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OPUS DEI: LA ENTRADA, EL PRIMER AÑO Y MOTIVOS PARA PERSEVERAR

C.C., 4 de junio de 2003

 

La entrada y el primer año.

Teníamos 18 y 22, estudiábamos en la universidad, llevábamos 4 meses de conocernos y 2 meses de novios, pero era como de toda la vida, “el uno para el otro”. En el inter, había conocido la Obra, “vi mi vocación” –genérica, no sabía de qué-, fui a una labor social (dónde el sacerdote dedicó la meditación al tema de la entrega “total” –claro, iba yo entre su público-, y en el confesionario, ante mis dudas, me dijo que él había terminado con su novia para entrar de numerario); viví mi primer contacto con la pobreza y la necesidad de la gente,.. y decidí “pitar” (pedir la admisión) para entregar mi vida a Dios y a tantas personas que lo necesitaban.

Me costó trabajo porque quería mucho a mi novio y me debatía constantemente entre ser supernumeraria o numeraria. En fin, ocurrió lo último. Mi exnovio, buen cristiano, no se opuso a la “voluntad de Dios”, aunque no comprendía mucho. El dolor de la separación fue grande, y me buscó todavía 3 meses más. Cada vez que lo veía era interiormente una prueba grande, pues yo quería seguir el camino por el que había optado, pero –como se dice en mi país- “me movía el tapete” (me hacía dudar). Finalmente decidí no verlo más, y me hacía la escurridiza para evitarlo (eso me recomendaron). Cansado, siguió su camino, aunque varios años estuvo ahí, esperando. Después de 6 años conoció a otra persona –su actual esposa-, y ahí terminó la historia entre ambos.

Mientras tanto yo, ya desde las “charlas de formación inicial” (que se dan a las personas que han pedido la admisión) comenzaba a tener algunas dudas. No me parecían “normales”, de “gente en medio del mundo” muchas cosas que me iban informando tendría que vivir como numeraria. No me cuadraba una vida de “santificación en la VIDA ORDINARIA” con tener que dejar de leer determinados libros; con no poder asistir a espectáculos públicos de ningún tipo (ni siquiera culturales); con no poder ir a bodas (a la Misa sí, pero de lo demás nada, aunque fuera mi familia); con tener que dejar de relacionarme “tajantemente” con personas del sexo opuesto; con dejar de ver a mi familia para evitar “apegamientos”; con el deber de “mortificar mi cuerpo” con cilicios y disciplinas; con tener que entregar la correspondencia que recibiera para que previamente la revisara la directora y decidiera si me convenía o no leerla; con estar dispuesta a dejar mi profesión de lado si la Obra lo requería (y eso que la santificación mediante el trabajo profesional es uno de los quicios de la santidad que se predican); con tener que “entregar por pobreza” cualquier regalo que recibiera; etc.

Pero en la primera juventud la ilusión, el deseo de “dejar todo por servir a Dios”, termina muchas veces siendo más fuerte que la razón. Además, entre las primeras “ideas madre” ( argumentos que se manejan como líneas rectoras de vida al interior de la Obra) que se inculcan a los nuevos miembros, está la de “VENIMOS A LA OBRA AL CALVARIO Y NO AL TABOR”. Con ella se argumenta que, como Jesús, quienes reciben la vocación vienen a dejarlo todo (a sacrificarse, como en el Calvario), y no a “gozar” (Tabor). Ese “ideal”, para cualquier joven de buena voluntad, es más que convincente para decidirse a “dejarlo todo” y seguir adelante con su nuevo camino.

A los 8 meses de estar dentro, una vez que vivía en un centro de la Obra, concluí que no era lo mío. Uno de los detonantes fue el haber asistido a ver “El Taller del Orfebre” en el teatro de mi universidad. Me percaté de que quería otra cosa, y que el amor humano es también un camino de santificación. Cosa lógica, pero no cuando se plantea al interior de la Obra –como lo hice- una vez siendo numeraria (ojo: una vez que se pide la admisión de numerario/a, el mensaje que se inculca es que es el amor más alto y pleno, porque se entrega el corazón “indiviso” a Dios (de hecho, en una “canción de Casa” –interna-, se machaca la idea “ corazones partidos yo no los quiero, y se le doy el mío, lo doy entero”)… uno se convierte en el “aristócrata del Amor”, y rechazar semejante regalo se ve como “traición al propio camino, traición a un llamado de predilección). Quizá en otros casos la gente “salga sin problema”, pero en el mío lo que me dijeron me marcó por casi 11 años, hasta que logré romper con las ataduras interiores que había aceptado me impusieran.

