La doctrina de Yeshúa de
Nazaret
Herder, Barcelona 1973, 260
pp.
(Tit. orig.: L'enseignement de Jeshoua de Nazaret, Paris, Ed. du Seuil).
CONTENIDO
El libro está destinado a
lectores no cristianos, con el fin de exponer la doctrina predicada por Cristo.
Se trata de una obra de marcado carácter apologético, en la que se defiende al
cristianismo de los errores y ataques provenientes de autores como Lutero, Nietzsche,
Maurras, Kant..., y se intenta exponer la doctrina cristiana de forma asequible
y aceptable a quien no la conoce, librándola de las adulteraciones con que es
presentada por dichos autores.
Tresmontant es muy claro en
lo que se refiere a la presentación de lo inaceptable de las doctrinas
heterodoxas y adversas al cristianismo, y lúcido en la refutación. En la
mayoría de los puntos doctrinales las afirmaciones parecen correctas, aunque
existen párrafos de dudosa interpretación, en los que hay que poner esfuerzo,
para interpretarlos rectamente. Por otra parte, de bastantes expresiones—al
subrayar quizá que se está hablando con uno que desconoce los rudimentos del
cristianismo—, puede decirse que son desafortunadas.
Merece destacarse una
convicción presente constantemente, y con fruto, a lo largo del libro: la
necesidad de la teología natural, que el autor defiende criticando
certeramente a Barth: “No creemos, contrariamente a lo que cree la mayoría de
nuestros contemporáneos, que el problema de la verdad del cristianismo sea una
cuestión de 'fe', en el sentido que suele entenderse actualmente el término
'fe', es decir, una adhesión ciega, irracional, que proviene de una opción más
o menos arbitraria y sentimental. Creemos que el problema de la verdad del
cristianismo, en todos los terrenos y a todos los niveles, es fruto del
análisis de la inteligencia y de la experiencia” (p. 260).
El párrafo citado muestra
algunas virtudes y algunos puntos flacos del trabajo, y quizás de su
traducción. Está muy presente el hecho de que la fe es razonable, destacada la
importancia de los motivos de credibilidad y advertido el peligro que encierra
el llamar opción a la fe. Pero el autor, si bien se encuentra muy lejos del
pensamiento fideísta y del enfoque modernista de la virtud de la fe, en el
esfuerzo por hacerse inteligible, utiliza expresiones que pueden ser mal
interpretadas. En el párrafo citado es evidente lo desafortunado del término
“experiencia”. Por experiencia entiende el autor los motivos de credibilidad,
es decir, hechos concretos que para los Apóstoles consistieron en el trato con
Jesús y en haber asistido a los milagros. Pero, el lector necesita bastante
formación para entender rectamente lo que quiere decir Tresmontant, debido al
abuso que se hace del término “experiencia” en la literatura religiosa actual.
La posibilidad de confusión aumenta porque el autor, que ha expresado con
claridad que la “experiencia” de que partieron los Apóstoles eran los milagros,
no especifica la “experiencia” —los motivos de credibilidad—que está al alcance
de la mano del hombre que oye hablar de Jesucristo por la predicación de los
sucesores de los Apóstoles. Finalmente, en este libro, que no pretende ser una
apologética completa del cristianismo, se recurre en forma casi exclusiva a un
criterio interno de la divinidad de la revelación: la excelencia de la doctrina
y su perfecta conformidad con los principios de la razón.
El espíritu que anima el
libro se encuentra tan lejano de los racionalistas—“el único criterio de
revelación es la conformidad de la doctrina con los principios de la razón”—
como de las afirmaciones modernistas —el único criterio de revelación es la
experiencia íntima, y, por tanto la apologética no tiende más que a conseguir
que cada uno experimente en sí mismo la verdad del cristianismo”—. Leemos en la
p. 242: “Se ha visto ya en páginas anteriores que la 'fe', pistis, en el
lenguaje del Nuevo Testamento griego es un conocimiento, una inteligencia o
comprensión, fundada sobre un dato experimental significante, es decir,
portador de signos, y cuyo contenido inteligible es leído, discernido. Debemos
añadir ahora que la capacidad de leer el significado del dato experimental
constituido por la existencia y la doctrina de Yeshúa, es un don de Dios
creador... la fe. En primer lugar, es un acto racional, un acto de la
inteligencia (contra una concepción fideísta y oscurantista de la fe). En
segundo lugar, es un acto libre: nadie está obligado a interesarse por el
rabino Yeshúa, a seguirle, a escucharle, a observarle; y, frente a los hechos
más extraordinarios, siempre tiene uno la libertad de suponer, o de imaginar,
que esas curaciones son operadas por el poder del demonio. Nadie está
violentamente coaccionado por la verdad, ni en este orden de cosas ni en los
demás. Y, en tercer lugar, esa inteligencia que es la fe constituye un don
propio del Creador... un don gratuito”.
