Cómo
fabricábamos numerarios en México
Castalio,
10 de julio de 2009
Quiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades
Octavio
Paz
La banalidad de la “vocación” de numerario
La automatización
del proselitismo que realizan los
numerarios del Opus Dei en México ha hecho posible que cualquiera que se
acerque a sus actividades (cualquiera),
quepa en los dilatados cartabones de su muy exiguo y endeble perfil vocacional.
Por eso creo que el
Opus Dei en México, hoy por hoy, es todo menos una institución elitista. Todo
lo contrario: se trata de una máquina de producción de vocaciones (de numerario) hecha para trabajar con material
deleznable, es decir, con la medianía universitaria, con la masa anónima
urbana, con el estudiante de clase media (media-media o si mucho media alta,
nunca baja ni alta). Si su labor se limitara a cristianizar a ese tipo de gente
sería sin duda loable, pero no busca eso, sino incorporar a los más posibles a
la institución en calidad de numerarios o miembros célibes, no importando si
éstos tienen eso que en la Obra se llama “vocación”.
Dentro de la
categoría “vocación” (de numerario) cabe cualquier joven más o menos normal al
que no se le exige que reúna demasiadas condiciones de idoneidad y, menos aún, determinadas inquietudes o inclinaciones
intelectuales. Incluso, aunque se diga lo contrario, en la práctica que viví y
observé por muchos años en México, es preferible que carezca de estas últimas,
pues las personas que piensan demasiado
—dicen los directores de la Obra en este país— suelen ser muy complicadas de cabeza y eso les dificulta la entrega. Creo que bastaría con decir que
eso sucede, en efecto, con las personas que
piensan. El demasiado ya es
demasiado.
El Opus Dei ha bajado la vocación al celibato de las
alturas en las que se encontraba en otros tiempos: la ha acercado a las masas
urbanas, la ha modernizado y hasta popularizado, pero a la vez la ha vuelto
banal y desechable. Incluso, me atrevería a decir que la ha desacralizado.
A mi modo de ver,
ésta es la causa primera y principal por la cual se han salido cientos y
cientos de numerarios, y por la que se siguen y seguirán saliendo tantos, no
sólo en este país, sino en muchos otros.
No conozco otra
institución en la historia de la Iglesia católica que haya llegado a los
niveles que ha llegado la Obra de estandarización, generalización y
vulgarización del celibato y del concepto de vocación. Por eso en México ya sumamos cientos los que hemos dejado ese camino, quizá con la tristeza de
haber creído que teníamos una vocación
divina.
No niego la belleza
y trascendencia del mensaje de la Iglesia y del Vaticano II, recogidos y
estructurados de algún modo por Escrivá de Balaguer en su organización. Tampoco
niego el bien que ésta le ha traído a muchas personas en México y en muchos
otros países, acercándolas a las prácticas de piedad de la Iglesia y
animándoles a adquirir virtudes y desterrar vicios de su conducta. Lo que no
comprendo es el costo tan alto que eso tiene, pues para que la institución
funcione y se salven unos cuantos se hace necesario que cientos, miles, de
jóvenes se vean envueltos en el discurso de una supuesta llamada divina al celibato (como numerarios), que en realidad no es
sino el resultado de procesos estandarizados de cooptación, de manejo de la
información y de tácticas de manipulación muy bien calculadas y reglamentadas
por el fundador y sus seguidores.
Soy católico. Me
considero una persona normal dentro
de los patrones sicológicos generalmente aceptados. Deseo vivir una vida cristiana,
ahincada en la Verdad, en la caridad, y apoyada en la Gracia de Dios. Estudié
la Universidad y después hice estudios de posgrado en Europa con el ánimo de
servir mejor a Dios y a la sociedad en la que vivo. Sin embargo, por más que
leo, reflexiono, converso con colegas, no encuentro una respuesta a la gran
paradoja de la “vocación” de numerario que dije tener por más de veinte años. Y
trataré de explicar el porqué.
Mi experiencia de años en los
consejos locales
Para aquellos que
no estén familiarizados con el léxico del Opus Dei, el Consejo local es el órgano de gobierno de un centro. En la sección
de varones lo forman generalmente tres miembros (laicos): el director local, el
subdirector y el secretario y un sacerdote numerario. Se dice que éste último
asiste a las reuniones del Consejo pero
solamente tiene voz, no voto. Sin embargo, en la práctica es él
quien ratifica y autoriza moralmente las decisiones y acciones de los demás
miembros del Consejo.
Aquí me referiré de
modo particular a los Consejos locales de los centros en los que se hace labor apostólica con jóvenes, a la cual
se da el nombre de labor de San Rafael.
Creo que es ahí, en esos centros, donde se fabrican las vocaciones de numerario
a través de un conjunto de prácticas iteradas y estrategias humanas muy bien
calculadas, de las que difícilmente puede escapar un joven más o menos
bienintencionado.
Los miembros del
Consejo local nos reuníamos regularmente dos veces a la semana: una para tratar
las cuestiones relativas a la vida interna del centro y a las problemáticas de
los numerarios que ahí vivíamos (labor de San Miguel),
y otra para organizar actividades y dar seguimiento a las personas que, no
siendo de la Obra, participaban en ellas (labor de san Rafael).
La mayoría de los miembros de este tipo de consejos éramos jóvenes que
oscilábamos entre los veinte y treinta años de edad. Habíamos sido nombrados directores locales (director,
subdirector y secretario, respectivamente) por la Comisión Regional de México y
pensábamos que eso nos facultaba para decidir sobre la posible vocación al celibato apostólico de
cualquier persona.
Normalmente nos
dábamos cita a puerta cerrada en el despacho del director para tener aquellas
reuniones de consejo en las que repasábamos
minuciosamente la vida íntima y personal de cada uno de los asistentes a
los círculos, cursos básicos de religión, catecismos, meditaciones de los
sábados, tertulias culturales y labores sociales que se organizaban en el centro.
Era suficiente con que un estudiante (especialmente de la Universidad
Panamericana) participara en una de esas actividades para que de inmediato le
asignáramos un numerario que lo siguiera.
Anotábamos su nombre en una lista y le incluíamos como amigo de uno de casa o bien, como muchacho de san Rafael (todo
cuanto escribo en cursivas reproduce las expresiones características que se
usan como parte de la tópica opusina en México). Como señalaré más adelante, en esas reuniones se
hablaba de todo, absolutamente de todo, sin el menor empacho y sin el más
mínimo respeto a la intimidad y a la conciencia de nadie.
Desde el Consejo
local se trazaban metas y plazos para el nuevo prosélito en orden a que fuera
dando pasos firmes en el conocimiento
de la Obra (no se decía de Dios, sino de la Obra). Hablábamos de apostolado y proselitismo de modo indistinto, y decíamos preocuparnos por los
que se iban acercando a nuestras actividades. Pero en realidad, ahora que lo pienso con calma, no nos importaba
nada de esas personas sino su aproximación real al pitaje, esto es, a que escribieran lo más pronto posible una carta
dirigida al prelado en la cual le pedirían su admisión como numerarios. Si,
pasado un tiempo de trato apostólico,
como se solía decir, no daban esperanza de vocación, entonces los
eliminábamos de la lista o usábamos sus nombres para rellenar cuadros e inflar
los números en los Informes de San Rafael
que debíamos enviar mensualmente a la Comisión regional. Con ello
evitábamos ser reprendidos por los directores mayores debido a nuestra
ineficacia apostólica o a nuestra falta de celo proselitista.
No obstante nuestra
corta edad, hablábamos en aquellas reuniones del Consejo como verdaderos
teólogos expertos en la dirección espiritual y en el discernimiento vocacional
de la juventud, pues, como he dicho, creíamos que el nombramiento de directores nos daba un estatus especial en el mundo
de los mortales (como si fuésemos Caballeros Kadosch). Incluso, se nos llegaba
a decir, sin fundamento teológico ni canónico alguno, que por el hecho mismo
del nombramiento, teníamos Gracia de
estado, es decir, una Gracia divina que conlleva el ocupar cargos de
gobierno en la jerarquía de una institución eclesiástica. La consecuencia de
tal Gracia era nuestra capacidad de
acertar en materias morales y la consecuente confianza en nuestros propios
fallos y decisiones, especialmente cuando se trataba de interpretar la Voluntad
de Dios y mover a algún joven a que
pidiera la admisión como numerario, es decir, a que pitara.
Reuniones del Consejo con los directores de la Delegación y la Comisión
Cada dos o tres
semanas asistían a esas reuniones uno o dos directores de la Delegación
(gobierno del Opus Dei en la ciudad de México) y de la Comisión Regional
(instancia de gobierno en todo el país) para supervisar nuestro trabajo en el
centro. A estos directores se les denomina vocales
de San Rafael.
En aquellas juntas
el director de la casa abría una carpeta que llevaba estampadas las siglas
“SR”, es decir, San Rafael, que es el arcángel al cual se encomienda el
apostolado y el proselitismo (que en la Obra son una misma cosa) con la
juventud, razón por la cual, como he dicho, se le llama Labor de san Rafael. La carpeta estaba repleta de listas de nombres
de jóvenes, cuadros y gráficas de seguimiento de cada uno (trato personal) y esquemas de metas y plazos, lo cual solía
impresionar bien a los directores mayores, que se sentían contentos por la profesionalidad con que ahí se hacían
las cosas (sic).
