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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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BREVE GUÍA PARA INCAUTOS, PERPLEJOS Y DESENCANTADOS

CLAUDIO, 17 de agosto de 2005

 


Encontrarme esta página en la red, por casualidad, me ha hecho recordar un pasado que ahora percibo ya muy lejano, como si se tratara de la vida de otro. Y es que dejé "la Obra" hace casi veinte años, después de haber sido socio numerario durante unos cuatro años.

Escribo esto con la intención de que quien se acerque a "la Obra" conozca algo más acerca de la vida cotidiana de un numerario, pero sobre todo con la esperanza de que pueda servirle a quien se encuentre en el espinoso -y, a menudo, angustioso- proceso de abandono del Opus Dei; o a los que acaben de dejarlo, o a los que sientan el deseo de hacerlo y el miedo se lo impida. El miedo y el sentimiento de culpa son las armas que sus superiores van a utilizar contra ellos, armas cuyos efectos pueden dejarse sentir todavía algún tiempo después de haberse marchado.

Quiero advertir que lo que voy a relatar y afirmar se refiere al Opus Dei de hace dos décadas. Desconozco si las cosas siguen igual, si han mejorado o empeorado: no he vuelto a tener ningún contacto con "la Obra" desde entonces. Contaré algunas de las experiencias y anécdotas que recuerdo, quizá me extienda un poco.

Mi primer contacto con el Opus Dei fue a través de un club de bachilleres, "el club". Los miembros del O.D., a la hora de captar nuevos miembros, buscan en estos ante todo dos cualidades: una buena posición económica (el director de mi centro, una vez me hice numerario, nos lo decía sin ningún rubor) y un buen expediente académico. En mi caso, mi padre era un simple asalariado sin ahorros, pero mi expediente era aceptable. De todos modos, tampoco se hace ascos a los candidatos que no posean alguna de esas cualidades, siempre que no vayan a suponer una carga económica para la "Obra" y se sometan a su disciplina.

Desde niño me había tomado en serio mi condición de católico y cumplía con mis obligaciones religiosas con bastante celo. Cuando empecé a acudir al club y me asignaron un director espiritual, pronto acabé asistiendo a misa, rezando el rosario, haciendo visitas al Santísimo, meditaciones, lectura espiritual y casi todo lo demás que aparecía en la hojita del “plan de vida", adelantándome incluso a lo que me indicaba mi director. No tardé mucho en estar maduro para que me sugirieran que Dios me llamaba, que Dios me pedía que lo dejara todo y le siguiera; debía de tener entonces dieciséis o diecisiete años. Esa idea me produjo inquietud, una inquietud que se mezclaba con emociones como el temor y la ilusión. Me ilusionaba ese acto heroico de abandonarlo todo por un ideal (con recompensa de eternidad, eso sí, no hay que olvidarlo), pero también me asustaba la radicalidad de una decisión que era para toda la vida. Todavía recuerdo el día que dije que sí, cuando inmediatamente después entré en el oratorio a darle gracias a Dios. Estaba muy emocionado, contento, aunque también, como decía, algo asustado.

Pero el primer susto de verdad me lo dieron cuando me enseñaron el cilicio y las disciplinas. No es que temiera el dolor que me iban a producir (en realidad, no es para tanto), lo que me produjo un verdadero shock fue conocer que en la institución en la que acababa de ingresar todavía se hacía uso de instrumentos de mortificación corporal que yo creía que habían pasado a la historia, a una de sus páginas más tenebrosas. No obstante, acabé por aceptarlo; entenderlo, sería mucho decir. ¿Lo verían los demás como algo normal? Parece que sí. O habían acabado por verlo de ese modo, como pronto me sucedió a mí mismo. Había uno aceptado ya tantas cosas incomprensibles y fantásticas, ¿qué problema había en aceptar una más? No podía uno tomar lo que le gustara y rechazar lo que no. Y llegamos a asumirlo con tanta naturalidad que a veces nos gastábamos bromas unos a otros golpeándonos en la pierna, a ver si dábamos con un cilicio y le hacíamos ver las estrellas al vecino. Luego, cuando nos bañábamos en la piscina, teníamos que llevar bañadores no demasiado cortos, para ocultar las hileras de postillas que el cilicio había dejado estampadas alrededor de las piernas.

