4 AÑOS
EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR
AMAPOLA, 17 de septiembre de 2004
1. Preámbulo
2. La ilusión
de poder seguir estudiando
3. El viaje
4. Las camarillas
5. Los primeros días
6. Las asignaturas
7. Descripción
del internado donde me había metido
8. El pasadizo
9. Ocupaciones
10. Marcar, con aguja
e hilo, la ropa sucia
11. Las añoradas
cartas
12. Las fiestas
de Basape
13. El descanso
de las señoritas
14. Plan de vida
15. Unos días
de ilusión
16. Vuelta a mi
futuro
17. La visita de
mis tíos
18. Excursiones
19. Contradicciones
20. Mentiras
21. Datos de las
empleadas
22. Olvidada
23. Y... PITÉ
24. La primera y última visita
de mi madre
25. El consentimiento
26. Segunda convivencia
27. Viaje a Pamplona para conocer
al Padre
28. El centro de estudios
29. Viaje a lo desconocido
30. Molinoviejo
31. Viajes de recreo
32. Cartas abiertas y leídas
33. Permiso para lavarse el pelo
34. Agobio
35. Una labor inútil
36. La hacedora de cilicios
37. La pulsera
38. La comunión de Margarita
39. Recibir y no dar
40. El no regalo
41. Cumpleaños
42. Las flores
43. Deterioro intelectual
44. El elefante rosa
45. Pabellón
46. Soledad
47. Me extrañó
encontrar al sacerdote en las camarillas
48. Malestar
físico
49. Nadie me
echó de menos y no me trajeron comida
50. A pescar
51. Peor que
en una cárcel
52. No
me merecía ni el pan que comía
53. Como
un secuestro
54. No
se me permitió despedirme de nadie
FIN
La primera vez que me puse el
cilicio atado fuertemente a la pierna, y pasé con él
a limpiar la residencia de los numerarios, tuve que hacer
verdaderos esfuerzos para evitar cojear. Muchas de mis compañeras
desconocían que yo ahora era del Opus y, por supuesto,
ignoraban totalmente (como hasta entonces lo había
ignorado yo), la existencia de aquel diabólico instrumento,
así que para nada debía de dejarles que notaran
mi mortificación. Pero era muy, muy dificil no cojear.
LA PRIMERA Y ÚLTIMA VISITA
DE MI MADRE
Un día tuve una grata sorpresa: alguien vino a buscarme
a mi lugar de trabajo para decirme que en la salita de la
entrada me esperaba una visita. No me imaginaba quién
podría venir a verme por la mañana. Abrí
la puerta y me encontré a mi madre acompañada
de mi tío el de Granollers. ¿Qué estaban
haciendo ellos allí?
Nos abrazamos y mi madre me aclaró todo. Resulta que
se había muerto mi abuelo V., por lo que ella llamó
a mi tío F. para que, cuando pasase (mi tía
J. acababa de tener un bebé, así que no fue),
hacía Azur de Milar, la recogiese en Basape para asistir
con él al sepelio. Y, al volver del entierro, se le
ocurrió que, en lugar de parar en su ciudad, iba a
aprovechar para ir a conocer a su nuevo sobrino.
Ya me extrañaba a mí que hubiese viajado sólo
por verme.
La señorita Marta consintió para que fuese
con ellos a pasar un día en casa de mis tíos,
si bien me recomendó encarecidamente, que aprovechase
la circunstancia para pedirle a mi madre el permiso que necesitaba
(téngase en cuenta que yo era menor de edad), para
ser de la Obra.
Varios días más tarde me enteré (por
la directora), de que mi madre había aprovechado para
pedirle el dinero que me pertenecía desde la última
paga, la que les entregué en Navidad. Me comentó
en tono de reproche (pues desde que me hice de la Obra ya
no tenía derecho a mi sueldo), que le había
tenido que entregar cinco mil pesetas.
EL CONSENTIMIENTO
No le costó a mi madre darme su consentimiento, había
estado hablando con la señorita Marta y la única
condición que le puso (no sé como se enteró
de que los miembros del Opus no pueden asistir a acontecimientos
familiares), fue que pudiese acudir a la comunión de
mi hermana que iba a celebrarse un año después.
No obstante se necesitaba también la firma de mi padre,
así que se me permitió (unos meses más
tarde), viajar a Basape para conseguir su aprobación.
La directora me pidió que consiguiera un papel escrito
de su puño y letra, en él que (para contentar
a mi madre) pusiera: Doy mi permiso para que mi hija Amapola
pertenezca al Opus Dei con la condición de que se le
deje venir a la comunión de su hermana Margarita.
Ridículo, visto desde el prisma de la distancia en
el tiempo, me parece algo de lo más extravagante, un
verdadero repollo con lazo.
No hubo ninguna objeción (¡cómo me hubiese
gustado que me hubiesen dicho:
"no, hija mía, no, tú te quedas con nosotros,
eres tan solo una niña y te han comido el coco"!),
unas firmas y se deshicieron de mí para siempre, una
preocupación menos.
Antes de irme pasé por un estudio de fotografía
con mi hermanita, que lucía una larga melena y estaba
preciosa, y nos hicimos dos fotos; en una estoy con ella y
en la otra aparezco, sola, con un intento de sonrisa en los
labios.