La dinámica de la
reunión con los directores de la Delegación o de la Comisión era muy típica.
Llegaban a la casa, siempre muy bien plantados y con sus típicas corbatas de
regimiento y escudos, entraban
saludando a todos con aires de sencillez, normalidad y un optimismo
desbordante. Por lo general comían con todos los que ahí vivían y aprovechaban
para calar el ambiente del centro
(sic). Luego se quedaban a la tertulia en la que contaban puros éxitos y
triunfos de las labores de la Obra. Tras levantar
la tertulia hacían cara de circunstancia y se iban al despacho del director
con todos los demás miembros del Consejo local, incluyendo al cura. Cerraban la
puerta, prendían un foquito rojo para que a nadie se le ocurriera interrumpir o
tocar mientras estaban ahí reunidos. Por lo general la junta empezaba con algún
comentario baladí por parte uno de ellos o de los ahí presentes, ya fuera sobre
el clima o sobre lo pesado del tráfico en la ciudad, o bien sobre los arreglos
que se le estaban haciendo a la casa o alguna otra cuestión por el estilo.
Esto, con la finalidad de restarle solemnidad o para crear una atmósfera de
normalidad en la que se atenuara la severidad de lo que ahí se iba a decir y,
sobre todo, a decidir.
En esto último
(creación de atmósferas artificiales de normalidad), todos en la Obra, éramos
verdaderos magos de la palabra y el gesto. Creo que ahora ha decaído ese arte de la impostura, como le llama
Doliña, pues si bien se sigue recurriendo a él, no se logra la eficacia como en
otros tiempos.
Pero no nos distraigamos
del asunto primordial. Decía que en esas reuniones se empezaba con comentarios
sin importancia y en un momento dado el director de la casa —no sin algo de ese
nerviosismo propio de quien es auditado por sus superiores— iba mencionando uno
a uno el nombre de los candidatos a pitar
o a pedir su admisión como numerarios, y daba cuenta puntual de cada uno de
ellos a todos los asistentes a la reunión, o sea a los seis o siete que ahí se
encontraban. Refería sus adelantos en el cumplimiento del plan de vida (prácticas de piedad, como por ejemplo, rezar el
rosario, ir a misa o hacer oración), sus calificaciones en la universidad, su
carácter o perfil sicológico, su relación con la familia y con los compañeros
de clase así como su vida sexual íntima, es decir, la forma en que vivía la pureza. De esto último, al
menos cuando yo fui miembro de un consejo local, se daban pelos y señales con
expresiones como ha tenido caídas
esporádicas, o bien, tiene
confusiones más bien afectivas, pero es por su edad, no creemos que tenga
problemas serios de desviación o algo por el estilo.
Se debía saber con
toda certeza si el candidato a pitar
había tenido vínculos con seminarios y congregaciones de religiosos, e incluso,
como decía don Álvaro del Portillo,
si había pertenecido a «pequeñas
organizaciones [religiosas] sin rumbo fijo» (Instrucción del 19-III-1934, n. 18), pues eso podría
llegar a ser un impedimento para que alguien se hiciera numerario. Si no se
contaba con esa información, se planeaban los modos sutiles de obtenerla del
incauto candidato. En la época
en que fui miembro de consejos locales se insistía especialmente en esto, pues
la erección canónica de la Obra en prelatura personal era muy reciente (28 de
noviembre de 1982), y se temía siempre por la posible confusión entre las
formas de actuar de los laicos y las de los religiosos o miembros de las
congregaciones y «organizaciones
sin rumbo fijo». La manera de saber si el candidato a numerario
no tenía este terrible inconveniente, la previó el fundador en la Instrucción
sobre el modo de hacer proselitismo (1934),
en donde leemos esta advertencia táctica a la que él considera como parte de
las normas de prudencia en la
actividad proselitista de su fundación:
Una pregunta es preciso que hagáis antes de
comenzar vuestra labor de proselitismo. Y esta pregunta tendrá por objeto saber
si aquella alma, que buscáis, ha hecho algún compromiso espiritual en otra
organización de celo. En caso afirmativo, dejadla y consultad a vuestros
sacerdotes…
Resuelta esta
espinosa cuestión, se revisaban otras metas
con vistas a su pronta (lo más pronta posible) incorporación a la Obra. Si en
algo estaba flaco el candidato aludido, se formulaba en el Consejo local un
plan de acción más o menos detallado para zanjar su problemática o se le dejaba
pedir la admisión (pitar) con la idea
de que lo superaría más adelante. Esto, siempre que no se tratara de un vicio
muy arraigado (especialmente en cuestiones de sexualidad o pureza).
Tras repasar la lista de pitables del centro, que era
como se decía en aquellas reuniones, se llevaba a cabo una suerte de
discriminación distinguiendo a los que estaban
más cerca (de pedir la admisión) de los que no lo estaban tanto. Al final
quedaba una lista de jóvenes selectos (aunque más bien debería decir seleccionados) y se volvían a repasar
las trayectorias y metas de cada uno para puntualizar (para concretar, se decía). Solían concluir el
examen de esta última lista de candidatos, con esta pregunta (dirigida a los
noveles directores del centro): «¿Y a
éste qué le falta entonces para pitar?» Y el director local solía contestar
en tono de perplejidad y en ocasiones de cierta impotencia, más o menos lo
siguiente: «prácticamente nada… sólo un
pequeño empujón», a lo cual respondía alguno de los pitonizos mayores con
frases como estas: «¡Pues mucho ánimo!»,
«¡a seguirlo para que no se nos enfríe!»,
instando de ese modo a la acción sin límites y a la oración y mortificación
por el elegido. Y ya que menciono
esto último, no puedo negar que muchos de quienes así actuábamos (y actúan) en
los Consejos locales, solíamos emplear la palabra «encomendar» al concluir esas reuniones de trabajo, quizá para
enderezar de ese modo nuestra intención, o para acallar la conciencia cuando
todo aquello nos parecía… demasiado humano, demasiado estratégico, demasiado
calculado para ser algo divino.
Desde luego la
posición de los directores mayores de la Delegación y la Comisión era por demás
cómoda, pues ellos no solían hacer nada
en la práctica proselitista, y cuando lo hacían, en alguna convivencia o retiro
espiritual para jóvenes, a los que asistían de vez en cuando, se comportaban
siempre como superiores, como padres
provinciales o visitadores que llamaban a algún joven pitable que no los conocía de nada, para empujarlo (animarlo) a pedir la admisión. Por lo
general sólo daban indicaciones y criterios sobre el modo de seguir a los jóvenes, de llevarlos por un plano inclinado
(inclinado hacia la Obra), así como sobre la forma de hacer las cosas. Eso sí,
tenían un ojo visor impresionante: eran los primeros en censurar cualquier
actividad que se saliera de los esquemas aprobados por el fundador y por ellos.
Eran los primeros en recriminar, reprender y delatar a sus hermanos ante los
demás directores superiores cuando no les parecía algo de aquellos ingenuos y
soñadores directores locales.
Recuerdo que me
tocó organizar y dirigir muchas de esas convivencias
de San Rafael para universitarios en las que no me enteré de los temas que
se tocaban en las charlas y conferencias, pues pasaba la mayor parte del tiempo
hablando con los pitables,
haciéndoles insinuaciones de una posible llamada de Dios, o animándolos a que
pidieran su admisión ahí mismo. Cuando tenía un poco de tiempo para respirar,
me llamaban los terribles y asediantes vocales
de San Rafael, a los que nada les importaba de lo que se dijera en las
conferencias pues sólo asistían a esas actividades para alimentar la máquina de
fabricar vocaciones. Pasaba largos ratos caminando por los jardines de
Montefalco y Mimiahuapan, hablando con esos inquisidores de metas mientras el conferencista hablaba
de la crisis de valores de la juventud, la pobreza mundial, la globalización o
temas por el estilo. Quería escucharlos porque me interesaban los temas, pero
si me sentaba entre el público, se me tachaba por ser un director idealista y
tonto que no se daba cuenta que esas cuestiones (las crisis, la globalización,
la pobreza mundial) nada importaban frente a la imperiosa necesidad de
vocaciones, de que pitaran muchos…
todos los que fuera posible, acaso porque ese era el camino para solucionar
todas las crisis del mundo: el que la Obra (que era más que la Iglesia)
creciera y expandiera el mensaje de Escrivá (más que el del Evangelio). Cuando
llegué a sentarme y poner atención en lo que decían los conferencistas
invitados, de inmediato me sacaban, porque me llamaba el vocal para pedirme cuentas. Siempre tras bambalinas. Incluso, yo
hacía creer a los jóvenes asistentes a esas convivencias, que aquello (los
temas de las conferencias) implicaba un interés verdadero en la formación que
daba la Obra. Pero todo era parte de ese dar liebre por gato. Era anzuelo para pescar o, como dicen en España,
para pillar a aquellos jóvenes ingenuos,
muchos de los cuales llegaron a pitar
creyendo que lo que nos importaba era la pobreza mundial o la crisis de valores
en la globalización.