Había que ser recios. Para eso también las duchas de agua fría al levantarnos (algo que, en invierno, era aún más duro que el cilicio), que sobrellevábamos rezando en voz baja, y entrecortada, el "Oremus pro Patre". Y las pequeñas mortificaciones que nos imponíamos a diario, como la de comer más de lo que a uno no le gusta y menos de lo que le gusta. Y los rígidos horarios. Ni un momento de desocupación, que son esos los momentos que aprovecha el diablo para tentarnos.

Quizá me equivoque, pero, pese a todo, yo diría que, en la juventud, una buena temporada bajo una estricta disciplina no viene nada mal para la formación del carácter. Y, sobre todo, el esfuerzo por estar desprendido de las cosas materiales, por no apegarse a ellas, algo particularmente benéfico en una época como la nuestra, de consumo desaforado.

Pero, volviendo al asunto de la mortificación, me temo que había quien hacía trampa, por las mañanas abría el grifo del agua caliente y no utilizaba el cilicio o se lo ponía bien flojito. Pocos, seguro, pero no creo que los numerarios que se pasaban la media hora de la meditación, la misa o el rosario jugueteando y "haciendo unas risas", se tomaran luego a rajatabla la mortificación. Me sorprendía lo poco en serio que se tomaban algunos numerarios los servicios religiosos. Me refiero a algunos de los más jovencitos (para "pitar" bastaba con tener catorce años y medio). Siempre se trataba de niños ricos, con hermanos o los padres ya en la "Obra". Me preguntaba qué clase de "vocación" podían tener. Al Opus Dei le interesaban por la familia a la que pertenecían, y debía de darse por hecho que la pertenencia a determinadas familias era ya signo inequívoco de "vocación". ¿Creerían en la predestinación?

Tras acabar el bachillerato entré en la universidad. La de Navarra, cómo no. Después de haber estado siempre en clase con compañeros a los que la religión les importaba un bledo, me encontré allí con muchos numerarios y el resto de compañeros que, pensaran lo que pensaran, externamente mostraban un escrupuloso respeto por todos los signos religiosos. A la mayoría de los numerarios se les distinguía enseguida por la indumentaria: pantalón gris y camisa blanca eran signo indiscutible de que nos encontrábamos ante uno de ellos. Por si hubiera alguna duda, había quien además llevaba la estampita del "Padre" en el bolsillo de la camisa, bien reconocible a través de la tela blanca. Otros no éramos tan estrictos en eso (era la costumbre, pero no era obligatorio) y a veces podíamos llevarnos alguna sorpresa, como la de que un "hermano" nos abordara para darnos a conocer la "Obra".

En cuanto al trato entre los distintos alumnos, las numerarias hacían como si los alumnos del otro sexo no existieran y los numerarios (creo que había también un agregado) hacían lo propio con las chicas (aunque lo ortodoxo era llamarlas mozas, quizá porque la palabra las hace menos atractivas que chicas y menos provocativas que mujeres). En cuanto a los numerarios respecto de las numerarias y viceversa, sabían que tenían hermanos del otro sexo, pero, como es fácil adivinar, no podían tenerlos presentes más que en sus oraciones.

La visión del sexo era enfermiza. Si, a mi juicio lo es ya en todo el mundillo católico, donde el sexo no se contempla como algo natural -aunque a veces digan lo contrario, los hechos lo desmienten- y menos aún con naturalidad, no digamos en el Opus Dei. En alguna charla nos previnieron de los peligros para la castidad que podían acecharnos por nuestra labor con los más pequeños: "Cuidado con esos niños pequeños, rubitos, muy monos, que parecen niñas". Y otra vez oí que "prima empieza por p". Creo que estas dos pinceladas bastan para que uno se haga una idea de lo retorcido que se puede llegar a ser debido a la represión sexual.

Una acusación que suele lanzarse al Opus Dei es que van detrás del dinero. Hay mucho de verdad en eso, lo que no significa que los numerarios vivan en la abundancia. Cualquiera que haya sido numerario sabe que estos no poseen nada y que entregan hasta los regalos personales que reciben. Sus ingresos van a parar directamente a la "Obra", que luego decide qué cantidad les asigna para sus gastos. No sé si será así en todos los casos, desde luego era el nuestro. El dinero es para la institución, para aumentar su poder e influencia, no para los socios.

