CATORCE
AÑITOS
(O QUINCE O DIECISÉIS, LO MISMO DA)
PEDRO, 29 de agosto de 2005
Escribo este mensaje para contribuir al debate sobre los
pitajes de adolescentes, y de paso para agradeceros el trabajo
que se hace en esta página web en pro de los que se
han ido, de los que se quieren ir y de los que no quieren
entrar.
Entré por primera vez en esta página siendo
todavía numerario, mientras buscaba la página
oficial de la prelatura. Me llamó la atención
porque se definía como una página equilibrada,
ni a favor ni en contra. Sin embargo, tras leer dos o tres
testimonios, pensé que mejor a otro perro con ese hueso,
porque esto en realidad era un nido de rebotaos.
Hoy soy un rebotao.
Y lo digo sonriendo, aunque triste por lo que me tocó
pasar, y por todo lo que todavía paso como consecuencia.
De un año a esta parte, coincidiendo con la paulatina
recuperación de mi vida, os he leído algo más.
Tampoco soy un incondicional, lo reconozco, pero a veces pienso
en qué habría pasado si no hubiera tirado esos
años por la ventana, y me pica el gusanillo de ver
cómo han salido adelante otros como yo.
Quizá algún día me anime a contar mi
vida en detalle, aunque testimonios más interesantes
aquí sobran. En mi caso son once años, casi
siempre en clubes de bachilleres, de España y del extranjero.
Supongo que da para muchas historias, pero hoy por hoy prefiero
mirar atrás lo menos posible. Esos años no me
los va a devolver nadie.
No sé si realmente este mensaje entra en 'testimonios'
o en 'jóvenes y adolescentes', porque es una mezcla
de ambos. De momento lo dejo en testimonios pero a discreción
de los orejas.
Sobre la vocación a los catorce añitos
Es más que frecuente en la obra encontrarse con flores
de invernadero: niños de catorce años, que no
saben nada de la vida y que viven en un triángulo de
las Bermudas entre el colegio (del opus, aunque quizá
no tenga nada que ver con el opus), su casa (con bienintencionados
padres supernumerarios o allegados al opus) y el club. Si
uno rasca un poquito, se da cuenta de que un número
considerable de estos niños, a pesar de su tierna edad,
ya han tomado una decisión irrevocable de entrega a
Dios para toda la vida.
No me parece mal que la gente se entregue a Dios para toda
la vida. Allá ellos, en esta vida hay gente pa tó.
Pero sí me parece mal que sea tan pronto y sin discernimiento,
y los métodos que para ello se utilizan.
Es fácil que un niño en las circunstancias
que he descrito antes, a poco que sea más o menos trabajador
y simpático y se muestre en buen plan, sea inmediatamente
identificado como pitable. Comienza entonces una tarea sistemática
de acoso y derribo: se le va invitando (directamente o mediante
un amigo) a los partidos de fútbol; cuando se ve que
viene, se le achucha un poquito para que se anime a los círculos
y a la dirección espiritual; después se pasa
a actividades de 'inmersión', como son las convivencias
y los cursos de retiro; y, cuando ya está encajado,
es decir, cuando se le ve rezar un poco, hacer su pequeña
charla con el residente de turno y moverse con más
desparpajo por el club, se le provoca una crisis vocacional
(que, dicho sea de paso, raya en el terrorismo psicológico).
El planteamiento puede ser el siguiente: Dios te ha dado
unos padres estupendos, te ha puesto en un colegio estupendo,
con unos amigos estupendos, te ha dado la fe, la formación,
la posibilidad de ir al club... si Dios ha sido tan generoso
contigo, ¿no te parece que tú tienes que ser
generoso con Él?
A esto sólo se puede responder sí.
Pues entonces, cógete estos puntos de camino y piénsalos
despacio. No sé, a lo mejor notas que Dios te está
pidiendo más.
Nos ha fastidiao ¿cómo no lo vas a notar?
