Lo que queda del día

Jacinto Choza, 15 de febrero de 2010

 

 

1.- Lo que queda del día. 2.- Lo que Retegui y yo no podíamos creer hace 10 años. 3.- Las aportaciones de historiadores y canonistas desde 2007. 4.- Por qué queríamos así al padre. 5.- El gozo de la auto-inmolación. 6.- Las cinco clases de socios. 7.- Por qué la Iglesia se ha defendido siempre de Escrivá. 8.- Por qué en la Iglesia y en la Obra nadie ha defendido a los fieles de la prelatura del fundador y de su equipo. 9.- Responsabilidad de los directores de la prelatura. 10.- Responsabilidad de los mandatarios eclesiásticos

 

 

1.- Lo que queda del día

En 1993 se estrenó la película, “Lo que queda del día”, basada en la novela del mismo título de Kazuo Ishiguro publicada en España poco antes. Un director de la Prelatura me la había dado con la indicación, -toma, me gustaría que leyeras esta novela y me dieras tu opinión-.

La leí. Me impresionó. Y hasta unos cuantos años después de haberme ido de la Prelatura no entendí que ese director, al sugerirme su lectura, de algún modo me estaba diciendo, - vete de la Obra, Jacinto, vete-.

¿Qué es lo que pueden hacer los colaboradores de un alto mando político o militar, de  Hitler, de Stalin o de quien sea, al darse cuenta de que la causa por la que luchan es malvada? ¿Qué pueden hacer al darse cuenta de que la causa por la que luchan está perdida y ya no tiene sentido, o todavía peor, de que es injusta, perversa? ¿O si se dan cuenta de todas esas cosas a la vez?

¿No es una de las actitudes más normales defenderse de esa lucidez propia, por la que uno empieza a darse cuenta de la ausencia de sentido, de la futilidad, o incluso de la maldad de la empresa en la que ha trabajado toda su vida? ¿No será tanto más fuerte la defensa ante esa lucidez cuanto más tiempo lleve uno en la empresa, más comprometido con el poder se mantenga y más privilegios y comodidades disfrute?

Ahora, a comienzos de 2010, faltan 18 años para que se cumpla el primer centenario de la fundación del Opus Dei. Si vive para entonces, Javier Echevarría tendrá 96 años, y la mayoría de nosotros, aunque ya ancianos, podremos ser testigos del evento. Desde el año 2000, en que empezó  la web opuslibros, se ha ido elaborando, articulando y archivando una cantidad de material suficiente sobre la historia de esta prelatura y de su relación con la Iglesia, como para colmar muchas enseñanzas y sacar muchas lecciones.

 

2.- Lo que Retegui y yo no podíamos creer hace 10 años

Cuando Retegui escribió “Lo teologal y lo institucional”, primero de sus escritos que apareció en opuslibros, y cuando yo escribí su “Pequeña biografía teológica”, no podíamos creer lo que ahora, después de lo publicado en la web en los últimos cuatro años, sí estamos en condiciones de aceptar. Ahora podríamos aceptar no sólo que el carisma fundacional del Opus Dei muy pronto quedó completamente sepultado entre la desmesura del aparato, sino incluso que nunca hubo tal. No sólo que Escrivá muy pronto sucumbió al integrismo, sino que desde el principio era una personalidad narcisista y fantasiosa, que siguiendo sus delirios se embaucó a sí mismo y a mucha gente de buena fe.

 

3.- Las aportaciones de historiadores y canonistas desde 2007.

Lo que desde 2006 hasta ahora han aportado a la web los historiadores y los canonistas, Oráculo, Markus Tank, Josef Knetch, Gervasio, Lucas, Job, Rocca, y algunos otros, poco a poco nos ha permitido a muchos pensar, concebir, aceptar como posible y asumir como real el carácter fraudulento y falsario de esta Prelatura.

Carácter fraudulento y falsario en cuanto a sus orígenes sobrenaturales y en cuanto a la santidad de su fundador y de sus colaboradores más directos, no en cuanto a la realidad de las miles de personas que la siguieron de buena fe y quedaron  atrapadas en ella, o que, desde 1990, defraudados, la fueron abandonando en medida creciente.

