VIDAL, Marciano

Moral de actitudes

3 vol., Ed. Perpetuo Socorro, Madrid[1].

 

 

Contenido de la obra

El libro ha sido concebido por el autor "como un verdadero Manual de ética cristiana" (t. I, p. 5), para "la docencia universitaria" y "para orientar la acción pastoral y para poner al día los conocimientos teológico-morales" (t.I, p. 5).

El primer volumen (Moral Fundamental) se divide en tres partes. En la primera, de carácter introductorio, se estudia el significado y alcance de la "cuestión moral", las bases de la ética racional y la situación y tareas de la ética teológica. La segunda parte expone los presupuestos de la ética cristiana y propone un modelo para la fundamentación de la ética teológica. En la tercera y última parte de este primer volumen, la más extensa, se estudian las "categorías" básicas de la moral: tratado de los actos humanos, conciencia moral, valores, normas y juicios morales, el pecado; y se concluye con un capítulo sobre la "moralización en cuanto proceso del desarrollo personal".

El segundo volumen lleva por título Etica de la Persona. En él se exponen "los problemas de la ética concreta, agrupándolos en torno al eje moral de la Persona" (t.II Presentación). Desde un punto de vista formal y de metodología expositiva, el contenido de este volumen está bien ordenado y contiene sustancialmente las principales cuestiones que deben ser tratadas. A la Introducción, en la que se explican los objetivos, principios y metodología que se seguirán en todo el volumen, sigue una primera parte sobre ética fundamental de la persona. Se desarrolla en ella una teoría global sobre la dimensión ética de la persona, en la que, después de analizar los diversos modelos éticos propuestos a lo largo de la historia, propone una síntesis y una metodología para el estudio de la moral concreta, que constituye la materia de la segunda parte. El autor le dedica amplio espacio —más de 400 páginas—, divididas en cuatro capítulos: "Moral de la Concienciación y de la Manipulación", "Bioética o moral de la corporalidad", "Moral del amor y de la sexualidad" y "Moral de la convivencia interpersonal". Una conclusión titulada "Más allá del personalismo", cierra este segundo volumen.

El tercer volumen (Moral social), completa "la temática de la ética concreta abordando los problemas que giran en torno al eje de la Sociedad" (t.III, Presentación). El esquema es similar al del segundo tomo: una Introducción, que trata de los presupuestos metodológicos; una primera parte sobre moral social fundamental, a la que se añade un capítulo sobre "temática y bibliografía de la moral social"; y una segunda, bastante más amplia, sobre moral social concreta. La conclusión esta vez lleva como título "Conversión a la justicia social y construcción del Reino de Dios".

 

¶Valoración científica

Para el análisis científico del libro, en lugar de seguir paso a paso la exposición de su contenido, parece mejor fijarse en algunos presupuestos y planteamientos generales.

1. Método y terminología

La premisa básica de la que se parte es que la moral actual debe establecer un diálogo con el hombre secularizado. "La aparición del hombre secular y de la ciudad secular obliga a la Moral a adaptar su mensaje a la nueva situación de la historia humana" (t.I, p. 122). Le parece al autor que, para entablar el diálogo con el hombre actual, hay que eliminar los viejos esquemas morales, que habrían sido la causa del fracaso pastoral en el mundo contemporáneo. La fascinación que le produce al autor el "hombre moderno secularizado" le lleva a aceptar acríticamente, como positivas, algunas realidades, situaciones y corrientes contrarias a la doctrina cristiana.

Pone un especial énfasis en dejar bien claro que el nuevo método y la nueva sistematización de la ética cristiana están exigidos por el nuevo horizonte teológico iniciado en la década de los años sesenta. Es éste un punto de vista determinante de todo el libro. Se presenta como algo indiscutible el hecho de que, a partir del Concilio Vaticano II, se opera un cambio tan profundo en la teología, que todas las estructuras teológicas anteriores sufren una profunda conmoción, cuando no un derrumbamiento. El autor hace suyas, a través de una cita, las siguientes palabras: "En ámbito católico puede prosperar ahora una teología que recaba del Concilio no tanto los títulos de su legitimidad cuanto el derecho a desprenderse del peso muerto de toda la dogmática anterior" (t.III, pp. 66-67).

Por eso, la moral actual necesitará una metodología nueva. Deberá encauzarse, si pretende vivir un diálogo con todo el conjunto del saber teológico y del saber humano, y con otras éticas y morales no católicas, "por los derroteros de la interdisciplinaridad. En la realización de esta última es donde encontrará la ética su estatuto epistemológico" (t.I, p. 128). El autor se refiere a la interdisciplinaridad sin ninguna clase de precisiones que, sin embargo, son necesarias. Nadie duda de la utilidad de la Psicología, la Sociología y otras ciencias humanas; pero la Teología las ha de utilizar del modo debido, pues, por ejemplo, no les corresponde el mismo papel en el método teológico que a la Sagrada Escritura. En la obra analizada, en cambio, da la impresión de que se sitúan todas esas fuentes al mismo nivel. El alcance de esta afirmación se percibe, sobre todo, si se tiene en cuenta que el autor no asigna función alguna al Magisterio de la Iglesia en esa tarea.

Tiene el mérito de haber concebido un proyecto ambicioso, como lo es sin duda el de ofrecer un tratado completo y actualizado de Teología Moral, adornado por una información abundante. Sin embargo, la gran mole del libro se debe a la yuxtaposición de materiales de muy diversa factura, a veces no fácilmente compatibles entre sí, con abundancia de citas literales y paráfrasis de otros autores. Las ideas y corrientes expuestas no han sido debidamente valoradas y asimiladas, y se echa en falta la síntesis personal y un enfoque unitario, que permitiría al lector sacar fruto de la información contenida en el libro. Muy frecuentemente se tiene la impresión de que el esfuerzo del autor está dirigido a que no quede sin mencionar ninguno de los puntos de vista que, acerca de un determinado tema, aparecen en las publicaciones actuales, descuidando en cambio el momento de la reflexión personal y del juicio. El resultado es una obra ecléctica, parecida a un gran cajón de sastre, donde las teorías, análisis y valoraciones son aceptadas sin crítica, por el mero hecho de ser actuales. La abundancia de contradicciones internas pone de manifiesto la falta de asimilación personal de las fuentes: el autor no siempre ha pensado y hecho suyo lo que ha ido tomando. Por ello, el mérito de haber afrontado aspectos nuevos —como la historicidad, el enfoque más personalista, etc.— se pierde casi enteramente, ya que el autor parece contentarse con mencionarlos, con no dejarlos fuera de su planteamiento teológico, pero sin conseguir hacer luz sobre ellos.

Dentro de este eclecticismo se sitúa, por ejemplo, el querer entender la dimensión ética de la persona "dentro de una cosmovisión en la que se integren el respeto por la persona y la aceptación del componente estructural que ha puesto de relieve tanto el materialismo histórico como el positivismo científico" (t.II, p. 86). Este intento está viciado ya desde su mismo punto de partida. En efecto, en la cosmovisión que representan tanto el materialismo histórico como el positivismo científico, viene a identificarse la realidad con la materia o con los puros hechos físicos medidos por la ciencia físico-matemática. En semejante concepción de la realidad no hay lugar para la aparición del espíritu, y se hace ininteligible el concepto de persona así como el de respeto a la misma. La pretensión de separar el llamado componente estructural de la concepción global sustentada por ambas comprensiones de la realidad, es insostenible, teórica y prácticamente.

