RELIGIÓN,
SECTARISMO, AUTOENGAÑO
M.J., 26 de septiembre de 2004
Hace unos meses descubrí esta web y me ha impactado
ver cómo, a pesar de los treinta y tantos años
trascurridos desde mi paso por el Opus, las historias y testimonios
que leo aún me llegan como cosa propia.
No porque no sea, para mí, un tema cerrado. Pero me
ha hecho reflexionar sobre el peso que llega a tener en la
vida haber pasado una fase clave en la formación de
la personalidad, como es la adolescencia, dentro de una organización
totalitaria. Pocos años después estuve en otra
organización aparentemente opuesta (un grupúsculo
político de extrema izquierda): las dos experiencias
fueron curiosamente coincidentes. La diferencia es que, al
salir del Opus, dejé también de ser católica,
y en cambio, a día de hoy, sigo siendo de izquierdas.
Bien es verdad que lo que hoy entiendo por ser de izquierdas
tiene poco que ver con la Dictadura del Proletariado.
Me hace también reflexionar sobre los mecanismos de
control de las personas; sobre cómo perder la libertad
sin necesidad de que haya barreras físicas y legales.
Cómo se llega a suspender el propio juicio, el sentido
crítico. Recuerdo cosas que, estando dentro de Casa
aceptaba sin rebelarme, aunque chocaran con mis convicciones
más profundas: la discriminación de las mujeres,
por ejemplo. La consigna clara y explícita de que no
hay que darle tanta importancia a la justicia social.
La idea de que la autotortura (cilicios, disciplinas) pueda
ser una manifestación de amor, la aberración
de que alguien que te ama pueda complacerse en tu sufrimiento
y exigirlo.
Yo era (había sido) inusualmente crítica y
madura para mi edad, al menos intelectualmente; por eso me
parecía luego tan incomprensible que hubiera llegado
a aceptar esas cosas. No porque las hubiera llegado realmente
a creer; ahí quedaban, como cosas que no encajaban
y que yo procuraba no mirar, porque no había manera
de que encajaran. Éste es el mecanismo mental que más
me llama la atención: ese entreguismo de la
inteligencia, que no llega a ser convencimiento intelectual,
sino el mecanismo de no ver las cosas que, sin embargo, siguen
tozudamente en los márgenes del campo visual, de donde
un día (cuando finalmente lo permites) saltan al centro
de la conciencia. Pero siempre habían estado ahí.
Quizá, de haber continuado más años,
hubieran desaparecido también de los márgenes,
habrían llegado realmente a convencerme. Entonces la
jaula se habría cerrado del todo.
Y lo mismo me ocurrió unos años después,
cuando pasé por uno de los grupúsculos más
sectarios del marxismo-leninismo-pensamiento maotsetung
que florecían en la Universidad antifranquista. También
aquí te exigían la totalidad: entrega
absoluta, no sólo de tu vida, sino de tus afectos,
de tu mente. También aquí eran dueños
exclusivos de la verdad. Fuera del Partido no había
salvación (todos los demás partidos de izquierda
eran revisionistas, traidores a la Causa del Proletariado,
tan enemigos como el propio Fascismo). También aquí,
cuando lo dejabas, tus amigos dejaban de hablarte. Y también
aquí el deseo de creer, de pertenecer, me había
hecho dejar muchas cosas incómodas en los márgenes
del campo visual.
Eso es quizá lo que más duele después,
la vergüenza de la ceguera voluntaria. Porque, claro
que te engañan, claro que te manipulan; pero lo hacen
con tu colaboración. Porque sabes que no es tan fácil
como en una película de buenos y malos, que en la maraña
de manipulación y engaño, todos jugamos el juego,
cada cual a su nivel, todos somos engañadores y engañados.
Por eso a uno le queda ese mal sabor de boca, esa necesidad,
al cabo de los años, de seguir leyendo cosas que te
permitan entender no sólo qué hicieron ellos,
sino sobre todo, qué hiciste tú. Y por qué.
Hay conductas de maldad sin paliativos: cuando se utiliza
conscientemente la calumnia como arma contra la disidencia,
cuando se presenta una desgracia como un castigo divino
por no seguir la supuesta vocación
No hay manipulación
ni obediencia debida que pueda justificarlas, es imposible
llevarlas a cabo sin saber lo que se está haciendo.
Llegar ahí implica una degradación moral irreversible.
Pero la mayoría de las conductas son más confusas,
es más difícil separar la manipulación
del autoengaño, porque el que miente se miente a su
vez a sí mismo, y el que es engañado cierra
voluntariamente los ojos.
Importa, por eso, ser consciente de cómo, a nuestras
creencias, no sólo llegamos por razones intelectuales
o éticas, sino por cosas mucho más confusas:
miedo a la soledad, inseguridad, necesidad de formar parte
de un colectivo, de ser aceptado; miedo a decidir, a equivocarse.
Miedo a la libertad.
Importa saber que, con objetivos originariamente loables
y personas bondadosas, se puede llegar a construir organizaciones
que actúan de manera objetivamente perversa, que aplastan
y devoran a los individuos, que actúan como máquinas
generadoras de infelicidad de terrible eficacia. Importa saber
que ningún objetivo noble puede sobrevivir a procedimientos
viciados, que la maldad de los medios degrada irremediablemente
los fines. Que la coacción, la intolerancia y la intransigencia
nunca pueden ser santas. Un ideal que exige renunciar
al más mínimo resquicio de intimidad y libertad
personal (censura de lecturas y correspondencia, prohibición
de la amistad particular, salvo como medio de proselitismo,
obediencia, incluso contra la propia conciencia) es como aquellos
dioses antiguos que requerían sacrificios humanos.
Y, sobre todo, importa saber que, si renunciamos a la lucidez,
estamos perdidos. Que, cuando aparcamos las cosas que no encajan
y decidimos dejar de verlas, cuando aceptamos comulgar con
pequeñas ruedas de molino, empezamos a dejarnos ir
por una pendiente de la que cada vez se hará más
cuesta arriba volver. Cada vez habrá más cosas
con el letrero prohibido mirar en los márgenes
de nuestro campo visual. Hasta que un día desaparezcan.
Y entonces se habrá cerrado la jaula.
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