Las santidades
en el Opus Dei
Autor:
Gervasio
24 de noviembre de 2008
(En formato PDF, 227KB)
Los santos tienen sus especializaciones.
Santa Rita es abogada de los imposibles. San Blas es particularmente adecuado
para las dolencias de garganta, nariz y oídos. San Antonio ayuda a encontrar
novio a las jóvenes casaderas, especialmente a las no tan jóvenes. ¿Ayudará a
la duquesa de Alba a encontrar un novio que la lleve al altar? Santa Bárbara
protege en las tormentas de rayos y truenos y vela por los mineros. La especialidad de San
Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás a mi modo de ver es la rehabilitación de
títulos nobiliarios y apellidos de prosapia. En eso incluso ha hecho milagros
en vida. Sin tener derecho alguno logró rehabilitarse
en el marquesado de Peralta. Y
eso —decía —no le ocasionó ningún gasto al Opus Dei. Tengo una prima que desea
ser rehabilitada en un título
nobiliario. Y lo tiene difícil. Yo le
aconsejo:
— Encomiéndate
a San Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás.
A San
Josemaría le gustaba hablar de títulos nobiliarios. Se solazaba en ese tema. Y
le pasaba lo mismo que a mi prima. Deseaba tener un título, pero no para usarlo o para alardear de él.
— ¿Era
en obsequio a sus padres?
— Sí.
—
Pues
lo mismo que yo. Los títulos no me importan nada. Lo hago por mis padres.
Lo
mismo me pasa a mí. Mi pobre madre, que
sufrió tanto durante la guerra civil española, prácticamente sólo conoció
la piña en lata y eso cuando repicaban
gordo. Ahora en obsequio a su memoria tomo con frecuencia piña natural con
langostinos, que nunca deben faltar el día de su onomástica.
Y es
que Sanjosemaría se dio cuenta de algo de lo que también se dieron cuenta
Napoleón Bonaparte, Elizabeth Taylor, Monsegneur Pamplin, el rector de la
Universidad de Premburgo y en general cualquier personaje. A saber, que para
que a uno lo tomen en serio y le hagan caso, no puede ir vestido con
andrajos, presentarse de cualquier
facha ante los demás o parecer, por lo que dice o por lo que hace, un mindundi.
Para
que a uno le hagan caso es mejor tener chofer, coche como el de un ministro, y
avión privado. Y trasmitió ese espíritu a sus hijos e hijas. Los sacerdotes de la Obra, mejor con gemelos
en las camisas y cuellos duros. Los
demás al mismo tenor. Las casas también en el mismo tono. Todo lo más señorial posible.
(Y aquí hago un paréntesis, para disentir de
un tópico que aparece en Opuslibros: el de las casas lujosas. Lujosas en
apariencia. Ejemplo, Molinoviejo. Aparte de cinco celdillas, decoradas con
pinturas murales me parece que pintadas por Boro —nuestro Fra Angelico—,
teníamos que dormir en un habitáculo que se llamaba El Decanato, que en
definitiva era un dormitorio corrido. Aparentemente era un chalecito de lujo en
medio del campo. Pero ¡qué birria! Y así siempre: hacinados con apariencia de
desahogo. El fundador decía:
— Practicamos una
pobreza que no tiene voz pare decir: soy pobre.
Pero en Molinoviejo sí
había una suite —habitación y antecámara con despacho— para él. En un rasgo de generosidad, le oí afirmar:
— Tengo dicho que esas
habitaciones que me preparan en las casas de retiro, cuando yo no esté que las
usen. ¿Cabe mayor humildad? ¿Cabe mayor
desprendimiento?).
Y lo
propio pasó en Roma. Al llegar a Roma a mediados de los cuarenta no le hacían
caso. Y le dijo un monseñor:
— Para
que les hagan caso, no tienen ustedes que parecer unos pobretones, unos don
nadie. Mire usted a lo orden tal o a la congregación cual. Tienen sus casas
generalicias. Sus edificios. ¿Tiene usted algo igual?
