PERDIENDO
EL TIEMPO CON EL TIEMPO PERDIDO
ANTRAX
-Primer crespillo: amistades
particulares y materias afines (2-7-04)
-Segundo crespillo: pompas y
oropeles (8-7-2004)
-Tercer crespillo: ¡Pues
vaya aventura! (13-7-2004)
-Cuarto crespillo: Disquisiciones
sobre el varón gregario (21-7-2004)
-Quinto crespillo: Los mejores
tibetanos son de Gerona y una de paracaidistas (25-5-2007)
Primer crespillo: amistades particulares
y materias afines
Pero en el mismo instante en que aquel trago, con
las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí,
fija mi atención en algo extraordinario que ocurría
en mi interior
(Marcel Proust. El tiempo encontrado)
Tal vez en nuestro caso no sería una magdalena, sino
un crespillo, extraordinario dulce popular que,
al parecer, preparaba en determinada fecha del año
la madre del fundador del Opus Dei. Esa buena señora
resultó ser mi abuela sin yo comerlo ni beberlo, lo
que no dejó de sorprenderme y, la verdad, me dio bastante
risa. En parecida línea de genética espiritual,
me vi de golpe y porrazo en posesión de una tía,
un abuelo y alguna otra parentela, que no puedo recordar aunque
me atiborre de repostería popular aragonesa. Lo que
sí recuerdo con cierto pasmo retrospectivo son las
fotos de todas aquellas señoras y señores con
pinta de mesocracia provinciana, que me solían sumir
en estados alternativos de hilaridad y pasmo.
La página web para la que escribo estas líneas
debe de tener alguna condición de magdalena proustiana,
porque uno, la verdad, casi se había olvidado de aquellos
años y, merced a la lectura de opuslibros, más
el agradable contacto recuperado a través de ella con
algunos antiguos amigos, me ha dado la ventolera de hacer
un poco de memoria. Para bien o para mal.
La fluencia desordenada de esos recuerdos no me ha resultado
desagradable del todo, aunque es preciso decir que salí
de aquella casa hace un porrón de años y estuve
dentro muy poco tiempo, ya que tomé las de Villadiego
en el propio centro de estudios, que, por lo visto, era un
seminario y yo sin enterarme. ¡Qué papanatas!
Sí que me fastidia y me alarma ver cómo otras
personas que aguantaron el tirón disciplinadamente
durante años las han pasado tan moradas y todavía
no logran deshacerse de los lamentables rastros de experiencia
tan traumática. A ellos les ruego que disculpen el
tono desenfadado de esta epístola, porque, además
me toca de cerca su experiencia, ya que tengo gente muy próxima
a mi que todavía se mueve (o se inmoviliza) en circunstancias
parecidas. A mi no me lo cuentan, pero me consta que han pasado
y pasan lo suyo aferrados al muro de la caverna.
Mi vida en la cueva platónica no fue en absoluto desdichada,
ésa es la verdad. Y no lo fue gracias a todo lo prohibido
o periférico. Ocasionalmente lo pasé mal o me
sentí indignado, pero supongo que eso aparecerá
tras la ingesta del siguiente crespillo.
En primer lugar, las excelentes amistades particulares, fruta
prohibida y, por consiguiente, harto sabrosa y aromática.
Precisamente acabo de coincidir en estos lares con H.A., uno
de los amigos de entonces y barrunto que de ahora, gracias
al reencuentro. H.A. era vitalidad pura, noble y generoso,
además de extraordinario deportista. Lo malo es que
en aquel seminario camuflado se practicaba sin tasa el arte
del estereotipo. El mío era algo así como de
bufón de corte y el de este colega, el de sujeto brutísimo,
cosa que a mi no me parecía del todo decorosa, porque
esa estúpida simplificación ignoraba el resto
de un perfil humano bastante más sustancioso. Creo
que funcionaban esos clichés con una motivación
fundamentalmente defensiva. Es más cómodo pensar
en fulanito como el despistado, en menganito como
el enanito, o, y esto es más grave, en
perentanito como el hazmerreir, aunque no se utilizara
directamente la palabra.
El caso es que había amistades particulares y hasta
clubs privados, lo que resultaba harto gratificante. Quienes
tuvimos la suerte de integrarnos en la pandilla de los creativos
extravagantes lo pasábamos bastante bien. Un día
andabas falsificando escuditos heráldicos para colegios
de no sé qué parte, otros, pintabas florecitas
en el más puro estilo borgoñón en cualquier
oratorio y, por fin, te montabas una animación monstruo
para un festejo colegial. Claro que de vez en cuando te llovía
algún chorreo o algún conato de censura, pero
es que no puede haber rosas sin espinas, ¡qué
caray!
Una de esas veces el afamado y popular Don Honorio casi me
capa una obra maestra. Fue con motivo de una imposición
de becas a los pseudo-colegiales, creo que con la presencia
inefable de MP, a quien dedicaré luego un parrafillo
nostálgico-erótico. El poema comenzaba así:
El Doctor Lombardía nos impone la beca /
La mayor alegría para el buen colegial / Marcharemos
con ella de la ceca a la meca / a Palencia el ibero, a Acapulco
el azteca / agitando sus alas como grajo jovial (qué
aliteración, ¿eh?)
etc.
Bueno, pues no sé qué horrendo tufo diabólico
ventearía el clérigo sabueso en aquellos inofensivos
versitos, porque decidió que aquello no se leía
y, ante mi tímida objeción, sentenció:
yo aquí hago y deshago (sic). Menos mal
que en medio de la refriega irrumpió el aludido (El
gran Pedro Lombardía), que arrebató el papel
al sulfurado clérigo, comenzó a troncharse de
risa y exigió el levantamiento inmediato de la censura.
