EL
INTEGRISMO TEOLÓGICO DEL OPUS DEI
dedicado con
devoción a Antonio Petit
© oráculo
Imagen: Edwards Harwey
Tú nos guardarás, Señor,
nos librarás para siempre de esa gente:
de los malvados que merodean
para chupar como sanguijuelas sangre humana
Salmo 12
(11),8-9
1. Hace meses que mi firma está ausente de
esta web, cuya objetiva utilidad —por
encima de las descalificaciones interesadas— está avalada por su propio éxito
editorial, contable, medible, de modo que cada día resulta más difícil negar
sus aciertos. Vuelvo a estos foros buscando aclarar algunos aspectos de la
extraña realidad “Opus Dei”, pero hoy tomando ocasión en el doloroso
caso de Antonio Petit: una vida, unos sucesos, que son elocuentes de
muchas cosas, se miren por donde se miren. Tengo comprobado que los empeños
racionales por “comprender lo incomprensible” pueden ayudar —a los de fuera y a
los de dentro— a ganar en libertad, libertad de espíritu sobre todo, por más
que resulten arduos a veces.
Cuando las personas se abren al
ejercicio de su propia racionalidad y no abdican del pensamiento, con la excusa
(pseudopretexto) de la obediencia o la docilidad a quien manda, la vida
espiritual de los cristianos despliega una autonomía recta de las conciencias,
en cuyo culmen se verifica la sentencia del Apóstol iusto Lex non est posita sed
iniutis (Iª Tim 1,9), porque la ley no se dio para los santos sino para la
condenación de los malvados, de modo que aquéllos puedan vivir según el dicho
de Agustín “ama y haz lo que quieras” (In
Iª Iohannis: Homilía 7 n.8). El caso de Antonio Petit es, para mí, una
buena muestra: su obrar en conciencia fue recio, sereno, fuerte de toda
fortaleza, hasta en los extremos de la contradicción más inicua.
Las recientes colaboraciones de Gervasio [“La
sola doctrina”, “La
sola piedad no basta”], son, a mi parecer, una versión aplicada de
la instrucción paulina sobre la Antigua Alianza y su ley: de ésta sólo podía
venir el conocimiento de los preceptos y los pecados, pero era incapaz de
salvar, de cambiar los corazones, de hacer a las personas buenas o malas. La
justificación del justo no viene por las obras de ninguna ley, tampoco por “las
normas de piedad” del fariseo, sino por la gracia de Cristo que infunde la
caridad y hace hacer “obras de caridad”, obras de misericordia, no de
iniquidad. ¡Qué nítida resulta entonces la enseñanza de Jesús para el
discernimiento! A fructibus eorum
cognoscetis eos, por sus frutos los conoceréis (Mt 7,16), porque los manzanos no dan peras ni tampoco del peral
brotan limones.
Me han parecido muy certeras las
últimas reflexiones de Marcus Tank [“¿Es
el Opus Dei un fraude total?”, “Ante
el nuevo milenio ‘Post Opus Dei’”] sobre la naturaleza del Opus
Dei, acerca de su espíritu supuestamente “sobrenatural”: tan espíritu
espiritual es que ignoramos su sustancia y su fuente, siempre ocultos en un
“misterioso” 2 de octubre y en la gnosis de los Directores, aunque sí
percibimos el aroma de sus frutos. Bonus
odor Christi! ¿El buen olor de Cristo? ¿Qué sobrenaturalidad puede
reconocerse a una institución capaz de sostener tantas obras amargas hasta la
náusea, y sobre tantas personas? Para mí está claro: ninguna. Es una fundación
más, de derecho eclesiástico, tal vez incoada inicialmente con rectas
intenciones, pero hoy continúa viciada
desde su raíz. Es decir: los vicios actuales no son algo sobrevenido, sino
que provienen del Fundador y de su acción fundacional. Ni la historia —es
demasiado pronto— ni la autoridad de la Iglesia los han purificado todavía, tal
vez porque el propio corpus eclesial
y eclesiástico apenas si acaba de iniciar su propio proceso de “purificación de
la memoria histórica”, como desea Benedicto XVI.
Ante este panorama no cabe decir más
que lo de Gamaliel: “dejad en paz a estos hombres, porque si la cosa sale de
ellos o es sólo empresa humana, se disolverá” (Act 5,38). Me parece que en ésas estamos: la reciente crónica de Aldebarán
sobre el Colegio Mayor Peñafiel es claro indicio, por ejemplo, pues ni es
excepción ni es un caso aislado. Y, con todo, el problema no somos nosotros ni
cuantos escriben en esta web, sino
“ellos”: es decir, los que usan el dinero, el poder, las influencias, para
proseguir con sus disfraces de apariencias y con sus desmanes, pensando que así
están agradando a Dios. ¿Exagero? Aun cuando desconfiara de mi propio juicio,
me parece que no. El caso
de Antonio Petit es una formidable muestra para verificar las certezas.
