DOCUMENTO INTERNO DEL OPUS DEI
Charla de un ‘círculo breve’ (medio de formación)
para menores de edad o “Labor de San Rafael”.
Charla nº 23: VOCACION
l. Vocación a
la santidad
Es corriente
que se oiga decir de una persona que tiene "vocación" para tal o
cual actividad: "vocación de artista", "vocación de médico",
etc. Con esto lo que normalmente se quiere indicar es que esa persona tiene aptitudes para desarrollar ese trabajo, para el que está
particularmente dotado. También se suelen emplear otras expresiones que son
significativas, como, por ejemplo, cuando se dice que "fulanito ha
nacido para ser artista", para subrayar que la vocación de artista
no se la ha ganado con el propio esfuerzo, sino que la ha recibido desde siempre;
o se dice más exactamente que "está llamado a ser un gran médico",
porque vocación significa lo mismo que llamada.
Cada uno de
nosotros tiene una vocación profesional diversa, que unas veces está muy clara
y otras hay que descubrir, con ayuda de otras personas. En cualquier caso, es
patente que tiene gran importancia conocer cuál es la propia vocación. Quien no
se preocupa, y se deja llevar por el primer impulso o por lo más fácil, corre
el grave riesgo de equivocarse y pasar el resto de su vida "fuera de lugar", desarrollando
una actividad para la que no
está bien capacitado.
Pues bien si
la vocación profesional es importante, hay otra vocación que reviste una
importancia incomparablemente mayor. Una vocación que tenemos todos, por el hecho
de haber nacido: la vocación a la santidad. De que descubramos y sigamos esta
vocación depende la plenitud de toda
nuestra vida.
Puede decirse
que todos "estamos llamados" a la santidad; que "hemos nacido"
para ser santos, porque Dios nos ha creado para eso. De ahí que todos, sin
excepción, tenemos "aptitudes" para la santidad; estamos "dotados" para ser
santos. Nadie puede decir que él "no vale": seria llevar la contraria
a Dios, que, como enseña la Sagrada Escritura "nos ha elegido antes de
la constitución del mundo para
que seamos santos"
(Eph 1,4). Fijate bien en estas palabras, que condensan
todo el sentido de nuestra
vida: Dios nos ha e1egido, esto es, nos ha dado la vocación;
antes de la constitución del mundo, cuando pensó en crearnos a cada
uno de nosotros; ¿para qué?... para que seamos santos: para esto hemos
nacido.
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Por esto, la
vocación a la santidad es
nuestra vocación más radical. No es una vocación "optativa" o
especializada, para unos pocos privilegiados, sino que es el sentido más
profundo de nuestra vida. Por eso dice Camino: "Tienes obligación
de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de
sacerdotes y religiosos? A todos,
sin excepción, dijo el Señor: 'Sed perfectos, como mi Padre Celestial es
perfecto-'" (n.29l).
De aquí se
deriva que sólo podemos alcanzar la plenitud de nuestra vida -"realizarnos'-,
si seguimos esta vocación, si luchamos por ser santos. Nuestra existencia adquiere
así su pleno sentido. En cambio, si no procurásemos alcanzar la santidad,
estaríamos "fuera de lugar" en esta vida, frustrados. ¿Te imaginas un
pájaro que ha nacido para volar, si le faltan las alas;
o un recipiente que ha sido fabricado para contener
agua, pero que tiene un agujero en el fondo? No vale para nada; no tiene
sentido. Pues así sería nuestra vida -un fracaso- si no quisiéramos alcanzar el
Cielo, si nos negáramos a ser santos.