Y es que había de todo, como en botica.
MP
¡Ay qué recuerdos! MP era la esposa
de nuestro supuesto rector o semejante (no recuerdo el título
exacto). Este señor era muy amable y creo que no se
enteraba demasiado de cuál era su papel en la comedia.
Emblemático fue su nombramiento ministerial a mano
errónea del finado dictador. Por lo visto se confundieron
de persona y la liaron bien gorda. Pues el caso es que MP
estaba buenísima. ¿Qué digo buenísima?
¡Óptima! Además le daba por cantar copla
española con un vestido ajustadísimo y ¿en
qué escenario? Pues, aunque no se lo crean vuesasmercedes,
en el mismísimo seminario al que aludo continuamente.
Fiesta colegial, gracietas diversas, cantautor folclorista
inspiradísimo (otra amistad particular, qué
diablos) y El prohombre con MP a bordo. Había que ver
las miradas de cachondeo que nos cruzábamos los colegas
del club de pintorescos. Y las caritas que se les quedaban
a los responsables y encajadísimos del lugar. Oiga:
¿cómo se guarda la vista frente
a un torbellino poblado de curvas, que se menea sin especial
recato cara a una troupe de numerarios atónitos! Soñad,
soñad y os quedaréis cortos. Creo que
en aquellos momentos sí que comprendí a fondo
la enigmática frase del Santo.
Preciso era distinguir entre confidencia y confidencialidad
o compincheo. Por confidencia se entiende una
especie de confesión laica normalmente penosa y aburrida
que uno realiza (o esquiva hábilmente) frente a un
individuo normalmente obtuso, ocasionalmente bien intencionado
y aleatoriamente todo lo contrario. Esta persona se halla
francamente interesada en averiguar si uno vive como un cristiano
normal en medio del mundo, compleja figura que consiste en
rezar una barbaridad con ganas o sin ellas, marear a nuestros
amigos y conocidos para que vengan a soportar meditaciones
los sábados, confesarse de pijadas semanalmente (nada
de entrar a fondo), vaciar los ceniceros de la sala de estar,
poner cara de pescado hervido y callar la boca en cuanto se
levanta la tertulia, arrearte de disciplinazos en el trasero
el día que toca, apuntar en una hojita lo que has hecho
mal cada día, apuntar en otra hojita los paquetes de
ducados que compraste, y un sinnúmero de cosas corrientes
que hacen todas las almas cristianas corrientes con absoluta
regularidad. No me gustaba nada esto de la confidencia.
En cambio la confidencialidad o compincheo me parecía
de perlas. Por ejemplo cuando el Jordi (llamémosle
así) y un servidor éramos destacados en misión
apostólica semanal a una ciudad próxima a bordo
de una vieja Vespa, que conducíamos por turnos haciendo
todo tipo de barbaridades, como cambiar de sillín en
marcha y cosas por el estilo. Digamos que nuestros resultados
en materia de proselitismo eran notablemente pobres, pero
gracias a las estancias en aquel piso de ocupación
semanal logré enterarme de lo que se contaba el señor
Freud y de las pegas que los conductistas se entretenían
en ponerle al padre del psicoanálisis y a sus secuaces.
Adquirí también algunos conocimientos sobre
la doma de potros, que luego no me han servido para nada;
pero tampoco la metafísica tomista me ha servido para
gran cosa y no voy a quejarme por eso. Luego el Jordi puso
tierra por medio, igual que yo, y proseguimos la amistad por
cauces menos clandestinos hasta que los complicados vericuetos
de la existencia nos separaron.
Y me queda por referir otro montón de estupendos amigos.
Recientemente he restablecido la comunicación con
un irónico y genial bostoniano y con un docto y sonriente
japonés, ambos libres hace años del pestiño
opusiano. Con otros ha habido menos suerte y no sé
por dónde paran. Había un joven más bien
gordito ducho en la música beatle y en el cine norteamericano,
un catalán filósofo con flequillo la mar de
divertido y otras malas compañías igual de interesantes
y campechanas. Creo que incluso nos permitíamos alguna
que otra humorada verbal con ocasión de personajes
y anécdotas locales.
De otros he sabido esporádicamente, como, por ejemplo
del historiador encajado bajo el estereotipo elemento
local vasco-navarro, que hacía bastante de su
capa un sayo hasta que decidió también partir
en busca de más prósperos horizontes, o de un
estupendo geógrafo vallisoletano, a quien me encontré
por una histórica villa, cuando cada uno de nosotros
pilotaba un grupo de estudiantes cansados y aburridos. Son
demasiados para acordarse de todos.
Claro está que escribo estas líneas con la
intención de que los actuales directores de la hoy
prelatura comprueben cuán perniciosas resultan las
amistades particulares para los jóvenes numerarios
y cómo es menester corregirlas y enmendarlas antes
de que degeneren en sustancial riesgo para la perseverancia
en su vocación de indiscutible origen divino.
Ya confesé al principio que a mi lo que me gustaba
de todo aquel batiburrillo eran cosas prohibidas o periféricas,
lo que demuestra de forma categórica que estos señores
tienen toda la razón cuando marginan o prohiben toda
conducta aproximadamente normal, porque las cosas normales
o naturales, como enamorarse o atiborrarse de lecturas indiscriminadas,
nunca podrán conducir a nada bueno.
No sé si me animaré a ingerir más crespillos,
porque estoy ocupadísimo escribiendo cosas de las que
dan de comer e incluso generan derechos de autor, amén
de otras actividades; pero, si lo hago por vicio o azar, no
dejaré de remitirlo.