Llevándote por el caminito de baldosas amarillas Dios
intentaba decirte que tú estás hecho para difundir
la Buena Nueva del Evangelio.
Más claro agua.
Y si te ha puesto cerca de la obra será porque quiere
que lo hagas en la obra. Si no, te habría puesto cerca
de los capuchinos o entre los chinitos del África ¿no?
Tumbativo.
E insidioso.
Porque a esa edad, y en ese entorno y circunstancias, el
crío está entre la espada y la pared. Da igual
que sea su vocación o no. ¿Y qué niño
de catorce años, estando en buen plan, va a decir
que no a Dios? (¡qué duro suena eso, decir
no a Dios!). Sólo lo hará si realmente le cuesta
muchísimo o si tiene al lado gente en la que confía
(padres, hermanos, amigos) que le dice en la otra oreja que
tranquilo, que espere un poquito, porque la vida es muy larga
y mira lo que le pasó a fulanito. En muchos casos,
estas excepciones a la regla se pueden acabar convirtiendo
en eternos pitables.
Pero mis padres son buenos y están casados, y hasta
son de la obra...
Claro pequeño, pero es distinto (supernumerario casi
nunca es una opción a esas edades). A ti te llega todo
esto cuando ni siquiera tienes novia, porque eres muy joven.
A lo mejor esto es otra señal de predilección,
de que Dios te lo pone más fácil porque te quiere
todo para sí ¿no crees?
Llegados a este punto el chaval (aunque le cueste un congo)
ya no tiene otra que decir que sí. Ya está.
Otro pal bote. A escribir la carta al consiliario y santas
pascuas.
Cierto, al pitable adolescente también se le hace
notar que lo de la vocación es una decisión
suya ante Dios, y que la toma porque le da la gana, que es
la razón más sobrenatural, y que nadie pita
si no lo pide primero. E incluso se le dice que es posible
que lo de ser numerario no sea lo suyo. Sin embargo, pocas
veces en la práctica se va a aceptar un no por respuesta.
Casi siempre hay que rezarlo un poco más, hay que seguir
dando la brasa, hay que apretar un poco más las tuercas,
hay que meterle un buen paquete para que se entere, y hay
que acorralarlo hasta que pite (o hasta que -Dios no lo quiera-
salga corriendo).
Así fue mi caso. Y el de muchos otros. Y yo fui instrumento
para que fuera el caso de otros (primero como adscrito y luego
como residente). Eso sí, a veces sentía que
estábamos haciendo experimentillos con almas, y que
el perjudicado en potencia no era precisamente yo, y debo
reconocer que a la larga cada vez me costó más
el proselitismo.
Una cosa está clara: a esas edades los hay que pitan
por la presión, que son muchos. Los hay que pitan por
amistad, que son muchos. Y los hay que pitan por ingenuidad,
que también son muchos. Por supuesto, también
los hay que pitan por vocación, pero desde mi experiencia,
no son precisamente mayoría.
Luego la vida va dictando: unos se van, otros perseveran,
hay a quien se le echa con buenas maneras porque esto
te viene grande, y hay quien acaba de supernumerario
o de agregado. Y no es de extrañar. ¡Pues si
a los catorce o dieciséis años la personalidad
ni siquiera está medianamente formada! Si uno no sabe
ni quién es ¿cómo va a saber a lo que
quiere dedicarse en cuerpo y alma para toda la vida?
Ejemplo: la XXIV promoción (la mía) de un colegio
obra corporativa situado al oeste de Madrid (no hay caramelos
para el que adivine cuál es). En su momento pitamos
alrededor de treinta, quizá alguno menos (pero no muchos
menos). Hoy perseveran unos diez: uno de cada tres (pero ojo,
en el último año ya nos hemos ido dos, o sea
que la proporción tiende a la baja).
Y a todo esto yo me pregunto: ¿no iba la llamada antes
que la entrega?
