Soteriología.
Desde la Reforma hasta el presente
en Historia de los Dogmas,
tomo III, cuaderno 2 c (traducción castellana de Manuel Pozo, revisión
teológica de G. Bravo).
BAC — Enciclopedia, Madrid 1975.
CONTENIDO DE LA OBRA
Como indica el título, se trata de un
estudio histórico sobre la Soteriología. Se divide en tres partes. En la
primera (debida a R. Weier), se examina la soteriología de los cuatro
principales representantes de la doctrina protestante: Lutero, Melanchton,
Zwinglio v Calvino.
En la segunda, se estudia el desarrollo
de la doctrina católica desde Trento hasta la teología alemana del s. XIX.
Después de una somera descripción de la doctrina soteriológica del Concilio de
Trento, B. Willems pasa a examinar, uno por uno, los teólogos más
representativos de la época: Medina, Belarmino, Suárez, Vázquez, Lugo, los
Salmanticenses, Ripalda, Juan de Santo Tomás, Petavio y Tomasino. También
dedica unos pocos párrafos a la teología francesa de los siglos XVII y XVIII:
se citan tan sólo Malebranche, Tournely y Legrand, sin mencionar para nada los
errores de Arnauld y de los jansenistas, ni a Bossuet, ni a Fénélon. En
cambio, se reservan dos epígrafes a la teología alemana desde la época de la
Ilustración hasta casi el final del s. XIX: en el primero (§ 6 del cuaderno)
se dan noticias de Schwartz, Zimmer, Sailer, Dobmayer, Von Baader, Deutinger,
Günther, Hermes, Lieberman y del Círculo de Mainz y de H. Klee; en el segundo,
se habla de la Escuela de Tubinga, de Von Drey, Hischer, Möhler, Standenmaier,
Kuhn y Schell.
En la tercera parte, se contempla el
arco de tiempo que se extiende desde el Concilio Vaticano I, o mejor desde el
pontificado de Pío IX, hasta nuestros días. Se abre con un estudio de los
teólogos jesuitas del Colegio Romano, que dominaron en la segunda mitad del s.
XIX: Perrone, Passaglia, Schrader, Franzelin, Kleutgen, y de los trabajos del
Concilio Vaticano I. Sigue después un estudio sobre la teología católica entre
final del s. XIX y comienzos de este siglo: Newman, Nutcombe, Scheeben y
Billot. Se termina con un examen de los antecedentes del Vaticano II (Riviere)
y algunas notas sobre el posible desarrollo futuro del tratado (Rahner,
Grillmeier, Kessler).
En las 85 densas páginas del cuaderno,
se mezclan constantemente dos temas fundamentales, que se tratarán aquí por
separado: el desarrollo histórico en sí del pensamiento teológico; y, en
segundo lugar, un juicio de fondo sobre el contenido de la doctrina de la
Redención.
Los autores aparentan adoptar una
postura aséptica sobre las distintas opiniones que recogen, para limitarse a
una función de historiadores. Sin embargo, no es así, porque a lo largo de toda
la obra late una concepción determinada sobre el quehacer teológico, que
probablemente se deriva de la misma estructura del Handbuch, y de las
opiniones de los directores de esta obra colectiva (M. Schmaus, A. Grillmeier,
L. Scheffczyk).
Para ceñirnos a la presentación externa
del trabajo, hay que señalar—como una limitación muy considerable—la referencia
casi exclusiva a la literatura alemana. Esta elección, que corresponde
evidentemente al tipo de público al que va dirigido el Handbuch, no deja
de influir negativamente sobre la edición castellana. La traducción, aunque por
lo general está cuidada, en algunos puntos resulta farragosa, aunque la causa
quizá se encuentre en el mismo texto original. En todo caso, el libro no es de
lectura fácil; resulta denso y comprimido. Se echa en falta también una puesta
al día de la bibliografía, con libros y artículos de la literatura
francesa, inglesa, italiana y castellana.
VALORACIÓN
CIENTIFICA
Consideremos en
primer lugar las cuestiones de detalle reservando para otro apartado el examen
de las tesis de fondo.