Segundo crespillo: pompas y oropeles
La recompensa de la humildad
y el temor del Señor
son la riqueza, el honor y la vida (Prov. 22.4).
Pues sí. Había una vez una familia que era muy
pobre: el padre y la madre eran pobres, los hijos eran pobres,
el mayordomo era pobre, la institutriz era pobre, el chófer
era pobre, el ama de llaves era pobre, las doncellas eran
pobres, el cocinero y los pinches eran pobres, los mozos de
cuadra eran pobres... Todos eran pobres.
Ingerido el segundo crespillo, se me vino a la mente este
viejo chiste. Lo del libro de los Proverbios también
me pareció muy chusco y adecuado, así que me
apresuré a copiarlo aquí, porque a veces pensamos
que en la Biblia no hay sentido del humor ni ironía,
y mira si los hay. Claro que la lectura del Antiguo Testamento
no es práctica usual en el Opus Dei, y me parece lógico,
porque esa colección de contradicciones y hasta de
barbaridades es capaz de sumir en el más absoluto caos
a cualquier mente sencilla y piadosa, capaz de asumir que
Camino es la obra cumbre de la espiritualidad universal.
Lo que nunca he entendido es cómo los mormones y otras
sectas de las películas americanas abren la Biblia
por cualquier parte y encuentran recursos para la paz espiritual,
o, incluso, para deshacerse del malvado terrateniente que
les quiere echar de su pequeña granja. Cierto que el
Libro de Estér nos explica perfectamente cómo
mediante la prostitución de una hija o pariente próxima
podemos alcanzar el favor de un tirano y, de esa manera, lograremos
ejecutar una sangrienta venganza contra nuestros enemigos
con total impunidad.
Pero, volviendo a lo nuestro, hay que reconocer que la pobreza
evangélica desde la perspectiva del Opus Dei es francamente
agradable; pero de eso ya se ha despachado a su gusto el Satur
y me limitaré a rememorar con lágrimas en los
ojos los pedazos de desayunos y meriendas que me he metido
entre pecho y espalda en aquellos gloriosos años. Me
acuerdo de una merienda en Castelldaura a base de carabineros
hasta no poder más, porque junto al nuestro había
un curso anual de mayores (Por ahí andaban don Vicentón
y otros próceres), así que, como dice Cervantes,
"con los restos del castillo se pudo mantener el real".
Eso de vivir en lugares impecables, donde a uno le dan de
comer de miedo, le limpian la casa, le hacen la cama y le
sirven la mesa no lo he visto yo en otros ambientes pobres,
como el altiplano de Bolivia y las Tres Mil Viviendas de Sevilla.
Se ve que son estilos diferentes. El mismo Padre Llanos creo
que también interpretaba de modo muy diverso lo de
la pobreza evangélica, según pude comprobar
posteriormente.
A mi siempre me pareció desagradable y hasta ridículo
Monseñor Escrivá de Balaguer, entonces "El
Padre" y hoy creo que "Nuestro Padre" y "San
Josemaría" o algo así. Viví desde
dentro y desde fuera la clamorosa anécdota del Marquesado
de Peralta y disfruté mucho cuando un profesor
de lógica bastante chusco clamaba por una campaña
para que a los docentes de la Universidad de Navarra, en justa
correspondencia, se les nombrase infanzones a fuero de España.
La moción no prosperó, y mira que se trataba
de una iniciativa bien razonable.
No me caía bien aquel cura porque me parecía
sumamente histriónico, ostentoso, arbitrario y empalagoso
a más no poder. Lo siento, pero no retiro ni un adjetivo,
ya que, como digo, se trata de apreciaciones personales que
nadie está obligado a compartir. También me
caen muy antipáticos el Presidente Bush y David Bisbal,
lo que no impide que a sus seguidores les parezcan el no va
más y los reyes del mambo. ¡Ah, tampoco me gusta
Penélope Cruz, por ejemplo! Pero no les odio; simplemente
no me hacen gracia. Habrá que añadir esta apostilla
para aclarar a nuestros privados inquisidores que no se trata
de eso, caramba.
Lo tuve más o menos cerca, incluso muy cerca en el
Colegio Mayor Aralar (un
par de veces o tres) y en el Colegio Romano (en una visita
a Roma). En el primero de estos lugares porque yo vivía
allí ordinariamente y él se alojaba esporádicamente
en una zona especial, especialísima, de aquel seminario
camuflado. Y no lo hacía de cualquier manera, ¡angelico
mío! Tuve oportunidad (rara avis) de fisgonear el apartamentillo
y aquello era una suite de lujo sin paliativos. No es que
uno suela alojarse en suites de ésas todos los días,
pero alguna hemos catado en plan cateto (congresos pagados
y afines); esas veces que te llevas de recuerdo todos los
frasquitos y hasta el neceser para enseñárselos
a la familia y a los amigos. Bueno, pues la chocita aquella
no era precisamente una vivienda protegida, ya lo creo que
no. Es que hay pobres la mar de selectos.
Respecto a Bruno Buozzi, pude asombrarme (que no "admirarme"),
entre otras dependencias, ante el oratorio privado de Monseñor,
que no era precisamente la cueva de un cenobita, a fe mía.
Recuerdo con especial perplejidad la fabulosa "mise en
scene" de la columba eucarística de oro que pendía
en el centro del decorado, porque todo el edificio y algunas
de sus zonas eran aparatosamente teatrales, si bien en un
género escenográfico que uno, bastante brechtiano
para sus cosas, no acaba de compartir. Por ejemplo aquella
marca indeleble de los piececillos del gran hombre, quien,
desde mi punto de vista y a juzgar por otros detalles que
iré recordando, se estaba preparando la posteridad
a conciencia, como cumpliría a un Ramsés o a
un Tutmosis cualesquiera, pero no acaba de cuadrar con un
sacerdote católico autoproclamado "humilde"
y "pobre".
