Historia
de un chaval
ADELANTE, 28 de febrero de 2004
Ésta es la historia de un chaval que desde muy chiquito
tuvo la fortuna eso me creí de pertenecer
al entorno de la cosa. Ya desde antes de cumplir las catorce
primaveras me acercaba regularmente por el club de mi ciudad.
Si me comparaba con los que entonces eran mis amigos y compañeros
de colegio, me podía considerar un auténtico
privilegiado: en el club teníamos actividades múltiples
(biología con estudiantes universitarios de medicina,
periodismo con estudiantes de periodismo, excursiones variadas,
convivencias, algunas de ellas en chalets de muy alto nivel
)
Considerando que en aquellos tiempos mis padres apenas podían
pagar las cuotas mensuales del club, disponer de semejante
repertorio de distracciones supuso sentirme tocado por el
don de la distinción.
El colmo era que, a pesar de que mis padres ¡Ay, cuánta
razón tenían! me tenían prohibido fumar,
en las tertulias no sólo nos permitían fumar
a mocosos de 14 años, sino que ¡nos traían
tabaco rubio! Y no sólo eso, nos sacaban café
y licores. Tiempo después, se nos contó cómo
sanchema, pensando en el bien de sus hijos fumadores, y con
el fin de que éstos no pudiesen llegar a pensar que
el tabaco era malo (por no ser él mismo fumador), llegó
a ordenar a don álvaro que ¡empezase a fumar!,
para dar buen ejemplo a sus hijos fumadores.
Claro que todo tenía su precio. Al principio, entre
actividad y excursión teníamos alguna meditación,
luego fueron añadiéndose las charlas, las confesiones
frecuentes
Conforme pasaban los meses, cada vez había
menos diversión y más devoción. Pero
bueno, uno pertenecía al club de los elegidos y, al
fin y al cabo, era un precio que se pagaba con gusto.
A los catorce años y medio, como no podía ser
de otra manera, mi consejo local decidió que Dios me
había tocado con el don de la vocación. Vocación
al opus dei, por supuesto; lo extraño habría
sido que me hubiesen comunicado que Dios me quería
para hacerme jesuita. Es curioso, pero justo entonces decidí
que nunca me casaría, que antepondría el amor
a nuestro padre y al padre con respecto al amor a mis padres
(vaya lío, ¿no?) Poco después llegó
el resto de decisiones libres: permitiría que me leyesen
la correspondencia de entrada y salida, que controlasen mis
gastos, mis emociones, mis sentimientos; en definitiva, que
me lo controlasen absolutamente todo. De una forma libre,
por supuesto. Y todo con catorce primaveras.
Pero como ese estado de felicidad no podía durar eternamente,
pronto empezaron las dudas, surgidas de las contradicciones
que fueron apareciendo. Por ejemplo, una de las preguntas
que se hacían en el círculo era algo así
como: ¿hay algo en mi apariencia externa que desdiga
del cargo y posición que ocupo? Y cuando a mí,
que con mis catorce años asistía al círculo
encorbatado perdido (lo que me suponía morirme de la
vergüenza en el trayecto de casa de mis padres al club),
se me ocurrió decirle al que llevaba mi charla que,
efectivamente, la corbata desdecía del cargo y posición
que ocupaba, éste me soltó que es que yo no
tenía muy buen espíritu. La primera en la frente.
Poco tiempo después me ocurrió algo verdaderamente
insólito. Un día me encontré 1.500 pesetas
en la calle. Como es lógico, las recogí. Tras
ello, lo primero que hice fue consultar con el numerario más
antiguo que andaba por el club, para ver qué se podía
hacer con aquel dinero. Yo le sugerí llevarlo a la
oficina de objetos perdidos, con el fin de que quien lo hubiese
perdido pudiese recuperarlo. Este numerario estuvo de acuerdo
con la solución, y así lo hice: entregué
el dinero en la oficina, diciendo dónde y cuándo
lo había encontrado. Lo sorprendente fue que cuando
llegó el director del club me echó una bronca
fenomenal por haber devuelto un dinero que tanta falta hacía
para la obra de dios,
Pero bueno, uno tenía fe, pureza y vocación,
o por lo menos lo intentaba, y se creía que todo eran
pruebas que nos iba enviando dios
Otra de estas pruebas
apareció al hilo de las cartas al padre. Según
nos decían, era conveniente escribir una mensualmente.