La bibliografía, como ya se ha señalado,
y el número de autores estudiado resulta incompleto. No aparece, por ej., una
exposición de Socin ni del socinianismo, aun cuando se hagan referencias a su
doctrina. Tampoco se estudia la interpretación de la figura y la vida de Cristo
en el protestantismo liberal ni en el modernismo; sólo aparecen algunas
alusiones al tema. Falta, entre los autores católicos, al menos una referencia
a los siguientes: Garrigou‑Lagrange, Galtier, Xiberta, Mersch, Parente,
Prat, Grandmaison, Lebreton, Bardy, Lyonnet, etc.
Capítulo aparte merece la exposición del
Magisterio de la Iglesia. En el cuaderno, se habla del Concilio de Trento (pp.
34‑35) citando sólo, en nota, los trabajos preparatorios de Andrés Vega y
de Seripando sobre el Decreto De iustificatione, sobre todo por lo que
se refiere al cap. 7. Los autores—apoyándose en H. Küng y A. Grillmeier—
sintetizan así su opinión: “al hacer un juicio sobre el Concilio de Trento, no
debía llegarse a la conclusión equivocada de que el Concilio habría reducido la
redención a un proceso en el hombre (H. Küng, Rechtfertingung, Einsiedeln
1957, pp. 218‑231). Es cierto que esta acentuación polémico‑unilateral
del Tridentino es síntoma (y causa) de que la teología occidental haya unido
más la soteriología (también después del Concilio) con la doctrina de la gracia
que con la cristología (A. Grillmeier, en Mysterium sa1utis, III/2,
Einsiedeln 1969, p. 383)”.
Ahora bien, acerca del Concilio de
Trento y de la herejía protestante, cabe hacer las siguientes observaciones:
1° Habría que citar, aunque sea de
pasada, la bula Exurge Domine, de León X.
2º El examen del Concilio de Trento
debería extenderse al Decreto sobre el pecado original, nn. 3 y 5, y a la
totalidad del Decreto De iustificatione (cfr. cap. 2, 4, 8, 9, 11, y
cánones 10 y 12). Además, se debería tener en cuenta el Decreto de SS.
Missae sacrificio y el Decreto de indulgentiis.
3° No se habla en absoluto de la
condenación de los Socinianos. por parte de Pablo IV.
En la exposición del Magisterio de los
siglos XIX y XX, también se observa una serie de omisiones de calibre:
1° León XIII: no se cita la Enc. Tametsi
futura.
2° San Pío X: sería necesario un estudio
más detenido de su magisterio; sobre todo, faltan referencias concretas al
Decreto Lamentabili (especialmente nn. 38 y 64), y a las encíclicas Pascendi
(por ej., DzS 03483/2079; 3484‑3493/2081‑2095) y Ad diem
illum.
3° Pío XI: no se cita la Enc. Quas primas, sobre Cristo Rey.
4° Pío XII: se cita sólo, y además en
sentido no positivo, la Enc. Humani generis, por lo que se refiere a las
relaciones entre naturaleza y gracia, y se menosprecian las encíclicas Mediator
Dei (sobre el Sacerdocio de Cristo), Sempiternus Rex. Haurietis aquas, y
Mistici Corporis.
5° Pablo VI: no se menciona el Credo
del Pueblo de Dios, cuando los nn. 12, 17 y 24 de ese documento tienen gran
interés por lo que se refiere a la Soteriología.
Para dar una idea de lo que quieren
decir estas omisiones hay que considerar que B. Willems dedica una página
entera a comentar la tesis doctoral de Hans Kessler, Die theologische
Bedeutung des Todes Jesu, Düsseldorf 1970.
También se encuentran otros defectos de
criterio científico en las páginas dedicadas a los principales autores
protestantes (Lutero, Melanchton, Zwinglio y Calvino). Los sintetizamos así:
1° En general, la exposición de la
doctrina de estos autores resulta pesada, complicada y poco clara. Quizá se
deba a poca familiaridad con su pensamiento.
2º Nada se dice del contexto cultural en
el que se movieron estos autores, especialmente sobre su postura de fondo en
filosofía, cuando esto aclararía en gran medida el porqué de sus herejías.
3° Weier se limita a exponer el
pensamiento de los autores protestantes, pero sin conexión y—sobre todo—sin
crítica. Para los que recuerden las páginas de J. Maritain sobre Lutero en Tres
Reformadores, el contraste metodológico no puede ser más completo. Al
final, queda la impresión de que los protestantes han dicho muchas cosas muy
complejas y, en el fondo, no tan distantes de la doctrina católica. Conclusión
que no puede ser más lejana de la verdad.
