Heraldo, 4 de julio
de 2008
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Imagen: Peter Furst, “Padre e hijo”
Hace unos días,
Agustina López de los Mozos publicó en Opuslibros un artículo
con el que estoy más que de acuerdo. Me hizo recordar una de esas inmensas
“pillerías”, para mí la fundamental, una trampa en la que caí y me mantuve
durante décadas, y que después de tantos años me llena de asombro al considerar
hasta dónde se puede llegar en nombre de
Cuando me preguntan la razón por la que dejé el Opus Dei suelo contestar que fue por decepción, es decir, un profundo pesar causado por un inmenso desengaño. Los directores que conocen mi caso seguramente dan una respuesta muy diferente. El lector conocedor de los entresijos de la Obra advertirá que ambas respuestas son compatibles, desde perspectivas diferentes. Voy a intentar describir en qué consistió esa decepción de que hablo, aún a riesgo de trivializarla en expresiones que nunca alcanzarán a expresar su profundidad y alcance. Me interesa insistir en que lo que aquí describo se refiere a mi caso particular, y que no pretendo que haya sido el de todos quienes hemos abandonado el Opus Dei.
Conocí la Obra
siendo muy pequeño. Tenía yo apenas 13 años de edad, y escribí la carta al
Fundador a los 14 y pocos meses. Mi vida entonces atravesaba una época de
confusión, tanto por la natural crisis de adolescencia como por la muerte
prematura de mi padre y mi propio temperamento. Mi familia se había
desintegrado por la llegada a la juventud de la mayor parte de mis hermanos y
la necesidad de mi madre de sacar adelante una numerosa familia de seis
jovenzuelos necesitados de alimento y educación. Al parecer, yo me encontraba,
sin saberlo, en busca de una figura paterna, fuerte y cariñosa a la vez, y creí
encontrarla en la figura de Mons. Escrivá.
El Padre llenó muy
pronto mi corazón. Inspirado en las muy numerosas frases de cariño que dirige a
sus hijos en sus escritos y en las famosas películas que comenzaron a
proliferar precisamente en la época en que yo pedí la admisión, su figura me
cautivó hasta el extremo. Me enamoré del Padre y mi existencia se configuró en
referencia a él. Cuando me fue posible racionalizar mi filial relación, me di
cuenta de que había pasado a definirme, en mi más estricta identidad personal,
como “hijo del Padre”. No sólo mi filiación con la Obra y mi fraternidad con
los otros miembros se configuraron como mera consecuencia de esta primaria,
vigorosa y alegre relación con él, sino que toda mi existencia quedó así
definida. “Hijos míos, cómo quisiera
estar todo el día con cada uno de vosotros; y verter un poquito de mi corazón
en los corazones vuestros. Sé que como tenéis buen vino, se mejoraría el vino
vuestro y el mío”. Fueron palabras aparecidas en Crónica, a los pocos meses
de pitar, que pusieron alas a mi corazón joven y sensible, necesitado de la
seguridad del amor verdadero. Me las creí como creo que mi madre es mi madre,
sin la menor vacilación ni sombra de duda.
Durante mis primeros
meses de vocación, el Director del centro –que a la postre tampoco perseveró-
me habló horas y horas de la asombrosa vida del Padre, seguramente con el
propósito de consolidar mi perseverancia y amor a mi incipiente vocación. Su
figura entró en mi vida con fuerza gigantezca. A su cariño por nosotros se unía
su colosal santidad y cercanía para con el Señor y su Madre Santísima. Conocí
por aquel entonces, completamente deformado, el suceso de la rosa de Rialp: el
Niño, en brazos de la Virgen, le entregaba una rosa, exactamente como se ve en
Pero lo más hermoso
y convincente de ese gran santo era que me quería con corazón de padre y de
madre. Me quería más que mi madre, como solía decirnos. Y eso era una gracia
inmensísima e inmerecida. Me sentí desde entonces, en lo más profundo de mi
ser, un elegido de Dios: vocavit vos ante
mundi constitutionem, ut essemus sacti en inmaculati in conspectu eius.
Sentí miles de veces que mi corazón y mi cabeza explotaban de contento al
“tocar” el amor de Dios que tomaba carne en el cariño del Padre y mi madre
guapa la Obra, a quienes les confiaba una misión en el mundo absolutamente
singular e inequívoca. El Padre era mucho más que un simple Papa.