Yo pensaba que, siguiendo un orden lógico, uno siente
la llamada de Dios y entonces responde en consecuencia. Vamos,
el principio de acción y reacción de toda la
vida: si yo veo que Dios me puede estar pidiendo que me entregue,
cabe que, cumplidos los dieciocho, me vaya a un seminario
para, después de una etapa preparatoria, ir discerniendo
mi vocación durante una serie de años. Entonces,
si es oportuno, a los veinticuatro, veintiséis o quizá
veintiocho (no sé exactamente cuál es la edad
mínima, pero desde luego es bastante después
de los catorce) puedo hacerme diácono y luego cura.
Pero aquí es al revés.
Tú, catorceañero, primero te entregas (pero
ya para toda la vida, que Dios te ha elegido y esto no es
el Real Madrid) y luego ya veremos lo que pasa y para qué
sirves.
Cierto. Están las incorporaciones sucesivas y todo
eso. Ahora voy a eso. Lo que estoy intentando dejar claro
aquí es por regla general (alguna excepción
habrá) hay una diferencia abismal en edad y madurez
entre estas dos especies de candidatos a entregarse
a Dios para toda la vida: la de pitable de catorce años
(y quien dice catorce puede decir dieciséis y medio,
para que tenga validez jurídica) y la de seminarista.
Es que son cosas distintas... es que una conlleva la recepción
de un sacramento que imprime carácter y la otra no...
Vale. Al cien por cien de acuerdo. Pero lo que me importa
aquí es que las dos son un compromiso que desde el
principio se deja claro que es para toda la vida.
Y cualquier persona en sus cabales se reserva el juicio sobre
una decisión para toda la vida que tome
un criajo de catorce o de dieciséis años; es
harina de otro costal si la decisión la toma un tío
de veinticinco con barba y bigote, aunque luego no necesariamente
la mantenga.
En estos temas tan serios la iglesia es muy prudente en comparación
con la obra.
Quizá eso explique que no existan webs de ex-seminaristas
que estén ahí para ayudar los que se han ido,
a los que se quieren ir y a los que no quieren entrar. ¡Y
mira que habrá muchísimos más ex-seminaristas
que ex-miembros de la obra! Vale, alguna vez sale alguna noticia
de abusos cometidos en algún seminario, pero desde
luego no hay una sensación generalizada de engaño
indiscriminado.
¿Por qué será?
Lo de las incorporaciones
Hace cosa de año y medio, siendo aún numerario,
se me caía la cara de vergüenza hablando con un
amigo después de varios años sin verle. Me decía
que a él le hicieron ver que estaba clarísimo
que Dios le había elegido cuando estaba aún
en el colegio. En aquél momento no había tu
tía. Así que pitó de numerario. Tenía
unos dieciséis años creo recordar.
Sin embargo, superado el centro de estudios y tras un tiempo
viviendo en un centro (no sé si con la fidelidad hecha),
resulta que ahora la vocación le venía grande
y, que por supuesto se lo llevase a la oración, pero
que lo mejor era que se fuese. Tal cual. ¿Pero cómo
podía estar tan claro tres años antes y tan
oscuro en aquél momento?
¿No habría sido más adecuado haber respetado
sus tiempos y haberle dado años para pensar antes de
dar el primer salto?
Pero no, el chaval tenía que pitar en aquella convivencia.
Es que estaba majísimo... Hoy lo pasa mal, aunque creo
que lo va superando. Y no es el único caso de ese estilo
que conozco de primera mano.
Ahora va y sale el que dice que precisamente para eso están
previstos (palabra odiosa donde las haya) los
tiempos de prueba y las sucesivas incorporaciones jurídicas,
y que las puertas estén abiertas de par en par.
Y un cuerno.
