UN POCO DE MI VIDA
MGM,
numeraria auxiliar desde los 14 a los 33 años
24 de noviembre de 2006
Imagen:
Edward Munch, “Girl on a bridge”
Enferma me llevaron al salvador, el doctor Malcom X, un médico andaluz buen conocedor de la medicina
psicosomática que ejercía de psiquiatra disimulado de tantas y tantos pobres
como yo, fieles de la Prelatura, que concurrían a su consulta de la mano de sus
director@s, roto el cuerpo y esperanzados de sanar
algún día dentro de la Institución, “porque nuestra patología era endógena,
fruto de un carácter anancástico”, como le gustaba
repetir al doctor Malcom X, en el modo de vivenciarlo
todo; había que relativizar la vida y los acontecimiento, establecer pausas entre dos tareas y vivir
serenamente el trabajo, los encargos, el proselitismo y tantas cosas más.
Para él lo importante era vivir y morir en
casa, porque, no debe obviarse, la razón de mi existencia, como si Dios solo me
amara para eso, era ser y hacer el Opus Dei en la tierra, frase repetitiva en
don Alvaro, como sombra del Fundador que se decía.
Era Malcom X de baja
estatura, semicalvo cuando lo conocí, de ronca voz y
frases contundentes que le gustaba escribir la vida de sus pacientes antes de
que llamaran a la puerta de su consulta -de mí poseerá una auténtica
biblioteca-, y, sobre todo, hablaba como Dios. Estaba convencido de que su
razón de ser radicaba en que ningún desequilibrado abandonara la Obra, aunque
fuera empastillado, drogado, agilipollado,
sin conciencia ni personalidad, porque cuando estás tan mal y el Prelado repite
incansable, como si fuera un eslogan de la casa de Gran Hermano que la Obra es
el mejor sitio para vivir, para morir y para estar enfermo, lo de menos es tu
situación personal, y lo de más ir al cielo que Dios tiene prometido para los
que le perseveran en su Obra, la de Dios.
Tras analizar Malcom
X tu paranoya, hacía pasar después a la directora,
como si la sanación dependiera de la gracia, las
directoras y las pastillas. Al final, la conciencia, al menos la mía, padecía
un empacho insoportable. Porque yo buscaba la serenidad, la paz, el amor de
alguien que me amase por mí misma, no en función de la Prelatura, de alguien
que diera su vida por mí, en lugar de arrugarme y tirarme a la papelera como un
folio sobre el que se escribió la historia de “la señora de los anillos”, con
final frustrante, aunque las dueñas de las alianzas fueran Guadalupe Ortiz de Lándázuri, que en paz descanse, numeraria de pura cepa,
primer apóstol de México, y Julia Bustillo, numeraria auxiliar, quinta en el
pelotón de las nax pitadas, ejemplar donde las haya.
Los anillos, el de aquélla de oro con diamantes insertados cual lañas en sopera de loza rota de familia numerosa y pobre, y
regenerada de sus cicatrices, siempre expuesta “in aeternum”
ante los ojos de los prelados sobre una redonda mesa de camilla y flanqueada
por un Brueghel, y el de mi colega de fatigas, de oro
también, porque las numerarias auxiliares éramos la
espina dorsal de la Obra, aunque el espinazo se nos doblara de tanto trabajar.
El doctor Malcom X
era de mirada acerada y verbo hiriente. Sus pensamientos herían la conciencia,
más en la mía no lograron nunca un efecto sanante,
sino contundente, dando la vuelta a la evidencia que reventaba por su propio peso,
como haciéndote creer que ves la luz cuando tu interior es solo tiniebla, que
la cruz de la perseverancia es tu única ruta de salvación y tu angustia forma
parte de la esencia humana, aun teniendo que dormir saboreando los orfidales -él, nos decía, los tenía siempre en su mesilla
de noche-.
Cuando inicié mi singladura en la Obra y
constaté la realidad de las numerarias de mente enferma, cuando limpiaba
dormitorios y recogía pastillas y recetas, meleriles,
ansiolíticos, tepacepanes, triptizoles,
pozacs, orfidales que se
bebían como si fueran cocacolas para dormir, entonces
algo extraño golpeó mi sentimiento: ¡qué dolor, después de tanta entrega
convertirse en marionetas cuyo valor radica en morirse en casa! En aquella
época la consulta de medicina psicosomática era frecuentada por personas
entradas en años; cuando la depresión besó mi mente, Malcom
abrió una consulta en Madrid porque eran tant@s los
que a él llevaban de la mano sus director@s, muy
jóvenes muchos de ellos, que su secretario gozaba con sus pingües
ingresos.