Otro ejemplo se encuentra en el objetivo de construir una moral social partiendo de lo que llama humanismo socialista. Quiere, de esta manera, elaborar una ética sobre la base de la Teología de la liberación, ya que, según el autor, estos teólogos no se han preocupado del tema ético (cfr. t.III, pp. 127-136). El porqué de esta elección no lo señala. Acepta la validez de la Teología de la liberación sin reserva ni crítica alguna: "El planteamiento de la ética social cristiana no puede hacerse en la actualidad sin tener en cuenta el cambio metodológico-temático introducido por las teologías de la praxis. Estas teologías, en sus diferentes variantes (teología política, teología de la liberación, teología de la revolución), y con sus matices diversificadores en cada variante, han puesto de relieve un conjunto de aspectos que no pueden ser olvidados por la ética social cristiana" (t.III, p. 69). Las nuevas perspectivas teológicas, que se aceptan sin crítica ni matiz alguno, son: la mediación política de la fe y la crítica, práxica y utópica, de la fe (cfr. t.III, p. 70).

En otros momentos de la exposición recurre indiscriminadamente a las ideas de autores tan diversos como Metz (cfr. t.I, p. 175), Marx y Freud (cfr. t.I, p. 410), Monden y Häring (cfr. t.I, pp. 491-492, 503-505), etc. Casi siempre son alusiones vagas y generales, aunque no faltan autores a los que atribuye un valor paradigmático. Este es el caso de Erich Fromm. He aquí las palabras del autor: "El humanismo ético se consigue realizando la razón ética de lo humano y, consiguientemente propugnando una ética humanista al modo como la propone E. Fromm (Etica y Psicoanálisis, México 1969). Dentro de este humanismo ético situamos nuestra Etica de la Persona" (t.II, p. 12).

Sin pretender realizar una exposición detallada de sus tesis, baste recordar, por el momento, que el pensamiento de Erich Fromm está estrechamente ligado al de Marx y Freud. Toda su pretensión teórica se encamina a realizar una simbiosis de marxismo y freudismo, mediante lo que se ha dado en llamar "psicoanálisis culturalista". Su ética humanista se basa en que el único criterio de valor ético es el bienestar del hombre dentro de una óptica hedonista y terrena.

Junto a ese carácter ecléctico de toda la obra, se advierte también una cierta ambigüedad terminológica. El autor trata de hablar un lenguaje más de acuerdo con "el hombre de hoy". En alguna ocasión el interés primario parece ser más la fuerza de las palabras o la eficacia intuitiva de la expresión que la consistencia del argumento. Un ejemplo de esto lo encontramos en la defensa de la vida humana que realiza el autor refiriéndose al homicidio: "quitar la vida a un ser humano es irrumpir en el santuario más sagrado de la dignidad humana. Es usurpar sacrílegamente el poder de Dios de la vida y de la muerte" (t.II, p. 217). Poco más adelante, sin embargo, parece no tener en cuenta lo que ha dicho antes, al abordar el tema de la "valoración moral del aborto": "La formulación del valor de la vida humana ha de evitar (...) conceptualizaciones y expresiones que se muevan todavía dentro de un universo sacralizado. En este sentido, sería conveniente superar la formulación en términos y conceptos de santidad o inviolabilidad de la vida humana" (t.II, p. 233).

Otro ejemplo de estos defectos metodológicos y terminológicos lo encontramos en su opción por una vía determinada —la socialista— en el estudio de la moral social. El autor reprocha a Messner "la opción por un tipo determinado de economía (economía social de mercado) que orienta los planteamientos y soluciones morales" (t.III, p. 344). Es indudable, sin embargo, que él mismo, por su opción socialista, se hace acreedor de un reproche similar al que pretende censurar.

Sobre la exégesis —de corte político— que el autor hace de la Sagrada Escritura, se podría decir que en ella parece descubrirse la nueva hermenéutica denunciada por la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe[2]: "La nueva hermenéutica, inscrita en las teologías de la liberación, conduce a una relectura esencialmente política de la Escritura" (X, 5); "así se da una interpretación exclusivamente política de la muerte de Cristo. Por eso se niega su valor salvífico y toda la economía de la Redención" (X, 12).

2. Falso personalismo moral

Intentaremos señalar ahora la línea de pensamiento que se encuentra con más persistencia en toda la obra. Como se ha dicho, su carácter ecléctico hace posible descubrir otras líneas; algunas abiertamente contradictorias entre sí.

El autor es explícito al colocar en el punto de partida de su modelo ético un principio radical: el hombre es medida de la realidad. "Nos complace —dice— colocar en el pórtico de nuestra consideración ética de la persona el principio del sofista Protágoras: El hombre es medida de todas las cosas (Diels, Protágoras, 9). Ulteriores precisiones y desarrollos, aunque necesarios, no pueden invalidar esta intuición axiológica inicial: el valor absoluto de lo humano es el origen de nuestra Etica de la Persona" (t.II, Introducción, p. 10).

Este principio de Protágoras tal como se interpreta en la historia de la filosofía —desde Platón hasta nuestro días— no se limita a decir que el hombre es la medida de las realidades de rango ontológico inferior al hombre, y que por lo mismo todas ellas han de estar al servicio del hombre y ser por él medidas. Lo que el sofista dice es que el hombre es medida de la realidad. Si esto es así, el hombre no será medido por ninguna otra realidad que él mismo, y él será la medida de todas sus acciones. El autor no se plantea el problema de la compatibilidad de ese principio con el primer artículo del Símbolo de la fe, en el que confesamos a Dios Creador.

El estudio de la moral estará condicionado por ese punto de partida. Dice el autor: "todos los aspectos y elementos de la moral radican en el hombre y a partir de él han de ser estudiados" (t.I, p. 322). "El hombre (...) es el fundamento y el fin del quehacer moral" (t.I, p. 216). Es el centro de la moral y por eso mismo la norma de la moralidad: "el lugar normativo y el valor nuclear de la moral es el hombre autónomo, secular, concreto" (t.I, p. 219). Desde el punto de vista metodológico se asienta ese principio que viene exigido por el nuevo planteamiento moral de diálogo con el hombre secularizado. "El nuevo modelo de la Moral sitúa en el centro del sistema ético a la persona. El hombre es el sujeto de la moral y el hombre es el objeto de las valoraciones éticas. La Moral cristiana ha asumido el giro antropológico del pensamiento crítico moderno, singularmente kantiano, y trata de formular los compromisos cristianos desde la autonomía moral y desde la responsabilidad ética" (t.I, p. 121).

