"Portarse
bien con uno mismo" de Anselm Grün
(extracto)
3.- Rigorismo en la vida espiritual
En mucho hombres espirituales podemos observar formas de
rigorismo en el trato consigo mismos y también frecuentemente
en el trato con los demás. Este trato duro consigo
mismo se da nada más cometer una falta o cuando se
siente culpable. Muchos cristianos creen en la misericordia
de Dios, pero esta fe no influye nada en su vida, cuando contraviene
sus normas. Entonces es cuando afloran las peores autoinculpaciones.
Lo sé por propia experiencia. Aunque sé que
puedo fallar porque Dios me acepta como soy y siempre me perdona,
me enjuicio duramente cuando vuelvo a cometer una falta, cuando
vuelvo a hablar mal de otro aunque he hecho el propósito
de no volver a hacerlo. Me pongo verde y me digo: "¡Vaya,
otra vez!. Lo podrías haber evitado. Tenías
que haberte esforzado más. Tienes que poner más
interés. No sirves para nada. Tienes que dominarte".
Autoinculpaciones así surgen en mí cuando no
me domino y tomo chucherías por la tarde o cuando me
dejo llevar por otros gustos. Todo lo que yo pueda haber dicho
hasta entonces sobre cómo comportarse correctamente
con las pasiones, no sirve para nada. De lo profundo de mí
emerge ahora la dureza de antes. Y por mucho que me diga que
mis pasiones pueden llevarme a Dios, siempre abrigo la ilusión
de llegar alguna vez a dominarlas por completo, de acallarlas.
Reconciliarse con las propias faltas y debilidades, con las
propias pasiones, llevarlas amistosamente en ves de gritarles
y reprimirlas, es un proceso que dura toda la vida.
Sobre todo no tenemos piedad de nosotros mismos cuando somos
culpables. Nos destrozamos con sentimientos de culpabilidad,
nos consideramos los mayores pecadores y a menudo nos castigamos
por ello. Josef Rudin, teólogo suizo que enseña
en el instituto C.G. Jung, ha descrito con mucha precisión
como precisamente el perfeccionista se mueve continuamente
en el círculo de la culpa y del sentimiento de culpabilidad:
"El complejo de culpabilidad de los perfeccionistas
entra en funcionamiento donde hay sombras de culpa, donde
hay en juego debilidades, fallos humanos y pequeñas
insignificancias cotidianas. Siempre y en cualquier parte
cabe la posibilidad de ser culpables, de resbalar en el parquet
de la vida y de manchar el blanco vestido aparentemente deslumbrante.
El perfeccionista siempre tiene miedo de verse envuelto en
culpabilidades" (Rudin, 212). Sus angustias de culpabilidad
le atormentan por doquier. Examina todas sus acciones para
ver si no se ha deslizado entre ellas algún resto de
culpa. Después de conversar con alguien se pregunta
si no ha sido egoísta, si de verdad su punto de vista
ha sido equilibrado. Pero lo peor es que el perfeccionista
no admite ninguna culpabilidad personal relacionada con su
culpabilidad real, cuando se le dice, por ejemplo, "que
es un egoísta, que en lo único que piensa es
en tener su conciencia tranquila" (Ibíd.,
213). "Al perfeccionista, esto le hiere en lo más
profundo y le molesta enormemente, es para él una tremenda
humillación, casi un aniquilamiento, pues ha hecho
un gran esfuerzo para vivir una vida plena e inocente. Todo
en él se resiste a asumir una culpa real, pero desde
hace años soporta culpas imaginarias" (Ibíd.,
214). El hombre normal que conoce sus fallos y debilidades,
se asombra de que el perfeccionista esté tan obsesionado
con sus sentimientos de culpabilidad, pero que no sea capaz
de asumir su culpa real. El perfeccionismo es "una
enfermedad que convierte a los hombres en seres atormentados
y angustiados, aplastados bajo el peso de sus sentimientos
de culpabilidad" (Ibíd.). El perfeccionista
es muy cruel consigo mismo a causa de la culpa. Nunca puede
estar contento porque siempre olfatea alguna culpa y su angustia
culpable le hace sufrir tanto que jamás está
tranquilo.
