LA
VIOLENCIA EN LA IGLESIA
Autor: Camilo Maccise, teólogo Carmelita, padre
Carmelita Descalzo
Fuente: Religion
Digital
Hablar de violencia en la Iglesia puede parecer un contrasentido.
Violencia, en efecto, implica fuerza (vis) física,
moral o psicológica para imponer y coartar, para forzar
y obligar. Y esto sería contradictorio e impensable
en la comunidad de creyentes fundada por Jesús, nuestra
paz, que vino a liberarnos de toda esclavitud y opresión,
que "destruyó el muro de separación: el
odio, y de los dos pueblos ha hecho uno solo ... [y] los reconcilió
con Dios por medio de la misma cruz" (Ef 2, 14.16); que
edificó su iglesia en el amor a Dios y al prójimo,
incluso al enemigo (Mt 5,43-48).
Sin embargo, la historia de la Iglesia, divina y humana a
la vez, nos hace ver que la violencia ha sido practicada por
ella hacia dentro y hacia fuera de la misma suscitando o tratando
de reprimir conflictos entre la autoridad jerárquica
y la base, entre interpretaciones tradicionales de la fe y
nuevos acercamientos a la misma, entre exegetas, teólogos,
moralistas y magisterio, entre institución y carisma,
entre iglesia y sociedad.
Nuestra reflexión no es sólo teórica.
Tiene en cuenta también la historia pasada y reciente
en la vida de la iglesia junto con experiencias personales
o testimoniales en el presente del pueblo de Dios que peregrina
como signo pobre e imperfecto del Reino de Dios. Estas experiencias
actuales no son simples anécdotas aisladas sino líneas
de dirección que caracterizan habitualmente el modo
de actuar de organismos centrales de la iglesia.
El trasfondo de la violencia eclesial
Al analizar el trasfondo de la violencia eclesial hay que
tener en cuenta los comportamientos psico-sociológicos
de los individuos y de los grupos humanos con todas sus tensiones
en la esfera relacional y con sus causas personales y estructurales.
Igualmente hay que superar visiones maniqueas que identifican
el poder con el mal y que juzgan siempre negativamente desde
el punto de vista moral a quienes lo ejercen en la sociedad
y en la Iglesia. Puede existir y de hecho se da un estilo
evangélico de practicar la autoridad (Mt 20,24-28).
Esta aclaración permitirá encuadrar con realismo
las experiencias de violencia en la iglesia y de evitar, al
mismo tiempo, juicios moralmente negativos sobre las intenciones
de quienes de hecho la practican en forma consciente o inconsciente.
No se trata, por tanto, de enjuiciar a las personas que casi
siempre proceden guiadas por el deseo de salvar la identidad
eclesial, de proteger lo que consideran el bien y la verdad.
La tensión de dos movimientos presentes en los grupos
humanos
Todo grupo humano estructurado vive la tensión entre
dos movimientos: uno centrípeto y uno centrífugo.
El primero se preocupa de conservar la identidad; el segundo
de encarnarla y renovarla con dinamismo y creatividad para
que el grupo se mantenga con vida y para que su existencia
continúe teniendo sentido. Ordinariamente el movimiento
centrípeto está representado por quienes tienen
el poder y la autoridad. Una parte de la base, en cambio,
tiende más fácilmente a buscar caminos nuevos,
a transformar las estructuras, a cuestionar los aspectos organizativos
del grupo. Ambas tendencias pueden querer imponerse a través
de una cierta violencia. Si el movimiento centrípeto
predomina y se impone, el grupo obligará a sus miembros
vivir una identidad estática en el sometimiento y la
uniformidad.
Si, por el contrario, vence el movimiento centrífugo,
el grupo corre el peligro de la dispersión y la fragmentación
que conducen a la pérdida de la propia identidad. La
superación de este doble peligro se dará en
la integración armoniosa de ambas tendencias a través
del diálogo y de la aceptación de un pluralismo
en la unidad.
En la iglesia tenemos dos aspectos necesarios y complementarios:
el institucional y el carismático que, de ordinario,
concretizan los dos movimientos de los grupos humanos: lo
institucional, el movimiento centrípeto; lo carismático,
el centrífugo. La iglesia en su aspecto institucional
valora más la recta doctrina, la disciplina, la organización,
y la cohesión protegiendo su identidad por medio del
dogma, la ley, el poder centralizado. En su aspecto carismático,
la iglesia da más importancia a la recta praxis, a
las relaciones fraternas, a la cercanía con la gente,
especialmente con los pobres, a la denuncia profética.
