La vocación sacerdotal en la Obra
La lógica detrás de la contradicción
Si bien ya se ha tocado este tema más
de una vez, me pareció interesante aportar un «texto
canónico» sobre el asunto.
Para quienes no conozcan mucho esta
institución, vale la aclaración: una cosa es la Obra como
institución laica y otra es la SSS+ o Sociedad Sacerdotal de la Santa
Cruz, asociación vinculada íntimamente a la Obra. El tema que
trata este artículo es sobre la vocación sacerdotal de los
miembros laicos de la Obra, no sobre la de los socios de la SSS+. Esto es
importante porque los miembros laicos de la Obra no tienen ninguna
relación jurídica con la SSS+ y sus labores de proselitismo
apuntan a objetivos distintos: a los laicos por un lado y a los sacerdotes
diocesanos por el otro (en el caso de la SSS+). La Obra tiene sus propias
labores que denomina: de San Rafael (jóvenes con posible vocación
de numerari@ o agregad@),
de San Gabriel (labor orientada a todas aquellas personas que, para la Obra,
nunca tendrán vocación de numerari@ o agregad@ -de vivir el celibato- sino únicamente de supernumerari@ -para vivir en el matrimonio, generalmente-;
en esta labor se incluyen tanto las potenciales vocaciones como quienes ya son supernumerari@s) y por último la labor de San Miguel
(orientada a quienes ya son numerari@s y agregad@s).
***
Es sabido que para ingresar a la Obra como
numerario o agregado se requiere claramente no tener vocación
sacerdotal.
De hecho, quien presentara una
inclinación al sacerdocio se lo ‘clasificaría’ como
candidato para el seminario diocesano y próximamente dejaría de
estar en la labor de San Rafael. Por supuesto, no tendría ninguna
posibilidad para la de San Miguel. Su futuro no estaría en la Obra
(aunque podría estarlo para la SSS+, pero ese es un tema aparte).
En resumen, la Obra cuida mucho este
“carácter laico” como requisito «sine qua non»
para ser miembro.
Pese a lo dicho, el hecho de ingresar a la
Obra cambia las reglas del juego. Porque sorpresivamente uno se entera,
entonces, que «todos los Numerarios y muchos Agregados
están ordinariamente dispuestos (...) a ser sacerdotes, si son
invitados por el Padre» (Catecismo
de la Obra, 5* ed, n. 44.).
Para que quede claro, no se trata de una
«estadística» resultado de una «encuesta» en
base a la libre decisión u opinión de sus miembros. Al contrario,
se trata de un principio o norma del Catecismo de la Obra que rige la
vocación de «todos los numerarios y muchos agregados».
Aquí no se habla de «aquellos que
posteriormente descubran un llamado al sacerdocio...» etc. Aquí la
Obra dice oficialmente que -en el caso de los numerarios-, «todos»
están ordinariamente dispuestos a ser sacerdotes. El cambio es radical.
Lo interesante es que «todos»
están dispuestos, aunque «no lo sepan» y de hecho hayan
dejado en claro –cuando ingresaron- que «no lo estaban» para
nada. ¿Cómo puede ser que, a quien no tenía
vocación al sacerdocio, se le imponga semejante compromiso? Es
posiblemente porque la Obra tiene una irremediable predisposición por la
coacción.
La Obra declara explícitamente que
nadie cambia de «estado» cuando ingresa; sin embargo «todos los
numerarios y muchos agregados» potencialmente han cambiado de estado,
porque «están ordinariamente dispuestos a ordenarse», algo
que no es «ordinario» en el resto de los cristianos laicos o
«cristianos corrientes».
Es esta una muestra más de cómo
la Obra engaña y manipula voluntades: compromete moralmente a las
personas sin que den su consentimiento y, más aún, a pesar de
haber dado un consentimiento en contrario.
Con el argumento de que la vocación de
numerario y agregado implica una «entrega total», la Obra dispone
de las personas como quiere y presenta la vocación sacerdotal como parte
de esa entrega. Este argumento de la «entrega total» hace posibles
muchos imposibles y muchas incoherencias, es el argumento con el cuál más
fácilmente la Obra extorsiona y que resulta muy difícil de
resistir.
