DE
CÓMO TE CAE UNA VOCACIÓN (SIN SABERLO)
EMEJOTA
- Capítulo I (5-11-2004)
- Capítulo II (16-3-2005)
Capítulo I
Yo fui una de esas tantas adolescentes que se encontró
metida en un lugar donde no recordaba haber querido entrar.
Soy hija de supernumerarios; eso quiere decir que de pequeña
mis padres me llevaron a un Club. Eso tenía sus ventajas;
había actividades y manualidades, excursiones y cursos
de verano (hoy puede no resultar fascinante, pero en aquellas
épocas no había mucho donde elegir). Había
un lugar donde una podía meterse a pintar (cosa difícil
de encontrar en una casa de familia numerosa) y chicas mayores
que yo, con las que en general me entendía mejor que
con las de mi edad. Eso sí, de vez en cuando alguna
me preguntaba ¿Cuántos años tienes?,
y cuando yo decía: doce o trece,
meneaban la cabeza y decían: claro, es que pareces
mayor. En fin, el tiempo pasa y al fin llegué
a los catorce.
Además, en fase religiosa; a los trece años,
en un periodo de pasión por Darwin y los fósiles,
yo había llegado a la conclusión de que lo de
Adán y Eva era mentira y, por tanto, lo de Dios también;
pero a los catorce estaba en plena mística romántica
(la pubertad, entre otras cosas).
Por aquella época apareció M. Era estudiante
de Bellas Artes, empezó a ir a buscarme a la salida
del colegio, y nos hicimos amigas. De verdad que sí,
que aparte del proselitismo M. era sinceramente
mi amiga; a pesar de la diferencia de edad, las dos amábamos
la pintura y la poesía, hablábamos el mismo
lenguaje. Para mí, descubrir que había más
gente como yo, que no era un bicho tan raro, realmente me
abrió el mundo. La recuerdo con cariño y tristeza
¿qué habrá sido de ella?
M. era numeraria de plantilla. Me hice amiga también
de dos adscritas, P. y A. Claro que yo no lo sabía.
Lo que sabía es que eran gente de mi mundo, con las
que podía hablar de cosas importantes;
chicas que no estaban obsesionadas por lucir modelitos y pescar
un novio, con las que ir de vinos por el casco antiguo, leer
poesías
Siempre me había sentido fuera
de lugar con las niñas de mi edad, y por fin encontraba
a mi gente.
Pero no del todo. Algo había, que a mí me dejaba
fuera. Por eso yo me esforzaba en hacer ver que era una de
ellas, y cuando finalmente hice los catorce y medio, pitar
fue lo más natural. En una excursión, durante
una charla con P. , yo hice un comentario cómplice
sobre algo que había dicho el Padre, y
al día siguiente la Directora de la Casa me propuso
la entrada.
No recuerdo cómo fue exactamente. Lo que si tengo claro
es que no sabía dónde me estaba metiendo. Yo
tenía la sensación de que aquello era algo así
como las Montañeras de Santa María,
algo a tiempo parcial. Desde luego, no elegí
si quería ser numeraria o otra cosa; eso lo dieron
por sentado, y fue después, poco a poco, cuando fui
tomando conciencia de en qué consistía la vocación
que habían elegido para mí.
Eso es lo que me parece más escandaloso de todo este
montaje, montaje de secta pura y dura. No solo no es de recibo
proponer una decisión de ese tipo a una niña
de catorce años y medio, cuando ¿qué
sabes del mundo y la vida? ¿cómo se puede elegir
una vida de celibato a los catorce y medio? Es que ni siquiera
te presentaban un panorama claro de a qué te estabas
comprometiendo: hermosas y vagas palabras de entrega a Dios,
de amor y generosidad. Amor a Dios en medio del mundo; no
celibato, vivir en una casa de la Obra, sacrificar tu profesión,
renunciar a tener amigas, a tener intimidad, a elegir tus
libros. Amor y entrega, no religiosidad burocrática
de normas a horas fijas, no cilicios y disciplinas, y control
de la correspondencia, y dormir en tabla. Todo eso te lo van
diciendo luego, poco a poco, (el plano inclinado),
y te lo van sacando como lo más natural, como si tu
lo hubieras sabido desde el principio, porque esa es la vocación
que tú has elegido. Si en algún
momento tienes alguna duda, es una tentación del demonio:
sobre Fé, Pureza y Vocación, no hay que pensar,
cualquier duda viene del demonio. Y tú, por muy precoz
y muy lista que te creyeras, no eres más que una niña
de catorce y medio, de quince, y cada vez estás más
atrapada en la telaraña. Todavía hoy, treinta
cinco años después, me admira que fuera capaz
de salirme de ella.
