EL
EFECTO BURBUJA
J.O., 14 de junio de 2004
El último escrito de Lapso "las
cosas como son" plantea una cuestión que,
sin duda puede plantearse cualquier paciente lector de los
contenidos de esta página Web. En palabras del propio
Lapso:
"Puede alguien caer en la auto-falacia de excusarse
por completo. Y creo que en muchísimos casos no sería
justo ni cierto. Si uno está tan sumamente puteado,
tan increiblemente subyugado, tan indudablemente jodido, tan
globalmente descontento
. pues uno tendrá que
adoptar determinadas medidas"
y más adelante:
"Lo cierto es que quienes así hablan, en efecto,
lo hacen ya desde fuera. Y eso muestra con alguna claridad
, según Pero Grullo, que finalmente es asequible dar
el paso. Pues si es asequible, si lo pudiste hacer, si estás
ya al otro lado
. no te empeñes en buscar culpas
a tontas y a locas
".
Es perfectamente lícito, a ojos de cualquiera, plantear
la cuestión de la libertad personal como antídoto
para todas las presiones, coacciones y amenazas de penas del
infierno que se vierten contra el que manifiesta su deseo
de marcharse. Finalmente es cierto que un porcentaje elevado
de los que estuvieron dentro abandonan y esta página
es un buen reflejo de esa circunstancia. ¿A qué
viene pues tanto quejarse? Los defensores de la cosa argumentan
que si tan malo era porqué tardamos tanto en irnos,
e incluso alguno se atreve a apuntar al hecho de que a la
vista de lo que ahora escribimos está claro que el
Opus no era para nosotros. ¡Y tan claro!.
Para entender la respuesta a estos interrogantes hay que
partir de lo que el propio Lapso denomina como "lo de
los niños" y califica de "inefable".
Cuando "el niño" pide la admisión
(como numerario o agregado lo hace con la ingenuidad propia
de su edad y pensando que todo lo que le dicen sobre su supuesta
vocación es rigurosamente cierto. (Se podría
argumentar que también piden la admisión personas
de más edad, pero son una minoría y, por mi
experiencia, se trata de personas emocionalmente poco seguras,
o lo que podríamos denominar "mirlos blancos",
con la interpretación que cada uno quiera darle a la
expresión.
Esa ingenuidad lleva al niño a entusiasmarte con un
modo de vida que resulta en principio muy atractivo: Actividad
incesante, refuerzo de la independencia respecto a las exigencias
paternas, elección de tu propia manera de estar en
el mundo, imitación de modelos de comportamiento que
resultan novedosos o atractivos, etc.
Y empieza a generarse el efecto burbuja.
La actividad diaria en los clubs, centros, etc. Empieza a
separar al niño de su entorno natural: padres, colegas,
amigos, etc. Y llega un momento en que su vida es la Obra.
La burbuja se completa en el Centro de Estudios o se refuerza
en cursos anuales, retiros y convivencias. El niño
se encuentra a gusto porque recibe un trato preferencial,
conoce a gente interesante, vive en un ambiente selecto, se
siente querido, cree haber encontrado su lugar en el mundo.
La ingenuidad no le permite ver el trasfondo de lo que está
ocurriendo, el lavado de cerebro al que está siendo
sometido, el progresivo aislamiento de la realidad, la "normalización"
de su existencia, en definitiva, el cierre cada vez más
hermético de la burbuja.