Vive y promueve la solidaridad, la inculturación del
evangelio, la corresponsabilidad, la descentralización
y la práctica del amor cristiano con su dimensión
social para promover la justicia en el mundo. Aquí
también, como en todo grupo humano, el camino para
resolver las tensiones que surgen es el del diálogo
que conduzca a la aceptación de la diversidad en la
unidad construida alrededor de lo que es realmente esencial.
El modelo de Iglesia
El modelo de Iglesia (la forma como la Iglesia se entiende
a sí misma y se presenta a los demás) influye
igualmente en la forma de concebir y de ejercer el poder.
Ese puede conducir a la violencia que impone o al servicio
abierto a la confrontación y al diálogo en la
búsqueda de la verdad y de los caminos de Dios para
la iglesia.
Durante muchos siglos, a partir del Edicto de Constantino
(s. IV), prácticamente hasta el Vaticano II, predominó
el modelo de iglesia como sociedad perfecta con fuerte acentuación
en lo jerárquico que llevó a distinguir dos
categorías de cristianos: el clero junto con la vida
religiosa por un lado y los laicos, por otro; la iglesia docente
(que enseña) y la iglesia discente (que aprende); la
jerarquía que gobierna, decide, determina y el laicado
que obedece, acepta y ejecuta. En ella las distinciones se
dan piramidalmente, por una jerarquía de carismas.
El primer puesto lo ocupan quienes ejercen la autoridad. En
ella se concentra casi todo el poder.
El Concilio volvió al modelo bíblico de iglesia
y la presentó nuevamente como una iglesia de comunión,
pueblo de Dios y sacramento del Reino. En ese modelo las relaciones
entre los carismas parten del objetivo de los mismos que es
el de favorecer la unidad en la diversidad. Las distinciones
no se tienen primordialmente por el orden jerárquico
sino por el tipo de servicio. Este modelo de iglesia exige
un modo nuevo de ejercer la autoridad. Por desgracia, en el
período posconciliar, el discurso teórico en
esta línea está siendo frecuentemente desmentido
por una praxis eclesial caracterizada por un creciente centralismo,
autoritarismo, dogmatismo y juridicismo generadores de exclusión
al estilo del modelo anterior de iglesia-sociedad perfecta.
Manifestaciones de violencia en la iglesia
En la iglesia actual no se aplica más la violencia
física que se practicó en el pasado cuando religión
y estado estaban estrechamente unidos. Entonces los disidentes
en el campo dogmático como moral eran considerados
como miembros desintegradores de la identidad cristiano-católica
y social. Aun sin aceptar la leyenda negra de la inquisición,
(que también existió en el campo protestante),
no se pueden negar hechos inaceptables de condenación
de parte de la iglesia como el de consignar a los considerados
herejes al "brazo secular" para ser torturados o
incluso ejecutados por su falta de ortodoxia o por su rebeldía
a la autoridad eclesiástica. En el mundo moderno y
posmoderno esa forma de violencia ha desaparecido en la iglesia.
Quedan con todo, otras formas de violencia moral y psicológica
que siguen siendo practicadas en la institución eclesial
y que son manifestaciones de un tipo de poder que no tiene
en cuenta el derecho a una legítima diversidad en la
iglesia y la exigencia evangélica del diálogo
y de la superación del miedo. A la luz de la experiencia
puedo señalar algunas de esas violencias, que son práctica
muy frecuente en la iglesia, sobre todo en algunos dicasterios
romanos.
La violencia del centralismo
El centralismo es una forma refinada de violencia porque concentra
el poder de decisión en una burocracia eclesiástica,
lejana de la realidad de la vida, ignorante de los desafíos
que enfrentan los creyentes en las diferentes circunstancias
socio-culturales y eclesiales, incapaz de admitir la pluriformidad.
De ese modo se ejerce la violencia al tratar a los creyentes
de todas las categorías, desde las conferencias episcopales
hasta los grupos de laicos pasando por la vida consagrada,
como menores de edad, necesitados de una superprotección
y de una disciplina impuesta con criterios miopes.