Siempre he desconfiado de las personas que comparecen ante
multitudes delirantes cargadas de fanatismo y, por ende, de
irracionalidad. También desconfío de las motivaciones
que impulsan al delirio a estas multitudes.
Recuerden las comparecencias de Adolfo, el cabo de bohemia,
ante las masas germánicas enfervecidas (o vean de nuevo
"El Gran Dictador", de Chaplin). He tenido oportunidad
de presenciar comparecencias populares del sanguinario Hassan
II de Marruecos y me he llenado de dolor y de asco; he perdido
mi confianza sobre la revolución cubana tras aguantar
cuatro horas de discurso del camarada Fidel bajo un sol abrasador
y bajo aclamaciones incesantes... No me gusta ese tipo de
dirigentes, ni los bombos de Perón, ni los conciertos
de mediocres cantantes aureolados por el prestigio que el
marketing otorga a cualquier berzotas.
Mucho menos me gustaba, naturalmente, que un hombre supuestamente
espiritual y humilde se montase unos numeritos de histeria
colectiva bajo control en sus visitas como "Gran Canciller"
(título que rebosa sencillez y modestia) a Pamplona
y a la Universidad. Verdad es que el ingenio y clarividencia
de sus respuestas a las preguntas precocinadas bien merecían
el clamor subsiguiente:
- Padre: ¿qué nos dice a los de Socuéllamos?
- ¡Que yo quiero mucho a los de Socuéllamos!
(Delirante aclamación)
- Padre: ¿Qué nos dice a los mozambiqueños?
- ¡Que yo quiero mucho a los mozambiqueños!
(Alaridos de júbilo)
El único mozambiqueño presente en la epifanía
se secaba las lágrimas con el papel en que le habían
escrito la pregunta que tenía que hacer y continuaban
las manifestaciones de campechanía y naturalidad. Personalmente
reconozco haberme evadido subrepticiamente de algunas de estas
manifestaciones, así como de alguna tertulia "improvisada",
porque me ponían bastante nervioso, casi tanto como
su manía de dar besitos y caramelos a hombretones hechos
y derechos cuando estaba de humor.
Pues el caso es que repetía con cierta frecuencia frases
como: "El hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir", o se declaraba "siervo de los siervos
de Dios". Paradójicamente en la práctica
ocurría todo lo contrario, porque él era permanentemente
servido por los circunstantes de ambos sexos con escrupulosa
meticulosidad y, si así no fuera hasta el más
mínimo detalle, allí se armaba la de San Quintín.
Mis pobres testimonios sobre el particular quedarían
pálidos frente a los aportados por gente muy bien informada
en libros de gran interés, pero el caso es que me tocó
hacer de centinela del castillo en la zona privada de Aralar
y aquello era un despelote de dimensiones incalculables. Y
estamos en la permanente distorsión del lenguaje y
de la realidad: yo soy el siervo, pero a mi me sirven, soy
humilde, pero me monto clamorosas epifanías, soy pobre,
pero vivo como un cardenal renacentista. Ya digo que a mi
este hombre no me hacía ninguna gracia.
¿Qué si la Iglesia ha hecho bien o mal, al canonizarlo?
Pues, la verdad, eso me trae al fresco; es cosa de la Iglesia
Católica y no mía. Después de todo también
canonizó en su día a Bernardo de Clarivaux,
animoso predicador de la sangrienta II Cruzada, a quien corresponden
frases tan caritativas como ésta: "El cristiano
es glorificado en la muerte de un pagano porque mediante ello
Cristo mismo es glorificado"; o a una tremenda masoquista,
como Catalina de Siena. Por añadidura, mantuvo durante
siglos una Santa Inquisición que forma parte de la
historia más bochornosa de la Humanidad, la Inquisición
que obligó a Tommasso Campanella a fingirse loco para
salvar el pellejo. Sus razones tendría la Iglesia,
supongo. También otras estructuras piramidales han
hecho santos a su manera, como sucedió con Lenin en
la finada Unión Soviética, o con Mao (en vida)
en la China revolucionaria. No me parece una buena idea esto
del culto a la personalidad.
Han pasado muchos años y, ahora que me ha dado por
recordar, creo que me ratifico en todas aquellas impresiones.
A eso me ayuda bastante no tener que andar retorciendo mi
conciencia para hallar en alguna parte un encendido amor al
Padre, por superior mandato naturalmente. No me aflige ya
la inquietud producida por no sentirme capaz de participar
en las histerias colectivas. La verdad, es una suerte.
En fin, creo que el crespillo de hoy estaba algo ácido,
así que me gustaría que el próximo (si
lo hay) me entregue sabores un poco más azucarados.
Tercer crespillo: ¡Pues vaya
aventura!
Devoré el tercer crespillo y, por culpa de ÑamÑam,
me supo a adoquín. Mira que si uno de los tres esforzados
numerarios itinerantes hubiera sido el propio ÑamÑam
in person...
Porque ésa fue una de las más sorprendentes
experiencias de mi personal aventura dentro de la cosa. Semana
tras semana tomábamos el portante y recorríamos
por los medios más variados (autobús sobre todo)
los cien escasos kilómetros que separan Pamplona de
la mítica ciudad del vino y los pimientos. Y allá
que íbamos colmados de celo apostólico y mortadela
para cenar los tres esforzados apóstoles. Al frente
de la expedición, un norteamericano bastante buen jugador
de baloncesto y extraordinariamente aburrido. Llegada al céntrico
piso frontero a la estatua ecuestre de proverbial virilidad
equina y... ¡A limpiar se ha dicho!