El nuevo modelo de moral queda definido como un personalismo de matriz kantiana basado en la autonomía y la responsabilidad morales. Expliquemos este sentido kantiano de autonomía ética. Kant entiende el concepto de autonomía en sentido fuerte, es decir, ser ley de sí mismo. El hombre es autónomo porque se da la ley a sí mismo. Con esto quiere decir que la voluntad en su actuación instituye una legislación universalmente válida, y se obliga a actuar por deber. Así, el hombre será libre —obrará autónomamente—, cuando actúe con independencia de todo placer, fin o bien particular, y lo haga sólo por deber. La defensa de este concepto de autonomía, que encierra al hombre en sí mismo, lleva a excluir la existencia de un Dios Legislador.

Vidal parece en un primer momento ser fiel seguidor de este concepto de autonomía kantiano: "la persona se define por su autonomía. El humanismo actual nace del imperativo que tiene todo hombre de llegar a ser una realidad autónoma. La persona tiene como tarea el construirse a sí misma y dar un sentido al mundo por su libertad. Admitir una heteronomía sería claudicar en el imperativo más profundamente humano. A partir de este planteamiento no tiene sentido hablar de una libertad condicionada por alguien exterior a ella" (t.I, p. 521). En otros lugares no es tan radical y trata de conjugar la autonomía con la heteronomía moral que entonces se denomina teonomía: "La autonomía moral no elimina la teonomía, es decir, su apertura a la trascendencia y su consiguiente fundamentación religiosa. De hecho se constata en los moralistas cristianos más alertados del momento actual una tendencia a fundamentar la ética cristiana en las raíces más estrictamente teológicas pero al mismo tiempo en las bases plenamente afirmativas de lo humano. Si la fundamentación estrictamente teológica recibe la adjetivación de teónoma, el apoyo antropológico es calificado de autónomo" (t.I, p. 186)[3].

El razonamiento, aunque constata las tendencias actuales de otros moralistas, no indica cómo conjugar las dos fundamentaciones. Lo que a Kant, para mantener la coherencia de su pensamiento, le parece inconciliable —autonomía y teonomía—, al autor le parece perfectamente compatible porque —y ésa es la única razón— están presentes esas dos tendencias en los moralistas "más alertados del momento". De todos modos el autor, en el conjunto de la obra, se inclina claramente en favor de situar al hombre como fundamento de la moralidad, al margen del orden creado objetivo, y rechaza por tanto la teonomía moral.

Con este principio, como se ve, quedan seriamente comprometidas la racionalidad y objetividad de los valores morales. Una ética de la persona en la que el principio no sea Dios —que en cuanto Creador y Ordenador del hombre, da a toda la realidad creada y, por lo mismo, también al hombre, la medida de su ser y de su obrar—, no puede ser la base de una verdadera Teología moral. Desde el punto de vista científico cabe señalar la superficialidad con que procede el autor. Aunque los problemas kantianos no ofrezcan quizá un grandísimo interés para un teólogo, no cabe duda de que Kant ha planteado problemas profundos, que han condicionado notablemente el proyecto ilustrado de fundamentar una moral laicista. Una discusión seria de la problemática kantiana sacará a la luz aspectos que, por lo menos, ayudan a comprender ciertos modos de la cultura que predominan en amplios sectores de la sociedad actual. Pero para el autor la autonomía moral es como un slogan, que es esgrimido continuamente sin suscitar nada semejante a la reflexión teológica. Su diálogo con Kant, si de diálogo puede hablarse, es estéril.

a) Concepto de persona

Veamos ahora, más detalladamente, el erróneo concepto de persona que está bajo el peculiar personalismo del autor, según los pasos que es posible descubrir en el desarrollo seguido por él mismo.

Ya es significativo que no dedique un estudio sistemático al concepto de persona. No le interesa tanto conocer lo que el hombre es sino cómo es su existir, cómo se relaciona con el mundo, etc., ya que eso le parece suficiente para la noción y fundamentación de la moral. En su lugar, desarrolla una "Teoría global de la dimensión ética de la persona", dentro de la cual se hacen referencias vagas, indirectas e imprecisas a la persona, tomadas de diversas fuentes, que van desde Tomás de Aquino a Erich Fromm, pasando por Kant, y hasta lo que el autor llama "la imagen normativa del hombre en el Nuevo Testamento" (t.II, pp. 83-134).

Según el autor, el constitutivo de la persona es la conciencia: "la conciencia no es una superestructura añadida a la persona, a modo de función o facultad nueva. Es la misma persona en su dinamismo esencial hacia la plenitud de su ser" (t.I, p. 365). "De ahí que el hombre —se escribe también, siguiendo a E. Fromm— sea autoconciencia" (t.I, p. 297). Parece, pues, insinuarse que hay identificación entre conciencia y persona, haciéndose también coincidentes actuación consciente del hombre y ser personal. El hombre es persona cuando se comprende desde la subjetividad (cfr. t.II, p. 87). Este modo de hablar suscita la duda de si el autor sabe lo que en el idealismo especulativo y en las filosofías post-idealistas significa autoconciencia.

Otro factor que apunta más tarde, como constitutivo de la persona, es la intersubjetividad. "Unicamente merece respeto ético el hombre en cuanto es intersubjetividad. Los valores morales afloran cuando surge la persona. Ahora bien, el hecho decisivo que da origen a la persona es el entre para emplear la terminología de Buber; ésa es la protocategoría de la existencia humana" (t.II, p. 99). Cabe entonces concluir que no basta comprender al hombre desde la subjetividad para que sea persona, puesto que el hecho decisivo es la intersubjetividad. En cualquier caso, debe haber un proceso en que el "ser persona" queda reducido bien a conocerse, bien a ejercitar la intersubjetividad. ¿Pero acaso deja de ser el hombre persona y por lo mismo dotado de dignidad —base de todo respeto ético— por el hecho de que en ocasiones no pueda ejercer estas actividades? No deja de sorprender también que el respeto ético se base en una relación —la intersubjetividad— y no en los sujetos que la establecen. Estos reduccionismos traerán consecuencias graves en la moralidad concreta, como la que veremos más adelante. Se percibe ya que, para este autor, la dignidad personal no es el verdadero fundamento de la moralidad, desde el punto de vista ontológico: no se es digno en cuanto se es persona sino en cuanto se actúa; bien autocomprendiéndose, bien ejerciendo la intersubjetividad.