Uno: Se pita para toda la vida. Yo oí más
de una vez (y más de dos, y más de tres, e incluso
puesto en boca de nuestro amadísimo fundador) en medios
de formación individual y colectivos, que la vocación
basta con que se vea una vez, y luego ya no se discute. Cuando
uno se hace numerario con catorce añitos, el mensaje
principal no es ahora estás a prueba, sino
esto ya es para siempre, eres tan numerario como los
que llevan aquí veinte años y las incorporaciones
son una cuestión jurídica de la iglesia.
Es decir, en el fondo las incorporaciones no son sino trámites,
y no momentos para plantearse muy en profundidad si sí
o si no. El sí ya está dado.
Dos: Los tiempos son perfectamente arbitrarios. Las
incorporaciones pueden no venir en los períodos más
críticos, o por las circunstancias del momento pueden
pasar a un segundo plano. Si resulta que las cosas van más
o menos bien, es fácil decir que bueno, que adelante.
A lo mejor uno ha tenido un bache un poco antes, pero total,
puede parecer que ya estamos saliendo, o a lo mejor uno lo
va a tener después, pero eso ya no se puede saber.
Vale, cada año está el día de San José
para que uno diga si renueva o no. Sin embargo (desde mi óptica
particular), el ser humano moderno razonablemente ocupado
no consigue poner la vista más allá de la semana
en la que se encuentra (la siguiente a lo sumo). A lo mejor
sabe las cosas que tiene dentro de un mes, suele haber asuntos
que apremian y que ocupan su mente. Por ello, se puede dar
la coyuntura de que San José te llegue un pelín
demasiado de improviso como para plantearte el dar un giro
radical a tu vida de un día para otro, especialmente
si al día siguiente tienes un examen, un viaje de trabajo,
una convivencia que ya llevas semanas moviendo, o simplemente
tienes que currar. En esos casos, puede vencer la tentación
de tirar palante de momento, que ahora a mitad de curso hay
muchos frentes abiertos, y luego ya veremos. Por último,
puede ocurrir que estés en una situación un
poco especial y que simplemente dejar la obra no sea una opción
viable: ponte que estás en tercero o cuarto de carrera
en un país extranjero, sin ingresos propios y sin contactos.
De dejar la obra ¿adónde irías? Sólo
te cabe confiar en Dios... y seguir. Sí, existe la
posibilidad de ir retrasando las incorporaciones, pero me
atrevo a decir que eso es prolongar inútilmente la
agonía en un número muy elevado de ocasiones.
Y además (aunque aquí me puedo estar columpiando),
nunca he oído hablar de ningún caso de incorporaciones
retrasadas durante años, que a lo mejor es el tiempo
que uno realmente necesita para discernir las cosas.
Tres: La teoría del plano inclinado. Al principio
a uno no se lo cuentan todo de golpe para que no se le caiga
el mundo encima. Por el contrario, te van explicando las cosas
poco a poco, mediante charlas, meditaciones, dirección
espiritual y demás. Quizá no sea una mala idea,
siempre y cuando uno llegue a la fidelidad, que es el compromiso
definitivo, sabiendo exactamente a qué se compromete
y qué es lo que ello implica. Lo que pasa es que luego
te encuentras con que después de la fidelidad todavía
vas descubriendo cosas piensas que alguna vez te tendrían
que haber contado: más que nada porque (desde mi punto
de vista) al contraer el compromiso adquieres también
el derecho a saber, por ejemplo, cómo se va actuar
en relación a las cosas que afectan a la intimidad
de tu propia alma. ¡Qué menos! A título
personal, debo confesar que soy tontolculo, pero no me enteré
hasta que tenía 24 años (con diez ya de tute)
de que la confidencia no era tal, porque no se quedaba ahí,
sino que luego había cháchara entre bastidores.