Pero volvamos a la
dinámica de las reuniones del Consejo local. Al final del repaso de la vida de
cada uno de los jóvenes que asistían a los medios de formación que se daban en
el centro, el director local, pluma en ristre, anotaba con toda atingencia en
su carpeta de “SR”, las metas que le iban señalando (sugiriendo, de decía) los directores del gobierno superior para
comunicárselas de inmediato, en la charla fraterna (así se llama en la Obra al
encuentro semanal con el director local en el que se da cuenta de conciencia) o
antes, al numerario encargado de cooptar a su amigo, que en la jerga de la Obra se dice: el numerario que lo trata (el que lo sigue, lo asedia, le telefonea
para invitarlo a cuanta actividad hay en el centro). Y todo funcionaba casi
automáticamente. El director le decía al numerario joven lo que tenía que decir
o preguntar al amigo, aquél obedecía
a pie juntillas y el amigo iba
haciendo lo que se le decía, pues estaba de por medio su posible respuesta a
una llamada divina. A mí me llamaba la atención que, aunque todo discurría en
una atmósfera de sacralidad (bien
encomendada), nada de lo que se planeaba en esas reuniones ni de lo que se
resolvía con respecto a las personas correspondía con las tácticas y los modos
humanos (insisto, muy humanos) de planeación estratégica de la labor de San Rafael.
Como he dicho, en
esas reuniones semanales a puerta cerrada informábamos a los demás miembros del
Consejo local o, en su caso, a los temibles directores de la Delegación y la
Comisión, de las cosas más íntimas de los jóvenes que iban por el centro. De lo que informábamos dependía en buena medida que
se diera la luz verde o se alzara la roja para que una persona pidiera su
admisión como numerario, o bien, como agregado o supernumerario (ahí se hablaba
de impedimentos impedientes y todas esas cosas).
Pero la información
que dábamos no siempre era puntual, esto es, sobre hechos o dichos concretos
que nos contaban nuestros amigos o
los numerarios jóvenes respecto de la intimidad de sus amigos, sino que a menudo se completaba con teorías interpretativas
personales más o menos elaboradas y con apariencia de agudeza, así como con
comentarios que eran propios de hombres altamente intuitivos y conocedores
profundos del oficio de almas. Decíamos, por ejemplo, que un joven podía pitar, pero quizá de supernumerario,
pues, debido a la forma en que había sido tratado por sus padres en la infancia
y la adolescencia, tenía una idea
distorsionada de la autoridad por lo que seguramente le costaría la vida de familia si pitaba de numerario.
Y otras cosas por el estilo. Además, de este modo, diciendo teorías e interpretando
las situaciones recibíamos reconocimiento como directores locales eficaces y
buena fama y consideración entre los directores de la Delegación y la Comisión.
En otras palabras, las confidencias que nos hacían los jóvenes que daban esperanza de vocación eran en no
pocas ocasiones las piedras sobre las que elevábamos nuestro nicho de prestigio
en la institución. Así de humana, así de rara y enredosa era toda aquella
dinámica de seguimiento, control y celo
por las almas.
Así pitaron muchos. Tantos cuantos caían en
nuestras manos y se dejaban arrastrar por nuestra capacidad suasoria, por
nuestras invitaciones, por nuestros discursos, por nuestras estrategias
apostólicas. Con esos dos librejos de eficacia más que probada a lo largo de
los años, Camino y El valor divino de lo humano, los
enfrentábamos consigo mismos; les generábamos una crisis perfectamente prevista en el Consejo local, en donde se
decían cosas como «ahora convendrá darle
a leer a Fulanito algunos puntos de Camino sobre la generosidad para que se
decida pronto». Parecía que nadie resistiría su lectura para entregarse
para siempre a Dios. Los dos libros hablaban con una fuerza enorme de temas muy
convincentes y altamente seductores para cualquier joven más o menos idealista
(al menos lo eran hace algunos años) como abandono
de la mediocridad, caudillaje y heroísmo, entrega sin reservas o aventura cristiana. Y aquellos que los
leían quedaban pasmados al reconocer la mezquindad y vacuidad de sus vidas, por
lo que, consecuentemente, y a instancias del cura y del numerario que los seguían, se sentían interpelados
para hacerse del Opus Dei, para
pitar de numerarios.
En otras palabras,
no había un proceso de discernimiento de la vocación propiamente dicho, sino un
proceso de presión creciente, de invitaciones y planteamientos de entrega generosa, de seguimiento,
insistencia y santa coacción.
Incluso, en algunos casos (eso en lo personal no recuerdo haberlo hecho), se
les planteaba salvajemente el pitaje
como condicionamiento de su salvación eterna. Entonces los jóvenes se
entregaban sin más, pitaban…
escribían su carta al prelado solicitando ser admitidos como numerarios y
prometiendo su fidelidad para toda la vida. En los años que fui numerario me
tocó ver pitar a decenas de jóvenes
ilusionados con un ideal, quizá cientos, aunque muchos lo hacían sólo por
sentimiento, por azoramiento y confusión. La mayoría ya no están dentro, quizá
porque nunca debieron estarlo.
Lo más grave de
todo esto es que muchos de ellos no piensan como aquellos que «prestaron un año» de su vida en la
Legión de Cristo, o los que durante sus años de universitarios formaron parte
las Juventudes Marianas dirigidas por
los Jesuitas o asistieron a alguna misión apostólica con los hermanos maristas,
sino que creen que pertenecieron a una institución por ¡vocación!, por una ¡llamada
divina! a la que quizá dijeron que no. Creen que fueron parte de una
institución en la que vivieron el celibato con el compromiso de hacerlo para
toda la vida… y son muchos, muchos, los que fueron y ya no son, los que le fallaron a Dios. Más de los que pudiera
imaginarse el lector. En el caso de México, estamos hablando de cientos de
jóvenes que pitaron y despitaron, y quizá ya sean más de mil. Ese es el trato
banal que se le da en la Obra a algo tan sagrado como es la entrega de la vida.
Recuerdo que en
muchas ocasiones, los jóvenes que formábamos parte de un Consejo local,
autorizábamos que un joven pidiera su admisión o pitara, con frases tan superficiales como esta: «Sí, que pite Fulano, total ya luego se verá
más adelante si es lo suyo». Recuerdo haberle escuchado expresiones de ese
tipo, no sólo a los jóvenes directores de los centros, sino a personajes como
don Florencio Sánchez Bella y a todos los vocales de san Rafael de México,
especialmente a Ramón Ibarra, el mismo que luego fue rector de la Universidad
Panamericana. ¡Vaya frivolidad, vaya irresponsabilidad, vaya inmoralidad!
El Seguimiento de los pitables
Como he dicho, en el
proceso de fabricación de numerarios y de “vocaciones” nada se dejaba a la
improvisación. Recuerdo que cuando era miembro de algunos de esos Consejos
elaborábamos todo tipo de cuadritos de control para el seguimiento de los pitables.
En ocasiones, sobre
todo en el Centro de Estudios de la ciudad de México (CIES), se tenía un despacho semanal con cada uno de los
numerarios jóvenes que ahí vivían para revisar metas, controlar y dar
seguimiento a los amigos de acuerdo a
las directrices del Consejo local y de los vocales de San Rafael. Para ello se
señalaban día y hora fijos para que
cada uno de los que ahí vivían fuese pasando con el subdirector del centro para
informarle sobre el estatus de cada uno de sus amigos. En aquellos terribles despachos se solían (y se suelen)
decir cosas como éstas: Con Fulanito me
tomé un café y le planteé la confesión, con Zutanito hablé sobre la pureza y me
comentó que sus caídas son cada vez menos frecuentes, aunque sigue teniendo
problemas en ese «terreno», con Perenganito creo que no hay nada que hacer por
lo pronto, sino fomentar la amistad con él. Luego venían las indicaciones
del subdirector centrando la atención en aquellos
amigos que daban más esperanza de vocación. Con esos había que estar, es decir, ir a sus casas, conocer
a sus familias, obtener la información más relevante sobre sus disposiciones interiores, invitarlos a
tal o cual actividad para que encajaran
en el ambiente del centro, invitarlos a comer a la casa, ir por ellos para llevarlos y traerlos a
donde fuese necesario y, cuanto antes, lograr que hablaran con el sacerdote y
asistieran a un retiro espiritual (curso
de retiro) a Toshi, a Mimiahuapan o a Montefalco. Pero nada de esto, como he
dicho, se dejaba al azar. Mientras el subdirector señalaba las acciones
concretas a seguir con cada uno, el obediente numerario apuntaba en su agenda
cada indicación. Bastaba con ver la agenda de un joven numerario para
corroborarlo, aunque eso no es tan fácil, pues a menudo encriptan los datos con
siglas y un montón de abreviaturas.