Motivos para “perseverar”

En el transcurso del octavo mes mencionado, le comenté a mi directora espiritual (del consejo local) mis dudas. Su respuesta fue que si había visto mi vocación, que si me había comprometido de por vida (porque eso hace uno de buena fe al pedir la admisión) y ahora salía con que no era lo mío, le estaba dando la espalda a Dios, que me estaba oponiendo a Su voluntad (con la consecuente pérdida del único sentido de mi vida).

No importaba si iba contra mi conciencia, no importaba que durante los 6 meses en que se da la “formación inicial” uno se daba cuenta que la Obra no era para uno –porque su sistema, su modo de vida comenzaba a presentar cosas con las que uno no comulgaba-. Lo único que importaba es que ya había pitado, y que si lo había hecho “para siempre”, era así. Me salió con la idea de que “había firmado en cheque en blanco” –para Dios-, y que ahora no podía quitárselo.

El problema, además de que uno no sabe a lo que se mete (“cheque en blanco”) cuando se compromete con un “camino” en el que busca a Dios, estaba en que –por desgracia- no siempre se toma en cuenta la libertad de conciencia, el carácter personal de los miembros (lo que ven, lo que sienten, lo que piensan). Un “recién ingresado” es alguien a “formar”, alguien a quien ir “modelando” poco a poco conforme “el Espíritu de la Obra”. Si ya está dentro, “no hay que perderlo”.

La verdad es que no culpo a nadie por haber seguido. Bien o mal, consciente o no, fue mi decisión. Sólo sí quiero aclarar que finalmente, los directores “institucionalizados”, tienen la consigna de que “los de casa sean “fieles” y perseveren”, y hacen cualquier cosa (no pienso que con mala voluntad, más bien creo que ni se dan cuenta), para que así sea. Para ellos es “deber de conciencia” que las vocaciones sigan adelante. Y dedican cientos de horas para “formar” (modelar, incidir sobre la inteligencia y la voluntad para que se deje de pensar por uno mismo y se comience a pensar conforme lo que llaman “SER Opus Dei” –es decir “institucionalizados”, “formateados” conforme su particular y cerrado modo de vida-). Y ahí el problema es que se “utiliza” a Dios como pretexto: Es la confusión que se genera al poner la Obra como fin y no como medio… y el identificar el modo de vida de la Obra –su sistema- con la voluntad divina.

Yo continué con toda la etapa inicial (y luego otros 9 años), a pesar de lo que he narrado, porque por un lado estaba convencida que si Dios me había llamado a la Obra, era por algo; … y por otro, porque mi “sentido del deber” era prácticamente kantiano, y no podía –no debía- retractarme de un “sí” que otorgué en un momento dado (aunque con el paso de los años comprobé que por encima del “deber” absurdo están la conciencia y la responsabilidad de actuar conforme la verdad). El resto Dios lo sabe, y yo asumo las consecuencias de mis actos, y mi falta de voluntad.

De todas formas, en ese “proceso” uno puede toparse con Dios. Tiene las ventajas de que le ofrecen una formación católica buena (aunque en ocasiones sesgada), cuenta con sacramentos, con un entorno que permite rezar mucho (la bendición de contar con un Sagrario en la propia casa es inefable), y un ambiente que en cierta forma ayuda a llevar una vida buena. Además, mucha gente de la Obra es estupenda. Hay personas para quienes ese “camino” termina siendo muy bueno, lo necesitan. Requieren de pautas y formas de vida sobre las cuales conducir obedientemente sus pasos (convencidos que es por Dios). Para ellos, mi admiración (porque yo no pude hacer eso), y mis mejores deseos.

Pero para quienes requieren de “aire” y gracia para luchar en la vida cotidiana; para quienes pensar por sí mismos –con sus riesgos- es la mejor forma de buscar la Verdad; para quienes desean actuar conforme su conciencia –y la voz del Espíritu-, mi recomendación es que ANTES de comprometerse con la Obra, pregunten, investiguen, analicen las relaciones que en las institución se establecen entre divinidad-“camino” (modo de vida)-y compromisos que se asumen. La entrada en la Obra incide, marca, a la persona completa de por vida (en lo espiritual, lo psicológico, lo moral).

¿No valdrá entonces la pena EXIGIR que ANTES de establecer un compromiso tan profundo, se den a conocer todas la implicaciones que conlleva? ¿Que ANTES te den el B-10 (o como se llame a las “charlitas de formación inicial”), y no te pidan que te comprometas “PARA TODA LA VIDA” al pedir la admisión? (Porque, insisto, la carga moral y espiritual que eso conlleva, se convierte en un compromiso difícil de romper, aunque uno al conocer “el contenido del cheque en blanco”, se de cuenta que NO ES lo que pensaba, o, peor aún, lo que le dijeron mientras hacían proselitismo con su persona).

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