SWEEZY, Paul M.; BETTELHEIM, Charles y SUNG, Kim Il.

LA TRANSICIÓN AL SOCIALISMO

Editorial Zeta Limitada, Medellín (Colombia). Primera edición. Diciembre de 1971, 191 pp.

 

CONTENIDO DE LA OBRA

            Este volumen, segundo de la «Serie Debates Fundamentales», se inicia con una Nota introductoria avalada por la Editorial, en la que se dice: «El rechazo a la política soviética y a todo lo que de ella se derive es algo que hoy se estila entre la izquierda de muchos matices. ¿Hasta dónde tal hecho es motivo de beneplácito? Existen fundamentos para pensar que en muchos casos no son claras las razones de tal rechazo y es necesario exigir para todo revolucionario argumentos diferentes a su personal antipatía por lo soviético». Esta publicación tiene como fin presentarnos unos textos, fundamentalmente el debate entre Bettelheim y Sweezy, que responden a algunas de las exigencias del revolucionario marxista: «el combate a todo sectarismo, la denuncia marxista (¡no burguesa!) del carácter capitalista del bloque soviético con el consiguiente beneficio político del despeje de algunas incógnitas de lo que significa la transición al socialismo».

Í N D I C E

Págs.

Nota introductoria.—La Editorial ....................................

5

Checoslovaquia, Capitalismo y Socialismo.— Paul M. Sweezy ........................................................................

 

7

Sobre la transición entre el Capitalismo y el Socialismo.—Charles Bettelheim .................................

 

25

Respuesta.—Paul M. Sweezy ...........................................

39

Más sobre la sociedad de transición.—Charles Bettelheim ....................................................................................

53

Respuesta.—Paul M. Sweezy ...........................................

73

La transición al Socialismo.—Paul M. Sweezy ................

85

Dictadura del proletariado. Clases sociales e ideología proletaria.—Charles Bettelheim ..................................

 

109

 

 

APÉNDICE

 

 

 

Problemática de la economía de transición.—Charles Bettelheim ....................................................................

 

139

Sobre los problemas del período de transición del Capitalismo al Socialismo y la Dictadura del proletariado.—Kim Il Sung ........................................

 

171

 

* * *

Checoslovaquia, Capitalismo y Socialismo.—Artículo publicado por Paul M. Sweezy en «Monthly Review», octubre de 1968. Traducción de José Vicente Latorre (pp. 7–24).

            Sweezy, economista norteamericano que ha realizado sus estudios en Harvard, Londres y Viena, después de exponer las razones con las que la Unión Soviética justificó la invasión de Checoslovaquia (situación contrarrevolucionaria) y las que dio la izquierda de buena parte de los países capitalistas avanzados (Checoslovaquia se dirigía hacia una verdadera forma de socialismo democrático), sostiene que en ese país «el sistema existente se había estabilizado y fortalecido en gran medida por medio de las reformas populares de los últimos ocho meses. Estas reformas estuvieron limitadas grandemente a la superestructura política del sistema y en ninguna forma cambiaron su carácter básico. Lo amenazador no era una contrarrevolución, sino un Congreso del Partido Comunista Checoslovaco, que habría aprobado las reformas y atrincherado firmemente en el poder a la nueva dirección bajo la cual habían sido puestas en efecto dichas reformas» (p. 8). Esto, para Sweezy, «no significa que Checoslovaquia no estaba avanzando en dirección al capitalismo. La tendencia al capitalismo está involucrada en el sistema actual: control de las empresas en las empresas mismas, coordinación por medio del mercado y dependencia de los incentivos materiales» (ibídem).

            Ante la declaración de la Cuarta Internacional de que la restauración del capitalismo sólo puede surgir del restablecimiento de la propiedad privada capitalista, advierte Sweezy que no deben confundirse «las categorías jurídicas con las relaciones reales de producción. Si las empresas son dirigidas por pequeños grupos con miras a elevar al máximo las utilidades por medio de la producción de mercancías para el mercado, se tienen ya las relaciones esenciales de producción y de clases del capitalismo» (p. 9).

            Reconoce Sweezy que las tres características señaladas anteriormente no se han desarrollado totalmente en Checoslovaquia: «el sistema es todavía una mezcla de lo que frecuentemente se llama ‘socialismo de mercado’ y del tipo de planeación administrativa centralizada» (p. 10), pero como es Yugoslavia la que ha avanzado más en dirección al socialismo de mercado, vuelve sus ojos a este país para examinar hacia dónde lleva esa dirección, y cita un despacho de Belgrado que apareció en la página financiera del New York Times del 19 de agosto de 1968, en el cual, entre otras cosas, se lee: «El capital occidental ha ganado una importante posición en Yugoslavia... Después de las reformas que traspasaron el control de las empresas del Estado a las empresas mismas e introdujeron las disciplinas del mercado libre y el incentivo de las utilidades, Yugoslavia promulgó una ley igualmente revolucionaria hace un año para atraer capital extranjero... Al comienzo las compañías extranjeras se mostraron renuentes a participar porque la participación minoritaria, consideraron, no les daría ningún control directo sobre su inversión. En seminarios realizados aquí para hombres de negocios occidentales, los funcionarios yugoslavos se han esforzado por señalar que pueden encontrarse formas para lograr lo anterior; por ejemplo, dando al inversionista extranjero el control sobre los precios de producción» (p. 12).