2. Hablamos de una persona buena,
entrañable, sacrificada, de probada entrega, con más de 30 años de sacerdocio
ininterrumpido, además un hombre enfermo de gravedad y, como toda la gente
buena, descuidado de sí, pero no de los demás: su empuje para seguir trabajando
y viviendo con normalidad en la pobreza más paupérrima, y buscando no ser carga
para nadie, es la muestra más inequívoca de su virtud y de su santidad. No
faltan personas así, anónimas, entre los miles de sacerdotes ordenados por la
Iglesia Católica, o también entre sus laicos. Ahora acabamos de conocer cómo
este hombre buenísimo fue tratado por sus “hermanos” de tantos años y su
jerarca más inmediato. Gracias, Libero,
por ese testimonio. No insistiré más en estos aspectos personales. Miremos
ahora la misma historia desde otro ángulo.
¿Cómo entiende la Iglesia Católica que
han de ser las relaciones de sus Obispos o de sus Prelados con los sacerdotes
incardinados bajo su dependencia? Sería deseable que la “teoría eclesial”
respondiera al bonus odor Christi de
un caridad que no contradiga el sentido común. Y así es, en efecto. Por suerte,
para responder a esa pregunta contamos con una autorizadísima explicación: nada
menos que una reciente Nota Explicativa
VIII elaborada por el Consejo
Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos con fecha 12
de febrero de 2004, publicada en su revista Communicationes,
y firmada nada menos que por el Cardenal Julián Herranz, miembro reconocido y
confeso del Opus Dei. Así pues, tenemos aquí todos los elementos integrados
como para tratar en unidad el tema, mirando al caso de nuestra historia.
Esta Nota se dedica a un determinado asunto, cuyos aspectos específicos
nos interesan ahora menos. Pero su texto fue redactado para presentar
compendiados los elementos por los que se determina el ámbito de la responsabilidad canónica del
Obispo diocesano en sus relaciones con los presbíteros incardinados en su
propia diócesis o que en ella ejercen su ministerio. En los anejos finales
de este escrito presento íntegro el documento original (Anexo II) para quien
desee chequear su contenido. Y, aunque cite aquí fragmentos en castellano,
queda claro que mis traducciones (Anexo I) desean ajustarse al significado más
exacto del original italiano. No invento nada, no “interpreto” nada: la Nota Explicativa VIII es ya de por sí interpretación.
Consta de cuatro apartados, que son
preludio razonado de una conclusión general que, fundada en siete
consideraciones, se formula en estos términos: el Obispo diocesano en general y, en particular, en
el concreto caso del delito pedófilo cometido por un presbítero incardinado en
su diócesis, no tiene responsabilidad jurídica ninguna atendiendo a la relación
de subordinación canónica que existe entre ellos. Este
principio lleva a otra conclusión práctica: La
acción delictiva del presbítero y sus consecuencias penales —también el
eventual resarcimiento de daños— han de imputarse al presbítero que ha cometido
el delito y no al Obispo o bien a la diócesis de la cual el Obispo ostenta la
representación legal (cfr. can. 393). Ya se ve que la Nota tiene mucho interés en marcar distancias, formular
distinciones, y delimitar obligaciones de unos y otros, atendida la relación que brota de la ordenación
sagrada y del vínculo canónico de la incardinación. A nadie se le escapa que, en
algunas reclamaciones contra Obispos por la pederastia de algunos clérigos, el
patrimonio eclesiástico ha quedado seriamente dañado, como ha sido la
experiencia norteamericana.
3. Dejando
a un lado el tema de la paidofilia de algunos clérigos, prestemos atención en
ese documento a cómo se describe la
relación de incardinación desde la perspectiva de los derechos y
obligaciones recíprocos entre Obispos y presbíteros. Servirá además para juzgar
la causa “Javier Echevarría versus
Antonio Petit” por su decreto de 28 de junio de 2006 y calificar las conductas
de uno y otro. Además, la reciente
publicación del recurso elaborado por Antonio, aunque no tramitado,
ayuda a comprender mejor las razones de su obrar. Por uno y otro lado no faltan
elementos para alcanzar una equilibrada sentencia o un juicio equitativo.
Es muy
interesante leer con atención suma la totalidad de esa Nota Explicactiva VIII. Y, después, no resulta difícil juzgar con
ecuánime objetividad la conducta del Prelado del Opus Dei, pues la prelatura
personal es mencionada expresamente en ese documento —cuando se enumeran los
entes canónicos con capacidad de incardinación— de modo que sus reflexiones
sobre la relación “Obispo - presbíteros” le afectan de lleno, plenamente. O
¿acaso va a suceder que esta normativa canónica no rige sobre la potestad
reconocida al Prelado del Opus Dei? La verdad es que aquí el “régimen de
excepción” carece de todo fundamento, doblemente en el Opus Dei, que en teoría
nunca desea la excepción. En fin, para quienes deseen ir derechamente al meollo
del asunto, basta con destacar tres párrafos suficientemente elocuentes.
a) En
el apartado II de la Nota puede leerse: El servicio que el presbítero presta en la diócesis va ligado a la
vinculación estable y duradera que él ha asumido, no con la persona física del
Obispo, sino con la diócesis por medio de la incardinación. Por tanto, no es
una relación de trabajo fácilmente rescindible al arbitrio del “patrón”. El
Obispo no puede, como a veces quien da trabajo en el campo civil, “suspender”
al presbítero si no se dieran condiciones precisas que no dependen de la
discrecionalidad del Obispo, sino que vienen establecidas por ley (cfr. los
casos de suspensión del oficio o de dimisión del estado clerical). El
presbítero no “trabaja” para el Obispo. ¿Es así como se entiende la
posición de los sacerdotes en la Prelatura del Opus Dei? No parece. Pero no voy
a desarrollar ahora el tema: en la sección de Documentos internos
de esta web hay fuentes sobradas para
mostrar las contradicciones y argumentar la respuesta.