 

4.- Por qué queríamos así al padre

          Como han explicado Job y Markus Tank, entre otros, es muy posible que los trastornos de Escrivá daten de aquella enfermedad durante la cual, desahuciado, fue llevado a Torreciudad y curado milagrosamente. Desde entonces su vida se puede interpretar como una cadena de excentricidades más o menos estridentes, o como una cadena de milagros y acciones divinas directas, que le llevan de un modo casi inadvertido, casi clandestino, casi solitario, desde el bachillerato y los estudios sacerdotales y universitarios hasta la fundación del Opus Dei en 1928.

          Pero desde 1928 a 1975, su vida ha sido aún más solitaria, más escondida, más clandestina, y más controlada en sus apariencias y manifestaciones desde su propia voluntad, hasta extremos increíbles. No tengo noticias de que alguna vez se haya dado una vida de un personaje tan oculta y tan diseñada hacia el exterior según sus preferencias. Creo que ni siquiera en el mundo de la ficción figuras como las de Dorian Grey o Cyrano de Bergerac han escondido tanto su persona detrás de su personaje.

          Eso es lo propio de las personalidades narcisistas, en efecto. Pero, ¿cómo pudo embaucar a tanta gente? En realidad mucha gente se apartaba de él, se le escapaban como peces entre las manos, según la versión hagiográfica de su biografía que él mismo diseñó. Pero además de los que se apartaban de él, también estaban los que se quedaron prendados de él, adheridos a él, formando esa guardia pretoriana, esa constelación de “los primeros de casa”, que en último término se reducía a dos personas más, los dos prelados posteriores a él.

          ¿Como pudo embaucar a tanta gente si era una personalidad deforme? Especialmente embaucó a dos, que eran también personalidades deformes. No personalidades narcisistas, pero sí personalidades dependientes, sumisas, tan inseguras como él mismo, y que sentían dignificadas su inseguridad y su dependencia en términos de virtud de la obediencia. Con un gabinete así de reducido, disciplinado y dócil, le resultó posible embaucar a tantos porque entre los tres reforzaron mucho el personaje que él había empezado antes a construir solo, y a esconder mucho más a la persona. Las tres personas se escondían confortablemente detrás de un solo personaje.

          Por su parte “los primeros de casa” podían seguir viviendo tranquilamente por referencia a una idea, que ellos mismos habían desarrollado, a partir de indicaciones genéricas recibidas de Escrivá sobre santidad en medio del mundo, espíritu laical o vocación profesional, y en ausencia de todo aparato y sistema administrativo.

          Cuando a partir de los años 60 empezamos a incorporarnos masivamente a la institución jóvenes universitarios (yo me incorporé en 1962), se empezó a generar el aparato y la administración, y durante los 70, cuando se recogían en España 3.000 vocaciones al año como recordaba don Florencio Sánchez Bella en una ocasión, la institución era ya solamente una administración y un aparato sin objetivos precisos, sin espíritu definido y, sobre todo, sin ninguna coherencia entre sus prácticas efectivas y los difusos ideales confesados por sus miembros.

          ¿Por qué nos incorporamos tantos a la institución y por qué queríamos tanto a Escrivá? Hay que decir que ya entonces se había iniciado el éxodo de los que, llegados a primera hora, habían quedado decepcionados por la ambigüedad y la incoherencia de la institución y del fundador. Raymon Panikkar, Antonio Pérez, Ramón Rosal, Luis Carandell, Miguel Fisac, Ramón Cercós, Patricio Peñalver, y otros profesionales cuyos testimonios de vida son ahora en buena parte públicos.

          Los que nos incorporamos en los 60 y 70 a la prelatura íbamos impulsado por motivaciones religiosas, o político-religiosas, o religioso-intelectuales, y también por el aire de “vanguardia” que el Opus Dei tenía entonces, al menos en España. Enseguida aprendimos a querer mucho a Escrivá, no solamente porque el aparato y la administración dibujaban a un personaje admirable desde todos los puntos de vista y nos inculcaba las prácticas de amor, admiración y confianza ciega en él, sino también porque cada uno de nosotros, al tomarnos seriamente la tarea de ser santos, nos esforzábamos muy sinceramente en disolver también nuestra persona en nuestro personaje, a saber, el santo en medio del mundo, de cuyos rasgos formaba parte el amor al fundador.

