LAS
BUENAS INTENCIONES
CASTOR, 13 de julio de 2004
Paquito era un buen chico, estudiante de bachillerato en
un colegio de Fomento de una ciudad española hace ya
unos cuantos años. Piadoso, de familia numerosa, padre
cooperador y madre supernumeraria, , Paquito empezó
a ir por un club juvenil del Opus. La verdad es que ahí
se lo pasaba en grande. Mientras que en casa era reservado
e introvertido, en el club se transformaba: se volvía
locuaz, vivaracho, bromeaba con los amigos...
A los catorce años y medio, el chico pidió
la admisión como numerario, como habían hecho
sus hermanas mayores y esos preceptores del club tan simpáticos
y a quienes admiraban Paquito y sus amigos.
El problema es que Paquito, con todas sus cualidades, no
era muy buen estudiante. Y lo que había sido una vida
divertida en un club los fines de semana, empezó a
adquirir un tono diferente. Ahora Paquito tenía que
levantarse muy temprano para ir al centro a la oración
de la mañana y la Misa antes de ir al colegio. Tenía
una larga lista de actos de piedad y oraciones que hacer todos
los días (el famoso "plan de vida"). Se esperaba
también que hiciera apostolado entre sus amigos del
colegio. Todas las semanas asistía a actividades que
le complicaban el horario (círculos, meditaciones,
charlas).Y además, sus directores, su nueva familia,
exigían que sacara buenas notas, lo que nunca le había
resultado fácil.
La vida se le empezó a hacer cuesta arriba. En una
ocasión, uno de sus compañeros de clase le cogió
su agenda (la agenda de numerario que todos hemos usado) en
el vestuario del colegio, y sus compis se pegaron unas buenas
risas leyendo en voz alta las anotaciones y propósitos
que Paquito tenía escritos. Naturalmente, él
sobrellevó las burlas como una cruz más que
un apóstol moderno ha de encontrarse en el camino.
Pero un día Paquito se puso enfermo. Estaba en la
cama, tenía vómitos y no se sentía capaz
de hacer nada. Sus padres, tras el típico tratamiento
casero inicial y al ver que los síntomas no desaparecían,
decidieron llevarlo al médico de la familia (el "médico
de cabecera" en España). El buen doctor examinó
al chaval y después le indicó que volviera a
la sala de espera, que tenía que hablar con sus padres.
-"Este niño -porque eso era Paquito, un niño--
está siendo tratado con antidepresivos," dijo
el doctor a los padres.
-"¿Quién?", respondieron ellos atónitos.
"¿Nuestro Paquito?"
Pues sí, era verdad. El chaval había empezado
a agobiarse con el tren de vida que le había traído
su numerariez. En su centro, advirtieron los síntomas
de depresión y, siendo su vocación lo más
importante, por encima de todo, decidieron llevarlo a un psiquiatra
que era también numerario y vivía en otro centro
de la misma ciudad.
Poco tiempo después, Paquito dejó de ser numerario
por mutuo acuerdo. Su vida, que voy a dejar para su propia
intimidad, entró en una espiral descendente de la que
todavía no se ha recuperado plenamente y probablemente
nunca lo consiga, aunque hoy día, muchos años
después, está mucho más estable.
Hasta aquí la historia. Ahora, unas observaciones
y comentarios.
1. Esta historia es real. Antes de que ningún miembro
o simpatizante de la organización salga con eso de
"os inventáis las cosas" etc., he de aclarar
que yo lo viví muy de cerca porque Paquito (que no
es su verdadero nombre) es mi hermano. Compartíamos
habitación en casa, esa habitación en la que
se encerró un día y ni abría la puerta
ni contestaba a los ruegos de mi madre; y no sabíamos
si estaba ahí o se había tirado por la ventana
del patio interior (al final, todo quedó en un susto,
pero me tuve que ir al colegio sin mis libros, porque se negaba
a abrir la puerta). Así que nadie puede decirme que
no es verdad. Como es verdad lo que sufrió él,
que tiene un corazón de oro; y el sufrimiento de otros
que no se quejarán nunca, como mi madre. Nunca olvidaré
aquella Nochebuena, cuando entré en casa a la vuelta
de mi curso de retiro para adscritos, y me la encontré
sentada llorando frente a la cocina mientras preparaba la
cena de ese día. Yo había visto a mi madre llorar
antes (¡Dios mío! Lloraba hasta con La Casa de
la Pradera); pero nunca, NUNCA la había visto sentada
mientras cocinaba. Pero así se había quedado,
sin energía, cuando tuvieron que llevarse a mi hermano
a un sanatorio psiquiátrico, al manicomio de la ciudad,
vamos. Feliz Navidad.