Todo estaba consumado, "Señor, aparta de mí
este cáliz".
El tren me devolvió a mi destino.
Unos días más tarde me enviaron a una convivencia
de 15 días, en una casa que tenían entre Salou
y Cambrils llamada Torre del mar. Dicha casa, durante esos
días, estaba destinada únicamente para criadas,
"numerarias auxiliares" nos llamaban. Pero no estábamos
solas, siempre nos debían de vigilar las "sólo"
numerarias.
Como el "plan de vida" no nos lo podíamos
saltar ("la vida espiritual no puede relajarse, no hay
vacaciones para ella"), se nos destinó una señorita
"confidente".
Íbamos un rato a la playa, que siempre se me hacía
corto; teníamos más tertulias y podíamos
pasear tranquilamente por el gran jardín de la casa,
en él que no faltaba ni una charca con nenúfares,
ni un columpio, donde, al columpiarme, rememoraba los de un
parque de mi ciudad.
Recuerdo que pensaba que de no haber tenido que llevar el
cilicio, ni seguir con las mortificaciones y los continuos
rezos, aquellos hubiesen sido unos días muy felices.
Cuando regresé a Viaró, descubrí que
M. B. había sido mandada con a su padre. Pobre chica,
no le había servido de nada el que la llevaran a un
sanatorio mental, ni que le hubiesen dado unas descargas en
la cabeza. Se había trastornado mentalmente. Recuerdo
como, una mañana después de la misa, cuando
todas subíamos las escaleras para ir a desayunar, ella
comenzó a caminar a cuatro patas por los peldaños,
y como comenzó a ladrar como si fuese un perro. Todo
había empezado unos días antes cuando se puso
a llorar en plena noche.
Mi habitación estaba pegada a la suya por lo que,
al escucharla, no me resistí a ir a consolarla, al
fin y al cabo habíamos sido amigas, hasta tenía
(en casa de mis padres) una foto hecha con ella y con otra
compañera de escuela de Basape. También habíamos
salido algún domingo juntas. En aquellas fechas ella
vivía con unos tíos que no tenían hijos
(bastante severos, según me contó), pues su
madre hacía mucho tiempo que estaba en Zaragoza en
un sanatorio para tuberculosos.
Como he dicho, pasé a su cuarto y me acosté
con ella en el estrecho colchón de aquella habitación,
para que no se sintiese tan sola. No me imaginaba la reprimenda
que me daría la señorita Ana, por aquella acción,
al día siguiente.
¿Qué había hecho mal? ¿No se
podían tener gestos caritativos? ¿Pensaría
aquella señorita que había pasado algo deshonesto
entre nosotras? ¿Entre dos chicas? Me vino a la memoria
la forma en que salió corriendo el día en que...,
os cuento:
Resulta que en una de sus charlas nos había dicho
que, ante cualquier problema, molestia o lo que fuese, deberíamos
acudir a ella con la misma confianza como lo haríamos
con nuestra madre. Yo lo tomé al pie de la letra y,
ese mismo día, como resultaba que precisamente notaba
una molestia, pues tenía enrojecido el ombligo y me
picaba mucho, decidí portarme como si ella fuese mi
madre, así que, cuando estábamos trabajando
en la cocina la pedí (para que las otras chicas no
se enterasen), que pasara conmigo a la despensa y, una vez
allí, en lugar de explicarle mi problema, me levanté
la falda (como hubiese hecho con mi madre), para enseñarle
la irritación que he mencionado. Y..., ella, como si
hubiese visto al diablo, salió de allí despavorida,
por lo que yo quedé perpleja y avergonzada. ¿No
quería portarse como si fuese mi madre? ¿Hubiese
reaccionado mi madre así?
Aquella semana le pregunté a la señorita Marisol,
a quien hacía mis "confidencias" (todavía
no se había marchado), si entre dos chicas podría
darse lo que (había escuchado algo sobre lo que significaba
la palabra maricón), podía suceder entre dos
hombres. Ella me contestó que sí, pero no me
atreví a preguntarle cómo podía hacerse
un acto deshonesto entre dos mujeres cuando, ambas, carecen
de miembro viril. ¿Habría pensado la señorita
Ana que el hecho de dormir en la habitación de M. B.
era algo sucio? ¡Qué locura! A mí no me
gustaban las mujeres.
SEGUNDA CONVIVENCIA
Fue pasando el tiempo y, el siguiente verano mi convivencia
la realicé en una casa que, no estoy segura, pero creo
que estaba en Torredembarra. El lugar era bonito, aunque para
ir a la playa teníamos que andar un largo trecho entre
campos, uno, por cierto, sembrado de claveles. La casa era
grande y señorial pero, a las auxiliares no se nos
permitía pernoctar en ella, dormíamos en un
pabellón ubicado en la misma finca, que sin duda en
otro tiempo había sido el alojamiento de los criados
de aquella lujosa mansión.
No estábamos exactamente de vacaciones, había
que continuar con el plan de vida, además, se nos daban
charlas en las que, por ejemplo, se nos enseñó
como limpiar con esmero un cuarto de baño.