Hemos sido creados
para alcanzar la felicidad eterna del Cielo. Detrás de los nombres de quienes
nos han precedido en esta tierra, estamos acostumbrados a ver dos fechas:
la del nacimiento y la de la muerte, y puede parecer que esta fue toda su
vida. Sin embargo, no hemos de olvidar
que ese corto espacio de tiempo que va entre una y otra fecha, es muy poco
en el conjunto de su existencia. Santa Catalina de Siena, por poner un ejemplo,
vivió en esta tierra del 1347 al 1380: 33 años. Y desde el 29 de abril de 1380, fecha de su muerte,
vive en el Cielo para siempre. Pero esos 33 años -y los que cada uno pasamos en la tierra-, aunque sean pocos, tienen una importancia
decisiva, porque con ellos decidimos nuestra eternidad. Dios nos da el tiempo
suficiente para que alcancemos la santidad. Nos propone un"negocio"
extraordinario: tú me das libremente este poco que es tu vida en la tierra
-nos dice-, y Yo te doy la felicidad eterna en el Cielo, y además te hago
ya feliz ahora, concediéndote la paz del alma como premio a tu lucha. Por
nuestra parte, esto comporta un acto de fe, un fiarnos de Dios por completo,
porque la vida actual se nos presenta como '”todo lo que tenemos". Esto
es precisamente lo que Dios exige: un acto de fe absoluta y total que, sin
embargo, es razonable hacer pues si El nos ha creado,
es lógico que nos pida que le entreguemos libremente nuestra vida.
Pero la razón
de más peso para luchar por la santidad no es el premio, sino la correspondencia
al amor de Dios. El nos ama a cada uno como un padre
a su hijo único; tanto nos ama que la Segunda Persona
de la Santísima Trinidad se hizo hombre y murió por nosotros. En correspondencia
nos pide amor; tiene "derecho" a exigírnoslo, y por eso el Primer
mandamiento es: "Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma
y con todas tus fuerzas" (Deut 6,4).
Por
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tanto, hemos de ser santos, hemos de amar a Dios
porque El nos ama y nos ha creado para que le amemos libremente.
2. Muchos
caminos
Si ha quedado
bien claro lo anterior, tendremos mucho adelantado para entrar de lleno en el
tema del Circulo de hoy, que es la vocación de cada uno.
La pregunta
fundamental se puede formular así: yo tengo que ser santo, pero ¿por qué
camino? ¿cuál es la concreta voluntad de Dios sobre
mí?
Es indudable
que la santidad puede lograrse por diversos caminos, y que Dios no quiere para
todos el mismo, como se ve en la historia: los santos canonizados son diversísimos
(Santa Isabel de Hungría era madre de 3 hijos, San Antonio abad, un monje que
se retiró al desierto; Santo Tomás Moro, fue Lord Canciller de Inglaterra;
Santa Felicidad era una esclava...); y no digamos los que no han sido canonizados,
que son la inmensa mayoría.
Hay muchos caminos,
hablando en general. Pero para cada uno de nosotros Dios quiere uno en concreto:
ése es el que tenemos que descubrir para seguirlo con decisión. Y para descubrirlo,
antes de entrar en el tema, te voy a transmitir un consejo que solía dar el
Fundador de la Obra y que él mismo practicó durante muchos años, especialmente
en su juventud: pedirle luces a Dios, diciéndole como el ciego del que habla
el Evangelio: Domine, ut videam!, ¡Señor,
que vea! ¡muéstrame tu voluntad!
Además, es necesario
tener muy en cuenta que la Voluntad de Dios puede que no coincida con loa gustos propios -no es lo mismo vocación que
inclinación-, o que las pasiones o los caprichos se encarguen de que nos parezca
dificil de seguir. Por eso, además de pedirle al Señor que te muestre su Voluntad,
disponte a decirle -como la Santísima Virgen-: Fiat!
¡hágase tu Voluntad!"¿Lo guieres, Señor? ...
¡Yo también lo quiero!" (Camino, n.762).
3. La entrega total
Te decía que
hay muchos caminos para llegar a la santidad. Desde luego, para ser santos,
no hace falta abandonar el mundo, y lo más probable es que todos nosotros
este-
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mos llamados a la
santidad en medio de nuestro
trabajo, santificándonos con la profesión, con las relaciones familiares y
sociales, etc.