Eso sí, me cabe el orgullo de poder decir que lo adiviné
yo solito: no me enteré precisamente porque me lo explicase
nadie. Y tampoco supe ¡hasta después de salir!
que existen informes escritos sobre cada uno. La verdad, todo
sea dicho, es que me importa un rábano si eran positivos
o negativos, o llenos de caridad y sentido sobrenatural o
lo que sea, pero desde luego a mí eso no me lo contaron
en ningún círculo breve. ¿Por qué
no? No sé. Dale que te pego con que tú tienes
que ser transparente en la charla y en la dirección
espiritual, pero los representantes institucionales no tienen
que poner todas las cartas sobre la mesa si no quieren. Si
aquello es de verdad una familia (como te taladran en la cabeza
desde el primer día) no entiendo a qué tanto
secreto y tanto informe.
Y cuatro: El miedo. Simple y llanamente. O te quedas
o tienes todas las papeletas para el sorteo de billetes sin
retorno al infierno, que para eso lo decía nuestro
amadísimo fundador y luego don Álvaro. O sea,
tú llegas con catorce años y con tu mejor voluntad,
posiblemente sintiendo que lo haces porque no tienes otra
pero bueno, que quieres a Dios y ya está, aguantas
mientras puedes, haces unos encarguillos que total, sólo
ocupan todo tu tiempo, entregas tu vida y tus suelditos y
luego, si no puedes más, pues que te den. Punto. Extra
opus nulla salus. Además, ¿dónde
ibas a estar mejor?
Algunas de estas cosas (aunque ni mucho menos todas) son
circunstanciales. Eso sí, creo que ejemplifican cómo,
de oca a oca, uno puede ir haciendo las incorporaciones sin
discutir la vocación (porque uno ya la vio de pequeñito
y no hace falta verla otra vez), cumpliendo con los plazos
más o menos según vienen (porque son trámites,
la vocación no se discute), sin saber exactamente dónde
te estás metiendo ni cómo se funciona a tus
espaldas (aunque te afecte directísimamente y a veces
sientas que se producen violaciones flagrantes de la intimidad
de tu alma) y, como colofón, acongojado de miedo (porque
ay del que no persevera).
No es sostenible
Alguna vez oí en los medios de formación que
la obra es un cuerpo vivo, y que como tal, acaba por expulsar
a aquellos elementos que hay en su interior que le son potencialmente
dañinos o que no tienen por qué estar ahí.
Para una persona que no tenga vocación, como es el
caso de muchos de esos niños que pitaron con catorce
años, el proceso es inexorable y silencioso. Como un
cáncer. Al principio no hay problemas. Luego, quizá
al cabo de unos pocos años, hay pequeñas molestias
aquí o allá (cuesta más esto o lo otro),
pero todavía se puede hacer vida normal, y ser apostólico,
rezador y mortificado. En cualquier caso, la mayor parte del
tiempo uno está más ocupado ordenando los aceprensas
de la sala de estar, haciendo unas gestiones apostólicas,
montando un plan chulo, o agobiado terminando un trabajo que
pensando en sus problemillas internos, porque total, los pensamientos
tampoco deben girar sobre uno mismo (que eso es lo que nos
hace infelices).
El problema llega después, cuando el cáncer
se manifiesta en toda su magnitud. Quizá ha tardado
un buen puñado de años (cinco, diez, veinte),
pero ahí ya ni toda la farmacopea sirve. Uno se siente
mal. Ve que simplemente no puede, que pierde terreno. Y uno
sufre.
Sufre de verdad.
Uno sufre porque, a pesar de errores y miserias, está
ahí de buena fe, aunque sepa que ya no da la talla.
Uno sufre porque tiene taladrado en el cerebro el miedo al
llanto y rechinar de dientes de la condenación eterna.
Uno sufre porque quizá aún cree en su vocación,
pero a la hora de la verdad, la vida es un quiero y no puedo;
un rezo, pero las cosas cuestan igual, un hablo
en la charla, pero sólo vale para pasar un mal rato.
Uno siente cómo los demás le ven flaquear, y
cómo algunos le miran con un poquito de curiosidad
y otros incluso con algo parecido al desprecio. Y uno se da
de morros con la evidencia:
Sobra.