VIAJE A PAMPLONA PARA CONOCER AL PADRE
Era injusto que la señorita Marta me hiciese sentir
mal por lo que se iba a gastar en mí viaje y en de
las otras numerarias auxiliares que íbamos a ir a Pamplona
(para hacer número), a ver al Padre. Injusto porque
nadie nos preguntó si queríamos hacerlo, se
nos estimuló para tener ansias por ir, pero, en definitiva,
era una imposición.
Se habían conseguido tropecientos vagones de un tren
especial que nos llevaría a miles de personas hacia
aquel acontecimiento social, con el que no sé qué
quisieron demostrar en su día. Quizás, como
en otras muchas ocasiones (que actualmente no me han pasado
desapercibidas), su empeño fuera demostrar su amplio
poder de convocatoria.
Aunque era una adolescente, trabajaba, no de sol a sol, sino
de luna, sol, sol, luna, porque madrugaba y trasnochaba todos
los días de mi encierro en aquel lugar. Sin embargo,
las ganancias no eran para mí. Mis primeras mensualidades
se las había entregado (exceptuando lo que gastara
para mi aseo personal), íntegramente a mis padres,
y, a partir de hacerme de la Obra, todo lo que tuviesen que
pagarme se lo quedaban el Opus. No tenía ni una sola
peseta en propiedad. ¿Por qué pues me martirizó
la directora diciéndome que el viaje costaba más
de lo que había ganado y que tendrían que aportar
dinero de otros lugares para pagármelo?
No recuerdo a que hora salió el tren del anden, sólo
me viene a la memoria que al mediodía, a la hora que
normalmente tomábamos nuestra comida, comencé
a tener un hambre de lobo lo mismo que las compañeras
que iban a mi cargo, monetáriamente hablando (me había
dado la señorita Marta un dinero para que comiésemos
el día que pasaríamos en Pamplona, "te
hago responsable de esta misión, administra el dinero
con tiento, recuerda que somos pobres", me había
dicho, sabía que lo dejaba en buenas manos), pero nadie
había previsto nuestro alimento de ese día (cosa
rara en ellas que todo lo previenen con tiempo), así
que comenzamos a buscar el vagón donde se encontrar
a la directora y, cuando dimos con ella, se limitó
a darnos un bocadillo de pan bimbo con jamón york,
que nos mato el gusanillo momentáneamente.
Lo peor vino después. Llevábamos un papel con
la dirección de la casa donde teníamos que pasar
la noche y, cuando, después de mucho andar y mucho
preguntar, dimos con ella, nadie nos recibió. Había
allí un barullo de chicas, tan desorientadas como nosotras,
buscando un lugar donde dormir.
¿Dormir? ¿Es que no íbamos a cenar?
No, en aquella casa no había comida, sólo alojamiento.
Supongo que, muchas de las allí presentes, habrían
cenado antes de llegar hasta aquel emplazamiento, también
las habría que se hubiesen llevado bocadillos desde
sus casas, pero nosotras no teníamos ni una galleta
que llevarnos a la boca. Bueno, ayunaríamos, ¿no
se nos pedía hacer sacrificios?, pues aquí teníamos
uno puesto en bandeja.
Ahora a buscar una cama. Había empujones para entrar
en las habitaciones y todas parecían ocupadas. ¿Por
qué nos habían dado esa dirección si
no había suficiente alojamiento? Por fin encontramos
una sala en la que había unas camas y una mesa. Nosotras
creo que éramos tres, quizá cuatro: Pilar Masmiquel,
F. U., alguien más, y yo. Noté que mis compañeras
me empujaban para hacerse con las camas, yo estaba más
cerca de una de ellas, pero me aparté para que pasara
Pilar, haría otro sacrificio, así además
me practicaría para cuando, dentro de un mes, me trasladaran
al centro de estudios, sabía que allí sí
tendría que cumplir con la norma de dormir un día
a la semana sobre una tabla, me quedé con la mesa.
Por la mañana estábamos famélicas, y
yo, además, molida de apoyar mis huesos en la dura
mesa durante toda la noche. La casa estaba en danza, "hay
que ir pronto para coger sitio", oí que comentaba
alguien, "sí, sí, vayámonos ya",
sugería otra.
No recuerdo donde nos aseamos, ni si lo hicimos, solo sé
que estábamos hambrientas y no había desayuno
en aquel lugar. -Vayamos al campus -dije-, ya desayunaremos
después de comulgar. Seguimos el río humano
y nos presentamos, con excesivo tiempo, en el lugar de convocatoria.
Esperamos, desfallecidas de hambre, la llegada del Padre.
Barahúndas ilusionadas atiborraron el lugar. Cuando
" ÉL" llegó, se oyeron gritos, risas,
aplausos...
Era un sacerdote con sotana ¿qué veían
en él?, no era más que un cura.
Habló y todos callaron. Luego le corearon, le aplaudieron,
le insistieron que no se fuese...
Tras la misa se nos dijo, por unos altavoces, que hiciésemos
cola pues el Padre y otros sacerdotes procederían a
dar la comunión. Nos pusimos en una fila, era demasiado
larga, estábamos a punto de desmayarnos.
-Vámonos -dijo Pilar-, no nos vamos a condenar por
un día que no comulguemos, pero si aguanto un segundo
más sin comer, me caeré redonda.