Lo cierto es que nunca en la "Obra" oí hablar de justicia social. Ese concepto les era completamente extraño, olía a marxismo. Ayudar a los pobres era una labor santa, pero -nos decían- había otras organizaciones dentro de la Iglesia que se ocupaban de ello, lo nuestro era la santificación del trabajo, y tanto mejor cuanto más lucrativa fuera la profesión. Lo que no acabo de entender es por qué entonces se hacían "visitas a los pobres". Esa "obra de caridad" no la practicaban los numerarios por su cuenta, se hacían acompañar de algún amigo o conocido y se servían de esa visita para hacer apostolado con el acompañante. Consistía en acercarse a un asilo y preguntar por alguien que estuviera solo y no recibiera visitas, para hacerle compañía y charlar con él un rato. Supongo que pensaban que observar la miseria ajena es un buen preliminar para hablar de cosas "trascendentes". Claro que había que elegir bien al "pobre" afortunado. Un amigo, que nunca llegó a "pitar", me contó que una vez dieron con un anciano que les narró con todo tipo de detalles las múltiples y ricas relaciones sexuales que había mantenido cuando era joven. En ese momento no había ningún numerario presente y pudieron escucharle con sumo interés.

Otra cosa que me llamó desagradablemente la atención en el Opus Dei fue el trato que se daba a los animales. Supe de un numerario que para divertir a los niños del club cogía gatos, los anestesiaba y les introducía un petardo en la tripa, dejando la mecha fuera. Cuando se recuperaban prendía fuego a la mecha y los dejaba sueltos para ver cómo reventaban mientras corrían. Otro, como actividad de recreo con los más pequeños, compraba pollitos en el mercado para ponerlos a hacer carreras. Después los mataban, no sin antes someterlos a todas las torturas que se les ocurrían, utilizando para ello las herramientas del taller. El día que me enteré tuve con él fuerte discusión que acabó a guantazos. Cuando todo llegó a oídos del director, la bronca me la llevé yo. Desconozco si aquel tarado recibió alguna reprobación. Me extraña, porque en el Opus Dei los animales no humanos no merecen la menor consideración moral, Dios los puso ahí para que hagamos uso de ellos a nuestro antojo, aunque convirtamos su vida en un infierno. A mí me parecía que si Dios les había dado sensibilidad, si sentían placer y dolor, si tenían capacidad de sufrimiento, nuestro comportamiento con ellos debía ser responsable y no podía ser lícito hacerles daño porque sí. En otra ocasión, en un curso de verano, vi a un "hermano" quemando un insecto bastante grande, poco a poco, con el mechero. Le golpeé en la mano para que el insecto cayera al suelo y lo pisé, dejando una masa viscosa estampada en el parquet. Naturalmente, de nuevo fue a mí a quien llamaron la atención.

Una cosa buena de la vida en el Opus Dei era la escasísima presencia de la televisión, que solía estar dentro de un armario, bajo llave. No se veían más que las noticias (y había que ocultar la pantalla durante los anuncios, algunos peligrosos, sobre todo en época veraniega) y los partidos de fútbol. También, en ocasiones, se proyectaba una película, convenientemente censurada, eso sí, con unos graciosos cortes en las escenas con el más leve asomo de contenido sexual. Y las películas del "Padre", esas interminables tertulias rodeado de gente que le reía las gracias y que, al terminar, corría hacia él para arrodillarse y besarle las manos. Su actitud no tenía nada de humilde, por mucho que se dijera lo contrario.

Desde luego, si ingresé en el Opus Dei no fue por el carisma y el atractivo del "Padre". Su aspecto blandengue (lo encontraba algo afeminado), su impostada humildad (ya entonces no me parecía muy sincera), su burdo "sentido del humor" no me inspiraban ningún sentimiento de afecto. Me limitaba a respetarlo y rezar por él.

