San Manuel Bueno, mártir
I. ARGUMENTO DE LA NOVELA
En este breve relato, que
ocupa sólo treinta y cinco páginas[1],
se recogen unas notas que, a modo de confesión, redacta Angela
Carballino: Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece
esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice,
promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o
mejor San Manuel Bueno, que fue en ésta párroco, quiero dejar aquí consignado,
a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que
sé y recuerdo... (p. 25).
Sólo al final del relato deja
de hablar en primera persona Angela para tomar la palabra el propio
Miguel de Unamuno, quien dice haber recibido ese documento: únicamente ha
retocado detalles de redacción y ha añadido algunas consideraciones sobre su
contenido.
Al principio del relato,
Angela se presenta como hija espiritual de aquel varón matriarcal que llenó
toda la más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual,
el padre de mi espíritu, del mío, el de Angela Carballino (p. 25).
Angela dice tener más de
cincuenta años al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna,
cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos (p. 58).
El relato de tales recuerdos
arranca de su niñez: De Don Manuel me acuerdo como si fuese cosa de
ayer, siendo yo una niña, a mis diez años, antes de que me llevaran al colegio
de Religiosas de la ciudad catedralicia de Renada. Tendría él, nuestro santo,
entonces unos treinta y siete años (pp. 25‑26). Era alto, delgado,
erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y
había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago (p. 26). Su
maravilla era la voz, una voz divina, que hacia llorar (p. 29).
De él decíase que había
entrado en el Seminario para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de
su hermana viuda, de servirles de padre; que en el Seminario se había
distinguido por su agudeza mental y su talento y que había rechazado ofertas de
brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de
Lucerna, de su aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se
mira en él (p. 27).
Pasados cinco años en el
colegio, Angela vuelve a Valverde de Lucerna. Don Manuel lo es todo en el
pueblo. Su activismo humanitario es constante: ¡Y cómo quería a los suyos!
Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres a hijos
indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los
amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir (p. 27).
Angela cuenta también, entre
sus recuerdos, la honda impresión que causaba en el pueblo el modo de oficiar
en Misa mayor el párroco. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba
aquello de: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, pasaba por el
pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de
cierzo de hostigo. Y era como si oyeran a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como
si la voz brotara de aquel crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres
habían depositado sus congojas. Como que una vez, al oirlo su madre, la de Don
Manuel, no pudo contenerse, y desde el suelo del templo, en que se sentaba,
gritó: “¡Hijo mío!”. Y fue un chaparrón de lágrimas entre todos. Creeríase que
el grito maternal había brotado de la boca entreabierta de aquella Dolorosa —el
corazón traspasado por siete espadas— que había en una de las capillas del
templo (p. 29).
El drama interior de don
Manuel empieza a sospecharlo el lector cuando Angela cuenta el rezo del Credo
en la iglesia por todo el pueblo: Y no era un coro, sino una sola voz, una
voz simple y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya
cumbre, perdida a las veces en las nubes, era Don Manuel. Y al llegar a lo de
''creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable", la voz de Don
Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se
callaba (p. 30).
El comportamiento de don
Manuel respondía a un secreto que años más tarde descubrió la propia
Angela. Don Manuel había perdido la fe teologal y la había sustituido por un
titánico empeño en que la conservaran sus feligreses, haciendo de esa violencia
íntima un modo de vivir trágico en el que se refleja el propio Unamuno.
Su vida era activa y no
contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer (p.
31). Los ejemplos que recuerda Angela son de un activismo constante: Y
es que huía de la ociosidad y de la soledad (p. 32). La preocupación por el
bienestar y el contento de su gente es el móvil de su peculiar modo de llenar
la parroquia. No quería que el pueblo sencillo conociera la angustia de pensar
que no hay nada tras la muerte. Lo primero —decía—, es que el pueblo esté
contento, que estén contentos de vivir (p. 33).
Está claro en todo el relato
que don Manuel nunca rezaba. Hay en el personaje una huida de su propia
interioridad: Con aquella su constante actividad, con aquel mezclarse en las
tareas y las diversiones de todos, parecía querer huir de su soledad. “Le temo
a la soledad", repetía (p. 34). Poco antes explica algo que
puede ser la clave de su conflicto: Yo no debo vivir solo; yo no debo morir
solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi
alma si no salvo la de mi pueblo? (p. 34).
Angela cuenta cómo una vez
pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros. El jefe de ellos hacía de
payaso; durante la representación ante el pueblo, su mujer gravemente enferma
tuvo que retirarse de la función. Mientras el payaso hacía reír a los niños,
vio con congoja el sufrimiento de su mujer, que se murió en el rincón de
una cuadra, acompañada por don Manuel (nunca se dice que el sacerdote absuelva
a los moribundos). El clásico drama del payaso que ríe por fuera mientras
esconde en su interior la tragedia, es un paradigma de la doble vida de don
Manuel: El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar y comprendí que no
sólo lo haces por dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los de
los otros... (p. 33). Angela Carballino, espectadora o testigo de todo lo
que se narra en la novela, apostilla: Y más tarde, recordando aquel solemne
rato, he comprendido que la alegría imperturbable de don Manuel era la forma
temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad
recataba a los ojos y a los oídos de los demás (p. 34).