Nos fuimos, pero quizás equivocamos el camino que
nos conduciría al centro porque estuvimos dando vueltas
por lugares despoblados. Aún no sé por que nos
habían dejado, a la buena de Dios, en una ciudad donde
no habíamos estado nunca. Después de mucho andar
Pilar se sentó en una piedra y dijo que no podía
seguir, que las piernas no le llevaban. Yo estaba igual que
ella. No era cansancio, era agotamiento debido a la carencia
de alimento durante tantas horas. Me encontraba muy mal, nunca
había sentido aquella sensación anémica.
-Venga, un esfuerzo más -animé a mis compañeras-,
seguro que ya estamos
cerca de algún bar.
Finalmente, dimos con una cafetería que tenía
las mesas en la acera, nos sentamos y, en lugar de pedir únicamente
el típico desayuno de café y leche, que también,
pedimos unos bocadillos de jamón que..., cómo
lo diría..., nos resucitaron. Después lo vimos
todo de otro color.
Luego, no recuerdo si al mediodía comimos (seguro
que sí), ni donde, paseamos por Pamplona y, a la hora
convenida volvimos a coger el tren de vuelta. ¿Cómo
pudimos encontrarlo todo sin guía? ¿Cómo
es que no nos perdimos?
EL CENTRO DE ESTUDIOS
Para nuestra formación en el espíritu de la
Obra, había que pasar dos años en un centro
de estudios, aunque, naturalmente, no era cosa nuestra decidir
cuando ni donde. Éso (como todo lo demás), lo
decidían por nosotras. Y, llegó el día
de saberlo: C. B. iría a Santiago de Compostela, y
F. U. y yo, a Molinoviejo, sito en Ortigosa del Monte (Segovia).
No sé que pasó con Pilar Masmiquel, creo recordar
que se la llevaron sus padres, pero no estoy muy segura. A
C. B., que por cierto era unos años mayor que nosotras,
también se la llevaron sus familiares pero, el mismo
día que cumplió los 21 años (entonces
en España era la edad de la mayoría de edad),
fueron a buscarla y la trajeron de vuelta.
Antes de marchar fuimos al Corte Inglés de Barcelona,
siempre nos llevaban allí cuando teníamos que
comprar.
En una ocasión, por cierto, mientras esperábamos,
en la parada, el tren de cercanías que nos llevaría
al centro, resulta que apareció por allí Mariano
(un noviete de mi vecina C. S., la que se arrepintió
a tiempo y no se vino a Viaró), y, las de Basape, le
saludamos perplejas. ¡Qué pequeño es el
mundo! El muchacho estaba pasando unos días con unos
familiares de Mirasol. En el Corte Inglés nos hicimos
con ropa y maletas nuevas. La señorita Marta nos comentó
que en realidad ese gasto deberían de haberlo hecho
nuestros padres.
VIAJE A LO DESCONOCIDO
El viaje fue largo. Hicimos noche en Madrid, en la parte de
la administración de un colegio mayor, del que no sé
si se nos dijo el nombre.
Por supuesto que la señorita Marta, que nos acompañaba,
no cenó en el mismo comedor que nosotras, ni durmió
en la misma zona. "Ricos con ricos, y pobres con pobres".
¡¿No somos todos iguales ante los ojos de Dios?!
Si yo no tenía carrera era porque mis padres no pudieron
pagármela, pero le había entregado a Dios (igual
que las señoritas), todo lo que tenía y además
MI VIDA ENTERA. ¿Por qué entonces hacían
esas distinciones? No era justo. Y..., si Dios permitía
ese clasicismo, entonces Él también era injusto.
MOLINOVIEJO
Llegamos a Molinoviejo.
No vimos Ortigosa del Monte porque quedaba en una vaguada,
al otro lado de la carretera.
Una alta e inmensa tapia rodeaba toda la finca. Llamamos y
salieron a abrirnos el portón. Una vez dentro, anduvimos
junto a unos árboles hasta llegar a la entrada de la
vivienda. Acompañadas de la persona que nos había
recibido, cruzamos el recibidor y llegamos a un oscuro vestíbulo,
no había en él ventanas y la luz de la lámpara
del techo era lánguida y mortecina.
Un halo lúgubre circundó mi maltrecho ánimo.
Me estremecí. Le ofrecí a Dios mi nueva pena.
La señorita Marta se fue al comedor de las señoritas,
y a nosotras nos llevaron al de las auxiliares. La escasa
luz que se filtraba a través de una ventana interior,
tenía que ser reforzada con electricidad. Me fijé
que una las paredes, de aquel comedor, estaba decorada con
unos frescos en los que se veían unos ciervos junto
a una especie de mapa. Era el plano de algún lugar,
puede que fuese el de La Granja, no el de La Granja de San
Ildefonso, sino el de Riofrío (muchos domingos nos
llevaron hasta allí paseando, pero en aquellos días,
todavía no se había recuperado para el turismo,
estaba abandonado), a aquel lugar ellas le llamaban La Granja.
Hace muy poco tiempo, estuve en Segovia y fui a La Granja
de San Ildefonso creyendo que era el mismo lugar a donde ellas
nos llevaban. Me quedé desconcertada, no lo reconocía.