Y entonces llega el Guadalterio
de turno (que me da la sensación, quizá equivocada,
de que piensa que todo es blanco o negro) y te espeta: pues
qué esperabas, tontolculo, ¿que fuera fácil
dejarse la piel por sacar la obra adelante? ¿que fuera
fácil entregar la vida? ¿que fuera fácil
superar los aguijones del mundo, del demonio y de la carne?
¿entonces, porque coños pitaste?
(literal). Caprichoso... ¿No sabías que ibas
al Calvario y no al Tabor? Si no tenías los ojos conectados
al cerebro es tu problema. ¿Pensabas que la vida en
la obra iba a ser como la mejor excursión del club?
¡A mi abuelita con cuentos!. A ti habría que
darte un premio por pendejo. Y de paso déjame
decirte que pitaste por un entusiasmo pasajero (¡toma
ya!). Admite tu error, da gracias a Dios, vete y en paz. Y
menos mal que te vas, la verdad. Pero bueno, te dejo que estas
cosas se hablan en la charla, voy a enterarme si la oración
en familia de esta tarde comienza en la sala de estar...
Bueno, eso en realidad no suele ocurrir. Generalmente a uno
le ven pasarlo mal y le tratan mayor o menor acierto, pero
con un poco más de tacto del que muestra este caballero.
Lo siento pero no he podido evitar hacer un inciso para referirme
a esas palabras llenas de cariño, sentido común
y comprensión que dirige Guadalterio
a aquellos que hasta hace no mucho fueron sus hermanos y que
ahora sufren, quizá porque cuando tenían catorce
añitos, algún visionario de su confianza (¿se
llamaba Guadalterio?) les hizo ver que lo suyo era entregarse
a Dios para toda la vida.
Gracias Guadalterio. Nunca habría escrito todo esto
sin mediar tu valiente alegato.
Pero bueno, a lo que voy:
El problema es que para entonces el daño ya está
hecho. Y en muchos casos ya no hay quien lo arregle.
¿No hubo por medio oración? ¿no hubo
examen de conciencia? ¿no hubo dirección espiritual?
¿no hubo mortificación? Sí, algo hubo
de todo aquello, en mayor o menor medida. Pero posiblemente
sobre todo hubo mucha perplejidad. Y mucho voluntarismo. Y
un grado de disociación considerable entre muchas cosas
que la obra teóricamente era y la cruda realidad de
la vida. Y mucha imposición arbitraria. Y mucho miedo
de no perseverar. Y mucha letra que con sangre entra. Y mucho
desengaño. Y mucho hombre hecho para el sábado.
Y mucha soledad. Y muy poco cariño. Y (como consecuencia)
muchas compensaciones e insinceridades. Y mucho complejo de
culpa.
Y así hasta que la situación se hace insostenible.
A partir de ahí, llegado al lecho del dolor, cada
uno reacciona a su manera: unos quedan en términos
amigables, otros piden distancia y otros se rebotan.
Y pensar que todo empezó con una decisión inmadura
tomada a los catorce años...
¿Dónde está ahora el cura que te habló?
¿Dónde está el numerario que en su momento
lo vio tan claro? ¿Dónde está el director
que te dejó pitar? ¿Cómo pueden dormir
tranquilos?
En fín.
Aquél niño cualquiera de catorce años,
que sacaba buenas notas (y no porque fuera un lumbrera), que
se confesaba, que hacía sus esfuercillos por ser apostólico
y mortificado, que tenía amiguetes por un tubo, que
firmó un cheque en blanco y tarde o temprano dijo sí
a todo en los primeros años de su vocación,
que se fue a la otra punta del mundo (literalmente) con diecisiete
años a hacer la labor, que tras casi siete años
le echaron de allí sin miramientos y contra su voluntad
el día que le costó la entrega, que se dio cabezazos
contra la pared durante mucho tiempo pensando que la culpa
de que las cosas no marchasen era sólo suya, que aguantó
otros dos años más por lealtad (aunque ya sin
ganas ni fuerzas) con un encargo apostólico que dijo
desde el primer momento que le costaba especialmente, y que,
al grito de viva Cristo rey y yo a la guerra sin fusil tiró
los mejores años de su vida por la ventana, al final
se sale, harto, y se encuentra con el siguiente panorama:
- Sin fe y sin ganas de recuperarla. Y desengañado,
porque la relación con Dios a golpe de práctica
normativa obligatoria acaba por matar de asco.