El origen de estas insuficientes explicaciones en torno al concepto de persona está en un error filosófico sobre qué es el hombre y cuáles son las leyes que rigen su actuar. Veremos en el apartado c) la crítica que hace el autor a la ley natural. Sin ésta, en efecto, el concepto de persona, como sujeto de dignidad moral, queda vacío de contenido. El autor la rechaza porque le parece que aceptar un orden natural, sobre el que asentar la naturaleza humana y con ella los principios intrínsecos de la dignidad moral de la persona, es sacralizarlo y mitificarlo automáticamente. Hay que prescindir de este orden natural, dice, y oponer a ese concepto el criterio de persona como realidad normativa. Una consecuencia en la que desemboca este planteamiento es la adopción de una moral maniquea con respecto a la corporalidad.

b) Dualismo antropológico

Para el autor el cuerpo no forma parte de la persona; sólo es una realidad que se puede humanizar. Lo explica partiendo del rechazo de aquella moral que tiene en cuenta como principio de normatividad la ley natural. "De una moral naturalista es necesario pasar a una moral en la que el criterio fundamental sea la persona (...). Liberada la moral de los residuos tabuísticos de un orden natural sacralizado y proyectada sobre el principio básico de la persona como realidad normativa, conviene entender la ética de la corporalidad como la instancia normativa del proceso de humanización ascendente" (t.II, p. 210 s.). Es decir, la persona tiene como tarea normativa dirigir el proceso de humanización ascendente de la corporalidad, de un cuerpo que se va humanizando progresivamente. "La influencia del hombre y de la sociedad sobre la condición corporal humana tiene la clave de interpretación y de normatividad preferentemente en el futuro: en la idea del hombre que deseamos realizar" (t.II, p. 211). Pero eso supone que el cuerpo como tal, no es humano, sino que ha de ser progresivamente humanizado. Lo corporal no tiene en sí mismo un valor ético actual; lo tendrá sólo en la medida en que la persona logre proyectar los valores éticos, que a ella exclusivamente pertenecen, en esa realidad corporal que en cuanto tal no los posee, por cuanto no es, por sí misma, una realidad humana.

Además, la ética de la corporalidad no está todavía decidida. Sólo tiene valor ético actual la persona, afirma el autor. Pero en realidad tampoco es la persona quien posee de suyo los valores morales. La norma moral le ofrece "la idea del hombre que deseamos realizar", que está por tanto en el futuro. Es una construcción del hombre por el hombre mismo, tarea conjunta del hombre y de la sociedad.

Sin entrar en la discusión de los criterios que se deben seguir en esa "construcción", parece claro que con estos presupuestos se desdibuja el concepto de ser personal, como sujeto permanente y centro del que irradian sus actos; y con él, se prescinde del concepto de dignidad, propiedad inalienable del ser personal y base de toda moral. En efecto, formular el valor ético del cuerpo humano en clave de humanización, significa que el criterio moral de respeto al cuerpo humano no reposa sobre el dato substancial de que es un cuerpo humano, sino sobre un dato añadido, accidental: la actividad de humanización que llevan a cabo el hombre y la sociedad sobre el cuerpo humano. De ahí que el cuerpo sólo sea digno de respeto en cuanto que ha sido humanizado. Es un criterio que se presta a la arbitrariedad por parte de quien se erige en representación del "hombre y de la sociedad". En una posición semejante, la dignidad de la persona no constituye ningún límite ético para la experimentación científica en las realidades corporales del hombre; al contrario, es la dignidad de la persona humana, entendida de un modo "espiritualista", exenta de toda "carga" corporal, la que exige y reclama una experimentación ilimitada.

c) Rechazo de la ley natural

El autor inicia las páginas sobre los valores, normas y juicios morales (cfr. t.I, pp. 425-484) estableciendo una definición de valor moral: "la naturaleza del valor moral hay que buscarla en primer lugar a partir de la materia en la que se sustenta" (t.I, p. 436), sabiendo que "el valor moral tiene por materia las acciones libres con las que el hombre se define a sí mismo" (t.I, p. 437). Mientras que "lo específico del valor moral está en el compromiso intencional del sujeto, el cual subjetiviza tanto la dimensión subjetiva como la dimensión objetiva de la acción moral" (t.I, p. 437). Es decir, es el sujeto, el hombre, quien se da el valor moral por referencia a sí mismo. Esos valores serán fijados más tarde en normas de moralidad. De ahí deriva que sea propio de las normas "tener una formulación abierta y creativa" (t.I, p. 447).

Por eso, "la formulación de los principios morales no puede ser cerrada. Debe dejar la puerta abierta para la excepción, para lo imprevisto, para lo original, para las situaciones-límite, etc. Se dice que es buen principio aquel que admite buenas excepciones" (t.I, p. 471). Se concluye de ahí que lo más acertado es hablar de "orientaciones" y no de "leyes" o "normas", pues de lo contrario se atentaría, de alguna manera, contra la libertad, y sería improponible un diálogo con el hombre moderno secularizado.

Al autor, como se ve, le desagrada hablar de ley. Le parece necesario librar a la moral de la "distorsión de carácter legalista" (t.I, p. 456). Critica duramente el concepto de ley natural: "Mantenemos nuestra postura de descalificar la categoría de la ley natural como mediación para encarnar la eticidad cristiana" (t.I, p. 193). "Más aún, podemos descubrir en la insistencia de la ley natural un afán etnocentrista o un deseo de dominar, desde la propia manera de entender y vivir la vida, las formas culturales de otros pueblos menos desarrollados. El concepto de ley natural viene a ser en parte un concepto imperialista o colonialista" (t.I, p. 192).

Pero el intento del autor de fundamentar la moral en la persona como distinta de la naturaleza humana es imposible, porque son inseparables. La persona debe necesariamente estar sometida a todas las leyes de esa naturaleza que la constituye, y al mismo tiempo tomar de sus tendencias y fines las reglas de su obrar. Esta distinción del autor tiene su origen en un error filosófico que consiste en un equivocado concepto de naturaleza humana.

Se descubre, en efecto, en el pensamiento de Vidal, la aceptación de la distinción que hacen algunos filósofos entre naturaleza metafísica y naturaleza histórica del hombre. En primer lugar, ha rechazado el concepto de la filosofía clásica de naturaleza humana por parecerle poco apropiado para la renovación ética. Así, tras calificar de naturalistas a los sistemas morales "que situaban el modelo normativo en la naturaleza" (t.II, p. 112) dice que "estas reducciones naturalistas de la moral han hecho quiebra en la renovación reciente de la reflexión ética. Se trata de una de las variaciones básicas que condicionan el cambio de la estimativa moral, tanto a nivel de vida como de reflexión" (t.II, p. 112). Y propone su superación con su moral de la persona: "Si lo natural en el hombre orienta la moral de la persona hacia valoraciones con validez fija y universal, lo histórico aporta otros aspectos para la valoración ética de la misma". Comprendida como síntesis de naturaleza e historia puede la persona ser "el lugar adecuado de la normatividad humana" (t.II, p. 114).

Analicemos con un poco de detenimiento esta equivocada distinción que está en la base de la antropología dominante en las muchas páginas de este tratado. Según esta concepción, original de Karl Rahner[4], el hombre mismo es la norma inmediata de la moralidad en su concreta naturaleza —para Vidal lo es la persona—. Sin embargo, la naturaleza está sometida a un continuo proceso de cambio. Rahner reconoce que hay algunas —muy pocas— normas morales universales que derivarían de la naturaleza metafísica, mientras que la gran mayoría de normas éticas se fundamentan en la naturaleza del hombre tal como existe en la realidad, es decir, en la naturaleza histórica. Serán, por tanto, normas cambiantes con el devenir de la historia.

