VARGAS LLOSA, Mario
La guerra del fin del mundo
SUMARIO:
I. Resumen del contenido
II. Personajes
1. Relación de los principales personajes
2. Personajes de cierta importancia
3. Otros personajes
III. Valoración técnico-literaria
1. Título del libro
2. Algunos rasgos del estilo
3. División en partes
4. Algunas figuras literarias
IV. Valoración doctrinal
I. RESUMEN DEL CONTENIDO
La obra es una novela de fondo histórico. Pretende revivir unos sucesos que ocurrieron a finales del siglo XIX en el nordeste del Brasil, en el interior del Estado de Bahía. El autor va proporcionando poco a poco algunos datos sobre la historia política del país. En 1888 la monarquía había abolido la esclavitud. Al año siguiente se produjo la revolución del Mariscal Deodoro de Fonseca y la proclamación de la República. Poco después, en 1891, el Mariscal Floriano Peixoto lo reemplaza como mandatario.
Con la República se había impuesto también la separación entre Iglesia y Estado, la secularización de los cementerios, el matrimonio civil y otras medidas que sólo encontraron una resistencia pasiva por parte de la Jerarquía eclesiástica. El cambio no había sido fácil debido a la multitud de opiniones encontradas que existían dentro del movimiento republicano, al intento autonomista de algunos Estados y a la conspiración de diversos grupos monárquicos.
Dentro del Estado de Bahía existía una lucha constante entre el Partido Autonomista —de orientación conservadora—, comandado por el Barón de Cañabrava, y el Partido Republicano Progresista, cuyo Jefe era Epaminondas Gonçalves. Este último permanecía en la oposición, pero buscando siempre —o fabricando— un pretexto para constituirse en Gobernador del Estado. Los órganos periodísticos de estos dos grupos —El Diario de Bahía y el Jornal de noticias, respectivamente— juegan un papel importante en la intriga.
La narración se centra en la sublevación de Canudos, la ciudadela construida por los yagunzos o lugareños partidarios del Consejero. En distintas partes del libro se cuentan también algunos antecedentes, con el fin de situar al lector en todo lo que se refiere a la lucha encarnizada entre esos miles de sublevados y el gobierno republicano. En cambio, son muy pocos los antecedentes que se dan sobre Mendes Maciel, pero todos lo conocían con el nombre de "el Consejero" (p. 18). De él se dice, en la presentación del libro que hace la editorial: "El eje de la obra, la espoleta del conflicto, es un personaje fanatizado, un enigma eremítico: el Consejero, mostrado siempre en forma alusiva y oblicua, como una especie de cristalización esquinada y adusta del desamparo y el orgullo de unas gentes desheredadas."
Llama la atención que no se mencionen antecedentes biográficos del Consejero. Aparece en escena de un modo misterioso. Recorre los caminos del sertón bahiano ayudando a los pobladores, campesinos en su mayoría. Su intención es marcadamente religiosa. Aunque le preocupa la dignidad de esas pobres gentes, le mueve sobre todo el honor de Dios. Su figura era la de un asceta, la de un hombre entregado de lleno a la oración y a la penitencia. Nada sabemos de sus padres, del lugar de su nacimiento, de su infancia. "Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes" (p. 15). Parecía un hombre venido de otro mundo. En algo se asemejaba a los misioneros que recorrían de vez en cuando esas tierras, pero no era sacerdote ni había hecho tampoco ninguna profesión religiosa. "Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses" (p. 15). Iba de pueblo en pueblo, asombrado por el abandono de las iglesias y desagraviando a Dios por ese estado de cosas. "A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles" (p. 15).
Poco a poco el número de personas que le seguían fue incrementándose: "Los vaqueros y peones del interior lo escuchaban en silencio, intrigados, atemorizados, conmovidos, y así lo escuchaban los esclavos y los libertos de los ingenios del litoral y las mujeres y los padres y los hijos de unos y otras" (p. 17). Hablaba del fin del mundo, de que podía sobrevenir de un momento a otro. Sobre todo —solía decir— los últimos años del siglo serían de grandes catástrofes. Ya en 1877 había tenido lugar la gran sequía que empobreció aún mas la región. Luego vinieron las epidemias y la peste. A partir de aquel año de miseria y muerte, ya el Consejero no andaba solo, sino seguido de una multitud de andrajosos.
Veamos, en un resumen, los antecedentes de la guerra que se desató en Canudos. En 1893, estando el Consejero en el pueblo de Natuba, aparecieron unos edictos que anunciaban a los lugareños la nueva política establecida por la República: todos tendrían que pagar impuestos, según lo que cada uno heredaba o producía. Las amenazas eran también muy claras: "Los perceptores de impuestos incautarían para la República todo lo que hubiera sido ocultado o rebajado de valor" (p. 31).
Al enterarse el Consejero, por medio de los pobladores, de esta nueva política, se indignó tanto que echó abajo las tablas con los edictos recién encolados; luego pidió con voz vibrante que quemaran esas maldades escritas. Los concejales del municipio quedaron sorprendidos ante esa actitud de desacato seguida de gran celebración popular. Además el Consejero había dado a conocer "a los seres de ese apartado rincón una grave primicia: el Anticristo estaba en el mundo y se llamaba República" (p. 32).
Para reprimir ese acto de insubordinación el Gobernador envía, al mando de un sargento, a treinta guardias de la Policía Bahiana, los cuales, luego de cruzar Natuba, alcanzan al Consejero —después de varias semanas— en el pueblo de Masseté, en las estribaciones de la Sierra de Ovó (p. 44). Cuando los seguidores del Consejero, unos ciento cincuenta en total, entre hombres y mujeres, supieron que ese destacamento había llegado para detener al hombre que los guiaba, se abalanzaron sobre los treinta guardias obligándoles a huir. En esa sorpresiva batalla murieron tres policías y cinco peregrinos. Los policías sobrevivientes contaron que entre sus atacantes no sólo había los locos y fanáticos que ellos creían, sino también avezados delincuentes (p. 45).
Como consecuencia de esta derrota se decidió enviar una segunda fuerza de la Policía Bahiana, de sesenta guardias mejor armados que los anteriores. Pero fue una búsqueda larga e inútil. Esta vez no encontraron ni siquiera provisiones, ni guías, ni información alguna. Todo hacía pensar que el grupo de seguidores del Consejero se había disuelto. Así transcurrieron muchos meses. El Consejero, después de haber pasado treinta años como peregrino, yendo de un sitio a otro, tiene nuevos planes: sus discípulos "le oyeron decir que había llegado el momento de echar raíces y de construir un templo que fuera en el fin del mundo lo que había sido en el principio el Arca de Noé" (p. 460). Con este propósito se dirigieron a un sitio apartado, y ocuparon una de las haciendas del Barón de Cañabrava: Canudos. Era un lugar cruzado por un río de poca agua y protegido por una ronda de montañas; desde la famosa sequía de 1877 se hallaba en un lamentable estado de abandono. Allí se establecieron pacíficamente; allí construyeron un poblado muy original, centrado completamente en el culto a Dios y la exaltación de los santos.
Los que habían sido unos pocos centenares de personas se convirtieron pronto en muchos millares. La comunidad establecida en ese lugar llegó a ser un modelo de organización eficiente y de pacífica convivencia entre personas movidas por un mismo ideal y unidas alrededor de su jefe espiritual. Entre los más destacados discípulos del Consejero se encontraban algunos personajes de profunda inclinación hacia el misticismo, como Antonio el Beatito; hombres de gran sentido organizativo y practico, como Antonio Vilanova. Antiguos bandoleros del sertón bahiano, como João Satán, ahora convertido en João Abade, Pajeú, Pedrão y otros; mujeres penitentes como María Quadrado o Alejandrinha Correa; y algunos más como João Grande, un antiguo esclavo condenado a muerte por un crimen. Como consecuencia de esa gran variedad de circunstancias y temperamentos, la vida de la ciudadela se distribuye entre estos tres estamentos muy caracterizados: el guerrero, para asegurar la defensa de la ciudad; el de los seres contemplativos, profundamente entregados a la oración; y el estamento encargado de la organización civil. "A la mañana siguiente de llegar, el Consejero empezó a construir un Templo, que, dijo, sería todo de piedra, con dos torres muy altas, y consagrado al Buen Jesús. Decidió que se elevara frente a la vieja iglesia de San Antonio, capilla de la hacienda" (p. 58).
Tres meses después de haberse establecido el Consejero en Canudos —la antigua hacienda de ganados— Lelis Piedades, abogado del Barón, sentó denuncia de esa invasión ante el Juzgado de Salvador, la capital del Estado de Bahía (p. 58). Al poco tiempo, el Gobernador del Estado y miembro destacado del Partido Autonomista, Luis Viana, decide enviar a Canudos una Compañía del Noveno Batallón de Infanterías al mando del Teniente Pires Ferreira (p. 20). En total eran ciento cuatro soldados.
