EL
BURRITO TITO
DIOGNETO, 3 de junio de 2004
Érase una vez un bosque que se extendía por
valles y colinas y que, para que podáis ubicarlo, se
encontraba al sur del país de Nuncajamás. Pero
este bosque, amiguitos, no era un bosque como los demás,
este era un bosque encantador y todos los animalitos que en
él vivían, vivían, "como encantados";
todo en aquel bosque estaba en orden y en perfecto estado
y sus habitantes, lejos de corretear alegremente sin orden
ni concierto, caminaban de forma ordenada rumbo a las diferentes
tareas que tenían que cumplir a lo largo del día
sin dedicarse a jugar entre ellos, para no distraerse en la
ejecución de dichas tareas ni pensar en cosas raras.
Para que todo transcurriese adecuadamente y de buen espíritu,
los habitantes de aquel bosque contaban con la gran ayuda
de la zorrita Dorita, la lechuza Gentuza y del cuervo, Don
Dámaso. Ellos eran los que se ocupaban de que otros
animalitos recogiesen las nueces, las castañas, las
fresas, y las sabrosas frambuesas y arándanos así
como otros frutos de aquel bosque, por el que, de norte a
sur y de este a oeste, discurrían ríos de oro
y de plata.
Ya desde las primeras horas de la mañana, la lechuza
Gentuza se subía a lo alto del árbol más
esbelto e imponente de aquel bosque; desde esa atalaya, y
gracias a los grandes ojos que, a ella, y no a otros, le había
dado el Gran Espíritu de todos los bosques, podía
ocuparse adecuadamente y con gran cariño de los demás,
aunque para ello tuviese que estar todo el día encima
de aquel árbol sin hacer otras cosas.
Mientras todos se afanaban en sus labores y asignadas tareas,
las ardillitas se dedicaban solamente a preparar las comiditas
y limpiar las madrigueras y guaridas y ¡las pobrecicas!
ni tenían fiestas ni podían ir donde iban los
otros animalitos. Ellas no paraban ni un momento y nadie las
miraba. Solo la zorrita Dorita agradecía su callada
labor: una vez, hace muchos años dijo que sin ellas
este bosque no existiría ¡que razón tenía
la zorrita! Además, nadie hablaba con ellas, era
¡como una costumbre de casa! Alguna vez, el urogallo
Cayo oyó decir a un gavilán del bosque vecino
que, cuando las ardillitas protestaban por alguna cosa o se
ponían enfermas de tanto trabajar o se hacían
mayores y no podían cumplir con sus tareas adecuadamente,
la zorrita Dorita las metía, con gran cariño,
entre sus dientes, y las llevaba al gran torrente que separaba
este bosque de los demás bosques y dejaba que la corriente
se las llevase. Pero los animalitos de nuestro bosque no daban
mucho crédito a los animalitos de fuera, no en vano
la lechuza Gentuza decía que eran mentirosos y envidiosos
y que no comprendían nada, ¡nada!
Nuestro protagonista, el burrito Tito, hacía lo mismo
que los otros animalitos de ese bosque, se echaba a su lomo
lo que le mandasen y no paraba en todo el día. Además,
para que no se acordase ni de su existencia, el cuervo Don
Dámaso le había encargado que contase todos
los días las hojas de las acacias y esto le llevaba
mucho tiempo y se le hacía muy pesado. Si alguna vez,
el Gran Espíritu de todos los bosques quería
algo de él, se lo hacía saber a través
de la lechuza Gentuza, que para eso tenía esos ojos
tan grandes. Después de comer se reunían todos
los animalitos del bosque y charlaban un rato unos con otros;
este rato de charla le gustaba mucho a nuestro borrico. Cuando
la lechuza Gentuza contaba algo gracioso, todos, absolutamente
todos los animales se reían.
Tito había nacido en otro bosque y, un buen día,
muy bueno, se encontró con la zorrita Dorita que le
dijo que en el bosque donde ella vivía estaría
fenómeno, de pegada, y le dijo que le había
dicho la Lechuza Gentuza que a ella le había dicho
el Gran Espíritu del bosque que quería que él
viviese en ese bosque.
- ¿Por qué no me lo dijo a mí el Gran
Espíritu? protestó Tito
-
- Ja, ja, ja, ja, se rió la zorrita Dorita, seguro
que te lo dijo pero tu aún no sabes escucharlo ¡tontín!
-
- ¡Es que yo aún soy muy joven para decidir que
debo hacer con mi vida! Dijo Tito.
-
- Debes ser más generoso, yo te presentaré a
un grajo muy majo que se llama Don Dámaso y él
te ayudará a entender todo, en nuestras manos de alfareros
serás como la arcilla, ¡ya verás como
no te vas a acordar ni de que existes!
-
- Pero
yo soy un burrito
¿no me convertiré
en una oveja?
-
- Ja, ja, ja, no, no te preocupes, es contrario al espíritu
de nuestro bosque el querer conducirse bajo el propio criterio.