b) En el apartado III a) de la Nota se
dice: El Obispo diocesano
tiene el deber de cuidarse de los presbíteros con particular solicitud y de
escucharles como colaboradores y consejeros. Es más, debe defender sus derechos
y atender a que los presbíteros cumplan fielmente las obligaciones propias de
su estado y que tengan a su disposición los medios y las instituciones de que
tengan necesidad para alimentar su vida espiritual e intelectual; más aún, debe
actuar de modo tal que se provea a su honesta sustentación y seguridad social,
según las normas del derecho (cfr. can. 384). Aquí sobran
los comentarios. Es muy probable que estas palabras suenen a sarcasmo o
esperpento al leer despacio la
crónica sobre la dimisión de Antonio.
c) En el apartado III c) de la Nota se
añade: Aún más, el
Obispo tiene el deber de proveer al efectivo respeto de los derechos que
adquieren sus presbíteros por la incardinación o en el ejercicio del ministerio
en la diócesis; entre éstos pueden recordarse el derecho a una adecuada
remuneración y a la previsión social (cfr. can. 281: cfr. can. 390 CCEO); el
derecho a un tiempo congruo de vacaciones (cfr. can. 283, § 2: cfr. can. 392
CCEO); el derecho a recibir una formación permanente (cfr. can. 279).
Seguimos en la misma estela del párrafo anterior. Y, poco después, resumiendo,
la Nota insistirá en que la obediencia ministerial requerida del
presbítero no convierte al Obispo en su “patrón” en atención a que el
presbítero no “trabaja” para el Obispo, pues esa relación no puede
entenderse como la del “trabajo dependiente” que existe en la sociedad civil.
Sin embargo, el obrar habitual del Prelado del Opus Dei con sus sacerdotes ¿no
es acaso lo más parecido al de un “patrón despótico” que todo lo ve por el
ombligo de sus derechos o de sus opiniones? Hay mucho que escribir sobre las
desviaciones y errores en la “teología del sacerdocio” del Opus Dei, expresada
en sus documentos internos, porque son reflejo a su vez de una praxis todavía
más desviada. El caso de Antonio Petit es una muestra en el límite.
4. ¿Qué
más necesitamos para juzgar sobre la justicia y el derecho en esta historia? Si
no fuera porque el caso tiene tintes dramáticos, uno tiene la impresión de que
el famoso decreto del Prelado del Opus Dei es lo más parecido a la rabieta
colérica de una chiquillada infantil: eso sí, pulcramente expresada —cuños,
sellos, membretes y registros— pero rabieta al fin. La verdad es que estamos
ante un acto despótico e inicuo, un abuso intolerable, de quien parece pensar que
tiene todos los derechos mientras niega a su prójimo los más elementales. Y, lo
peor, esa prepotencia autoritaria pretende disfrazarse de bien, porque se
reviste de una amabilidad formal y, además, se presenta como el enojoso
cumplimiento de un deber de vigilancia por el bien de la Iglesia de Cristo.
¿Cabe mayor cinismo? Suena casi a blasfemia.
Mis
calificaciones se refieren al lenguaje de las obras. No es mi deseo juzgar de
intenciones. Por eso, hemos de preguntarnos también ¿cómo es posible que una
persona supuestamente sensata —que además cuenta con la ayuda colegial de
tantos “consejos” y consejeros— haya actuado de tal modo? Hemos de conceder el
beneficio de la duda, aceptar la eventualidad del error e incluso las
atenuantes de la ignorancia, por más que esto parezca poco creíble, y
posiblemente sea conceder demasiado. Sin embargo, no carece de sentido razonar
con esta otra “lógica” buscando explicación —que no justificación— a un obrar
tan torpe y desviado.
Para
mí, la conducta del Prelado del Opus Dei muestra sobre todo la mentalidad eclesiológica que empapa
todas las manifestaciones de su prelatura personal. Su teología es muy
diferente de la eclesiología que funda la Nota
Explicativa VIII que, a la postre, viene del Concilio Vaticano II. Y la
otra vieja eclesiología “opusdeísta”, caduca, desfasada, tiene hoy un nombre: integrismo. Es un aspecto que Marcus Tank ha comentado en
algunos escritos: un integrismo teológico
que viene del Fundador y siguen manteniendo sus fieles epígonos de hoy.
¿En que consiste? Dicho brevemente,
consiste en sacralizar las estructuras humanas con las que desde hace siglos se
organiza el corpus eclesial, sobre
todo la “Iglesia romana” confundida de modo simplista con la “Iglesia
universal”, para luego anteponer y sobreponer lo institucional a lo personal en
nombre de Dios. De ahí el autoritarismo, la tendencia a exagerar el valor
directivo de la sacra potestas, que
luego es siempre más potestas que sacra, porque se ejerce aceptando como
inevitable una distancia entre las nociones de “Iglesia” —entendida como cuerpo
institucional— y la “santidad” de los cristianos. Nada de esto es bíblico, ni
patrístico, sino un pernicioso agregado de la experiencia histórica de la fe,
decantado a lo largo de los siglos. El Concilio Vaticano II ha impulsado a los
cristianos hacia una Iglesia más espiritual, para que ya nunca más sea
entendida como “estructura de poder”. Sin embargo, algunos todavía no se han
enterado: es el caso del Opus Dei.
