15 Años. Tres lustros, una vida.
Ángel V. (Nick: Armando)
I
El próximo 21 de marzo, día sábado, se cumplen
15 años desde que deje la Obra. En aquel día del año 2005 fue Lunes Santo, en
el inicio de la Semana Santa, Juan Pablo II estaba en los últimos momentos de
su pontificado, 10 días después fallecería. Si hago alusión al deceso de Juan
Pablo II es porque había marcado mucho en mi vida, en un UNIV fui de los
afortunados que pudo saludarlo en persona e intercambiar unas palabras. Unas
fotos quedaron como recuerdo de aquel momento, por cierto, fotografías que teníamos
prohibido comprar y tener por un criterio de pobreza cuya “explicación” era un
enredo. Me acuerdo que me dieron una charla al respecto en el camino de Roma a Frascati, mientras aquel director razonaba con miles de
argumentos por los cuales nosotros no podíamos tener esas fotos que nos
hicieran con el Papa en una Audiencia, yo pensaba en la manera que no se dieran
cuenta que las había pagado y que, dos días después, iría a por ellas para
tenerlas conmigo.
Pues menuda fecha había elegido para irme de
la Obra, con la conmoción de esa entrega hasta la muerte de Juan Pablo II y yo
diciendo no. Ese era mi pensamiento, una idea que me hundía aún más de lo que
de por si supone el dar el paso hacia la “nada” (lo uso acá como un símil de lo
que te decían cuando planteabas el irte). Pero, aun así, con esa presión
psicológica que se sumó a la propia de los interrogatorios y torturas
psicológicas que me dejaban machacado totalmente y se reflejaba en mi rostro, sabiendo
que con un “no me voy”, terminaría aquel tormento que, día a día, iba en
aumento, con todo eso, decidí irme un 21 de marzo, en Semana Santa del año 2005…
Lo he contado acá en los años que toca
aniversario redondo. Ese lunes llegué al centro, solo estaba el Director y otro
más, porque la casa en pleno hacía su curso de retiro anual, al que me había
negado a asistir, con mucho esfuerzo por cierto porque la campaña para que
acudiera fue intensa. Saludé al Santísimo, sabía que era la última vez, porque
sí o sí, ese sería el último día que pondría un pie en aquella casa, construida
con dinero que me había ganado con el sudor de mi frente. Subí a dirección,
toqué la puerta, el director me hizo pasar, con amabilidad me ofreció un lugar
para sentarme, lo hice, empezó, con una dulzura inusitada, a decirme que
esperaba que esa Semana Santa fuera un buen momento para serenarme, renovar mi
entrega y que, si quería, podía llevarme uno o dos días a la casa de retiros,
para hacer una parte del retiro con todos.
Lo paré en seco, le dije que si había acudido
a su llamado era para irme como la gente y no dando un portazo, que de él
dependía cómo sería. Se quedó lívido, me dijo que lo pensara a lo que refuté
que llevaba 3 meses pensándolo en medio de interrogatorios y torturas psicológicas,
que ya basta y le lancé la frase que fue contundente y sin ninguna posibilidad
de enredarme con sus argumentos, le dije “prefiero un millón de veces el
infierno en la vida eterna, que seguir en este tormento diario que es estar en
casa, deseo, lo que me quede de vida, tener una vida digna”. Me veía y
tartamudeaba sin poder articular palabra alguna, había sido fulminante mi
argumento. Me explicó que debía escribir una carta solicitando la dispensa y en
los términos que debía hacerla. Aquella nota fue muy escueta, la vio, me dijo
que estaba bien, le di la mano y me dijo “te acompaño”. Me llevó hasta la
puerta del centro y antes de salir, le pedí me dejara ir a despedirme del
Señor. Accedió, entré al oratorio y vi por última vez aquel Cristo tallado en
marfil, aquel Sagrario con el respectivo conopeo del
color litúrgico del Lunes Santo. Del fondo de mi alma salió un “gracias”,
porque ante aquel Sagrario y aquella imagen había
hablado con Dios del tema. Dije adiós a aquel lugar para siempre y me fui.
