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YO NO QUERÍA IRME DE LA OBRA

Enviado por José A. Botella el 29 de enero de 2004


No soy de la obra pero lo fui unos nueve años en la década de los ochenta. De padres supernumerarios y hermanas numerarias, ex y supernumerarias, en la actualidad, sigo teniendo amigos íntimos que son de la obra. Mamé el espíritu de la obra desde pequeño y pedí la admisión (no me gusta utilizar una terminología que ya no me pertenece) a los catorce años y medio.

Mis impresiones coinciden, en parte con algunas de las cosas que ya se ha contado aquí. Pero sólo en parte. Hubo de todo: la ilusión de darle mi vida entera a Dios, la sorpresa al descubrir modos y “secretos” en la obra que no se me habían comunicado antes, (junto con el gustillo de saber cosas que otros no sabían y que pertenecían al círculo de la “familia”) cariño por parte de los que vivían en el centro entonces (¡que pocos quedan ya de aquellos a los que llamábamos la vieja guardia!) momentos de confusión y cabreos, en fin, lo de siempre.

Con dieciocho años me fui al centro de estudios (al entonces Albalat), tras un par de ellos en un club de bachilleres en Valencia y cuando se acercaba el momento de la fidelidad se me comunicó que no era apto para dar ese paso, que sería más feliz formando una familia, y se me cayó el mundo encima.

Había vivido en la “burbuja segura” de la obra desde joven y sentí miedo. La decisión por parte de los directores de que dejara la obra fue acertada, pero las maneras equivocadas. El día anterior a mi marcha, el director, en la tertulia de la noche, me cantó una canción famosa cambiándole el estribillo: “¿Qué será de ti lejos de casa…, Jose que será de ti?” Como ven, una actuación no muy apropiada para el momento en el que me encontraba. No, yo no me quería ir. El día de mi marcha fue por la puerta de atrás, como es costumbre, sin despedidas. Pero gracias a Dios esta vez se hizo lo acertado.

En la actualidad vivo en Alemania, estoy casado y padre feliz de dos hijos y medio (el tercero está en camino).

Con los años, he madurado y desarrollado un espíritu crítico que me ha llevado a reflexionar sobre lo que viví en la obra. Sigo creyendo en Dios, amo a Jesucristo por encima de todo, intento llevar una vida cristiana acorde con mi situación y en la que aplico muchos de los consejos y prácticas que aprendí entonces. Ah! y rezo por la obra y por el prelado cada día. Así que me podrán ustedes clasificar como infiltrado, nostálgico, afectado con el síndrome de Estocolmo o como quieran. Pero tengo también mucho que agradecer a la obra.

Con respecto a la institución mi opinión (que bien poco vale, nadie me ha pedido y que queda sujeta a posible modificación en cualquier sentido) es la siguiente:

Es una institución que pudiendo haber tenido una inspiración divina ha sido elaborada y dirigida por hombres. Creo que es un error hablar de la obra en general. Siempre se nos ha hablado sobre la santidad de la obra, sobre el espíritu de la obra, sobre la imagen de la obra, el rezar por la obra etc… como si la obra fuera un ente real. Pero la obra en general no existe, lo que existen son sus miembros y sus actuaciones y la obra es y será lo que sus miembros, empezando por el prelado, hagan y sean. Esa manía de presentar a la institución como si fuera una especie de deidad a la que hay que cuidar, amar etc. ha llevado a despersonalizar la actuación de sus miembros, evitar responsabilidades donde las hubiera y centrar una atención exagerada sobre los medios que produce, como se ve, consecuencias negativas. A las actuaciones erróneas hay que ponerle nombres y apellidos.

De la misma manera, esa atención desmesurada sobre el fundador, que al fin y al cabo y como él decía era sólo un instrumento, me parece estar repercutiendo negativamente a la fama de la institución. Si San Josemaría era santo o no, no es algo sobre lo que yo tenga que discutir. La Iglesia ha decidido elevarlo a los altares como a otros muchos y, como aquí ya se ha dicho, significa el reconocer que está en el cielo. Con sus manías, mal genio, detalles de cariño, sus soberbias, aciertos y equivocaciones. Pero así es como me imagino yo a los santos. Gente que lucha por ser cada vez mejor hasta el final. No creo que todos los que están en el cielo tuvieran un carácter y una manera de hacer las cosas que destilara miel y caramelo y que, además, no se equivocaran nunca. Pongamos el ejemplo del Padre Pío y Garabandal. ¿Estaba el Padre Pío equivocado sobre las apariciones o fueron las apariciones reales (todavía no reconocidas por la Iglesia) y la Iglesia no las reconoce?.