El autor tiene presente esta concepción cuando distingue dos planos éticos. En el primero sitúa exclusivamente la intencionalidad general de la persona en el seguimiento de Cristo y en llevar un recto comportamiento ético. A este nivel pertenece la opción fundamental con la que el hombre compromete la estructura de su persona y que no se modifica por los actos singulares. Sólo cabe hablar de pecado en este nivel (cfr. t.I, p. 606). En el segundo plano, referido a la moralidad concreta, no caben normas de valor permanente; dependen de "la idea de hombre vigente en cada época" (t.I, p. 448), puesto que Dios ha dejado en manos del mismo hombre y de la sociedad la tarea de buscar un comportamiento que corresponda al humanismo ético que se quiere realizar en ese momento de la historia. En este plano, más que de normas hay que hablar de orientaciones cambiantes, que no afectan a la estructura profunda de la personalidad, y cuyo incumplimiento no entraría dentro propiamente de la categoría pecado. "La norma moral es una realidad histórica. Está sometida a la condición de historicidad, tanto en sus elementos lingüísticos como en la expresión de los contenidos" (t.I, p. 460). Una consecuencia es que no se podría hablar de acciones concretas intrínsecamente malas (cfr. t.I p. 473), ya que una acción determinada puede tener otra consideración moral con el paso del tiempo.

Hay que señalar que esta distinción filosófica entre naturaleza metafísica e histórica del hombre no está suficientemente fundada ni por Rahner ni por ningún otro. La naturaleza humana es siempre metafísica porque la naturaleza es un principio metafísico que constituye al hombre en hombre. Y es siempre histórica porque existe siempre en la historia. Si, efectivamente, es complejo explicar los cambios de valoraciones en la historia, no quiere eso decir que no haya dimensiones de la persona humana que permanezcan inmutables a lo largo de ella; por ejemplo, las acciones intrínsecamente malas por su objeto, independientemente de las circunstancias históricas o de otro tipo que se puedan dar.

3. Humanismo socialista

El objetivo de construir lo que el autor llama un "humanismo ético", basado, como hemos visto, en un singular concepto de persona humana, y que es intentado en el segundo volumen, Etica de la persona, tiene continuación en el tercero, Moral social. Aquí se pretende la construcción de un "humanismo socialista". En este caso, el autor es más fiel a la opción metodológica tomada al principio de este volumen: la opción socialista.

Analizando los motivos de esta neta toma de posición del autor, se puede ver, en esta opción socialista, una continuación de los presupuestos adoptados en su Etica de la persona, en el sentido de que en ésta había un reconocimiento del valor absoluto de lo humano, por el que el hombre se convierte en medida de la realidad; en el terreno social, el hombre, sabedor de que ha alcanzado la madurez y capacidad de autonomía ética, opta por una acción concreta en el ámbito social, con el objetivo de realizar una nueva sociedad a su medida: una ideal sociedad humanista y socialista. Indudablemente es una posición no privada de cierto voluntarismo.

Para justificar esta unilateral opción socialista el autor hace un breve análisis de todos los modelos, de todas las sistematizaciones de la ética social cristiana que históricamente se han dado, modelos que deben ser rechazados, ya que se consideran como no válidos para una correcta moral social en los tiempos actuales. Se incluye, dentro de lo que debe ser rechazado, el "modelo" presentado por la Doctrina Social de la Iglesia.

El autor, en un principio, parece no escatimar elogios al papel desempeñado por esta Doctrina en las últimas décadas (cfr. t.III, p. 44). Sin embargo, este reconocimiento le sirve para enfatizar la crisis en que el proyecto de ética social cristiana ha caído en los últimos años. Lo que le permite concluir que se trata de un modelo teológico-moral ya superado. Las razones de la llamada "crisis" son aceptadas sin ninguna crítica o valoración. Así, se alude a la importancia de la secularización, al abandono de la idea de especificidad de la moral cristiana, a la crisis del modelo de Iglesia, a la crisis teológica, como elementos que desencadenan la crisis de la Doctrina Social de la Iglesia, sin hacer ninguna valoración crítica de los mismos.

Las líneas de su opción socialista se destacan especialmente en dos aspectos fundamentales de la moral social, como son los derechos humanos y la propiedad privada.

Con respecto a lo primero, señala que la razón ética de los derechos humanos se apoya necesariamente en "la opción humanista, que de una u otra forma reconoce el valor del hombre por encima de cualquier otra realidad, y está en la base de la ideología de los derechos humanos" (t.III, p. 171). Fiel al presupuesto metodológico de que parte, añade: "creemos que la comprensión y la realización de los derechos humanos en el momento actual ha de tener como marco la opción del socialismo democrático" (t.III, p. 175). Y para demostrar que no existe ninguna contradicción entre ambas afirmaciones, continúa unas líneas más adelante: "La cosmovisión cristiana, con sus insistencias en el valor de la solidaridad y del servicio, ha ayudado no sólo a descubrir y a formular los derechos preferentemente sociales, sino a apoyar el viraje de este tema hacia planteamientos de signo socialista. Este viraje hacia la comprensión socialista democrática de los derechos humanos evita las desviaciones del individualismo liberal, impide caer en las garras de los totalitarismos y supera eficazmente los irreales sueños de las posturas anarquizantes" (t.III, p. 175).

En segundo lugar, la opción socialista, que está presente en toda su Moral social, también condiciona radicalmente al autor cuando aborda el tema de la propiedad. El mismo reconoce que su postura al tratar de la propiedad "es preferentemente crítica ante la mentalidad católica vigente" (t.III, p. 358). Es bien distinto, sin embargo, el juicio moral que le merece la propiedad colectivista. En efecto, la propiedad colectivista es calificada como inmoral sólo cuando "anule la función personalizadora inherente a la realidad humana de la propiedad" (t.III, p. 365). Se supone que no es inmoral en caso contrario. En el caso de la propiedad capitalista esa posibilidad no se contempla. Es consecuente la postura del autor, ya que ha calificado al sistema capitalista como "radicalmente inmoral" (t.III, p. 331) y al contrato de trabajo en este sistema como "radicalmente injusto" (t.III, p. 356).

Sobre estos presupuestos el autor concluye: "creemos que la ética cristiana ha de desengancharse de la inspiración capitalista y orientarse hacia una inspiración socialista no totalitaria" (t.III, p. 366), pues "la inspiración cristiana ha de tender a propiciar formas de socialización autogestionaria" (t.III, p. 367).

Pero, ¿cómo lograr el nuevo proyecto social del humanismo socialista? El autor presta especial atención al conflicto como motor del mismo: "la sociedad humana no puede ser entendida si no es desde la conflictividad. El conflicto constituye el nudo hermenéutico de la estructura social; también es la puerta de entrada de la moralización social" (t. III, p. 561); y tal conflicto es la lucha de clases: "la cuestión sobre la lucha de clases se identifica con el proyecto global de la ética social" (t.III, p. 570). La afirmación adquiere, por tanto, un decisivo valor hermeneútico ante los distintos temas abordados. No se debe olvidar esto. El mismo autor señala el alcance de la cuestión, al indicar que la lucha de clases nos sitúa ante el problema de la opción de clase, que se abre a una doble vertiente: "epistemológica: reformulación marxista del concepto de ciencia desde la perspectiva de la opción de clase; práxica: opción de lucha por los intereses de la clase trabajadora" (t.III, p. 570). Poco después añade: "La vida y la función de la Iglesia, tanto a nivel intraeclesial como en su relación con la sociedad, tampoco escapan al análisis de la lucha de clases" (t.III, p. 570).