          Por eso la conciencia se nos deformaba y la personalidad se nos estilizaba y se nos tornaba cada vez más artificial. De esto han escrito mucho EBE, Aquilina, Books y otros.

 

5.- El gozo de la auto-inmolación

          Nuestra adhesión a la Obra y al fundador llegaba incluso al gozo de la auto-inmolación cuando en los momentos de desesperación reprimida podíamos experimentar el sacrifico de la entrega total, del “holocausto”, como decía Escrivá (“es preciso que el sacrificio sea holocausto”), y vivirlo incluso con alegría. No es un fenómeno nuevo ni extraño.

          Los grupos de hambrientos y miserables campesinos alemanes, capitaneados por Münzer, se inmolaban llorando y cantando himnos ante los cañones de los príncipes legítimos en las revueltas del XVI, y los hambrientos y miserables campesinos rusos hacían lo mismo ante los cañones de los zares en las revueltas del XIX y XX, tal como lo ha relatado Charles Peguy entre otros.

          Recuerdo cómo se me ponía un nudo en la garganta cuando leía en “Crónica”, y relatado por Escrivá, el caso del padre de una numeraria auxiliar que vendió el burro que tenían para su trabajo y sustento, y envió el producto de la venta para la construcción del Colegio Romano. Eso es lo que él nos ponía de ejemplo, fuera cierto o fantaseado. Pero lo que lograba en mí era el deseo de emular a ese hombre, pues mi adhesión a Escrivá no me permitía la menor crítica a sus palabras. Las críticas quedaban sepultadas en el inconsciente y compensadas con el sentimiento y  la creencia de ser único, elegido, hijo predilecto, etc. El personaje del santo que teníamos que representar también fomentaba en nosotros el narcisismo.

          No sé cuantos socios y asociadas habría tan inocentes como yo y de tan buena fe como yo, pero creo que en los 60 y 70 conocí a muchos. Éramos personas de buena fe, sinceramente comprometidos con nuestro cristianismo, que no percibíamos en los directores de los diversos niveles, y en los prelados y los directores supremos, más que su propio compromiso cristiano, y a quienes no podíamos criticar porque nuestra conciencia nos lo impedía.  

          Luego, poco a poco, a medida que las extravagancias de los prelados y las incongruencias de la institución, fueron cargando y retorciendo más y más las conciencias y el inconsciente de los socios y asociadas, fuimos aprendiendo a defendernos según nuestro modo de ser. 

 

6.- Las cinco clases de socios.

Desde este punto de vista de la defensa personal, en el Opus Dei había cinco clases de socios: 

1) Los incondicionales del prelado, al margen de toda idea. Es decir, los que confiaban en el prelado y lo consideraban superior a cualquier persona o norma de la Iglesia. Eran y son los seleccionados para los cargos directivos, y los que menos sufren por las incongruencias.

2) Los incondicionales de la Obra por la idea que se había formado de la obra. Eran y son los que sufren la incongruencia y la indican con lealtad. Eran y son los que más sufren las incongruencias entre las directrices efectivas de los directores y el espíritu teóricamente enseñado, los que quedan marginados de los puestos de gobierno, y los que se automarginan para evitarse sufrimientos y asegurarse su fidelidad en una relación muy personal con Dios.

3) Los que, en esa misma situación de los anteriores, se van de la obra por motivos de conciencia, y tienen valor para hacerlo.

4) Los incondicionales, no de la persona del prelado, ni tampoco de su idea de la obra, sino del grupo humano y de las tareas que tienen encomendadas. Son los que se mantienen al margen de la discusión y la crítica, perciben las incongruencias entre el gobierno efectivo de la Obra y el espíritu teóricamente aprendido, y se automarginan para ser fieles.