Por otro lado, la exposición de las
doctrinas protestantes sobre la Redención resulta incompleta: se echa de menos
un estudio crítico y profundo sobre el pietismo, sobre Renan, Sabatier,
Harnack, Gunkel, Barth, Cullmann y Bultmann, sin olvidarnos de Hegel y las
derivaciones del hegelianismo. ¿Por qué hablar solamente de Lutero, Melanchton,
etc., sin mostrar las últimas conclusiones de sus premisas?
Por último, y siempre manteniéndonos a
nivel puramente formal, hay que observar que las tres partes de que se compone
el cuaderno están muy poco enlazadas entre sí. De esta manera, no se consigue
descubrir el nexo de unión entre la primera parte y la segunda, ni entre ésta y
la tercera. En la segunda parte, por ejemplo, se habla de los teólogos
españoles y franceses, y éstos no vuelven a aparecer hasta el momento de tratar
del Vaticano I, produciendo la impresión en el lector de que en los siglos
XVIII y parte del XIX no hubo producción teológica en aquellos países.
Desconcierta también la mezcla de
consideraciones sobre temas propiamente teológicos, con otras sobre cuestiones
que pertenecen más bien a la historia de la cultura europea: autores como
Malebranche y Teilhard de Chardin no deben aparecer en el filum de una
exposición teológica sobre soteriología.
En definitiva, el trabajo de B. Willems
y R. Weier resulta desordenado, poco sistemático, incompleto y parcial. No son
defectos pequeños en una obra de tipo histórico; sin embargo, limitarse sólo a
ellos querría decir no penetrar en el fondo de la cuestión.
VALORACIÓN
DOCTRINAL
En primer lugar, se observa una
desconfianza constante hacia el Magisterio. El Concilio Tridentino recibe la
acusación de haber unido más la soteriología con la doctrina de la gracia que
con la cristología (siempre con minúsculas). El Concilio Vaticano I se habría
limitado a recoger las opiniones de la “escuela romana”, que se defendía contra
las teorías que nacieron en Alemania durante los últimos decenios del s. XIX.
No sale mejor parado el Magisterio de
los Romanos Pontífices.
Aparte lagunas y omisiones, parece que
la condenación por Gregorio XVI de las teorías de Hermes se hubiese debido a
una “rencilla” entre teólogos alemanes (pp. 51‑52); la de Günther a las
maniobras de Kleutgen y del obispo de Colonia, Von Geissel (p. 49); sobre el Syllabus
y la Quanta cura se cita un duro juicio de Newman, preocupado—se
dice—por el “riesgo de un obscurantismo eclesiástico” (p. 73). León XIII no
habría hecho más que hacer triunfar la neoescolástica, “promoviendo su
instancia también con medidas prácticas”. Del modernismo y de San Pío X se
dice: “Hombres como Loisy y Blondel, en Francia. Tyrrell en Inglaterra o
Buonaiuti en Italia, trataban de romper la posición monopolizadora de la
neoescolástica, que se imponía, pero fue inútil, ya que se sintió cada vez más
poderoso el centralismo eclesiástico también en el ámbito científico‑teológico
(“juramento antimodernista” 1910: DS 3537 ss)” (p. 72). De la encíclica Humani
generis se afirma que quiso criticar tanto a Teilhard de Chardin como a
otros teólogos que habían procurado explícitamente relajar la teoría
tradicional sobre la relación de naturaleza y gracia. Sin embargo —se añade— el
problema continuó (p. 80).
Todo parece reducirse, en el estudio del
Magisterio, a una constante histórica: la lucha entre la “teología romana” y la
“teología alemana”. La primera trataría de mantener inmutable el modo de hacer
teología, la segunda estaría abierta a las exigencias de la filosofía europea
posterior a Descartes.
Nos enfrentamos con una serie de
afirmaciones que, sin aparecer nunca de modo neto, constituyen sin embargo el
sustrato de toda la exposición.