Nuestra principal actividad consistía, efectivamente,
en limpiar mucho, muchísimo. Porque el norteamericano
aquel estaba completamente obsesionado con la limpieza: de
cristales, de suelos, de lámparas, de zocalillos.
Algunas veces nuestra labor apostólica en el fin de
semana se había reducido a eso: a limpiar. Afortunadamente
en aquella ocasión topé con un director sensato
y me chivé a la tercera o cuarta semana de higiene
apostólica, con el resultado de que poco tiempo más
tarde relevaron al americano detergente y comenzamos a pisar
la calle para enredar incautos, actividad bastante más
entretenida, si bien pródiga en anécdotas honorianas,
como la que cuenta ÑamÑam.
Tampoco eran mancas las protagonizadas por otro reverendo
sacerdote, a quien teníamos que vender como persona
de gran profundidad y, por añadidura, dotado de sensibilidad
de poeta; aunque en realidad era un botarate sumamente cursi.
¿Qué cómo me he acordado de Don Amarito
(llamémosle así)? Pues creo que porque también
le asocio con otra de mis etapas limpiadoras intensas, allá,
en aquel piso del Paseo de Sarasate, aquel excelente y antiguo
piso que pusimos como los chorros del oro entre unos cuantos
para ponerlo al servicio de labores apostólicas de
frutos dudosos. El caso es que operábamos bajo la dirección
de un decorador bastante amanerado, que siempre llevaba unas
bufandas la mar de bien colocadas y unos "loden"
elegantísimos. Y venga a limpiar, venga a sacar brillos
por doquier... Creo que dejamos brillante hasta la cadena
del w.c. (con perdón). Cuando obtuvimos un grado suficiente
de relumbre, nos lanzamos a reclutar víctimas para
las aburridísimas meditaciones sabatinas de nuestro
cleripoeta, quien se encargaba de dejarnos en ridículo.
A mi me sacó los colores un amigo de los de verdad
(me permitía esas licencias), porque, en cuanto acabó
la penosa y sobreactuada (término teatral) plática
del reverendo, este colega del que hablo se rió en
mis barbas y me vino a decir que si aquel sujeto era un profundo
y artístico orador sacro, él era la mismísima
Virgen del Pilar. Tenía toda la razón del mundo,
así que en lo sucesivo de nuestra excelente amistad
no volví a meterle semejantes embolados.
Pero hablábamos de limpiar, y lo hacíamos porque
una de las actividades en las que más brilló
mi vocación divina fue precisamente en la de sacar
brillo. Aún recuerdo con espanto una concienzuda limpieza,
compartida con otro joven numerario, de los pequeños
cristalitos que ornaban el corredor que unía ambos
pabellones de Aralar. ¡Y bajo la personal supervisión
de Don Honorio! Años más tarde, he rememorado
la situación cada vez que veía alguna película
de ésas en las que unos sudorosos y engrilletados reclusos
pican piedra bajo la suspicaz mirada "rayban" de
guardianes con sombrero tejano.
Y alguno dirá que me faltaba visión sobrenatural
para convertir el fregoteo en plegaria, y yo no seré
quien le contradiga: en esas ocasiones me aburría como
un hongo y me cabreaba como un mono, porque aquello me parecía
una perfecta pérdida de tiempo y no le veía
la punta sobrenatural por ningún lado. Mucho reírse
de la monjita que barría el claustro con la escoba
del revés, pero anda que no se ejecutaban tareas de
parecida índole. Por lo que me contaron (indebidamente)
algunos conmilitones procedentes del Colegio Romano, allí
la cosa era todavía peor... "Cuentan de un sabio
que un día / tan pobre y mísero estaba..."
Y el caso es que uno había pitado porque le dijeron
que la vida dentro del Opus Dei era "una aventura".
¡Pues vaya aventura! En aquellas fechas de mi pitaje
yo era bastante peliculero y me temo que no me he curado del
todo, pese a los años, así que entré
por una puerta evidentemente falsa. Ya lo dijo un numerario
de los majos, en cuanto se enteró de la noticia: "el
caso tuyo evidencia la arbitrariedad normalmente atribuida
a los soplos del Espíritu Santo." Lo que pasa
es que quien había soplado no había sido la
Tercera Persona de la Trinidad, sino un encarnizado proselitista,
más bien agobiado por el hecho de que en aquel colegio
mayor andaluz, en el que compartía yo habitación
con el mismísimo Retegui, no pitase nadie ni a la de
tres. Lo de la aventura debió de sacárselo de
la manga en un esfuerzo de imaginación.
Y el caso es que se trataba de una excelente persona aquejada
de una úlcera duodenal, y estoy seguro que actuó
con la mejor intención del mundo, pero creo que entre
los dos metimos la pata hasta el corvejón con lo de
mi fichaje.
Claro que, para aventura, lo de los estudios internos. Sólo
recuerdo con cierta satisfacción algunas "Quaestiones
quodlibetales" impartidas por un físico la mar
de majo, que consiguió explicarnos lo de la fisión
nuclear a una pandilla de neanderthales de letras y casi llegamos
a entenderlo, oiga. El resto del bienio filosófico
(de ahí no logré pasar) se convirtió
para mi en un canto prolongado a la somnolencia académica.
Uno, que por aquellas fechas andaba interesadísimo
en Heidegger y hasta en Sartre, se sentía como abducido
por marcianos delirantes probablemente nutridos a base de
perennis hasta el hartazgo. ¡Toma aventura!