Por primera vez en muchos meses me percataba
que brillaba el sol, los árboles de palo blanco estaban cargados con sus flores
amarillas en aquella avenida en la que estaba ubicado el centro. Al empezar a
conducir, reí, reí como nunca, era feliz, muy feliz.
II
Pero no todo
terminaba ahí. En la primera semana de Pascua, al volver al trabajo, a la hora
de la salida, me sorprendió ver que un director regional estaba frente a la
puerta, esperándome, al verme se acerca, me invita a un café “para poder hablar
con tranquilidad”. Con aquel director habíamos hecho muchas cosas juntos en la labor de San Rafael, había una comunicación directa
y franca desde hacía años. Intentó convencerme, apeló a nuestra “amistad”, a lo
vivido, a la “gran labor” apostólica que había realizado (¿?), a que con mi
prestigio profesional podía cristianizar la sociedad, a un sinfín de cosas y
nada, yo seguía con el no. Intentó que le prometiera que lo pensaría y le dije
que no podía prometerle nada, que le mentiría y eso era pecado.
Pensé que me dejarían
en paz, pero no, enviaron al Vocal de San Miguel de la Comisión Regional, él
también fue a buscarme a mi trabajo y nos fuimos a tomar un café a una
cafetería cercana. Empezó con amabilidad, con comprensión, en plan “criaturita
de la creación, reacciona ¿qué harás sin nosotros porque
tú eres algo torpe”, un dechado de cariño, risas y comprensión. Me pidió que le
manifestara qué no me gustaba, también lo que consideraba debía cambiar en la
Obra, me ofreció trasladarme de centro, de poder escoger quiénes estarían en mi
grupo, me eximían de todos los encargos apostólicos, que podía tener cuenta
bancaría, tarjeta de crédito y débito, que podía leer lo que quisiera, ir al
cine, al teatro, viajar por todo el mundo y aquí viene lo más divertido, visto
esto con la distancia de los años, podía ir a todos los rincones del planeta si
así era mi deseo “menos a España, ahí no pondrás un pie nunca más”.
Le dejé hablar,
yo callado, sorbiendo el café y viéndole a los ojos, eso lo ponía nervioso y
sudaba a mares por los nervios. Al decirme lo de España, no aguanté más, solté
una carcajada muy sonora y le dije que parara, que no era necesario que
siguiera y que no retiraba la carta, tampoco la rompería ni nada de eso, que la
dispensa la había pedido conscientemente y que quería que todo aquello
terminara cuanto antes.
Del tono
conciliador para que yo aceptara romper la carta de solicitud de dispensa, pasó
a amenazarme con que no sería feliz nunca, que siempre estaría señalado, que me
estaba jugando el alma con aquella decisión y si persistía en mi terquedad y
soberbia “irás al infierno por la eternidad”, como lo había dicho quien ya
sabemos.
Le repetí lo
mismo que le dije al director de mí centro, pero con más vehemencia y “como no hay
más que decir, te deseo buenas tardes, no te preocupes que yo pago en caja” le
solté. Me puse de pie y salí, él me siguió atropelladamente, me dijo que
termináramos la conversación como personas educadas. Le di la mano y seguí mí
camino.
Juan Pablo II falleció
el 2 de abril de aquel año. Estaba dando mis primeros pasos en libertad, con
sus bemoles porque siempre te queda el flato de una ruptura abrupta. No
obstante, tenía paz, mucha paz, la felicidad no podía quitármela nadie. Andaba
haciendo unos trámites para un posible trabajo, atendía a quien posiblemente me
contrataría y en un momento dado de la entrevista, al fondo, se escucharon
campanas que tañían a duelo, había muerto el Papa, yo llevaba pocos días de
haberme ido de la Obra. Y pasaron los años.