1. Desde el punto de vista teórico, la
afirmación más importante es el apoyo incondicional prestado a la tesis de Rahner:
“Karl Rahner, S.I., uno de los teólogos eminentes durante el Concilio Vaticano
II, pudo, por consiguiente, explicar la acción redentora de Dios como un `poder
y dinamismo del hecho del mundo, que se mueve así en su autotrascendencia hacia
su consumación' (Sacramentum mundi IV, p. 594‑595). Rahner
busca una síntesis entre una soteriología encarnacional, que sería por sí sola
demasiado objetivo‑cósmica, y una soteriología estaurológica, que sola
sería demasiado jurídica (Ibid. I, p. 1164)”. Rahner calificaría la
oferta salvadora de Dios como un “existencial sobrenatural” determinativo de la
naturaleza humana (Ibid., p 1170) (p. 81).
A parte de lo abstruso de los términos
empleados (soteriología encarnacional, autotrascendencia, objetivo‑cósmica,
etc.), late, en todo lo que se dice, un error metafísico radical: la naturaleza
humana se determina no por la oferta salvadora de Dios, sino por la creación
de Dios. No se puede situar en la “determinación” de la naturaleza del
hombre (el quid est del hombre) un elemento sobrenatural (gratuitum
et superadditum), a menos que se pretenda sustraer su carácter de algo
gratuito. De aquí dos conclusiones: o decir (como De Lubac) que también lo
natural es gratuito y seguir hasta la herejía de Pelagio, o afirmar que lo sobrenatural
no es gratuito sino necesario, y caer en el error de Bayo. No se resuelve el
tema con un equilibrismo de términos que nada explican.
Por otro lado, Willems no regatea
elogios hacia Teilhard de Chardin, cuando es de sobra conocido que la doctrina de
Teilhard concluye en un panteísmo inmanentista. Willems no lo dice, y esto es
grave.
Es evidente que Willems pretende acabar
con lo que denomina “esquema juridicista” de la Salvación, en favor de una
valoración positiva de la obra redentora, o sea que tienda más a subrayar el
aspecto de mérito y de elevación encerrados en la Encarnación, que no la
satisfacción. Pero no se entiende entonces el intento de revalorizar los
pensadores protestantes que llevaron el esquema jurídico hasta sus últimas
consecuencias.
La postura “existencial‑dinámica”
de Willems frente a la Gracia le lleva a disolver toda trascendencia de lo
sobrenatural, v por esto, a partir de una frase de Congar en el comentario a la
Gaudium et spes (LThK, Das Zweite Vatikanische Koncil, vol. 3 (Friburgo
1968) 402). en la cual se dice que la separación entre Gracia y Naturaleza es
consecuencia de una mala interpretación del pensamiento de Santo Tomás, que
partió de Cayetano y Suárez (p. 83), se llega a la difusión de las ideas de
Kessler, para el cual “Jesús es la forma de existencia terrena del amor de
Dios, hombres con El. Willems parece poner en el mismo plano una afirmación del
Magisterio ordinario y universal —y por tanto vinculante—, con una simple
opinión personal de algunos teólogos. La falta de rigor es evidente.
3. Junto a este “indiferentismo
teológico”, se nota en la obra de Willems un desprecio, más o menos solapado,
hacia la escolástica. Prescindiendo de que Santo Tomás, San Anselmo y San
Buenaventura son citados como Tomás, Anselmo y Buenaventura, hay juicios muy
despectivos acerca de toda la escolástica, como p. ej. en las conclusiones: “En
parte, resultó en la época del barroco, sobre todo del planteamiento escotista,
una profundización especulativa de detalles problemáticos particulares, a lo
que contribuyeron mucho las opiniones de Vázquez, originantes de una
polarización. No obstante, puede observarse que estos análisis de detalle
tocaron a menudo, en gran medida, los límites de lo esotérico. En cierto
sentido estas especulaciones se condujeron a sí mismas ad absurdum” (p. 84).
Cfr. también opiniones negativas sobre Perrone, Passaglia, Franzelin, Billot
(pp. 64, 65, 69‑72) tachados de “falta de originalidad”.
En este sentido hay una especie de
visión maniquea: por un lado se encontrarían los “buenos e inteligentes” que
intentan renovar la Teología, y por otro los “conservadores” aferrados a las
formulaciones tradicionales.
4. Esto va unido al juicio sobre lo que
Willems llama “la crisis del siglo XIX”; o sea, el intento de introducir, en la
elaboración teológica, las categorías de la filosofía kantiana o hegeliana.