Habían salido de Salvador el 2 de octubre de 1896, unos tres años después del incidente ocurrido en Natuba; llegaron hasta Joazeiro en tren, para de allí seguir viaje, durante doce días, hasta un poblado llamado Uauá, situado a diez leguas de Canudos, donde acamparon (p. 78). De repente, una procesión salida de la ciudadela, en medio de cánticos e himnos espirituales, se precipitó sobre los soldados y los derrotó completamente después de varias horas de lucha (p. 79). Los yagunzos o "alzados" —así se llamaban a sí mismas las gentes del lugar (p. 56)— serían más de quinientos y quizá mil (p. 33). Las bajas, solamente en el Ejército, fueron de diez muertos y dieciséis heridos (p. 35). Sin embargo, el estado de los sobrevivientes era calamitoso, después de una marcha acelerada de diez días. En las afueras de Joazeiro, a unos seiscientos kilómetros de Salvador fue posible darles atención médica en un hospital de campaña.
Cuando en la capital del Estado se conocieron las noticias de esa nueva derrota, hubo asombro y desconcierto. El partido de la oposición, dirigido por un hombre sin escrúpulos, quería sacar el mayor provecho político de la situación. Se entera de que el Gobernador Viana va a enviar una Expedición militar de quinientos cuarenta y tres hombres y varios cañones, al mando del Mayor Febronio de Brito. Pero Epaminondas Gonçalves no desea el triunfo de ese ejército. Quiere la intervención del Gobierno Federal (p. 73), y para ello trata de implicar de algún modo a Inglaterra y a los partidarios de la restauración monárquica. Con esa finalidad, se vale de un escocés, revolucionario y anarquista, conocido con el nombre de Galileo Gall. Este hombre había intentado organizar —el 4 de octubre de 1896— una manifestación en apoyo de los rebeldes de Canudos (p. 19). Epaminondas se aprovecha de sus simpatías con los yagunzos y, con un gran cinismo le ofrece a Gall un cargamento de armas como ayuda para los alzados (p. 74). Mientras tanto está planeando la muerte del escocés y la exhibición de su cadáver y de las armas como prueba fehaciente de la intervención británica (pp. 117 y 125). Esto produciría gran alarma en Río de Janeiro, la capital federal. Este plan fracasa, en parte. Estando el escocés en la choza de Rufino, el guía, ya de camino hacia Canudos con el cargamento de armas, logra salvarse de sus atacantes, y escapa con Jurema, la mujer del guía. (p. 118).
Después de muchas aventuras, herido y sin armas (p. 124), Galileo Gall es alcanzado por unos hombres de Epaminondas, capitaneados por Caifás (p. 174). Este último, en vez de dar muerte al idealista revolucionario, utiliza sólo su inconfundible cabellera rojiza y quema el cadáver de un loco filicida para hacer creer que se trata del propio Gall (pp. 175 y 176), supuesto "agente británico". Caifás actúa así para que su amigo Rufino —el guía casado con Jurema— pueda más tarde vengar su deshonra dando muerte al forastero (p. 183).
Entre tanto, se produce la derrota del Mayor Febronio de Brito, cuando escalaba la cumbre del Cambaiao, a una legua de Canudos, en la llanura que va de Tabolerinho a Belo Monte (pp. 112-113). En Salvador el Jornal de Noticias comunica a sus lectores este hecho increíble el día tres de enero de 1897, al mismo tiempo que pide la intervención del Ejército Federal y acusa al Gobernador y al Partido Autonomista de Bahía de conspiración contra la República. Se da cuenta también del hallazgo de armas y se presenta como prueba el cadáver del "agente inglés" (p. 131).
Los diputados del partido opositor y diversos grupos de "patriotas" piden la intervención del Coronel Moreira César, un oficial que ha ganado fama en muchas guerras y que en ese momento preside el Club Militar en Río de Janeiro. Era el candidato del grupo de militares jacobinos para derrocar al primer presidente civil, Prudente de Morais (p. 147), y establecer la República Dictatorial. El periodista del Jornal de Noticias encargado de redactar todos esos falsos rumores, pide al Director, Epaminondas, poder acompañar al famoso Coronel Moreira César como corresponsal de guerra, en caso de concretarse su intervención en la campaña de Canudos (p. 140).
A la llegada al puerto de Bahía, la expedición militar comandada por Moreira César tuvo un recibimiento apoteósico. Venía lo más escogido del Ejército brasileño: el Séptimo Regimiento. Se habían previsto los medios materiales más extraordinarios, aun cuando no fuese necesario tanto despliegue de fuerzas. Causó extrañeza que tal recibimiento fuese hecho por los políticos de ambos partidos bahianos, ya que los autonomistas eran los mayores adversarios de Moreira César (p. 172). En eso se nota la astucia política del Barón de Cañabrava, que un poco antes había regresado de Europa (p. 162). El mismo explica la maniobra a sus colaboradores: Presintiendo el triunfo del Ejército Federal, aparenta ser un decidido partidario de la causa "patriótica". Incluso llega a poner a disposición del Ejército su hacienda de Calumbí (p. 167).
El Séptimo Regimiento comienza su campaña militar y llega primero a Queimadas. De allí se dirige rápidamente hacia zonas cada vez más difíciles del interior. Cuando llega al desvío que conduce hasta la hacienda Calumbí, el Coronel sufre un ataque —al parecer epiléptico— tan fuerte que pone en peligro su vida. Es llevado con urgencia a la hacienda, donde se encuentra ya instalado el Barón. Esto representa una profunda humillación para quien antes había rechazado tan drásticamente el ofrecimiento de hospedaje (p. 196). Apenas se restablece el Coronel, el Ejército sigue su marcha hacia Monte Santo (p. 207).
Al enterarse los yagunzos de que se está aproximando un poderoso ejército de mil doscientos hombres (p. 204), dotado de cañones y de muchos pertrechos, preparan la defensa de Canudos y organizan la Guardia Católica, con el fin de proteger al Consejero (p. 181). La población trabaja febrilmente en la excavación de trincheras y en el almacenamiento de municiones y víveres. Lo más notable es la perfecta organización de una guerra de guerrillas destinada a desmoralizar al enemigo. La crueldad es grande por ambos lados. El periodista miope del Jornal de Noticias —nunca se sabrá su nombre— se las arregla para ser testigo de los hechos más significativos (p. 217).
Mientras tanto, Galileo Gall y Jurema, la mujer de Rufino, se han unido, para poder subsistir, a unos cuantos personajes extraños, restos de un viejo circo: la Mujer Barbuda, el Idiota y el Enano. Son los restos de lo que fue en sus buenos tiempos el Circo del Gitano. Dan vueltas por diversos parajes de los sertones. El grupo se deshace cuando unos de la hacienda Calumbí se llevan al escocés, por orden del Barón, con el fin de demostrar la falsedad de la noticia sobre el hallazgo del "cadáver del inglés".
Por su parte, el pistero Rufino sigue buscando afanosamente a Gall para darle muerte. Cuando se entera de que ha sido llevado junto al Barón (p. 234), se dirige allí con una energía increíble, teniendo en cuenta que casi no había dormido ni probado alimento en muchos días. El Barón se niega a entregarle al forastero, y Rufino rompe definitivamente con el que había sido su patrón (p. 236). Al poco rato aparece uno de los seguidores del Consejero —el antiguo bandido Pajeú— con el propósito de quemar la hacienda, que ya había sido rodeada por medio centenar de yagunzos (p. 237). Dan a los ocupantes un día de plazo para abandonar la propiedad. Galileo Gall pide que lo conduzcan a Canudos mientras que el Barón, con la Baronesa Estela y Sebastiana —la inseparable mucama—, se dirigen desconsolados de vuelta a Salvador (pp. 239-243). Otras haciendas han sido igualmente destruidas (p. 269).
Rufino ha logrado alcanzar a Jurema, su mujer, pero en vez de matarla inmediatamente, la quiere hacer sufrir dándole muerte en Calumbí, la hacienda en donde se casaron (p. 265). Cerca de allí Galileo Gall es traicionado por su guía Ulpino, que lo entrega en poder de Rufino (p. 266). Luego tendrá lugar la pelea a muerte entre Rufino y el escocés, que acabará con la muerte de ambos, ya malheridos por los disparos de unos soldados (pp. 284 y 294), después de muchas ansiedades y persecuciones angustiosas (p. 283).
Durante todo este tiempo se escuchan los cañonazos del Ejército, que está atacando la ciudadela de Canudos (p. 283), los sonidos de cornetas que hacen sonar el toque de Carga y Degüello (p. 273) y las campanas del templo de Canudos (pp. 282 y 289). Una fuerte lluvia salva al Ejército de morir de sed (p. 275).
En estos momentos la narración se centra en tres planos: lo que sucede en el Estado Mayor de Moreira César, lo que dice el Consejero a los suyos en esos instantes decisivos —refiriéndose mucho al Apocalipsis (p. 287)— y lo que oyen y contemplan algunos personajes aislados como Jurema, el Enano y otros, que están escondidos en las afueras del poblado (p. 312).