III
Al inicio tuve dificultades
de adaptación y de aceptación. Obviamente en casa de mis padres hubo una
extrañeza colosal, al verme tanto tiempo ahí y para “congraciarse”, me
enseñaban noticias referentes a la obra o las labores que se hacían en mi ciudad
y eran motivo de “noticias” en los periódicos locales. Solapadamente me
preguntaban si iría al centro, si me quedaría a comer, o si pasaría un fin de
semana. Se quedaron de una pieza al ver que estaría en casa el día de
cumpleaños de mi hermano pequeño. Yo sin decir nada, no sabía cómo, pensaba
que, al verme, asumirían lo que había sucedido y no preguntarían nada. Las
luces rojas se encendieron cuando los directores fueron a buscarme a casa de
mis padres, mi madre sí me preguntó, por fin, directamente, qué había pasado,
de igual manera le respondí: “me salí del Opus Dei”. Ella me vio, sus ojos
llorosos, me abrazó, no dijo nada. En la próxima comida, en familia, ahora sí
familia de verdad, les hablé a todos y les dije que ya no era de la Obra, a la
vez les pedí perdón. No olvidaré nunca la cara de satisfacción de mi padre y mi
madre gozosa dijo “¡por fin!”.
A los pocos meses
decidí vivir solo. Me gustaba estar en la casa familiar, pero yo era un
desconocido para ellos y ellos para mí también, me refiero a nuestras formas de
vida, a los hábitos cotidianos de cada una y de cada uno de los que habitaban
aquella casa ¡Descubrí la televisión! Y me aficioné a ella. Cuando plantee a
mis padres que iría a vivir solo, no hicieron un drama, al contrario, vi que
estaban aliviados de mi decisión porque, con todo el cariño y profundo amor que
nos profesábamos mutuamente, era obvio que no podíamos volver a convivir
juntos. Casi 20 años de una relación padres - hijo cada vez más distante, había
marcado mucho nuestras comunicaciones cotidianas. Acordamos que cada domingo
llegaría a casa, a comer en familia. Y así lo he hecho hasta el día de hoy.
Mi amigo “ateo”,
quien me ayudó tanto en mi proceso de salida, me facilitó el conseguir
vivienda, aquella era una casa grande, a un precio muy asequible para mi
presupuesto, medianamente amueblada, requería, eso sí, comprar
electrodomésticos. Mi amigo me acompañó, llevaba meses de haberme ido de la
Obra. Ante el torbellino que era este amigo para comprar, yo terminé mareado,
no estaba acostumbrado a comprar tantas cosas, con mi dinero y con la rapidez
con que se hizo esa vez. Yo llevaba dinero en efectivo, me vieron con cara de
“marciano”, no manejaba chequera, menos tarjetas.
Así equipé
aquella primera casa que montaba para mí, aún sobreviven algunos
electrodomésticos, otros han sido sustituidos.
Aquel año, por
motivos laborales, debí viajar ¡primer viaje que realizaba sin consultar! Dos
semanas en Europa, con unos días libres entre sesión y sesión, cuando
planificaba esos días, me acordé de la advertencia “a cualquier parte del
mundo, menos a España, ahí no pondrás ni un pie nunca más”. Temí que se
cumpliera el rejalgar porque, aunque lo intenté, no logré conseguir billetes
para España y, por tanto, debí cambiar de destino e ir a Alemania. Recorrí
Berlín a mi aire, fue un viaje maravilloso. No más ir con carta que dijera que
era “amigo de Miguel”, el estar pendiente que debía ir a Misa, de las normas,
del cilicio, de esto y lo otro, era un viaje de trabajo, sí, pero a la vez, de
ocio. En aquella ocasión, celebré mi primer cumpleaños en libertad, en México,
que era donde debía hacer escala tanto de ida como de vuelta.
Llegaron las
Navidades, las primeras totalmente entregado a preparar las fiestas en familia.
