Mi
primera confesión con un sacerdote numerario
GLÍGLICO, 2 de junio de 2004
INTRODUCCIÓN
Aunque resulta redundante, cada alma tiene su camino, cada
persona tiene su temperamento y su historia, más o
menos miserable, con más o menos oportunidades de gloria.
Cuando mi alma estuvo acompañada del consejo de este
cura, mis experiencias personales inmediatamente anteriores
eran muy concretas: una carrera recién terminada de
una manera (por favor, no es jactancia, quiero describir la
situación) brillante, puesto de trabajo desde el último
curso de carrera (trabajaba y estudiaba a la vez, me pudo
llevar a una anemia pero en realidad me llevó a consolidar
mi incipiente puesto de trabajo y rematar la carrera sin novedades),
y sola en una ciudad que no es donde vivía mi familia
(en mi ciudad no hay la carrera que elegí). Como había
conseguido trabajo, al terminar me quedé en aquella
ciudad trabajando, viviendo sola en un apartamento que me
podía permitir.
Esto lo describo para dar a entender mi situación:
una mujer de 22 años económicamente independiente
(con propinas puntuales de mis padres para gastos que se tienen
que hacer al recomenzar la vida tras la carrera, pero nada
más), pero que vive sola. Tenía amigas, y amigos,
pero no ambiente familiar. Estoy segura de que las personas
que se han encontrado en esta situación me compenden.
En principio, la independencia es atractiva. En tres meses,
te ahogas en ti mismo, te hartas de tu propio silencio al
llegar a casa, y lo que más se necesita (consiente
o inconscientemente) es abrir la puerta de casa y oler a comida
que se está haciendo, que te despierten ruidos por
la mañana de otros que se han levantado antes y no
el despertador estridente, y que no te dé tiempo a
hacer algo porque has estado dedicando tu tiempo a otra cosa
que no es imprescindible para tu trabajo, tu "administración
personal" (yo llamo así a deporte, vestimenta,
peluquería, gestiones, compras ordinarias o extraordinarias,
etc, etc.,) o tu formación profesional, pero que te
enriquece íntimamente y te crea un capital espiritual
necesario para afrontar los baches de la vida con altura.
Bien. Eso yo no lo tenía.
Vivía de mí para mí, y avanzando a buen
paso en la consolidación de mi puesto de trabajo e
intentando hacer amistades sólidas. No las tenía
previamente, porque la brillantez de la carrera no se debió
a otra cosa que a machacar horas encima de los apuntes, asistir
a academia (se trata de una ingeniería), y poco más.
En ese momento, por medio de una de estas amistades que me
esforcé en hacer y consolidar, fue como contacté
con el cura numerario.
Mi primera confesión con un sacerdote numerario
Tengo grabado en la cabeza la primera vez que le vi. Hoy
en día no sé si vive o ya ha fallecido.
Ahora mismo "le veo" (como "ven" tantas
cosas en la Obra, real o imaginariamente). Era una sacerdote
numerario socarrón (luego fui comprobando que era en
realidad muy ofensivo), listo (menos de lo que se cree) y
que tenía la palomita del Espíritu santo revoloteando
encima de su cabeza seguramente divertidísima (según
él) de las bufonadas y gracias sin gracia que se le
ocurren cada poco al cura. Ya sé que es inusual el
tener la posibilidad de hacer este elenco de un sacerdote
numerario por una mujer, porque no se les ve, están
parapetados en el confesionario y el caminico que hay desde
el confesionario hasta la puerta de salida de la casa lo hacen
supersónico, mirando al infinito y yo creo que sin
pisar el suelo. No aclaro el por qué de este primer
contacto visual para no ubicarle ni a él ni a mí,
y así de paso hago saltar en la silla a los opusinos
que nos leen mientras que dicen "no" con la cabecita,
encomiendan, y mascullan "cobardes, hay que rezar mucho".
Sí, hijos, sí, hay que rezar mucho.
A lo que iba.
Días después, tras prepararme, me confesé
con él.
Un calor sofocante en el confesionario del centro.
Su primera pregunta fue: "¿qué tal de pureza?"
yo le contesté que mi poca formación me había
llevado a, en el noviazgo que acababa de terminar, tener relaciones
sexuales. Ahí comenzó una batería de
preguntas que aún me producen escalofríos. Unas
cargas de profundidad que aún hoy (hace ya bastantes
años) me hacen sentir pudor por mí y auténtica
lástima por el sacerdote. Cuando una pregunta me parecía
una salida de tiesto, la siguiente era más afilada
y más inapropiada. Yo medio contestaba, medio me callaba.