Pues a
ello se puso. Y el fundador se santificó durante muchos años de su vida levantando Villa Tevere con sus
oratorios y sus terrazas y su giardino
del no se qué y su scala romana del
no sé cuántos y su camera pompeiana. Recorría aquellas logias, con
sus arquitectos, obreros y ayudantes dando órdenes aquí, ideas allá y
sugerencias a pintores y escultores, Y
por supuesto dejando a todos encandilados con su sabiduría, buen hacer, buen
gusto, sentido del humor y dedicación a las cosas pequeñas. ¿Y como se consigue
todo esto? Exigiendo en nombre de la santidad dinero a sus hijos e hijas, con
campañas para recaudar dinero para el “Colegio Romano”. Al consiliario de
España, Antonio Pérez, lo tenía frito de tanto exigirle más y más dinero, para
esa obra tan santa que es Villa Tevere. Era necesaria para que se abriesen las
puertas de la curia. Para tener entrada en la curia como otras instituciones.
Villa Tevere sigue ensanchando y
creciendo. A más metros cúbicos edificados, más santidad. Me parece que ya
comprende toda la manzana de las calles Bruno Buozzi y Villa Sachetti.
(Por contraste me viene a la cabeza la
fundadora de una institución religiosa que, después de haber visitado Roma y
las hermosas casas generalicias que allí hay, dispuso para su institución que
nunca tendrían algo parecido a una casa
generalicia ni en Roma ni en ningún sitio — ¡todos a trabajar!—, por entender
que quienes las ocupan son gente que se adocena).
Las
personas metidas por caminos de vida interior hacen caso a quienes son o les
parecen santos. San Josemaría ya destacaba desde pequeño como muy santo. Y si
no, leed las biografías que de él se han escrito. Necesitaba que le tuviesen
por santo y lo sigue necesitando. Si no, ¿quién va a hacer caso a un sacerdote?
Actualmente, culminado con éxito—porque había mucho empeño en ello— su proceso
de canonización, el Opus Dei tiene como aval que lo fundó un santo. El éxito de
una empresa sobrenatural no es suficiente. Ahí está el padre Marcel —fundador
de los legionarios de Cristo—
arrinconado en una vida de oración y penitencia, por haber abusado de
menores. Cuando murió el fundador, su sucesor Álvaro del Portillo dispuso que
había que provocar lo que él llamaba —al parecer se llama así— la apoteosis de los santos. El fenómeno
consiste en que cuando un gran santo fallece se obran prodigios que testimonian
su santidad, como conversiones masivas, milagros y otras manifestaciones. Para
la apoteosis de Sanjosemaría don Álvaro del Portillo dispuso que ese año
pitasen muchos.
Cuando
fue a visitar a Pablo VI, éste le preguntó qué tal iban las cosas después del
fallecimiento del fundador, a lo que don Álvaro respondió que estaba muy
preocupado. El papa lógicamente quiso conocer la causa de su preocupación, a lo
que don Álvaro respondió:
— Es
que nuestro fundador está tan activo desde el cielo que vienen muchísimas
nuevas vocaciones. Todas las labores crecen y marchan mejor. Y yo no doy
abasto. Esa es mi preocupación.
A lo
que Su Santidad respondió asombrado:
— ¿Y
eso es todo el problema?
Desde
luego que don Álvaro haya dado instrucciones para que hubiese apoteosis, resta valor a esa apoteosis. Y resta valor también a su deposición como
testigo —prácticamente el testigo— en
la causa de beatificación y canonización del siervo de Dios.
El
Opus Dei, aunque ya no es ni sombra de lo que fue, tuvo sus momentos de éxito.
Ese éxito no estuvo basado en convertir al infiel o en el apostolado ad fidem. El fundador del Opus Dei a lo
que se dedicó fue a convencer a todo católico practicante de que tenía un
mensaje divino, tenía una misión divina, tenía algo importante entre sus manos.