Indagué y descubrí que, como he contado, Riofrío
era la verdadera "La Granja²" que yo conocía.
Después de comer, nos llevaron a nuestras habitaciones
que estaban en el piso de arriba. Me quedé anodadada
(al igual que cuando llegué a Barcelona), nuevamente
iba a dormir en camarilla.
La mía, mi camarilla, estaba en la parte izquierda
de un segundo piso. Había otras en la parte derecha,
como también las había en una planta superior.
(Creo que estábamos más de cincuenta criadas:
numerarias auxiliares, en aquel curso). Las camarillas, como
las que recordaba de la ciudad Condal, se componían
de dos tabiques (pegados a una de las paredes de la gran habitación),
que no llegaban hasta el techo, y que, en lugar de puerta
tenían una cortina de tela.
"Dios, amigo mío mudo, que ni siquiera me alientas
con una palabra de agradecimiento o de consuelo: te ofrezco
éste nuevo sacrificio". "¿Por qué
tenemos que seguir mortificándonos los humanos? ¿No
fue suficiente tu muerte para redimirnos del pecado de Eva?
¿En tan poco se valora tu redención?".
Al día siguiente, la señorita Marta se despidió
de nosotras y volvió a Viaró.
Se nos dictaron las normas de la casa, la hora en que nos
levantaríamos, los trabajos que haríamos, los
horarios de la santa misa y las clases... Me designaron a
mi directora de "confidencias". Me dieron la Disciplina
y me dijeron cómo y cuando usarla. Me señalaron
día para dormir en tabla. Para hacerlo, era preciso
que, por la noche, deshiciese la cama y subiese, con las ropas
de la misma a un piso superior, donde debería ponerlas
sobre una mesa.
"¡Dios mío! ¿Qué mal he hecho
para que me exijas tanto?"
VIAJES DE RECREO
Desde Molinoviejo nos llevaron de excursión a Ávila
y Toledo (se me hizo una foto con el Alcazar de fondo, en
la que estoy sujetando una guitarra que, ni era mía,
ni sé tocar), y, en otra ocasión, al Valle de
los caídos y al Escorial, pero el paseo dominical era
siempre la caminata hasta "La Granja". No me hacía
ninguna ilusión ver, cada semana, el mismo trayecto
y los mismos árboles que, en el invierno, desmochados
y desmembrados de sus ramas, sus copas se asemejaban a desangelados
muñones.
CARTAS ABIERTAS Y LEÍDAS
¡Echaba tanto de menos a mis amigos!, sin ellos el recorrido
se me hacía lánguidamente aburrido.
Ya no me llegaban cartas de Isabel ni de "Josefa",
de todas formas me daba igual, yo tampoco les escribía,
no les hubiese podido transmitir mis verdaderos pensamientos,
ya que, las cartas que mandaba tenía que entregárselas
abiertas a la directora (que las leía antes de enviarlas),
y las que recibía, también me las daban leídas.
En cuanto a los libros y revistas, aunque allí no
había a nuestro alcance ninguna de estas lecturas,
se nos explicó que siempre tendríamos que consultar
con la directora todo lo que quisiéramos leer.
PERMISO PARA LAVARSE EL PELO
En aquella casa ya no tenía la media hora para cosas
personales de la que disfrutara en Viaró, allí,
solo en la tarde de los domingos, siempre y cuando no te tocase
guardia, era el único tiempo que podía emplearse
para escribir una carta, o, para algo tan necesario como lavarse
la cabeza. Operación que, por cierto, no podíamos
realizar sin haberle pedido permiso a la directora. Recuerdo
que en más de una ocasión no la pude localizar
a tiempo, para que me diera ídem de lavármela
y tuve que esperar, estoicamente, a la semana siguiente para
ver si en ésa tenía más suerte y ella
no estaba ocupada. Y, para colmo, yo, como muchas otras, no
tenía secador de pelo, y allí el invierno era
muy frío y muy largo, por lo que a veces recurría
a ponerme debajo de los secadores de la ropa.
Estaban éstos en una sala cerrada y provista de cuerdas,
donde siempre había ropa tendida, pero, como se hallaban
sujetos del techo, debía de subirme a un taburete,
para que su aire me llegara a la cabeza. Si alguien hubiese
entrado en aquellos momentos seguro que hubiera estallado
en carcajadas: debía de ser todo un número verme
haciendo equilibrios entre sábana y sábana u
otras ropas.
Tampoco había allí máquinas para sacar
brillo a la cera, ahora, como he contado anteriormente, pulíamos
el suelo frotando, enérgicamente, con dos bayetas puestas
en los pies.
AGOBIO
El "plan de vida" (rezos, rezos; trabajo, trabajo;
estudio, estudio), no me dejaba ni un segundo libre, cualquier
contratiempo que me robara un instante, me hacía añicos
el apretado horario.
De siete y media a ocho..., de tal a tal..., de diez y cuarto
a once: lectura del libro espiritual y jaculatorias; de once
a once treinta: clase de religión y jaculatorias; de
once treinta a doce: oración mental en el oratorio
y jaculatorias; a las doce: el ángelus y jaculatorias;
a continuación: ir corriendo a por un abrigo (jaculatorias)
y marchar, con otras compañeras, al pabellón
de retiros y convivencias; limpiar allí hasta no sé
que hora, había que salir con el suficiente tiempo
para llegar a la clase de la una; a la una y media, poner
la mesa de las señoritas y jaculatorias; a la..., ¡uf!