En el período posconciliar se ha ido destruyendo poco
a poco el esfuerzo de descentralización iniciado por
el Vaticano II y el camino de la colegialidad episcopal. Incluso
los sínodos episcopales convocados periódicamente
están controlados en su metodología y en la
elaboración de sus documentos por la Curia romana.
En la mayor parte de los sínodos ha habido obispos
que han denunciado inútilmente la violencia de este
control aplicado por mentalidades neo-conservadoras bien estructuradas
y con mucho poder para tratar de imponer su punto de vista
y sus decisiones condicionadas por una teología abstracta
y desfasada. Presionan con acusas y sanciones también
a quienes se atreven a enjuiciarlas por amor a la iglesia
y sin romper la comunión en ella. Se les tacha sistemáticamente
de practicar un magisterio paralelo, una pastoral paralela
y de pretender crear una iglesia paralela.
El centralismo reforzado procede en gran parte de la desconfianza
y el miedo. ¿Cómo explicar si no el que se tarde
dos y tres años para aprobar la traducción de
textos litúrgicos hecha por expertos y aceptada unánimemente
por conferencias episcopales? Se practica así la violencia
de la sospecha y de la descalificación de enteros episcopados.
Ese mismo miedo de perder el control de todo hizo surgir,
ya en el Sínodo sobre la vida consagrada y después
por parte de la Congregación para la doctrina de la
fe, la propuesta de exigir la confirmación del Vaticano
para los Superiores Generales electos por sus respectivos
Institutos religiosos. Ante una reacción mayoritariamente
negativa, la Congregación para la doctrina de la fe
envió una carta a teólogos de su confianza pidiéndoles
que comenzarán a escribir para apoyar esa iniciativa
e ir creando una opinión favorable a ella.
El control centralista de la Curia romana impide también
el acceso de grupos cualificados a un diálogo directo
con el Papa. Los Consejos de la Unión de Superiores
Generales (USG) y la Unión Internacional de Superioras
Generales (UISG) han tratado inútilmente de tener una
audiencia-encuentro con el Santo Padre desde 1995. Mientras
otros grupos menores irrelevantes e individuos ajenos a la
fe y a la iglesia obtienen esa posibilidad, los representantes
de más de un millón de personas consagradas
comprometidas en las más diversas actividades pastorales
y en los puestos de frontera evangelizadora no han podido
lograrlo. Este es un modo sutil de impedir los espacios de
diálogo indispensables para una colaboración
intraeclesial. Por eso, un padre conciliar se atrevió
a decir durante la celebración del Vaticano II: "no
le tengo miedo a Pedro (al Papa), sino a los secretarios de
Pedro (la Curia romana)".
Una forma de violencia que se tiene con frecuencia en las
estructuras de la iglesia es la del autoritarismo patriarcal.
Pruebas de ello son entre otras la exclusión de las
mujeres de los "espacios de participación en diversos
sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos
en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos
que las conciernen más directamente"(1). Resulta
incomprensible, por ejemplo, que las mujeres contemplativas
no hayan sido consultadas en la preparación del documento
Verbi sponsa sobre la clausura. Fueron varones los que legislaron
para un tipo de vida que no conocen sino en teoría(2).
Esa legislación exige de las monjas contemplativas
lo que no exige de los monjes contemplativos en cuestión
de permisos para excepciones a las normas establecidas. Es
un ejemplo de violencia discriminatoria hacia la mujer consagrada
contemplativa. Se la considera como menor de edad como en
siglos pasados, incapaz de mantenerse fiel a su identidad
claustral sin una vigilancia de parte de los varones.
Otras formas de violencia autoritaria que se han convertido
en costumbre son, por ejemplo: cubrir con el secreto el nombre
de quienes acusan (violación de un derecho de la persona
humana), porque son generalmente personas de mentalidad conservadora;
no permitir testigos que apoyen a la parte acusada cuando
ésta es llamada ante un tribunal de algunos dicasterios
romanos; enviar cartas en las que quedan asentadas acusaciones
sin haber dialogado con el acusado antes de escribirlas. También,
cuando éste escribe una respuesta en la que demuestra
la falsedad de las aserciones, nunca recibe un escrito que
lo descargue de las afirmaciones calumniosas anteriores contra
él.