Gentes proclives a aceptar que un sacerdote gordo y con gafas, perdido por aquel Madrid de los años
treinta, tiene un mensaje divino son difíciles de encontrar aun entre los
católicos practicantes. Pero los
encontró. Hacía mortificaciones ostentosas que dejaban el cuarto de baño
con manchas de sangre. Se ponía un
solideo para parecer mayor y tener aspecto venerable. Durante un cierto tiempo
decía misas que duraban mucho tiempo como manifestación de su unción, etc. Él
era un sacerdote excepcional al que había que hacer caso.
Los
adeptos florecieron entre los católicos practicantes, que iban a misa, se
confesaban regularmente y rezaban el rosario.
— Y
¿qué mérito tiene convencer de que sean
buenos católicos a quienes ya lo son?
— Pero
es que antes no estaban entregados.
— Y,
¿en que consiste esa entrega?
— En
que hagan caso al santo. Que le
obedezcan, que lo secunden, que le den su dinero, sobre todo su dinero, y sus
energías y su todo.
Es
cierto que las órdenes, congregaciones religiosas y instituciones de vida
consagrada o apostólica reclutan a sus adeptos entre católicos practicantes,
que van a misa, se confiesan regularmente y rezan. Pero tras reclutarlos se
dedican a actividades específicas: atender enfermos, enseñar la doctrina
cristiana, llevar a cabo tareas misionales en países subdesarrollados, etc.
En
el caso del Opus Dei “no se saca a nadie de sus sitio”. Y ¿qué
pasa con ese estereotipo de mujer que
produjo la sociedad burguesa, más propia de los años cuarenta que de hoy, consistente en no hacer absolutamente nada,
en ser una señorita?
—Pues
que siga sin hacer nada. Ahora bien, que duerma en tabla y pida permiso cada
vez que quiere beber agua. Y por supuesto que nos dé su dinero. Con eso y el
cumplimiento de unas normas de piedad, ya tenemos una santa. No hay que sacarla
de su sitio.
Tampoco
hay que sacar de su sitio al numerario. Del numerario se espera que tenga una
profesión, que es lo que tiene que santificar: santificar la profesión,
santificarse en la profesión, santificar con la profesión y quizá santificar
con algunas otras preposiciones la
profesión o el oficio.
Tanto
en un caso como en otro —el de numerarias y el de numerarios— la problema estriba en la disponibilidad.
La numeraria ha de estar dispuesta a dedicarse a la Administración de Nuestras
Casas y el numerario a tareas internas o a ser sacerdote. Hubo una época en
que el fundador se consideraba con derecho a exigir a cualquiera de sus hijos
—espirituales se entiende— que se ordenase. Recodad que el pobre Fisac logró que el fundador
le diese garantías de que no le pediría que se ordenase. Fisac fue
afortunado; pero a un médico, de cuyo nombre prefiero no acordarme, que no
quiso ordenarse lo envió a los Andes a convivir con las llamas e inditos y a comer cochinillos y otras exquisiteces,
para que ejerciese allí la medicina que era lo que le gustaba como profesión.
Él médico en cuestión se quejaba por haber recibido represalias. Después de
bastantes años, Sanjosemaría, paso a decir que cuando alguien era interrogado acerca de si quería o no ser ordenado debía
responder con “exquisita libertad”. Detrás de ese cambio de criterio estaba
el c. 214 del antiguo código de 1917, que exonera de las obligaciones inherentes
al sacerdocio a quienes tuvieron que
padecer la ordenación coaccionados. Aun así el ejercicio de esa “exquisita
libertad” no está exento de cierta
marginación.
(Aprovecho para aclarar que en el Opus
Dei las libertades se dividen en
“exquisitas” y “no exquisitas”. Por ejemplo, para confesarse con un sacerdote
que no es de “casa” uno tiene libertad, pero no “exquisita”. Para ir al funeral de un familiar o a una
boda uno puede tener libertad, pero no “exquisita”. Para que a uno le cambien de país en el que vive la libertad es
“exquisita”).