***
Como en tantos otros casos, lo que era la
norma se vuelve la excepción. El acuerdo inicial se tornó en
engaño.
No se trata de que algunos hayan descubierto
su vocación sacerdotal «tardíamente». De hecho, el
catecismo de la Obra dice claramente que no puede llamarse
«vocación tardía» el caso de quienes se ordenan ya
mayores, porque desde un principio están «todos los numerarios y
muchos agregados» dispuestos a ordenarse.
Esto quiere decir que, por un lado, «todos
los numerarios y muchos agregados» se incorporaron a la Obra teniendo
clara conciencia de que no tenían vocación al sacerdocio, pero
una vez "adentro" debían estar dispuestos a ordenarse si eran
«invitados por el Padre».
La Obra cambia las condiciones contractuales:
lo que era un requisito para entrar (no tener vocación al sacerdocio),
una vez adentro se vuelve un impedimento para permanecer (al menos con
"buenas disposiciones").
El texto eliminado entre paréntesis
dice "—con plena
libertad, para aceptar o no esa llamada—" dando
así a entender que tal llamada es un hecho y que puede o no ser
aceptada. En ningún momento el texto pone en duda la
"llamada". Es parte del lenguaje coactivo dar por hecho la «llamada»
y pasar por encima de la conciencia de las personas. Es que «la
llamada» no surge en la conciencia del candidato sino de una decisión
de quienes gobiernan: ellos «deciden» quién tiene vocación
y quién no (para todo).
Es la voluntad de poder: la Obra busca
constantemente imponer su voluntad, busca la hegemonía, la preeminencia,
la supremacía.
Por eso, para el caso de los numerarios, habla
de «todos», porque así lo decidió la Obra. La
vocación al sacerdocio -«esa llamada»- está
implícita en cada numerario (aunque se entere por sorpresa), cosa
impensable y contradictoria con los requisitos para inicialmente «tener
vocación» de numerario o agregado.
Como en el caso de la
vocación a la Obra, la doctrina oficial aquí también habla
de "libertad" para aceptar o no el llamado. Sin embargo, tenemos
experiencia sobrada de la coacción para aceptar el llamado de la Obra,
por lo cual no es de extrañar la coacción para el llamado al
sacerdocio, más cuando una persona ha dado un dramático
testimonio de ello (cfr. el interesantísimo
artículo de Antonio Pérez Tenessa en el
diario El Pais). Es muy impresionante leer ese
artículo y contrastarlo con lo que el mismo fundador decía:
«rezad también con el fin de
que nadie en Casa sienta coacción de ningún género, para
venir al sacerdocio» (Meditaciones, V, pág. 482).
Los textos oficiales y
del fundador muchas veces dicen exactamente lo contrario de lo que se hace.
Pero no siempre, porque otras tantas veces, esos textos son sinceros y dicen lo
que en la práctica se hace. Es por ello que en los textos abundan las
contradicciones, la oposición entre una doctrina que defiende la
libertad y otra que la somete hasta esclavizarla. Lo importante es comprobar
quién vence en ese combate. Y por lo vivido y testimoniado por tantas
personas, en la Obra la libertad siempre pierde. Por lo cual esas
contradicciones parece más bien una manipulación planificada.
Hay que reconocer que
la ingeniería jurídica y mental de la Obra es bastante
complicada, por sus excepciones y contradicciones, porque no responde a una
lógica clara.
***
La
lógica detrás de la contradicción
La contradicción señalada en
este artículo no parece inocente o una simple
«esquizofrenia».
De hecho no creo que exista ninguna esquizofrenia
en muchos de sus niveles donde la Obra manifiesta contradicciones. La
característica de la Obra y de su fundador es la planificación
anticipada de absolutamente todo, por lo cual hablar de «errores»
es muy difícil.
Se trata más bien de otra cosa, de un
doble estándar premeditado. Hay toda una elaboración y
justificación alrededor de semejante actitud incoherente.
Se trata de un mecanismo perverso que quita
derechos e impone deberes (mecanismo que la Obra aplica en todos sus ámbitos).
Es un mecanismo que actúa a nuestras espaldas, ocultamente, sin que nos
demos cuenta.