El autoritarismo se cubre con el manto del poder sagrado que
protege a quienes actúan de esa manera. No existe la
posibilidad de acusarlos de difamación y calumnia.
En nombre del poder sagrado exigen obediencia ciega(3), comprensión
hacia ellos que, como dicen, tratan de hacer las cosas lo
mejor posible y, cuando quedan al descubierto, como último
recurso, recuerdan a las víctimas de su autoritarismo
que "todos estamos en la misma barca", sin reconocer
que antes han querido arrojarlos al mar. Igualmente no se
cansan de remachar que según la ley, tal y cual cosa
es "competencia exclusiva de la Sede Apostólica".
La violencia del dogmatismo
Otro tipo de violencia en la iglesia es el dogmatismo que
no admite que vivimos en un mundo pluralista en el cual no
es posible seguir dominados por un monocentrismo religioso,
cultural y teológico. Por el contrario, se requiere
una apertura a un policentrismo en todos esos campos. Sin
distinguir entre lo esencial de la fe cristiana y sus formas
de expresión teológica, el dogmatismo conduce
a imponer una sola perspectiva teológica: la tradicionalista,
elaborada a partir de condicionamientos filosóficos
y culturales de épocas pasadas. Así, sucesivamente
en el período posconciliar hemos asistido a la violencia
represiva contra una exégesis renovada, contra nuevas
perspectivas teológicas europeas, contra la teología
de la liberación, contra la teología asiática
y africana, contra la teología indígena. Y,
ordinariamente, los procesos siguen una pauta de tipo violento:
llegan a la Congregación para la Doctrina de la fe
acusaciones de personas conservadoras y ultraconservadoras
o de enemigos personales que saben que gozarán de la
protección de la confidencialidad y del apoyo incondicional
de parte de los responsables de la Congregación; éstos
dan a examinar los textos en cuestión a "expertos"
que gozarán de la protección del anonimato y
que no tendrán que enfrentar al acusado; éste
tiene que responder a las acusaciones y ofrecer explicaciones
sobre lo que es considerado heterodoxo. Es sorprendente constatar
que muchas veces el "experto" basa sus acusaciones
en frases fuera de contexto(4). Después de responder
y aclarar las cosas uno no recibe, a no ser en casos especiales,
ninguna carta de descargo en la que la Congregación
diga que su "experto" se ha equivocado. Tampoco
el acusador recibe una amonestación o una pena canónica
por haber mentido o calumniado.
Este dogmatismo violento frena la investigación y el
estudio legítimos entre los exegetas, teólogos,
moralistas, pastoralistas. Muchos, por miedo, se imponen una
fuerte autocensura. La Iglesia tiene también con frecuencia
actitudes impositivas en la sociedad sin tomar en cuenta el
mundo pluralista en que vivimos. La iglesia tiene ciertamente
derecho a presentar el evangelio y sus exigencias pero sin
dogmatismos y sin pretender imponerlas a quienes no creen
o profesan otras religiones.
Hacia una nueva eclesialidad
Las tensiones y conflictos en la iglesia no se pueden eliminar
ni con la violencia del centralismo que controla todo, ni
con la violencia del autoritarismo que sanciona y excluye,
ni con la violencia del dogmatismo que impone y uniforma,
ni con la violencia del rechazo de la autoridad o de las verdades
fundamentales de la fe y de la moral católicas. Lo
que se requiere es superar el modelo de iglesia de cristiandad
neoconservadora que ha ido recuperando terreno y que predomina
en la estructura de la iglesia a principios del tercer milenio.
Hay que caminar hacia la aceptación práctica
del modelo de iglesia recuperado por el Vaticano II: una iglesia
de comunión, pueblo de Dios y sacramento del Reino.
En ella, debe haber lugar para el diálogo y la comunicación,
la unidad en la diversidad y un clima de libertad como expresión
del amor que acepta al otro y que crea comunión dentro
y fuera de la iglesia.