            Lo que puede concluirse en este asunto, dice Sweezy, «es que Checoslovaquia ya ha dado más que unos cuantos pasos en el camino señalado por los yugoslavos» (p. 13) y que «cualquiera que actúe para fortalecer el mercado en lugar de luchar contra el mercado, y sin hacer caso de sus intenciones, está promoviendo el capitalismo y no el socialismo» (p. 14).

            De todo lo anterior, deduce Sweezy que «la totalidad del bloque de Europa oriental, incluyendo a la Unión Soviética, ha avanzado y avanza en la misma dirección de Yugoslavia y Checoslovaquia» (p. 15).

            Las causas de esa evolución hacia el capitalismo las describe Sweezy de esta manera: «En todas partes estaba cayendo en dificultades crecientes el viejo sistema del centralismo burocrático. La apatía de las masas, la baja productividad, el estancamiento económico y otros síntomas de una crisis inminente eran visibles en la totalidad de la región». Para el autor había «dos respuestas posibles. Una habría sido una revolución cultural en el sentido específico que los chinos le han dado a este término: una campaña masiva para despertar a las masas, elevar el nivel general de conciencia política, dar nueva vida a los ideales socialistas y dar responsabilidad creciente a los productores mismos en todos los niveles de la toma de decisiones. La otra respuesta era la de depender cada vez más de la disciplina del mercado y del incentivo de las utilidades. ... fue adoptado el segundo curso de acción, no porque las burocracias sintieran algún amor por los métodos capitalistas, sino porque no podían ver otra forma de preservar su poder y sus privilegios. El precio que tienen que pagar, bien sea que lo sepan o no, bien sea que les guste o no, es colocar a sus países en el camino que conduce de regreso a sociedades esencialmente capitalistas» (p. 15).

            Para Sweezy es obvio: «A lo que temieron los dirigentes de la Unión Soviética —y tenían todas las razones para sentir temor— fue a dos amenazas: una a sus intereses personales y otra a los intereses del grupo dirigente nacional al cual representan» (p. 17).

            Las reformas liberales de Checoslovaquia —sigue el autor— fueron exageradamente populares en este país. Si se ha estado en prisión durante largo tiempo, el primer objetivo es el de salir, no el de cambiar el sistema, «y eso significaba librarse del régimen Novotny, con todas sus características represivas y repugnantes».

            Para la burocracia de la Unión Soviética y de los otros países del bloque, cuyos pueblos están también en prisión, la sustitución de la vieja burocracia checa de Novotny, era un precedente aterrador que no podía permitirse: lo mismo podría sucederle a ellos. Por otra parte, con la creciente importancia del mercado en la totalidad de la región geográfica, los niveles administrativos lucharán por una asociación más estrecha con el capitalismo de Occidente. En términos del bloque, se trata de fuerzas centrífugas muy poderosas que, si no son rectificadas, darán como resultado un proceso acelerado de desintegración (cfr. pp. 17–18).

            Como el poder político y económico combinados ya no son suficientes para lograr la unidad del bloque, se ha tenido que recurrir a la fuerza armada descubierta; pero a largo plazo la fuerza militar es totalmente incapaz de hacer frente a los problemas políticos y económicos. Según Sweezy, surgirán crisis nuevas y más grandes en el futuro (cfr. p. 19). «Si esta evaluación de la situación es correcta, la crisis checa señala el comienzo del fin de la influencia política e ideológica de Moscú en los países capitalistas avanzados» (p. 20). «Puede muy bien resultar que la principal beneficiada con la crisis checa sea China, que denunció la invasión como merecía ser denunciada», aunque puntualiza Sweezy que en el análisis chino hay muchas cosas que la «Monthly Review» nunca ha podido aceptar, como es el «considerar a todos los países del bloque soviético como totalmente capitalistas, más bien que como sociedades en transición al capitalismo» (p. 21).

            Por último, en la nota ([1]), Sweezy dice que «el término ‘socialismo de mercado’ es contradictorio en sí mismo: el mercado es la institución central de la sociedad capitalista, y el socialismo es una sociedad que reemplaza el automatismo ciego por el control consciente. Pero esto no significa que el término es inadecuado: el fenómeno que designa también es contradictorio en sí mismo. Y es precisamente esta contradicción interna la que impele a las sociedades socialistas de mercado hacia el capitalismo» (p. 23).

* * *

Sobre la transición entre el Capitalismo y el Socialismo.—Carta de Charles Bettelheim a Sweezy, publicada en «Monthly Review», marzo de 1969 (pp. 25–38).