Me gustaría aprovechar la ocasión para esbozar
un pequeño retrato del entrañable Antonio Ruiz
Retegui en su etapa juvenil, pero estoy ya apurando las últimas
migajas del crespillo, porque más me vale ponerme a
trabajar y no seguir mareando la perdiz, así que lo
dejo para otro rato.
Cuarto crespillo: disquisiciones
sobre el varón gregario
Esto de las concentraciones de ejemplares macho de la raza
humana bajo estricta reglamentación suele dar como
resultado el afloramiento de conductas sorprendentes. El varón
gregario es un sujeto normalmente rarito. No digo yo que el
agrupamiento reglamentado de féminas no dé también
mucho de sí; pero como carezco de experiencia directa
sobre el particular, me abstendré de realizar comentario
alguno.
El ejército (cualquier ejército, supongo) sería
un ámbito de exploración indicadísimo,
si es que se pretende desarrollar una investigación
sobre la conducta de los hombrecitos arracimados. Pero tampoco
hay que echar en saco roto lo que cunden otros ámbitos
menos conocidos por el gran público, como son los centros
de estudios bajo capa de colegio mayor regentado por el Opus
Dei.
Los colegios mayores masculinos en general, allá por
los años 60 y 70 eran unos fecundos semilleros de barbarie
y embriaguez. Tanto como cualquier unidad regular de los ejércitos.
Divertidísimas bromas, como mantener a un novato durante
toda la noche dentro del depósito del agua en pleno
invierno, o introducir en alguna cama unos cuantos puñados
de lana de vidrio urticante eran hazañas celebradísimas
en esos ámbitos. Afortunadamente la irrupción
de las prácticas coeducativas en suelo ibérico
parece haber mitigado notablemente las naturales tendencias
asesinas de nuestros estudiantes, quedando así rubricado
el certificado de defunción para la Casa de la Troya.
Señaladas estas afinidades, debemos precisar que existían,
no obstante, diferencias muy significativas entre los colegios
mayores de a pie, los regimientos de cazadores de montaña
y un centro de estudios opusdeístico.
Por ejemplo, el derecho al cabreo. A uno le fastidia el teniente
y lo dice a berridos, si bien procurará que los epítetos
que salpimentan la queja no hieran los delicados oídos
del mentado oficial subalterno. En el colegio mayor San Régulo
(que no es del opus), si la carne de membrillo presenta alarmantes
afinidades con el ladrillo de obra, el personal lo exteriorizará,
incluso ruidosamente y en pleno comedor. Eso no sucedería
nunca en el Colegio Mayor Aralar (que sí es del opus,
¿a que lo sabían ustedes?). Dado que el teniente
no es el teniente, aunque pueda poseer la misma mala leche
que el teniente, sino el director (antes, superior), longa
manu del Padre, a su vez expresión impepinable de la
divina voluntad, el recluta se tragará los epítetos,
o se los aplicará a si mismo en castigo por ocurrencias
tan malignas y desaforadas. En caso de que el susodicho director
(llamémosle H, o sea Honorio, por ejemplo) interrumpa
bruscamente el visionado de una peli televisiva, porque hay
una pareja morreándose un pelín, no se montará
un cirio, como el del membrillo. La colectividad reprimirá
entre jaculatorias sus intensos deseos de linchar al censor
y se dedicará a limpiar ceniceros mansamente y posteriormente
desfilará hacia el oratorio para cumplimentar meticulosamente
la cuadriculilla del examen de conciencia nocturno. Y omnia
in bonum y tira palante. Nada de derecho al cabreo.
Respecto a la privación dolorosa de la presencia femenina
en el rebaño, ocurre en los tres ámbitos de
referencia. Lo que sucede es que en el ejército los
ordinarios permisos semanales, la lectura y gozosa contemplación
grupal de determinadas revistas y las prácticas masturbatorias
(normalmente individuales) procuran una funcional espita de
escape a la represión de los más bajos o sublimes
(según se mire) instintos del macho gregario militarizado.
El mando normalmente no mira con malos ojos los desahogos
semanales con novias o profesionales del sexo, ni se cuida
demasiado de controlar otras maniobras de divertimento cuartelario.
El mando no se chupa el dedo y sabe que su buena cuenta le
trae que el personal ande lo más sosegado posible,
porque el mando no dispone de gracia de estado y, en consecuencia,
sus opciones de socorro del Espíritu frente a una compañía
desmadrada son más que reducidas.
Parecida situación atrevesaron los colegiales en mayores
no pertenecientes a la Prelatura (antes Instituto Secular),
en tanto que la mera alusión a la feminidad o al sexo
en el sacrosanto ámbito del celibato opusiano hubiera
resultado, no ya escandalosa, sino perfectamente inimaginable.
Los actos de virilidad o reciedumbre serán, pues,
la principal fórmula sustitutoria para el cabreo y
para la sexualidad reprimida. También la infantilización
colectiva puede paliar los lamentables efectos de todo ese
sistemático retorcimiento de la conducta y del magín.
Por ejemplo, rompamos el hielo de la piscina en el día
de Año Nuevo y sumerjámonos gozosamente en el
agua helada, o practiquemos el juego del moscardón
hasta presentar soberbios hematomas en omóplatos ambos.
Creo que la bofetada estoica sí que fue
suprimida por superior mandato poco tiempo después,
pero haberla, húbola. Había por aquellos años
en Pamplona un cura bastante majo que un día me sorprendió
invitándome a dar una vuelta por el monte y, una vez
allí, comenzó a agarrar pedruscos enormes y
a arrojarlos con furia hasta quedar exhausto. Luego me explicó
que por ese procedimiento uno se libra de las malas ocurrencias.