5) Los que, en la misma situación que los anteriores, se van por motivos de conciencia, de salud, etc., y tienen valor para hacerlo.

          En los cinco grupos se da una vida religiosa y un compromiso con la fe más o menos auténtico y más o menos engarzado entre deformaciones de la conciencia y de la personalidad. En el grupo 1) es donde se encuentran los más fanatizados, y entre los otros cuatro es donde pueden encontrarse formas sanas de abnegación y de vida cristiana ejemplar.

 

7.- Por qué la Iglesia se ha defendido siempre de Escrivá

          Es muy posible que la Iglesia haya percibido siempre de algún modo el carácter extraño y poco fiable de Escrivá y de la institución. Escrivá parecía en cada momento adoptar, para él y para la institución, la figura y la fórmula que le permitiera a él gozar de más poder y vivir más ocultamente. Su comportamiento se puede interpretar como una forma de fidelidad a Dios y al carisma recibido, de búsqueda del molde jurídico adecuado para no traicionarlo. Pero también se puede comprender, y se comprende aún mejor, si se interpreta como la búsqueda de los procedimientos para disponer del poder máximo y del ocultamiento máximo. Por supuesto, dicho poder era para salvar a la Iglesia, y el ocultamiento era para hacerlo humildemente.

          ¿Conocéis los historiadores y canonistas una preocupación tan viva por el derecho entre los fundadores desde el siglo I hasta el XXI? Yo no. Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola o Santa Teresa, con todos los obstáculos jurídicos que pudieron encontrar, parecían mucho más confiados en la “realidad” de lo que vivían y menos preocupados por unos moldes jurídicos más o menos “externos”. Parece como si Escrivá, a pesar de su insistencia en que el Derecho es un molde externo, confiara la consolidación y el desarrollo del espíritu más al molde externo que a la vida real de los fieles de la prelatura. Por eso Forges podía hacer ese chiste sobre “los santos de diseño”, como si la santidad, que es lo máximamente personal y auténtico, pudiera resultar de un diseño realizado desde fuera.

          Para acumular el máximo de poder con objeto de salvar a la Iglesia, y hacerlo clandestinamente, en un determinado momento lo mejor podía ser ordenarse sacerdote, en otro determinado momento podía ser aspirar al episcopado, en otros momento fundar una asociación de laicos varones, en otro incluir a mujeres, en otro fundar una asociación de sacerdotes, en otros, de sacerdotes y laicos a la vez, en otro, un instituto secular, en otro, una diócesis personal, y así sucesivamente (incluso ser sumo pontífice, aunque esto era una aspiración reservada a las “tertulias piratas” de los años 60 y 70). Si el objetivo era acumular el máximo de poder para salvar a la Iglesia, se entiende bien que aparecieran contradicciones entre el comportamiento del fundador y la definición de la identidad espiritual de la institución que ella transmitía a los socios.

          Y cuando se presentía que la forma de la institución más adecuada para salvar a la Iglesia podía ser ya definitiva, se escribieron los documentos internos y las cartas fundacionales, poniéndoles las fechas más concordes con lo que se preveía que iba a ser estable (lo cual es difícilmente imaginable en el comportamiento de Domingo de Guzmán, Teresa de Jesús o Ignacio de Loyola).

          Tanto cambio y tanta persistencia en un empeño poco claro, seguramente despertó la sospecha y la desconfianza por parte de la Iglesia, que se defendía una y otra vez de los asaltos de Escrivá al centro de poder de la institución fundada por Cristo. La iglesia podía tener conciencia de que no necesitaba ser salvada y podía defenderse de sus salvadores, lo cual podía ser interpretado por Escrivá como manejos del mismo demonio en lo más profundo del corazón de la Iglesia. Como Escrivá quería desalojarlo de ahí, por eso el demonio intentó acabar con él en varias ocasiones.