El párrafo es preciso y
correcto, aunque tiene un punto oscuro: la fe, como acto libre, es explicada
como que “nadie está obligado”, término desafortunado, y que puede ser una mala
traducción. Por el contexto posterior se ve que una expresión más adecuada
sería “nadie está necesitado”, en su sentido latino.
El libro viene dividido en
los siguientes capítulos: Introducción, I El taumaturgo, II El maestro, III El
privilegio de la pobreza, IV La preocupación, V La mansedumbre y la fuerza, VI
La piedad, VII La paz, VIII La persecución a causa de la justicia, IX El
privilegio de la infancia, X Los lazos de la sangre, XI El Estado, XII La
religión establecida, XIII La “moral”, XIV “No juzguéis”, XV La génesis del
reino de Dios, XVI La ley ontogenética fundamental, XVII La exigencia de
fructificación, XVIII Elección y selección. El riesgo de perderse, XIX La fe,
XX Espera y vigilia, XXI La transmisión a los discípulos de los poderes de
enseñar y curar, XXII La presencia real, XXIII ¿Quién es Yeshúa?, XXIV El
problema de la verdad del cristianismo.
VALORACIÓN CIENTIFICA
a) La forma de tratar la
Sagrada Escritura. Relacionado
con la finalidad principal de mostrar la excelencia de la doctrina cristiana y
al mismo tiempo—y para ello—librarla de las visiones deformadas presentadas por
Lutero, Kant, Nietzsche, etc., aparece exagerado el tema de la
“ininteligibilidad” de las traducciones bíblicas para el hombre de nuestros
días, sobre todo en lo que se refiere a la traducción de conceptos. Resulta
exagerada esta “ininteligibilidad”, dado que estos conceptos se han mantenido
vivos en la predicación cristiana. Entre las traducciones que el autor propone,
la más desafortunada es la de “redemptio”: “Los términos redención y
redentor nada dicen a los hombres del siglo XX. Liberación, en
cambio, sí tiene significado para ellos. Así, pues, o bien se opta por utilizar
los viejos términos bíblicos (en cuyo caso será necesario explicitar su
sentido), o bien se opta por vocablos modernos cuyo significado sea
equivalente” (p. 15). Es de notar, sin embargo, que el autor deja clara la
trascendencia religiosa del mensaje de Jesús y sus diferencias con todos los
revolucionarios.
Tampoco es afortunada la
traducción literal de ángeles por “mensajeros” en la p. 114, único lugar en que
se habla de los ángeles: “...el rabino ha podido afirmar que los mensajeros de
los niños están todavía próximos al Dios creador”.
Llaman también la atención
los grandes elogios de Cullmann y de J. Jeremías en lo referente a la
composición de los Evangelios (pp. 23‑25)z El autor parece muy adherido a
los planteamientos de crítica y exégesis bíblica de esos autores. Así,
encontramos con frecuencia frases como ésta: “...las palabras del rabino
palestino fueron ya clasificadas en los Evangelios sinópticos según un orden
sistemático, orden que respondía a las preocupaciones de las comunidades que
proponían esta doctrina, pero que no respetaba el orden histórico original”
(p. 23). La afirmación no es correcta, ya que quien predicaba la doctrina eran
los Apóstoles y no la comunidad.
Por otra parte, el autor no
habla con claridad —quizá por los destinatarios del libro— de la inspiración.
Es más, parece no tenerla en cuenta: “Lucas, no cabe duda, transcribe la frase
original de Yeshúa: bienaventurados los pobres... El Evangelio de Mateo,
en cambio, ha añadido probablemente las palabras: en el espíritu. El
autor de este último Evangelio se propuso así, sin duda alguna, advertir que no
bastaba con ser pobre de hecho para tener parte en esa bienaventuranza” (p.
61).