- Sin título universitario, porque tras seis años
y dos títulos por una universidad extranjera (carrera
y master), ahora no se los homologan.
- Sin amigos. Y sin posibilidad de tener una vida social,
porque a la vuelta del extranjero sólo se le ha permitido
tratar a críos pequeños y no a gente de su
edad (y no porque no lo haya pedido una vez detrás
de otra). Cierto. Los amigos que uno tenía en el
colegio siguen existiendo, pero ya tienen su carrera, su
vida, sus obligaciones, su propio círculo de amistades...
Son eso, viejos amigos a los que hace diez años que
uno no ve.
- Sin una puñetera perra, porque entregó
los sueldos hasta el final.
- Sin saber lo que es una niña.
- Sin visos de que las cosas cambien.
A estas alturas del partido, y doce años después
del comienzo de aquella gran mentira, ya no es ningún
secreto que aquel niño concreto de catorce años
era yo.
¿Soy pesimista? Quizá, pero tú en mi
lugar puede que no lo fueras menos.
¿Alguna cosa positiva habrá, hombre? Sí,
una. Estuve en el extranjero un puñado de años
y hablo inglés. Y me dicen que razonablemente bien.
¿Se lo debo a la obra? La oportunidad desde luego,
pero esa la aproveché yo solito. Hay españoles
de la obra en los países donde estuve que después
de treinta años hablan un inglés muy por debajo
de lo que cabría esperar.
¿Para eso me habría salido infinitamente más
a cuenta costearme yo dos veranos en Estados Unidos? Sin duda.
¿Hay recuerdos buenos al menos? Hay ex-hermanos míos
a los que quise de verdad (y supongo que todavía los
quiero), pero sé que los perdí el día
que crucé la puerta de salida. ¡Qué lástima
haber luchado para no fomentar las amistades particulares!
¿Que he llegado a lo que he llegado por méritos
propios, que realmente no me enteré de nada, que tendría
que aplicarme lo que dice Guadalterio...? Sólo estoy
de acuerdo en un cincuenta por ciento.
¿Estoy resentido? Sí. Pero desgarrado
se ajusta más.
¿Tengo razones para estarlo? Creo que sí.
¿Se me pasará? No sé.
¿Escribo esto porque estoy resentido? Escribo esto
porque me gustaría que lo leyesen muchos niños
de catorce a dieciséis años, y que aprendiesen
en mi pellejo.
¿Alguna pregunta más? Sí, varias: ¿Por
qué fueron a por mí con catorce años?
¿Por qué se empeñaron en que tenía
que salir adelante cuando estaba claro que aquello no era
para mí? ¿Por qué, después de
tantos años de desvelos, nadie movió un dedo
para ayudarme a buscar una salida sin sabor a fracaso?
Tras la tempestad viene la calma.
¿Va saliendo el sol?
Muy tímidamente. Son muchos años seguidos de
nubes negras.
En realidad, las cosas buenas que me han ocurrido en los
últimos doce años han venido después
de aquél maravilloso día de finales de agosto
del año pasado.