La forma en que
dábamos seguimiento a los pitables,
resultaba terrible y por demás asediante. Además, se producía una tensión
interior en los jóvenes del Opus, que tarde o temprano terminaban por hartarse
de aquellas tácticas artificiosas y de esas maneras tan poco respetuosas de la
libertad con las que eran impelidos a actuar.
El joven numerario
que se encargaba de jalar y convencer a sus amigos de que se hicieran de la
Obra, siempre estaba entre la espada y la pared, pues por un lado, oíamos decir
en charlas y meditaciones que no debíamos instrumentalizar la amistad, que a
los amigos debía querérseles de verdad, pues cada uno representaba la Sangre de
Cristo. Además, se les (nos) decía constantemente que lo que hacíamos era en
bien de la Iglesia y que cooperábamos con nuestro apostolado (proselitista) a
la redención de la Humanidad. Pero por otro, contradictoriamente, se les (nos)
obligaba a actuar con un sentido totalmente distinto, a instrumentalizar la
amistad, a sacar información sutil y veladamente.
Alguna vez, siendo
director de uno de esos Consejos locales, le dije a un subdirector dubitativo y
desanimado, que aquellas tácticas, aunque pareciera lo contrario, no eran sólo medios humanos, sino que debían
entenderse a la luz del Evangelio, pues no hacíamos otra cosa sino lo que
correspondía a un apóstol (moderno,
por supuesto). Pero con el tiempo, me di cuenta de que hacíamos que pitara cualquiera que se acercaba a los
centros. Absolutamente cualquiera. Lo digo con total certeza: pitaba cualquiera. El sistema no
fallaba: invitaciones constantes a actividades, diálogo con el cura, confidencias con el laico y con el
director del Consejo local, círculos en los que se insinuaba la entrega de muchos modos, meditaciones
sobre generosidad y tertulias entrañables con el Licenciado
Pacheco o con Carlos Llano, en las
que se hablaba con todo descaro [sic]
de la vocación.
Todo esto, bien
previsto y ejecutado, era altamente eficaz, pues lograba generar en los
asistentes eso que, como he dicho, en la Obra llaman crisis de la vocación. Se trata de una crisis que se produce por comparación, asimilación e imitación,
amén de la parenética discursiva que va implícita en todas sus actividades y
charlas. Además, los jóvenes numerarios suelen creer ciegamente en lo que hacen
y su convicción idealista produce una suerte de contagio emocional en sus amigos, es decir, en los jóvenes que tratan. Por eso pitaron cientos de
personas a lo largo del tiempo en que fui numerario (más de veinte años) en la
ciudad de México. Sin embargo, a poco de haber pedido la admisión, a la mayor
parte de ellos se le veía dudosos, desencantados, y con una absoluta falta de
convencimiento. Muchos de ellos (decenas, cientos) se salieron de la Obra, pero
yo seguía diciendo (y diciéndome) que aquello contaba con el sello de garantía
divina, pues eran tácticas humanas y procedimientos efectivos justificados por
el fin sobrenatural.
«Hablar para pitar»
Pero volvamos al
proceso de pitaje. Una vez que el
consejo local daba luz verde, lo
importante sería entonces situarnos ante el candidato y hablarle para pitar lo antes posible o plantearle la
crisis de la vocación (sic) a través de una conversación de carácter confidencial.
Normalmente esta
conversación la tenía el numerario que lo trataba,
es decir, el que se decía su amigo y
lo invitaba a círculo o a las meditaciones y retiros mensuales. Pero si el
numerario era medio tímido o lento en el proselitismo o estaba muy verde, entonces intervenía directamente
el director del centro para hacerlo como
estaba dicho que se hiciese. La fórmula para plantear la crisis nos era bien conocida. Más o
menos era así: «¿Nunca te has planteado
la posibilidad de entregar tu vida a Dios en el Opus Dei?» O bien esta otra
forma: «¿No te has preguntado si Dios te
pide una entrega total como numerario?» Y la peor de todas las que
recuerdo: «¿No te estará faltando
generosidad para decir que sí a Dios?» Entonces la crisis del pobre interpelado venía automáticamente. Los numerarios
que se sentían más audaces leían y explicaban a su amigo un punto de Camino, en donde el autor dice que es
necesario encomendarse al Arcángel San Rafael para que lleve a los jóvenes a un
buen matrimonio, pero también al célibe apóstol Juan, por si Dios les pide algo más.
Pero no piense el
lector que algo de esto se dejaba al azar o a la peligrosa iniciativa de los
jóvenes numerarios que vivían en el centro. Todo estaba (está) perfectamente
normado por el fundador y así debía hacerse sin alejarse un ápice del iter
trazado por él, pues siendo quien era el autor de tales modos de
comportamiento, se suponía garantizada la eficacia. Concretamente, la táctica
para plantear la supuesta “vocación” está prevista por Escrivá en las Instrucciones para el proselitismo
dirigidas a sus hijos, en donde leemos:
Para
llegar a esa confidencia, viendo que el alma de que tratamos responde a las
llamadas de vuestra conversación encendida en el fuego de la gloria de Dios, os
bastará presentarle como algo posible, como una hipótesis, la necesidad del
apostolado que nosotros vivimos...
Luego, si seguís adelante, es imprescindible también en todos
los casos comprometer, a la persona a quien habléis, a guardar una cierta
discreción acerca de todo lo que se refiera a vuestra conversación
confidencial.
Dado que en México
la chacota es parte del lenguaje con el que en muchos casos se habla incluso de
las cosas más serias y hasta sagradas, en ocasiones llevábamos a cabo este
enredoso proceso de planteamiento
vocacional, en ese ambiente de opacidad propio de un juego de simulación
hecho a base de frases indirectas e insinuaciones, entre lúdicas y serias
(propias de la santa pillería).
Vamos, cantinflesco y bromista. Así entendíamos que debíamos hacer lo que
señala el fundador en el texto antes citado, cuando prevé que se le planteé la
vocación al candidato como «algo
posible», «como una hipótesis». Táctica propia de quien desea captar la
benevolencia de la clientelaa través de insinuaciones o de posibilidades
seductoras. Los numerarios jóvenes se sentían muy audaces al plantear la
vocación a sus amigos a través de
estas formas tramposas y poco claras, pues pensaban que el fin que perseguían
lo justificaba todo: el pitaje.
Los más audaces llegaban a decir en esa «conversación encendida en el fuego de la gloria
de Dios», con sus supuestos amigos, cosas como éstas: «¿Qué esperas para pitar?» «Si sientes miedo es la señal más clara de
que Dios te llama», o aquella otra muy manida de «¿Acaso estás esperando a que baje un ángel del cielo y te diga que
tienes vocación?». En plan más a lo Pancho Villa, le decíamos que si no pitaba era un rajón o cosas por el estilo. Y todo en un ambiente de
socarronería santa.
En estas
conversaciones, al decir de Escrivá de Balaguer en el mismo texto antes citado, debía privar la supuesta discreción,
por ello se instaba al candidato a que no lo comentara por ahí. En realidad no se trataba de otra cosa sino de mantener
todo en secreto para evitar que alguien extraño a los intereses de la Obra (a nuestro espíritu), interfiriese en el
proceso del pitaje de los incautos.
Ahora bien, si el
elegido por el Consejo local había manifestado con anterioridad alguna
inquietud por el tema de la vocación
en una de esas conversaciones a las que el padre Escrivá llama confidenciales, entonces había que insistirle en que fuera generoso y se decidiera pronto. Y para ello, como he dicho, en el Consejo local se
planeaban muy bien todos los pasos a seguir para empujarlo a ser generoso: en primer lugar, revisar con él su plan de vida (oración, rezo del rosario, etc.) y
elaborar una lista de mortificaciones. Luego
habría que ayudarlo a hacer un
inventario de aquellos amigos que
pudieran entender (la Obra, por
supuesto) con el fin de que aprendiera a hacer apostolado, es decir, a acercar a sus conocidos al centro,
enseñándole de paso a discriminar a aquellos que no le convinieran o que pudieran entorpecer su proceso “vocacional” (por
ejemplo, sus viejos amigos de la preparatoria). Además, como parte de la
estrategia, se le sugería que leyera Cuadernos 8 (un libro escrito para ese
fin, en el que se trata pormenorizadamente el
tema de la vocación, cuya lectura supuestamente es exclusiva de la gente de Casa), así como hacer una conveniente y bien planeada visita a pobres para moverlo y removerlo con la finalidad de que se decidiera.
Era muy importante
que al hablarle para pitar se le sugiriera al amigo, «con picardía santa»,
que hablara cuanto antes con el cura del centro para que éste le ayudara a discernir con mayor claridad
la supuesta “vocación” que se le había planteado.
Así lo prevé el fundador en la mencionada Instrucción:
Con
picardía santa, llevad a nuestros sacerdotes las almas, cuya vocación os
preocupe.
Luego,
muy a su estilo, Escrivá mismo señala la táctica y el juego de simulación que
debe seguir a la picardía santa de
los numerarios que intentan inducir a sus amigos
al pitaje:
Si
no podéis o no es discreto llevarlas [a las almas] desde el primer momento como
dirigidas, ponedlas en contacto con nuestros sacerdotes con motivo de un asunto
profesional, presentándolos como orientadores de Derecho, Moral, Filosofía,
Historia, Letras, etc. Este punto es de gran trascendencia.