Es lamentable, desde el punto de vista ciéntifico, que el autor no haya prestado una mayor atención a las razones por las que la doctrina social católica ha rechazado constante y claramente la lucha de clases como incompatible con valores cristianos irrenunciables. Simplemente constata el hecho de que ha existido esa postura negativa, pero piensa el autor que "la ética cristiana tiene en la actualidad un doble cometido en relación con la lucha de clases. Por una parte, le corresponde someter a revisión crítica la postura vigente en la doctrina social católica; por otra, le compete hacer un discernimiento sobre la coherencia cristiana dentro de la lucha de clases" (t.III, p. 573).

La lucha de clases no es sólo para el autor una perspectiva de análisis social. Es también, y sobre todo, un medio —el más importante— para implantar la justicia. La cuestión, que está presente en gran parte del tercer volumen, la plantea el autor de modo claro: "La ética ¿debe propiciar la subjetivización del cambio (la transformación de los corazones) o el cambio objetivo (la transformación de las estructuras)? ¿Qué forma de cambio es más coherente con la ética: la evolución o la revolución?" (t.III, p. 630). Reconoce el autor el hecho de que "la doctrina social católica ha adoptado una actitud negativa ante la revolución" (t.III, p. 638). Lo cual no le impide concluir que "el creyente tiene que vivir su coherencia ética tanto dentro de la evolución como de la revolución; el apoyar una u otra depende de opciones que han de ser pensadas según las posibilidades de justicia que ofrecen las situaciones histórico-concretas. Sin embargo, en el momento actual, la estimativa ética cristiana ha puesto de relieve el flanco revolucionario del cristianismo. Entendiendo la revolución como un proceso permanente y global, el ethos social de los cristianos expresa sus exigencias en clave humana de revolución y en clave religiosa de Justicia escatológica" (t.III, p. 641).

Este último texto muestra, de alguna manera, la desconfianza del propio autor en la eficacia del modelo que ha propuesto anteriormente, en su Etica de la Persona, como medio para cambiar los corazones de los individuos y edificar un humanismo ético, al menos en el momento actual.

 

¶Valoración doctrinal

1. Utilización del Magisterio

La actitud ante las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia es una de las claves del método seguido por el autor. Esta actitud puede resumirse en una triple postura: una crítica de aspectos concretos de la doctrina con el objetivo de adaptarla al hombre secularizado de hoy; un rechazo global que se expresa de distintos modos: en el decidido abandono de la Doctrina Social de la Iglesia, en ignorar los puntos firmes mantenidos por la Iglesia en relación al pecado, a la moral de la persona, etc.; y, al mismo tiempo, una utilización del Magisterio cuando sus enseñanzas sobre un tema determinado coinciden con las posturas mantenidas por el autor. Añádase que en ocasiones, como se ha visto, la presentación parcial de textos —en concreto, algunos del Concilio Vaticano II— deforma su contenido conceptual. Emplea el autor expresiones —que por lo menos son ambiguas— para desautorizar ciertas prácticas cristianas, fundamentadas sobre las enseñanzas de la Iglesia; así, por ejemplo, afirma: "No podemos dejar de reconocer, aunque con dolor, que en la práctica pastoral del sacramento de la penitencia en relación con el de la eucaristía ha existido un trasfondo ideológico y vivencial del pecado como mancha" (t.I, p. 512). Es conocida la claridad de la doctrina de la Iglesia sobre este punto (cfr. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et poenitentia, n. 27). Veamos algunas manifestaciones de esta actitud, además de las ya observadas en la valoración científica.

a) Crítica

El autor no considera el Magisterio como fuente de la Teología moral católica, y por eso se permite criticarlo y proponer soluciones al margen del mismo. Según esta idea, considera más importante para construir una nueva moral la coherencia con su propia metodología. Ya hemos citado diversos pasajes de su obra en que recomienda la revisión de la doctrina tradicional, como parte integrante del método constructivo de la ética cristiana. Es muy clara esta actitud en la valoración moral del aborto. El autor, para introducir su posición, utiliza las siguientes palabras: "Propondremos la valoración moral del aborto desde la perspectiva de la moral católica. Para ello recordaremos la solución oficial del magisterio eclesiástico, expondremos una formulación que pretende ser más coherente con la metodología moral actual y, por último, haremos alusión a las situaciones conflictivas del aborto" (t.II, p. 232). Como se puede apreciar, el autor no se conforma con formular su tesis al margen del Magisterio, sino que califica a éste de poco coherente con la "metodología moral actual". La actitud del autor ante el Magisterio de la Iglesia es impropia de cualquier católico, pero se hace verdaderamente ridícula cuando se presenta como exigida por una metodología que, tanto desde el punto de vista epistemológico como especulativo, es bastante mediocre.

b) Rechazo de la Doctrina Social de la Iglesia

En otras ocasiones su crítica tiene aires de rechazo. Es el caso, por ejemplo, de la Doctrina Social de la Iglesia. El autor enumera una serie de objeciones como resultado del estudio de esta doctrina. Hemos visto ya varias. Es de justicia, sin embargo, aclarar que en el estudio se vierten acusaciones, imputaciones o juicios que no responden a la realidad, que son sencillamente falsedades. Así ocurre cuando se afirma que se trata de una "enseñanza casi exclusivamente pontificia" (t.III, p. 47), o cuando se acusa a la doctrina de tener un "carácter dogmático, autoritario, cerrado y de soluciones dadas" (t.III, p. 47), para concluir que el término doctrina ha sido prácticamente abandonado en los últimos años. Sobre este bloque de objeciones, hay que decir que la Iglesia ha afirmado constantemente lo contrario.

En primer lugar, conviene señalar que los obispos, en comunión con el Romano Pontífice, han enseñado y enseñan la Doctrina Social de la Iglesia, ya sea individualmente, como reunidos en los Concilios; últimamente, de modo especial en el Vaticano II. No se trata pues de "enseñanzas pontificias" en el sentido a que se refiere el autor: como si fueran opiniones particulares de algunos Papas, que no forman parte de la doctrina moral católica. Por otra parte, en cuanto que la Doctrina Social de la Iglesia pretende "guiar directamente la acción, exige personalidades competentes, tanto desde el punto de vista científico y técnico como en el campo de las ciencias humanas o de la política... A los laicos, cuya misión propia es construir la sociedad, corresponde aquí el primer puesto"[5].

Algo similar hay que decir en relación con la imputación relativa al carácter de las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia. El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe citado anteriormente afirma: "Esta enseñanza de ningún modo es cerrada. Al contrario, está abierta a todas las cuestiones nuevas que no dejan de surgir en el curso de los tiempos. En esta perspectiva la contribución de los teólogos y pensadores de todas las regiones del mundo a la reflexión de la Iglesia es hoy indispensable"[6].