Antonio
Petit fue víctima de ese integrismo teológico, que se mueve cómodo en
el divorcio práctico entre Iglesia y santidad, donde los jerarcas aparecen
instalados en el poder de las
estructuras o de las organizaciones “con fines espirituales”. Y a su vigilancia
queda la estimación de en qué consiste el “bien espiritual” o cómo se consigue:
sobre esto, ellos parecen saber más que cualquiera, incluido el mismo Espíritu
Santo, quien a fin de cuentas no anda enredado en las disputas humanas del
tiempo histórico y no sabe de estas cosas. Lo de Antonio
Petit es el caso práctico de una imposición despótica del poder sobre
la persona: un caso nada “espiritual”, aunque verse sobre personas y cosas
espirituales. Hechos así son posibles cuando la eclesiología “práctica” no ha
abandonado todavía el institucionalismo intrínseco a la antigua noción de societas perfecta (sociedad perfecta)
del trasnochado Ius Publicum
Ecclesiasticum.
Ésa era la formación teológica del
Fundador del Opus Dei y ésa es la visión de las cosas que sus epígonos
continúan repitiendo y practicando. Ni el Fundador ni sus corifeos de hoy
abandonan nunca las categorías del “poder institucional” en lo eclesial y, lo
peor, esa cerrazón es considerada como un aspecto de la fe revelada. Estos
“integristas modernos” confunden la apariencia sensible e histórica (encarnada)
de lo eclesial con una Iglesia jurídica
o, de otro modo, con una “Iglesia organizada según categorías jurídicas
semejantes a las del derecho secular” y homologada con las demás sociedades
temporales, como así ha sido durante muchos siglos. Los modos de acción tampoco
habrían de ser muy diferentes, aunque lo eclesiástico tuviera matices propios:
serían, en general, la posibilidad de un obrar más autoritario de los jerarcas
“por derecho divino”, sin contrapesos humanos, ya que la potestas se arroga de continuo el derecho a urgir el sometimiento y
la obediencia.
Por eso este Prelado del Opus Dei y
tantos otros no entienden —ni de lejos— qué puede significar la “purificación
de la memoria histórica” en clave ecuménica, salvo un hacer mejor “mi examen de
conciencia personal” para “mi confesión semanal”, como si el tema se redujera a
una simple experiencia individual de conversión, una mera cuestión ascética,
donde lo colectivo institucional nunca queda afectado. En fin, estas personas
viven su fe instalados en unas inercias históricas que no discuten, ni
critican, porque tienden a incorporarlas al orden de la revelación dogmática.
Éste es el tradicionalismo integrista
de la institución “Opus Dei”. Y en esto, como en tantas cosas más, teóricas y
prácticas, yerran.
Anexo
I
consejo pontificio para los textos legislativos -
nota explicativa viii
Elementos para
determinar el ámbito de la responsabilidad canónica del Obispo diocesano
en sus relaciones
con los presbíteros incardinados en su propia diócesis
o que en ella
ejercen su ministerio 1
I. Premisas Eclesiológicas
Los
Obispos diocesanos rigen las Iglesias particulares a ellos confiadas como
vicarios y legados de Cristo “mediante el consejo, la persuasión, el ejemplo,
pero también con la autoridad de la potestad sagrada”.2
Los
presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, son consagrados para predicar
el evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino, como
verdaderos sacerdotes del nuevo testamento.3 Según el grado de su propio ministerio,
participan en la función del único Mediador Cristo. Cada presbítero debe estar
incardinado en una Iglesia particular o en una prelatura personal o bien en un
instituto de vida consagrada o en una sociedad de vida apostólica que tenga
facultades para ello (can. 265).4
Entre
el Obispo diocesano y sus presbíteros existe una comunión sacramental en virtud
del sacerdocio ministerial o jerárquico, que es participación en el único
Sacerdocio de Cristo.5
En
consecuencia, desde la perspectiva jurídica, la relación que existe entre el
Obispo diocesano y sus presbíteros es irreducible sea a la relación de
subordinación jerárquica de derecho público en el sistema jurídico de los
Estados, o sea a la relación del trabajo dependiente entre quien contrata y quien
presta servicios.
II. Naturaleza de la relación de subordinación
entre el presbítero y el Obispo diocesano
La
relación entre el Obispo diocesano y los presbíteros, que brota de la
ordenación y de la incardinación, no puede ser parangonada con la subordinación
que existe en el ámbito de la sociedad civil en la relación entre quien da
trabajo y el trabajador dependiente.
El
vínculo de subordinación del presbítero con el Obispo diocesano existe por el
sacramento del Orden y por la incardinación en la diócesis y no sólo por el
deber de obediencia requerido de los clérigos en general, por otra parte, hacia
el propio Ordinario (cfr. can. 273),6 o por aquello de la vigilancia que corresponde
al Obispo (cfr. can. 384).7
Sin
embargo, tal vínculo de subordinación entre los presbíteros y el Obispo se
limita al ámbito del ejercicio del propio ministerio, que los presbíteros deben
actuar en comunión jerárquica con el propio Obispo. Pero el presbítero
diocesano no es un mero ejecutor pasivo de las órdenes recibidas del Obispo. Él
goza, en efecto, de una legítima iniciativa y de una justa autonomía.