Parecido comentario debe
hacerse de este párrafo de la p. 138: “No vamos a abordar aquí el problema
crítico planteado por estas parrafadas, de las que el Evangelio de Marcos sólo
ha conocido o conservado un resumen muy breve. ¿En qué medida y de qué modo se
remontan esas parrafadas al propio Yeshúa? ¿En qué medida y de qué modo esas
parrafadas, tal como las leemos en los Evangelios griegos de Mateo y Lucas, han
sido desarrolladas y ampliadas por las comunidades primitivas, sobre todo por
aquella en cuyo seno se elaboró el Evangelio de Mateo?”. Se ve al autor
obsesionado con el tema de J. Jeremías de encontrar ipsissima verba Jesu, con
el a priori de que fueron las comunidades cristianas las que compusieron
el Evangelio, dejando a los evangelistas como meros recopiladores, y sin
advertir al lector de que en los Evangelios nos encontramos palabras
inspiradas, de que es Dios el autor principal del Evangelio, etc.
b) Los milagros de
Jesús. Es muy clara la afirmación de la historicidad de los milagros
obrados por Cristo y del valor demostrativo de su Divinidad, así como lúcida y
convincente la refutación de Spinoza y Renan. El autor no utiliza el lenguaje
tradicional, pero sí la doctrina de siempre: los milagros no son contra
naturam, sino praeter naturam (cfr. pp. 44‑465. “Estamos muy
lejos de las teologías griegas, de los dioses del Olimpo y de las doctrinas de
la fatalidad o del destino. El rabino enseña, de acuerdo con toda la tradición
hebrea (torah y profetas), la existencia de un Dios vivo que es alguien (y no
la Naturaleza...),... No es el Dios de Spinoza. La creación es en las manos del
Creador, no una cosa inmóvil y fijada, petrificada, sino una cosa lo bastante
dúctil como para poder obrar en ella libremente. El orden establecido no
es obstáculo para él, ya que es el creador del orden establecido y puede hacer
de él lo que quiera. Si así lo desea, puede hacer otro nuevo, sin violar el
precedente, siempre modificándolo desde dentro. Esto era lo que Spinoza no
podía admitir. Tal es la razón de que no aceptara la posibilidad de la oración,
como tampoco aceptaba la del milagro, siempre en nombre de una determinada
concepción basada en el fijismo del orden establecido” (p. 218).
c) El mesianismo de
Jesús. Es lúcida también
la exposición de Tresmontant en torno al contenido del concepto “justicia” y al
mesianismo de Jesús. “La justicia, en el lenguaje y en el pensamiento hebreo,
no es solamente de orden jurídico, sino que comporta una riqueza y una plenitud
de sentido que desbordan ampliamente el ámbito jurídico. La justicia, en los
profetas y más generalmente en la Biblia hebrea, es la verdad ontológica de un
ser, es decir, su santidad” (p. 58; cfr. también pp. 132, 245). En cuanto al
mesianismo de Jesús y a su distinción de los revolucionarios, he aquí algunas
afirmaciones: “Así como no se puso al frente de la liberación nacional judía
para liberar a su patria del yugo del ocupante romano, así tampoco organizó la
rebelión de los pobres contra los responsables de esa pobreza inicua. Más aún:
Yeshúa llamó bienaventurados a los pobres... El objetivo, la finalidad de
Yeshúa no es otra que la de comunicar a toda la humanidad entera, pobres y
ricos, explotadores y explotados, una información creadora, liberadora,
regeneradora... Yeshúa predicó una doctrina revolucionaria, porque ha
transformado desde dentro, durante veinte siglos a un ingente número de hombres
y mujeres que, por estar ellos mismos interiormente transformados, han transformado,
cada uno en su lugar, las estructuras sociales, económicas y políticas” (pp. 68‑71;
cfr. también pp. 95‑96).
d) La crítica de
diversos autores. Gran parte de la exposición de la doctrina de Jesucristo
está hecha teniendo en cuenta algunas visiones deformadas del cristianismo. La
crítica de estas visiones es certera y hábil. Así, la crítica a Nietzsche al
hablar de la mansedumbre y de la paz (pp. 83‑87), o la crítica a Lutero
(pp. 76, 193, 208). He aquí algunas expresiones al enjuiciar la “moral” kantiana:
“De ahí que la mujer de mala vida que bañaba los pies del rabino con sus
lágrimas... esté más próxima a la vida, por haber amado mucho, que el hombre
virtuoso, austero y satisfecho de sí mismo porque observa la ley moral, el
hombre kantiano. A nuestro juicio, la moral kantiana es exactamente lo
contrario, el punto inverso, al espíritu evangélico” (pp. 160‑161).