El Coronel Moreira César comete un grave error. Tiene prisa por acabar, para impedir la huida de los yagunzos y porque se siente impotente ante los ataques guerrilleros que se han ido produciendo constantemente en la retaguardia y en los flancos. Por eso se lanza al asalto sin averiguar cuál es el motivo que detiene a la vanguardia de su Regimiento. Cae gravemente herido (p. 304). Tiene el estómago destrozado. Lo auxilian inmediatamente. Cuando recupera el conocimiento y ve el desánimo de los otros jefes, dicta un mensaje salvando su responsabilidad. Toma el mando el Coronel Tamarindo, que es partidario de una retirada al día siguiente; pero el Mayor Cunha Matos gesticula nervioso mientras dice: "Mañana no quedarán aquí ni los muertos. ¿No ve que el Regimiento se desintegra, que no hay mando, que si no se los agrupa ahora los van a cazar como conejos?" (p. 307).
La derrota del Ejército es completa. Predomina el criterio del Coronel Tamarindo y, como consecuencia, se producen grandes matanzas. El autor deja suponer lo que ha ocurrido, puesto que, más tarde, se ven colgados junto con otros cuerpos humanos el cadáver de Tamarindo y la cabeza de Moreira César, aureolada por un enjambre de moscas (p. 397).
En la ciudadela de Canudos hay procesiones de acción de gracias y otros festejos (p. 351). Reciben al párroco Joaquim, —el párroco de Cumbe— como si fuese un héroe. En realidad se había portado cobardemente en presencia de Moreira César, acusado de ayudar a los yagunzos. Junto con el cura han llegado a Canudos el periodista miope, Jurema y el Enano. Estos tres visitantes se quedan dentro de la ciudadela en una situación muy especial: se encuentran protegidos pero no pueden abandonar el poblado. Por ser neutrales podrán ver todos los sucesos con una mayor objetividad.
Por otro lado, en un lugar distante del Estado de Bahía, el Barón de Cañabrava y sus acompañantes realizan el penoso y lento viaje de regreso a Salvador. Se detienen en la hacienda Pedra Vermelha del anciano Coronel José Bernardo Murau (pp. 267-272). Allí revela a varios de sus correligionarios las intenciones que tiene —como astuto político que es— de pactar con Epaminondas y otros Republicanos progresistas (p. 272). A cambio de la gobernación de Bahía, Epaminondas deberá respetar las propiedades agrarias y los comercios urbanos (p. 330).
Cuando en la capital del Estado y en la capital federal se enteran de la inesperada derrota del Coronel Moreira César se produce una gran conmoción. Las turbas exaltadas y manejadas por los políticos antimonárquicos, queman en Río de Janeiro los periódicos Gazeta de Noticias y A Libertade; asaltan y saquean la casa del vizconde de Ouro Préto (p. 363), y desatan una propaganda contra los que supuestamente querían restablecer la Monarquía con la complicidad de Inglaterra: "Las mentiras machacadas día y noche se vuelven verdades", comentará más tarde el periodista miope (p. 362). El Ejército había perdido el personaje que mejor podía encarnar los ideales del Mariscal Floriano Peixoto: "en Río, en el Club Militar, una veintena de oficiales mezclaban sus sangres ante un compás y una escuadra y juraban vengar a Moreira César, elaborando una lista de traidores que debían ser ejecutados" (pp. 363-364). La primera víctima fue el coronel Gentil de Castro, destacado líder monárquico (pp. 364-365). El Barón de Cañabrava y su esposa, ya loca, viajan nuevamente a Europa, donde permanecerán unos cuantos meses (pp. 330 y 342). El día en que se decide el nuevo ataque final contra la ciudadela de Canudos —el 18 de julio— el Barón se hallaba en Londres (p. 399).
Pocas semanas después de la derrota de Moreira César llegó a la zona de Canudos una comisión enviada por el Centro Espiritista de Ríos para que, valiéndose de poderes mediúmnicos, ayudaran a las fuerzas del orden a acabar de una vez con los yagunzos. Pero tuvieron que volverse a la capital, sin ningún resultado, "con sus mesas de tres patas y sus bolas de vidrio y lo que sea" (p. 342). Durante esos meses Canudos seguía disfrutando de un ambiente pacífico, sin descuidar la defensa del poblado. Allí predominan ahora las escenas de intimidad familiar —como las de João Abade y Catarina, su mujer (pp. 342-344)— y el fervor religioso orientado siempre por el Consejero. Los heridos han sido ya curados, pero quedan aún centenares de tullidos, mancos, ciegos, tembladores (p. 351). El Enano contribuye a la alegría y a la edificación de todos con sus divertidas y moralizadoras historias de Caballeros medievales (pp. 338, 347 y 350).
En Río de Janeiro preparan una nueva expedición militar, en medio de gran entusiasmo popular: "Las señoras del Brasil rifan sus joyas y sus cabellos para ayudar al Ejército que viene a Bahía" (p. 328-329). Varios Generales se niegan a comandar este nuevo Ejército (pp. 361-362). Finalmente el General Artur Oscar, que hasta entonces había sido muy postergado dentro de las fuerzas armadas (p. 461), acepta el cargo pensando que se trata de un honor que le hacen. En realidad parece que están intentando conducirlo a un posible fracaso. Por ser católico y fiel cumplidor de lo que manda la Iglesia, estaba mal considerado entre muchas autoridades civiles y militares. Además, se había negado obstinadamente a ser masón (pp. 462 y 465).
El General Oscar emprende su delicada misión al mando de unos cinco mil hombres (p. 348). Se trata de toda una División, reforzada además por grandes cañones, uno de ellos gigantesco, que avanza arrastrado por cuarenta bueyes. Lo llamaban "Matadeira" (p. 368). El jefe de la expedición debía además ser reforzado por el Ejército del General Claudio de Amaral Savaget (p. 348), compuesto de unos cuatro mil hombres: tres Brigadas, sin contar otra división de artillería. Estos debían atacar Canudos por el norte, después de desembarcar en Aracajú. Los refuerzos y la bravura del General Savaget (p. 388) salvaron al otro Ejército de un rápido desastre.
Una buena parte del libro está dedicada a narrar los preparativos y el lento desplazamiento de esta expedición comandada por Artur Oscar. Se ponen de manifiesto los fallos burocráticos y la ineficacia de un Ejército tan poderoso, continuamente hostigado por los guerrilleros y por las condiciones tan adversas de la naturaleza (pp. 355-379, 386-393, 403-429, 436-470, 477-499).
Por fin llega el momento del ataque. El 18 de julio fue un día decisivo para Canudos. ¿Qué pasó ese día? "Van a atacar mañana —jadeó João Abade, que había venido corriendo. En ese momento recordó algo importante: —Alabado sea el Buen Jesús" (p. 399).
La resistencia de los yagunzos sobrepasa todo lo que es posible creer. Ante la falta de alimentos, Antonio Vilanova —el principal organizador de la vida civil entre los seguidores del Consejero— organiza también robos de bueyes al Ejército. Eran en realidad "robos de robos" porque el Ejército arrebataba las reses de los hacendados y las enviaba al frente (pp. 402 y 466). João Abade, el Comandante de la Calle, organiza golpes magistrales con el fin de desviar el Ejército hacia una trampa y lograr la captura de armas y provisiones (pp. 403-406). El viejo Macambira y sus once hijos entregan sus vidas, heroicamente, en el intento de destruir la "Matadeira", el gigantesco cañón (p. 410). João Grande, el antiguo esclavo negro, dirige la Guardia Católica en el cumplimiento de muchas hazañas, pero sobre todo en su misión principal: proteger a la persona del Consejero (p. 406 ss.). Pajeú, que había sido uno de los más temidos "cangaçeiros", defiende las aguadas de Fazenda Velha, de donde sacaban agua para el poblado (p. 441).
Agotados todos los medios de resistencia, la lucha cuerpo a cuerpo —que ha durado varios días— se va concentrando en unos lugares cada vez más reducidos. Hasta las mujeres y los niños colaboran en la batalla; incluso se podía ver el "triste espectáculo de los viejecitos añosos, inválidos, inservibles, encargados de ahuyentar a los urubús y a los perros que querían comerse los cadáveres mosqueados" (pp. 416-417).
A diario sigue la prédica del Consejero dando aliento a los que se han propuesto resistir hasta la muerte. El Ejército lleva ya tres semanas en la ratonera (p. 425). La guerra se hace cada vez más salvaje. Está a punto de lanzarse el asalto final. Sólo una familia de catorce miembros se rinde ante el Ejército, porque el miedo se ha apoderado de ellos (pp. 465-466). Se han tenido noticias de nuevos refuerzos recién llegados. Si no hubiera sido por esas columnas nuevas, hubiese sido imposible vencer la resistencia desesperada de los yagunzos. Pero aun así, las bajas en el Ejército son cuantiosas (p. 459). "Un tercio fuera de combate. Es un porcentaje altísimo, catastrófico, pese a las ocho manzanas capturadas y al estrago causado a los fanáticos" (p. 460). Las súplicas urgentes del General Oscar para que le envíen más refuerzos no han sido aún escuchadas. Muchas veces se ha quejado de esta guerra tan extraña, tan fuera de lo común: "Maldita la hora en que acepté este Comando" (p. 461).