Mujeres inteligentes, sin autoestima,
profesionales mayores insoportables, caracteres enrarecidos, modales hirientes.
¡Oh, mi conciencia sufría!, y
miraba los diamantes de mi anillo viendo aquellas dos grandes mujeres que
habían fundido su fidelidad atando la mía. Jamás desembocaría yo en la consulta
de un psicosomático, me decía en el silencio de mi contemplación, ingenua de
mí...
Algún tiempo después, cuando sané de mi
locura, una numeraria auxiliar que había atendido el centro de Malcom, me dijo que temía cuando se acercaban las fechas
del curso anual y demás salidas del director del centro, porque quien hacía
cabeza era él, el sabio, el de la palabra que Dios hablaba por su boca pero que
al telefonillo de la Administración era tan pejigueras que daba miedo, tan
puntilloso que rayaba en la manía, sobre las que tanto nos insistía para que
fuéramos flexibles, relativizáramos la vida y
viviéramos con la paz que la Institución jamás podría ofrecer mientras
sometiera a sus miembros a las tensiones causantes del desequilibrio. Nadie era
capaz de comprender que el mal estaba dentro y arriba, en las cabezas
empecinadas en que la Obra era la releche para morir
(por la gran cantidad de misas que te dirían cuando la palmases), pero no para
vivir (y si no que pregunten por las escapadas que la gente se daba cuando
podía), pero desde luego que jamás fue, es ni será el mejor lugar para estar
enfermo, pues si tienes que curarte sin alterar el horario de la administración
ni hacer cosas extraordinarias, en el trabajo habitual, entonces verdaderamente
te revientan. Pero, como Dios está detrás de todo -la fe no me la han quitado,
frente a lo que san Josemaría anunciaba
repetitivamente al ingenuo que le decía, o él se lo suponía, “Padre, me voy
pero le quiero mucho”. “Yo no quiero amores que no sean amor a Jesucristo”,
decía -como si el amor a Dios y a él fueran una misma
cosa- pienso que también está tras el reventón, para que solo cuando la puerta
revienta de dolor, de amor y de cabeza, se abra un horizonte bello y hermoso,
un modo de reconstruir mi vida, surcando los caminos divinos de la tierra, y
que cada caminante siguiera su camino, el que le otorgara la felicidad. No
había forma humana de abrir las puertas -aunque la mentirosa y repetitiva frase
de que estaban abiertas de par en par dijera lo
contrario- sino a base de golpes, como escribió el poeta tan citado en la Obra
de “golpe a golpe, verso a verso”. Pero delante de la puerta bien cerrada por
siete cerrojos, como los que debían custodiar los corazones frente al
enamoramiento, el Cancerbero Malcom tenía el encargo
del Prelado de no dejar salir ni un@, y para eso le
habían surtido de un arsenal de triptizoles y tofraniles en una mano, tinta y cálamo en la otra y la
palabra de Dios en su boca para convencerte, anestesiarte, confundir tu
conciencia y decirte que solo en la Obra alcanzarías tu felicidad, mientras
fuera te podría esperar una vida como la de aquella que se fue a vivir con un
negro.
Mi infancia, tierna y salvaje (en el buen
sentido del término), estuvo rodeada de árboles y prados, vacas, caballos y
otros animales del creador que repueblan la campiña y nutren los estómagos tras
buenas matanzas. Mi padre cultivaba la vid y conocía el proceso de maduración
del chorizo y la morcilla. Es mi padre un campesino honrado que ha amado
siempre a sus hijos. Mi madre es la ternura y la sencillez personificada en el
buen amor a sus hijos y en una sólida fe a Dios; quería tanto que estuviéramos
cerca de Él que cuando a mi hermana le plantearon un futuro profesional en la
capital, viviendo en un colegio que tenía capilla (oratorio para ellos), vio
abrirse el cielo para sus hijas, nunca mejor dicho.