Por
cuanto se refiere a la obediencia ministerial, en concreto, ésta es una
obediencia jerárquica, limitada al ámbito de las disposiciones que el
presbítero debe seguir en el desempeño del propio oficio y que no es asimilable
al tipo de obediencia que se da entre quien ha ofertado trabajo y quienes lo
realizan bajo dependencia. El servicio que el presbítero presta en la diócesis
va ligado a la vinculación estable y duradera que él ha asumido, no con la
persona física del Obispo, sino con la diócesis por medio de la incardinación.
Por tanto, no es una relación de trabajo fácilmente rescindible al arbitrio del
“patrón”. El Obispo no puede, como a veces quien da trabajo en el campo civil,
“suspender” al presbítero si no se dieran condiciones precisas que no dependen
de la discrecionalidad del Obispo, sino que vienen establecidas por ley (cfr.
los casos de suspensión del oficio o de dimisión del estado clerical). El
presbítero no “trabaja” para el Obispo.
Por lo
demás, también en el ámbito de la vida civil existen relaciones de
subordinación —como por ejemplo en la vida militar o en la Administración
pública— en las que los Superiores no son de por sí jurídicamente responsables de los actos delictivos cometidos por
sus súbditos.
III. Ámbito de subordinación jerárquica entre los
presbíteros y el Obispos diocesano
El
vínculo de subordinación canónica del presbítero con el propio Obispo se limita
al ámbito del ejercicio del ministerio y, por tanto, a los actos directamente
conectados con esa actividad, además de los deberes generales del estado
clerical.
a) El
Obispo diocesano tiene el deber de cuidarse de los presbíteros con particular
solicitud y de escucharles como colaboradores y consejeros. Es más, debe
defender sus derechos y atender a que los presbíteros cumplan fielmente las
obligaciones propias de su estado y que tengan a su disposición los medios y
las instituciones de que tengan necesidad para alimentar su vida espiritual e
intelectual; más aún, debe actuar de modo tal que se provea a su honesta
sustentación y seguridad social, según las normas del derecho (cfr. can. 384).8
Este
tal deber de atención y vigilancia que corresponde al Obispo se limita a todo
cuanto se refiere al estado propio de los presbíteros, pero no constituye un
deber general de vigilancia sobre todos los aspectos de sus vidas.
Sobre
todo, desde un punto de vista estrictamente jurídico-canónico, sólo el ámbito
de los deberes generales del propio estado y del ministerio de los presbíteros
es lo que puede y debe ser objeto de vigilancia por parte del Obispo.
b)
Aunque por parte del presbítero no pueda invocarse como un verdadero derecho,
el Obispo diocesano debe proveer a conferirle un oficio o un ministerio para
ejercer en favor de aquella Iglesia particular para cuyo servicio el mismo
presbítero ha sido promovido (cfr. can. 266, § l).9
En
este ámbito, del presbítero se requiere la obediencia ministerial hacia el
propio Ordinario (cfr. can. 273)10 junto al deber de cumplir fielmente cuanto
reclama el oficio (cfr. can. 274, § 2).11 Pero el responsable directo del oficio es su
titular y no quien se lo ha conferido.
Por su
parte, el Obispo debe vigilar para que el presbítero sea fiel en el desempeño de
los propios deberes ministeriales (cfr. cann. 384 y 392).12 Un momento particular para esta verificación
por parte del Obispo lo constituye su visita pastoral (cfr. cann. 396-397).13
c) Aún
más, el Obispo tiene el deber de proveer al efectivo respeto de los derechos
que adquieren sus presbíteros por la incardinación o en el ejercicio del
ministerio en la diócesis; entre éstos pueden recordarse el derecho a una
adecuada remuneración y a la previsión social (cfr. can. 281);14 el derecho a un tiempo congruo de vacaciones
(cfr. can. 283, § 2);15 el derecho a recibir una formación permanente
(cfr. can. 279).16
d) En
el ámbito de los deberes del estado clerical, el Obispo tiene, entre otros, el
deber de recordar la obligación de los presbíteros de observar una perfecta y
perpetua continencia por el Reino de los cielos y de comportarse con la debida
prudencia en las relaciones con personas cuya familiaridad puede poner en
peligro el cumplimiento de tal obligación o tal vez suscitar el escándalo de
los fieles; corresponde al Obispo juzgar sobre la observancia de esta
obligación en los casos particulares (cfr. can. 277).17
IV. Ámbito de autonomía del presbítero y
eventual responsabilidad del Obispo diocesano
El
Obispo diocesano no puede considerarse jurídicamente responsable de los actos
que el presbítero diocesano realice transgrediendo las normas canónicas,
universales y particulares.
a) La
recta o, al contrario, la infiel respuesta del presbítero a las normas del
derecho y a las directrices del Obispo sobre el estado y el ministerio
sacerdotal no cae bajo el ámbito de la responsabilidad jurídica del Obispo,
sino en aquél propio del presbítero, quien responderá personalmente de los
propios actos, incluso de los realizados ejerciendo su ministerio.