Conforme pasa el tiempo el niño va creciendo y su
candidez inicial se va deteriorando. Se empiezan a ver las
contradicciones entre el espíritu y la letra, entre
la teoría y la práctica, entre el pensamiento
y la vida. Al principio estas contradicciones se achacan al
espíritu crítico, a las tentaciones de todo
tipo y a la falta de entrega. El ahora joven lucha contra
su propio criterio e intenta ver que el que se viva en centros
lujosos con servicio a todo trapo mientras se predica la pobreza
es consecuencia lógica de nuestra inserción
en el mundo, que el hecho de que el fundador se haya construido
a su alrededor un ejército de aduladores y psicofantes
no está reñido con su paradigmática humildad,
que somos cristianos corrientes aunque hagamos cosas bastante
extrañas, que no somos frailes aunque vivamos en muchas
cosas como tales, que mostrar absoluto desprecio por órdenes
religiosas de probada reputación o autoridades eclesiásticas,
no es sino una manifestación más de nuestro
absoluto amor a la iglesia, que la continua intromisión
en los aspectos más íntimos de la conciencia
de las personas y la coacción ejercida en los ámbitos
profesionales, o incluso la delación, son consecuencia
de nuestro profundo amor a la libertad; que el abandono de
los deberes para con nuestros padres no hace sino demostrar
hasta qué punto somos estrictos cumplidores del "dulcísimo
precepto", que
(para completar esta lista de qués
léanse otros testimonios
en esta misma página)
Todas estas contradicciones van abriendo brecha en la burbuja
a medida que el joven, ya persona adulta, va perdiendo su
inocencia y se va dando cuenta de que ha sido un incauto,
de que es posible que haya estado equivocado, que es posible
que ese no sea su camino, que abomina de muchas de las cosas
que hace, que cada vez le resulta más cuesta arriba
comulgar con las ruedas de molino que cada día se le
presentan. Pero ya es demasiado tarde, su vida se ha ido acomodando
a la situación dentro de la burbuja. El mundo exterior
le resulta hostil, se ve como un bicho raro, tanto dentro
como fuera de la burbuja.
Como mecanismo de autodefensa, el adulto se va volviendo
cada vez más desconfiado, se aísla de todo,
reacciona destempladamente, se siente a disgusto consigo mismo,
llega a pensar que es un fracasado, que lo suyo no tiene remedio.
Caben ahora varias posibilidades:
En un número de casos el ya adulto se acomoda, recurre
al cinismo como tabla de salvación. Se va labrando
su hueco dentro de la burbuja, lo que le permite vivir cómodamente
sin demasiadas preocupaciones y acaso con una doble vida producto
de una curiosa teoría según la cual "nunca
pasa nada y, si pasa, qué importa y, si importa, qué
pasa".
En otros muchos casos la larga batalla contra los elementos
externos y contra sí mismo ha dejado a nuestro adulto
exhausto: se siente sin fuerzas para reaccionar. Quizá
en ese momento los directores le indican que así no
se puede seguir y sugieren la necesidad de acudir a un "especialista"
que le ayude a volver a ser el que era. Entran en juego entonces
los antidepresivos, la cuarta planta y los psiquiatras "de
casa". El niño se ha convertido en un enfermo
mental a fuerza de vivir el espíritu de la cosa.
Otros tiran por la calle de en medio y reaccionan viviendo
una vida cada vez más acorde con sus propios principios
y, lógicamente más alejada de su pretendida
"vocación". Cuando descubren que fuera de
la burbuja tampoco se está tan mal, que hay vida, que
el mundo exterior no es tan malo como parecía desde
dentro, que hay nobleza, santidad, trabajo bien hecho, ideales
por los que luchar, amistad verdadera, que existe la dulzura,
que el amor es mucho más que la carne, que
. Descubren
en definitiva la enorme mentira en la que han vivido.
Pero todos estos procesos llevan tiempo. La ingenuidad, la
inocencia, la candidez no se pierden de la noche a la mañana.
Cabe siempre la posibilidad de que nos estemos equivocando,
siempre hay miedo al abismo.
Con todo esto ¿Sería justo, amigo Lapso,
decir que en parte la culpa la tiene el niño por haber
sido tan ingenuo? ¿Acaso el niño no se ha vaciado
para cumplir un programa de vida que con el tiempo se percibe
como un gran engaño? ¿Es culpable la víctima
de no haber descubierto desde el primer momento la verdadera
naturaleza del estafador?
¿Que los que aquí escribimos lo hacemos con
cierto sentido del humor o como tú mismo dices mantenemos
"un nivel altísimo de gracejo, incluso desenfado,
al narrar episodios tan dolorosos"?, Claro: Hemos logrado
escapar, con gran esfuerzo; nos hemos reconciliado con nosotros
mismos (o estamos en vías de hacerlo), hemos escapado
de la mentira, la burbuja ha explotado y con ella ha desaparecido
la amenaza, ¡VIVIMOS, AMAMOS, NOS AMAN, SENTIMOS!.
Si todo eso eso no es para celebrarlo, ya me dirás.
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