Los años fueron
pasando. Al principio todo parecía ratificar lo aprendido en aquellos primeros
de vocación. Todo un trabajo de “formación” me fue configurando para ser un
buen hijo de tan buenos padres, para no tener -ni querer tener- más en mi
corazón que la convicción de mi filiación y elección divinas, que se fundían en
una misma realidad. Mi familia de sangre no sólo pasó a un segundo plano, sino
que casi perdí de vista a mis hermanos y a mi madre, que pasaron a ser
considerados por mí como “pobres criaturas”. Mi relación con ellos quedó
reducida a una llamada telefónica mensual y a una apresurada visita anual. En
la Obra se enseña repetidamente, con toda una parafernalia teológica, que, en
efecto, la filiación divina se concreta, vehicula y realiza en la filiación al
Padre y la Obra.
Sólo la paulatina
inmersión en las “tareas internas” me fueron quitando la venda de los ojos, de
un modo imperceptible, lento pero finalmente eficaz. Muchas cosas resultan
decepcionantes de la Obra, pero me parece que ésta es la de mayor significado.
Yo la llamaría la gran decepción, la del amor. En algunas colaboraciones de
Opuslibros se compara a la Obra con una mala esposa que al final descubrimos
que nos engaña y que en realidad no nos ama. Yo pienso que el problema es mucho
más grave. La Obra pretende ser nada menos que una “madre” que finge tenernos un
amor que en realidad no tiene. Y Mons. Escrivá –que se decía padre y madre- fue
un padre que no mereció llamarse tal. Poco a poco se va descubriendo que,
detrás de unos modos edulcorados de dirigirse a sus hijos, existe simplemente
un gobernante, un hombre a lo sumo normal, que toma cada decisión y da cada
paso, que elige bien cada palabra, para lograr la eficacia de su fundación, y
cuya relación afectiva y efectiva con cada uno de los miembros es en realidad
fría y calculada. Eso en la realidad, porque en el mito, en la mercadotecnia de
la Obra, el Padre es verdaderamente Padre de cada uno.
Podría parecer
imposible lo que afirmo. Haría falta una excesiva carga de hipocresía. Sin
embargo, no es así. Lo que precede toda esta maquiavélica conducta es la convicción
de que la Obra es voluntad divina, la convicción de que se tiene un hilo
conductor con Dios, la convicción de que si la Obra no sale adelante, la
Iglesia entera se hunde, y con ella la humanidad toda; la convicción de que la
Redención misma sería estéril para el hombre de hoy y del futuro, toda vez que
condena a la Iglesia a la más estéril mediocridad. Por otra parte, el amor a
cada uno es un ideal, y es posible y hasta conveniente impostar la conducta de
acuerdo con ese ideal. Si hoy por hoy eso no es verdadero, por la limitación
humana, pues debería serlo. Y lo decisivo es que la Obra, como acción de Dios
en el mundo, está por encima de cada uno en particular. Por tanto, el Prelado
del Opus Dei ha de aparecer ante sus hijos -recordando a Kant- desde una
especie de “yo trascendental” que sería el mismo amor de Dios en la tierra que
trasciende toda imperfección personal. Como no puede “serlo”, al menos ha de
“parecerlo”.
La mentira del amor
es cosa bien conocida en la historia del corazón humano. Pero al identificar un
amor nada menos que con el amor divino, y con el amor de madre, uno no puede
esperarse un desenlace así. Y por eso puede uno pasarse décadas enteras
intentando compaginar lo incompaginable, entender lo incomprensible, sin
acertar a saber dónde está el problema. Hasta que al final se cae en la cuenta
de aquello que uno no sólo no puede sino que no quiere aceptar, porque con ello
se derrumbaría la propia existencia. Es una verdad demasiado cruel como para
tener el valor de mirarla de frente.
Ciertamente es muy
difícil y desgarrador aceptar que el amor de una pareja es mentira, o que ha
terminado. Sin embargo, esta dificultad no es nada ante el horror de reconocer y aceptar que es mentira el amor paterno y
materno –¡el de Dios mismo!- personificados en el Prelado y la Obra; y no
simplemente porque haya terminado, sino porque nunca existió. He aquí la gran
decepción. Una decepción de dimensiones siderales, que ninguna ternura actual
es capaz de consolar. Yo procuro no tomarme nada a
Existe un acuerdo
generalizado en que lo propio del amor verdadero es
En rigor, no hay tal
perversión, pues ni el Padre es padre ni la Obra es madre. Sin embargo, en la
conciencia de los miembros de la Obra, dejar la Prelatura no es un simple dejar
una institución a la que se pertenecía. Sus alcances tocan lo más profundo del
alma, lo más íntimo del corazón humano, hasta la propia identidad personal.