Menos
aún el Obispo podrá ser considerado jurídicamente responsable de los actos
relativos a la vida privada de los presbíteros, como la administración de los
propios bienes, la vivienda y las relaciones sociales, etcétera.
b) El
Obispo podría eventualmente incurrir en responsabilidad sólo en relación con su
deber de vigilancia, pero esto requiere dos condiciones:
- en
el caso de que el Obispo se haya desentendido de prestar las ayudas necesarias
requeridas por la normativa canónica (cfr. can. 384);18
- en
el caso de que el Obispo, conociendo los actos contrarios o incluso delictivos
cometidos por el presbítero, no hubiera adoptado los remedios pastorales
adecuados (cfr. can. 1341).
En conclusión
Considerado:
a) que
el vínculo de subordinación canónica entre los presbíteros y el Obispo
diocesano (cfr. can. 273)19 no genera una especie de sujeción
generalizada, sino que se limita a los ámbitos del ejercicio del ministerio y
de los deberes generales del estado clerical;
b) que
el deber de vigilancia del Obispo diocesano (cfr. can. 384),20 por consiguiente, no se configura como un
control absoluto e indiscriminado sobre toda la vida del presbítero;
c) que
el presbítero diocesano goza de un espacio de autonomía decisional, tanto en el
ejercicio de su ministerio como en su vida personal y privada;
d) que
el Obispo diocesano no puede ser considerado jurídicamente responsable de las
acciones que realice el presbítero en el ámbito de su autonomía, en trasgresión
de las normas canónicas universales y particulares;
e) que
la particular naturaleza de la obediencia ministerial requerida del presbítero
no convierte al Obispo en su “patrón” en cuanto que el presbítero no “trabaja”
para el Obispo y que, en consecuencia, no es jurídicamente correcto considerar
el ministerio presbiteral análogo a la relación del “trabajo dependiente” que
existe en la sociedad civil entre quien oferta trabajo y los trabajadores
dependientes;
f) que
la noción canónica de delito (cfr. cann. 1312 y 1321)21 y la de cooperación en el delito (cfr. can.
1329)22 excluyen la posibilidad de culpabilizar de
cualquier modo al Obispo diocesano por la acción delictiva realizada por un
presbítero incardinado en su diócesis, más allá de los casos taxativamente
previstos (cfr. cann. 384; 1341);23
g) que
el ordenamiento canónico no contempla la llamada “responsabilidad objetiva” al
no poder considerarla como título suficiente para la imputación de un delito,
sino que prevé el “concurso en el delito”, que ciertamente no se da por el solo
hecho de que el Obispo sea el Superior del delincuente.
Este
Consejo Pontifico entiende que el Obispo diocesano en general y, en particular,
en el concreto caso del delito pedófilo cometido por un presbítero incardinado
en su diócesis, no tiene responsabilidad jurídica ninguna atendiendo a la
relación de subordinación canónica que existe entre ellos.
La
acción delictiva del presbítero y sus consecuencias penales —también el
eventual resarcimiento de daños— han de imputarse al presbítero que ha cometido
el delito y no al Obispo o bien a la diócesis de la cual el Obispo ostenta la
representación legal (cfr. can. 393).24
Ciudad
del Vaticano, 12 de febrero de 2004.
Julián
card. Herranz - Presidente. Bruno Bertagna, Obispo tit. de Drivasto -
Secretario.
Anexo II
Communicationes 36 (2004)
33–38
pontificio consiglio per i testi legislativi - nota esplicativa viii
Elementi per configurare
l’ambito di responsabilità canonica del Vescovo diocesano nei riguardi dei
presbiteri incardinati nella propria diocesi e che esercitano nella medesima il
loro ministero1
I.
Premesse Ecclesiologiche
I
Vescovi diocesani reggono le Chiese particolari loro affidate come vicari e
legati di Cristo «col consiglio, la persuasione, l’esempio ma anche con
l’autorità e la sacra potestà».2
I
presbiteri, in virtù del sacramento dell’ordine, sono consacrati per predicare
il vangelo, pascere i fedeli e celebrare il culto divino, quali veri sacerdoti
del nuovo testamento.3 Partecipano,
secondo il grado proprio del loro ministero, alla funzione dell’unico mediatore
Cristo. Ogni presbitero deve essere incardinato in una Chiesa particolare o in
una prelatura personale oppure in un istituto di vita consacrata o in una
società di vita apostolica che ne abbia la facoltà (can. 265).4
Tra
il Vescovo diocesano e i suoi presbiteri esiste una communio sacramentalis in
virtù del sacerdozio ministeriale o gerarchico, che è partecipazione all’unico
sacerdozio di Cristo.5
Di
conseguenza, il rapporto intercorrente tra il Vescovo diocesano e i suoi
presbiteri, sotto il profilo giuridico, è irriducibile sia al rapporto di
subordinazione gerarchica di diritto pubblico nel sistema giuridico degli
stati, sia al rapporto di lavoro dipendente tra datore di lavoro e prestatore
di opera.
II.
Natura del rapporto di subordinazione tra
il presbitero e il Vescovo diocesano
Il
rapporto tra Vescovo diocesano e presbiteri, scaturito dall’ordinazione e
dall’incardinazione, non può essere paragonato alla subordinazione che esiste
nell’ambito della società civile nel rapporto tra datore di lavoro e lavoratore
dipendente.