          Como han puesto de manifiesto los canonistas y los historiadores, el Código de Derecho Canónico de 1983, que empezó a prepararse desde el Concilio, preveía la existencia de Prelaturas personales con el objetivo de acoger en esa figura la Misión de Francia. Cuando ese proyecto se canceló, la Obra optó por esa figura jurídica porque colmaba los sueños del fundador, ser obispo de una diócesis personal, ser Iglesia Particular, o sea, Iglesia Universal ubicada en un territorio particular o referida a un grupo particular de personas. Pero la Obra no era una diócesis tan abierta y tan parecida a las demás como la Misión de Francia, sino que era muy restrictiva, y establecía demasiados requisitos para sus miembros y sus familiares, como han contado Oráculo, Gervasio, Lucas y otros. Por eso la figura de las prelaturas personales fue sacada de la parte del Código que se refiere a la Estructura Jerárquica de la Iglesia (centro y raíz  del poder de Pedro), y pasó a integrarse dentro del apartado “El Pueblo de Dios”.

          La Obra podía ser una prelatura, pero entonces solamente podía integrar a presbíteros. Los laicos podrían asociarse a ella en calidad de personas que se preparan para el sacerdocio, lo cual es un expediente que puede aceptarse por motivos políticos para los hombres, pero que resulta mucho más problemático para las mujeres. El Prelado ya no necesitaba ser obispo de suyo. Más bien no necesitaba serlo, pero para compensarlo de sus afanes, se lo podía nombrar obispo de Chamberí o de Fiumicino, para que no se quedara demasiado lejos de sus aspiraciones. Y así fue.

          Del Portillo tuvo dudas sobre qué era lo más importante, si mantener y culminar las aspiraciones del fundador y alcanzar el máximo de poder aceptando la prelatura personal con el episcopado adjunto para una asociación de sacerdotes, o empezar otra vez y buscar un nuevo estatuto para una asociación de laicos que vivían en medio del mundo.

          Finalmente optó por perseguir las aspiraciones del fundador y conservar el grupo de personas a su cargo tal como estaban cuando el fundador murió. Es lo que hizo y para hacerlo tuvo que adoptar medidas ilegales según el derecho de la Iglesia. 

            

8.- Por qué en la Iglesia y en la Obra nadie ha defendido a los fieles de la prelatura del fundador y de su equipo.

          Cuando Del Portillo decidió mantenerlo todo igual aceptando el estatuto de Prelatura Personal para la Obra, que se otorgó en 1982, nos hicieron a todos firmar un documento por el que asumíamos unos ciertos compromisos y nos hicieron renovar unos votos de pobreza, castidad y obediencia, propios de los institutos seculares pero no de las prelaturas personales.

          Cuando unos meses más tardes se promulgó el Código de Derecho Canónico, y en él aparecían las prelaturas personales inscritas en el apartado El Pueblo de Dios y como una asociación de sacerdotes, la articulación de los laicos de la prelatura con la prelatura quedó en el aire.

          Eso podría no tener demasiada importancia, si de esa ilegalidad no se siguiera que todos los bienes materiales que los numerarios y numerarias, agregados y agregadas, que los socios entregaron a la Obra a partir de noviembre de 1982, son poseídos por la prelatura ilegalmente y por lo tanto ésta debe restituir a sus legítimos propietarios lo recibido de ellos durante el tiempo transcurrido entre noviembre de 1982 y el momento actual, o el momento el que fallecieron o causaron baja en la Obra. Esa reclamación podía ser perseguida por alguno de los herederos legítimos de los fallecidos, si la herencia fuera suficientemente cuantiosa. Aunque los bufetes de abogados no suelen tener especialistas en Derecho Canónico, alguno de estos damnificados podría darles una ocasión para subsanar esa laguna.

          Del Portillo tenía muy buenas relaciones con la Iglesia de Roma y con la Iglesia española. Con la de Roma, porque se había brindado a cubrir el agujero que tenía el Banco Ambrosiano, y lo hizo satisfactoriamente, “cubriendo con su capa, como los hijos de Noé, la desnudez de su padre”. Con la de España, porque se había brindado a terminar las obras de la Catedral de la Almudena de Madrid, lo que hizo también satisfactoriamente, dedicando una de las capilla laterales a San Josemaría.

