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AQUELARRE DE DUDOSOS

TOLORINES, 12 de septiembre de 2004

 

En las ocasiones que he intervenido, he procurado no personalizar, no contar nada mío, a excepción de una descripción sobre Teruel. Intentaré resumir mi último año en la obra, realmente curioso. Estando en un Colegio Mayor de Valencia, trabé mucha amistad con dos compañeros de curso a los que había llegado a un curioso pacto latente, no escrito. Ellos me servían de "escape", yo les acompañaba a todos lados, y ellos, a cambio, venían al círculo y de este modo yo cubría el expediente. El ambiente de los numerarios del Mayor era realmente... inestable. Un botón: ni el subdirector ni el secretario ya pertenecen a la Obra, y de los residentes, queda sólo alguno.

Al finalizar los exámenes, se organizó una fiesta nocturna entre los compañeros de clase, con chicas y todo. Me escapé y asistí a la misma. No dormí en el centro y me presenté el día siguiente a la hora de comer. Nadie me comentó nada. Al que llevaba mi charla se lo comenté y lo atribuyó a un desliz de juventud. Me negué a ir al curso anual y regresé a casa de mis padres con un estatuto un poco especial. En mi ciudad me esperaba el director de la ciudad, y me propuso lo más cachondo que he oído en mi vida: "Mira, Tolorines, tu harás la charla con Pepe, para lo cotidiano, las normas, apostolado, etc. Y lo verdaderamente importante lo tratarás conmigo".

El tal Pepe, que sabía de esa extraña "innovación" en el vademécum, pasó completamente de mí y yo de él y nos pasábamos las horas hablando de derecho y de su gran pasión, "La guerra civil española". El director me convenció de que me fuera con él a su curso anual, de nuevo en Teruel. Procuré guardar las formas, pero retomó el mismo sistema de charla fraterna; esta vez con el director del curso anual Horacio. A este director, nadie le soplaba, poseedor de un pico de oro privilegiado, nadie le discutía absolutamente nada, ni siquiera los sacerdotes allí presentes, alguno con muchos años de magisterio (o tal vez por eso no le decía nada). Me cobijé en esa extraña componenda y nadie se ocupó de mí, lo cual, sinceramente, me descargó bastante. Hasta el punto de que el día de San Tolorines, vinieron mis dos amigos de la facultad, fuimos a comer juntos, y regresé a la casa completamente borracho. Ni una corrección fraterna, ni un comentario, nada de nada. No tengo que decir, que ese peculiar director de mi ciudad, a los dos años abandonó la Obra y posteriormente fue obligado a abandonar la ciudad. Se había montado un "ranchito" a su conveniencia.

Regresé a mi ciudad y en Noviembre fui a Torreciudad al curso de retiro. Llegamos allí y todo aparentemente normal. Al segundo día, y cuando el aburrimiento empieza a apretar, se empezaron a montar diálogos, y luego tertulias. Pasmaos: todos, absolutamente todos los que estábamos en ese curso de retiro teníamos nuestra perseverancia pendiente de un hilo. Nos quedamos estupefactos al comprobar el borreguismo impuesto por parte de quienes decidieron juntarnos a todos. No tengo que decir cómo siguió desarrollándose ese peculiar curso de retiro. Asistí a las confesiones más macabras, morbosas y espesas que era capaz de imaginar en aquél entonces. El colmo de la improvisación se produjo cuando la charla de la Santa Pureza, en lugar de impartirla el director, la impartió el sacerdote. Se pasó toda la charla hablando de que no teníamos nada que envidiar a nuestros hermanos supernumerarios solteros. A mí ya se me habían roto todos los esquemas. ¿De qué información dispondría ese cura para ir tan solícito a un ejemplo que jamás había oído?. Pues resulta que, todos los que estábamos allí, yo también, al parecer, habían propuesto una "forma de negociación" consistente en pactar la permanencia en la Obra a cambio de ser admitidos como supernumerarios. Lógicamente esa propuesta no prosperó.

Con el paso de los años, todavía me sigo preguntando quién y por qué había decidido ese cóctel tan curioso, tan inestable y potencialmente tan peligroso.

Luego de leer tantos y tan buenos testimonios, me extraña menos lo que me ocurrió. En la obra, ante situaciones inesperadas o colectivizadas (como en esa época en mi delegación), se caen todas las páginas de los vademecums, suenan alarmas, se toman decisiones apresuradas, absurdas, tangenciales, y la verdad, en ocasiones hasta les falta valor para afrontarlas enérgicamente.

A ese curso de retiro, no vino ninguno de la Delegación a dejar -como era costumbre- su granito de arena, y eso que el curso de retiro lo pagamos todos religiosamente. Mi última charla con uno de la Delegación, días antes de irme, no fue con el de San Miguel, sino con otro, por cierto buen amigo mío todavía. No debí parecerle lo suficientemente importante. Era un tipo que había estado en el Consejo General y aterrizó para poner orden. Su sola presencia dejaba al personal acojonado. Pero es cierto que "a cada cerdo le llega su San Martín". Unos días después de irme, casualmente (debía estar de visita), me crucé con el de San Miguel y me dijo: "Tolorines, no tienes mal aspecto pese a todo" y yo le contesté, (me salió del alma): "Es que la varicela la pasé de bebé, y no me han quedado secuelas del acné juvenil. ¿Todo bien Don Feliciano?". Se recogió, como susurrando un desagravio (a algunos se les da muy bien), y siguió su camino. Y yo... el mío.

 

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