La veneración por el "Padre", el culto a su persona, llegaba a extremos ridículos, a veces con tintes fetichistas. Una vez muerto, cuando alguien venía de Roma siempre nos traía alguna estampita pasada por la tumba del Padre. Se contaban de él todo tipo de "simpáticas" anécdotas y otras más serias, alabando sus "heroicas" virtudes. Circulaba también otra, que se contaba en voz baja y en privado, ya que "lo nuestro es lo ordinario, no las cosas extraordinarias", acerca de un numerario que al entrar en la habitación del "Padre" lo sorprendió en brazos de la Santísima Virgen. Sinceramente, no creo que fuera lo que a uno le viene de inmediato a la mente. El marqués de Peralta ansiaba por encima de todo ser venerado y subir a los altares con todos los honores, no iba a perder el tiempo con mujeres. Lo que muestra la anécdota es la obsesión por la figura del "Padre": en el caso de aquel numerario, llegando a creer que vio semejante escena; en el caso de quien me la contó, por darla por cierta.

En ocasiones, se nos servía como postre el pastel de "la abuela", como lo llamaban los socios de "la Obra". "La abuela" a la que se referían era la abuela de Escrivá, que, por alguna mística razón, pasaba a ser también la nuestra. La familia del "Padre" entraba a formar parte de nuestra familia espiritual. Los socios de la "Obra" teníamos familia "de sangre" (la que nos había criado) y teníamos Familia: la que había pasado a ocupar el primer lugar en la jerarquía de familias, el propio Opus Dei, de la cual también formaba parte la familia de sangre del "Padre". Celebrábamos los aniversarios familiares del "Padre" como si fueran los nuestros, se hacía algún extra en la comida y con el café podíamos tomar una copita.

Con la familia (la de verdad) el trato tenía que ir siendo cada vez menor. El Opus Dei era ahora "la familia" y la familia de verdad pasaba a ocupar un lugar muy secundario, relegada a la categoría de "familia de sangre". Había que quererlos y rezar mucho por ellos, pero a distancia. Mi hermana vivía en la misma ciudad donde yo estudiaba, y al principio iba muchos días a visitarla y merendar en su casa. No tardé mucho en empezar a hacerlo cada vez con menos frecuencia: me llamaron la atención por mi excesivo apego a la familia de sangre. Menos entendible me pareció que quien llevaba mi "charla" me propusiera una vez que mintiera a mis padres para conseguir de ellos permiso para asistir a un retiro. Si mentir era pecado, más grave debía de serlo -pensaba yo- si a quienes se mentía eran los propios padres. Mi superior no lo veía así: lo primero era la "Obra".

Al cabo de un tiempo, estando ya en el “centro de estudios”, internado destinado a la “formación” intensiva, la situación se me hacía tan insoportable que alguna vez me levantaba por la mañana temprano y, antes de que todos bajaran al oratorio, cogía la bolsa y salía del centro para marcharme a casa de mis padres a pasar el fin de semana. Sin decir nada a nadie, pues sabía que si pedía permiso me lo denegarían. Al regresar, el domingo, tendría que presentarme ante el director, enfrentarme a mis propias contradicciones y convivir con la confusión que me producía mi pertenencia a "la Obra". No era nada fácil. Seguramente ha sido la etapa de mi vida en que peor lo he pasado.

Más adelante, al desconcierto que me producían las extravagancias de "la Obra", a mis dudas sobre el O. D., se les empezaron a sumar las dudas sobre la religión en general. Plantearse la "vocación" una vez hechos los votos era pecado: me estaba cuestionando la "llamada de Dios"; poner en duda cuestiones de fe, analizarlas de manera crítica y no con adhesión incondicional era también pecado. Lo primero me llevaría a lo segundo, las dudas sobre la vocación a las dudas de fe. Si pecado era ya plantearme la vocación sin prejuicios, sin dar nada por sentado, ¿por qué no llevar la duda hasta sus últimas consecuencias y planteármelo todo desde el origen? Empecé a ver (cuando me sobreponía al sentimiento de culpa por pensar en lo que no me estaba permitido pensar) que la propia existencia de Dios no tiene más apoyo racional, no digamos empírico, que la creencia de que estamos rodeados de gnomos invisibles, por decir algo. Y si la fe consiste en creer aquello que no tiene un fundamento racional ¿por qué había de creer en los dogmas del catolicismo y no, por ejemplo, en los gnomos o en la reencarnación? ¿Simplemente porque me habían educado en esas creencias y no en otras? No me voy a extender más en esto ya que no es este el lugar para un alegato en favor del agnosticismo, sólo quiero contar lo que entonces pasaba por mi cabeza. De todos modos, en aquella época no veía el asunto con la claridad con que acabo de exponerlo. Entonces sólo lo vislumbraba; no me atrevía a ser tan rotundo. Y no sólo porque me hubieran enseñado que las dudas de fe son pecado. Todos tenemos un conjunto de ideas y creencias, más o menos conscientes, mejor o peor fundadas, más o menos congruentes, en que nos apoyamos para desenvolvernos por la vida. Poner en cuestión el sistema al completo da miedo, uno no sabe ya donde pisa, tiene que empezar construirse uno nuevo desde el principio.