A los derechos se los "entrega"
(renuncia) o se los deja en la puerta, pero nadie que entre a la Obra ha de
portar consigo sus derechos, porque esto va contra el clima de sometimiento y
entrega absoluta que la Obra demanda.
Si la Obra necesita vocaciones al sacerdocio,
¿por qué rechaza las que espontáneamente se presentan para
ingresar a la Obra? ¿Por qué, en cambio, se la asigna a quienes
ni siquiera se la plantearon o incluso no se identificaron con ella desde un
principio?
Está claro que no tiene que ver con el
aspecto laical (como parecía y se argumentaba inicialmente) ya que
«todos los numerarios y muchos agregados» están llamados al
sacerdocio (aunque no lo sepan). ¿Entonces, cuál es la
razón de este proceder?
Al poner como requisito la ausencia de
vocación al sacerdocio, la Obra desarticula toda posibilidad de
«exigencia» o derecho por parte de cualquier miembro agregado o numerario
a ser aceptada su posible llamada al sacerdocio.
Por un lado, se le impone a quien no la tiene,
y por otro se le quita a quien la tiene. El tema es que ninguno sienta su
llamada al sacerdocio como propia sino como concedida por la Obra.
Porque quien manifiesta una vocación y
muestra aptitudes para llevarla a cabo se gana un derecho. Y en la Obra la
vocación es «concedida», nunca «reconocida»
porque esto otorgaría derechos, algo contrario al «espíritu»
de la institución. Por eso la Obra puede un día
«otorgar» la vocación y al otro «retirarla» (esa
es la metáfora de la dispensa: «devolver» la vocación
como si fuera propiedad de la Obra). En la Opus Dei se juega con las personas, poniendo y sacando
vocaciones, otorgando y retirando dones sobrenaturales, como si se tratara de
un experimento que no termina de salir bien.
En la Obra nadie tiene propiamente derechos
sino que todo es «concedido» por la misma institución (con
ánimo de «recuperarlo», parafraseando al fundador). Lo que
hace a la vocación a la Obra, está todo diseñado para que
la propiedad de tal vocación pertenezca y sea retenida por la
institución.
Así como para ingresar, uno debe
«ser llamado por la Obra», del mismo modo para ser sacerdote uno
debe «ser llamado por el Padre», y no me refiero a la frase del
Evangelio, Juan 6, 44 (de todos modos, en la Obra «el llamado del
Padre-Prelado» está íntimamente ligado a la voluntad de
Dios, lo cual de alguna manera la Obra se arroga la autoridad de llamar en
nombre de Dios, como si se tratara de la misma situación de Juan 6, 44).
Ningún numerario puede presentarse al
seminario de la Prelatura para ordenarse sacerdote: sin la
«invitación» del Padre, la entrada no está permitida.
Es un sacerdocio originado en la
«llamada del Padre» (esto es, del Prelado) y orientado a servir a
los fines de la Obra. Por eso no es extraño que la salida de la Obra,
para un sacerdote numerario, implique una crisis de su misma vocación
sacerdotal (distinto es el caso de los sacerdotes diocesanos que ingresaron a
la SSS+ y egresaron: el origen de su vocación es muy diferente).
Si bien «el sacerdocio es lo más grande que Dios puede dar a un alma»
(del fundador, Meditaciones V, pág. 479), la vocación a la Obra
está por encima, a tal punto que –dice el fundador- «para nosotros, el sacerdocio es una
circunstancia, un accidente» porque «la vocación de sacerdotes y laicos es la misma» (ibídem anterior). Veo muy difícil encontrar
un modo de «explicar» esa afirmación o de
«contextualizarla» teológicamente: en realidad esa
afirmación inevitablemente manifiesta lo que su literalidad indica.
Más aún cuando tal literalidad se corresponde con la
práctica de la vida misma: a nadie en la Obra se le
«reconoce» su vocación sacerdotal sino que se le
«concede» a modo de «accidente». En la Obra el
sacerdocio es realmente un «accidente» por cómo está
subordinado a otros valores.
Ni siquiera de la vocación profesional
ha dicho el fundador que sea «un accidente», al contrario, le ha
asignado la función de «quicio» (posiblemente porque la
vocación profesional hace –al menos en la teoría- a la
vocación a la Obra y, en cambio, la vocación sacerdotal no).