Sesenta oficiales y cuatrocientos soldados, gravemente heridos, son enviados de vuelta a Monte Santo. Entre ellos va el General Savaget, inutilizado del todo por una grave herida en el vientre: "tal vez la superioridad entienda entonces lo crítico de la situación y mande los refuerzos" (p. 468). Las condiciones en que se encuentra el Ejército son desesperadas. Los soldados se alimentan de culebras, de perros, y de hormigas tostadas.
Finalmente, entre hurras y vítores, llegan tres jinetes. Uno de ellos —un teniente— desmonta al lado del General Oscar "y hace sonar los tacos, se presenta como jefe del pelotón de exploradores de la Brigada de refuerzos del General Girard, cuya vanguardia llegará dentro de un par de horas. El Teniente añade que los cuatro mil quinientos soldados y oficiales de los doce Batallones del General Girard están impacientes por ponerse a sus órdenes para derrotar a los enemigos de la República" (p. 470). Esta Brigada había sido despachada desde Monte Santo por el propio Ministro de Guerra, Mariscal Carlos Machado Bittencourt, recién llegado desde Río para poner a punto la campaña. Todo esto "ocurrió en el terrible mes de agosto". La guerra se había prolongado mucho más de lo imaginable. "Fue como si el cielo se abriera para descargar contra Canudos un cataclismo" (p. 471). A partir de ese momento ya no queda esperanza para los yagunzos. "Agosto comenzó con la aparición de doce Batallones frescos" (p. 472). El cerco se va estrechando alrededor del poblado. Pero las gentes no intentan huir; por el contrario, muchos tratan de entrar a la ciudadela para morir allí (p. 472).
Cuando al fin cayeron en poder del Ejército las aguadas de Fazenda Velha (p. 473), los pobladores empezaron a morir de sed. Algunos cruzaban de noche las líneas de los centinelas para robar agua (p. 474). El Consejero sabía que había llegado el momento del desastre final. Su desmayo, producido en el Santuario, era un símbolo que Antonio el Beatito sabía interpretar: "ha llegado la hora nona" (p. 478). La enfermedad del Consejero era debida probablemente a una esquirla de bala que le había herido la pierna izquierda, produciéndole una equimosis (p. 432).
Una semana o diez días después (p. 478), al recuperar nuevamente el conocimiento, el Consejero dispone que Antonio Vilanova salga de Canudos, en compañía de su familia y de los tres forasteros: el periodista miope, Jurema y el Enano (p. 480). "Anda al mundo a dar testimonio, Antonio, y no vuelvas a cruzar el círculo". Así comienzan esas palabras que equivalen a su testamento. Después de su muerte fue enterrado secretamente (p. 484). A todos los que han sabido el lugar el Beatito "les pide jurar, por la salud de sus almas, que nunca revelarán sea cual sea la tortura, el lugar donde reposa el Consejero" (p. 485).
La huida de Vilanova y de los tres forasteros es dirigida por Pajeú (p. 493). Aunque éste muere — exponiéndose temerariamente — los otros siete personajes logran escapar y se refugian en una cueva antes de alejarse completamente de la zona (p. 518).
Durante las últimas semanas de septiembre la situación es angustiosa en las pocas manzanas de Canudos que aún no han caído en manos del Ejército. El uno de octubre — cumpleaños del Beatito — los soldados atacan por tres lados. Hay pánico en la muchedumbre, que trata de refugiarse en el Templo del Buen Jesús. (p. 509). Esta formidable construcción cae finalmente con tremendo ruido, como una montaña de piedras, "como una lluvia sólida sobre el enjambre de heridos, enfermos, viejos, parturientas, recién nacidos" (p. 514). Los últimos combatientes están completamente rodeados en una parcela de casas semiderruidas. A causa del fuego, salen de todas partes ratas que devoran los cadáveres (p. 516).
En los últimos momentos el Beatito tiene una especie de inspiración. Compadecido de muchos inocentes — viejos, mujeres y niños — que mueren quemados por los incendios, decide sin consultar a nadie, salir con una bandera blanca para entablar conversaciones con el enemigo. Los mandos del Ejército aceptan que los inocentes salgan "en fila de a uno, sin ninguna arma, con las manos en la cabeza" (p. 518). Pero cuando João Abade, que dirige la resistencia, se entera de esta decisión y ve salir esa fila de prisioneros que va siguiendo al Beatito, les da orden de que regresen. Al ver que no es obedecido, dispara contra esos inocentes. Lo mismo hacen algunos de sus hombres —entre ellos el padre Joaquim—, convencidos de que en el Ejército los iban a humillar, los iban a degollar. Al escucharse los disparos, los soldados piensan que la tregua ha sido rota; o tal vez se llenan de ira porque les quitan esas presas que consideraban ya suyas (p. 520). En este momento, ocurre la terrible matanza y el final de Canudos. El Beatito y varias mujeres son tomados prisioneros. Los demás mueren luchando. Uno de los combatientes, Antonio el Fogueteiro, cae desmayado y cuando recupera el conocimiento ve cómo van rematando a los heridos y dinamitando las pocas paredes que no habían sido destruidas. Logrará escapar vivo, después de haberse hecho pasar por un cadáver (p. 523) y se unirá a los que han estado refugiados en la cueva.
Los Jefes del Ejército buscan el cadáver del Consejero. El Beatito señala el lugar donde lo han enterrado: debajo del Santuario, a tres metros de profundidad. Para obtener esa información recurrieron a la única tortura que no podía resistir: lo amenazaron con una jauría rabiosa de perros (pp. 430-431). Después de desenterrar al Consejero, tomaron una fotografía del cadáver y cortaron la cabeza de ese cuerpo ya pestilente (pp. 431-432), con el fin de llevarla a Salvador y estudiar el cráneo en la Facultad de Medicina de esa capital (p. 432). Más tarde sumergirán esa cabeza en el fondo del mar, metida en un costal repleto de piedras.
Después de ser degollado Antonio el Beatito (p. 432), también fueron pasados a cuchillo los pocos hombres que sobrevivieron: unos cuantos ancianos. El encargado de realizar esta tarea fue el sanguinario y vengativo Alférez Maranhão (pp. 366 y 528).
La novela termina con un violento altercado entre este Alférez —que junto con su cuadrilla ha ido despescuezando prisioneros— y el Coronel Geraldo Macedo, de la Policía Bahiana —llamado el "Cazabandidos"—, que desde muchos años atrás andaba en busca de João Abade (pp. 66 y 123). El Coronel humilla al Alférez y cuando está a punto de retirarse, cruzando entre los prisioneros, "dos garfios flacos se prenden de su bota. Es una viejecita sin pelos, menuda como una niña, que lo mira a través de sus legañas:
—¿Quieres saber de João Abade? —balbucea su boca sin dientes.
—Quiero —asiente el Coronel Macedo—. ¿Lo viste morir? La viejecita niega y hace chasquear la lengua como si chupara algo.
—¿Se escapó entonces?
La viejecita vuelve a negar, cercada por los ojos de las prisioneras.
—Lo subieron al cielo unos arcángeles —dice, chasqueando la lengua—. Yo los vi." (p. 531).
A través de diversos cortes que se suceden en la narración nos enteramos de lo que el viejo hacendado Coronel Murau ha visto en el lugar donde antes estuvo la población de Canudos: "Miles y miles de buitres", que "ahora trituraban, despedazaban, tragaban, deglutían" (p. 501).
Antonio Vilanova, el ex-comerciante escogido por el Consejero para propagar su mensaje, tiene planes de regresar a Assaré, el pueblo de donde había salido, "a terminar todo donde comenzó"; y se pregunta: "¿Qué otra cosa podemos hacer?" (p. 593). Lo acompañan su hermano Honorio y las esposas de ambos.
Por su parte, el periodista miope —que desde aquellos meses pasados en la ciudadela estaba muy enamorado de Jurema— decide volver con ésta y el Enano a Salvador, la capital de Bahía. Después de documentarse ampliamente, decide escribir la historia de Canudos. Pasados dos meses (p. 338), al enterarse de que el Barón de Cañabrava ha regresado de su viaje a Europa, va en busca de él para pedirle trabajo; ya no quiere depender de Epaminondas —el nuevo Gobernador del Estado (p. 338)— por el cual siente un desprecio muy grande.
Cuando el Barón escucha la narración de los sucesos ocurridos en su antigua hacienda —Canudos— se sume en una profunda depresión. Todo esto se añade al sufrimiento causado por la locura de su esposa, unos meses atrás, a raíz del incendio de Calumbí (p. 500). A continuación se narran unos sucesos degradantes y enfermizos (pp. 502-507).
A la mañana siguiente, el Barón sale al balcón de su casa, frente al mar. Con la ayuda de unos prismáticos alcanza a distinguir claramente —en un lugar equidistante entre la isla de Itaparica y el redondo fuerte de San Marcelo— unas barcas llenas de gentes que "no estaban pescando sino echando flores al mar, derramando pétalos, corolas, ramos sobre el agua, y persignándose" (p. 508). El Barón relaciona estos sucesos con lo que le ha sido relatado por el miope. A ese mismo lugar de la Bahía, en el Atlántico, había sido arrojada —de noche— la cabeza del Consejero, después de haber sido estudiada científicamente (p. 432), y de haberse desechado la idea de conservarla en el Museo Nacional, con el fin de no convertir ese lugar en un sitio de peregrinación popular (p. 433).