En
realidad, el numerario o la numeraria quedan —la palabra viene de fraude—
defraudados. Les dijeron que tenían que santificarse por la profesión,
santificar la profesión, santificarse en la profesión, santificar con la
profesión. Y con lo que se encuentran es que les piden que se haga sacerdote o
que ocupe el cargo tal o el cargo cual en una obra corporativa o en la
delegación o en el consejo general. En el caso de las mujeres se las
exquisitea para que se dediquen a
tareas domésticas.
—Es
que nuestra entrega implica renunciar a nuestra profesión, si las necesidades
de la Obra así lo aconsejan.
Al
fundador le molestaba que la gente se negase a desempeñar ese tipo de labores.
Y afeaba esa conducta.
Pero a
lo que iba. Iba a lo de que cada uno debe santificarse “en su sitio”. En el
caso de los curas diocesanos hubo dos momentos. Al principio los buscaba y
trataba para que atendiesen a sus hijos espirituales laicos. Pero le salieron
rana. Fueron, en frase suya, “su corona
de espinas”. Posteriormente le renació el impulso de ocuparse de la labor con
sacerdotes diocesanos, pero ya con otro sentido. A punto estuvo de abandonar el
Opus Dei, para dedicarse a esta tarea. Vázquez de Prada en su biografía en tres tomos sobre el
fundador del Opus Dei dice en el primero que Dios Nuestro Señor le hizo ver que
no era necesaria una nueva fundación. A mi modo de ver más que Dios nuestro
Señor quien le dio la idea fue un personaje de curia, al que había comunicado
su inquietud por trabajar con sacerdotes diocesanos.
— ¡No
seas tonto!, le atajó. ¿Para qué vas a hacer una nueva fundación? Mételos dentro del Opus Dei. Busca alguna fórmula para
que quepan.
Así lo
hizo. Y hasta hoy. Esos sacerdotes están incardinados en su propia diócesis. La
Obra sólo se ocupa de su dirección espiritual. Teóricamente esa dirección
espiritual está encaminada a que se santifiquen en su tarea diocesana, todo con
el obispo, todo para el obispo, todo desde el obispo. Pero en la práctica lo
que se les pide es barrer para la Obra: que traigan vocaciones para el Opus
Dei, que atiendan obras corporativas o personales del Opus Dei, que hagan
cooperadores del Opus Dei. Sucede algo parecido a lo que acontece con los
numerarios. El banderín de enganche es lo de santificarse con, para, etc.; pero
la realidad es otra. En el numerario la profesión ha de pasar a un segundo
plano. La diócesis y los trabajos diocesanos también han de pasar a un segundo
plano en el caso del sacerdote diocesano. La dirección espiritual —tal como la
entiende el Opus Dei— incluye el apostolado. En el caso de los sacerdotes
diocesanos dirigidos espiritualmente por el Opus Dei esa dirección comprende
sus tareas sacerdotales. ¿Quién mejor que los dirigentes de una prelatura
personal para aconsejar al sacerdote de una diócesis el apostolado que tiene
que hacer? En la práctica el sacerdote
diocesano espiritualmente dirigido por el
Opus Dei lo que debe hacer como actividad prioritaria, es proselitismo para el Opus Dei,
especialmente quizá con otros curas diocesanos.
(En Opuslibros he leído varios escritos en
los que se estudia la figura de las prelaturas personales, para concluir que la
prelatura Opus Dei no es una diócesis personal, como les hubiera gustado. Así
es sin duda, pero con la figura de la prelatura se han salido con la suya. No
serán una diócesis; pero ya no dependen de la Congregación de Religiosos como
antes, y están ubicados al lado de los ordinarios diocesanos y en la pomada del
clero secular. Ese es el ámbito ideal
para conseguir adeptos, simpatizantes y amigos entre los monseñores, cardenales, ordinarios y papas).
El resultado
es similar. El Opus Dei tiene como principal
campo de su apostolado los católicos practicantes —de misa y comunión
diaria—, los sacerdotes, los obispos y hasta el mismísimo Romano Pontífice. Al
parecer, cuando se haya conseguido que todos ellos sean muy del Opus Dei,
habremos conseguido esparcir la santidad por el mundo.