He acompañado a un sacerdote que hablaba mucho y con
mucha convicción de la misericordia de Dios. Pero a
la vez creía que tenía que ser poco misericordioso
consigo mismo. No disponía ni de un solo instante para
él. No podía tener hobby alguno, porque tenía
que estar siempre a disposición de los hombres. Si
por casualidad tenía un minuto libre, enseguida pensaba
si no era mejor ir a visitar a los enfermos del hospital que
tener tiempo libre para él. Y como siempre se presentan
ocasiones de amar al prójimo, se exigía siempre
el máximo en este punto y se abandonó a sí
mismo por completo. No tenía tiempo ni para organizar
su casa, cada día se sentía más molesto.
Y no se atrevía a pedir a su madre que le ayudara,
por no molestarla. Tras muchos años de hacerse daño
por empeñarse en satisfacer los deseos de su madre,
se decidió a buscar compañía. Nuestro
amor al prójimo encubre muchas veces una actitud dura
para con nosotros mismos. En este caso no sirve de mucho decirse
que hay que amar al prójimo como a sí mismo,
que sólo se puede amar al otro si uno se ama a sí
mismo. El conocimiento por sí solo no sirve para nada
por la desconfianza tan profunda que sentimos ante nosotros
mismos y ante nuestros deseos. Más de uno se sacrifica
por sus padres ancianos sin darse cuenta de las agresiones
que esa actitud suponen en él, agresiones contra sus
padres y contra sí mismo, porque no se atreve a obedecer
lo que siente.
Una ascesis mal entendida puede hacer a uno agresivo contra
sí mismo. Nuestra tradición occidental ha entendido
el concepto griego de ascesis, de ejercicio, de entrenamiento
para conseguir algunas destrezas, para progresar interiormente,
de forma negativa, a saber, como mortificación. La
misma palabra expresa ya agresividad. Pues algo en nosotros
ha de ser mortificado, eliminado, violentamente suprimido.
Lo que se pretende con la ascesis es dominarse a sí
mismo, ser dueño de todos los pensamientos, sentimientos
y pasiones. Muchos han concebido su ascesis como si se tratara
de una alta competición. Cada vez ponen el listón
más alto, para ser cada vez más dueños
de sí mismos. Desgraciadamente, la ascesis es para
muchos cristianos una especie de tiranía sobre las
propias necesidades y deseos. Decía Henry Bremont que
el panascetismo es tan peligroso como el panhedonismo. Que
renunciar sea siempre mejor que disfrutar no tiene nada que
ver con el mensaje de Jesús. Pero igual de negativa
es la postura que piensa que mi vida espiritual siempre me
tiene que servir para algo, que siempre ha de tener sentimientos
fantásticos. Pero el panhedonsimo puede presentarse
con otros ropajes. Lamentándose, por ejemplo, de lo
difícil que es todo. La postura ascética de
los siglos pasados, mucho hombres la viven ahora dolorosamente:
"No hay nada que hacer, así me han educado.
Es todo muy difícil. No puedo cambiar de la noche a
la mañana. No tengo más remedio que aceptarme
como soy". En esta postura dolorosa hay mucho de
falta de esperanza y de ausencia de autoestima, de agresividad
ante sí mismo, mientras que una ascesis auténtica
adopta una actitud positiva frente a uno mismo.
La comprensión equivocada de la ascesis griega como
mortificación ha causado mucha infelicidad en occidente.
La ascesis mortificante ha perjudicado a menudo al hombre,
porque le ha dado muchos consejos sin tener en cuenta su estructura
espiritual. "A la luz de los actuales conocimientos
de psicología profunda, mucho consejos ascéticos
no sólo son inoperantes, sino que ponen directamente
también en peligro la salud espiritual" (Rudin,
186). Cuando sólo se combaten los síntomas y
no se identifican sus causas en la psique del hombre, "esa
ascesis funciona como un formidable aparato represivo con
todas sus funestas consecuencias" (Ibíd.,
187). La ascesis ciertamente pude ser combativa. Pero tiene
que tener en cuenta la naturaleza del hombre. Y esta tiene
muchos estratos. El que se mortifica sin tener en cuenta la
naturaleza humana, da entrada en escena a "la ley
del 'contrapeso' de los instintos... Cuando se reprimen los
instintos sexuales en vez de educarlos, quizás empieza
entonces a aflorar un impaciente e incluso agresivo afán
de prestigio, que a veces se camufla con motivos religiosos"
(Ibíd., 197). También hoy la gente se interesa
por la ascesis. Pero no puede lucha contra el hombre, sino
que tiene que estar a su favor. Y tiene también que
asimilar los conocimientos psicológicos que son patrimonio
de todos. Porque si no, nos perjudica y nos lleva a una paralización
de la vida religiosa, a la esterilidad religiosa y a la parálisis
psíquica (Cf. Rudin, 187).
