Anécdotas
de familia
G.C.A.R., España
Enviado el 27-4-2003
Cualquiera que haya pasado por el sinuoso y extraño
mundo del Opus conserva una larga retahíla de vivencias
amargas; más aún si esa lamentable institución
ha engullido y casi destrozado a toda su familia. Análisis
en el plano sociológico, o teológico, o político
también hay bastantes sobre el particular y muchos
de ellos han sido difundidos en esta interesante página.
Sin embargo hay aspectos simplemente grotescos, incluso cómicos,
que bien pudieran configurar un extenso anecdotario. Personalmente
conservo algunos recuerdos impagables, aunque hace mucho tiempo
que no tengo más contacto con esa pandilla de fanáticos
que las esporádicas entrevistas con alguno de mis hermanos
metidos por desdicha en semejante fregado.
Por ejemplo evoco el sorprendente hallazgo de que mi entrada
en el Opus Dei me había proporcionado, entre otros
muchos beneficios, una curiosa familia con su padre, sus tíos,
sus abuelos y toda la pesca. Había en algunos sitios
fotos muy decorosamente enmarcadas de aquel notable museo
de cera, que a mi me parecieron desde el principio francamente
hilarantes, porque no podía evitar asociarlas a las
películas del cine mudo e incluso a algunos dibujos
de "La Codorniz". Dado que los comentarios humorísticos
sobre el particular no hubieran resultado especialmente populares
en aquel alucinante medio, preferí disfrutar individualmente
del regocijo causado por el álbum familiar, enriqueciendo
de este modo la vida interior, como tan fervientemente se
me recomendaba.
Pero en realidad el gran número cómico de "casa"
me fue proporcionado en el primer contacto (¿o debo
llamarle encontronazo?) con la figura egregia de "El
Padre". Después de haber soportado durante un
par de años un torrente de baba hagiográfica
y una multitud de anécdotas supuestamente encantadoras
o edificantes en torno al fabuloso personaje, va y resulta
que va a aparecer de sopetón en Pamplona y que encima
va a alojarse en el seudo-colegio mayor donde unas cuantas
docenas de selectos infelices recibíamos la formación
adecuada para salir a santificar el mundo por las buenas o
por las malas.
La verdad es que un servidor andaba ya francamente empalagado
y ahíto de escuchar historias que realmente no acababan
de parecerle tan sustanciosas como pretendían sus narradores.
De modo que ese servidor cometió la tontería
de manifestarle sin rodeos al director de turno que toda aquella
mitología no acababa de llenarle y que no experimentaba
ninguno de los tiernos o entusiásticos sentimientos
que cualquiera de los socios del Opus debía experimentar
hacia Monseñor Escrivá. Incluso comentó
que el personaje aquel, ni fu ni fa, y más bien fa.
O sea: que me resultaba francamente antipático.
Trasmutada la inicial expresión de estupor, el jefecillo
de marras optó por una fórmula pedagógica,
si no innovadora, probadamente eficaz: si no quieres caldo,
taza y media. Total que me encontré embutido en mi
mejor uniforme colegial colocado de centinela frente a la
puerta del sancta sanctorum reservado en el edificio para
alojar al santo, si es que le daba la ventolera de aparecer
por allí. Algo así como los celebrados palacios
rotatorios de Hassan II, o de Sadam Hussein, que está
más de moda. Toda la vida local se había puesto
patas arriba y el ambiente de nerviosismo y gilipollez beata
lo inundaba todo, desde el sótano hasta el tejado...
Y yo cada vez me iba sintiendo más deprimido. No conseguía
hallar, por mucho que hurgase en mi atribulado espíritu,
ni una sola huella de pasión, júbilo o sentimiento
afín asociado a la visita de la vieja dama (con perdón
de Dürrenmatt). Pero allí estaba de plantón
procurando mantener la corbata en su sitio y la mente lo menos
confusa posible.
Y apareció. Apareció mucho, muchísimo.
En medio de una doble hilera de semblantes congestionados,
ojos brillantes y manos trémulas, se aproximaba un
cura con gafas ¡dándole besitos a la gente! Creo
que me salvaron a medias un rebelde acné, que debía
resultar poco apetecible para cualquier osculeador experto,
y el rápido escaqueo hacia el más recóndito
hueco entre la multitud delirante. Luego comenzó todo
lo demás: el baño de masas en la Universidad,
en el que debió de decir cosas muy graciosas y trascendentes,
pero que personalmente me parecieron extraordinariamente triviales
y muchas de ellas, hasta chocarreras; una absurda tertulia
nocturna durante la cual permanecimos todos en silencio sentados
por el suelo contemplando a aquella especie de loro acatarrado
envuelto en una toquilla, porque estaba muy cansado y no tenía
ganas de decir nada y ahí nos tenían ustedes
en una escena digna de película de Buñuel...
Me pareció menos gracioso, pero sumamente ilustrativo,
el episodio en que fue desalojado el salón principal
de la casa para que el campeón de la pobreza evangélica
recibiese en privado a una familia ejemplar que traía
un pequeño obsequio: una custodia de oro del copón
bendito (y perdón por la quasi-redundancia). Como uno
estaba de guardia de corps forzoso, asistió al despliegue
hostelero con que se solemnizaba un acto de amor filial tan
sustancioso. Naturalmente las masas de hijos igualmente amorosos
que aguardaban casi histéricos la ocasión de
ver al Fundador lo más de cerca que les fuera otorgado
por la providencia y su férrea organización
terrenal, no alcanzó jamás de los jamases semejante
privanza. Las subsiguientes reflexiones de este humilde testigo
resultaron menos severas que lo previsible merced a la ingestión
masiva (y clandestina) de los restos del festín, pero
tampoco quedaron especialmente amables o positivas.
Nada, que no me había curado y que el sujeto aquel
me parecía grotesco, soberbio y notablemente afeminado.
Cada vez me caía peor.
Por aquello del tropezón consecutivo en auténtico
guijarro, tuve la mala ocurrencia de expresar este punto de
vista en la confidencia o interrogatorio más próximo
y ello me granjeó un pasaje a Roma en compañía
de otra multitud devota que formaba comitiva para la entrega
de una imagen de la Virgen no recuerdo si de ida o si de vuelta).
En esa expedición obtuve unas cuantas experiencias
hilarantes adicionales. En la calle Bruno Buozzi existe una
especie de Cinecitá llena de decorados de clamoroso
mal gusto en forma de no sé cuántos oratorios
carísimos, las plantas de los pies del Padre estampadas
en cemento y anécdotas tan trascendentes como una de
"el día que Monseñor se cabreó"...
Empecé a dudar aún más seriamente de
la salud mental de mis correligionarios en episodios tales
como una persecución a la carrera del automóvil
paterno por las calles del Trastevere, o el absoluto desdén
por el Coliseo, el Museo Vaticano y otras minucias (personalmente
estaba muy interesado en visitar Via Veneto y otros lugares
santificados en mi propia hagiografía por obra de Antonioni,
Visconti o Vitorio de Sica), en nada comparables por lo visto
a una nueva visita clandestina a la Meca de Bruno Buozzi.
Juré volver a Roma por mi cuenta, y así lo he
hecho unas cuantas veces, libre ya de semejante melaza.
Espero que otro día me permitan ustedes contar lo del
cura poeta, o lo de la censura literaria, o cualquiera de
los recuerdos pintorescos que guardo sin demasiado entusiasmo
en mi memoria.
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