II. PERSONAJES
1. Relación de los principales personajes
a) El Consejero
Su verdadero nombre era Antonio Vicente Mendes Maciel. Nada se dice sobre su origen, a diferencia de lo que ocurre con sus principales seguidores. Por la descripción que se hace de él, debía ser de raza mestiza, como lo eran casi todos esos yagunzos. No parece ser un hombre instruido, aunque no consta que fuese un analfabeto. Era indudablemente un exaltado, con una mirada que despedía fuego y una voz ronca que impresionaba a los oyentes. Sabía ganar hasta tal punto el afecto de los suyos, que decenas de miles de personas, entre los pobladores de aquellos sertones, estaban dispuestas a dar la vida por él.
Su influencia era tan grande que transformaba las vidas de peligrosos criminales y ladrones, convirtiéndolos en hombres desprendidos de todo interés material y dedicados a una existencia marcadamente religiosa. Los que hablaban con él se sentían reconfortados, renovados y con una paz profunda en el corazón (p. 178). No hacía prédica de una guerra santa. Era más bien un hombre pacífico, salvo en el aislado acto de rebeldía que tuvo lugar en Natuba, en 1893. Nunca empuñó un arma, ni para atacar ni para defenderse. Mientras los demás luchaban, él se entregaba de lleno a la oración y a la penitencia. La cruzada que predicaba (p. 77) tenía por objeto defender esa nueva Jerusalén que era Canudos (pp. 76 y 111). No le preocupaba la muerte: "la muerte es dicha para el buen creyente" (p. 261). En medio del fragor de la batalla hablaba a los suyos "de las tempestades de dolor que se levantaron en el corazón de María cuando, respetuosa de la ley de los Judíos, llevó a su hijo al Templo, a los ocho días de nacido, para que sangrara en la ceremonia de la circuncisión" (p. 286). Decía también que el llanto de María era "símbolo del que a diario lloraba la Señora por los pecados y cobardías de los hombres que, como el sacerdote del Templo, hacen sangrar a Jesús" (pp. 286-287).
Era hombre de costumbres frugales que soportaba estoicamente grandes penurias. Casi no probaba alimento ni dormía; sin embargo, durante muchos años recorría los pueblos, a través de "una ruta que no era trocha de acémilas ni sendero de cangaçeiros, sino desierto salvaje de cactos, favela y pedruscos" (p. 46). Su prédica está llena de paradojas: se ve una gran comprensión por todas las miserias humanas (p. 449). Para él todos los hijos son legítimos (p. 54). Acoge a todos los pecadores. Muestra gran respeto por los sacerdotes y está convencido de la necesidad de contar con ellos. Por otro lado se muestra intolerante con el sistema métrico decimal, con los cobradores de impuestos y con cualquier sistema de gobierno republicano. Todo esto lo manifestaba con sus ojos helados y obsesivos (p. 27) y aquella voz cavernosa que sabía encontrar los atajos del corazón (p. 28).
Se dice que había sido excomulgado por el Arzobispo (p. 455); pero, al parecer, ni siquiera él se había enterado de esa censura. Su vida se va extinguiendo al mismo tiempo que Canudos. Cuando muere, el velatorio humilde y la tumba pobre (p. 485) sin ninguna inscripción eran, sin lugar a dudas, el entierro que hubiera deseado para él.
b) El Barón de Cañabrava
Se pretende en la novela que este personaje represente a la antigua aristocracia terrateniente. Era un hombre de educación esmerada. Había sido Embajador del Emperador Pedro II ante la corona británica y Ministro en la última etapa de la monarquía (pp. 131 y 161). Nunca llegó a realizar sus proyectos juveniles de dedicarse a la investigación científica (p. 208), porque le absorbieron totalmente la política y la agricultura. Tenía cuantiosas riquezas.
Era gran conocedor de la mentalidad que tenían los hombres del campo (pp. 236-237), aunque al final estaba totalmente desconcertado por lo que sucedía en Canudos. En el fondo se nota en él algo de desprecio por los campesinos de sus haciendas (p. 473); pero todo esto iba unido a cierto paternalismo. Sus antiguos servidores lo recordaban con cariño (p. 471). Cuando alguien le echa en cara que se preocupa más por la muerte de un solo hombre que por el sacrificio de decenas de miles de yagunzos, él se justifica diciendo: "multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas" (p. 365).
Tiene astucia política: él mismo había dado libertad a sus esclavos, cinco años antes de que lo hiciera el gobierno (p. 210). Había fundado el Partido Autonomista Bahiano (p. 161) y manejaba con gran habilidad a sus partidarios, aunque muchas veces los desconcertaba con sus decisiones. Al retirarse de la política había empezado a decir, casi siempre, la verdad (p. 434). Llevaba ya "veinticinco años de sucia y sórdida política, para salvar a Bahía de los imbéciles y de los ineptos" (p. 502).
Lo que más le afecta es la locura de su esposa: "sólo ella importaba" (p. 500). Por eso seguirá existiendo una mezcla de temor y de odio hacia Pajeú, que había sido el principal causante de su desgracia (p. 475). Es ese profundo pesimismo, unido a su falta de convicciones, lo que le lleva a cometer acciones aberrantes (p. 506). En medio de todo, hay algo indescifrable en el tema de su matrimonio que el autor quiere dejar, de intento, en el mundo misterioso de los complejos psíquicos.
c) El Coronel Moreira César
Cuando era muchacho se había enrolado en el Ejército y había participado en la guerra contra el Paraguay. Era hombre de gran tesón y se había forjado a sí mismo. Tenía fama de ser muy exigente con sus subordinados y muy vengativo con sus enemigos. Lo llamaban el "cortapescuezos". En política era partidario de una dictadura militar. Había sido como el brazo derecho del Mariscal Floriano Peixoto, antes de que éste muriera sin ver realizados sus proyectos. Esperaba la ocasión propicia para tomar el poder. Mientras tanto, iba preparando su prestigio a través de diversas campañas militares.
Las ideas de este personaje de la novela se muestran contrarias a la religión, pero son sobre todo anticlericales. El autor lo presenta como masón. Hay ciertas coincidencias con el modo de ser del Consejero: de ambos se dice que casi no comían y que pasaban en vela una buena parte de la noche; en los dos había una mirada penetrante y una seguridad absoluta en el momento de hablar. Pero se contraponen en casi todo lo demás. Moreira César es implacable con los que han delinquido, aunque explica a su modo la causa de los delitos: "el delincuente es un caso de energía humana excesiva que se vierte en la mala dirección" (p. 169).
Tiene ideas muy fijas sobre el progreso, la industria, el trabajo y el capital (p. 210). Por todo esto admira a los Estados Unidos. En cambio, su odio se vierte contra el feudalismo de los privilegiados, de los antiguos "esclavócratas" (p. 469). Al Barón se dirige con este lenguaje: "usted es el pasado, alguien que mira hacia atrás. ¿No comprende lo ridículo que es ser Barón faltando cuatro años para que empiece el siglo veinte? Usted y yo somos enemigos mortales, nuestra guerra es sin cuartel y no tenemos nada que hablar" (p. 213).
Su paso por la novela es fugaz, pero intenso. No hace caso de los prudentes consejos que le dan, y esto lo llevará al desastre (pp. 303-304). Para los yagunzos se trataba de un símbolo que venía a dar cumplimiento a una profecía: Moreira César, montado en su caballo blanco, era uno de los cuatro jinetes que aparecen en el capítulo sexto del Apocalipsis (p. 287).
d) El periodista miope
Se trata de un extraño personaje, algo bohemio; de él se hace en la novela una admirable caricatura. No se menciona en ningún momento su nombre. Incluso se procura que en el relato permanezca innominado. Cuando la Baronesa pregunta: "y ese joven tan original ¿cómo se llama?", su pregunta queda sin respuesta alguna (p. 207). Sin embargo, es el único, junto con el Consejero, que está presente a lo largo de toda la novela: como redactor del periódico de oposición de Salvador, como corresponsal de prensa en la campaña de Moreira César, como refugiado forzoso en Canudos y —a su regreso a la capital bahiana— como historiador de todos aquellos sucesos.
La historia de Canudos le había afectado de tal manera que, a partir de ese momento, se sentía transformado en un hombre distinto. También había envejecido (p. 337). En esos meses de sufrimiento intenso —sufrimiento propio y ajeno— se ha ido redimiendo de un pasado vergonzoso (p. 250).
Había querido ser poeta y dramaturgo (p. 209), pero no había llegado a realizarlo. Sus lecturas abundantes y caóticas —que de nada le habían servido (p. 456)— le habían llevado a cometer muchos excesos. Tenía fama de audaz entre sus compañeros de bohemia, por ser un fumador de opio y un raro espécimen que iba siempre en busca de nuevas experiencias (pp. 349-350). Además, solía ser grosero (p. 211), impertinente (p. 450) y desaseado (p. 208).
