personaje de La Codorniz
que siempre se encargaba de dar las malas noticias de forma
optimista y desenfadada. Los de mi quinta y anteriores lo
recordarán. Llegaba y decía:
- ¡Vivan las coplillas en á y en
é / Vengo a comunicarle que su padre está
mué.
A lo que el interpelado respondía:
- ¡Cielos, no! ¡Muerto! ¡Qué horror!
- ¡Ah, no! ¡Muerto no: muertito, muertito! ¡Ja,
ja, ja!
Y es que también era muy feliz y positivo.
Bueno, pues el caso es que aquello sonaba a cartón
piedra por todas partes; tanto como lo de hablar siempre en
tono positivo en las célebres tertulias, emporio donde
los hubiere de felicidad colectiva; particularmente cuando
el director malaleche de turno se levantaba y extinguía
la televisión justamente cuando a uno comenzaba a interesarle
(rara avis); o bien cuando descubríamos con arrobado
encanto que la peli de los sábados en el Centro de
Estudios había sufrido tal cantidad de mutilaciones,
que se había convertido en un galimatías incomprensible.
¿Será de la nouvelle vague el potaje
éste? Nos preguntábamos.
Aún retengo en la memoria las caras de felicidad que
mostraban los colegas de madrugada por los pasillos, recién
salidos de la estimulante ducha fresquita y con la perspectiva
inmediata de meditación y misa libérrimamente
elegidas para el momento. A alguno parecía amenazarle
un soponcio, vamos que metía miedo.
Pues es que esto de la felicidad en la vida de los mortales
(sein zum Tod, que decía Heidegger) es bastante variable
y aleatorio. Ni mala noche en mala posada, ni permanente juerga
rabelesiana. Dentro y fuera del opus hay momentos de felicidad
y de profunda desdicha, o de simple cabreo. frente a moderada
euforia. A veces depende de cosas tan graves como que a uno
se le acabe de escapar el autobús, o que el cocido
estuviera de muerte.
La diferencia estriba precisamente en que los no elegidos
no nos emperramos en sentirnos felicísimos cuando nos
acaban de tirar en el tercer ejercicio de las oposiciones;
en tanto que los elegidos tienen que ser felices todo el rato,
lo cual no sólo es perfectamente imposible, sino, por
añadidura, muy, muy aburrido.
Amargo, como la vida; dulce, como el amor y suave,
como la muerte, dicen los sahararuis que han de ser
las tres tomas consecutivas del buen té. Verdad que
la primera taza, la amarguita, es la más sabrosa, en
mi pobre opinión; no por ello menos amarga.
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