Sin embargo,
aun permaneciendo en el mundo, en
nuestro lugar, Dios no pide a todos
el mismo tipo de entrega. En el Evangelio vemos que entre los muchos que siguen
al Señor, llama a algunos de una
forma especial, para que se le dediquen todas sus energías. A éstos les pide
una entrega total, absoluta y exclusiva: que dejen todas las cosas y que
vayan tras de El.
Así es, por
ejemplo, la vocación de los primeros Apóstoles: "Andando junto al mar de
Galilea, vio dos hombres: Simón llamado Pedro y Andrés, su hermano, echando la
red en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo: "Venid conmigo y os haré
pescadores de hombres". Ellos, al instante, dejando las redes, lo
siguieron. Yendo más adelante, vio otros dos hermanos: Santiago y Juan, en la
barca con su padre Zebedeo, remendando las redes; y los llamó. Ellos, al
instante, dejando la barca y a su padre, lo siguieron" (Mt 4,18-22). Y más adelante: "Partiendo de allí Jesús, vio un
hombre, llamado Mateo, sentado en la oficina de tributos, y le dijo: Sígueme. El dejándolo todo, se levantó y le siguió” (Mt 9,9;
Lc 5,28).
Esta misma
llamada se ha repetido mil veces en todos los tiempos. Como ves, el Señor pide
a algunos que dejen todas las cosas -padre, madre, hermanos, hermanas, mujer,
etc. (Cfr. Mt 19, 27-29) para
seguirle -como dice San Pablo- "libres de otras preocupaciones"(I
Cor 7,33), sin
"intermediarios", entregándole directamente todo el corazón, indiviso, para servirle en la tarea
de ser "pescadores de hombres", es decir, de acercarle otras muchas
almas. Esto no quiere decir nada en menosprecio del matrimonio, sino en honor de la entrega total a Dios que es en sí
misma una vocación más alta, aunque para cada uno la mejor es aquella a la que
ha sido llamado por Dios.
Y la pregunta
no es: ¿me gustar1a entregarme por completo?, sino ¿quiere Dios que yo me entregue? ¿me
ha dado esa vocación? No se trata de sentir una inclinación particular hacia
esa entrega, o -mucho menos- de no sentir la inclinación al matrimonio.
Los Apóstoles fueron personas normales, como nosotros. Lo que les llevó a
entregarse por completo no fue el no sentirse atraídos por el amor humano,
sino el poner por encima el amor de Dios. Por esto, para seguir esa llamada
hace falta un corazón más grande, con más capacidad de amar.
Si se consideran
las cosas sólo con visión humana, la vocación puede verse de modo negativo,
como una carga, como
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una renuncia ... Esta falsa visión desaparece
cuando se mira de modo sobrenatural. Ciertamente la entrega a Dios exige
sacrificio -"quien quiera venir en pos de Mí, dice Jesús, niéguese a sí
mismo, cargue con su cruz y sígame, pues quien quisiere ganar su vida la
perderá, pero quien perdiere su vida por amor a Mi ése
la ganará, pues ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su
alma?" (Mt 16,24-26)-, pero se trata de un sacrificio gustoso,
realizado por amor a Jesucristo, y que llena de paz el alma; por eso, a quienes
se entregan así, generosamente, Dios les pone el resello de la alegría profunda
que a nada se puede comparar.
San Pedro,
preguntó a Jesús: "Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido, ¿qué será de nosotros? Entonces el Señor le respondió: En verdad
os digo que vosotros que me habéis seguido, cuando el Hijo del hombre se siente
en el trono de su gloria, os sentaréis también sobre doce tronos, para juzgar a
las doce tribus de Israel. Y todo
el que deje casa, o hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos o campos por mi
nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt. 19,27-29).