El autor recoge también la acusación de que la Doctrina Social de la Iglesia contiene una cierta "carga ideológica". Esta acusación es injusta, ya que el término "ideología" suele entenderse como calificativo de un sistema de pensamiento que pretende dogmatizar en cuestiones por naturaleza opinables.

En cuanto al pretendido abandono del término doctrina, aplicado a la enseñanza social de la Iglesia, hay que decir que no responde a la realidad. El Vaticano II alternó el término doctrina con el uso de otros términos. Si bien el autor admite como una excepción el texto de Gaudium et spes, n. 76, debería haber reconocido que existen otros, como enseguida veremos. No hay razón para hablar de un abandono del término doctrina aplicado a la enseñanza social de la Iglesia en los documentos del Magisterio en los últimos años. Esto puede comprobarse en Juan XXIII, en Pablo VI y, abundantemente, en Juan Pablo II. Está, pues, fuera de lugar cualquier intento de interpretar tendenciosamente un pretendido abandono del término doctrina que realmente no ha tenido lugar en ningún momento, con el propósito de quitar valor a su contenido.

Insidiosa es la acusación de "colocarse en la

opción capitalista" (t.II, p. 48), si bien se reconoce que trata de "introducir correcciones en el sistema". Se lanza, además, una acusación cuyo alcance no se explicita: se acusa a la Doctrina Social de la Iglesia de tener un "determinado afán por defender los 'intereses' de la Iglesia" (t.III, p. 48). Parece obligado entender que se trata de unos intereses que no son legítimos, ya que en otro caso no tendría fuerza alguna la objeción, que es claramente gratuita e injustificada.

Veamos ahora cómo el Magisterio ha recordado en los últimos años la validez, vigencia y obligatoriedad de su enseñanza social.

"La Iglesia católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana que posee indudablemente una perenne eficacia"[7].

"En cuanto a la instauración cristiana del orden temporal, instrúyase a los seglares sobre el verdadero sentido y valor de los bienes materiales, tanto en sí mismos como en lo referente a todos los fines de la persona humana; ejercítense en el recto uso de las cosas y en la organización de las instituciones, atendiendo siempre al bien común, según los principios de la doctrina moral y social de la Iglesia. Aprendan los seglares principalmente los principios y conclusiones de esta doctrina, de forma que queden capacitados para ayudar por su parte al progreso de la doctrina y para aplicarla como es debido a cada situación particular"[8].

"Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales y de sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos. Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia"[9].

c) Rechazo de la doctrina sobre el pecado

Para el autor "el pecado ético en cuanto contenido es la alienación del mundo humano" (t.I, p. 566). "Creemos que puede entenderse el pecado en la dimensión ética sin que aparezca la apertura a la dimensión religiosa. Tendremos entonces un pecado ético. Un creyente, con tal de que acepte los valores morales, solamente descubre la dimensión ética de la culpabilidad en cuanto forma de desintegración de las relaciones humanas y del mundo humano" (t.I, p. 568). Está ausente en el estudio del pecado, incluso cuando se aborda desde una perspectiva teológica, la consideración de su elemento más específico: el apartamiento y la ofensa a Dios.

El autor conoce la doctrina sobre la imposibilidad del pecado filosófico, es decir, con la sola dimensión humana (cfr. t.I, p. 567), pero sostiene que esa doctrina —rechazada por Alejandro VIII[10]- hay que colocarla dentro de una mentalidad sacralizada, que no es la perspectiva actual (cfr. t.I, pp. 567-568).

Sin embargo, el autor se aleja en este punto del Magisterio, también del actual, que se ha referido recientemente a lo que es el contenido de todo pecado. "Quien desee indagar el misterio del pecado no podrá dejar de considerar esta concatenación de causa y de efecto. En cuanto ruptura con Dios, el pecado es el acto de desobediencia de una creatura que, al menos implícitamente, rechaza a aquél de quien salió y que le mantiene en vida; es, por consiguiente, un acto suicida. Puesto que con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios, también su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca casi inevitablemente una ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado"[11]. Y en otro lugar se hace referencia a la "desobediencia a Dios, a su ley, a la norma moral que El dio al hombre", como "lo que constituye la esencia más íntima y más oscura del pecado"[12]. No es aceptable la tesis del autor sobre el pecado mortal; según él, éste "se manifiesta en la ruptura de la opción fundamental (...). El pecado mortal, aunque extraordinariamente puede manifestarse en actos singulares, de ordinario se expresa en actitudes que comprometen notablemente la opción fundamental" (t.I, pp. 616-617). Sobre este tema ver el n. 17 de la Exhort. Apost. Reconciliatio et poenitentia. El autor también parece pasar por alto los fundamentos filosóficos y teológicos de la teoría de la opción fundamental, tal como la entienden Rahner, Böckle, y otros, que responde al intento de elaborar la Teología Católica con el método trascendental. También aquí el autor asume sin el debido discernimiento un papel de altavoz de doctrinas que se han mostrado en contraste con las enseñanzas del Magisterio.

d) Uso acomodaticio del Magisterio

Sorprende mucho observar que, mientras la actitud general del autor es de rechazo de la doctrina de la Iglesia en materia moral, en algunos temas sigue cuidadosamente las enseñanzas del Magisterio, hasta el punto de que su exposición consiste en un trenzado de textos magisteriales.

No obstante, se descubre que es un uso acomodaticio, para apoyar opiniones suyas personales. Eso le lleva a forzar interpretaciones y a silenciar los pasajes que no le convienen. Así, por ejemplo, dice al principio de Etica de la Persona: "Adoptemos como punto de partida para el planteamiento y desarrollo de la Etica de la Persona la primacía del hombre en la toma de conciencia que la humanidad hace de ella misma en este momento histórico. El Concilio Vaticano II lo expresó del siguiente modo: 'Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos' (Gaudium et spes, n. 12)" (t.II, Introducción, p. 10). El autor toma pie de este texto para decir a continuación que el "el hombre es medida de todas las cosas" y que "lo humano posee un valor absoluto".

Nada de eso dice el Concilio Vaticano II, tampoco el texto citado que habla de la primacía del hombre sobre los bienes de la tierra: todos ellos deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos. Se niega una interpretación semejante inmediatamente a continuación, ya que las palabras de la Gaudium et spes que siguen al texto citado son: "Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta, o hundiéndose en la desesperación.

La Iglesia siente profundamente estas dificultades y aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer la vocación y dignidad propias del hombre. La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado 'a imagen de Dios' con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios"[13].

Otro ejemplo de utilización del Magisterio lo encontramos cuando el autor se propone presentar un modelo ético global en el ámbito de la economía. La primera cuestión que dilucidar es la relación entre racionalidad científica y racionalidad ética. Es una relación que establece el autor basándose en la autonomía de la racionalidad científica de la economía, autonomía que entiende afirmada en la Gaudium et spes, n. 64: "la actividad económica debe ejercerse siguiendo métodos y leyes propias" (t.III, p. 285). Es llamativo que el autor no cite las palabras que, en la constitución conciliar, completan la frase y que son las siguientes: "dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre"; solamente hace una referencia al texto completo en una nota a pie de página en un momento posterior (t.III, p. 297, nota 164). Lo cierto es que el autor, partiendo del texto de Gaudium et spes parcialmente citado, concluye, en relación con la autonomía de la racionalidad científica de la economía, lo siguiente: "Lo que inicialmente se le pide al saber científico-técnico de la economía no es su adecuación moral, sino la consecución de los fines estrictamente económicos: la combinación óptima de los medios para lograr la maximalización posible de finalidades a partir de la escasez de recursos existentes. Esta ley básica de la economía escapa, en cuanto positiva, al control de la ética. Es una ley autónoma" (t.III, p. 288).