Y con ello las compras propias de las fechas, en concreto, los regalos. Mi
amigo “ateo” (perdón que le ponga ese mote, pero él así se define), se ofreció
a acompañarme a hacerlas porque tenía coche (carro) y yo aún no, así también
tomábamos un café y tal. Si la primera vez el asustado fui yo, ahora lo fue él,
al verme comprar con tanta ilusión los regalos navideños y sin reparar en
gastos. Sé que existe, en la actualidad, el discurso que no nos dejemos llevar
por el consumismo en fechas tan señaladas, pero hace 15 años, al ser las
primeras navidades que podría comprar obsequios a los míos, con dinero ganado
con el sudor de mi frente, que ahora administraba yo y disponía en qué gastarlo,
me di el gusto de hacerlo. Deseo señalar en esta parte de la narración que, al
inicio, uno es muy tacaño a la hora de hacer gastos, pero, especialmente, se es
para uno mismo: ropa, artículos de escritorio, menaje de casa, etc. De darse un
caprichito ni se diga, porque cuando lo haces, habiendo pasado poco tiempo, te
sientes culpable, como que has hecho un gasto superfluo.
Con el tiempo, y
a base de ejercitarte, esto va cambiando. Afortunadamente me di cuenta por dos
vías, por un ex de casa de Costa Rica y por mis compañeros de trabajo, puedo
decir que fue casi en simultáneo que recibí la respectiva advertencia. En el
caso de mi entorno más próximo, me comentaron que veían que yo era muy generoso
hacia los demás, pero conmigo mismo muy parco, casi como espartano. Lo mismo me
comentó el amigo antes citado. Así que empecé a cambiar o intentar hacerlo,
ahora puedo decir que casi lo he logrado.
IV
Pero he
adelantado acontecimientos. Entre cambio de casa, viajes y compras, había algo
muy en el fondo de mi corazón que me hacía ruido, que se manifestó en ciertas
actitudes, por ejemplo, iba a Misa el domingo, me sentaba hasta atrás, al
momento de la Consagración, no levantaba la mirada, me sentía traidor y eso
provocó una contradicción interna porque, pensaba, Dios me había iluminado la
mente a que me fuera (ese momento lo comenté en una entrada aquí, hace muchos
años) y ahora, que había hecho lo que, en conciencia, consideré era lo correcto,
tenía esas reacciones. Otro aspecto es que no hablaba del tema, trataba de
acallar dentro de mí el que había pertenecido a la Obra y me daba repelús
cuando alguien hacía alusión a la institución, asimismo no me atrevía a contar
a nadie nada de lo vivido, ni a mi amigo que me ayudó tanto, fui capaz de darle
detalles de lo vivido durante casi veinte años.
Como comenté
también en otro escrito, el descubrir OpusLibros fue
mi tabla de salvación y me ayudó a salir adelante, a afrontar aquella realidad,
a no vender lástima, en pocas palabras, a coger al toro por los cuernos de mi
propia vida, sin seguir lamentándome por lo vivido. Pienso que el encontrarme
esta página fue providencial, llegó en el momento de más agobio y, además,
apareció sin buscarla.
Había estallado
el escándalo de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, en mi
afán de obtener más información, empecé a navegar por el internet en busca de
páginas que me dieran datos concretos, fidedignos y no solo los órganos
oficiosos que minimizaban lo sucedido. En esa indagación cibernética, aparece
una página que dice “OpusLibros”, experimente una
conmoción interior y pensé para mí que del opus no quería saber nada, pero por
cuestiones profesionales, tengo la capacidad de leer rápido y de reojo,
precisamente al hacerlo, me percaté que decía “gracias a Dios nos fuimos”.
Pinché, entré y quedé enganchado durante tres días con sus noches.
Leía como poseso
y lloraba sin consuelo, el problema era cuando el llanto venía en plena jornada
de trabajo, afortunadamente tenía una oficina para mí solo que, si no, tremendo
papelón hubiera dado. No hice otra cosa más en esos días, leía testimonio tras
testimonio y cada uno de ellos me llevaba a la convicción que había sido
engañado. Primero lloré de rabia por haberme dejado embaucar y después lloré de
lástima por mí mismo, por el daño que yo mismo dejé que me infringieran sin
reaccionar, después lloré como consuelo a aquellos años perdidos de juventud,
en los que había estado como muerto en vida para tantas personas de mi
alrededor con las que no conviví y, sobre todo, por el abandono en que tuve a
mi familia. Lloraba por todo eso, amanecía leyendo y llorando, así tres días
seguidos.