Il
legame di subordinazione del presbitero al Vescovo diocesano esiste in base al
sacramento dell’Ordine e all’incardinazione in diocesi e non solo per il dovere
di obbedienza richiesto, peraltro, ai chierici in genere verso il proprio
Ordinario (cfr. can. 273),6 o per quello
di vigilanza da parte del Vescovo (cfr. can. 384).7
Tuttavia
tale vincolo di subordinazione tra i presbiteri e il Vescovo è limitato
all’ambito dell’esercizio del ministero proprio che i presbiteri devono
svolgere in comunione gerarchica con il proprio Vescovo. Il presbitero
diocesano, però, non è un mero esecutore passivo degli ordini ricevuti dal
Vescovo. Egli infatti gode di una legittima iniziativa e di una giusta
autonomia.
Per
quanto riguarda, in concreto, l’obbedienza ministeriale, essa è una obbedienza
gerarchica, limitata all’ambito delle disposizioni che il presbitero deve
eseguire nell’espletamento del proprio ufficio e che non è assimilabile al tipo
di obbedienza che si realizza tra un datore di lavoro ed un proprio dipendente.
Il servizio che il presbitero svolge nella diocesi è legato ad un
coinvolgimento stabile e duraturo che egli ha assunto, non con la persona
fisica del Vescovo, ma con la diocesi per mezzo della incardinazione. Non è pertanto
un rapporto di lavoro facilmente rescindibile a giudizio del «padrone». Il
Vescovo non può, come invece il datore di lavoro in campo civile, «esonerare»
il presbitero se non al verificarsi di precise condizioni che non dipendono
dalla discrezionalità del Vescovo ma che sono stabilite dalla legge (cfr. i
casi di sospensione dall’ufficio o di dimissione dallo stato clericale). Il
presbitero non «lavora» per il Vescovo.
Del
resto anche nell’ambito della vita civile esistono rapporti di subordinazione –
come ad esempio nella vita militare o nella pubblica amministrazione – in cui i
Superiori non sono di per sé giuridicamente responsabili degli atti delittuosi
commessi dai loro sudditi.
III.
Ambito di subordinazione gerarchica tra
presbiteri e Vescovo diocesano
Il
vincolo di subordinazione canonica del presbitero con il proprio Vescovo è
limitato all’ambito dell’esercizio del ministero e quindi agli atti ad esso
direttamente connessi, nonché ai doveri generali dello stato clericale.
a)
Il Vescovo diocesano ha il dovere di seguire i presbiteri con particolare
sollecitudine e di ascoltarli come collaboratori e consiglieri. Deve, inoltre,
difendere i loro diritti e curare che i presbiteri adempiano fedelmente gli
obblighi propri del loro stato e che abbiano a disposizione i mezzi e le
istituzioni di cui hanno bisogno per alimentare la vita spirituale e
intellettuale; inoltre deve fare in modo che si provveda al loro onesto
sostentamento e all’assistenza sociale, a norma del diritto (cfr. can. 384).8
Tale
dovere di premura e di vigilanza da parte del Vescovo è limitato a tutto quanto
riguarda lo stato proprio dei presbiteri, ma non costituisce un dovere
generalizzato di vigilanza su tutta la loro vita.
Soprattutto
da un punto di vista strettamente giuridico-canonico soltanto l’ambito dei
generali doveri del proprio stato e del ministero dei presbiteri può e deve
essere oggetto di vigilanza da parte del Vescovo.
b)
Il Vescovo diocesano, benché da parte del presbitero incardinato non si possa
invocare un vero diritto, deve provvedere a conferirgli un ufficio o un
ministero da esercitare in favore di quella Chiesa particolare al cui servizio
lo stesso presbitero è stato promosso (cfr. can. 266, § l).9
In
questo ambito al presbitero è richiesta l’obbedienza ministeriale verso il
proprio Ordinario (cfr. can. 273)10 insieme al
dovere di adempiere fedelmente quanto richiesto dall’ufficio (cfr. can. 274, §
2).11 Responsabile
diretto dell’ufficio, però, è il titolare di esso e non colui che glielo ha
conferito.
Il
Vescovo, da parte sua, deve vigilare perché il presbitero sia fedele
nell’espletamento dei propri doveri ministeriali (cfr. cann. 384 e 392).12 Un
particolare momento di verifica da parte del Vescovo è rappresentato dalla
visita pastorale (cfr. cann. 396-397).13
c)
Il Vescovo ha il dovere, inoltre, di provvedere all’effettivo rispetto dei
diritti che ai suoi presbiteri provengono dall’incardinazione e dall’esercizio
del ministero nella diocesi; tra questi si possono ricordare il diritto
all’adeguata remunerazione e alla previdenza sociale (cfr. can. 281);14 il diritto ad
un congruo tempo di ferie (cfr. can. 283, § 2);15 il diritto a
ricevere la formazione permanente (cfr. can. 279).16
d)
Nell’ambito dei doveri dello stato clericale, il Vescovo ha, tra l’altro, il
dovere di ricordare l’obbligo dei presbiteri di osservare la perfetta e
perpetua continenza per il regno dei cieli e di comportarsi con la dovuta
prudenza nei rapporti con persone la cui familiarità può mettere in pericolo
l’adempimento di tale obbligo oppure suscitare lo scandalo dei fedeli; al
Vescovo spetta giudicare circa l’osservanza di questo obbligo nei casi
particolari (cfr. can. 277).17
IV.