En caso de que sí
se considerara «discreto», se le planteaba
al candidato de modo directo la dirección espiritual, si no, entonces se le
ofrecía el señuelo del que habla Escrivá en el texto de la Instrucción.
Pero para un joven cercano al pitaje,
la conversación con el cura, tal como lo señala el fundador, era de «gran trascendencia». Me refiero, claro está, al sacerdote del
centro, al que decían en mi época que tenía voz
pero no voto en el Consejo local, ya que era él quien sabía la estrategia,
quien conocía bien el plan de acción trazado por los jóvenes directores en la
última reunión del Consejo local en la que se había planeado la labor de San
Rafael o por los directores de la Delegación y la Comisión.
Hablar con otro
cura de la Obra no sería funcional, y con uno que no fuera de Casa, ni pensarlo, pues, según se decía, eso sólo le traería más
confusión al ya de por sí confundido pitable.
Aunque luego, en voz baja y como no queriendo decirlo, se afirmaba que el
candidato podía hablar con quien le diera la gana, pero me parece que eso era
más bien retórica que verdadera intención o realidad, pues se solía añadir a lo
anterior que lo lógico era recibir
consejo de alguien que entendiera la
vocación laical a la Obra y conociera bien su alma, es decir, del sacerdote del
centro.
Quizá por ello los
curas de los centros se comportaban en aquellas reuniones del Consejo local a
las que yo asistía de un modo muy curioso y un tanto comodón. Recuerdo que
opinaban, no sólo por medio de palabras, sino también de gestos, de miradas
aprobatorias o reprobatorias con muecas y guiños burlones. Miraban de soslayo
al director visitante (de la Comisión o de la Delegación), expresando así su
confianza o desconfianza en las opiniones de los jóvenes e inexpertos
directores locales que hacíamos lo que podíamos para que pitaran muchos jóvenes y el centro se viera pletórico de vida. En
fin, aquellos curas se transformaban en los poseedores exclusivos de los
arcanos del pitaje, en los únicos
conocedores profundos y versados en el discernimiento vocacional de las almas,
y en muchas ocasiones veían a sus
hermanitos laicos del Consejo local como jóvenes bienintencionados pero sin su
colmillo ministerial.
El juego del disimulo en el pitaje
Como ya se habrá
advertido, prácticamente nada de lo que hacíamos en el proselitismo era producto
de la autenticidad: todo se basaba en los dobles mensajes, en el juego verbal y
mental del disimulo. Por ejemplo, si se invitaba al candidato a una visita a pobres o a visitar a los
enfermos en algún hospital, lo que
menos importaba eran los pobres o los enfermos. Todo se centraba en los efectos
sicológicos y espirituales que
aquello pudiera causar en el ánimo del joven en proceso de cooptación. La
pregunta que los numerarios hacíamos al supuesto amigo, al concluir estas obras de misericordia, era: «¿Qué te ha dejado esta visita?» Y si
el ingenuo contestaba alguna cosa ambigua y sin chiste referida a la caridad,
al Evangelio o a ese tipo de cosas, entonces le increpábamos con frases como
ésta: «Bueno, bueno, pero algún propósito
de mejora o… entrega… tendrás que hacerte». Es decir, se realizaba la
estrategia del doble mensaje. Y casi siempre funcionaba.
Lo mismo sucedía si
invitábamos a los amigos a una labor
social o al catecismo de los sábados. Lo que menos nos importaba en este último
era la parroquia, la doctrina y los niños pobres a los que nos dirigíamos. De
hecho, cuando hablábamos del tema en la charla fraterna o en las tertulias del
centro, no nos referíamos jamás a ellos sino sólo como anécdotas de algo
accidental, pues nuestro objetivo –el verdadero, el serio, el importante– eran
los catequistas, es decir, los jóvenes de la labor de San Rafael a quienes
invitábamos de modo amañado, pues nuestra intención prioritaria era moverlos a
la generosidad gradual y creciente, para que estuvieran preparados por si Dios les pedía más. Pero eso
nunca se lo decíamos a ellos, pues, según nos decían, podrían no entenderlo, y
en última instancia, no era necesario
darles ese tipo de explicaciones.
Como he dicho, el
cura o capellán de la casa era el pivote de este enredoso y bien trenzado juego
de atracción e involucramiento paulatino de los amigos pitables: «Vosotros
iniciáis la labor de proselitismo y la perfecciona el sacerdote» –dice el
fundador en sus Instrucciones sobre el proselitismo. El cura estaba perfectamente enterado de todo y se
ponía de acuerdo con el numerario laico y con el director del centro para animar entre todos (cada uno desde su
sitio en aquel baluarte de cooptación proselitista) al pitable, es decir, al joven que confiaba en la Obra y en nuestra
veracidad y transparencia, a que pidiera lo antes posible su admisión para
vivir el celibato apostólico como numerario o agregado. Desde luego, el
sacerdote no podía revelar lo que oía en confesión (el muro sacramental), pero lo que los jóvenes ilusos le decían en la
dirección espiritual o lo que opinaban en una clase de Teología en la
Universidad Panamericana era distinto… por eso daba indicaciones a los
numerarios, les señalaba el rumbo y la táctica a seguir con sus amigos. Así lo previó Escrivá en el
citado instructivo proselitista de 1934 (No. 72), dirigido a sus hijos:
Vosotros
estáis en el Tiberíades del mundo: habéis oído el vado piscari de Pedro, y echasteis las redes... inútilmente. — Es de noche. —
Amanecerá el día cuando vuestros hermanos, sacerdotes, desde la orilla —su
misión es ocultarse y desaparecer— os digan dónde tenéis que echar las redes.
Ocultos y desaparecidos,
como el apuntador en la concha de un teatro, mantenían el ritmo de la acción,
corregían el libreto, daban indicaciones, en fin, orquestaban toda aquella
puesta en escena. Los numerarios aprendíamos muy bien este lenguaje cifrado y
doble. Se nos hacía lo más normal hablar con todo desparpajo de la vida íntima
y de la conciencia de nuestros amigos
frente al cura o al director laico en la charla fraterna semanal, en la que
desdoblábamos el lenguaje: una cosa digo
aunque a otro fin me dirijo. Incluso, en ocasiones, hablábamos de esos
temas tan espinosos en la tertulia, frente a todos los numerarios residentes del
centro, haciendo comentarios como éste: «hoy
me preguntó Fulanito por la vocación y se ve que está nervioso por el tema»,
o éste otro: «Mi amigo Zutano, se confesó
hoy después de muchos años y se ha hecho el propósito de venir más seguido por
el centro». Pero esto era algo que se decía únicamente en la intimidad de
una tertulia, con los de Casa, es
decir, con aquellos que hablaban o iban aprendiendo a hablar el mismo lenguaje
que nosotros, nunca con personas ajenas a la Obra, y menos con aquellos a quienes
tratábamos de incorporar a la institución.
Recuerdo que cuando
yo era un numerario joven y sin experiencia,
sabía perfectamente que detrás de mis conversaciones amistosas con un café de por medio en el
Sanborn´s, o de las propuestas que les hacía de mejora a los amigos que trataba en la universidad,
había un enjuague muy complejo del que por supuesto nunca hablaba con ellos
(mis ovejas), por lo que aprendí desde entonces a decir sin decir y a manejar
muy bien la restricción mental. Todos
quienes así actuábamos siendo jóvenes, no sabíamos a ciencia cierta de qué iba
todo aquel juego de información cruzada y medio secreta entre directores y
curas. Callábamos y, cuando
llegábamos a ser directores en el Consejo local de un centro, enseñábamos a los
demás a actuar del mismo modo, haciendo eco de aquella norma que había dado el
fundador del Opus Dei para todos sus hijos, según se lee en un documento
interno de gobierno escrito por él:
Nunca,
por tanto, extremaremos bastante la discreción. No pongáis fácilmente de
manifiesto la intimidad de vuestro apostolado, y aconsejad a los nuevos que
callen… (Instrucción
sobre el proselitismo, No. 41).
Así pues, como he
señalado, creíamos a ciegas que no mentíamos ni jugábamos con las personas y
sus conciencias aunque nuestro actuar con respecto a ellas se basara en el
encubrimiento sistemático de nuestras verdaderas intenciones (simulatio) y en la información de cuanto
nos decían. Pensábamos que dábamos liebre
por gato, como graciosamente decía
el fundador. Nos parecía que
actuábamos de una forma muy correcta y eficaz cuyo fin lo justificaba todo,
pues se trataba de hacer apostolado y proselitismo para una institución de la
Iglesia de Cristo. Si alguna vacilación se insinuaba en el fondo de nuestra
aterida conciencia (la poca que teníamos y nos dejaban tener) y nos atrevíamos
a expresarla a los directores, se nos explicaba con un tono teológico muy serio
que aquella manera de conducirse era propia
de nuestro espíritu. Y como nuestro espíritu estaba avalado y
perfectamente esculpido por un santo
(el mayor que se había visto en la Iglesia del mundo contemporáneo según
nuestra más honda convicción), entonces se disipaba toda duda o se acallaba a
la conciencia con esa supuesta explicación. Continuábamos así con nuestra tarea
proselitista sin descanso, y sin saber acaso –como dice Hermann Hesse– que se
iba desmoralizando en nuestro interior el «sentido
de la verdad»… Aunque ahora que lo pienso con calma, creo que realmente no
mentíamos, sólo contábamos mentiras.