Y en la página de
aquel entonces había un chat, con miedo entré, “vuela libre” se llamaba, si no
estoy mal, me presenté, me acogieron, leyeron mis penas, mis dudas, mis miedos,
encontré a personas con las que podía hablar de aquello, que entendían lo que
había sucedido, empecé a sentirme bien y no paraba de chatear. Así conocí a
varias y varios de vosotros, primero por ese medio y luego tuve la fortuna de
conoceros en persona, con algunas y algunos conservo una amistad profunda, pero
a todos nos une la misma experiencia y eso, perdonad la expresión, nos hermana.
Y ese chat salvó mi vida y mi bolsillo, no debí pagar psiquiatra, ellas y ellos
me ayudaron. Me acuerdo perfectamente bien que los días sábados me preguntaban
qué haría ese día, si respondía que me quedaría en casa, me animaban a dar un
paseo, a ir a comer un helado, a hacer algo que me apeteciera, que me diera el
aire. Me ayudaron a quererme a mí mismo, me enseñaron el valor de mi yo y, si
me lo permitís, deseo hacer mención de alguien que nos ha dejado y sé que ayudó
a bastantes personas que acuden a esta página, me refiero a Aldo Pacelli. Un alma de Dios que apareció en mi vida en el
momento justo, cuando hacia aguas mi interior y no lo sabía.
V
Total, que llegó
¡El primer viaje a España después de la salida! Año y meses, casi dos años,
habían transcurrido desde que presenté la carta de la dispensa y el viaje a la
tierra prohibida, a la que no pisaría nunca jamás, a España. Mes y medio duró
esa estancia, con ida a Zaragoza en plan a la manera en que llega un ladrón
según la parábola del Evangelio. Fui a escondidas, ahí me encontré con un
sacerdote maño que nos ha ayudado muchísimo y hablamos largo y tendido, tomando
un café, en un lugar escenario de mis correrías. Pero, aunque llegué
sigilosamente, no pude evitar avisarle a uno del grupo con quien habíamos hecho
buena amistad y nos encontramos para un par de cañas. Después de varias horas
de charla, al irle a dejar a casa, yendo de vuelta al hotel, sabía que pronto
estaría fuera, tal como sucedió meses después.
Y en ese viaje
fue que os conocí a varias y a varios en persona. Lo pasamos bomba en Madrid,
Barcelona y Valencia. Momentos capitales para mi reconstrucción, para mi
sanación. A la vuelta de aquel viaje, sucedió algo en mi familia que me hizo
recordar la amenaza del rejalgar, pero aún con eso en mi mente, no dejé que me
agobiara y, aunque no en su totalidad, salimos abantes.
De OpusLibros aprendí que la carta de dispensa es una
tontería, que obviamente uno está con aquello de pedirla porque está bajo el
influjo del adoctrinamiento y teme hacer algo contrario a Dios, el irse sin
solicitarla. También de esta página logré entender el proceso de captación, de cómo
la institución nos atrapa con sus tentáculos y de lo importante que es salir
adelante. A esta página le debo mi reconstrucción y el que encontrara un rumbo
para mi vida.
Siguieron los
años, mi madre murió, tuve la suerte de poder llorarla con normalidad y no con
esos esquemas encorsetados de “visión sobrenatural”, “ofrecer a Dios” y tanta
tontería que nos inocularon en el alma. No olvidaré el mensaje de pésame que
publicasteis acá y las llamadas que me hicieron por el móvil, hasta el día de
hoy, ignoro como obtuvisteis en aquella ocasión, mi número. Nunca olvidaré ese
detalle ¡nunca!