Angela refiere su primera
confesión, a la vuelta del colegio de religiosas de Renada, con don Manuel.
Varias veces se describe un diálogo de confesionario, en el que más que
confesión hay confidencias mutuas, trasvase reciproco de intimidades del alma;
y mucha proyección personal, sin ningún contenido sobrenatural ni sacramental.
Los sentimientos de Angela responden a una constante unamuniana en su
concepción de la mujer como siempre maternal: Salí de aquella mi primera
confesión con el santo hombre profundamente consolada. Y aquel mi temor
primero, aquel más que respeto miedo, con que me acerqué a él, trocóse en una
lástima profunda. (...) Y volví a confesarme con él para consolarle (p. 36).
En estas comunicaciones espirituales,
Angela manifiesta a don Manuel algunas dudas de fe que le acometen. El
sacerdote contesta siempre con evasivas o con afirmaciones ambiguas:
—¿Es que hay infierno, Don
Manuel?
Y él, sin inmutarse:
—¿Para ti, hija? No.
—¿Para los otros, lo hay?
—¿Y a ti que te importa, si no
has de ir a él?
—Me importa por los otros. ¿Lo
hay?
—Cree en el cielo, en el cielo
que vemos. Míralo —y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el
lago.
—Pero hay que creer en el
infierno, como en el cielo —le repliqué.
—Si, hay que creer en todo lo
que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, ¡y
basta!
Leí no sé qué honda tristeza
en sus ojos azules como las aguas del lago (p. 37).
Cuando Angela tiene
veinticuatro años, vuelve de América su hermano Lázaro (nombre también
simbólico, que recuerda al Lázaro del Evangelio). Llega lleno de la
beligerancia progresista típica de los indianos de la época
(aldeanos que volvían “ilustrados” de la emigración a América): Empezó a
repetir a borbotón, sin descanso, todos los viejos lugares comunes
anticlericales y hasta antirreligiosos y progresistas que había traído
renovados del Nuevo Mundo.
—En esta España de calzonazos
—decía—, los curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres... ¡y
luego el campo!, ¡el campo!, este campo feudal...
Para él feudal era un término
pavoroso; feudal y medieval eran los dos calificativos que prodigaba
cuando quería condenar algo (p. 38).
Sin embargo, sus ideas, sus
“conocimientos” no hacen mella en los aldeanos: Le desconcertaba el ningún
efecto que sobre nosotros hacían sus diatribas y el casi ningún efecto que
hacían en el pueblo, donde se le oía con respetuosa indiferencia: “A estos patanes
no hay quien les convenza" (p. 38).
Lázaro ha roto con la
religión, y al principio no pisa la iglesia, pero luego comienza a sentir
curiosidad por conocer mejor a don Manuel, a quien admira como cura distinto
que no es como los otros (p. 39).
Llega el momento en que la
madre de Angela y Lázaro va a morir. Con la ficción disimulada que le es
habitual, Don Manuel la prepara para “bien morir”:
—Usted no se
va —le decía Don Manuel—, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su
alma también aquí, en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque éstos ni
la vean ni la oigan.
—Pero yo, padre —dijo—,
voy a Dios.
—Dios, hija mía, está
aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos
nosotros en Él, y a Él en nosotros.
—Dios se lo pague —le
dije.
—El contento con que tu madre
se muere —me dijo— será su eterna vida (p. 40).
En esa misma escena, don
Manuel hace que Lázaro, incrédulo, prometa a su madre moribunda que rezará por
ella.
La muerte de la madre de
Angela inicia una relación más frecuente entre don Manuel y Lázaro. El párroco
se dedica a hacer un peculiar proselitismo con el descreído. El resultado, que
alegra a todo el pueblo, ajeno al secreto que une a ambos personajes, es que
Lázaro acaba por ir a misa siempre, y que un día comulga (más adelante Angela
descubrirá a qué nueva manera de ver la religión fue conducido Lázaro por don
Manuel).
La descripción de la comunión
de Lázaro es patética y llena de referencias al Evangelio, pero con un sentido
distinto: Y llegó el día de su comunión, ante el pueblo todo, con el
pueblo todo. Cuando llegó la vez a mi hermano, pude ver que Don Manuel, tan
blanco como la nieve de enero en la montaña y temblando como tiembla el lago
cuando le hostiga el cierzo, se le acercó con la sagrada forma en la mano, y de
tal modo le temblaba ésta al arrimarla a la boca de Lázaro que se le cayó la
forma al tiempo que le daba un vahído. Y fue mi hermano mismo quien recogió la
hostia y se la llevó a la boca. Y el pueblo al ver llorar a Don Manuel, lloró
diciendo: “¡Cómo le quiere!”. Y entonces, pues era de madrugada, cantó un
gallo.