Por esto, la
vocaci6n es como un "tesoro escondido" que, quien lo encuentra en un
campo, vende todo cuanto tiene y compra aquel campo para poseerlo (Mt
13,44). ¿Cómo considerar la entrega como una carga, como una renuncia? Si
es el mejor tesoro, la mayor fortuna. Esto lo sabe bien quien se ha entregado
sin reservas. Nada hay en esta vida que se pueda comparar a esa proximidad can
Jesús. Por eso, a quienes la han probado, les dice nuestro Padre en Camino:
"¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor
vuestro: ¡locos!, dejad
esas cosas mundanas que achican el corazón ... y muchas veces lo envilecen ...,
dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?" (n.790).
4. Señales de
la vocación
Dios es el que
llama. La vocación no depende de los propios méritos, ni de las cualidades
humanas, ni de una predisposición personal, del gusto o del sentimiento. El
Señor llama a los que quiere, desde siempre, como dijo al Profeta Jeremías:
"Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí; antes de que
salieras de su seno te consagré" (Jer 1,5). .
Esta llamada
del Señor tiene señales propias. En el Evangelio, el Señor cuenta la historia
de un mercader que trata en perlas finas, y un día le otrecen una de gran
valor: entonces, va, vende cuanto tiene y la compra
(cfr. Mt 13,45). No es un hecho del todo casual, pues para topar con
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una joya preciosa es necesario negociar en ese
ramo o estar introducido en el mercado. Podríamos decir que ése es un primer
indicio de una posible vocación. El Señor prepara a quienes llama, introduciéndoles
en su trato, les da su gracia para que frecuenten la oración y los sacramentos,
para que reciban una formación más honda ... la vocación
es siempre un don gratuito de Dios, como la semilla que cae en el campo; pero
para que arraigue, el Señor prepara antes el campo. Todo esto puede ser sin
duda una primera señal: la ausencia de obstáculos, y el disponer de una preparación
positiva que quizá pocos tienen.
Después,otra señal de que esa llamada del Señor va dirigida a nosotros
es aquella a la que se refiere nuestro Padre: "Un día (...) quizá un
amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió
un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio.
Te sugiriá la posibilidad de empeñarte seriamente
en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces
la tran- quilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente,
porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural-, respondiste que
si a Dios” (Es Cristo que pasa, n.1). Seguramente
ninguno de nosotros perdemos la tranquilidad si nos hablan de la vocación
de ermitaño o de fraile de clausura, aunque son
vocaciones estupendas y caminos de santidad; pero vemos claramente que no
son para nosotros. En cambio, la entrega total a Dios en medio de nuestra
profesión, santificando el trabajo y a través del trabajo, haciendo cristiana
la sociedad, como los primeros cristianos, sirviendo a Dios en medio de nuestras
ocupaciones ..., esa
llamada quizá no nos deja tan indiferentes.
Es entonces,
cuando viene la pregunta ¿pero esto -buscar la santidad en medio del mundo-
tendrían que hacerlo todos? Y la respuesta es que sí; pero, para que todos se
santifiquen, hacen falta unos pocos, el Señor necesita "un puñado de
hombres 'suyos' en cada actividad humana" (Camino, n.301), que sean
como el fermento en la masa. Quizá a nosotros, como al profeta Isaias, el Señor
nos plantea la cuestión “¿a quién enviaré para esta tarea?”; la respuesta de este
santo fue: ¡aqui estoy; envíame
a mí!" (Is 6,8).
Pero, ¿cómo
tener la certeza de que Dios llama? ¿qué es lo que han
visto esos miles de almas en el mundo entero, que se han entregado jugándoselo
todo a una carta?