VI
La vida continuó,
con la normalidad propia de toda persona de a pie, éxitos, fracasos, ni fu, ni
fa, alegrías, tristezas (el fallecimiento de mis padres), penurias, triunfos
académicos (titularidad como profesor). Y en uno de esos años, recibo un mail. Uno
de Zaragoza, que aún estaba en la obra, me escribía anunciando su llegada al
país donde vivo y que quería verme, de eso han pasado casi 10 años. Pues nada,
yo le quería mucho y respondí inmediatamente que sí. Decir el otro en el centro
al que acudió aquí que quería verme y pegar el grito en el cielo los directores
fue una. No obstante, ante su insistencia maña, accedieron, pero acompañado por
un “custodio”, que debía estar presente en nuestra entrevista, seleccionaron a alguien
que conocía yo y con su risa falsa me saludó y demostró, delante de mi amigo,
cariño. Demás está decir la cantidad de obstáculos que puso para evitar que nos
viéramos a solas, pero como soy terco también, insistí en que hablarle a mi
amigo, no a él, al “custode”. Un gran abrazo selló
nuestro encuentro con mi amigo maño, ante el asombro del otro, y, con cortesía,
ambos le dijimos que no hacía falta que se quedara, que ya se iría conmigo y yo
lo llevaría de vuelta.
Hablamos con
total sinceridad y casi agotamos los temas, se enfadó cuando supo que yo había
estado en Zaragoza y no le había dicho nada, me hizo jurarle que no lo volvería
a hacer y que iría a su casa si volvía a la capital aragonesa. Me puso al día
de todos, de vivos, enfermos y difuntos. Me dio el saludo y recuerdos de cada
uno, algunos hasta mensajes escritos me habían enviado, en fin, fue un momento
muy emotivo, la comunicación se reanudó y aún continúa siendo muy fluida y
constante. Cada año nos vemos en el país en el que vivo y yo intento devolver
la visita en mis idas a España que, después de la primera vez tras romper la
“prohibición”, he intentado que sean frecuentes, aunque no lo he logrado del
todo.
VII
Después de muchos
años de no regresar, por motivos de todo tipo, menos por la prohibición
descrita anteriormente, volví a España con el fin de pasar unos días de
descanso en Zaragoza, así, literal, sin afanes, sin planes ni nada, solo
descansar en aquella ciudad tan amada. Pero no, al final fue un capítulo
pendiente que era necesario sanar. En los preparativos se me ocurrió ir a
Torreciudad, me entró un afán en lograrlo e insistí en hacerlo, por supuesto que,
a este amigo de la Obra, cuando le dije que deseaba ir a Torreciudad, movió
cielo y tierra para complacerme.
¿Por qué quería
ir a Torreciudad? Primero porque fue un lugar donde viví cursos anuales y
convivencias, donde viví, lloré, reí, pensé, medité y atisbé lo que sería la
salida de la Obra. Y también porque fui como monitor a convivencias de San
Rafael, total, muchos recuerdos y no sé, pero quería volver a ver aquello.
Segundo, deseaba ir a decirle a la Virgen que el lío no había sido con ella, sino
con los que le habían construido aquellos edificios; a darle gracias por lo
vivido en estos años fuera y que ahí estaba, para verla y decirle guapa.
Total, que
salimos muy temprano para Torreciudad. Me emocionó volver a ver Monte Aragón,
la Hoya de Huesca, los Mallos de Riglos, pero especialmente Barbastro y no
porque fuera el lugar de nacimiento de ya saben quién, sino porque en una
novela histórica estupenda “El Puente de Alcántara”, describe el sitio de
Barbastro por parte de los Francos durante las tantas guerras entre reinos
cristianos y taifas. Al ver la iglesia dedicada al fundador de la Obra, vino a
mi mente los momentos en que visitábamos las obras y que estuve el día de la
consagración de aquel recinto. Y ahí me di cuenta que me había metido en un
auténtico enfrentamiento con mi pasado. A medida que avanzábamos en la
carretera, aumentaba la intensidad de las emociones que experimentaba.