Y así se fueron, poco a poco, hacia nuestro bosque
y la zorrita Dorita sonreía como solo esos animales
saben hacer. Unos olivos centenarios, que fueron testigos
de esa conversación, palidecieron de pronto y sus troncos
se retorcieron, recordaban, cuando aún eran pequeños
brotes, oír al Gran Espíritu de todos los bosques
decir:
"como habrá entre vosotros falsos
maestros, que introducirán sectas perniciosas, y, renegando
del amo que los compró, se acarrearán una rápida
destrucción. Muchos seguirán su desenfreno,
el camino de la verdad será denigrado. Traficarán
con vosotros por codicia, con palabras artificiosas."
(Segunda epístola de San Pedro)
Tito trabajaba sin descansar apenas y no le quedaba tiempo
para pensar. Cuando quedaba solito, al acostarse, se acordaba
de su familia, bueno de su antigua familia ya que sabía
que, en el bosque donde vivía, la única familia
eran los animalitos que allí vivían, aunque
a Tito le parecía que no le querían igual que
sus hermanos y que sus papás. Tito se dio cuenta que
no era tan feliz en aquel bosque encantador. Nuestro burrito
se daba cuenta que en este bosque no se hacían las
cosas como él creía que le gustaba al Gran espíritu
de todos los bosques; desde que era un burrito muy pequeño,
su anterior familia le había enseñado lo que
estaba bien y lo que estaba mal, pero en el bosque no eran
las cosas exactamente así. Tito se preguntaba que pasaría
en otros bosques y se apenaba porque solo podía leer
los libros que le indicaba la zorrita Dorita. Además,
las cartas de su familia antigua y de sus antiguos amigos
las traían unas golondrinas y la lechuza Gentuza, que
las veía llegar desde su puesto de vigía, las
recogía y las leía antes de dárselas
a él. Esto Tito no lo acababa de ver bien. ¡Cómo
iba a verlo bien si ni siquiera le entregaban todas sus cartas!
Tan preocupado estaba nuestro amigo que necesitaba explicarle
a alguien como se sentía. ¡Ya sé! se dijo
a si mismo, hablaré con el cuervo Don Dámaso,
el es amigo y buen animal y algo me aconsejará. Pero
el pobre burrito quedó muy defraudado porque Don Dámaso
casi ni le hizo caso y además se puso muy serio con
él.
Sin que el borriquillo lo supiera, la zorrita Dorita, la
lechuza Gentuza y el cuervo Don Dámaso, se reunieron
en secreto para hablar de él. Comenzó la lechuza
diciendo que notaba a Tito algo despistado y Dorita, la muy
zorra, asintió con su peculiar sonrisa. Entonces el
cuervo les dijo: mirad, tengo algo que puedo contaros con
total libertad, que para eso soy libérrimo, y les relató
todo, absolutamente todo lo que Tito le había dicho.
Entonces la lechuza y la zorrita, con gran maestría
e inteligencia descubrieron las raíces del problema
de Tito: falta de reciedumbre, espíritu de contradicción,
razonadas sinrazones, sugestiones infernales, cruces a su
gusto, etc.
Más tarde, la zorra Dorita, con su particular sonrisa,
se reunió con Tito y con mucho cariño y simpatía
le pidió que lo pensase, se rió mucho, le animó
mucho: debes dar siempre las mismas vueltas, un día
y otro, todos iguales, "para que tenga aromas el jardín".
Y le consoló diciéndole que pronto lo vería
todo de forma diferente; pero nuestro burrito, que era tozudo
como un aragonés, dijo que se iba y que se iba. Entonces
a la zorra le falló su sonrisa y le dijo a Tito que
le iba a ir todo mal, que El gran Espíritu del bosque
en persona le castigaría enseguida, y que le iban a
suceder muchas desgracias si no hacía lo que ella le
decía. Pero el burrito recordó que sus padres
le habían siempre dicho que el Gran Espíritu
de todos los bosques era muy bueno y a esa idea se aferró.
Lloró mucho esa noche intentando no hacer ruido y pasó
mucho miedo y temblaba, y al día siguiente, cuando
el sol comenzaba a asomarse, el burrito salió corriendo
de allí con los ojos tristes porque no le dejaron despedirse
de nadie. Los lobos que encontraba por el camino y que tan
amigos habían sido le miraban de otra manera, alguno
empezó a gruñir y, enseguida, empezaron a correr
tras él azuzados por Dorita, como solo una zorra sabe
hacerlo, y Tito corrió y corrió y los lobos
saltaban a morderle a sus ancas pero a Tito eso casi no le
dolía, lo que más le dolía y hacía
que se le saltasen muchísimas lágrimas era que,
aquellos que ahora le mordían con saña, ayer
actuaban como si fueran sus amigos del alma. Nuestro amigo
el burrito tuvo suerte, porque como iba ligero de equipaje,
sin nada, pudo escapar de los lobos.
Si alguna vez, paseando por el campo, os encontráis
con un burrito que se llame Tito no le preguntéis sobre
esta historia porque él está olvidándola
y, además, quedó harto de tanto cuento.
Con mis mejores deseos a las pobres ardillitas, que el buen
Dios os dé descanso y a nosotros nos lo niegue hasta
que no podamos taponar el inmenso torrente que forman vuestras
lágrimas.
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