2. Seamos claros. ¿Culpo yo a la Obra de que mi hermano
haya tenido que lidiar con depresión toda su vida?
No. Con el paso de los años, parece evidente que antes
o después esa condición se habría manifestado
en circunstancias diferentes. Tal vez habría sido menos
dañina si hubiera ocurrido unos años más
tarde, con él siendo más maduro, pero vaya usted
a saber.
3. ¿Era el director del centro -el que vio la vocación
de mi hermano y lo llevó a un psiquiatra a espaldas
de mis padres cuando era menor de edad- un malvado y perverso
individuo que se regocijó del sufrimiento de mi hermano
y el dolor de mis padres? No, y mil veces no. Este hombre
era un individuo simpático y agradable, de quien aprendí
cosas que valoro y conservo. No voy a dar detalles, porque
no quiero revelar su identidad ni la mía, pero era
un hombre que superó dificultades personales importantes
y de buena talla intellectual; de hecho, yo acabé viviendo
en un centro con él y doy fe de ello. El problema no
es que él fuera malo. El problema es que, cargado de
buenas intenciones y convencido de estar haciendo la voluntad
de Dios, este hombre contribuyó a desequilibrar a un
muchacho por intentar salvar su supuesta vocación;
una vocación que, meses más tarde, él
y sus superiores reconocieron que no existía.
4. Y es que ÉSE es el problema. El caso de Paquito
no es un caso aislado: basta leer esta página de web
(y en mi familia hay otro caso que clama al cielo, pero vamos
a dejarlo); si la mitad de los relatos son ciertos (y yo creo
que todos lo son), ¿no es éste material suficiente
para que, en la presencia de Dios, la obra se replantee su
modo de actuar? Incluso suponiendo que su entrada en el opus
no tuviera nada que ver con la condición de Paquito,
¿no es demencial que al director sólo se le
ocurriera llevarlo a un psiquiatra sin consultar a los padres?
5. Y es que no se trata de de que haya mala intención.
Cada vez que aparece algún defensor o simpatizante
de la institución en esta página diciendo que
los directores de la Obra son tipos estupendos, que se han
dejado el pellejo por ayudar a otros y que tienen grandes
cualidades, creo que la mayoría de los que hemos sido
miembros estamos de acuerdo en buena medida. Probablemente
todos podamos mencionar a alguno que no era exactamente un
sujeto agradable, pero en los consejos locales, es decir,
en las casas de la organización, yo recuerdo a la inmensa
mayoría como personas estupendas; aún hoy mantengo
una buena amistad con dos de ellos. Pero ahí radica
precisamente la bienintencionada trampa. Si los que gobiernan
el opus fueran gente malcarada y cruel, se les notaría
a la legua y no tendrían mucho gancho. El problema
es que son gente buena y con buenas intenciones. Pero la historia
está llena de gente que, con la mejor intención,
se ha erigido en representante y canal de la voluntad divina
y ha hecho estragos y creado situaciones demenciales.
Para mí ése es el gran problema del Opus Dei.
A pesar de todo lo que he visto y leído, no saco la
conclusión de que el opus sea malo de por sí
y deba dejar de existir. Pero mientras siga con su concepto
de vocación, sus tácticas proselitistas con
énfasis en los números, y el nombramiento de
directores y sacerdotes sin madurez ni preparación,
pero henchidos de buena voluntad y la convicción de
ser canales de la Voluntad de Dios, los resultados seguirán
siendo los mismos. Demenciales.
Entre los muchos que nos hemos ido tras haber hecho la fidelidad
y los casos dolorosos como el de Paquito, ¿qué
más hace falta para que se paren a pensar? ¿Es
que es admisible que siquiera un chaval más tenga que
pasar un calvario como el de mi hermano? Creo que les debería
bastar con los cinco minutos de lectura diaria del evangelio
para ver que la respuesta es NO.
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