A uno que le
hizo esta pregunta a nuestro Padre, refiriéndose a la vocación al Opus Dei,
le contestó: "¿tú piensas que Dios Nuestro Señor te va a certificar su
Voluntad haciendo que venga un Arcángel -ya sabemos que no tienen cuerpo:
todos los Angeles son espíritus puros-, se arranque una pluma del ala -tampoco
tienen alas ni plumas-, que coja un pergamino y diga: fulanito de tal tiene
vocación al Opus
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Dei?" (Obras, 1979, p.118). No, Dios no da ese tipo de seguridades,
sino que pide fe. Ciertamente da luces; cuando da la vocación, hace ver la
inconsistencia de las dudas que se plantean; pero no fuerza nuestra libertad
ofreciendo unas pruebas llamativas que, por otra parte, a quien no quiere
responder que si, sólo servirian para aumentar la gravedad de su negativa. Es
lo mismo que quienes no quieren creer o cambiar de vida: dice el Evangelio que
"aunque se les apareciera un muerto, ni aun así se convertirían"
(cfr. Lc 16, 31). Pues igual sucede respecto a
la vocación. Quien se plantea su posible vocación es lógico y bueno que acuda
al Señor para pedir luz, pero también ha de preguntarse: ¿estoy dispuesto a
responder que sí, si descubro que Dios me llama? ¿quiero,
de verdad, ver claro, o busco sólo una excusa para decir que no? ¡Cuántas veces
lo que falta no es luz, sino rectitud de intención!
Para decir
que sí no hay que sentir nada, “basta tener una causa suficiente, un
motivo, y es motivo el amor, con la fe y con la esperanza de que Dios Nuestro
Señor no nos abandonará en nuestro camino de amor. ¿Claro? De modo que ¡nada de
sentimientos! basta que haya un motivo, y lo hay. El mundo está falto de
almas que le sirvan” (Obras,
1979, p.121).
Nadie debe
esperar pruebas extraordinarias. El Señor hace ver su Voluntad cuando se le
pide sinceramente en la oración, y nos la hace llegar también a través del
consejo de otras personas que ya le han entregado su vida, particularmente en
la dirección espiritual.
Este es el
camino más seguro: rezar y consultar. El Señor llama
en el fondo del corazón y para descubrir la llamada hay que abrirlo de par en
par, confiando plenamente en quien conoce tanto la propia alma como las
exigencias de la vocación.
Una vez
recibido el consejo, ya sólo falta una cosa: decir que
si, si es ésa la Voluntad de Dios; dar ese salto con
fe y confianza en el Señor, que no permitirá que nos equivoquemos si nos mueve
únicamente el deseo de servirle; entonces es cuando el
horizonte aparece más claro que nunca.
5. La respuesta
"Si ves claramente"
tu camino, síguelo. -¿Cómo no desechas la cobardía que te detiene?" (Camino,
n.903).
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No hay que
extrañarse, cuando llega el momento en que se advierte la Voluntad de Dios, de
que la cabeza acumule disculpas y excusas. Es la reacción normal de nuestra
naturaleza caída que se resiste ante las exigencias de la entrega; y también es
la reacción del demonio que procura por todos los medios apartamos
de ese camino.
En el libro
del Exodo se relata la vocación de Moisés. El Señor le habla desde una zarza
ardiendo y le destina para que vaya en nombre suyo al Faraón de Egipto,
intimándole a dejar en libertad al pueblo de Israel: "Ve pues -dice el Señor
a Moisés- Yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, los hijos de
Israel, de Egipto. Ante esta misión, Moisés pretende buscar una disculpa
"¿Quién soy yo -responde- para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos
de Israel." El Señor, pacientemente, le insiste
en lo que debe hacer; sin embargo, Moisés replica de nuevo: "No me creerán
ni escucharán; antes bien dirán: no se le ha aparecido Yavé" Entonces el
Señor le da pruebas, obrando allí mismo dos milagros en su presencia, para
mostrarle su poder. Sin embargo Moisés busca aún otra excusa: "Pero Señor,
yo no soy hombre de palabra fácil; más bien soy tardo en el hablar y torpe de
lengua” Y Yavé le responde: “Pero ¿quién ha dado al hombre la boca y quién hace
al sordo y al mudo, al que ve y al ciego? ¿No soy acaso Yo, Yavé? Ahora, pues,
ve, yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de decir”. Las palabras del
Señor son definitivas: El es quien le ha hecho torpe en
el habla y el mismo que le envía: ya cuenta con sus
defectos. Pero Moisés se obstina; sin ofrecer ya ninguna razón: “¡Ay, Señor! envía a otro”. Entonces, narra la Sagrada Escritura que “Yavé
se encendió en cólera ante Moisés" y le ordenó que fuera a cumplir su
misión, llevando consigo a su hermano Aarón para que hablara en su lugar (cfr. Ex
3,4). Al fin Moisés obedece, y ya el resto de su vida
será fiel hasta el punto de que años después el Señor dirá de él: "Moisés
es en toda mi casa el hombre de mi confianza" (Num 12,7).