La más importante es que ahora sí estoy en
medio del mundo: puedo ver la tele (aunque no la veo mucho
porque no me gusta), puedo levantarme tarde los fines de semana,
puedo trabajar en mi habitación escuchando música,
puedo ir en el coche (que, por cierto, me estoy comprando
en cuarenta y ocho comodísimas cuotas que sólo
se llevan un tercio de mi sueldo mensual) sabiendo que si
me quedo sin gasolina tengo la tarjeta de crédito en
el bolsillo, puedo cocinar, puedo picar entre comidas, puedo
ir descalzo por mi casa, puedo ser generoso con mi dinero,
puedo echar la siesta, puedo tener peces, puedo hacer la compra
en el Carrefur los viernes, puedo ver los partidos del Gasol
(me las apaño aunque no tengo el plus), puedo poner
los pies encima de la mesa, puedo mirar los escaparates, puedo
comprarme una camiseta que me gusta, puedo hacer regalos chulos
a mis hermanos, puedo preocuparme por cómo puñetas
afrontaré la dichosa hipoteca un día que ya
no debe andar muy lejano, puedo querer de verdad a los pocos
que me quieren, puedo tomar mis propias decisiones... ¡son
tantos no podía que ahora son puedo!
Por poder, puedo hasta montar en bici una hora diaria en
vacaciones...
¿Soy un egoísta? Quizá. No seré
yo quien lo niegue.
Si querer llevar una vida normal es ser un egoísta,
entonces soy un egoísta de tomo y lomo.
Pero no veo como ser un egoísta de ese tipo es peor
que andar trampeando indiscriminadamente con las almas de
críos pequeños.
Además, mi situación actual podrá ser
una eme, pero prefiero mil veces cada minuto de mi vida actual
a cualquiera de mi vida pasada. Y sobre todo, prefiero saber
que no me falta ningún tornillo, que no estoy depre
y que no dependo de las pastillas que más de una vez
me sugirieron que podía tomar (y más aún
con las experiencias que aquí se cuentan y con otras
que tengo de amigos y de algún familiar cercano).
Y está mi familia, especialmente mis padres, que me
quieren y me apoyan (porque antes que supernumerarios son
mis padres, mira tú qué cosas), y que ya van
viendo clarito que alfombra roja en mi casa al opus mejor
no, porque todavía me duele sólo el verlos.
Y también porque es evidente que si no fuera por mi
padre, a mi lista de déficits habría que agregarle
sin empleo.
Pequeñines no, gracias
Bueno, aunque quería dejar todo esto en impersonal,
he acabado por animarme a contar mi rollo. O por lo menos
la parte más esencial de él.
Lo que quería decir con todo esto, aunque no creo
que nadie se haya perdido, es que no mola que piten criajos
pequeños de manera indiscriminada, y menos cuando obedece
a santas arbitrariedades como hacen falta quinientas
vocaciones o en los próximos cinco años
tienen que salir de esta región cien numerarios.
Yo digo que no se puede dejar pitar a cinco ni a diez sólo
porque estén majetes o porque den
esperanzas de vocación a la tierna edad de catorce
años (o a la de quince o a la de dieciséis,
para el caso lo mismo da). Y no se puede porque la mitad no
va a perseverar, y al menos uno o dos de esos cinco o diez
lo van a pasar realmente mal.
Simplemente no es un precio asumible, porque es un precio
que se paga con los ingresos de una lotería muy peligrosa:
si a uno le sale bien, es feliz (los hay, y yo conozco más
de uno y más de dos), pero si a uno le toca el chasco...
pues se jode para toda la vida y punto (y de esos tampoco
faltamos, palabra).
Bueno, por mi parte no hay mucho más que decir. Me
alegro de haber escrito esto. La verdad es que toda la vida
tuve amigos con quienes hablar, y por eso se me ha hecho duro
tener que desahogarme con un teclado y una pantalla.
Muy duro. De verdad.
Pero es lo que hay, porque soy un rebotao.
Gracias opus.
Un abrazo a todos,
Pedro (*)
(*) Para los detractores del nick: mi nombre es el de la
firma, voy para los 27 años y soy de Madrid (Oeste).
En internet no doy más datos, pero para el que me conozca
(y para algunos que no) con lo dicho sobra.
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