Nada de extraños el dolor y la rabia que se asoma en algunos escritos de
Opuslibros. Admirable, en cambio, es que muchas veces triunfa el perdón. Lo
lógico son la pérdida de la fe, el escepticismo y, en ocasiones, la total
perplejidad existencial después de la salida de la Obra.
Mi aferramiento a la
Obra pasó y fue trascendida por asumir una convicción que se cuenta del Santo
Cura de Ars. El santo fue tentado en la fe por el demonio, que le susurraba en
el fondo de su conciencia que Dios no existía. En tales condiciones, todas sus
mortificaciones y sacrificios serían inútiles. Pero el buen santo le contestaba
que, “aunque Dios no existiera, nunca se arrepentiría de haber creído en el
Amor”. Hace muchos años me di cuenta que esa respuesta me haría invulnerable.
En efecto, ¿qué más da que Dios no exista?, nunca me arrepentiré de haber
creído en el Amor: el amor incondicional, el amor paterno y materno
quintaesenciados, que no pueden ser sino Dios mismo. El amor puro, sin mezcla
alguna de egoísmo, la donación sin medida. Si Dios existe, Dios tiene que ser eso. Y si Dios no es eso, Dios no me
sirve para nada, la Misericordia es una palabra vana y la existencia humana no
vale la pena.
La Obra se apropia
de ese prestigio, de esa belleza sin igual, pero no es nada de eso. Si le fallas se siente traicionada
y te pone, en el mejor de los casos, en su lista negra de indeseables. Y si no le
sirves, te rechaza, y hace lo posible para que te vayas. Pero además, sin que
te des cuenta. Esto es lo más duro, lo que mejor manifiesta la mentira del amor
de
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Miguel Hernández
Sobre Mons. Escrivá,
sus innumerables y hermosas palabras de amor por sus hijos, una cosa es lo que
se ve en las películas y textos, y otra bien distinta lo que guardaba en su
corazón, que quedó esculpido en el modus
operandi del gobierno de su Obra. Los testimonios de muchos disidentes,
como Carmen Tapia, son elocuentes. Su modo de hablar en las tertulias, sus
palabras, sus gestos, su rebosante “santidad”, están más conducidos por la
mercadotecnia que por la realidad de unos sentimientos sinceros. Fisac, que lo
conoció bien desde su juventud, en círculos de intimidad donde es muy difícil
fingir, se lamentaba de esa teatral hipocresía. Yo tuve ocasión de estar cerca
de Mons. Álvaro del Portillo y Mons. Echevarría, en esos pequeños círculos -5
personas- en los que necesariamente se actúa con mayor espontaneidad y
autenticidad. Mi sorpresa fue muy grande, pues no vi nada de todo aquello que
me habían contado. Manifestaciones de cariño formal, estandarizado, hacia los
hijos recién conocidos, acepción de personas, detalles de menosprecio de la
mujer, expresiones de menosprecio hacia hijos con “problemas”… Eso sí, tras
unas formas muy bien cuidadas. Tampoco voy a decir que todo era interés de mercader;
pero nada que no pueda ser entendido en el marco de lo humano, demasiado humano. El mercader, al menos, no pretende que se
le crea a pie juntillas su promesa del cielo. Le basta que le sigamos el juego,
y aceptamos su relativa mentira con consentida complicidad. Escrivá y su Obra,
en cambio, van por todo.
Contaré una anécdota
cuyo significado me marcó, y constituyó un hito en ese largo y penoso
itinerario de desencanto. Había un numerario con la fidelidad recién hecha, con
dudas de vocación por una inclinación insistente hacia el amor humano. Era un
muchacho alegre y limpio, uno de esos que llenan los requisitos. Acudió el
Prelado a la región, y pidió este chico entrevistarse con él sólo unos pocos
minutos, con ansias de sacar de esa conversación las fuerzas para
Diré para terminar
que sigo creyendo en el Amor, y que no me arrepentiré jamás de creer en Él. Por
eso puedo volver la mirada a mi pasado y esbozar una sonrisa. Después, darle la
espalda y dejar en él al Opus Dei, abandonándome en los brazos de
Heraldo
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