Ambito di autonomia del presbitero ed
eventuale responsabilità del Vescovo diocesano
Il
Vescovo diocesano non può essere ritenuto giuridicamente responsabile degli
atti che il presbitero diocesano compia trasgredendo le norme canoniche,
universali e particolari.
a)
La retta o, al contrario, l’infedele risposta del presbitero alle norme del diritto
e alle direttive del Vescovo sullo stato e sul ministero sacerdotale non ricade
sotto l’ambito della responsabilità giuridica del Vescovo, ma in quello proprio
del presbitero, il quale risponderà personalmente dei propri atti anche di
quelli compiuti nell’esercizio del ministero.
Tanto
meno il Vescovo potrà essere ritenuto giuridicamente responsabile degli atti
che riguardano la vita privata dei presbiteri, come l’amministrazione dei
propri beni, l’abitazione e i rapporti sociali, ecc.
b)
Il Vescovo diocesano potrebbe eventualmente avere delle responsabilità soltanto
in riferimento al suo dovere di vigilanza, ma ciò a due condizioni:
-
qualora il Vescovo si sia disinteressato di porre in essere gli aiuti necessari
richiesti dalla normativa canonica (cfr. can. 384);18
-
qualora il Vescovo, a conoscenza di atti contrari o addirittura delittuosi
commessi dal presbitero non avesse adottato i rimedi pastorali adeguati (cfr.
can. 1341).
In conclusione
Considerato:
a)
che il vincolo di subordinazione canonica tra i presbiteri ed il Vescovo
diocesano (cfr. can. 273)19 non genera
una sorta di soggezione generalizzata ma è limitato agli ambiti dell’esercizio
del ministero e dei doveri generali dello stato clericale;
b)
che il dovere di vigilanza del Vescovo diocesano (cfr. can. 384),20 conseguentemente, non si configura come un
controllo assoluto ed indiscriminato su tutta la vita del presbitero;
c)
che il presbitero diocesano gode di uno spazio di autonomia decisionale sia
nell’esercizio del ministero che nella sua vita personale e privata;
d)
che il Vescovo diocesano non può essere ritenuto giuridicamente responsabile
delle azioni che, in trasgressione delle norme canoniche universali e
particolari, il presbitero compia nell’ambito di tale autonomia;
e)
che la particolare natura dell’obbedienza ministeriale richiesta al presbitero
non rende il Vescovo «padrone» del presbitero in quanto costui non «lavora» per
il Vescovo e che, di conseguenza, non è giuridicamente corretto considerare il
ministero presbiterale analogo al rapporto di «lavoro dipendente» esistente
nella società civile tra datori di lavoro e lavoratori dipendenti;
f)
che la nozione canonica di delitto (cfr. cann. 1312 e 1321)21 e quella di
cooperazione nel delitto (cfr. can. 1329)22 escludono la
possibilità di colpevolizzare in qualche modo il Vescovo diocesano per l’azione
delittuosa compiuta da un presbitero incardinato nella sua diocesi, al di fuori
di casi tassativamente previsti (cfr. cann. 384; 1341);23
g)
che l’ordinamento canonico non contempla la cosiddetta «responsabilità
oggettiva» non potendola ritenere titolo sufficiente per l’imputazione di un
delitto, ma prevede il «concorso nel delitto», che certamente non si verifica
per il solo fatto che il Vescovo sia il Superiore del delinquente.
Questo
Pontificio Consiglio ritiene che il Vescovo diocesano in generale e nello
specifico caso del delitto di pedofilia commesso da un presbitero incardinato
nella sua diocesi in particolare, non ha alcuna responsabilità giuridica in
base al rapporto di subordinazione canonica esistente tra essi.
L’azione
delittuosa del presbitero e le sue conseguenze penali – anche l’eventuale
risarcimento di danni – vanno imputati
al presbitero che ha commesso il delitto e non al Vescovo o alla diocesi di cui
il Vescovo ha la rappresentanza legale (cfr. can. 393).24
Città
del Vaticano, 12 febbraio 2004
Julian
card. Herranz - Presidente. Bruno Bertagna, Vescovo tit. di Drivasto -
Segretario.
1 En el texto se menciona el Codex Iuris Canonici (CIC), reenviando en las
notas a las referencias correlativas en el Codex
Canonum Ecclesiarum Orientalium (CCEO).
2 Concilio Vaticano II, Cost. dogm. Lumen
gentium, 27; Juan Pablo II, Exhort.
Ap. Pastores gregis, 16 de octubre de
2003, 43; can. 381 CIC.
1 Nel testo si fa riferimento al Codex Iuris Canonici (CIC), rinviando in nota
le indicazioni in merito al Codex Canonum
Ecclesiarum Orientalium (CCEO).
2 Concilio
Vaticano II, Cost. dogm. Lumen gentium,
27; Giovanni Paolo II, Esort. Ap. Pastores gregis, 16 ottobre 2003, 43;
can. 381 CIC.