Estaba sorprendida y confundida. El sacerdote cada poco me
recordaba que estaba en confesión y cualquier ocultamiento
o mentira constituiría un sacrilegio: ¿Y cómo
fue?, ¿y entonces qué ocurrió?, ¿pero
cómo?, ¿...?, ¿...?,¿...?.
Cuando terminaron las edades de Lulú, comenzamos con
el vil metal. Me preguntó qué patrimonio tenía
yo. Qué patrimonio mis padres. Cuántos ingresos
mensuales (mis padres y yo). De ahí pasamos a mi actividad
profesional.
Hasta el momento de esa confesión no creía
que se podía humillar tanto a alguien (en este caso,
yo), con comentarios tan ruines como me hacía a cualquier
cosa (sexualidad, patrimonio, actividad profesional, familia,
vida interior, planteamiento sobre el noviazgo y la familia,
dolor de los pecados) que yo le decía en confesión.
Cuando terminó la sesión, y me dió la
absolución tuvo un detalle humano: me preguntó
"¿qué tal te encuentras?". Yo le contesté
"muy mal, suspendida en el vacío". me contestó
"Ah, muy bien, no es mejor el dermatólogo que
el cirujano porque el dermatólogo dé pomadas
y el cirujano utilice el bisturí. Hay que dejar todo
en carne viva". En ese momento le manifesté mi
perplejidad por el color de las preguntas y hasta qué
punto atornillaba las respuestas. Que me parecía más
grave (por ejemplo) maltratar de palabra a unos padres que
cómo, por qué, cuándo, en qué
momento, por dónde, sola o en compañía,
con qué temperatura de pensamientos, con qué
métodos, para qué, qué pasó después,
mientras y cuando, en relación a la pureza. Él
me dijo que sí, que puede ser, pero que la sexualidad
es el mejor termómetro de cuánto se ama Dios.
Toma ya. Yo le dije algo más, no recuerdo, pero no
insistí porque me parecía inútil: teníamos
canales de comunicación diferentes.
Más tarde he sabido que los confesores tienen específicamente
prohibido hacer preguntas específicas en cuanto al
sexto y noveno mandamiento. Incluso que si el penitente se
lanza con detalles hay que frenarle y reconducir la confesión.
Pero él va por otro lado, en eso y en más cosas.
En el tiempo que duró la dirección espiritual
con ese sacerdote me di cuenta de que me anclaba en el confesionario
y ahí campaba a sus anchas. Desde el habitáculo
se sentía con derecho a insultar (sí, con insulto
concreto), reirse de la persona, gritar, hacer alusiones exactísimas
a alguna confesión que le hubiera hecho más
de un año atrás (ahí me iba dando cuanta
de que tomaba nota de la confesiones), decirme "es que
te quiero hacer llorar", y no dar la absolución
hasta que no me había reducido a un guiñapo.
Después de la absolución ya no había
el "qué tal estás" de la primera vez,
sino afirmaciones tan chulis como "eres agnóstica
y no tienes ni siquiera la valentía de tirar por ello",
"eres la diosa de tu propia vida y el primer mandamiento
de tu decálogo es me amaré sobre todas las cosas".
O, la estrella "no tienes entrañas, tienes hiel".
Sé que se me han olvidado muchas cosas. Otras muchas
no las he contado conscientemente.
Hoy estoy casada. Mi marido es extranjero y aunque en su país
hay labor, su contacto ha sido con numerarios laicos de allí,
que son, (los numerarios/as en general) desde un trato superficial
y epidérmico (solo ahí, ya más te vas
dando cuenta de las carencias y automatismos de los que adolecen),
auténticos profesionales de dejar encantado a su interlocutor.
Mi marido así lo piensa, que son "encantadores"
y tal. Yo no lo dudo, pero el problema es cuando una persona
(este cura muy en concreto) maneja dos barajas, como comenta
Fisac. Cuando me brota,
soy asequible, comprensivo y expansivo. Cuando cojo el pedal,
hablo en nombre de Dios (qué aberraciones se cometen)
y te aniquilo tu personalidad, tus luces y tus sombras, que
convierto todas en sombras vergonzosas y vergonzantes, y te
reduzco a una tabla (bien dura, claro) sobre la que martillear
con sacrificios mesmedidos, afirmaciones gratuitas y difamaciones.
Y claro, mentiras.
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