El fundador de la obra pudo muy bien tener una inspiración divina, fundar la institución y equivocarse en algunas maneras de actuar. No creo en la infalibilidad de las instituciones ni de ningún fundador (excepto de Jesucristo, de su Iglesia y el Papa). Creo que ha sido un error el “limpiar” la imagen del fundador como se ha hecho. Pero entiendo que los miembros de la obra quieran a su fundador y que reaccionen contra los que le atacan, a él y a la institución. Imagínense que descubrieran la existencia de una página web en la que se critica a su padre o a su madre “de usted”. Pues supongo que algunos de ustedes tendrían las mismas reacciones que algunos de los miembros de la prelatura. Hasta llegar a querer incluso bloquear la página. Y, seamos honestos, aunque no sea lo correcto, es perfectamente comprensible. Por lo menos, a mí así me lo parece.

Vuelvo a la idea que intentaba desarrollar sobre la equivocación de poner tanto énfasis sobre la institución. Con ese comportamiento se acaba confundiendo los fines (la salvación del alma) con los medios (la obra y su reglamentación) y se puede llegar a la creencia de que la obra es el más genuino baluarte del cristianismo desde el que se mira, por encima del hombro, a otras instituciones y movimientos cristianos (sé que pasa y así lo he vivido). Insisto, de ser este el caso no es la obra, sino sus miembros los que así actúan. Esta divinización de la institución y de su fundador es culpable de todos las críticas que la obra recibe y que se vuelven como un boomerang contra ella y la golpean. Desde este punto de vista, no me sorprende que algunos de sus miembros hayan llegado hasta la mentira en el afán de defender a la obra hasta las últimas consecuencias. También se puede así explicar el fanatismo que se respira en ciertos ambientes.

Con respecto a las reglas, entiendo que una institución deba regularse con reglas y maneras de actuar, pero me parece que en la obra se cae en exageraciones a veces ridículas. Existe un afán exagerado en controlarlo todo, de ahí que cuando se mira la actuación de algunos directores se entrevean ramalazos de rigorismo, secretismo, falta de libertad y fanatismo. Se pone demasiado el acento en la organización y se tiene miedo a dejar cosas “sin amarrar”, confiándose poco en la responsabilidad de las personas. Creyendo que si se deja de actuar así el espíritu de la obra se diluiría con el tiempo. De aquí proviene, creo yo, la multiplicación de reglas y subreglas que intentan establecer al máximo el modo de actuar en situaciones concretas y que pueden devenir en una falta de confianza de los directores en la madurez y sentido común de los miembros. Por supuesto, estoy generalizando. De todos modos, algunas reglas son siempre necesarias en una institución. Intenten ustedes organizar cualquier asociación sin ellas.

Recuerdo lo que me pasó un día (con diecisiete años) en un centro de Murcia donde residí. Cinco minutos antes de comer, estaba tocando la guitarra esperando a que se abriera la puerta del comedor. En esto que, acompañado por el director del centro, entró “el de San Miguel”, y yo, ensimismado en la canción que me parecía genial, no me levanté sino que me limité a saludar con la cabeza, esperando que les gustara lo que estaba interpretando. En la tertulia que siguió a la comida recibimos el “paquetón” más grande que he oído sobre la falta de tono espiritual que se respiraba en la casa, todo basado en que ni siquiera la gente se levantaba del sillón y prefería quedarse tocando la guitarra cuando entraba un director. A mí se me cayó el alma a los pies. Ahora, parece que no es necesario levantarse cuando entra un director en la habitación pero, si el asunto de levantarse o no, no es ya tan importante, ¿a qué cuento vino el “paquete” que nos endosó ese desgraciado amargándonos el día? No, así no se tiene la sensación de estar en una familia. Pero, insisto, creo que el, problema son las personas no la institución. Conozco muchas de ellas que si que actúan como padres, como hermanos y madres.

Si la Iglesia, que es de institución divina necesitó de una reforma (la contrarreforma) ¿porqué es tan impensable la reforma de la obra? ¿Por la fidelidad al espíritu del fundador? La Iglesia Católica sigue siendo fiel al espíritu de su Fundador pero cambia con los tiempos y adapta las maneras y las formas. Creo que la obra así lo está también haciendo, pero a un paso tan imperceptible que no nos damos cuenta. Estoy seguro que el prelado sabe y se da cuenta de muchas de las cosas que aquí se hablan. Pero las cosas llevan su tiempo. Esperemos que así sea. Y si no, ¿qué les importa a muchos de los que aquí escribe y leen?

 

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