Cuando Lázaro llega a casa,
Angela le manifiesta su alegría por la conversión. Lázaro entonces declara a
Angela toda la verdad. El ha adoptado la misma posición íntima que don Manuel y
su misma actitud cara al pueblo. Cuenta Angela en su memoria: Entonces
serena y tranquilamente, a media voz me contó una historia que me sumergió en
un lago de tristeza. Cómo Don Manuel le había venido trabajando, sobre todo en
aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense, para que no
escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida
religiosa del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase
sus ideas al respecto, mas sin intentar siquiera catequizarle de otra manera.
—Pero, ¿es eso posible?
—exclamé consternada.
—¡Y tan posible, hermana, y
tan posible! Y cuando yo le decía: “¿Pero es usted, usted, el sacerdote, el que
me aconseja que finja?”, él, balbuciente: “¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no es
fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo”. Y como yo,
mirándole a los ojos, le dijese: “¿Y usted celebrando misa ha acabado por
creer?”, él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y así
es como le arranqué su secreto (p. 42).
En su confidencia, Lázaro da a
conocer a Angela el mundo interior de don Manuel. Una carencia de esperanza
trascendente que no debe ser comunicada al pueblo: Y no me olvidaré
jamás del día en que diciéndole yo: “Pero, Don Manuel, la verdad, la verdad
ante todo”, él, temblando, me susurró al oído —y eso que estábamos solos en
medio del campo—: “¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo
intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella”. “Y por
qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?'', le dije (p. 43).
Esta especie de gnosis negativa,
propia de los más inteligentes, debe quedar aislada. La masa es mirada con
compasión, pero, en el fondo, con desprecio:
—Y él, el pueblo —dije— ¿cree
de veras?
—¡Qué
sé yo. . . ! cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es
no despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera
torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!.
El hecho de la fe en la vida
eterna aparece como una ensoñación, como algo irreal por tanto, en varios
pasajes del texto. Pero no sólo la fe es sueño o ensoñación; también lo
sería la vida física. En ese punto, Unamuno engarza con el Calderón de La
vida es sueño, al cual cita de modo expreso y a quien menciona
encomiásticamente como doctor. Adviértase en las citas siguientes el fundamento
para los anteriores juicios: moribundo, don Manuel se despide hasta nunca
más ver, pues se acaba este sueño de la vida... (p. 51).
Sí, al fin se cura el sueño. .
., al fin se cura la vida. . ., al fin se acaba la cruz del nacimiento... Y
como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aún en sueños se
pierde... (p. 51)[2].
Lázaro y, de un modo más
ingenuo, Angela dan proporciones de grandiosidad a la actitud de don Manuel: Entonces
—prosiguió mi hermano— comprendí sus móviles, y con esto
comprendí su santidad; porque es un santo, hermana, todo un santo (p. 43).
El siguiente encuentro entre
Angela y don Manuel tiene lugar en el confesionario. Angela todavía tiene fe y
decide interrogar seriamente al párroco:
—Pero usted, padre, ¿cree
usted?
Vaciló un momento y
reponiéndose me dijo:
—¡Creo!
—¿Pero en qué, padre, en
qué? ¿Cree usted en la otra vida? ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en
otro mundo venidero? ¿cree en la otra vida?
El pobre santo sollozaba.
—¡Mira, hija, dejemos eso! (p.
45).
Angela, que quizá nunca perdió
la fe, sabe que Don Manuel no cree: Y ahora, al escribir esta
memoria, me digo: ¿por qué no me engañó? ¿por qué no me engañó entonces como
engañaba a los demás? ¿por qué se acongojó? ¿porque no podía engañarse a sí
mismo, o porque no podía engañarme? Y quiero creer que se acongojaba porque no
podía engañarse para engañarme (p. 45).
Don Manuel le pide a Angela
que le absuelva en nombre del pueblo. Y Angela, con una
psicología femenina típica unamuniana: Me sentí como penetrada de un
misterioso sacerdocio y le dije:
—En el nombre del Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.
Y salimos de la iglesia, y al
salir se me estremecían las entrañas maternales (p.
46).
Lázaro, puesto ya del todo
al servicio de la obra de Don Manuel, era su más asiduo colaborador y compañero
(p. 46). Lázaro es el único a quien don Manuel cuenta su verdad y le lleva
a adoptar su misma postura, como colaborador “laico”: Les anudaba, además,
el común secreto. Le acompañaba en sus visitas a los enfermos, a las escuelas,
y ponía su dinero a disposición del santo varón. Y poco faltó para que no
aprendiera a ayudarle a misa. E iba entrando cada vez más en el alma insondable
de don Manuel (p. 46).