Por aquel entonces estaba, como decía, en el "centro de estudios", en un internado de numerarios, y me destinaron a un centro "normal", pensando que quizás así se me podría pasar la crisis. Cuando finalmente vi que aquello no se resolvía con un simple traslado a otro centro, que mi situación era insostenible y que lo que quería en realidad era dejar “la Obra”, me llamaron a la Delegación. De la conversación que tuve allí, sólo recuerdo que trajeron a colación la figura de Judas, tratando de explotar sentimientos de culpa (¿me estaría convirtiendo en un traidor?) y el temor al fuego eterno. ¿Traición a qué o a quién? ¿A Dios? Una institución tan hipócrita y alienante no podría ser obra de un dios bueno, de modo que mal podía hablarse de "traición a Dios". (El argumento, ya clásico, puede llevarse un poco más lejos, poniendo en lugar de esa institución el propio mundo en general, para concluir que un dios bueno, omnipotente e infinitamente sabio no puede ser el autor de un mundo semejante. De modo que si existe un dios, algún defectillo o vicio tiene que tener: en este aspecto hasta los dioses griegos y romanos resultan más convincentes.)

Cuando me marche de "la Obra" tuve una sensación que en algo se parecía a la que tuve al ingresar. Me sentía emocionado, contento, con la satisfacción de haber hecho de nuevo "algo heroico", y con cierto temor por los cambios que tenía que afrontar en mi vida. Seguramente esto es lo más costoso para quien se marcha de "la Obra": tener que rehacer su vida. Por muchos inconvenientes que tuviera la vida en el Opus Dei, todo allí estaba perfectamente regulado y uno sabía en cada momento lo que tenía que hacer. Perder esa tutela puede provocar al principio cierta sensación de desamparo, de desconcierto. Pero eso que nos asusta es también, a la vez, lo mejor. Hemos alcanzado la mayoría de edad y podemos actuar sin tutelas, sin guías, sin tener que seguir criterios ajenos. Decía que la sensación al marcharme del Opus Dei tenía cierto parecido con la que tuve al ingresar. Pero con una diferencia: ahora había también un sentimiento de liberación, una sensación de libertad. Por eso, a la hora de abandonar la "Obra", o cualquier otra institución tan autoritaria y opresiva como esa, hay que explotar el sentimiento de libertad: uno vuelve a ser dueño se su propia vida y puede actuar de modo autónomo, siguiendo los dictados de su conciencia, sin tener que someterse a reglas que él mismo no ha asumido antes racional y conscientemente como propias, sino que le han sido impuestas, en bloque, como un todo indivisible e incuestionable. Lo cierto es que en cuanto se supera ese miedo al nuevo modo de vida se puede regresar a la normalidad de una existencia mentalmente sana y feliz, con sus naturales alegrías y sinsabores. Salvo en caso de circunstancias materiales extremas, la felicidad y la infelicidad dependen más de nosotros, del enfoque que adoptemos al enfrentarnos a la realidad, de nuestra actitud hacia ella, de nuestra ética, que de las circunstancias concretas en que nos encontremos.

Ánimo, que fuera del Opus Dei hay una vida mejor. O, para ser más precisos, más bien es que, sencillamente, fuera está la vida.

 

 

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