Hablaba mal del periodismo y sentía desprecio por muchos de sus colegas (pp. 209, 362 y 394-395), aunque él mismo, por los vaivenes de la vida, había desembocado forzosamente en ese quehacer, en el cual se ponía de manifiesto tanto su indudable talento como, también, su total falta de escrúpulos (pp. 129-140).
Ya no era tan joven, puesto que se había iniciado veinte años antes (p. 450) en el periódico del Barón de Cañabrava, para pasarse luego al diario de la oposición. Por eso el Barón, estando en la hacienda Calumbí, comunica su decepcionante experiencia a Moreira César: "su vocación es la chismografía, la infidencia, la calumnia, el ataque artero. Era mi protegido y cuando se pasó al periódico de mi adversario se convirtió en el más vil de mis críticos. Cuídese, Coronel. Es peligroso" (p. 209). Pero esto resultaba un elogio a los oídos del periodista.
El dolor y las humillaciones que sufrió en Canudos lo habían llevado a un profundo cambio: "justamente cuando empezó a deshacerse el mundo y fue el apogeo del horror yo, aunque le parezca mentira, empecé a ser feliz" (pp. 471-472). Se había enamorado de Jurema (p. 485), y sólo entonces empezaba a conocerse: "gracias a Canudos, tengo un concepto muy pobre de mí mismo" (p. 401). Allí había comprobado su propia cobardía y la necesidad de contar con los demás; allí había visto la generosidad de Pajeú, que también deseaba casarse con Jurema.
e) Galileo Gall
Este no era su verdadero nombre. Era mas bien un seudónimo en el que se unían los nombres de científicos que él admiraba. Su auténtico nombre era demasiado conocido por la policía (p. 25).
A veces decía de sí mismo que era "un combatiente de la libertad" (p. 19). Su padre —nacido como él en Escocia— era discípulo de Franz Joseph Gall, fundador de la ciencia frenológica (p. 24). Galileo había aprendido muchas cosas de su padre, pero sobre todo este precepto simple: "la revolución libertará a la sociedad de sus flagelos y la ciencia al individuo de los suyos" (p. 25). Sin embargo, a los dieciséis años había decepcionado a su padre diciéndole que "la acción era más importante que la ciencia" (p. 223).
Huyendo de la persecución, había viajado por medio mundo, frecuentando los cenáculos libertarios y propagando las ideas de Bakunin. Dos veces había sido sentenciado a muerte y durante cinco años había permanecido en prisión. En una ocasión fue acusado de complicidad en el incendio de una iglesia (p. 25). En Barcelona había estudiado algunos años de medicina y practicado la frenología. Creía que el secreto de las personas estaba en los huesos de la cabeza: "tenía una fe loca en los cráneos, como indicadores del carácter" (pp. 432-433).
Su llegada al Brasil se debió a un naufragio del barco en que viajaba. En Salvador se enteró del fervor que movía a los yagunzos. Pensó que por fin la "Idea" había prendido en aquel lugar distante (p. 98). Añoraba ir a ese lugar: "Una ciudadela libertaria, sin dinero, sin amos, sin policías, sin curas, sin banqueros, sin hacendados, un mundo construido con la fe y la sangre de los pobres más pobres" (p. 221).
Colaboraba en un periódico revolucionario de Lyon, llamado "l'Etincelle de la révolte". "Aunque vagabundeaba por el país, volvía siempre a Salvador; hablaba con las gentes en las tabernas y en las plazas, explicando a interlocutores de paso que todas las virtudes son compatibles si la razón y no la fe es el eje de la vida, que no Dios, sino Satán —el primer rebelde— es el verdadero príncipe de la libertad" (p. 26). Parecía un embustero: "Nadie hubiera adivinado que se convertiría en un personaje trágico" (p. 434). Años atrás había hecho el propósito de vivir en castidad, para dedicarse más de lleno a la revolución (p. 996). Soñaba con una muerte heroica: dar la vida por algo que valiera la pena. No quería morir de enfermedad o vejez. Sin embargo, su vida termina de una manera absurda: apuñalado por un marido celoso —Rufino, en agravio del cual había cometido adulterio— y matando también él a su rival (p. 284).
En medio de su actitud orgullosa y de sus prejuicios materialistas, siente admiración por el modo de vida fraterno y desprendido de todo interés material que existe en Canudos, y desea ir allá y ayudarlos hasta el punto de exponer él mismo su vida.
2. Personajes de cierta importancia
A los cinco personajes cuyos rasgos han sido ya sintetizados, habría que añadir los siguientes:
I. Entre los discípulos del Consejero:
1) Antonio el Beatito. Es un hombre pequeño y delgado, con la voz aflautada y un fervor religioso muy afirmado desde la época de la niñez. Era hijo de un zapatero de Pombal (p. 20). A los cinco años quedó huérfano. Al cumplir los once años, hizo voto perpetuo de castidad (p. 21). "Desde que hizo la primera comunión fue monaguillo de Don Casimiro" (p. 22). Además, su religiosidad era tan grande como su bondad: servía de lazarillo al ciego Adelfo; recogía comida y ropa para el leproso Simeón. A los catorce años vio por primera vez al Consejero. Desde entonces lo siguió por todas partes. Tenía temperamento artístico. Pintaba imágenes y componía cánticos religiosos (p. 111). Muchas veces se le ve actuar con poco sentido común, movido de impulsos que le parecían inspiraciones divinas. Después de una vida muy sacrificada, llena de ayunos y otras penitencias, tiene un final desastroso, tal vez la peor de todas las muertes en la novela.
2) João Abade. Había sido criado por sus tíos Zé Faustino y Doña Angela. De niño le gustaba oír las historias de caballeros medievales, sobre todo la de Roberto el Diablo. Cuando el Alférez Geraldo Macedo dio muerte injusta a sus tíos, João cambió totalmente y se convirtió en uno de los más temibles bandidos del sertón. Lo llamaban João Satán. Muchos años después, al cambiar nuevamente de vida, el Consejero le pondrá el sobrenombre de João Abade. En todo momento demuestra tener unas cualidades excepcionales. El sentido práctico nunca lo abandona (p. 484). Tiene un talento extraordinario para la guerra y la guerrilla. Terminará casándose con una de sus antiguas víctimas, Catarina, "la mujer que parecía espíritu". Dirige la defensa de Canudos, donde actúa como "Comandante de la Calle". Como Roberto el Diablo (p. 71), se dice que obtuvo el perdón de Dios y subió al cielo.
3) Antonio Vilanova. Desde niño había tenido un talento grande para los negocios. Todos sus parientes en Assaré eran agricultores o vaqueros pero él mostró muy pronto su vocación de comerciante. Después de enriquecerse a costa de muchos y de andar de pueblo en pueblo, arruinándose varias veces y volviendo a ganar dinero, se convirtió en discípulo del Consejero (p. 82 y ss.). En todas sus correrías lo acompañaba siempre su hermano Honorio y las esposas de ambos —las Sardelinhas—, que eran sus primas por partida doble. La personalidad tan fuerte de Antonio opaca totalmente la de su hermano. En realidad, los cuatro integrantes de esta familia eran como una sola persona. En el libro se hacen muchos elogios do Antonio, de su capacidad organizativa, de su espíritu de trabajo, de su lealtad. No se sabe nada de lo que ocurrió con él después de la destrucción de Canudos. Sólo se sabe que iba de nuevo a recomenzar su vida, tal vez en el mundo de los negocios.
4) María Quadrado. Era una mujer muy extraña, algo desequilibrada. De muchacha había trabajado en el servicio doméstico, en casa de un notario: "había ahogado a su hijo recién nacido, metiéndole un ovillo de lana en la boca" (p. 399). El Emperador le conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. Fue conocida como "la filicida de Salvador". Cuando conoció al Consejero, ya llevaba años con fama de mujer penitente que hacía milagros. En Canudos era ella "la Madre de los Hombres" y la Superiora del Coro sagrado de beatas. Su instinto maternal se pone de manifiesto muchas veces, sobre todo con relación al León de Natuba. También protege al periodista miope, y en sus últimos momentos, salva a un niño recién nacido de ser comido por las ratas.
5) El padre Joaquim. Había tenido una vida disoluta, con fama de borracho y mujeriego. Años después recibió la influencia do Alejandrinha Correa, la "hacedora de lluvia". Ambos fueron convertidos por el Consejero. Siendo párroco de Cumbo, ejerce los oficios sacerdotales en Canudos. Fue siempre muy cobarde, sobre todo con el Cazabandidos (p. 70) —así llamaban al Capitán Geraldo Macedo— y con el Coronel Moreira César. Pero al final se hizo valiente. Luchó en Canudos, junto con sus hijos, dos "yagunzinhos" de doce y catorce años. Murió de bala en la barrera de San Eloy, después de haber contribuido a dar muertes piadosas.