A mi
me entran serias dudas de que cuando se haya logrado que los obispos
diocesanos, los sacerdotes y los católicos practicantes encuentren su dirección
espiritual en el Opus Dei, tengan
devoción al fundador, cariño a Tía Carmen y Villa Tevere haya crecido dos o
tres manzanas más; cuando todo eso suceda ¿se habrán alcanzado grandes cotas de
santidad en medio del mundo? No me da esa impresión. Entre otras cosas porque ese crecimiento deja a muchas almas por los caminos del rejalgar y del infierno.
Pitan muchos, pero despitan otros tantos. “Recorréis mar y tierra —leemos en
Mateo 23,15— para hacer un prosélito y una vez hecho lo hacéis dos veces más
hijo del infierno que vosotros”. ¿A qué
tanto proselitismo?
— Del
hijo mío (se entiende espiritual) que no persevera no apuesto ni cinco céntimos por su salvación.
Y uno
no puede menos de razonar: ¿por qué poner a tantas personas en peligro de
no perseverar, siendo así que las cifras de despitajes son estremecedoras?
¿No será mejor que nadie pite? La
apoteosis de los santos provocada por don
Álvaro, consistente en que pitasen más de lo habitual, condujo lógicamente
a más gente apremiada a pitar con la consecuencia de que se hacía pitar a
quienes carecían de las necesarias condiciones para perseverar. Y al no perseverar
se encuentran caminito del infierno. La apoteosis de Sanjosemaría podría ser
representada así. Sanjosemaría elevándose en ascensión al cielo, mientras
muchos otros —sus hijos no perseverantes— se precipitan al infierno.
Y uno se pregunta:
—
¿Cuántas gentes es necesario que se
condenen para que haya un santo?
— ¿Y
por qué tengo yo que condenarme, puesto que no perseveré, para que Escrivá de Balaguer sea santo? ¿Por
qué me hicieron pitar?
A Fisac le dijo
don Álvaro, después de que hubiese abandonado la Obra, que en realidad
con él se habían equivocado. Como era muy generoso, habían tomado esa
generosidad suya por vocación al Opus Dei. Pero ¿y los demás? ¿No fuimos
generosos? Se habrán equivocado también con nosotros, con los que nos fuimos.
¿Y no se habrán equivocado con bastantes de los que están dentro?
Le oí
a un directivo de la delegación:
—
Cuando en un centro de San Rafael pasa el tiempo y no pita nadie, hay que dejar
que pite al menos uno, aunque valga muy poco, porque si no se desaniman.
Y si
ese uno no persevera, cabe preguntarse. ¿También le toca a él la gehena del
fuego inextinguible, por haber caído en la redes del proselitismo como consecuencia
de una de esas campañas de “a
por quinientos”? ¿Y si es sólo el fruto de las necesidades de
apoteosis, por ejemplo, de Monserrat Grases? ¿Y si sólo lo hicieron
pitar para que en su centro no se desanimaran?
Las cosas
están tan chungas que para que alguien no se desanime, se sienta realizado
y persevere en su vocación ha de conseguir prosélitos. Que esos prosélitos
se condenen por no perseverar es cosa que les atañe a ellos y no es culpa
del proselitista. Ahora bien, a los que nos hemos ido siempre nos cabe la
esperanza de pensar que no es justo que los que hemos propiciado, con nuestro
pitaje, que otros vayan al cielo nos condenemos y, en cambio, los que han
propiciado que nos vayamos al infierno se salven. Se atribuyen el mérito de nuestro pitaje a
ellos; no a nuestra generosidad. Ellos son buenos porque son proselitistas.
En cambio el demérito del despitaje nos lo atribuyen a nosotros; no a que
ellos hicieron pitar a quien carecía de las condiciones debidas.
¿Tendremos
sorpresas el día del juicio final? Le decía una beata a otra —asiduas ambas de
las mismas iglesias, conventos, saraos litúrgicos y juergas místicas—, tras
disputar sobre el número de los elegidos:
—
Convéncete, Constantina: al cielo iremos las de siempre.