El experimento de la teología alemana
del s. XIX, según Willems, fracasó por dos motivos: primero por las divisiones
internas, los rencores y las envidias, que existían entre los teólogos y los
obispos en Alemania, y, en segundo lugar, por la hostilidad de la “escuela
romana”, sobre todo de Kleutgen. En este sentido, la condenación de Günther y
de Hermes sería, siempre según Willems, un producto de malentendidos, quedando
a salvo la validez de su orientación teológica, aunque en sus obras quizá pueda
haber alguna expresión exagerada.
Dos frases caracterizan el pensamiento
de Willems sobre la postura del Magisterio acerca de la teología alemana.
Hablando de la tendencia del Concilio Vaticano II, dice: “además fue importante
que no prevaleciera el elemento defensivo‑apologético, sino el positivo‑pastoral,
de forma que también pudieran contribuir a profundizar en la reflexión de la fe
los resultados de la filosofía moderna, apartada por autoridad hacia la mitad
del siglo XIX” (p. 77). Y concluyendo, añade: “entonces se decidió más por
autoridad que por vía de continuadas discusiones>> (p 83).
Prescindiendo de que, en el caso del
Magisterio, decidir por autoridad es precisamente el ejercicio de su función
específica, hay que decir que el juicio del Magisterio apuntaba a una radical
oposición entre la filosofía inmanentista y la teología católica, que no se
deriva de una consideración prudencial o de conveniencia, sino de la absoluta
imposibilidad de fundar racionalmente o filosóficamente la teología en un
ámbito que niega radicalmente la existencia de lo sobrenatural. No podemos
pensar que Kant, Fichte, Schelling y Hegel fueran unos ingenuos. Ellos se
situaron fuera de la teología católica en su mismo punto de partida, y eran
conscientes de esto, por lo menos en el sentido de que se daban cuenta de que
rompían con el modo tradicional de hacer teología. Sencillamente, en su
filosofía no caben ni la noción de Creación, ni la de Revelación, porque Dios
ha sido completamente absorbido en la inmanencia ética, espiritual o histórica,
del hombre. Intentar compaginar el pensamiento filosófico idealista con la
Verdad Revelada es querer hacer convivir bajo el mismo techo dos visiones
absolutas, con pretensión de universalidad, y totalmente opuestas. Es cierto
que el Magisterio no afirma todo esto explícitamente, pero esto se explica
porque sus intervenciones señalan solamente las consecuencias heréticas de unos
principios equivocados. En este sentido, el complemento de las condenaciones de
Hermes y Günther es precisamente la señalización positiva de la filosofía
tomista como línea de orientación para una recta teología.
Para hacer teología no basta, como
parece desear Willems, asumir sin más las categorías filosóficas de la época.
Esta tarea no se puede realizar sin una crítica radical de estas mismas
categorías a la luz del tomismo. La filosofía contemporánea interesa al teólogo
no en sí y por sí, sino en tanto en cuanto desarrolle, elabore o, por lo menos,
se acerque a los principios de la filosofía de Santo Tomás, habiendo además
reafirmado, en cualquier caso, su opción realista.
5. La postura favorable al inmanentismo
filosófico, aunque sea sólo por consideraciones “pastorales”, lleva a Willems a
hablar de unos teólogos “romanos” conservadores, opuestos a los demás teólogos,
prudentes y progresistas. La falsificación histórica es patente. No se puede
reducir el Magisterio de Pío IX o de León XIII a las opiniones personales de
Franzelin, Kleutgen, Passaglia y Billot.
Esta desgraciada terminología (“teología
romana”) debe desaparecer. La teología o es católica o no es teología; y
los documentos del Magisterio no reciben su valor de la categoría intelectual
del redactor, sino de la aprobación del Romano Pontífice. Rebajar el contenido
del Magisterio a una opinión de escuela, es una estratagema para hacer caso
omiso de sus normas, recurriendo al slogan fácil del pluralismo. Existe
hoy un “pluralismo” de dos caras, como Jano. Estos autores pretenden que
mientras frente al Magisterio cabe pluralismo, las afirmaciones de la filosofía
moderna. en cambio, deberían ser aceptadas en bloque. La tesis de Kessler es
paradigmática a este respecto. Primero, se afirma que el valor expiatorio de la
muerte de Cristo “representa sólo una entre otras posibles interpretaciones”, y
después se añade ya que “la soteriología (debe)... prescindir de utilizar en
adelante imágenes tradicionales como la de sacrificio expiatorio o rescate con
respecto a la redención, ya que les falta el correlato empírico>> (p.