Lo de las bromas de cole bajo una notable reglamentación
era otra forma de pasatiempo de resultados no siempre venturosos.
Anda que no sudaba uno tinta china cada vez que se veía
obligado a escribir una poesía jocosa para el cumpleaños
del tipo que peor le caía de toda la casa
Y encima
teniendo cuidado de no mentar ni uno sólo de los innumerables
tabúes circulantes y vigentes. O preparar un cartapacio
o collage lleno de ingeniosidades sobre algún personaje,
tan horriblemente soso, que uno acababa recortando una foto
del Himalaya y adornádola con un anuncio de cachimbas
Dunhill, sin que nadie, absolutamente nadie, llegase a dilucidar
qué graciosa alusión contenía aquel despropósito.
Claro que casi todos ignoraban el valor intrínseco
de la cultura da-dá y su estrecha relación con
estados alucinatorios. Alguna de las famosas poesías
a fortiori hubiera hecho palidecer de envidia
al mismísimo Jacques Prévert:
Veamos: ¿qué es lo que tiene de particular
el Policarpo Grajanejos? Es que es su cumple, y... ¡Uh!
No sé, pues, pues
¡Que es riojano!... Hombre,
eso no parece demasiado original
En fin:
Sin dolor y sin congoja,
Policarpo Grajanejos,
como eres de la Rioja,
te ofrezco estos fardelejos.
(Los fardelejos son unos dulces enormes y muy pesados que
los naturales de Arnedo ingieren sin aparente daño
para su aparato digestivo)
Bueno, no es nada del otro mundo, ¿y qué
más?... Pues, pues, que estudia Derecho Canónico
¿No será mentar un tema inadecuado la referencia
a esa disciplina? ¿Qué le parecerá a
don Honorio?... En fin, vamos a arriesgarnos:
¡Vaya cosa más simpática!
¡Es gracioso y hasta irónico!
En lugar de numismática,
cursas Derecho Canónico.
¡Y ya está!
La ritualización de lo cotidiano constituye un factor
básico para el buen orden de cualquier grey. Si ustedes
han probado a criar gallinas y/o cerdos -experiencia inolvidable
que no suelo incluir en mi currículum por razones de
modestia- podrán testificar que las rutinas en el suministro
de alimentación, encendido y apagado de luces, horas
de limpieza de la nave y demás deben ejecutarse con
cadencias de una extrema regularidad, si es que pretendemos
que los animalitos se pongan en peso a fecha, o que la puesta
alcance las tasas de producción establecidas. Por eso
uno de los recursos imprescindibles para el gobernante de
colectivos de varones gregarios es atenerse a esta regla áurea.
Y es que esos grupos humanos no dejan de producir con la ruptura
de ritmos vitales preestablecidos, pero se ponen contestones
y vocingleros, o, incluso, desertan con absoluta frescura
del rebaño en cuanto se ponen a hacer la guerra por
su cuenta.
Este crespillo me ha salido algo deforme, pero voy a interrumpirlo
aquí, porque se hace la hora de los orejas y no pienso
quedarme fuera. Ni hablar.
Quinto crespillo: Los mejores tibetanos
son de Gerona y una de paracaidistas
"Y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario"
Antonio Machado
"Vae soli"
Eclesiastés
Pues lo del carro de la carne no resultó mal del todo.
Primero, porque de carro, nada: un cacho Pegaso lanzado a
toda velocidad, con cabina refrigerada, dirección asistida
y reductoras de primera clase. ¡Menudo carro! Luego,
que tampoco me veía yo atado al carro de la carne,
porque no estaba atado, sino libre como un pajarillo, o como
un búfalo en la sabana, o algo por el estilo. Es que
siempre me habían encantado las mujeres, la verdad.
Así que cuando se volvieron personajes de carne y hueso,
me pareció que algo comenzaba a ir mejor, muchísimo
mejor.
A ello contribuyeron poderosamente las cacho anatemas pacientemente
soportadas en meditaciones diversas y a las perfectas necedades
escuchadas en alguna charla que otra. Que si las mujeres son
patatín o patatán (mejor evitamos epítetos
desagradables), que si lo que quieren es esto o aquello...
Claro que algunos no nos lo creíamos, porque teníamos
alguna somera experiencia precedente al banderín de
enganche y, desde luego, no había resultado ni pizca
de desagradable, sino todo lo contrario. Uno lo más
que hacía era hacerse cargo de que el predicador seglar
o clérigo tenía que apañárselas
de alguna manera para contener la natural fogosidad de aquella
panda de jovenzuelos y argumentaba como podía, pero
que conste que las mujeres nos seguían pareciendo bastante
majas y harto apetecibles.
Si, por añadidura, estudiabas una carrera en la que
abundaban las condiscípulas, tenías bien sabido
que la mayoría eran simpáticas, listas y guapetonas,
con que nadie te iba a contar a ti cómo eran las mujeres,
cuando las tenías al alcance de la pupila y de la oreja
un montón de horas al día. Oiga, y alguna que
otra era numeraria, y resulta que esa numeraria era de lo
más interesante, tanto o más que las otras vecinas
de clase, así que lo de la pared de cal y canto era
bastante parecido a la casita del primer cerdito, aquella
que el lobo feroz derribó de un mero soplido.