Y allá se fue mi hermana; yo, años detrás
dejando los partidos de fútbol con mi hermano, los tiros a la portería de la
aldea con el balón y las conversaciones sobre el Real Madrid, el Barcelona
Fútbol Club y otros sueños que colmataban las húmedas
tardes de mis campos. Amaba tanto a mi hermano que siempre busqué lo mejor para
él, y cuando vi anunciar en unas bolsas de pipas un
balón de regalo por solo 5 pesetas, comí pipas hasta
hartarme, sin alcanzar el preciado don redondo salvo la pelota que había en mi
estómago del empacho que cogí. Desde aquella frustración dejé de creer en la
lotería.
Era una niña cuando evocaba en Madrid el
tierno amor de mi madre, también el de mi padre, aunque fuera parco en
palabras. Mi corazón temblaba en la gran ciudad; mis 14 años contemplaban
estupefactos la modernidad en la urbe de los campeones, mis ídolos del fútbol,
quizá algún día me cruzara con ellos en alguno de los dos autobuses que tomaba
a las cuatro de la tarde para trabajar cuidando niños, lejísimos del colegio
donde estudiaba, comía, dormía y pitaría. En los Tilos, así se llamaba el
colegio, estaba todo, era como el Reino en la tierra para mí, con aquellas
señoritas, mis profesoras, directoras, amigas y luego hermanas que me aman con
tal locura mientras viviera con ellas que resultó ser un amor tan idealista que
nunca se concretaría en hechos económicos.
A mí no me gustaba reírme. Tenía los dientes
inferiores completamente rotos. Cierto día, en la época de la vendimia, con
nueve años, mientras recogía higos, un carro cuajado de uvas y tirado por vacas
tropezó con una piedra y volcó. Todo sucedió en el instante del vértigo. Mi
hermano me arrastró de la chaqueta y el carro golpeó mi cara partiéndome la
mandíbula. Perdí cuatro dientes inferiores y dos superiores, los demás fueron
removidos y el labio se partió. Del evento guardo una bella cicatriz y un
recuerdo de dolor. Dijeron los médicos que la mandíbula podía restaurarse a los
18 años. Viví sin dientes mientras estuve sirviendo en
el Opus Dei durante veinte años, hasta los treinta y tres sin que ellos
quisieran gastarse en dinero en una ortodoncia. Cuando tras abandonar la Obra
volví a la aldea de mis sueños y el fútbol de la infancia, mi madre me besó con
ternura y gastó una fuerte suma en reponer mi defecto; el de ella era un amor
con todas sus consecuencias, no como aquel tan grande y eterno que no era capaz
de remediar mi fealdad.
Mientras viví en el Opus Dei no me gustaba
reír para que nadie viera mi defecto. Ahora, con una boca grande y hermosa abro
los labios y río y bebo el aire de la libertad, donde gusto el amor del bien y saboreo
el pan de la bondad, y beso con la ternura de mi madre todos esos amores
permanentes, los que no se sustraen a la dádiva generosa y desproporcionada de
la autenticidad.
En los Tilos dormí en literas durante un año
con tres niñas, luego sola en una habitación sobria y confortable. Una noche,
antes de irme a dormir, me llamó la subdirectora para hablar conmigo. Aquella
tarde un toro empitonó a Paquirri. Salió en la tele. Paquirri le dijo al médico: “Mi vida depende de usted”. Yo
lloré desconsolada; ¡Señor, qué frasón! ¿Dependería
alguna vez mi vida de alguien?, o podría yo ser dueña
de mi porvenir. Entré en la salita. Allí la subdirectora del colegio me espetó:
- Estás fumando porros con
Elena.
- ¿Pero qué es un porro?, pregunté.
- Se te nota en la cara,
dijo.
Fueron tres horas insufribles, con Paquirri empitonado, y yo empitonada por Julia, y rompí a
llorar.
- Pues si lloras es por
algo. Y dejó irme a la habitación.
En aquella época un halo de magia permeaba en los Tilos cual perfume embriagador, y diez
niñas de mi clase pitaron como numerarias auxiliares,
sin que yo supiera nada; tal era mi ternura e
inocencia virginal, pues hasta mayor poco supe de intimidades y costumbres poco
recomendadas por las numerarias.