Creo que muchas
instituciones de la Iglesia católica cuentan con sus métodos e instrumentos de
promoción vocacional, y no me parece del todo mal. Me consta que los jesuitas,
los hermanos maristas, los padres agustinos y algunas comunidades de
franciscanos, entre otros, envían promotores a sus colegios o realizan
ejercicios espirituales para jóvenes cuyo fin es el discernimiento de la
posible vocación religiosa. Pero así lo anuncian en los carteles que aparecen
en las puertas de los templos o en las escuelas, y así lo plantean todo el
tiempo en sus charlas y conferencias. Y todo el que asiste sabe perfectamente
que puede descubrir el rumbo de su vida en una entrega muy particular como
religioso o como sacerdote.
Cuando yo era
adolescente, los profesores de mi instituto, nos avisaban que el promotor
vocacional de su congregación nos visitaría para darnos una charla en la que se
formulaba una invitación abierta para descubrir –el que la tuviese– su posible
vocación. El hermano promotor de vocaciones llamaba a algunos estudiantes que
veía con vejigas para nadar, y les hacía preguntas directas y abiertas sobre el
tema. En el Opus Dei, en cambio, las tácticas de proselitismo –insisto– son
siempre veladas, envueltas en falsedades, aunque, eso sí, muy eficaces. Y se
dirigen siempre a cualquiera de los que se acercan a sus casas, con el
propósito de que caiga en sus redes sin apenas enterarse de lo que está
sucediendo en su vida. Todo ahí es promoción vocacional de cabo a rabo y de
principio a fin, pues en realidad no se requiere demasiada idoneidad para ser
un laico comprometido con el Evangelio. Basta con que tenga la fuerza de
voluntad suficiente para vivir el celibato a fuer de mortificaciones, de
restricciones de la conducta y de una retórica disuasiva constante por parte de
los que dirigen.
Pero volviendo a mi
experiencia en la ciudad de México, recuerdo que en la época en que fui miembro
de algunos Consejos locales de centros de San Rafael y nos reuníamos a puerta
cerrada para revisar las posibles vocaciones, pitaron de numerarios muchos jóvenes ilusionados y más o menos
deseosos de servir a Dios. De inmediato los sometíamos a unas exigencias que
poco a poco les íbamos desvelando, en la
medida que lo pudieran ir entendiendo, como hacer un mayor número de normas de piedad, usar el cilicio, dejar
de asistir a espectáculos, anteponer la Obra a sus familias de sangre y cosas por el estilo. En la mayoría de los
casos aquellos se sentían privilegiados por adentrarse en una dinámica de
minoría selecta, de muta, empezando por el uso del santo y seña pronunciado en
latín. Pero todo era sumamente forzado y artificial. Tanto como lo había sido
el pitaje del nuevo numerario. Y generalmente falso por cuanto no
hacíamos sino detenerlos para que no se nos desanimaran y a la vez adentrarlos
en el espíritu, con palabras y frases
que apelaban a sus más profundos sentimientos religiosos, o bien llamándolos a
la generosidad con citas muy ad hoc
de Escrivá de Balaguer o con anécdotas muy bien trabajadas y otras más bien
inventadas. Y todo, producto de la orquestación del Consejo local y de las
demás instancias de gobierno de la Obra.
Todo cuanto
hacíamos se orientaba a esa persuasión, y más que eso, yo diría a esa seducción para que pitaran muchos y perseveraran los más posibles. Nuestra aparente
naturalidad y la elegancia muy bien aprendida en el Centro de Estudios, amén de
la personalidad un tanto enigmática que producía en nosotros la gran cantidad
de restricciones mentales (es decir, la íntima convicción de estar actuando
contra conciencia pero en bien de Dios y de la Iglesia), les resultaban
altamente atractivas, ejemplares, y en ocasiones dignas de ser imitadas.
Hablábamos con los jóvenes que asistían al centro y confiaban en nuestra
honradez de cristianos, y a las pocas horas de escuchar sus confidencias
estábamos informando de ellas en la reunión secreta del Consejo local o en la charla fraterna.
Nunca pasaba por
nuestra mente que aquello pudiera ser traición a la confianza del amigo,
delación o chivatazo que les difamara, puesto que se nos había confiado un
secreto o algo muy íntimo y personal. Pensábamos que éramos sinceros y leales a
la institución si hablábamos sin tapujos, con los directores y con el cura, de
cuanto nos dijeran y confiaran.
Hablábamos de ellos, no como quien habla del alma de un amigo, sino como quien
habla de cosas, de objetos intercambiables, de recursos materiales de repuesto
o de insumos de una máquina en proceso de producción. Es más, creo que en
ocasiones los secretos e intimidades de los que éramos depositarios se
convertían en puntos para el asenso personal en la escala de prestigio en la
institución. Dicho de otra manera, obtener el secreto de un amigo, era como
contar con una suerte de trofeo que nos aseguraba llegar triunfantes y con las
manos llenas a la charla fraterna.
Ahí informábamos orgullosamente de nuestras proezas y logros en el trato con
aquellos a quienes llamábamos amigos,
deteniéndonos de preferencia en la descripción vanidosa de la manera astuta en
que habíamos logrado nuestro fin, que era transmitirles de modo más o menos
velado la inquietud de la vocación.
Si éramos directivos de un centro, llevábamos a la reunión del Consejo local
los secretos de los jóvenes candidatos como si fuesen parte de un botín de
guerra, pues representaban nuestra capacidad para mover a nuestros jóvenes
hermanos a conseguir información; o si se trataba de nuestros amigos habíamos logrado ser dignos de su confianza y
obtener información útil (sus confidencias) para prever y calcular con eficacia
el posible pitaje.
Cuento aquí lo que
suele suceder en un mundo de vanidades, en el que no está afianzada la misión
apostólica, en el que todo –incluso lo más sagrado– se convierte en parte de
una confabulación de personas inmersas en comportamientos artificiales,
aparienciales, tácticos o de doble sentido. No es necesario que esto ocurra,
pero si probable y, en mi opinión, es bastante recurrente.
La carrera de la fidelidad a la
vocación
Algunos de los que pitaban
no podían con semejante fardo y caían por el peso en los primeros meses, antes
de la ceremonia de la oblación
(ceremonia de incorporación que se hace ante una cruz de palo y pronunciando
fórmulas de fidelidad en latín), lo cual –se decía– era normal, pues así estaba previsto.
Se retiraban del escenario y no se les volvía a ver jamás, o si acaso mucho
tiempo después aparecían como cooperadores
agradecidos (sic) en los centros de
supernumerarios, llamados centros de San Gabriel. Si para entonces ya habían
formado un buen capital o tenían prestigio en el mundo de los negocios, se les retenía y se les animaba a pitar como supernumerarios.
Otros no podían con
la pesada carga de la supuesta “vocación” pero aprendían rápidamente el arte de
la disimulación y conseguían aguantar la carrera del numerariado hasta llegar
al Centro de Estudios, instados quizá por la constante retórica de la fidelidad
(en meditaciones, charlas y cartas mensuales del prelado), por el peso de la
tradición familiar o por remordimientos de conciencia. Los menos continuaban
durante los siguientes cinco años hasta que llegaba el momento de hacer la fidelidad, que es una
promesa secreta que se hace en los oratorios de los centros, a puerta cerrada,
en latín y con la imposición de un anillo como símbolo, dentro del marco de
una ceremonia sencilla pero muy
significativa. Después de superar esta etapa muchos seguían a
contracorriente hasta cumplidos los treinta años de edad, otros hasta los
cuarenta, y muchos otros continúan siendo célibes (o al menos numerarios)
debido a su enorme fuerza de voluntad, o bien a su capacidad de conservar las ilusiones de la juventud. Otros
continúan porque tienen verdadera fe en la institución. Muchos siguen ahí
debido a que son curas o directores nombrados (algunos con la categoría de inscritos lo que los hace depositarios
de especial confianza). Y un buen número deben su perseverancia a las píldoras
que toman para dormir, despertar e inhibir la angustia durante el día, mismas
que les son prescritas periódicamente en el consultorio de un siquiatra de casa.
En los últimos años
la crisis de los cuarenta o de la
edad adulta, diagnosticada por el fundador para el caso de los numerarios, se
ha vuelto un problema muy serio. Ahora, entre los numerarios hay crisis de los treinta, de los treinta y
cinco, de los cuarenta y cinco, de los cincuenta, sesenta y setenta, e
incluso conozco algunos que viven su crisis
de los ochenta. Creo que en México la Obra se ha vuelto una institución
para niños y adolescentes. Llevan bien sus colegios (como el Cedros) e imparten
buena educación en la preparatoria y quizá en algunos clubs. Pero los
directores no saben cómo atender a los numerarios adultos. Por ello, la mayoría
de las veces los desahucian o los hartan y los colocan en la puerta de salida
de la Obra.