Ahora bien, esa afirmación ¿es
simplemente un desacierto teológico? Creo que tiene un sentido que va
más allá de la rigurosidad teológica: se trata de no darle
al sacerdocio una dignidad autónoma de la vocación a la Obra, a
la cual debe estar sujeto. Se trata de que la vocación sacerdotal
esté subordinada al gobierno de la Obra y que sea éste quien la
«administre».
El sacerdocio, en la Opus
Dei, no es propiamente una vocación sino
«una función» que se asigna (por eso “no existe”
previamente al ingreso a la Obra).
Si el sacerdocio –que imprime
carácter- es un accidente, ¡cuál será la dignidad de
«la sustancia» que le da sustento! No resulta muy difícil
deducir que la vocación a la Obra está por encima de la dignidad
de ese sacramento. Es por esto que la vocación sacerdotal cobra sentido
-en la Opus Dei- a
través de «la sustancia» que es la vocación a la Obra
y sin ella «ese accidente» pierde su referente (no sólo como
metáfora filosófica, también como identidad
psicológica).
Pienso en el refrán «a mar
revuelto ganancia de pescadores» y creo que la confusión que la
Obra genera le es funcional a ella misma. De hecho es imposible coordinar las
distintas afirmaciones que se encuentran en las enseñanzas oficiales de
manera tal que formen un cuerpo coherente. En este caso, en medio de la
exaltación de la vocación sacerdotal, la Obra introduce de manera
equívoca y ambigua la idea de la superioridad de la vocación a la
Obra por encima de un sacramento que imprime carácter.
Lo dicho sobre «el origen de la
llamada» explica, asimismo, la falta de conocimiento que tiene la
mayoría de las personas cuando ingresan a la Obra (ya sea como numerari@s, agregad@s, supernumerari@s): es que su ingreso no fue iniciativa
propia. Más bien fue la Obra quien «les descubrió» la
vocación y «los llamó», mediante el uso
–generalmente- de un activísimo proselitismo. Y la respuesta a esa
llamada siempre ha sido «de pura confianza» pero sin saber
cabalmente de qué se trataba aquello (¿quien leyó, acaso,
los estatutos antes de ingresar a la Obra? Nadie, porque ni aún hoy los
miembros pueden leerlos, salvo quien sepa latín). Y la Obra inspiraba
confianza porque todo lo hacía y lo decía en nombre de Dios,
usando su nombre (de ahí la gravedad que supone la defraudación
que sufren los miembros de esta institución).
***
Una vez consagrada, la vocación
sacerdotal no puede ser «retirar» por la Obra, pero esto no le
impide arrogarse el derecho de «otorgarla». Por eso se la
«concede» a quien ella decide aunque no se la
«reconoce» a nadie.
No hay nadie que haya
venido a la Obra con una vocación sacerdotal previa, porque no se
permite y, además, porque todos los sacerdotes le deben su
vocación al fundador: «recé
tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus
Dei son hijos de mi oración» (del
fundador, Meditaciones V, pág. 476). Es una afirmación que pesa
demasiado.
En la Obra nadie se ordena porque
«quiere» sino porque «debe».
Quien «quiera» ordenarse, no
podrá ingresar a la Obra -como numerario o agregado- y quien ingrese
«deberá» estar dispuesto a ordenarse. He aquí la
alienación personal más profunda, el despojo del propio yo y de la
propia identidad, de la propiedad de sí mismo: se aliena tanto el que
niega una vocación que tiene como el que recibe por imposición
una que no tiene.
Porque así como «los derechos se
han convertido, con la llamada, en deberes» (cfr.
libro Meditaciones IV, pág. 583), el llamado al sacerdocio pasa a ser
una «imposición universal» y es «la Obra» la que
se arroga el derecho y el privilegio de seleccionar explícitamente a
quienes ella quiera sean sacerdotes («el llamado del Padre»), de la
misma manera que selecciona a sus directores.
Para no inventar groseramente la vocación
sacerdotal de manera caprichosa, la Obra declara entonces que «todos»
los numerarios están dispuestos -en razón de su «entrega
total» más que de una llamada íntima de Dios- a ordenarse
y la Obra es la que "selecciona" quién se ordena y quién
no.