Mi hermana fue expulsada de Los Tilos,
recalando en un colegio de monjas donde la prepararon adecuadamente para asumir
su futuro, bendecido por un excelente marido. A mí me dijeron que me quedara;
poco después, en un curso de retiro, tras la muerte de una numeraria auxiliar,
me preguntaron si yo quería sustituirla. Dije que sí. Aquella nax se llamaba Julia Bustillo, la del anillo de los
anillos.
Las técnicas pedagógicas para afectar la
sensibilidad y excitar los sentimientos hacia la entrega a Dios estaban tan depuradas que pocos argumentos poseía para calibrar las
consecuencias de mi sí a los 14 años, sin nunca haber tocado porro alguno. ¡Qué
sabía yo del amor y el desamor!; solo me dijeron que
había muerto Julia Bustillo, la numeraria de bandera auxiliar, velada de “corpore in sepulto” en el oratorio de Lagasca,
sin sospechar jamás lo que su fidelidad y su anillo supondrían en mi vida, y
que Dios me decía por boca de numeraria que tenía vocación y me preguntaba si
quería sustituir a Julia. Dije sí, y me entregué para siempre.
Mi hermana mayor se había convertido en numeraria auxiliar tiempo atrás. La noche antes de abandonar
la Obra me invitó a rezar con ella sus últimas preces. Al final pronunció esta
lapidaria frase que no olvidaría hasta que años después visitara al doctor Malcom X: “Nunca podré ser fiel a un hombre, porque no he
sido fiel a Dios”. Mi hermana vive hoy feliz con su marido y tres hijos, un
hombre bueno y sencillo que la adora y besa con amor y ternura pinchándole con
su perilla; los envidio.
Tengo una amiga que me ama como quisiera que
un hombre me adorase. Sobre mi sencillez y candor, docilidad y sumisión, dice
que soy prototipo perfecto de la definición fundacional de “hija pequeña”.
Pero ella desconoce el toro que llevo dentro.
Reconozco que me han dado muchos capotazos afectivos y sobrenaturales, me
regalaban un viaje cuando amenazaba marcharme, conocí el fervor del “Univ viva el Papa”, el Tozal de Torreciudad,
cursos en Canarias cual pija rica, e incluso tuve una
encargada de quererme, una Paloma sensata y profunda que llenaba el vacío de
mis desafectos. Paloma me quiso por encargo, yo la amaba por necesidad, tanto
que cuando la “destinaron” a Molinoviejo hice la
maleta y sin decir “hoste ni moste”
en mi casa pequeña con ella me fui, con el amor que necesitaba para consolar
tanta carencia de un corazón en carne viva. Pero lo de la San Basilio no era
amor. El amor auténtico jamás genera dependencia, sino que estimula la
libertad, el vuelo y el poema, la locura y la capacidad para hacer de la vida
algo maravilloso y universal.
El universo donde transcurrieron los pocos
años de mi felicidad en el Opus Dei estaba situado en la casa de
"Flores", centro de la Delegación de varones en Madrid. Su director
era uno de los hombres más cuerdos, inteligentes y amables que he conocido, una
joya de la corona, oficial de la marina, reclutado en una película de Carmen
Sevilla haciendo llaves de judo a los catetos, un hombre de pelo negro, alto,
corpulento y comprensivo, una pieza de caza de varias medallas.
Yo salía a servir la comida. Era doncella de
boca cerrada por la carencia de piezas dentales que gozaba escuchando las
ocurrencias de aquel director joven e ingenioso vestido con jersey
amarillo pollo, ocurrente y desternillante, auténtico hasta la expulsión, pues
nunca se sometería a las directrices de los directores, sino que actuaba en
conciencia, aunque en la Obra actuar en conciencia era según la mente y el
corazón del Padre; entonces, ¿de qué conciencia se trataba, de la del Padre o
de la mía? Todo en la Obra giraba en torno “ad mentem
Patris”, lo contrario nunca era de buen espíritu.
Mi vida alcanzó en Hortensias su zenit. Ahora me parece increíble cómo pueden
empequeñecernos tanto el horizonte diciéndonos que íbamos a dar la vuelta al mundo
como un calcetín, cuando me dedicaría a doblar calcetines toda mi vida, o vivir
tan feliz cuando aquella verdad resultaría ser la causa de mi enfermedad
psíquica. Mi libertad en Hortensias consistía en salir a servir la comida.