Si ésta es la
historia de la vocación de un personaje como Moisés, no te debe preocupar
que en tu vida suceda algo parecido si el Señor te pide todo. Lo importante
es que al fin, si ves que te llama, le digas con palabras de la Sagrada Escritura:
"aquí estoy porque me has llamado" (I Reg 3,6).
No se trata
de precipitarse en la respuesta, pero tampoco de retrasar innecesariamente
un sí, si vemos que el Señor nos lo pide. Se expondría a un peligro
muy serio de no seguir su vocación quien, por falsa prudencia, pretendiera
dejarlo para más adelante: “decidiré cuando acabe los estudios", o simplemente
"dentro de unos meses, cuando acabe el verano...” ¡como si pudiera haber
esperas cuando Dios llama! Hay que rechazar con energía esos cálculos mezquinos
y plantearse sinceramente esa pregunta de Camino "¿Por qué no
te entregas a Dios de una vez..., de verdad ... ¡ahora!
(n.902).
6. Los frutos de
la entrega
Cuando se ha
respondido al Señor que sí, la vocación se manifiesta entonces, con toda
claridad como un tesoro inapreciable. La vocación dice el Padre, “es -después de la fe- el don más
grande que nos puede conceder el Señor. Dios nos ha mirado con ternura: ¡tú
eres para mí!, nos ha dicho a cada uno. Una llamada individual,
no por nuestros méritos, sino por la bondad del Señor, que dispensa su amor
como quiere y a quienes quiere. Vocavi te nomine tuo, meus es tu! (Is
43,1). Una elección de amor". (Obras, 1981,
p.l16.
Antes de
responder que sí a la llamada, puede parecer difícil mantener la entrega toda
la vida. Después se ve que no es así, que es muy sencillo perseverar y ser
fieles, pues Dios concede la gracia de modo abundantísimo a quienes le dan su
vida totalmente. Las dificultades resultan fáciles de superar, y el fuego del
amor a Dios crece cada día más, alimentado con nuevos actos de entrega.
El don que se
ha recibido lleva a dar gracias a Dios constantemente, y a poner los medios
para conservarlo siempre, protegiendo la vocación de todos los peligros, conscientes
de que se lleva ese tesoro en un frágil vaso de barro, que somos nosotros
mismos.
Este
agradecimiento se traduce también, espontáneamente, en el deseo de acercar a
otros al mismo camino para que, si tienen vocación, escuchen la misma llamada y
se extienda el fuego del amor de Dios. Pero ten presente que no podemos hacer
comedia: para arrastrar a otros tenemos que entregarnos primero nosotros; sólo
así seremos eficaces, nuestra vida estará cargada de fruto y cuando un día nos
presentemos delante de Dios le podremos entregar junto con los diez talentos
-el tesoro de la vocación que recibimos gratuitamente y que hemos conservado
con fidelidad- los otros diez que hemos ganado: las almas que habrán alcanzado
la vida eterna, por la gracia de Dios que hizo milagros con el pobre barro de nuestra
vida, porque le dijimos que sí.
Veremos
entonces que se han cumplido de modo maravilloso en nuestra existencia esas
palabras del Señor a los Apóstoles: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os elegí a vosotros, para que vayáis y déis fruto y vuestro fruto
permanezca" (Io 15,16).
Se habrá realizado
el programa de vida que se contiene en el primer punto de Camino: "Que
tu vida no sea una vida estéril. -Sé útil. -Deja poso. -Ilumina con la
luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa
y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. -y enciende todos los
caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón."
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