Don Manuel confía cada vez más
sus íntimas inquietudes a Lázaro. Junto al lago, el párroco le confiesa su
atracción hacia el suicidio, sugerido por la quietud de las aguas: ¡Mi vida,
Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que
es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros! (p. 46).
El altruismo humanitario con
que el párroco descreído intenta ahogar su desesperación interior, no le lleva,
sin embargo, al activismo político o sindical. Cuando Lázaro le propone la
fundación de un sindicato católico, don Manuel rechaza de plano esa línea de
actuación. La única misión de la religión es la de que los hombres se
consuelen de haber nacido:
Si, ya sé que uno de esos
caudillos de la que llaman revolución social ha dicho que la religión es el
opio del pueblo. Opio,... opio... opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que
sueñe. Yo mismo con esta mi loca actividad me estoy administrando opio. Y no
logro dormir bien y menos soñar bien...
¡Esta terrible pesadilla! Y yo
también puedo decir con el Divino Maestro: “Mi alma está triste hasta la
muerte” (p. 49).
Don Manuel —o mejor, la santidad
imaginada por Unamuno— tiene un secreto aún más profundo, quizá la clave de
su peculiar gnosis. De forma cauta deja entrever el pobre párroco,
magnificando su propia vaciedad, que hay una especie de Iglesia de los muertos
(reverso de la verdadera Iglesia de la vida eterna), cuya cabeza sería el
propio Jesucristo, con quien él —don Manuel— piensa coincidir en una conciencia
atea desesperada por dentro y vertida hacia afuera en sentimentalismo: consolar
al pobre pueblo de la tragedia de la nada.
Cuando se acerca la hora de su
muerte, cuenta Angela años después: ¡Y la última comunión general que
repartió nuestro santo! Cuando llegó a dársela a mi hermano, esta vez con mano
segura, después del litúrgico: “... in vitam aeternam”, se le inclinó al oído y
le dijo: “No hay más vida eterna que ésta... que la sueñen eterna... eterna de
unos pocos años”. Y cuando me la dio a mí me dijo: “Reza, hija mía, reza por
nosotros”. Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el
más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo:
''... y reza también por
Nuestro Señor Jesucristo... " (p. 50).
Cuando más tarde Angela le
pide aclaración a tal demanda, don Manuel rehuye explicar nada:
—Ayer, al darme de
comulgar, me pidió que rezara por todos nosotros y hasta por...
—Bien, cállalo y sigue (p.
51).
Don Manuel hace un símil entre
su silencio en el Credo popular cuando llega a la vida eterna, y la
muerte de Moisés antes de entrar en la tierra prometida, a la que entraría el
pueblo elegido, sin su caudillo. Hace una exégesis atea del miedo de la
criatura a ver a Dios cara a cara que aparece en pasajes de la Biblia (p. ej.: Ex
30,6; Is 6,4), como si ver a Dios fuera comprobar que es un sueño y,
por tanto, llevase a la muerte.
Con esta interpretación se
incluye en esa cadena de hombres agnósticos que habrían fundado la
religión, incluido Moisés. Con ello, Don Manuel da un sentido grandioso,
pseudomosaico y pseudocristiano a su propia muerte inminente: Como Moisés,
he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice
la Escritura que el que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los
ojos de la cara con que nos mira se muere sin remedio y para siempre. Que no le
vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de
muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada... (p. 52).
Don Manuel muere de forma
solemne, en la iglesia, ante todo el pueblo lloroso, bendiciéndole con el
crucifijo, dándole consejos bondadosos: Vivid en paz y contentos y esperando
que todos nos veamos un día, en la Valverde de Lucerna que hay allí, entre las
estrellas de la noche, que se reflejan en el lago, sobre la montaña (p.
53).
Lázaro se encargó de continuar
la tradición del santo: El me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un
resucitado... El me dio la fe (p. 54). Lázaro se encarga de
aconsejar al nuevo párroco de Valverde de Lucerna, que llega abrumado por la
fama de santidad de don Manuel: Poca teología, ¿eh?, poca teología;
religión, religión (p. 55).
Cuando Angela acaba de
redactar estas notas, hace unas reflexiones finales por las que podría
deducirse que conserva la fe, aunque con una deformación muy profunda. Angela
hace una interpretación piadosa y bien pensante de lo que le sucedió a don
Manuel y a Lázaro: Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión
íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que Don Manuel Bueno, que
mi San Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer, pero sin
creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada (p. 57). Y
es que creía y creo que Dios nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no
escrudiñaderos designios les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el
acabamiento de su tránsito se les cayó la venda. ¿Y yo creo? (p. 58).