No niego que
algunos numerarios sean buenas personas y que vivan una entrega verdadera. Conozco
a muchos de éstos. Es más, creo que con esa intención viven la inmensa mayoría
de la minoría que queda en este país. Pero aquí me estoy refiriendo a las
inercias institucionales y consecuentemente a las existencias ajenas a sí
mismas (existencias padecidas), inmersas en una estructura religiosa
enajenante, cargada de significados morales de enorme peso sicológico, de la
que es muy difícil escapar. Por eso me duele el Opus Dei, porque juega con
aspectos de la vida humana que son muy serios (especialmente con el sentido
profundo de la libertad); quizá con los únicos que no se debe jugar, pues si
bien es cierto que buena parte de la vida (incluyendo la del espíritu) es
lúdica, en el sentido que explica Hugo Rahner, también lo es que hay dos o tres
aspectos que no lo son, o al menos no cuando se colocan en un marco
interpretativo tan trágico como el pitaje
y su consecuente respuesta de fidelidad absoluta y para siempre. ¿A qué juega
el Opus Dei? ¿Qué juego es ese que inventó Escrivá de Balaguer donde el miedo (nerviosismo ante la posible llamada) es un «claro síntoma de la vocación», o donde cualquiera que asiste a los
medios de la labor de san Rafael ya
es potencialmente un miembro célibe de la institución? ¿Qué institución es esa
que hace pitar a cualquiera por medio
de tácticas de seguimiento, control e inducción? ¿Qué juego es el que juegan
los directores del Opus Dei haciendo que pite cualquiera y desentendiéndose de
los que luego despitan porque nunca
debieron haber pitado? ¡Vaya
cuestiones morales más graves y espinosas!
Aun cuando no
confío plenamente en mis juicios y apreciaciones personales, puedo afirmar sin
demasiado temor a equivocarme, que la mayor parte de los numerarios con los que
conviví por años no tienen la vocación que dicen o creen tener. ¿Qué
porcentaje? No lo sé, quizá el 80 ó 90 por ciento. Al menos esa es mi
percepción. Y créanme los lectores que esto no es una conjetura superficial ni
producto de una decepción personal. Lo fui confirmando a lo largo de los años
al escuchar y presenciar las historias de muchos de ellos. Recuerdo muchas
historias de pitajes al vapor, de
jóvenes o adolescentes que pedían la admisión después de dos días de haber
entrado en contacto con la institución; un sinfín de historias sobre
planteamientos audaces de don Pedro Casciaro o de los mayores en la Obra.
Cuando era joven
pensaba que aquellos procesos fast track
de vocaciones sin cuento, cuyos relatos escuchaba sorprendido en las tertulias
de Montefalco y del CIES, así como en las charlas y meditaciones que nos daban
en los cursos anuales y en las convivencias, eran consecuencia de golpes
extraordinarios de Gracia (típicamente fundacional) o confirmaciones del
carácter sobrenatural de la institución. Pero, luego, con el paso del tiempo,
me di cuenta de que muchos de aquellos numerarios mayores que protagonizaban
esas historias y con los que conviví por años, no eran felices. Las
maravillosas historias revelaban la causa. Se trataba, como he dicho, de
acontecimientos personales derivados de la inconciencia, de la ingenuidad, y
así empezaron a parecerme procesos humanos… demasiado humanos para tratarse de
una entrega sobrenatural. Pero me resistí por años a creerlo y, sobre todo, a
aceptarlo.
Recuerdo también
que en México hubo familias en las que pitaron
como numerarios todos los hermanos (hijos de supernumerarios), en ocasiones
once o doce de ellos, y luego no quedó sino el más joven o alguna incauta por
ahí. En fin, pitajes absolutamente
irresponsables de personas sin la más mínima visión de lo que significa la
Iglesia, y menos aún del sentido apostólico y romano de ésta. Jóvenes anónimos,
jóvenes sin conocimiento de lo que significaba el celibato, ni la fidelidad, ni
el mundo. Muchachos que no hicieron sino acercarse un día a una casa del Opus
en la colonia Condesa, en Mixocac, en Coyoacán, en Lindavista, en Satélite o en
la Florida, y terminaron involucrados en un discurso sin fin sobre la entrega y en una forma de vida absurda.
Si a alguno de
nosotros se le ocurría profundizar y cuestionar lo más mínimo aquello que
hacíamos, rápidamente era tachado por tener espíritu
crítico. Se nos daban algunas explicaciones superficiales y se nos instaba
a trabajar sin descanso y sin pensar en
bien de las almas. Al que preguntaba sobre los raros y dudosos métodos
proselitistas o cuestionaba la autenticidad de la amistad, se le exhortaba a
callar, a trabajar como un borrico de
noria, y si insistía, entonces se le proscribía como una persona complicada de cabeza (ese fue mi caso). Por eso mejor callábamos y buscábamos amigos para que pitaran, si no pitaban,
los abandonábamos pues se nos decía que no
podíamos estar perdiendo el tiempo con ellos.
Fui numerario por
más de veinte años y esta realidad se hizo patente especialmente en los últimos
cinco o seis en los que viví en un centro de universitarios. Conocí a un gran
número de personas que pidieron su admisión a los catorce y medio o en la
adolescencia, sin saber bien lo que hacían (eso es obvio). Otros pidieron la
admisión en la juventud, cuando eran universitarios, sorprendidos quizá por las
palabras de los numerarios mayores, por el prestigio más o menos fingido de
eminentes abogados, filósofos y médicos del Distrito Federal, por la elegancia
y prestancia de los curas siempre muy atildados, con sus sotanas muy bien
planchadas, educados, medio cultillos y de buen trato.
De los que pidieron
su admisión en la adolescencia temprana, no conozco un solo caso (uno solo) que
me pueda dar indicios para pensar que se trata de una auténtica convicción
acerca de su supuesta llamada. Todos expresan de muchos modos, aun sin
quererlo, dudas, perplejidades, inseguridades profundas, miedos a tocar ciertas
fibras de su conciencia. De los que entraron en la juventud sí conozco casos
aislados de numerarios verdaderamente convencidos y muy entregados a su causa.
Pero a decir verdad, son muy pocos. Muy pocos.
Por principio, no
es raro que las instituciones religiosas tengan sus periodos de prueba en
juniorados, aspirantados o noviciados. En lo personal considero que entrar en
institutos religiosos o comunidades como el Opus a los catorce o quince años ya
no es recomendable en nuestra época. Lo fue en otros tiempos debido a que las
circunstancias familiares y culturales eran distintas. Pero en fin, esa es una
cuestión en la que ahora no me interesa detenerme mayormente. El problema que
observé y observo en el Opus Dei, es que se accede a esa etapa de noviciado
(aunque no le llamen así) casi de modo inconsciente, y, como he dicho, lo hace
cualquiera. Absolutamente cualquiera que se acerque a ellos. No entran los que
tocan la puerta porque sienten una llamada, sino los que son inducidos, es
decir, aquellos a los que se les plantea la crisis
vocacional. Y lo peor –por cuanto es un engaño a todas luces– cuando piden
la admisión no se les habla con claridad de la provisionalidad de su condición
de aspirantes o de numerarios en etapa de prueba, sino que todo, desde el
inicio, discurre por el camino de la fidelidad hasta la muerte. No niego que se
les diga lo que son: dije que no se les habla con claridad ni se les trata como
tales, sino que de inmediato se incorporan a una dinámica que en la medida de
lo posible no difiere en casi nada de la vida de un numerario común y corriente
y con años en la Obra.
El caso que me
parece más complejo y delicado es el de los curas que no teniendo vocación para
ese ministerio sagrado, se ordenan. Muchos de ellos –la mayoría– son resignados
y en general buenos pastores de sus pequeños rebaños. Pero hay casos alarmantes
de vidas profundamente forzadas; de curas que viven empastillados por la
depresión que les produce su supuesta vocación sacerdotal así como la también
supuesta vocación laical de sus hermanos célibes. Algunos inventan un discurso
de autoconvencimiento, y no son pocos los que no creen ni la mitad de lo que
dicen sobre los pitajes y despitajes y se vuelven un tanto cínicos
asumiendo la bandera de open mind o refugiándose
en la praxis de una pastoral más o menos bien llevada. Algunos de ellos, que
oscilan entre los cuarenta y cincuenta años de edad, me parecen verdaderas
bombas de tiempo que en cualquier momento explotarán, aunque a decir verdad: ¿a
dónde irían?, por eso mejor permanecen donde están, y viven como pueden una
existencia en la que ya no creen, como el San
Manuel Bueno, mártir de Unamuno. Dios sabrá.