82).
6. Otro aspecto de la misma hostilidad
hacia “el mundo latino” es representado por algunas alusiones a las devociones
populares que derivan de la consideración de la Redención. Así, p. ej., en la
p. 78 se dice: “Algunos teólogos, pero sobre todo los predicadores y la piedad
popular, han superacentuado. según Rivière (Le Dogme de la Rédemption (Paris
1914), p. 296‑297) el elemento penal. Frente a esto debe subrayarse más
el elemento moral”. Ahora bien, Rivière, en el libro citado; ¡dice exactamente
lo contrario! He aquí el texto: “Les sources de la révélation nous montrent la Rédemption
à la fois sous un aspect pénal et sous un aspect moral: tous deux ont leur
fondement dans la mission concrète du Christ et contribuent à nous éclairer sur
la signification de son oeuvre salutaire; l'un et l'autre amorcent assez bien
une spéculation correspondante et, de fait, on les trouve respectivement à la
base de ces théories de l'expiation et de la réparation don l'histoire est déjà
longue dans la pensée Chrétienne. ...Il ne saurait, par conséquent, être
question ici de ce rationalisme mesquin ou de ce vague piétisme qui ramènent la
Rédemption à une action toute moral et subjective du Christ sur nos âmes. Pour
nous, la vie et la mort du Christ ont une valeur devant Dieu; elles jouent un
rôle dans le rétablissement de l'ordre surnaturel et la réparation du péché:
elles posent, en un mot, les conditions objectives de notre salut”. Cualquier lector entiende con facilidad que Rivière se
opone aquí a los socinianos, al pietismo inglés y a los protestantes
liberales—que hablaban de Cristo como “hombre modelo” negando su divinidad—,
para subrayar con fuerza la realidad del Sacrificio redentor.
Lo mismo cabe decir acerca de otra
afirmación de la página siguiente (p. 79): “Asimismo, predicadores y místicos
católicos se sirvieron a veces inconscientemente, de esta teoría (la teoría
penal) (Rivière o.c., p. 231‑240, y art. Rédemption, en DTC
13—y no XX—, 1971)”. También esto es falso. Lo que dice Rivière es que algunos
predicadores, en su entusiasmo oratorio, han subrayado tanto el carácter
vindicativo de la muerte de Jesús para fomentar el aborrecimiento del pecado,
que han repetido inconscientemente, ideas y temas luteranos. Pero, añade, “Faut il
maintenant rendre responsable de ces déplorables excès le système entier de
l'expiation pénale et condamner l'idée même à cause des applications fâcheuses
qu'elle a reçues? Rien ne serait plus injuste, ni plus loin de notre pensée”. Y en el artículo del DTC (por cierto del vol. 13 y no
20, como aparece en todas las citas de Willems) Rivière aclara que el nombre de
expiación penal debe reservarse a la explicación que da la ortodoxia
protestante actual, mientras que la explicación católica debe llamarse la
doctrina de la reparación, que es lo que San Anselmo difundió y
defendió. Además, añade Rivière, “quelques théologiens catholiques, moins peut‑etre
para leurs affirmations que par leurs réticences, ont pu donner l'impression
d'en rester la”; la delicadeza de esta afirmación contrasta con la expresión de
Willems “La teoría de la expiación fue defendida algún tiempo por Christian
Pesch, S. I., así como por J. Lamine y A. d'Alès, S.I.”. En cualquier caso,
esto es el pensamiento de Rivière, la teoría de la expiación penal es cierta,
aunque incompleta, y su parte válida está precisamente en que Cristo sufrió y
murió para borrar nuestros pecados. “Si donc le fait del'expiation est à retenir, il n'est
pas moins sur que le système de l'expiation doit être dépassé”. En cualquier caso, la simplificación de Willems, que
reduce la piedad popular a un producto del “sistema de la expiación”, es
evidentemente errónea.
C.B. y D.E.
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