La perversión de la ascesis en el cristianismo ha
sido sobre todo por culpa de los perfeccionistas, que han
entendido mal las palabras de Jesús: "Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt. 5,
48). Cuando Jesús afirma que hay que ser perfectos,
quiere decir ser plenos, no indefectibles. El perfeccionista
quiere parecerse a Dios más cada día. Quisiera
identificarse con Él. Pero la identificación
con Dios como máximo paradigma, puede introducir al
hombre "en una especie de espiral de exigencias cada
vez más altas consigo mismo, de opresiones dolorosas
y de sentimientos depresivos de inferioridad" (Ibíd.,
174). El perfeccionista se ha construido un sistema de presión
que se manifiesta en exigencia de renuncia muy concretas y
en un gran número de oraciones y de ritos. Los perfeccionistas
"se imponen la observancia de una serie de oraciones
y de buenas obras tan rígida como pedante, cuyo cumplimiento
es el objetivo de su vida. Este ritual somete al hombre, no
lo libera , sino que cada día le infunde más
terror, acrecienta poco a poco el número de ritos o
al menos exige un cumplimiento cada vez más intenso"
(Ibíd., 225). Si el sistema coercitivo consta de exigencias
cada vez más altas, termina con frecuencia en un diletantismo
ascético. Cuando no se tiene en cuenta la estructura
del alma humana, algo termina por forzarse. Cuando se desconoce
la vida instintiva y las necesidades del cuerpo, sólo
se piensa en la mortificación. La consecuencia es que
los instintos reprimidos retornan y constantemente piden la
palabra o como tentación o como sistema neurótico.
"Con una hábil acrobacia de la voluntad las
tentaciones serán rechazadas, las necesidades del alma
ignoradas, los impulsos del sentimiento sometidos"
(Ibíd., 227). La consecuencia de todo esto es un hombre
sin sangre, sin alma y sin espíritu. Lo que queda es
un alma náufraga. La ascesis se convierte en mortificación,
en autodestrucción.
Con ello, los hombres han mortificado sus pasiones, sus necesidades.
Y lo hicieron como si les diera absolutamente lo mismo comer
una cosa que otra. Ya no querían disfrutar en absoluto.
Pero quien rechaza todo placer se vuelve insoportable y agresivo.
La prohibición absoluta del placer esconde mucha agresividad.
El mundo es decididamente perverso. No podemos ponerlo a nuestro
servicio, no podemos disfrutarlo. El hombre está ahí
para ofrecer sacrificios, no para disfrutar ni para tener
una vida hermosa. A esta actitud condujo también una
falsa inteligencia de la pasión de Jesús. Que
el sufrimiento forma parte de la vida es evidente. Pero no
podemos ir por la vida buscando el sufrimiento. Dios nos ha
creado lo primero de todo para vivir. Y Jesús ha venido
para darnos la vida en plenitud. Pero quien quiera vivir de
verdad, tiene que estar también preparado para decir
sí a lo que le crucifica, al sufrimiento que puede
salirle al paso. El que dice sí a su pasión,
también puede disfrutar de la vida. Pues no tiene por
qué vivir siempre angustiado pensando que Dios puede
quitarle alguna vez todo lo que tiene. Esta es una actitud
típicamente pagana, tal como se presenta en la lucha
de Polícrates. Polícrates tiene la sensación
de que nunca podrá ser feliz, de que tras la felicidad
viene necesariamente la infelicidad. Por eso no puede alegrarse
con su felicidad. En cristiano se trata de la alegría
por lo que Dios nos regala, sabiendo que también nos
lo puede quitar, pero sin la angustia de que Él nos
lo volverá a quitar porque no nos permite la felicidad.
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