          Para mantenerlo todo igual que antes del Código de Derecho Canónico, como han contado Oráculo, Lucas y otros, del Portillo se vio obligado a sacar 7 decretos privadamente, es decir, clandestinos, cuya existencia nunca se comunicó a la Santa Sede, y nunca se comunicó a los fieles de la Prelatura, para hacer posible la adecuación de la vida real de la Obra con la normativa vigente en la Iglesia y a la cual se acogía oficialmente la Prelatura.

          La razón de por qué, así como la Iglesia se ha defendido de la obra y de sus prelados, la obra y sus socios nunca han sido defendidos de sus prelados, es porque los actos de estos eran completamente aceptables para los socios de tipo 1) de los grupos señalados antes, y clandestinos para todos los demás.

          Una excepción es la de Juan Ignacio Arrieta Ochoa de Chinchetru, que efectivamente le echó en cara a Echevarría que no podía llevar una doble legislación, una para la Santa Sede, y otra para los fieles de la prelatura. A partir de ese momento Juan Ignacio quedó marginado dentro de la Prelatura. Fue promovido al episcopado por la Santa Sede y nombrado de la comisión de intérpretes del Código de Derecho Canónico. Pero no tengo noticia de que ninguna otra persona en la prelatura haya hecho una cosa semejante, que haya tenido esa honestidad y esa valentía.

          Nadie más ha actuado de manera similar porque la información que manejaba Juan Ignacio no la manejan aún hoy muchos consiliarios.

          La situación de los socios de la prelatura es la de indefensión en manos de unos seguidores ciegos del fundador, que habiendo perdido el norte sobre lo que es, lo que era y lo que debe ser el Opus Dei, solo justifican su existencia buscando el encumbramiento del fundador a como dé lugar.

          Gervasio dice que como el que la sigue la consigue, y como esos directivos de la prelatura están muy empeñados en la toma del poder y la salvación de la Iglesia, la prelatura acabará estando inscrita en el apartado de la Estructura Jerárquica de la Iglesia.

          Puede ser. Pero también podría que desapareciera toda estructura administrativa y todo aparato de la Iglesia, en su proceso de adaptación a los tiempos. Ya durante el periodo de la revolución francesa Francia quedó privada de todo aparato y de toda administración y jerarquía eclesiásticas. Posteriormente se comprobó, como bien sabe Gervasio, que nunca la Iglesia había estado tan bien en Francia como durante ese periodo.

          Seguramente la Iglesia no necesita ser salvada. Quizá el que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella puede entenderse también en el sentido de que la desaparición de toda estructura jerárquica, de todo aparato y de toda administración, no significa, de suyo, desaparición de la Iglesia.

 

9.- Responsabilidad de los directores de la prelatura.

          Cualesquiera que sean las vicisitudes de la Iglesia en los próximos siglos, y cuya responsabilidad corresponderá a otros cristianos, la prelatura misma aparece como una institución cuyos objetivos, finalidades y espíritu resultan incógnitos para sus directores mismos. Cuando el fundador pretendía que fueran fieles corrientes, cristianos ordinarios, que trabajaran en medio del mundo, laicos, con una vocación profesional, que no se diferenciaran en nada de los demás, faroles en todo iguales que los demás pero que daban un poco más de luz, etc., cuando quería ser sin más obispo, y cuando quería sobre todo, salvar a la Iglesia, ¿no podría ocurrir que lo que estaba inventado era realmente la Iglesia, como ya señalaron algunos teólogos en vida suya?

          ¿Por qué Del Portillo y Echeverría no han aclarado eso?, ¿Por qué no se lo han planteado? ¿Por qué se han subrogado tan apresuradamente en el personaje tras el que se escondía el fundador? ¿Por qué los directivos de tipo 1) mantienen la misma actitud? ¿Qué quieren y qué pueden hacer con el Opus Dei?

          La web opuslibros tiene como su objetivo corregir las ilegalidades que aquejan a la Prelatura, especialmente las que atentan contra los derechos fundamentales y la integridad física y psíquica de sus fieles, con objeto de que la institución pueda seguir adelante en el cumplimiento de sus objetivos. Pero, ¿y si no hubiera tales objetivos?, ¿y si sus directores no supieran cuales son de hecho?, ¿Y si el fundador no hubiera tenido nunca una idea legítima sobre los objetivos de su fundación?

