EXPERIENCIA
Y JUICIO
FLAVIA, 27 de junio de 2005
Quisiera detenerme en dos temas que me han preocupado últimamente,
a saber, la posibilidad de hacer experiencia en la Obra, me
refiero a cómo en una institución de esas características,
fuertemente normatizada y automatizada, las personas pueden
o no hacer experiencia de sus vidas, desde los miembros de
a pié, hasta los directores y directoras; y derivadamente,
en la posibilidad de juzgar acerca de sí y sus actos.
Me refiero a que nunca he sido amiga de las teorías
conspirativas, y no creo que las personas realicen ciertas
acciones meramente movidas por una confabulación. Entonces
aparece el desafío de entender la complejidad de las
acciones humanas, en particular cuando esas acciones se estructuran
institucionalmente y producen efectos que en su reiteración,
se reproducen, propagan y forman a otras personas en ese modelo.
Parto de un hecho, lo que llamo los "sentimientos inducidos"
en la Obra, recuerdo la consigna remanida; "siempre alegres",
la famosa pregunta , "¿estás contenta/o?",
esto es, una forma de inducción de la sensibilidad
en la que se clasifica a los sentimientos en "buenos
y malos", y en función de esa clasificación,
se los programa.
Así, el tratamiento psiquiátrico o psicológico
como recurso ante la crisis "vocacional" se hace
comprensible diciendo que esta circunstancia es más
bien una "crisis existencial", pues la vocación
-y su crisis eventual- tiene que que ver con un proceso de
discernimiento que en la Obra está ausente, y lo que
suele suceder en estas "crisis" de formas diversas,
es que las personas sienten a su propia vida como un problema
por su permanencia en el Opus Dei.
En primer término, hay que plantear, en buen tomismo,
que los sentimientos en sí, no son ni buenos ni malos,
son manifestaciones de la vida en los seres humanos, y que
su cualidad se define tanto por su objeto como por la intención
que los ordena. Ambas cosas, el fin y el criterio de orden
de los sentimientos, reciben su determinación de la
capacidad humana de conocer y elegir, la cual presupone la
autonomía.
Igualmente, los sentimientos son claves para que el ser humano
pueda hacer experiencia, conocerse desde dentro: entender
qué cosas de él mismo se juegan en la dinámica
de su sentir. Es por eso que la verdad práctica es
íntegra, no responde a un impertativo racional formal,
o a una voluntad omnipotente, sino al entero movimiento de
nuestras capacidades: ¿qué pasa cuándo
otros asumen la tarea del "discernir", cuando otros
definen antes y programadamente qué nos sucede al sentir?.
Entiendo que perdemos nuestra capacidad de hacer experiencia
en nuestra vida, porque nos disgregamos en la voluntad y en
la normatividad de otros. Se plantea así como alternativa
la insensibilidad o también la imposibilidad de encontrar
orientación por sí, lo cual ubica a la persona
en la eterna heteronomía.
De la imposibilidad de hacer experiencia, a la imposibilidad
de juzgar. En el juzgar, en el distinguir, se plantea de fondo
la capacidad humana de apropiarse de su existencia, de tomar
responsabilidad de sus actos y de su vida con la complejidad
que implica ser seres contingentes: en definitiva, la posibilidad
de ser verdaderos y libres.
No es extraño que la vida cristiana se defina en términos
de experiencia y de forma vital, no de mera normativa o ideal
universal. La lógica de la Encarnación, como
ya decían los Padres, nos deja en el punto en el que
el Hijo de Dios para salvarnos se hace uno de nosotros, se
nos hace camino, nos deja palabras y obras eficazmente salvadoras,
pues en el mismo movimiento por el que somos redimidos, somos
convocados a vivir en la senda de una experiencia: la "sequela
Christi", el seguimiento de Cristo, cifra de la vida
cristiana.
Cuando no podemos "llorar con nuestras lágrimas,
y reír con nuestra risa", en palabras del poeta
William Blake, perdemos nuestra experiencia y también
la capacidad de juzgar, haciendo de nuestra existencia un
lugar de desolación. Esa desolación puede proyectarse
sobre otros y otras, desgraciadamente, cuando se articula
en un diseño institucional en el que la norma es omitir
las siguiente expresiones: "creí que, me pareció
que, pensé que", y en la que los sentimientos
están a priori alienados en las interpretaciones de
otros, que, a partir de cierto punto, tampoco tienen un rostro,
son simplemente "la voz del amo".
Por eso es tan difícil para un ex miembro de la Obra
tomar decisiones maduras, aún saber qué le gusta
inmediatamente después de su salida. De esas sencilas
cosas dependemos para ser humanos y construir una morada humana.
Recientemente escuché la exposición de una
persona de la Obra sobre el juicio práctico en Tomás
de Aquino, me sorprendió y apenó escuchar en
una mujer madura, la afirmación según la cual
el santo doctor confería un papel excesivamente relevante
a las pasiones dentro del discernimiento moral, como si el
campo de la sensación pudiera o debiera ser desgajado
de la experiencia humana integral.
Pensé simplemente en cómo la vida personal
y la reflexión intelectual pueden unirse en alguien
que sin duda había estudiado los textos que exponía,
pero no había podido hacer experiencia intelectual,
y por ello, no podía encontrarse con la verdad de ese
pensamiento.
¿Cómo se hace e interpreta la experiencia para
poder juzgar, para ser libres y verdaderos?
Dice el actual Papa Benedicto XVI en la homilía en
la que recibió el ministerio petrino, explicando la
simbología contenida en el palio:
"El símbolo del cordero tiene todavía
otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los
reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo.
Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para
ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía
disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos
los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero,
se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados
y sacrificados. Precisamente así se revela Él
como el verdadero pastor: "Yo soy el buen pastor [...].
Yo doy mi vida por las ovejas", dice Jesús de
sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime,
sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él
mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos
que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente,
derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías
del poder se justifican así, justifican la destrucción
de lo que se opondría al progreso y a la liberación
de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios.
Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que
se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el
Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido
por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de
los hombres."
No tengo mucho que agregar a lo citado, excepto que en la
experiencia de JesúCristo podemos vivir en la alegría
y en la esperanza de su santa voluntad: aquí la voluntad
de Dios nos ofrece la esperanza de una experiencia del amor
extremo que cambia el sentido de la figura del pastor, inaugura
una forma inédita de guiar al rebaño: el mundo
se salva por el Crucificado y nos es donado un criterio para
el juicio en el que Dios mismo se pasa al campo de los vencidos,
y desde allí, fuera de todo reduccionismo, salva y
sana: "se ha hecho él mismo cordero, se ha
puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados
y sacrificados. Precisamente así se revela Él
como el verdadero pastor".
Miremos este misterio y en él nuestra vida en la Obra,
podremos así encontrarnos en la experiencia de Dios
que es Pastor siendo Cordero, que nos permite a nosotros experimentar
el "gaudium de veritate", la alegría por
la forma en la que Verdad nos ha visitado, y nos visita: "No
es el poder lo que redime, sino el amor."
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