Por la tarde ídem de ídem, sin descanso, sin
tiempo para pensar. Día tras día, semana tras
semana, mes tras mes...
"Ayúdame Señor, aparta de mí este
cáliz".
Nadie se apiadaba ni sentía pena de los sacrificios
que había que hacer para seguir aquel plan de vida,
nadie te agradecía nada. Cada cual tenía que
ser tan severa consigo misma que, sin quererlo, exigías
que las demás lo fueran con ellas mismas, sin que nadie,
ni ellas ni tú mereciésemos una sonrisa por
los logros conseguidos.
"Dios, ¿de verdad te sirven para algo mis mortificaciones?
¿Te sientes más feliz cuando me ves sufrir porque
tú sufriste? ¿Acaso te dolieron menos los azotes
que te dieron porque sabías (Tú conoces el futuro)
que hoy me azotaría por Ti?".
Necesitaba ver urgentemente resultados. No me sentía
feliz dando mi vida por nada, para nada, para nadie. Todo
el mundo precisa, en los trabajos arduos, de un aplauso que
le estimule a seguir adelante. Pero allí no había
recompensas, si rezaba mil jaculatorias, se me pedía
que la próxima semana fuesen dos mil, y si (batiendo
todos los récords), llegara a cinco mil, se me pedirían
diez mil. Era agotador, no había metas.
Además, me parecía aquel un trabajo ¡tan
inútil! ¿Para que servían mis mortificaciones?
¿Para qué mis rezos? ¿Morirían
menos niños por ellos? ¿Habría menos
hambre en el mundo? ¿Más paz?
UNA LABOR INUTIL
Tiempo después (una vez fuera) me hizo llorar un personaje
mitológico representado en dibujos animados. No recuerdo
cómo se llamaba, pero en la escena había un
griego, dentro de lo que parecía ser el cráter
de un volcán, elevando, con mucho esfuerzo y sudor,
una enorme piedra circular que, al llegar a la cima, los dioses
empujaban de nuevo al precipicio para que él volviese
a subirla una y otra vez, y otra, y otra. Eternamente.
Recuerdo que el patente dolor del personaje, sus incesantes
quejas, se debían a la comprobación de la inutilidad
de su trabajo.
Recordando, la inutilidad del mío durante mis años
en el Opus, me emocionó hasta el llanto aquel episodio.
LA HACEDORA DE CILICIOS
En el planchero, mientras unas repasábamos, cosíamos,
o planchábamos la ropa, otra numeraria auxiliar, ¿cómo
se llamaba...?, sólo recuerdo que era gallega y muy
mayor (ella no estaba haciendo el curso de preparación),
pertrechada de rollos de alambre y de unos alicates, se dedicaba,
con mucha maña, a hacer cilicios.
Había otra numeraria auxiliar, también mayor,
aunque no tanto como la anterior, que era la encargada de
hacer hostias, lavar a mano, planchar y preparar los manteles
y paños del altar, cuidar que las velas estuviesen
en perfecto estado, en fin todo lo relacionado con el cuidado
del oratorio.
Alguna vez le ayudé en esas tareas y, tanto ella,
como la gallega, me parecieron tristes y amargadas. ¿Se
habrían dado cuenta de que habían desperdiciado
su vida haciendo de criadas (sin sueldo, sin seguridad social
y sin aprecio por lo realizado), para unas señoritas
que, aunque también padecían lo suyo, serían
para siempre sus dueñas?
LA PULSERA
En Navidad se nos permitió pedir un regalo. Había
que hacer una lista con lo que deseáramos, poniendo
el objeto preferido en primer lugar y, tras él, el
segundo, el tercero etc., en orden de apreciación.
Yo, teniendo en cuenta de que se acercaba la comunión
de mi hermana (iba a ser ese año), y conociendo que,
a los del Opus, no se nos permitía hacer regalos (recibirlos
sí), creí oportuno pedir una pulsera, que pensaba
no estrenar, para regalársela a Margarita cuando asistiera
a su ceremonia. Me engañé pensando que, como
ya no habría que comprarla, admitirían que me
desprendiera de ella en favor de mi hermanita. Más
tarde comprobé que esa estrategia no me sirvió
de nada.
Cómo la puse en el primer lugar de la lista, los Reyes
Magos me concedieron la pulsera.
La guardé.
LA COMUNIÓN DE MARGARITA
Pasaron los días y, cuando se acercaba la fecha de
la comunión, hablé con la directora contándole
que tenía un documento en el que constaba que podía
asistir al evento.
Me contestó que no se harían excepciones conmigo.
Los del Opus no podíamos asistir a comuniones, bodas,
bautizos, reuniones familiares, etc...
-¡Pero, mis padres me dejaron ser de la Obra con la
condición de que fuese a esa comunión! -Dije
excitada.
-No importa -contestó ella-, las normas son las normas
y no se las puede saltar uno a la torera.
-Pero, la señorita Marta dijo...
-No insistas, te digo que no irás, y no irás.
Me fui de allí con la sensación de que alguien
me había tomado el pelo.