Pero eso os lo contaré en otra ocasión
Capítulo II
Como ya conté, yo entré en la Opus sin saber
ni donde entraba, ni a qué me comprometía (bueno,
supongo que eso nos pasó a la mayor parte de los que
pitamos con catorce y medio, y a muchos de los demás).
Lo hice como un gesto de complicidad con mis amigas, pensando
que mi vida seguiría siendo más o menos lo mismo.
Ni siquiera recuerdo que nadie me hablara de vocación;
o quizá si lo hicieron y se me ha olvidado. Pero bueno,
vas haciendo y asumiendo lo que te dicen, terminas viéndote
a ti misma como lo que todos los de alrededor dan por sentado
que eres, y llegó un momento en que sí que sentía
esa vocación que me aseguraban que tenía.
Pero no duró mucho. Había entrado allí
por mis amigas, pero fueron desapareciendo: M. U. (una numeraria
de verdad, con la fidelidad hecha), seguía allí
pero ya no estaba. A.G. tuvo problemas de salud y volvió
a su pueblo, con su familia; P. S. dejó la Obra; me
dijeron que la habían echado porque era invertida sexual
(esas fueron las palabras) y me prohibieron verla. Fue un
auténtico shock, se me hundió el mundo bajo
los pies. Con mi mentalidad de entonces, suponía cubrir
de inmundicia una de las cosas más importantes de la
vida: la amistad. Creí que aquel hecho (porque en aquel
caso era cierto, lo admitió cuando la vi años
después) implicaba que no había tal amistad,
sino algo inconfesable, degradante. Pero esa es otra historia.
El caso es que me fui quedando sola. Sola, como había
estado siempre; como antes de conocer a mis perdidas amigas.
Me servía la oración, la vida interior; pero
aquella cáscara de sonrisas impostadas; aquella pregunta
estereotipada de mi directora en la confidencia: ¿estás
contenta?; y sí, claro, yo estaba contenta, era
obligatorio. Pero cada vez me sentía más fuera
de lugar. Poco a poco se me hacían cada vez más
ajenas aquellas normas, aquellos convencionalismos, formalidades,
prohibiciones, obediencias sin sentido. Y ellas, las directoras,
debían ver el peligro, porque iban haciendo lo que
podían para retenerme. No me llegaron a dar el cilicio
y las disciplinas. Me cambiaron de centro, a uno de universitarias
(eres muy madura para tu edad, es normal que aquí,
con chicas de bachillerato, te encuentres desplazada);
me insinuaban que, si quería empezar a publicar algo
en alguna revista, para ir haciéndome un nombre, para
el futuro
Una directora me dijo que, si era por una
idea romántica del amor y el sexo (seguro que no fue
la palabra que usó), que estaba muy equivocada: "llevo
muchas confidencias de señoras casadas, y dicen que,
porque está el amor de por medio, pero que, en sí
mismo, es algo asqueroso".
Incluso debieron darle permiso a M. para que volviera a tener
conmigo algo levemente parecido a una amistad particular.
Pero no. Me decían que tuviera confianza, rezaba y
rezaba, e iba aguantando.
Hasta que se acercó el momento del Centro de Estudios,
y algo dentro de mí se rebeló. Imaginar que
ya toda mi vida sería aquello era algo que no podía
soportar. Así que dije que no iría al curso
anual, que me iba.