Siempre buscaba la novedad para escuchar sus exclamaciones y sorpresas, y hacer
pasteles de chocolate simulando la casa de la Delegación para hacer feliz a los
chicos, pues la sección de mujeres éramos las madres y
hermanas de los numerarios.
Allí fui feliz, planchando las camisas
mientras rezaba por ellos, quizá amando lo que me hubiera gustado tener,
sintiéndolos en mi tierno corazón de mujer más a ellos que a Dios, aunque en
las meditaciones se predicara incansablemente lo contrario.
Recibí muchas correcciones fraternas a causa
de las meditaciones, porque me dormía escandalosamente. Si muchas eran mis
virtudes, el defecto de mi sueño destacaba sobre todas ellas. Y si me obligaba
a tener cerrada la boca a causa de los dientes, los bostezos se desquitaban. En
mi nuevo trabajo como cocinera de un conocido restaurante, mi jefe me ha
amenazado diciéndome: “El día que te vea babear sobre una paella cuando abres
la boca te pongo en la calle”. Muy a pecho me lo he tomado, de verdad. Cuando
él está, reprimo el bostezo, cuando se va abro la boca como si me fuera a comer
el mundo.
Yo abría la boca una y otra vez. Eran las
meditaciones de sopor insoportable. Trabajaba mucho y dormía poco. Antes de que
el gallo cantara sentía sobre mi blando cuerpo serrano y atlético los chuzos
del agua fría, por amor, por el Padre, las almas, la Iglesia, pero ni con esas
me despertaba. Era la reina del café “amanecer”, y tampoco. Solo me despertaba
atraída por la personalidad de aquel cura de rostro gitano, alto, corpulento y
elegante, sotana impoluta, honda voz como el cancionero lorquiano, y, sobre
todo, lo cual era crisol de su valía, comprensivo.
Escuchaba y hablaba con un convencimiento
incapaz de remediar situaciones que solo estaban abocabas a la consulta del
doctor del psicosoma, el
otro andaluz mala leche, carente del candor de mi curita agitanado de ojos
negros y sonrisa contenida del amor que llena tu pecho de Dios. Sí, aquel cura
cordobés sonreía como Dios y amaba como sus madres, la de la tierra y la del
cielo, como la mía.
Nunca estuve enamorada de un numerario.
Reconozco que siendo niña nax [numeraria auxiliar] en Molinoviejo,
durante una convivencia de seminaristas, uno de ellos, que destacaba por su
singularidad, me cautivó. Nunca me dirigió la palabra, tampoco era
especialmente bello; simplemente era diferente, original, como me gustan los
hombres, no del montón; vestía un jersey de rombos;
los demás llevaban atuendo de seminarista. En la Obra, entre los chicos,
abundaba la expresión: “vistes como un seminarista”; de los de entonces, claro;
ahora algunos van con camisas Ralph Laurent.
Ahora no tengo lo que quiero, pero me sobra la
ternura, soy libre, amo y vivo sin que nadie me diga a quién tengo que querer.
Quiero a quien me da la gana y soy generosa sin adoctrinamientos. Camas es un
pequeño pueblo andaluz en los márgenes de Sevilla que apunta al mar. Alguna vez
he ido al mar con mi amiga maricona, y hemos paseado
juntas contemplando la belleza de la libertad, los colores de la marisma y
permitiendo a las gaviotas que transporten nuestros sueños y los depositen en
el corazón de algún joven que busque también un amor como el nuestro.
MGM
PD Doy las gracias a un amigo de opuslibros que me ha ayudado a escribir algo de mi vida en
el Opus Dei. Me gustaría poner mi granito de arena para que los directores se
enteren que las pastillas rara vez son la solución a la angustia y la tristeza
de mucha gente de la Obra. La solución o una de ellas es decirle a esa gente
que a lo mejor eso no es lo suyo, que fuera de la Obra puede ser muy feliz, que
Dios existe fuera del Opus y tanto que existe, que fuera de ahí se van a
encontrar problemas pero no angustias. A mi una
directora con la que había vivido muchos años me contestó a unas preguntas mías
en un correo electrónico que "eso" no era para mi. La pena que eso me
lo dijo cuando llevaba dos años fuera.