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LA DILIGENCIA DE MI ABUELO

CHAMOGÜINY, 2 de agosto de 2004



Mi abuelo era un personaje muy singular. Era médico y estuvo siempre muy interesado en las ciencias en general. Cuando yo era un niño, me llevaba al monte a coger fósiles, o a ver el nacimiento del manantial que surtía de agua potable a la ciudad. No recordaba haber visto el cometa Halley en su niñez, por lo que sacaba la conclusión de que no debió ser gran cosa. Le creí.

Durante su dilatada vida había viajado en todo tipo de medios de transporte, pero me voy a fijar ahora en tres de ellos especialmente. Había viajado en diligencia. Era el único medio de transporte colectivo para acceder a los pueblos que no tenían ferrrocarril, antes de que los autobuses tomaran el relevo. Pero también había volado en un Junker 53, aquellos trimotores alemanes de chapa acanalada, recorrriendo en un día de viento del sur toda la cornisa cantábrica. Debió ser una experiencia maravillosa. También llegó a viajar en reactores modernos y vió por la televisión cómo los astronautas estadounidenses se paseaban por la Luna.

Siempre decía que tenía que dar gracias a Dios por haberle hecho vivir en una época tan intensa, que había pasado de la diligencia al reactor, permitiendo que él lo experimentara todo. Era español y católico a machamartillo.

Pienso que su actitud ante la vida podría ser la nuestra, cada cual un poco a su manera. No vamos a renunciar a nuestra experiencia vital de la juventud, simbolizada en esta historia por la diligencia, pero tampoco debemos quedarnos en la misma, renunciando a la comodidad de los reactores.

Concretamente, aplicando este cuento a nuestra vida espiritual, creo que, sin renunciar a todo lo que hemos sido y vivido, tenemos que ponernos al día de las corrrientes espirituales del momento.

Y en este aspecto, lo primero que tenemos que conocer son los fundamentos de nuestro conocimiento. Nadie en su sano juicio mantiene ya que Dios creó el Universo en seis días, hace unos seis mil años, y se quedó tan agotado que luego se tuvo que echar a descansar. Todas las investigaciones que se hacen sostienen la teoría del Big Bang, o explosión primigenia, que echó a rodar nuestro Universo hace unos catorce mil millones de años. Lo cual no deja de ser más maravilloso y sorprendente que la narración bíblica.

Lo que sucede con la narración del Génesis es que revela la concepción que tenía su autor de Dios en el momento de escribirlo. Concepción muy meritoria y entrañable. Pero distinta del conocimiento científico que hemos alcanzado ahora. Es un mito. Y como tal hay que valorarlo. También es un escrito polémico, en el sentido de propagandístico, y también eso hay que valorarlo.

La vida y obra de Jesús el Nazareno, llamado el Cristo, provoca pasiones encontradas casi dos mil años después de su muerte. Cada año se escriben miles de páginas sobre el tema. Y se aplican a su estudio las más modernas técnicas científicas, tanto físicas como literarias.

Por eso sabemos que nació en Galilea y fué ejecutado en Jerusalén, quizás por una obscura conspiración entre el sumo sacerdote José Caifás y el gobernador romano Poncio Pilatos. Pero a fin de cuentas, todo esto es lo menos importante. Lo realmente relevante es su mensaje y su obra. ¿Qué propuso? ¿Qué predicó? ¿Qué era el Reino de Dios que anunciaba como inminente? ¿Su obra fué coherente con su palabra? ¿Qué palabras atribuídas a él podemos aceptar como auténticas?

En este campo descuellan los investigadores anglosajones. Quizás porque el mercado en el que venden su producción está más sensibilizado. Quizás porque son tantos que alguien se debía dedicar a este tema. En cualquier caso, los estudios que se realizan actualmente despojan a los Evangelios, tanto canónicos como apócrifos, de toda la hojarasca redaccional y nos desvelan al auténtico Jesús de Nazaret.

Y lo que resulta es un hombre con un mensaje muy atractivo. Su percepción es que Dios es nuestro padre querido. Somos hijos predilectos de Dios. Debemos amarle a Dios y amarnos unos a otros como Él nos ama a nosotros.

Sobre esta base tan atractiva se han ido amontonando con el paso del tiempo los dogmas, los mandamientos, los anatemas, los cánones, las persecuciones de los herejes, las estructuras jerárquicas, las inquisiciones, el pecado original, el infierno, el Juicio Final y todo lo demás. Todo ha sido regulado y legislado. Cuándo comer carne. Cuándo ponerse o quitarse la prenda de cabeza al entrar en un templo, dependiendo del sexo de cada cual. La manera correcta de besarle el anillo al obispo.

Junto con todo ello, hay que destacar también las dedicación a los pobres de innumerables religiosos de ambos sexos, que aliviaron las penurias de millones de personas a lo largo de toda la Historia.

Pero ha llegado el momento de hacer balance de todo ello y sacar las cuentas. Las oraciones puramente mecánicas, como el rosario o las letanías, o las devociones meramente asistenciales me parecen de poco provecho espiritual. Asistir a una novena o a una misa con el único objetivo de quedar bien con los asistentes y procurando no quedarse dormido no vale para nada.

¡Fuera los flexos, las penumbras, las meditaciones teledirigidas, las tertulias en las que sólo se puede escuchar y estar de acuerdo con el invitado especial! ¡Fuera las consignas externas a la conciencia de cada cual, los criterios, los vademécums, las normativas escritas en una lengua ininteligible! ¡Fuera las apariencias, el lujo, el boato, el "yo tengo que vestir bien, porque, como soy de la Obra, tengo que dar ejemplo..."!

Fuera también la consideración del hecho sexual como algo pecaminoso en sí mismo. El sexo es moralmente neutro. Sólo el daño físico o moral que causamos a otras personas o terceros es pecaminoso.

Como corolario se sigue necesariamente que la ordenación sacerdotal de personas de sexo femenino no tiene por qué estar prohibido. Jesús no hizo distingos entre sus discípulos. No sotros tampoco debemos hacerlo, si mantenemos que seguimos su doctrina.

La auténtica oración debería ser un profundo examen de conciencia con una sinceridad hasta cruel, buscando en el fondo de nosotros mismos si hoy hemos hecho bien a alguna persona. O si por el contrario le hemos causado algún mal. Por pereza, por desidia, porque el "prójimo" nos cae gordo. Por lo que sea. Y la conclusión que se sigue por fuerza es el propósito de practicar ese bien, aunque sólo sea una sonrisa a un desgraciado, o unas palabras de aliento a alguien que lo está pasando mal. O un consejo desinteresado, por nimio que parezca. Lo que cuenta es la implicación personal en el acto de amor que realizamos. A fin de cuentas, dar una limosna puede resultar lo más barato de todo.

Y para eso hay que vivir en medio del mundo, entendido como la sociedad en la que estamos inmersos. Retirarse a un piso en el que hacer una "vida de familia" limitada a unas cuantas personas es un despropósito. Marginarse de la vida corriente, de la literatura o arte contemporáneo, ya sea cine o televisión, sólo lleva a la creación de "marcianos" sociales. Nunca comprenderán lo que pasa ni serán comprendidos por sus vecinos.

Volviendo al ejemplo de mi abuelo: no debemos quedarnos en los viajes en diligencia, por muy románticos que parezcan, si los aviones a reacción están a nuestro alcance.

 

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