Los
numerarios-directores del Opus Dei en este país son cuento aparte. Algunos de
la Delegación de México, otros de la Comisión, son verdaderos simuladores,
especialistas en negar lo que todos ven. Se dan cuenta de la falacia de los pitajes, de las vocaciones inventadas y
manidas, de las mentiras y cuentos sinfín de muchos de sus hermanos, pero han
aprendido a sobrevivir haciéndose a la idea de que aquello es normal; de que han descubierto el lado
obscuro y difícil de la entrega: la suya y la de los demás. Dicen que lo que
está sucediendo en la Región de México (la salida escandalosa de tantos
numerarios de todas las edades e incluso de sacerdotes, aunque lo nieguen) es
la criba propia de todo crecimiento institucional; otros dicen que es una
prueba del Señor, la cual ha de superarse con más entrega y sacrificio
personal; otros, que no hay crisis sino que es la Cruz de Cristo que premia con
el dolor su desarrollo sobrenatural (tipo los Legionarios de Cristo), y así
explican la desbandada de numerarios: como la necesaria traición de Judas… como el abandono de los seguidores,
como la incomprensión de los amigos, como el empeño del Demonio en obstaculizar
la Obra de Dios y, en plan más benevolente, como la contradicción de los buenos. Algunos creen lo que dicen, la
mayoría creo que no.
Otros, como el
consiliario de México y, a su vera, algunos vicarios de las delegaciones (no
todos), se han entregado a la praxis ciega. Dicen no tener tiempo para
detenerse en terapias o en enfermos incurables, pues la expansión les urge a
seguir adelante buscando sangre nueva, manos frescas de jóvenes que de verdad estén dispuestos a una entrega
sin límites. Juegan golf con algunos amigos riquillos o se aficionan a la bici
de montaña y se desentienden de la realidad. Por ello afirman con todo cinismo
que no pasa nada, que no hay que dejarse arredrar por el ambiente que ha engullido
en sus terribles fauces venenosas a unos cuantos desleales, soberbios y tibios,
e instan a sus hermanos a la fidelidad a rajatabla. Y todo mundo se queda
tranquilo, creyendo que forma parte de los combatientes que siguen en pie de
guerra a pesar de las deserciones y quebrantos.
Recuerdo que en una
ocasión le externé a don Florencio Sánchez Bella mi preocupación como miembro
de un consejo local por los numerarios mayores del centro, pues los que no estaban
deprimidos, estaban desganados y cansados (que es casi lo mismo). Y me
respondió con ese desembarazo propio de cualquier pastor de almas: «A esos déjalos en su cuarto, que descansen
ahí… que se tomen sus medicamentos, y tú no te preocupes de ellos: concéntrate
en conseguir vocaciones». Nunca lo entendí, pero lo hice tal como me lo
decía el viejo cura de España. Aprendí que a los numerarios de cierta edad
había que abandonarlos a su suerte, pues lo importante no eran las personas
sino la institución, y me dediqué a atender a los de fuera, a los pitables, aunque en casa tuviera a unos
pobres hombres desmotivados, desengañados, hastiados, abrumados por la vida
infeliz que llevaban. Pero no me importó. Lo hice confiado en que obraba con
acierto si seguía las consejas del supercura español. De uno de aquellos
numerarios, de cuarenta y pocos años de edad, que había entregado sus mejores
años a la Obra y a la Universidad Panamericana, y que había sido puntal de
muchas iniciativas apostólicas, amén de ser un profesor de ingeniería con
enorme prestigio, me dijeron en la delegación (el entonces subdirector, Dr.
Morán) que no le hiciera mayor caso, pues se había convertido en «un lastre» y que se habría de «revisar su situación». Me consta que
era un gran hombre y que había servido a la Obra tanto como había podido, y eso
es mucho decir, pues como la mayoría, creo que no tenía vocación. Es más, estoy
convencido de que nunca la tuvo ni la podría haber tenido. Pero lo dejé, lo
abandoné como me lo indicaron, y continué haciendo la labor de san Rafael, y siguieron pitando jóvenes, los cuales, en su mayoría, ya no son numerarios.
Esta es la realidad
de una institución en la que se trata el celibato como cosa de juego, como si
fuese una opción viable para cualquiera. Poco importa si aquella persona,
luego, con el pasar del tiempo, abandona la Obra, las prácticas de piedad, e
incluso la fe, como tantos casos que conozco. Poco importa… nada importa.
No es suficiente,
pero sí muy ilustrativa, la actitud que toman la mayor parte de los numerarios
y curas cuando hablan acerca de la situación en que se encuentra actualmente la
Obra en este país. Sus caras, sus gestos, su tono, sus palabras, reflejan esa
terrible sospecha de vivir en una situación para la que no han sido llamados y
de la que no saben dar razón. Miedo, sospecha, temor, inseguridad, angustia,
cinismo. Esos son los sentimientos que se perciben en la mayoría de ellos. Y lo
digo con profundo dolor, pues sé que sufren. Me duele mucho su padecimiento
revestido de indiferencia o perplejidad.
Me duele el
sufrimiento de esos numerarios y me duele profundamente el Opus Dei, pues lo
quise mucho. Le entregué mi juventud, mi familia, mi vida profesional, mis
ilusiones, mi salud, mi vitalidad. Pero, sobre todo, me duele la Iglesia
católica, pues cuanto aquí he dicho le afecta gravemente. Soy consciente de que
denuncio una inmoralidad, una cuestión muy grave, y sé que he de dar cuenta
algún día de lo que aquí escribo y publico. Pero lo hago con la convicción
profunda de que colaboro, de alguna manera, a corregir, o al menos a señalar lo
que se hace indebidamente en una institución que vive en y de las entrañas de
mi Madre la Iglesia. No tengo una propuesta de mejora ni me interesa si se
reformará o no (algún día me interesó y lo dije). Me es suficiente, pues, con
cumplir lo que creo que debo hacer, que es escribir mi experiencia tratando de
no descontextualizar los dichos y hechos de los que algún día se llamaron mis
hermanos. No los odio, y a la Obra la perdono a pesar de si inmoralidad
intrínseca. Pero no por ello dejaré de decir lo que creo que debo decir.
Por último, sólo
quiero expresar una de mis más intensas preocupaciones acerca de la vocación de
los numerarios. Si bien, todo lo que he señalado es verdad y me consta como lo
digo, creo que no puedo negar que en cierta forma los numerarios y numerarias
hacen bien a muchas personas y que se cuenta entre ellos, como he dicho, a
hombres y mujeres muy admirables. Muchos de mis amigos y parientes se han
acercado a Dios gracias al Opus Dei y al trabajo de los numerarios, numerarias
y sacerdotes de la Obra. Muchos numerarios que conozco viven una vida admirable
y sorprendentemente heroica por cuanto hacen mucho sin tener nada en que
apoyarse; a veces ni siquiera la comprensión o al menos el cariño de sus
directores.
Con unas cuantas
excepciones de casos de neurosis y situaciones anómalas por el estilo, la mayor
parte de los numerarios con los que traté en los muchos años que fui de la
Obra, son personas rectas y bienintencionadas. Los de Roma, no. Esos
constituyen la peor casta del estrato numeraril; son los más inhumanos, y me
atrevería a decir que son profundamente maquiavélicos, aunque justifiquen todo
cuanto dicen y hacen en una moral de tipo jesuítica, trasnochada y trastocada,
en la que al secreto y a la doble intención (doble verdad) les llaman discreción y reserva prudencial. Pero los de a pie, los de la tropa de la región
a la que pertenecí, en su mayoría, son personas honradas, esforzadas y buenas.
Así pues, creo que el problema de la vocación no es una cuestión que atañe a la
maldad de una persona o a la responsabilidad moral de quienes viven como
numerarios, sino a un discurso
fundacional, a un modo equivocado de realizar la pastoral institucional y a
una distorsión del sentido más profundo del celibato. Cuestión, ésta última,
que me parece la más grave y preocupante de todas, pues se hizo de algo que en
sí mismo es sagrado, una práctica banal y casi profana, basada, no en el
discernimiento de una elección divina, sino en procesos humanos de selección a
los que se les recubre siempre con el barniz de frases evangélicas.
Quizá alguien pueda
decirme que no entendí bien el
sentido profundo y sobrenatural de la vocación numeraril al celibato tal como
la plantea el fundador en las Instrucciones
de San Rafael y en las Del modo de
hacer proselitismo. Es probable, pero lo cierto es que a lo largo de años
en los que pertenecí a esa institución, experimenté una práctica que, cotejada
con sus escritos, viene a ser una y la misma cosa: inducir, plantear o generar
crisis vocacionales, hablar para pitar, enseñar a vivir el celibato… en fin, vocaciones
sacadas de la chistera de esos fascinadores profesionales que, aunque no lo
sepan, son la mayor parte de los numerarios del Opus Dei dedicados a la
cooptación de supuestas vocaciones al celibato.
No me queda sino
expresar mi adhesión a una idea que me dijo hace poco un sacerdote recién
salido de la Obra en la Delegación de Guadalajara y que ahora vive en el vecino
país del Norte: que pidamos a Dios para que esa institución no siga haciendo
tanto daño a las personas y a la Iglesia de Cristo.
Castalio.
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