El resultado, en el caso de un servidor, es que se pasaba
la vida de enamoramiento platónico en enamoramiento
platónico, en el sentido vulgar y adolescente, no en
el expresado con más nitidez en diversas obras del
propio Aristocles de Atenas. Cierto que no se metía
en berenjenales mayores, porque hasta ahí pudiéramos
llegar, pero, si no era de una compañera de clase,
era de una colega de la política, y, si no, andaba
colgado una temporadita con una administración de las
que servían la mesa, que añadía a la
innegable cualidad de estar buenísima, el supremo valor
de lo misterioso y prohibido. No sé si en aquellos
momentos uno tenía claro de qué se trataba,
pero gracias al dulce sabor del crespillo, ahora sí
que caigo, mire usted. Y es que el corazón tiene sus
razones que la razón no comprende.
En una de esas el enamoramiento fue ya patente y envolvente
y ardiente y me ayudó a picar billete tras ardua y
denodada lucha conmigo mismo, con la superioridad y con la
propia familia. Y me niego a añadir "de sangre",
porque siempre me sonó a algo vampírico, y mi
gente de vampírico no tenía nada, como se demostró
cuando decidí dejar los verdes campos del Edén
y me fui a vivir provisionalmente con ellos, porque se portaron
conmigo como reyes, aunque eran supernumerarios. Eran gente
de bien por encima de todo.
Pero, y no es chico el pero, el embotellamiento de ideas extraviadas
sobre la pureza y el pecado y gazpachos afines hacía
que uno, de entrada, no supiera cómo habérselas
adecuadamente con todo aquel maravilloso horizonte femenino,
finalmente a su alcance; así que administrar la concupiscencia
se convertía en un follón de notables dimensiones.
Se vivía bastante aquello que salvó la pelleja
en el castillo de Blois, según leyenda, al poeta François
Villon: "Je meurs de soif auprès d'une fontaine"
(muero de sed al lado de una fuente), lo que formulado en
términos más vulgares, equivale a decir que
uno se agarraba morrocotudos calentones, alternados con confesiones
faltas de toda intención de enmienda, y no acababa
de rematar la faena. Como, por añadidura, jamás
fue un servidor inclinado al onanismo por razones de estética,
la amenaza de orquitis se cernía sobre mi cabeza con
cierta gravedad.
Entonces fue cuando apareció el tibetano en medio del
lanzamiento colectivo de los paracaidistas. Intentaré
explicarme.
Supongo que muy pocos de nuestros lectores poseen la interesante
experiencia de haber participado en un lanzamiento colectivo
con una miaja de viento. Pues lo que sucede es que, cuando
caes perfectamente aturdido, miras a tu alrededor con intensa
sensación de alivio, intentas controlar todo aquel
amasijo de cuerdas y telas (entonces no se habían inventado
las actuales monerías sintéticas) y acto seguido
miras de aquí para allá, para comprobar dónde
y cómo habrán aterrizado tus colegas:
- ¡Hombre, parece que el Perandules ha llegado sano
y salvo, con el pánico que tiene siempre!
- Al Morconeras se le ha enganchado el chisme en un olivo,
pero creo que está enterito.
- ¡Coño con el Mernabo! ¡Ya ha conseguido
enrollar el paracaídas! ¡Qué mano tiene,
el tío!
- ¡Je, je, el Pochólez! ¡Seguro que le
ha tenido que tirar el sargento de un patadón!
Eso es lo que tiene de bueno que el aterrizaje se haga en
grupo. Luego lo celebras en la cantina y hasta puede que pilles
una buena cogorza en tan saludable compañía.
Todos llegamos sanos y salvos, a lo sumo con unos hematomas
y rasguños, y la cosa hay que celebrarla, está
claro.
Pues ésa fue la suerte que yo tuve. Cuando decidí
marcharme del mundo de nunca jamás, aquello fue un
auténtico lanzamiento en masa. Una panda de numerarios,
agregados y supernumerarios coincidimos en la decisión,
y resulta que nos encontramos y que montamos descomunales
tertulias no regladas y algunos hasta llegamos a convivir.
Gozosa experiencia, a fe mía. Se trataba de personas
cultas, afectuosas y sociables, de modo que aquello resultó
un auténtico festejo y ayudó lo indecible a
la necesaria reinserción social, que buena falta suele
hacer. Otra cosa es que la presencia de nuestra pandilla le
hiciese especial ilusión a los jerarcas del Opus y
de la Universidad de Navarra, pero eso era cosa de ellos y
tampoco nosotros nos dedicábamos a quemar iglesias
ni a blasfemar a idea por los pasillos, qué diantre.
Y en medio de tan amable tumulto hizo su aparición
el tibetano, fantástico personaje ideado por uno de
la panda, psicólogo gerundense él. El tibetano
era un individuo de prodigiosas cualidades genésicas,
dotado por la naturaleza con generosísima prodigalidad,
un personaje que fue plasmado sobre el papel por mi mano pecadora
con gran satisfacción y contentamiento de la comunidad.
En términos terapeúticos, el tibetano resultó
un elemento más de liberación verbal para los
tabúes sexuales, porque uno comenzó a soltarse
el pelo y a ver con mucha más naturalidad determinados
temas que le habían amargado la existencia en sus primeros
momentos de excombatiente.
Y de la liberación verbal a una razonable liberación
pragmática pasa uno con facilidad notable, así
que la amenaza de orquitis se esfumó definitivamente
y se hizo frente a la divina concupiscencia con mesura, pero
sin las ignominiosas trabas adquiridas en el precedente lavado
de cerebro.
Pero lo más importante es lo del aterrizaje en compañía,
así que digo y afirmo que la idea de esta web no es
buena: es completamente imprescindible. Si ya nos lo decían
ellos, aunque tal vez con intenciones algo distintas: "frater
qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma". ¿Ven
cómo sí que tenían razón en algunas
cosas?
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