También se decía que el padre las leía
todas. Recuerdo que le dije al que me hacía la charla
que eso era materialmente imposible, ya que si 60.000 miembros
verdaderamente le enviaban un mínimo de un folio mensual
o sea, dos caras - eso le supondría al padre,
aproximadamente, 120.000 minutos mensuales de lectura, o,
lo que era lo mismo, 4.000 minutos diarios. Vamos, que haría
falta que el padre y sus dos custodios se pasasen las 24 horas
del día leyendo sin parar. Por supuesto, volví
a demostrar no tener el famoso buen espíritu.
Era curioso, pero al tiempo que de puertas adentro
- uno se creía elegido por Dios, de puertas afuera
uno se sentía avergonzado de su pertenencia al opus
dei. El día que un compañero de clase del instituto
proclamó a voz en grito que yo era del opus, algo se
quebró dentro de mí. Pocas veces me he sentido
tan humillado. En fin, a lo hecho, pecho, y a seguir estudiando
y haciendo proselitismo, a partir de entonces, ya sin máscara.
Hablando de proselitismo, a principio de curso, y llevando
yo poco tiempo en la cosa, me empeñé en conquistar
vocaciones. Imbuido como estaba del celo proselitista, trabé
amistad con un muchacho que verdaderamente tenía buen
corazón. Empezó acudiendo al club, a estudiar,
y luego a las meditaciones y demás. Yo estaba convencido
de que acabaría pitando, pero un buen día, el
director me dijo que no volviese a traerlo nunca más
al club. ¿La razón? Era bastante de pueblo,
no tenía un duro, y, además, tenía la
cara llena de acné. Lo más penoso fue ver cómo
se hicieron chanzas en torno a este chico, cuyo único
pecado fue no tener el riñón más cubierto
y el semblante más agraciado.
Poco después, y sin haberme recuperado del golpe,
ese mismo director un día me preguntó quiénes
sacaban las mejores notas de la clase, para decirme a continuación
que ya sabía de quiénes tenía que hacerme
amigo. Igualmente alucinante fue cuando se montó
una excursión de esquí y me preguntó
que quiénes de mi clase tenían dinero. Según
me dijo, se trataba simplemente de no perder el tiempo invitando
a una excursión cara a quien no se la pudiese permitir.
Ante la presión incesante para que consiguiésemos
vocaciones, llegamos a tratar a otro chico, que si bien, en
palabras de los de arriba no cubría suficientemente
el criterio de las cuatro C´s (cabeza, corazón,
cojones, y, sobre todo, cartera) Sí puedo decir que
tenía un gran corazón, y que, para gran disgusto
de unos cuantos eso se nos dijo - no tenía demasiada
vocación. El caso es que, meses después de habérsenos
comentado la falta de vocación de este chaval, y estando
yo en el curso anual, aparece por allí alguien de delegación
y nos comunica que el muchacho en cuestión había
pitado. Lo delirante es que encima nos echó la bronca
por no haberle apretado antes para que pitase.
Se ve que en aquellos tiempos ya se había empezado
a bajar el listón con las vocaciones. Así como
en los años 50 y 60 había que tener la cabeza
mínimamente amueblada para entrar, en los 70 ya casi
podía entrar cualquiera (entre los que me incluyo,
claro :) No quiero ni pensar cómo estará hoy
el tema. Y por favor, que no se me malinterprete, nada más
lejos de mi intención desear que sólo entre
la élite, simplemente me limito a constatar algo que
era claro y meridiano a final de los años 70.