          El derroche de calidad humana, de santidad, de trabajo y de sacrificio hecho por tantos fieles de la prelatura en el pasado, ¿justifica que las personas que quedan en ella, con tanta buena fe, sean ‘salvadas’ para una empresa que carece de objetivos?, y ¿qué querría decir que sean ‘salvadas’?

          Esto es responsabilidad de los directivos si tuvieran toda esta información sobre la Obra, y si tuvieran capacidad intelectual y moral para asumirla. Pero en ausencia de ambas cosas, ¿qué interés legítimo puede tener nadie en modificar o arreglar la Obra?

          Solamente pueden tener interés legítimo los directores, y a ellos además les corresponde la responsabilidad de mantener o corregir la institución, pero sobre todo, la responsabilidad de mantener la integridad física, psíquica y moral de sus fieles.

          En los 18 años que le faltan para alcanzar su centenario, la institución que se gloriaba de tener 85.000 socios, parece como si caminara hacia la extinción, por el número de centros que se cierran y de socios que se marchan. También en este aspecto los directores de la Obra se subrogan en la decadencia de la iglesia para aceptar su propia decadencia, pero no es esa una buena estrategia, porque ¿no era el objetivo de la Obra salvar a la Iglesia?, ¿no era la Obra el carisma para el crecimiento de la Iglesia, para su despliegue en los nuevos tiempos?

          Lo que queda del día para los directivos de la Obra es hacer justicia y actuar en verdad, de modo que se repare el daño causado a tantas almas desde 1928 hasta ahora. Esa es su responsabilidad, sea lo que sea al final de la Obra como Prelatura personal, como diócesis o como nada. Pero por lo que han hecho hasta ahora, no parece que ninguno tenga autoridad moral para hacer nada ni para plantearse nada.   

         

10.- Responsabilidad de los mandatarios eclesiásticos

          Si la historia del Opus Dei es la historia de un tremendo fraude y de un tremendo error, ¿que utilidad tiene la experiencia del Opus Dei para la Iglesia, para los cristianos y para los que han pasado por la prelatura?, ¿qué sentido tiene para Iglesia?, ¿qué responsabilidad le cabe a la Iglesia en relación con la Prelatura?

          La Iglesia puede dejar morir las instituciones en los rincones de sus anaqueles, y no necesita apagar la mecha que humea. La Iglesia puede muy bien aplicar el principio evangélico “dejad que los muertos entierren a sus muertos”. Además puede aducir que siempre se defendió de Escrivá y del Opus Dei. Pero todavía le cabe una responsabilidad.

          ¿Por qué no ha protegido a los fieles que estaban en esa prelatura cuando se lo pidieron?, ¿por qué no los protegió antes de que se lo pidieran?, ¿por qué no ha protegido a los fieles de la iglesia universal , externos por completo a la prelatura, previniendo que pudieran ser absorbidos y deglutidos por ella? Puede responder que porque ignoraba hasta qué punto podía ser dañina, y porque incluso ahora no está probado ante la Iglesia que lo sea. Lo que queda del día, para la Iglesia, es la tarea de intentar aclarar las cosas para hacer justicia.

          Queda una última cuestión, que afecta al crédito de la Iglesia, y es ¿qué garantías hay de la calidad y legitimidad de los actos magisteriales y de los actos jurídicos de la iglesia?

          Quizá una de las enseñanzas que se puede sacar de la existencia del Opus Dei en relación con la Iglesia es que la Iglesia, precisamente al ser instituida por Cristo, es también una institución plenamente humana.

          Esta enseñanza puede servirle a la Iglesia para aprender de sí misma, si es que no está ya mil veces de vuelta de experiencias de este tipo (que lo está), y a los fieles cristianos para aprender que los seres humanos no debemos creer ciegamente en nadie, ni en Dios ni en la Iglesia. Que la forma de creer los seres inteligentes es creer inteligentemente, razonablemente, de lo que forma parte también el desengañarnos.


>>Continuación

 

 

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