Aquella noche, lloré hasta quedar dormida. Estaban
pisoteándome la pequeña ilusión que había
permitido florecer en medio de un desierto carente de todo
estímulo. Le negaban el agua a la flor de mi alegría.
No me rendí. Las promesas se cumplen. Yo las estaba
cumpliendo toditas, dejándome, para ello, tiras de
piel de felicidad en cada púa de las mortificaciones.
Insistí un día, y otro, y otro, y otro... Y
lloré en silencio cada noche en mi cuarto. Lloré,
lloré, lloré...
Una mañana, me llamó la directora a su cuarto
y me comunicó que podría asistir a la comunión
de mi hermana acompañada de una señorita. Se
me iluminó la cara con una sonrisa, le di las gracias
y me fui de su despacho más feliz que un niño
en una feria.
RECIBIR Y NO DAR
Unos días más tarde le comuniqué a la
directora que tenía intención de regalarle a
mi hermana la pulsera que había pedido a los Magos.
Hubiera podido llevársela en secreto, nadie sabía
ya de aquella pulsera, jamás se fijaron si lucía
o no la joya en mi muñeca. Pero, había que consultarlo
todo, era ése el buen espíritu de la Obra, y
yo era una buena hija del Padre.
Y, naturalmente, ella me pidió no hacerlo. En vano
fue contarle que no habría que comprarla, que era mía
y quería dársela a mi hermana como regalo de
comunión.
-Tú no tienes nada tuyo -me recordó-, las cosas
que usas, incluso esa pulsera, pertenecen a nuestra familia.
Ya sabes que somos pobres y los pobres no podemos hacer regalos.
No entendía su postura, la pulsera existía,
fuera yo pobre o no, la pulsera ya estaba comprada, entonces...,
¿qué más daba si la llevaba yo o mi hermana?
No suponía ningún gasto extra.
Dijo no, y fue no. Y en ésto no me atreví a
insistirle demasiado no fuera a ser que perdiera el otro privilegio
concedido.
EL NO REGALO
Me presenté en mi casa, mejor dicho, en casa de mis
padres, acompañada por (para ellos) una extraña,
pero a mi hermana no le importó, lo que ella deseaba
era...
-Mira Amapola -me dijo ilusionada-, esta medalla me la ha
regalado la abuela Dolores; este anillo: fulanita; este...,
y, ahora, me falta tu regalo.
Yo me quedé de mármol. ¿Qué podía
decirle?
El banquete se celebró en un restaurante. Pensé
en cómo habían cambiado mis padres desde mi
comunión, ya no les importaba gastar lo necesario en
aquel evento. Tampoco le privaron a mi hermana de los dineros
que le dieron cuando, de casa en casa, fue entregando los
recordatorios. En su día, los que me dieron en mi comunión
los empleó mi madre para comprarse una plancha eléctrica.
Al día siguiente, sintiendo nuevamente la sensación
de que mis padres ya me habían dado por perdida, regresamos
a Molinoviejo.
La flor de mi antigua ilusión ya había dado
su fruto, y ahora ya no quedaban más flores que regar.
El panorama que tenía ante mis ojos era árido
y estéril.
Dios era para mí algo etéreo y distante, no
podía hablar con Él. Mejor dicho, era Él
el que no podía hablar conmigo, y yo necesitaba dar
amor, estaba ansiosa de poder dar mi cariño a alguien.
CUMPLEAÑOS
Llegó el 15 de junio y cumplí 18 años.
No se me hizo ninguna fiesta, tampoco tuve regalos, pero ya
estaba acostumbrada. Fue un día como otro, no esperaba
más. Si lo sentí, si tuve alguna pena, seguro
que me sirvió como una mortificación más
para ofrecer en aquella jornada, quizás a cambio de
ella pude comerme la pieza de fruta que más me apeteciera.
O, quizás no la comí tampoco aumentando así
el número de mortificaciones.
La almohada de mi cama volvió a empaparse de agua
salada y tibia aquella noche.
Algunas tardes, en el tiempo destinado a la tertulia, salíamos
a pasear por la parcela que había junto al internado.
Un día de aquellos, trajeron un burrito de no sé
donde, con el que nos divertimos un rato, y en el que, subida
a su lomo, me sacaron una fotografía. En ella (donde
aparezco rodeada de unas cuantas compañeras y con la
granja de animales detrás), se pueden apreciar los
delantales que llevábamos. No bastaba con lucir un
uniforme distinto al de las señoritas (ellas llevaban
una bata blanca), para recordarnos que éramos criadas.
Además del usted entre las de carrera y las que no,
nos distinguían nuestros delantales.
Me ponía muy triste pensar que yo siempre tendría
que llevar aquella indumentaria. No era para eso para lo que
había dejado a mis padres, a mis amigos, y la tienda
donde trabajé. Alguien me había engañado,
quizás me engañé a mí misma: "me
voy para estudiar", ¿por qué no indagué
más antes de dar aquel paso?, ¿hubiese tenido
capacidad de aprendizaje en el caso de que me hubiesen dado
estudios como creí que iban hacer?
"Dios, todo ha desembocado en mi entrega total a Ti.
Sin duda Tú lo habrás planeado todo para que
sucediera ésto".