Entre la incredulidad de don
Manuel y la de su hermano Lázaro, se le insinúan dudas de fe y zozobras
interiores. No sigue a éstos en su ateísmo resuelto paradójicamente, pero está
sumida en un mar de dudas. ¿Es que sé algo?, ¿es que creo algo? ¿Es que esto
que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y como lo cuento? ¿Es que
todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño? ¿Seré yo, Angela
Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve acometida
de estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y éstos, los otros, los que me
rodean, creen? ¿Qué es eso de creer? (p. 58).
Es aquí donde Miguel de
Unamuno toma este escrito: ¿Cómo vino a parar a mis manos este documento,
esta memoria de Angela Carballino? He aquí algo, lector, algo que debo guardar
en secreto. Te la doy tal y como a mí ha llegado, sin más que corregir pocas,
muy pocas particularidades de redacción (p. 59).
También Unamuno quiere salir
al paso de quien se atreve a condenar a don Manuel y termina, mencionando a las
santas almas sencillas asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que
en ellos, en los lagos y en las montañas (¿otros Don Manuel?) fuera de
la historia, en divina novela, se cobijaron (p. 60).
II. VALORACIÓN LITERARIA
El relato se compone de
veinticuatro secuencias, de extensión muy desigual dentro de su brevedad, sin
numerar.
A. ESTRUCTURA INTERNA DEL
RELATO
En el desarrollo del relato se
pueden señalar varios episodios, compuestos por algunas secuencias que
guardan una cierta unidad de contenido
1) Introducción (secuencias
1‑9): caracterización del personaje y planteamiento de su
“contradicción”.
2) El drama interior de Don
Manuel (secuencias 10‑19): se manifiesta en profundidad el
“sentimiento trágico” de don Manuel, y se dibuja la figura del “hombre
trágico”.
3) Muerte de Don Manuel y
Lázaro en la incredulidad (secuencias 20‑21): donde se muestra que la
“contradicción” entre razón y sentimiento no es circunstancial, sino que perdura
hasta la misma muerte. La contradicción es irresoluble.
4) La íntima congoja de
Angela (secuencias 22 y 22): la incertidumbre ante el hecho irreversible de
la muerte y la falta de fe en el más allá.
Como se puede apreciar,
Unamuno “utiliza” la anécdota —no afirmamos que ésta sea su exclusiva
intención— para transmitir “vivencialmente” su concepción trágicamente desolada
de la vida humana. Incluso, se puede decir que lo hace “con método”.
B. LAS DESCRIPCIONES
La presentación de rasgos
humanos, acciones, paisajes se hace de un modo escueto, esquemático y
esencialmente alusivo. Se acomoda a la estética del escritor,
manifestada en el Prólogo, donde Unamuno, pasando revista a las críticas que se
le habían hecho, dice: Luego hacía Marañón unas brevísimas consideraciones
sobre la desnudez de la parte puramente material en mis relatos. Y es que creo
que dando el espíritu de la carne, del hueso, de la roca, del agua, de la nube,
de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector
que la revista de su fantasía (p. 10).
Y ahora, tratando de narrar la
oscura y dolorosa congoja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y al
espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hueso espirituales, ¿iba a
entretenerme en la tan hacedera tarea de describir revestimientos pasajeros y
de puro viso? (p. 12).
Es una descripción que se
aparta de la minuciosidad de la técnica realista, en el género novelístico, y
se acerca en cierto modo —en lo relativo al procedimiento formal— al texto
dramático escrito. La descripción es sobre todo “nominal” y mínimamente
adjetiva: es un andamiaje que el lector debe revestir y colorear.
C. LA TÉCNICA DE TRASLACIÓN
Para intensificar el
carácter religioso de su asunto, el escritor va “trasladando” el relato,
evocándolos explícita o implícitamente, a pasajes diversos de las Sagradas
Escrituras. Esta técnica la realiza mediante los siguientes procedimientos:
1) La alusión de los nombres
de los personajes:
—“Manuel”: Emmanuel
—“Lázaro”
2) Paralelismos
—deformados y violentados— de las circunstancias configuradoras de los
personajes:
—Don Manuel Bueno clamando
desde su contradicción interior: ... en el sermón de Viernes Santo clamaba
aquello de: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”... (p. 29)
[3].
—Lázaro llama su “resurrección”
y su “fe” a su conversión de ateo público a creyente fingido: —Él me
hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado —me decía—.
Él me dio la fe (p. 54).
3) Transcribiendo citas
literales: Y yo también puedo decir con el Divino Maestro: “Mi alma
está triste hasta la muerte” (p. 49).
4) Rememorando
indirectamente: Y el pueblo al ver llorar a Don Manuel, lloró diciéndose:
“Cómo le quiere”. Y entonces, pues era de madrugada, cantó un gallo” (p.
41).
Unamuno escribe siempre con
un trasfondo filosófico y religioso, como otros autores existencialistas. Sus
obras reflejan una interioridad, una vivencia, expresada poéticamente. El
escritor plasma literariamente —recurso didáctico de la filosofía existencialista—,
y con acierto estético, sus convulsiones vitales. Por eso puede intentarse un
análisis de las imágenes que se dan en la obra.