ó) João Grande. Había sido esclavo de don Adalberto de Gumucio. Asesinó a la hermana de éste, la señorita Adelinha Isabel (p. 36). Huyó para evitar una terrible pena de muerte. Su encuentro con el Consejero lo hizo cambiar de vida. En Canudos, no se sentía digno de ser el jefe de la Guardia Católica, y es reconfortado con estas palabras: "Has sufrido mucho, estás sufriendo ahora. Por eso eres digno. El Padre ha dicho que el justo se lavará las manos en la sangre del pecador. Ahora eres un justo, João Grande" (p. 202). Era un negro, grandulón y tímido, que fue aprendiendo a opinar y a dar órdenes.
7) El León de Natuba. Era un ser medio hombre y medio animal. Su verdadero nombre era Felicio, pero todos lo conocían por el apodo de León, porque estaba cubierto de pelos y caminaba encorvado como arrastrándose a cuatro patas. Era inteligente y despierto: había aprendido misteriosamente a leer y escribir. Un buen día se enamoró de la bella hijita del hojalatero Zósimo, y le compuso una canción. Las gentes pensaron que la niña había sido hechizada y estuvieron a punto de quemar vivo al León (pp. 100 y ss). El Consejero, que pasaba por allí de casualidad, le salvó la vida y lo convirtió en discípulo suyo. En Canudos, era el sabio, el escriba que quería añadir un nuevo Evangelio a la Biblia (p. 456). Murió arrojándose al fuego mientras se encomendaba a "santa Almudia" (p. 516); ese era el nombre de la niña muerta, hija del hojalatero Zósimo.
8) Otros yagunzos. Entre los antiguos bandoleros que vivían en Canudos —como Pedrão, Venancio, Taramela, Macambira— destaca sobre todo Pajeú por su temible aspecto: "el más malvado de todo el sertón" (p. 98). Tenía el rostro aindiado, amarillento pálido, con una "cicatriz en lugar de nariz" (p. 473). Se enamoró de Jurema y quería convertirla en su esposa. Había también en la ciudadela algunos grupos que no se parecían a los demás yagunzos: como los negros de Kocambo, o los indios kariris de Mirandela — llevados allí por Antonio el Fogueteiro — o los de Rodelas (p. 485).
II. En el grupo que rodea al Barón:
1) La Baronesa Estela. Tenía fama de gran belleza y personalidad fuerte; sin embargo, actúa muchas veces con superficialidad. El autor insinúa, ocultamente, una relación poco normal con su mucama Sebastiana. Era tal el apegamiento que tenía a la hacienda Calumbí, que enloqueció totalmente cuando Pajeú le prendió fuego.
2) Adalberto de Gumucio. Era Presidente de la Asamblea Legislativa del Estado de Bahía, y uno de los hombres más influyentes dentro de los políticos conservadores; "había impuesto a familiares, empleados y esclavos la religión de los caballos" (p. 404). Empleaba los mismos sistemas para la selección racial de los caballos y para el mejoramiento constitutivo de los esclavos que tenía (p. 35). Es un hombre lleno de prejuicios raciales, sobre todo a partir del crimen cometido por su esclavo João Grande.
3) El Gobernador Luis Viana. Es un personaje oscuro, que acata siempre las decisiones del Barón; emplea la fuerza pública para proteger los intereses del propietario de Canudos y Calumbí. Al final, es puesto de lado para facilitar así el pacto con el partido de la oposición.
4) El Coronel Murau. Es un anciano agricultor, casi siempre malhumorado y pesimista. Intercambia puntos de vista con el Barón; y al final le cuenta a éste todo lo que vio en Canudos después de la destrucción total.
5) Lelis Piedades. Es uno de los personajes más vilipendiados en la novela. Se le llama "rábula" y "leguleyo" (pp. 54-55). Era el abogado del Barón y uno de los diputados del Partido Autonomista de Bahía. Fue él quien denunció ante el Juzgado la invasión de la hacienda Canudos, quien facilitó la entrevista de Galileo Gall con el capuchino fray João Evangelista de Monte Marciano, y quien — después de la destrucción de Canudos — repartió por el país, a nombre del "Comité Patriótico", a las mujeres y a los niños sobrevivientes. Se dice que esto fue una ficción, puesto que no hubo sobrevivientes (cfr. p. 566).
III. Dentro del Ejército:
1) Artur Oscar. Es el General que comanda la última expedición militar contra Canudos. Además de lo que se dice sobre él en el resumen de la novela habría que añadir algún otro rasgo de su carácter: tenía una loca afición por los fuegos artificiales. Queda admirado ante los que Antonio el Fogueteiro organiza en Canudos, y encuentra también algún pretexto para una celebración muy vistosa dentro del campamento militar.
2) Geraldo Macedo. Lo llamaban el "Cazabandidos" por la obsesión que lo había dominado toda su vida. Esta manía lo llevó a ser muy injusto en el pueblo de Custodias cuando era sólo un joven Alférez lleno de ferocidad (p. 66). Era ya Capitán cuando se enfrentó con la banda de João Satán, en Tepidó (p. 71). Al final de la novela tiene ya el grado de Coronel, y envía a su gente a buscar entre las ruinas de Canudos el cadáver del "Comandante de la Calle", que había sido, desde años atrás, el principal objeto de su persecución.
5) Pires Ferreira. Era el Teniente que guió la primera expedición contra Canudos. Parece que la mala suerte lo acompañaba siempre. Llega a obsesionarse con las moscas de los sertones: "Eran las únicas moscas del mundo que no se movían cuando la mano revoloteaba a milímetros de ellas, queriendo ahuyentarlas" (p. 355). En la última campaña militar, pierde las dos manos en una explosión y queda ciego, con las heridas llenas de moscas (pp. 463, 429). Le pide a su mejor amigo que lo remate. No se sabe por qué este último lo llama siempre por otro nombre: "Manuel da Silva" (pp. 427 y 429). Lo mismo hace el General Oscar.
4) Teotónio Leal Cavalcanti. Era éste el mejor amigo del Teniente Pires Ferreira. Después de pegarle un tiro en la sien, se siente obsesionado por haberlo hecho. Siendo estudiante de medicina en São Paulo, se había enrolado en el Ejército creyendo cumplir así con un deber patriótico. Sus reflexiones van mostrando el terrible estado físico y moral que existía en el campamento militar y sobre todo en el Hospital de Sangre. Esta experiencia le hace sentir "una sensación curiosa, indefinible, algo que, si no es la fe, es nostalgia de fe" (p. 428).
5) Febronio de Brito. Había alcanzado con cierto prestigio el grado de Mayor. Cuando fue derrotado en la segunda expedición militar contra Canudos, sus amigos creían que se había vendido a los partidarios de la intervención federal (p. 164). Sufre una tremenda humillación de parte del Coronel Moreira César. Como consecuencia de todo esto, "se ha vuelto un ser amargo y huraño" (p. 214). No se sabe si murió, pero se deja suponer, en el relato, que le ocurrió lo mismo que a Moreira César (p. 557).
6) Otros militares. Los nombres que aparecen dentro del Ejército son incontables. Sólo vale la pena añadir la figura del sanguinario Alférez Maranhão, que ya ha sido mencionado en el resumen del libro. Parece ser que no dejó un solo sobreviviente, después del altercado que tuvo con el Coronel Geraldo Macedo (pp. 529 — 531).
3. Otros personajes
1) Epaminondas Gonçalves. Es tal vez el personaje más denigrado. Era jefe de los republicanos progresistas, que durante muchos años habían tratado de contrarrestar la influencia que tenía el Barón de Cañabrava en el Estado de Bahía. Para lograr este fin recurría a los medios más innobles: la mentira, el asesinato, la intriga. Uno de sus esbirros se llamaba Caifás, el cual actuaba tan hipócritamente como su jefe. En la novela se le representa como un liberal burgués y jacobino. En un pasaje del libro se le da el título de "coronel" (p. 117). Cuando el Barón se retira de la política —a raíz de la derrota de Floreira César—, Epaminondas acepta las condiciones del "pacto" a cambio de ser el nuevo Gobernador del Estado. Su personalidad se podría resumir en pocas palabras: "Un ávido de poder" (cfr. p. 81).
2) Rufino. Había sido un servidor fiel y sumiso del Barón. Lo casaron con Jurema, la muchacha que servía a la Baronesa. Se comporta desconfiadamente, sobre todo con un forastero como Galileo Gall, que lo quiere alquilar como pistero en su viaje a Canudos. Por eso cambia de opinión, traicionando así el compromiso adquirido (pp. 95 — 96). Se muestra indiferente ante la lucha que sostienen los yagunzos. Su sentido del honor le lleva a perseguir implacablemente al escocés que ha deshonrado su hogar, su humilde choza. Tiene comportamientos contradictorios en lo que se refiere al tema religioso (pp. 204 y 206).
5) Jurema. Según el Barón de Cañabrava, era una perrita chusca del sertón; sin embargo, se ganaba el afecto de muchas gentes. Cuando Galileo Gall abusa de ella, se siente obligada a huir de la futura venganza de Rufino, su marido. Huye con el escocés y cuida abnegadamente sus heridas. Nunca se llega a adivinar lo que piensa: su cara bruñida, alargada, apacible, era "tan inescrutable como la de un indostano o un chino", según la opinión de Galileo Gall (p. 97). En Canudos, ella es motivo de la rivalidad entre Pajeú y el periodista miope. Allí pierde la vergüenza y el sentido del pecado (p. 487).