Llegamos ¡Y
estaba nublado! Pero como mi acompañante quería ir a Misa en el Santuario, dio
tiempo a que se despejara, me preguntó si entraría a Misa, le dije que no, que
iba en plan turista, que había rezado a la Virgen, dicho lo que quería ir a
decirla y ya, no más, que en lo que él estaba en Misa, yo daría paseos. Fueron
momentos intensos, ver las diversas casas: La Masada, La Solana, así mismo El
Casón, sede de tantas calaveradas durante los cursos de retiro anual. Y el
estar ahí, años después, fuera la Obra, pude apreciar aquello desde otra
perspectiva y aceptar lo que intuía, lo frío que es ese sitio, como si la
Virgen estuviera cautiva en aquellos edificios desangelados, tan faltos de
alma, me estremeció interiormente. Me acordé de las palabras de mi madre “Todo
muy bonito, hijo mío, pero es muy frío, no hay devoción”.
Fui a rendir
honras fúnebres, en el cementerio de Torrero, a los del grupo que habían
partido a la vida eterna. Al estar frente a su tumba, se agolparon en mi mente
miles de recuerdos y lloré, lloré al decirles gracias por tanto que habían
hecho por mí, porque aquellos habían sido como unos angelitos ancianos (se
autonombraron mis abuelos) que me vieron como su nieto y me cuidaron, también
riñeron, como tal. Era un momento altamente deseado que por fin pude realizar,
recé por el descanso de sus almas y me retiré.
Mi estancia en
Zaragoza fue rica en encuentros con algunas y algunos de vosotros que sé que
leeréis este escrito. Especialmente con el grupo con el que hicimos buenas
migas, a pesar que yo no era parte de ese sino el de mayores, y que, al volver
a encontrarnos, muchos de ellos acudieron a la reunión con mujer e hijos, de
aquel grupo no había quedado nadie en la obra. Fueron momentos especiales y
entrañables que espero volver a repetir, si este año convulso de 2020 se calma
y se podrá volver a viajar por avión.
Pero no quiero
cerrar esta narración sin mencionar uno de aquellos encuentros en ese último
viaje a España y fue conocer en persona a Maripaz en
Pamplona. Un día muy intenso, dos almas que se comprendieron desde que se
vieron a lo lejos, al bajar del autobús. Hablamos de todo, Maripaz
con una educación exquisita me dejó hablar, y vaya que sí que hablé, un
desahogo impresionante en el emblemático “Café Iruña” de la capital navarra.
VIII
En conclusión, fui
reconstruyéndome en lo interior y en lo exterior, creciendo en mi vida profesional,
alcanzando metas, pensando más en mí, aprendiendo a quererme, a valorarme y a
no anteponer ninguna institución en mi vida, a medir todo en su justa
dimensión. Llegaron así los 5 años, los 10 años y ahora los 15 años de haberme
ido. ¿He sido infeliz? No, para nada, porque hasta el dolor ha sido distinto
porque he podido ser yo, lamentar y vivir el duelo por el fallecimiento de mis
padres, sin cosas absurdas como “la visión sobrenatural”, y tener que estar
estoicamente ahí cuando lo que querías era llorar. Y así muchas cosas dolorosas
que me han tocado vivir. Pero a la vez, muchísimas cosas felices que han
sucedido en mi vida.
Hace cuatro años,
me enteré que quien era el Vocal de San Miguel en el momento de mi salida,
también se había ido de la Obra. Las Navidades pasadas nos reunimos a comer,
fue una comida estupenda, en otro ambiente, con otras perspectivas, distinto al
encuentro de hace 15 años. El próximo 21 de marzo, será con quien me tomaré
unas cervezas, para celebrar la vida y decir ¡Salud!.
P.D.
Lamentablemente, la celebración programada para el 21 de marzo, no podrá
hacerse según lo planeado por el coronavirus, estamos en cuarentena, así que
será en casa y no en el sitio acordado.
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