Me pidieron que no lo comentara, ni con mi familia ni con
nadie. Y casualmente, apareció M. en mi casa, para
charlar, y, como quien no quiere la cosa, me preguntó
por el curso anual. Y como me habían dicho que no dijera
nada, di una excusa, que tenía que ayudar en casa,
así que M. inmediatamente le preguntó a mi madre,
que se quedó de lo más extrañada, y una
vez atrapada en la mentira que me habían obligado a
decir, no supe cómo salir de ella, y fui. Tiempo después,
M. me pidió perdón por aquella trampa, me dijo
que lo había hecho por obediencia, pero que no volvería
a hacer algo así. Recuerdo cómo se echó
a llorar, cómo me pedía una y otra vez que la
perdonara. Nunca he olvidado a M. La volví a ver unos
años después, y me pareció tan desdichada.
No sé que habrá sido de ella.
El curso anual procuraron suavizármelo todo lo posible.
Yo creo que fui, en cierto modo, provocando: el día
que llegué, planteé que necesitaba todos los
días un tiempo para mí sola, para cantar, y
lo aceptaron sin preguntas; por las tardes tenía la
azotea una hora y media para mí sola, para cantar (durante
muchos años de mi vida el canto fue mi refugio, donde
me deshacía de mis penas y mis angustias).
Y cuánto lo necesitaba, entonces. Hablaba con el sacerdote,
y le decía pero ¿cómo sabe uno
que tiene vocación? y él me decía
que no era ninguna voz divina especial, sino una disposición
a entregarse, que uno elige libremente; y yo le decía,
pero entonces también puedo no elegirlo, y él
me decía, ¿tú sabes lo que es, decirle
que no a Dios? Cuántas horas estuve llorando en aquella
capilla, con el alma rota en dos.
Y así las cosas, en medio de una tertulia van y me
anuncian que el curso próximo me envían al Centro
de estudios, a Goroabe. Hice el paripé, mientras todas
me felicitaban por lo afortunada que era, pero se me comía
la indignación. ¿Cómo se atrevían
a anunciar aquello, cuando yo había dicho bien claro
antes del Curso Anual que no iría? Quizá pensaron
que volverían a atraparme, que la política de
hechos consumados funcionaría; por el contrario, sirvió
para reforzar mi decisión. Ya no tuve más dudas;
cuando volví, dije que dejaba la Obra. Me mandaron
de un lado para otro, a hablar con personas importantes que
no conocía, sacerdotes, directoras; e iba muerta de
miedo, callaba y aguantaba, no sé que me decían
esas personas, porque no estaba dispuesta a escucharlas.
Seguramente no fueron tantas, pero lo recuerdo como un obstáculo
tras otro. Recuerdo que a veces pensaba, no lo conseguiré,
me enredarán, no seré capaz de irme. Y seguía,
repitiéndome a mí misma, adelante, mantente
firme, no te pueden obligar si tú no quieres. Lo sentí
como una prueba de supervivencia, a pesar de todas las reflexiones
sobre la tentación, sobre negarse a la llamada de Dios,
sentía que era el momento en que se decidía
mi vida, y que, si cedía, me hundiría para siempre.
La puerta abierta de par en par, qué cinismo.
Pero me fui. Y el caso es que no escribí ninguna carta.
Meses después me telefonearon, diciendo que el proceso
no había acabado, que quedaban algunas formalidades.
Les contesté que no las pensaba hacer, que yo tenía
claro que no pertenecía a la Obra, pero que si ellos
me querían seguir considerando numeraria, que me daba
lo mismo.
En realidad no estuve mucho tiempo, desde los catorce y medio
a los dieciséis, algo menos de dos años. Pero
qué final tan largo, qué difícil, qué
rota estaba, cuánto me costó reconstruirme.
Cómo debe haber sido para aquellos de vosotros que
estuvisteis diez, quince, veinte años, toda una vida.
Para todos, mi solidaridad y mi cariño.
Un fuerte abrazo
Emejota
Arriba
Volver a Tus escritos
Ir a la página
principal
|