4) El Enano. Este hombre diminuto había sido integrante del Circo del Gitano. Por pura coincidencia, su vida se relaciona definitivamente con las vidas del periodista miope y de Jurema. En Canudos, espera que por un milagro el Consejero lo haga crecer (p. 224). Era un gran contador de historias referentes a caballeros andantes. Será uno de los tres personajes que acompañen a los Vilanova en la huida. Finalmente se establece en Salvador, en el hogar que forman el periodista miope y Jurema. Está tuberculoso, y tratan de salvarle la vida (p. 538).
5) Otros personajes. Los demás personajes son de mucha menor importancia. Entre los representantes de la Iglesia, no destaca ni siquiera fray João Evangelista. Mucho menos todavía el padre Moraes (p. 23) o el Capellán del Ejército, padre Lizzardo (p. 494). Tampoco pertenecen a ningún grupo que tenga que ver con el argumento de la novela los integrantes del circo, como el Idiota o la mujer Barbuda (pp. 219 y 223). Esta última llama la atención por su especial apegamiento a "persona, animal y cosa" — como en el estudio escolar de los nombres sustantivos—, que eran: el Idiota, la cobra y la carreta del circo (p. 223).
III. VALORACIÓN TÉCNICO-LITERARIA
1. Título del libro
El título escogido por el autor para este relato parece muy acertado. Se trata efectivamente de la guerra del fin del mundo, puesto que los yagunzos han escuchado al Consejero referirse repetidas veces a la proximidad del fin de los tiempos. Ellos creen ver en esas batallas el cumplimiento de ciertas profecías anunciadas en el Apocalipsis. Han tenido lugar el hambre y la peste en esas últimas décadas del siglo XIX. La rivalidad con el Ejército de la República les ha llevado a considerar a esos soldados como instrumentos diabólicos. El Anticristo se hallaba ya sobre la tierra.
Por otro lado, está el hecho geográfico de las distancias. El lugar donde se habían refugiado los discípulos del Consejero resultaba muy apartado y con grandes dificultades de viaje, no sólo para Río de Janeiro, sino también para la misma capital del Estado de Bahía. Era como ir a guerrear hasta los confines de la tierra, allí donde los yagunzos se habían retirado esperando precisamente encontrar la paz.
El libro está dedicado a Euclides da Cunha en el otro mundo; y, en este mundo, a Nélida Piñón. El autor había llegado a conocer el tema de este relato a través de "Os sertões" de Euclides da Cunha.
2. Algunos rasgos del estilo
Hay indudables méritos en la superposición de distintos planos que se entrecruzan, confluyen unos con otros, se van acercando cada vez más y se funden violentamente en una única narración de hechos sangrientos, en violentos choques de bandos contrarios. Esta manera de contar los sucesos se da sobre todo en el relato de la cuarta expedición militar, la más larga de todas.
La narración vista desde distintos ángulos es otra característica del enfoque que adopta este libro. Hay también cambios de tercera a primera persona, con el fin de evitar la monotonía y dar una mayor viveza a lo narrado. A lo largo del libro se nota un amplio dominio de la descripción. Muy frecuentemente el autor se detiene a considerar un pequeño detalle que podría parecer fuera de lugar, pero que contribuye a dar colorido a la escena.
Se trata en muchos casos de un rasgo físico o de un gesto, o de una ambientación del paisaje. Predomina siempre el realismo.
Otro rasgo del estilo es el recurso a situaciones paralelas: la enfermedad y la muerte lenta del Consejero guarda relación con el desmoronamiento de las defensas que protegen el poblado de Canudos: poco a poco se van extinguiendo las esperanzas de ambos. Mientras tanto, en un lugar alejado de los sucesos, el optimismo tan constante del Barón se va derrumbando: primero pierde una valiosa parte de sus bienes; sufre luego con la locura irremediable de su esposa; queda destituido de su influyente poder político y, finalmente, la curiosidad morbosa (p. 340) le lleva a una sensación indescriptible de angustia (p. 500). La situación del periodista miope va evolucionando justo al contrario: al final encuentra la felicidad.
3. División en partes
El libro tiene cuatro partes. Cada una de ellas va precedida de un número escrito con letras. Esas partes se subdividen en capítulos, designados por números romanos. Los acontecimientos contenidos en cada una de las partes son los siguientes: UNO, termina con la derrota del Mayor Febronio de Brito, y comprende siete capítulos; DOS, se refiere solamente a los preparativos para la llegada a Bahía del Coronel Moreira César, que supone la intervención del gobierno federal, y tiene siete capítulos; TRES, abarca todos los acontecimientos hasta la derrota de Moreira César, en siete capítulos; CUATRO, narra todo lo sucedido hasta la total destrucción de Canudos, incluyendo el lento avance de los ejércitos, y se subdivide en seis capítulos.
Dentro de cada capítulo se dan también cambios de escena, señalados por un breve espacio en blanco y por la palabra inicial, escrita toda ella en mayúsculas. Con este sistema se lleva al lector de un lugar a otro: de la mansión del Barón hasta una modesta función de circo en medio del campo, o desde Canudas al campamento del Ejército, por mencionar algunos ejemplos.
4. Algunas figuras literarias
Como muestra de un lenguaje más poético, se pueden citar algunas frases entresacadas de distintas partes del libro: "Es el atardecer; más allá de la balaustrada de madera, hay una fila de palmeras reales, un palomar, unos corrales. El sol, una bola rojiza, incendia el horizonte" (p. 80). "Era ya tarde, por las sombras en sesgo y lo amortiguada que caía la luz" (p. 319). "Pese a ser temprano, hacía calor. A lo lejos, por sobre los crotos y el ramaje de los mangos, los ficus, las guayabas y las pitangas de la huerta, el sol blanqueaba el mar como una lámina de acero" (p. 337). "Estaban sentados frente a frente, en los sillones de cuero, separados por una mesita con una jarra de refresco de papaya y plátano. La mañana transcurría de prisa, la luz que alanceaba la puerta era ya la del mediodía. voces de pregoneros ofreciendo viandas, loros, rezos, servicios, sobrevolaban las tapias" (p. 361). "Desde que supo la noticia del asalto no ha hecho otra cosa que andar y correr. Hace un rato, cruzando la laguna de Cipó, las piernas le flaquearon y el corazón le latía con tanta furia que temió caer desvanecido. Y ahí está ahora, corriendo sobre ese terreno pedregoso, de subidas y bajadas, en ese final de la noche que las bombardas fulminantes de la tropa iluminan y atruenan" (p. 438).
IV. VALORACIÓN DOCTRINAL
La novela se nos presenta como una descripción literaria de las consecuencias — ¿el fin del mundo? — de un enfrentamiento entre actitudes, personas e ideas fanáticas. Fanatismo tanto en el terreno religioso (el Consejero y sus secuaces) como en el social y político (masones y jacobinos; militares y revolucionarios).
Vargas Llosa lleva el desarrollo de los actos consecuentes con un supuesto ideal — bueno o malo — hasta los extremos posibles. Su denuncia del fanatismo no perdona a nadie, por su mismo carácter de irracional. Sólo se salvan los escépticos (el Barón de Cañabrava: cfr. pp. 237-288) o quienes carecen —por el motivo que sea— de firmes convicciones (el periodista miope: cfr. p. 398): los únicos capaces de razonar sin dejarse cegar por un ideal.
Ciertamente el fanatismo es en sí mismo un error, en cuanto que ciega la inteligencia, poniendo una idea, un deseo, por encima del hombre mismo, y en contra del hombre. Desde este punto de vista La guerra del fin del mundo es una crítica sutil y acertada de un error.
Es difícil saber distinguir entre la tolerancia y la indiferencia, entre el escepticismo y la verdad. En la novela no se tratan estos temas en concreto, pero es el tema de fondo de la misma. Vargas Llosa no hace una exposición filosófica, ni enfrenta las dos posturas. Simplemente muestra todos los errores y los horrores a los que puede llevar la intolerancia en todos sus aspectos.
Por esta razón, los personajes de la novela pueden ser perfectamente clasificados en fanáticos y no fanáticos. La ignorancia, tanto religiosa como política, es la causa de ese fanatismo irracional, mientras que — por el contrario — los personajes cultos no son fanáticos: parece imposible que puedan serlo.
Por último, interesa resaltar que, en su denuncia del fanatismo y como una muestra de las aberraciones a las que puede llevar el mismo, el autor describe diversas escenas de violencia sexual, motivada por venganza o por pasiones cegadoras. Vargas Llosa condena tales actos de barbarie no por su inmoralidad, sino por su carácter irracional. Por este motivo, distingue entre la brutalidad instintiva de los soldados y los maleantes (pp. 38, 49-50, 100, 106, 123-12, 180, 218-213, 358) y el refinado erotismo de los recuerdos de Galileo Gall (pp. 106-107) y el padre Joaquim (pp. 118-123), o la inmoralidad del Barón de Cañabrava en su vida pasada (pp. 502-507).
N.N.
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