Un aspecto que ya se ha mencionado reiteradamente en esta
web es fanatismo exacerbado que se profesaba a nuestro padre,
al padre
Uno de los adscritos de mi centro contaba todo
orgulloso cómo había estrenado una camisa el
día que asistió a una tertulia con el padre.
Pero bueno, ¿acaso estrenaba camisa cada día
cuando comulgaba? ¿Quién era más importante,
Jesucristo o el padre? De nuevo, cuando, haciendo ejercicio
de sinceridad, le contaba estas dudas al director de turno,
se me volvía a decir lo del mal espíritu
Y lo grave era no sólo la absoluta sumisión
al padre, sino a todo lo que viniese de un director. Un día,
en la tertulia, al director del club se le ocurrió
decir que Adamo (el cantante) era un hortera y, ni corto ni
perezoso, sacó el disco de su funda de cartón
y empezó a rayarlo con una llave. A continuación,
pasó el disco al resto de la concurrencia, y puedo
decir que casi todo el mundo siguió rayando el disco
hasta dejarlo hecho una verdadera ruina. Fue patético
ver cómo casi todo el mundo se dedicó a rayarlo.
Poco a poco, la fe fue menguando; la pureza, cambiemos de
tema, que esto no es la confidencia semanal; y la vocación
se fue resquebrajando. Antes de que pasasen tres años
desde mi pitaje yo ya estaba más que harto de tanta
mentira, así que, un buen día, me armé
de valor de mucho valor me presenté en
el centro y comuniqué mi decisión irrevocable
de irme para no volver.
Como era de suponer, me amenazaron con la infelicidad terrenal
presente y la condena infernal futura. Me presionaron para
que reconsiderase mi decisión, hasta que les quedó
claro que no volvería y dejaron de llamarme. Varias
semanas después, me volvieron a llamar, diciendo que
querían hablar conmigo. Esta vez, los tiros no iban
por el tema de la vocación; simplemente me llamaban
¡para ver si les podía dar dinero para las obras
del oratorio! Se ve que no lo encomedaron lo suficiente (a
tu salud, Satur), porque no les di un duro.
Por cierto, una de las primeras cosas que hice al dejar la
barca fue ir a la oficina de objetos perdidos, con la esperanza
de recuperar aquellas 1.500 pesetas que me había encontrado
hacía casi tres años y que, de no haber sido
reclamadas por su legítimo dueño, legalmente
me pertenecían. ¿Alguien adivina qué
pasó con ese dinero? Muy pocos días después
de haber entregado yo el dinero en la oficina, un numerario
se personó por la misma, diciendo haber perdido esa
misma cantidad, el día, a la hora, y en el sitio donde
yo dije haberlo encontrado. Lo curioso es que yo a esta persona
nunca le llegué a comentar el tema. Dicho de otra forma,
el director del consejo local le ordenó a este pobre
chaval que mintiese para robar. Sí señor, dos
pecados por el precio de uno.
Y, lo que son las cosas, el único numerario con quien
sigo manteniendo el trato fue aquél que en su día
mostró su acuerdo a que devolviese un dinero que no
era mío. Un abrazo para él.
Tengo que reconocer al irme pasé fatal: de repente
pierdes a tus supuestos hermanos; previamente, ya había
perdido a mis amigos de la etapa pre-opus y te encuentras
con que, salvo a tu familia de sangre, no tienes a nadie,
con que tienes que volver a empezar. Quizás esta adaptación
a una situación nueva durase un año, pero valió
la pena el haberme largado.
Afortunadamente, puedo decir que hoy soy mucho más
feliz de lo que lo fui nunca mientras estuve allí metido.
Tengo una familia maravillosa, un empleo digno (como todos
lo son). Y no tengo a nadie que me diga cómo tengo
que hacer las cosas, ni qué libros estoy autorizado
a leer, ni nadie me indique de quién tengo que hacerme
amigo ni a quién tengo que darle la brasa.
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