El lago y la montaña son
elementos inseparables —sin descripciones que los caractericen: son,
escuetamente, el lago y la montaña—, emparejados explícita o
implícitamente a lo largo de la narración ya desde su aparición inicial. Sin
nombrarla, en el lago se siente la abrupta mole de la montaña reflejada
en sus aguas.
Algunos críticos han
considerado que son símbolos de la duda (el lago) y de la fe (la montaña).
Puede comprobarse sustituyendo en los textos ambos conceptos: así, la fe se
refleja en la duda; la montaña de la fe se mira, necesariamente, en el espejo
de la duda; en la duda se “siente” la fe; don Manuel es la cumbre de la montaña
de la fe, que se sumerge en la duda al rezar el Credo; San Pedro se hunde en el
lago al dudar; Valverde está entre el lago y la montaña: entre la fe y la duda;
la antigua aldea se halla hundida en el lago (la duda), y don Manuel se halla como
la misma: tuvo fe en su niñez, pero ahora ya no (su fe se habría hundido en el
lago, en la duda); etc.
También hay quienes pretenden
observar la intensa tensión de una oposición “dialéctica” (en sentido
hegeliano) entre dos extremos: fe e incredulidad. La unión en la contradicción
¿no sería la vida de don Manuel?
Pero son éstas deducciones
hipotéticas que Unamuno no ha explicitado en su obra. Consideramos que lo
patente es el efecto estético, poético, de esas imágenes: un efecto que
conlleva una sensación misteriosa, de inteligibilidad velada, que habla
al sentimiento y a la fantasía sobre todo.
Hay que aludir también, por su
probable valor simbólico, a aquel nogal matriarcal (p. 32) —paralelo a
la designación paradójica de varón matriarcal (p. 25) aplicada a Manuel
Bueno— a cuya sombra había jugado de niño y con cuyas nueces se había
durante tantos años regalado. Al secarse, de su tronco labró Don Manuel
seis tablas, con las que mandaría construir su ataúd cuando se sintió morir (p.
52), y una cruz, que presidiría su tumba y que las endemoniadas venían a
tocar (p. 54). Después hizo del resto leña para calentar a los pobres (p.
32). Un nogal que había sido testigo de sus juegos de niño, cuando empezaba
a soñar... ¡Y entonces sí que creía en la vida perdurable! Es decir, me figuro
ahora que creía entonces (p. 52).
Entonces... Y
después se secó. ¿Otro símbolo? ¿Quizás el de la fe perdida? Para un niño
creer no es más que soñar (p. 52). Y, después, lo que Unamuno consideraría
el despertar del sueño: la incredulidad[4].
E. TEMA
Manifiesta Unamuno en el
Prólogo a San Manuel Bueno, mártir: tengo conciencia de haber puesto en ella
todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana (pp. 9‑10). Así es
efectivamente. Seis años antes de su muerte (1936), el escritor plasma en este
relato de carácter alegórico que la vida es tragedia, y la tragedia es
perpetua lucha sin victoria ni esperanza de ella; es una contradicción[5].
Don Manuel Bueno se yergue
como ejemplar de este hombre concreto, de carne y hueso, cuyo consuelo agónico
(“agonía” = lucha) es consolar a los demás, aunque el consuelo que les
doy no sea el mío (p. 43). Un denodado luchador que en la lucha misma,
y en nada más, hallará fuerza para seguir luchando sin victoria ni esperanza de
ella.
En definitiva, el tema de la
tragedia es la contradicción entre razón y fe, en el sentido en que Unamuno
entiende estos términos:
—Contradicción: oposición
y tensión irreductible entre la razón que niega y la fe (como sentimiento) que
afirma (la vida eterna, etc.).
—Razón: facultad
analítica del entendimiento que conceptualiza y formula deducciones lógicas. La
razón, con sus conceptualizaciones, pretende encasillar (matar, dirá
Unamuno) y paralizar la exuberancia y la palpitación de la vida (la seguridad y
el “consuelo” de la fe).
—Fe: no es
la fe sobrenatural, sino el sentimiento, una difusa e irreprimible
aspiración a persistir después de la muerte, a inmortalizarse.
El supuesto teórico planteado
detrás de la anécdota literaria es un tema predilecto de Unamuno: La
tragedia del hombre que quiere creer y no puede, la contradicción,
aparente, entre lo que el escritor entiende por razón y por fe. Y esta cuestión
se plantea —como veremos— desde una errónea concepción de la
naturaleza de la fe y del acto de fe.
III. VALORACIÓN DOCTRINAL
La fecha de composición de San
Manuel Bueno, mártir, (1930), cuando su autor es ya un sexagenario, y el
perfil moral del protagonista, autorizan a ver en el libro y en su personaje
principal un trasunto del propio Unamuno: una trama religiosa encubre la
angustia del hombre que llora la fe perdida de la infancia.