A pesar de una afirmación tan rotunda como la anteriormente citada, el autor reconoce que "la actividad económica y su consiguiente racionalidad científica están insertas dentro del horizonte de la eticidad" (t.III, p. 289). La ética está llamada a emitir juicios de valor sobre las decisiones concretas y estos juicios se basan en unos criterios, referencias y valores que la ética asume previamente. El autor resume bien estos criterios de la moral económica, con amplias citas explícitas de los documentos del Magisterio de la Iglesia, en contraste, una vez más, con sus propios presupuestos metodológicos.

2. Principios inadecuados

La moral que pretende construir el autor es una moral de búsqueda, de criterios cambiantes, adaptados a las exigencias de las nuevas realidades y conquistas humanas que van surgiendo en el curso de la historia. Pero es preceptivo de toda moral que lleve el nombre de "cristiana" dejarse guiar por el Norte claro de la Revelación, que nunca está en oposición a los verdaderos avances de la ciencia ni a los nobles logros de la inteligencia humana. Prescindir de esta luz supone quedarse a oscuras en el estudio de la Teología. Esto es lo que sucede en este libro. Al autor no parece interesarle lo que del hombre pueda decir la Revelación, al menos como punto de partida de la moral. "Es necesario —dice— seguir afirmando que el contenido de la moral depende de la idea de hombre vigente en cada época. La ética es la antropología convertida en origen de significados para la vida humana" (t.I, p. 448). Se trata, según hemos visto en el apartado anterior, de una antropología que repliega al hombre sobre sí mismo. La normatividad de la moral será necesariamente abierta, irá cambiando con las sucesivas ideas de hombre.

Resulta lógica consecuencia del anterior planteamiento la siguiente afirmación del autor a propósito de los principios de la bioética: "Se ha hablado en los últimos años de formular la moral en términos provisionales al estilo de la moral aceptada por Descartes durante la duda metódica. Este carácter de provisionalidad y de búsqueda tiene su aplicación en el terreno de la bioética" (t.II, p. 212). En efecto, desde semejante perspectiva, hasta la misma idea de considerar que la dignidad de la persona —que el autor se había propuesto como núcleo de su moral—, sea el criterio ético de toda experimentación científica, se torna, de hecho, ineficaz para el presente. ¿Qué hacer mientras tanto no poseamos una idea clara del hombre que deseamos realizar en esta época? El médico, el biólogo, se encuentran ante las urgentes, múltiples y complejas decisiones con que deben enfrentarse cada día en actitud de espera, sin criterios definitivos, ciertos. ¿Qué actuación moral pueden seguir? Está claro que una moral provisional no tiene nunca sentido, ni desde el punto de vista de la moral natural, ni tampoco desde el de la moral sobrenatural. Con el agravante, en este último caso, que las fuentes de la moral sobrenatural proporcionan, con una certeza superior, una idea clara del hombre que deseamos alcanzar: Cristo Jesús cuyo ejemplo dirige e ilumina la conducta de sus discípulos, de los primeros siglos, de ahora y de siempre.

El método seguido por el autor, no da respuesta adecuada al problema moral al no distinguir entre acciones buenas y malas. Lógicamente, un método así no podrá sustentar nunca una ética cristiana. Esta falta de adecuación al problema moral la encontramos desde el mismo punto de partida. Para Vidal, en efecto, el hombre es medida de la realidad, no medido por nadie fuera de él mismo. Sólo cabe así que las acciones del hombre sean medidas y valoradas por él, no por una norma superior. En cuanto a la validez de la "categoría" de ley natural, baste señalar que el Magisterio de la Iglesia la utiliza: por ejemplo en las encíclicas Humani generis (DS 3875); Mater et Magistra (AAS 53 (1961) 457); Humanae vitae, n. 4; en la Const. past. Gaudium et Spes, nn. 74 y 79; en la Decl. Persona humana, n. 4, etc.

Por último, desde el punto de vista doctrinal, el "principio de la opción socialista" aparece como totalmente inadecuado. El autor debería haber tenido en cuenta que hace mucho tiempo que la Iglesia ha llamado la atención sobre el peligro que supone la proclamación de los derechos del hombre en la sociedad tomando como base ideologías ajenas o contrarias a una antropología fundada en la visión cristiana del hombre. La antropología en la que se apoya el socialismo, aunque tuviera en cuenta los valores de la solidaridad y del servicio, está cerrada a toda norma divina. Es más, contrapone la norma divina a una falsa autonomía del hombre para salvar así sus derechos personales. El Papa Juan Pablo II, se ha referido a la base antropológica cristiana que sustenta los derechos humanos: "Así, pues, para confirmar los derechos humanos necesarios mucho ayuda la reflexión teológica sobre la dignidad de la persona humana en la historia de la salvación. La auténtica antropología cristiana, en estos últimos años, se ha descuidado no poco. Muchos buscaron por otro medio la solución del misterio del hombre. Pero la revelación cristiana puede aportar los fundamentos necesarios de la dignidad de la persona humana a la luz de la historia de la creación y en las diversas etapas de la historia de la salvación, es decir, de la caída y de la redención"[14].

También tienen un especial interés a este respecto, por ejemplo, las enseñanzas de la Constitución Gaudium et spes. En efecto, este texto conciliar después de hacer en el capítulo primero una clara síntesis de los datos fundamentales de la antropología cristiana, concluye con aquella afirmación, tantas veces citada por Juan Pablo II: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado"[15].

A.S., M.S., T.L.

 

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[1] Se utiliza la 5ª ed. del tomo I (1984), que está refundida en relación con las ediciones anteriores, la 4ª ed. del tomo II (1979) y la 4ª ed. del tomo III (1981).

[2] Libertatis nuntius, AAS 76 (1984) pp. 876 ss.

[3] Vid. sobre estos temas las recensiones a J. Fuchs, Varias obras y a F. Böckle, Fundamentalmoral.

[4] Cfr. K. RAHNER, Basic Observations on the Subject of the Changeable and Unchangeable Factors in the Church, en "Theological Investigations" 14 (1976) p. 15.

[5] CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Libertatis nuntius, 4-IX-1984, XI, 14.

[6] Ibidem, XI, 12.

[7] JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, n. 218.

[8] CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 31.

[9] JUAN PABLO II, Discurso en Puebla, 28-I-79, III.7.

[10] DS. 2291.

[11] JUAN PABLO II, Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentiae, n. 15.

[12] Ibid., n. 14.

[13] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 12.

[14] JUAN PABLO II, Discurso, 5-XII-83, n. 8.

[15] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.