Es de destacar el juicio
que le merece la posición de Barth: “Estimamos la teología natural como
necesaria y buena, en contra de la opinión de los teólogos que, como Karl
Barth, la juzgan no sólo inútil, sino también nociva y nefasta, porque, según
Karl Barth, el dios en que concluye no puede ser más que un ídolo. Es el dios
de los filósofos, y no el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Sabemos muy bien que
el dios, o los varios dioses, de Platón, Aristóteles... Spinoza y Hegel, no es
el Dios de Abraham y de los profetas hebreos. Es una cuestión de hecho. Pero no
creemos que el Ser al que la inteligencia humana llega tras una azarosa
meditación sobre el mundo, sea un Dios diferente del que se ha manifestado a
Israel” (p. 259).
VALORACION DOCTRINAL
El libro es una defensa de
la doctrina cristiana, muy claro en la crítica de diversos autores y con
exposiciones bien elaboradas en diversos puntos de la doctrina cristiana. Es,
junto con esto, imperfecto en su aspecto apologético: así, por ejemplo, no se
alude a la resurrección de Jesucristo. La exposición de la verdad cristiana es,
además, incompleta: sólo se habla de la coherencia de la doctrina, y en ningún
momento se habla de la santificación por medio de los sacramentos, ni de la
necesidad de la conversión interior.
Lo que de positivo tiene es
muy valioso, por ejemplo, el tratamiento de los milagros, la exposición sobre
la fe, la defensa de la teología natural.
Al mismo tiempo, tiene
puntos incorrectos. El principal, su forma de tratar la Sagrada Escritura, muy
dependiente de J. Jeremías. Tiene, además, expresiones inexactas; así, por
ejemplo: “Jesús ha elegido en la tradición hebrea el tipo de 'mesianismo' que
va a ser el suyo” (p. 54).
La parte en más directa
contraposición a la doctrina de la Fe, versa sobre la muerte de Cristo: “La
muerte de Jesús o el suplicio en la cruz, en cuanto tales, no son redentores.
Lo redentor, es decir, lo liberador, lo que cura, lo que vivifica, es la
doctrina y la persona de Jeshúa. Para transmitirnos plenamente esa doctrina
vivificadora y divinizadora, el rabino consintió en ir hasta el final de la
condición propia del mensajero de la doctrina que procede de Dios. Consintió en
afrontar abiertamente el odio a la verdad. Por haber asumido esa condición
hasta el final, testificó, demostró que se interesaba por nosotros de una
manera desinteresada, por decirlo de algún modo. En otras palabras, por
nosotros, propter nos, y no en aras de su propio interés asumió esa dolorosa
condición consistente en decirnos aquello que era necesario para existir, para
vivir y escapar de la corrupción. En resumen: lo redentor es la vida que nos
comunica, el pensamiento que nos transmite. La muerte del rabino no es más que
la condición negativa, impuesta por el crimen humano, al ejercicio de esa
comunicación de la vida. No debemos incurrir en esa mitología malsana según la
cual la muerte sería por sí misma redentora” (pp. 248‑249). Lo erróneo de
esta concepción es patente; olvidando el crucifixus etiam pro nobis sub
Pontio Pilato del Credo. Es de fe el carácter expiatorio y redentor de la
Cruz, y así lo ha afirmado el Magisterio de la Iglesia en repetidas ocasiones:
“...nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la
pasión de Nuestro Señor Jesucristo” (Conc. de Trento, sess. VI, cap. 7, Dz. 800
(l530); Paulo IV amonesta “con autoridad apostólica” a quienes creen que “el
mismo Señor y Dios nuestro Jesucristo no sufrió la muerte acerbísima de la
Cruz, para redimirnos de los pecados y de la muerte eterna, y reconciliarnos
con el Padre para la vida eterna” (Cons. Cum quorumdam, 7‑VIII-1.555,
Dz. 993 (1880); cfr. también Dz 194 (391), 286 (539), 536 (1011), 790 (l513),
794 (1522), 2038 (3488).
Henos, pues ante un libro
de páginas luminosas, pero no carente de sombras. Puede hacer más bien que mal
al lector no cristiano, procedente de ciertos medios, pero hará daño al lector
cristiano que no tenga una sólida formación teológica. El libro es atractivo
para los profesores de religión de enseñanza media y superior. Pero incluso
estos profesores, si no conocen muy bien la doctrina cristiana y, además, no
entran en la lectura advertidos de los puntos incorrectos y aún erróneos que
contiene el libro, pueden concluir la lectura habiendo asimilado
inadvertidamente esos puntos, dada la brillantez y ortodoxia de muchas otras de
sus páginas.
L.F.M.S.
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