El personaje literario que
Unamuno se ha inventado, don Manuel Bueno —lo mismo que el epígono de
éste, Lázaro—, conmueve por algunas razones de orden psicológico y moral: por
los esfuerzos que hace por “no escandalizar” a los demás ante su falta de fe;
por la “bondad” que emana de su persona, consoladora para tantos; por su
condición, en fin, de hombre doliente, propia de los tipos “agonistas”
(etimológicamente, “luchadores”) inventados por Unamuno. Recuérdese que el
mismo autor admite que ésta es la más “agonista” de sus novelas.
Pero hay varios motivos que
hacen rechazable esta novela:
1. La fe es presentada como
algo irracional (opuesto a la razón). Ante esta supuesta oposición, no se
plantea mejor salida que la de dejar de luchar por averiguar las causas últimas
que hacen ver tal oposición. Don Manuel Bueno y todos los “manuelbuenos"
se escudan, se justifican, tras la afirmación de que no es posible creer.
Y se tranquiliza la conciencia con una fe parcial: creer “todo”
lo que no se opone a su razón.
2. El acto de fe unamuniano,
que se confunde sustancialmente con el mero acto humano de fe, prescinde de la
necesidad de la gracia[6].
No se cree por la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, sino
por la demostración racional de lo revelado. Lo que la mente no logra probar o
abarcar se considera irracional, es despreciado, calificado de no revelado. Se
entienden así todas las afirmaciones que a lo largo de la obra se hacen
referentes a la “sencillez” del pueblo: cree por costumbre. Podría decirse que
cree por ignorancia, por irracionalidad, por poco culto, por admitir todo:
incluso lo increíble.
3. La postura de don Manuel y
Lázaro— la postura quizá de Unamuno— es perfilada como un “acto de caridad”
cuando se procura no despertar al pueblo, no “instruirlo” en la
irracionalidad de ciertas verdades de fe. Lo cual sólo puede significar dos
cosas: o que no se le considera digno o capaz de alcanzar la verdad; o
que no se está seguro de la propia duda, de la “verdad” de la propia duda de
fe. Sea cual sea la respuesta, la actitud de los “manuelbuenos” no deja de ser
objetivamente hipócrita: se finge tanto la fe, como la seguridad de la duda:
tanto el amor a los demás como a la verdad ante todo.
4. La duda de fe es así
planteada en términos “clasistas”. Sólo unos pocos “intelectuales” —el cura y
el ilustrado progresista— son capaces de llegar a esa situación: descubrir la
irracionalidad de la fe (verle la cara a Dios). Y a la vez, esa duda de
fe, es tristemente inculpable: si se ha descubierto la irracionalidad,
si se ha llegado a la verdad sobre el no‑Dios no es culpa propia;
pero es muy triste el llegar al “sin‑sentido” de la vida. Es un vivir sin
sentido el que fundamenta, desde ese momento, toda la actuación de los
“manuelbuenos”.
5. Por tan triste existencia,
es por lo que no se debe despertar a los demás. ¡Que sean felices los
pobrecitos! Que después ya no hay más vida. Es una caridad heroica, santa como
declaran los propios interesados. Pero una caridad falsa, despreciativa: no hay
amor sino filantropía. Es el “santón laico” el que se diseña en esta obra. El
hombre que ama a todos pero que los ama de espaldas a Dios. Es la canonización
de la hipocresía, de la simple consideración terrena, de la felicidad aquí y
ahora, porque no hay después.
6. Por otra parte, de la
novela se concluye que todo sería “igual” en una comunidad religiosa aunque el
pastor no tuviera fe. Más todavía: para conseguir los efectos consoladores
de la fe, cualquier religión sería igualmente apta. La consecuencia es el
relativismo y el indiferentismo.
7. En la vida espiritual puede
haber momentos o épocas de oscuridad no culpables, sino permitidos por Dios
para un acrecentamiento de las virtudes teologales y una purificación del alma
y sus potencias. Estas “noches oscuras”, por emplear la terminología clásica de
San Juan de la Cruz, son algo completamente distinto a la desolación íntima o a
la angustia de quien, culpablemente, ha perdido la fe.
8. La diferencia entre el
“manuelbueno” agnóstico (no se puede conocer a Dios) y el “manuelbueno” ateo
(conozco que no existe Dios) es tan sutil como ilusoria. Unamuno describe un
agnóstico parcial que se manifiesta como ateo total. No aparece como negador de
la totalidad de la fe, de lo revelado. Pero al adoptar una actitud de
“irreversibilidad” de su proceso de descreimiento, de aceptación “rendida” de
su increencia, no puede menos de ser un ateo convencido: el mismo protagonista
afirma —como fundamento último de su triste “conocimiento”— el haber
descubierto que Dios no es tal, que no es. Y tal situación no es
ya de agnosticismo, sino de ateísmo aceptado.
