ENTRE
LA CULPA Y LA LIBERACIÓN
KAISER, 6 de agosto de 2004
No he tenido suerte con mi ofrecimiento para que Mario
se pusiera en contacto conmigo vía correo electrónico.
Reconozco que lo que él pedía era un psiquiatra
y no un hombro de alguien que podía estar tan tocado
como él mismo.
Admito también que con un pseudónimo pocas esperanzas
puede uno albergar de que nadie le cofíe su vida. Y
menos con un pseudónimo como el que al final elegí.
"Kaiser" no es, como cualquiera pudiera suponer,
una opción por la apología de nada sospechoso,
sino la recuperación del apelativo que tenía
entre los compañeros de colegio antes de abandonar
el mundo real. Se debe a una deformación fonética
del nombre y a la coincidencia de mi "estilo" de
juego con el que desplegaba por aquellas fechas Franz Bekhembauer
(o como se diga), salvando las distancias, naturalmente, al
que todo el mundo llamaba "el Kaiser" en el fútbol.
En mi estancia en la obra utilicé otro demasiado vinculado
a mis manifestaciones artísticas de general conocimiento
en mi entorno, por lo que prefiero el de los viejos tiempos,
con lo que, además, hago un guiño a la necesidad
de recuperar lo que dejamos atrás, todo lo que nos
enseñaron a menospreciar y que en el momento del retorno
percibimos, si no como algo hostil, sí como algo bastante
incómodo.
Dicho ésto, he de añadir que lo que me mueve
a escribir aquí no es relatar mi experiencia en el
Opus Dei, sino contribuir a que personas como Mario
encuentren el camino allanado en su salida.
Amigos, cuando alguien dice que lleva cuatro años en
un foso, cualquier paletada de arena es buena para rellenarlo.
Espero sinceramente saber algo más de él y de
sus progresos. Prefiero incluso que me mande a paseo, antes
que dejar pasar la cosa como si nada.
Por otra parte, no soy nada amigo de psiquiatras. Tiran de
farmacopea que da gusto. Y ese saco de química que
es nuestro cuerpo acaba revelándosenos un desconocido
a poco que nos decuidemos.
Hemos de poder salir del foso por nuestros medios. Hemos de
convencernos de ello. Con nuestros amigos. Con nuestra gente
más cercana. Con recursos como éste, donde uno
puede descubrir no sólo que su experiencia no es la
única en el universo, sino que hay quien no lo ha vivido
de forma tan traumática. Es una manera un tanto pedestre
de entender lo que podría llamarse "apertura de
miras", pero yo creo que eficiente. Abrir la mira a otras
experiencias. Relativizar lo que antes nos ahogaba. Rellenar
el foso con los restos de lo que hemos ido dejando unos y
otros...
Poco se puede añadir a lo que se ha venido diciendo
en esta página por activa y por pasiva, pero sí
me interesa señalar aquí una cuestión
esencial a la hora de enfrentar el problema concreto de los
que se consideran hundidos tras la marcha: creen que lo alto
es lo que dejaron. Es decir, vivieron tan intensamente la
llamada de la vocación que ahora se ven faltos de lo
que les daba fuerza y sentido. En esta página hemos
encontrado ejemplos de todo lo contrario, de gente que desde
un principio vieron las cosas desde fuera. He encontrado casos
asombrosos de desfachatez proselitista que han tenido el efecto
en mí de "caída de palos del sombrajo".
Resulta que, mientras yo creía que lo de mi vocación
era una cosa sutilísma y delicada, guardada en uno
de los escasos tarros de las mejores esencias que en el mundo
han sido, van y hacen pitar en masa a una pandilla de gamberretes
descreídos sólo por un prurito de romper las
estadísticas...
Cuando mi director me llevaba de vuelta casa, tras meses de
profunda, intensa y extenuante revisión de mi vocación,
iniciada por obediencia sin saber muy bien por qué,
a mitad de camino me dijo "¿nos volvemos?"
Creedme si os digo que ahora, a más de 30 años
de distancia, sigo sintiendo el peso de la losa que echó
sobre mí en aquel preciso instante.
Yo no digo que no haya que vivir la vida con alegría;
pero creo que hay diferencia entre alegría y frivolidad.
Y la enorme distancia que media entre la gravedad con que
ha de vivirse la vida en el seno del Opus Dei y la "alegría"
con la que algunos se la han tomado es lo que hace que los
menos dados a vivir en medio de contradicciones y esquizofrenias
nos veamos en la calle.
Por lo tanto, vernos ahora así no es objetivamente
ni bueno ni malo. En primer lugar, porque, seguir pensando
en "ésto es bueno" o "ésto es
malo", aparte de una actitud infantil poco evolucionada,
es una deformación del modo de pensar y actuar dentro;
y, en segundo lugar, porque el mundo al que hemos ido a parar
no es el que creímos tan despreciable y en el que no
podríamos encontrar más que rechazo.
En mis tiempos me ayudó mucho también toparme
con una escuela psicoanalítica conocida como "análisis
transaccional". Citaré como exponente "Yo
estoy bien, tú estás bien", de Richard
Harris. Sucintamente, nuestra experiecia está trufada
de "transacciones" y de cómo experimentemos
las mismas dependerá el grado de satisfacción
de nuestra existencia.
Las posiciones básicas son las que se corresponden
con "el padre", "el adulto" y "el
niño" (PAN). El padre representa la autoridad,
la represión... ¿qué os voy a contar?;
el niño, la indisciplina, el capricho, la inmadurez;
y el adulto, la coherencia, la madurez, la objetividad, etc...
El primero se representaría por la expresión
"yo estoy bien, tú estás mal"; el
segundo, "yo estoy mal, tú estás bien"
o "yo estoy mal, tú estás mal" (niño
rebelde éste); mientras el adulto se representa por
la expresión "yo estoy bien, tú estás
bien", es decir, te respeto en tu diferencia, te reconozco
en tus valores, etc... El objetivo, naturalmente, es mantenerse
en la "A" del PAN, lo cual no siempre es sencillo,
porque uno es jefe o subordinado, padre o hijo, carcelero
o fugitivo de alguien o algo.
Esta es la cuestión. No estamos mal por no estar donde
se está bien. Estamos bien porque estamos donde queremos
estar, dentro o fuera, de manera espontánea, responsable
y libre. Estamos bien porque ansiamos el bien y porque lo
ciframos en el respeto y la aceptación de los demás,
sin injerencias ni coacciones, sin prejuicios ni exigencias.
Y estamos bien porque es como queremos estar, transmitiendo
a los demás, nuestro equilibrio, nuestra paz y nuestra
aceptación de nosotros mismos. Sin esperar de los demás
una sentencia o una descalificación que, por otra parte,
no deben esperar de nosotros. El adulto no recela, como el
padre; ni somete a los demás a sus excentricidades,
como el niño. Se siente bien consigo y con los demás.
Confía en sí mismo y en quienes le rodean y
genera un entorno en equilibrio y sosiego.
¿Esto es lo que conocimos? Entre tanto padre y tanto
niño ¿no es un buen adulto lo que va haciendo
falta? Nos movemos entre la culpa y la liberación.
Sin dejar de lado la primera, la percepción de la segunda
nos irá minando por dentro. Mirémonos al espejo,
como aquel primer día que pudimos hacerlo con más
detenimiento del que era habitual y digámonos "éste
soy yo y no ofendo a Dios mostrándome como soy, sino
negándome a vivir y cerrándome al mundo".
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