Ante todo, hay necesidad de una actitud dialógica en
la iglesia, que lleve a hablar y a escuchar al otro, sin actitudes
inquisitoriales o de rechazo, en la búsqueda sincera
de la verdad a la luz del evangelio tanto en su interior como
con otras confesiones cristianas, otras religiones y con la
sociedad. A ello invita el Vaticano II en la Constitución
Gaudium et Spes: cuando, hablando de la iglesia y de su misión
de iluminar a toda la humanidad con la luz del evangelio,
la presentaba como "signo de aquella fraternidad que
permite y consolida el diálogo sincero. Esto requiere
que, en primer lugar, promovamos en la misma iglesia la estima
mutua, el respeto y la concordia, reconociendo toda legítima
diversidad, para establecer un diálogo cada vez más
fructífero entre todos los que constituyen el único
pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles
cristianos. Lo que une a los fieles es más fuerte que
lo que los divide. Haya unidad en lo necesario, libertad en
lo dudoso, caridad en todo"(5). Este diálogo se
extiende también a otras confesiones cristianas en
un auténtico ecumenismo y no excluye "a nadie,
ni a aquellos que cultivan los bienes preclaros del espíritu
humano, pero no reconocen todavía a su Autor, ni a
aquellos que se oponen a la iglesia y la persiguen de diferentes
maneras"(6).
Junto con el diálogo se requiere una descentralización
que permita un contacto directo con los desafíos y
los problemas dentro y fuera de la Iglesia. Esto favorecerá
la corresponsabilidad y la práctica de la colegialidad
episcopal y dará menos espacio a actitudes inquisitoriales
alimentadas por acusadores cobardes que tiran la piedra y
esconden la mano y que se creen poseedores de la verdad "objetiva"
y están dominados por el miedo a la confrontación.
Esto en el fondo es miedo a la verdad y a la auténtica
libertad, ya que la verdad es la que nos hace libres (Jn 8,32).
Juan Pablo II en su Encíclica Ut unum sint afirmaba
que "cuando la Iglesia católica afirma que la
función del Obispo de Roma responde a la voluntad de
Cristo, no separa esta función de la misión
confiada a todos los Obispos, también ellos 'vicarios
y legados de Cristo'. El Obispo de Roma pertenece a su 'colegio'
y ellos son sus hermanos en el ministerio. Que el Espíritu
Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores
y teólogos de nuestras iglesias para que busquemos,
por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio
pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por
unos y otros"(7). Estas formas nuevas en la estructura
de servicios en la iglesia no solamente son necesarias en
el campo ecuménico sino que también son urgentes
al interior de la iglesia católica. Se requiere que
el Papa sea ayudado en su ministerio más directamente
por las conferencias episcopales que por la curia romana que
ha concentrado excesivamente el poder decisorio que conduce
a la violencia del centralismo, del autoritarismo y del dogmatismo.
Este es el motivo por el que cada vez con más fuerza
personas de nombre y jerarquía en la iglesia proponen
que los consultores y consejeros del Papa sean los Presidentes
de las conferencias episcopales. El diálogo con ellos
daría al Santo Padre una visión más clara
de la realidad y de los desafíos que debe enfrentar
la iglesia en los diversos contextos socio-culturales y eclesiales.
Así se evitarían de parte del juridicismo centralista
de la curia romana ordenaciones abstractas y universales que
impiden flexibilidad y adaptación a las diversas circunstancias,
que crean tensiones y conflictos y que ejercen violencia con
la imposición de un a rígida uniformidad, fruto
de un concepto equivocado de unidad. Este debe ser superado,
puesto que la iglesia "en virtud de su misión
y su naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular
de cultura humana o sistema político, económico
o social"(8) y, por tanto, está llamada a vivir
la unidad en la diversidad socio-cultural y eclesial a través
de un diálogo sincero, fraterno y maduro que ayude
a superar violencias y miedos.
Notas
1. VC 58.
2. No fue consultada ninguna de las 49 Asociaciones o Federaciones
de las Carmelitas Descalzas que siguen las Constituciones
puestas al día con el Vaticano II y que agrupan 755
monasterios y cuentan con más de once mil monjas. Quejas
semejantes surgieron de otras órdenes contemplativas.
Tal parece que la consulta se limitó a monasterios
o grupos de monasterios de mentalidad conservadora.
3. Así lo hizo un cardenal de la curia romana en su
intervención durante el sínodo sobre la vida
consagrada.
4. Esto aparece todavía en procesos recientes. Con
el método que usan ciertos "expertos" (siempre
protegidos por el anonimato) uno podría acusarlos hasta
de herejías examinando unas pocas páginas de
sus escritos.
5. GS, 92.
6. Ib.
7. Ut unum sint, 95.
8. GS 42.
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