9. Unamuno parece presentar
un caso de laboratorio. Lo ha dotado de todas las circunstancias necesarias
para que la reacción sea la deseada. Sus propias dudas, sus inquietudes, sus
“creencias” e increencias, son el ropaje de don Manuel Bueno. La “santidad” de
don Manuel es la santidad que conoce Unamuno. Parece que se llega a la autojustificación
del autor mediante la “canonización” del personaje. Pero no podemos juzgar la
intención última del escritor.
CONCLUSIÓN
Unamuno más que aceptar el
absurdo de una religión sin Dios, parece presentar la tragedia desoladora de su
posibilidad. El tema de Unamuno está en afirmar, en verso y en prosa, en
ensayos filosóficos, en obras de teatro, en artículos de crítica y en novelas,
la absurdez fundamental de este mundo si no hay un más allá[7].
Lo que sucede es que el didactismo de sus escritos está mediatizado por un
entendimiento erróneo de la fe católica y una radical negación de que la
razón humana pueda obtener un conocimiento natural de Dios, de que la razón
pueda preguntarse, con su sola virtualidad, con posibilidad de respuesta, utrum
Deus sit[8].
J.S./M.C.
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[1] Las
referencias al texto, hechas con el número de página entre paréntesis, remiten
a la 12ª edición, ed.
Espasa-Calpe, colección Austral, Madrid 1978, con el título San Manuel
Bueno, mártir y tres historias más.
[2] Unamuno‑don
Manuel hace una paráfrasis del texto calderoniano —cuya cita exacta es: pues no
se pierde/ el hacer bien, aún en sueños (Jornada III, escena IV)—, añadiendo
una paradoja, muy propia del autor. Con ella se justifica un medio ilícito (el
engaño), para un fin “piadoso” (que los demás se consuelen con la fe en la
eternidad).
[3] Con
estas palabras —“Dios mío, Dios mío”, ¿por qué me has abandonado?”—, tomadas
del Salmo XXI, el Señor muestra el cumplimiento de las profecías sobre la
Pasión contenidas en ese Salmo (“taladraron mis manos y mis pies... se han
repartido mis vestiduras y echan suerte sobre mi túnica...”, etc.). En sí
mismas, manifiestan la profundidad de la obediencia y del sufrimiento de Cristo
en la Cruz, que se entrega libremente para cumplir la voluntad divina,
incomprensible para la razón humana, aceptando aparecer ante los hombres como
fracasado y abandonado por Dios.
Indican también el valor redentor que
puede tener el sufrimiento humano, aun cuando resulta más incomprensible, si es
voluntariamente aceptado, amando la voluntad de Dios. De ningún modo son
palabras de desesperanza, como ponen de manifiesto las que el Señor pronuncia a
continuación: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46) (cfr.
Santo Tomas de Aquino, Summa Theologiae, III, q.46, a.8).
[4] Cfr.
Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, vol. IV, cap.
III, pp. 115‑144: "Dios inaccesible" .
[5] Miguel
de Unamuno, Ensayos, vol. II, “Del sentimiento trágico de la vida”, pp.
40 y 41, Aguilar, Madrid.
[6] El acto
de fe es sobrenatural por su origen, su objeto y su razón formal (la autoridad
de Dios que revela); pero es también un acto humano, realizado por la persona a
través de la voluntad (acto imperado) y la inteligencia. Por esto, es un acto
libre y responsable, que encuentra una justificación razonable en los
preámbulos de la fe (verdades naturales acerca de Dios) y en los motivos de
credibilidad, que acompañan a la Revelación cristiana, entre los que destacan
los milagros y las profecías.
Los motivos de credibilidad no fundan
la fe ni la demuestran, pero hacen que la decisión de creer no sea una decisión
ciega, irracional o sentimental, sino la decisión de una persona cuerda, bien
instalada en la realidad de su propio ser (se sabe criatura de Dios), razonadora
ante los motivos de credibilidad —con más o menos profundidad o de un modo más
o menos consciente— y dócil a la gracia de Dios. En cambio, sí puede
considerarse irracional la postura del agnóstico que decide ser siempre tal.
[7] Cfr.
Charles Moeller, Literatura del siglo XX y Cristianismo, vol. IV, cap.
III, pp. 153 y 154. Este autor pone convenientemente de relieve cómo la fe de
Unamuno va deteriorándose poco a poco según avanza su vida y van
introduciéndose conceptos —fruto de sus lecturas— deformados sobre la fe y la
religión católica. Moeller no estudia la presente obra en sí misma, sino la
evolución del pensamiento religioso de Unamumo. Su lectura puede ser útil para
una visión de conjunto sobre Unamuno.
[8] Cfr.
Santo Tomás de Aquino, Suma contra Gentiles, I, capítulos 3‑14.