LAS FLORES
Cuando pasábamos a limpiar la zona residencial, entre
otros cometidos, tenía a mi cargo la limpieza del despacho
y la habitación de don Octavio, el sacerdote que venía
a nuestro oratorio a celebrar la misa, nos confesaba y, también,
nos daba alguna clase.
Además de hacerle la cama, limpiar su aseo, encerar
y sacar brillo al suelo, o, igualmente, encerar y sacar brillo
a los muebles que eran de estilo castellano, a veces (provista
de lija, nogalina y cera), reparaba algún cerco, de
la huella de un vaso dejado la mesilla.
Me gustaba que, como se me había enseñado,
quedara todo perfecto, ordenado y pulcro, y, una vez acabada
la faena, echaba un último vistazo para quedarme satisfecha
de la labor cumplida. No obstante..., aquellos muebles tan
oscuros..., aquella decoración tan austera..., aquella
mortecina luz..., me hizo pensar un día que, en aquel
ambiente, faltaba algo..., un toque femenino, algún
detalle que alegrará el ánimo en lugar de ensombrecerlo
más de lo que la vida de mortificaciones ya le proporcionaba
al morador de aquel lugar.
Así que tomé una decisión. No la consulté
por no perder mi limitado tiempo en buscar a la directora,
de todas formas sabía que ella aprobaría mi
idea, al fin y al cabo no iba a costar dinero, no me podría
decir: "No, porque somos pobres".
Por la mañana, antes de pasar a la residencia, sacando
tiempo de no sé donde, salí al jardín
de nuestro lado.
Junto a un gran árbol de hoja perenne, habían
brotado unas florecillas de color lila semejantes a las violetas
que, si bien carecían de su olor, eran incluso más
lindas que éstas.
Me agaché y, con premura, fui cortando las delicadas
flores hasta obtener un pequeño ramillete. Luego, con
ellas en la mano, volví a la fila de las chicas que
esperaban para pasar a limpiar (nadie preguntó nada,
vivíamos la discreción hasta el máximo
extremo), y, una vez dentro, busqué un vaso, coloqué
en él las florecillas y las puse adornando la mesilla
del cura.
Quizás fueron dos días, tres..., los que repetí
aquella operación, luego fui requerida a la habitación
de la directora y se me prohibió radicalmente y sin
ninguna explicación que siguiera pasando flores para
aquel cuarto. Pensé que quizás se hubiese interpretado
mal mi procedimiento. "Tal vez -me dije-, han creído
que me había enamorado del sacerdote o algo por el
estilo".
En el jardín seguían brotando flores que nadie
disfrutaba. Eso me traía a la memoria los ramos que
una señorita de Viaró colocaba el los cuartos
de las "solo" numerarias; en los pasillos; en las
salas...
En primavera o verano ponía rosas, y en otoño
e invierno, salía al campo y traía lo que consiguiera
por allí. A veces eran ramos de verdes hojas y otras,
ramas retorcidas que, bien puestas, conseguían un bonito
efecto. No recuerdo el nombre de aquella señorita,
pero sí lo feliz que se la veía cuando canturreando,
sabe Dios qué canciones, iba por los pasillos con sus
adornos florales.
Volví a robarle tiempo a mi apretado "plan de
vida" y flores al jardín. Pero esta vez, para
adornar los cuartos de las señoritas (en nuestras camarillas,
además de ser muchas, no había lugar donde colocarlas).
"Que felices se pondrán cuando vean que alguien
les ha premiado con un pequeño detalle".
A la señorita Valentina, mi directora de "confidencias",
le elegí las mejores: unas aterciopeladas rosas de
extraordinario olor e intenso color rojo.
Pero, nuevamente sin explicaciones, se me prohibió
seguir con aquella iniciativa.
DETERIORO INTELECTUAL
La inútil y agobiante rutina cotidiana, comenzó
desgarrar mi malogrado ánimo.
No sabía precisar qué me pasaba. Notaba un
tembleque interior, un nerviosismo que me impedía concentrarme
en las clases o entender todo el contenido de las palabras
que me dirigiesen.
En lugar de aprender, estaba desaprendiendo. La ortografía,
que no había conseguido perfeccionar en mis interrumpidos
años de escuela (durante mi niñez mis padres
viajaron, por su oficio, a muchos pueblos), era ahora mi duro
caballo de batalla: dudaba de las uves, las haches, y las
jotas. No lograba poner las tildes en su sitio. Y, en vez
de progresar..., olvidaba, olvidaba...
Mi señorita de "confidencias" me reprendió
por no recordar las jaculatorias rezadas.
EL ELEFANTE ROSA
Mis compañeras se rieron un día de mí
en una clase, cuando, a la pregunta que me hicieron de: "¿De
qué color es un elefante?", pensando en que éste
era como un cerdo grande pero con trompa, contesté
que el animal era de color de rosa.
"Necia, necia -me dije, una y mil veces-, no sirves
para nada, ¿tú eres la que querías estudiar?"
¡Qué razón tenía mi padre cuando
me decía que yo era una inútil!
En vano le pedía continuamente a mi "ángel
custodio" que me ayudara con la memoria, que me echara
una mano para que se me quedara lo que aprendía.
En lugar de aprender: olvidaba, olvidaba...
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