            El economista francés Bettelheim, director del Centro de Estudios de Planificación Socialista en la Universidad de la Sorbona, se muestra de acuerdo en que el bloque de Europa oriental va hacia el capitalismo; pero expresa su desacuerdo con los motivos que señala Sweezy (cfr. p. 26). Éste ha caído en el economismo, siendo así que el factor decisivo es político: el proletariado ha perdido el poder en beneficio de una nueva burguesía, cuyo instrumento es el Partido Comunista Soviético (cfr. p. 27).

            Hay que estudiar las relaciones de clases, ya que éstas son las que producen efectos económicos, políticos e ideológicos sobre los responsables de la producción y, por tanto, las que dan pie a las clases sociales y a las relaciones objetivas de dominación, explotación, etc. (cfr. p. 28).

            El error del economismo lleva a identificar el socialismo con el mercado (p. 29). Lo que caracteriza al socialismo es la dominación del proletariado (p. 30). El desarrollo o el retroceso de las formas mercantiles sólo es índice de la evolución de las relaciones sociales. Puede haber retrocesos tácticos (como la Nueva Política Económica de Lenin) (p. 31).

            En fin, las formulaciones de Sweezy, que se encuentran en los discursos de Fidel Castro y en los escritos del «Ché», acaban por producir un oscurecimiento ideológico, pues enmascaran el problema esencial del socialismo, el del poder (p. 32). Este oscurecimiento ideológico se agrava cuando alimenta una práctica política, pues entonces se da un efecto de desplazamiento. Tal es el caso de Cuba (p. 34), donde se identifica el socialismo con la desaparición de las relaciones de mercado y no con la dictadura del proletariado (p. 35).

            La contradicción mercado–plan ocupa para Sweezy un papel central, usurpando —según Bettelheim— el lugar que en el análisis marxista corresponde a la contradicción fundamental burguesía–proletariado (p. 36).

* * *

Respuesta de Sweezy a Bettelheim, publicada en «Monthly Review», marzo de 1969 (pp. 39–51).

            En su respuesta, Sweezy advierte la evolución que ha habido en el pensamiento de Bettelheim en los últimos años, hasta afirmar que una nueva burguesía se encuentra en uso del poder en la Unión Soviética, y que el Partido Comunista es el instrumento de esta nueva burguesía (cfr. pp. 40–41). Los directores de «Monthly Review», desde 1964, llegaron a la conclusión de que el período de transición es una calle de doble sentido (ibídem). Sweezy reconoce que su manera de expresarse ha dado lugar a algunos malentendidos. Lo que sí sostiene es que las relaciones de mercado son inevitables bajo el socialismo por largo tiempo; pero constituyen un peligro real para el sistema, y a menos que se las controle rígidamente, conducen a la degeneración y al retroceso (cfr. p. 42).

            La contradicción mercado–plan no es absoluta; sólo en el sentido de que las dos fuerzas están en oposición recíproca y necesariamente envueltas en una lucha ininterrumpida por el predominio. Es una cuestión de poder estatal y política económica, de ubicación del poder y de la forma en que se emplea (cfr. p. 44).

            Afirma Sweezy que Bettelheim hace aparecer la relación entre el desarrollo de una nueva burguesía y la extensión del mercado como una relación de causa–efecto, cuando más bien se da una interacción recíproca de carácter dialéctico (cfr. p. 46). La visión de Bettelheim es harto simplificada, y, por tanto, equívoca (cfr. p. 48).

            Califica de exagerada la opinión de Bettelheim respecto a lo que Castro piensa en relación con el mercado; aunque reconoce que los cubanos han cometido serios errores en la planificación y aplicación de sus políticas económicas (cfr. p. 49).

            Sweezy se muestra de acuerdo con los puntos de vista sobre la economía de la transición que Bettelheim expone en su libro La Transition vers l’économie Socialiste, y espera que se estén dando los primeros pasos hacia una teoría viable de la sociedad en transición al socialismo (cfr. pp. 50–51).

* * *

Más sobre la sociedad de transición.—Segunda carta de Bettelheim, publicada en «Monthly Review» (sin fecha). Traductor: José Vicente Latorre (pp. 53–71).

            Bettelheim, en su segunda intervención, vuelve sobre el tema «plan y mercado», para precisar que se trata de términos ideológicos que no expresan relaciones reales; esa contradicción es un efecto de superficie (cfr. p. 55). «Mientras se permanezca prisionero (como todos lo hemos permanecido durante tantos años) de las formas de representación inmediata y de las nociones ideológicas construidas sobre ellas, se está atrapado en un mundo parcialmente real y parcialmente ilusorio» (p. 58). En el fondo se sigue dentro del economismo que rechazó Lenin (cfr. p. 61). La eliminación de las relaciones mercantiles es una tarea histórica en la construcción del socialismo, y será el resultado de una lucha en los frentes político, ideológico y económico (por eso no se han eliminado en China) (cfr. pp. 62–63).

            Un plan y unas relaciones de planeación pueden ser burgueses, igual que pueden ser socialistas. Identificar el plan con el socialismo puede ayudar a la burguesía soviética a ejercer su dominación y aumentar aún más la explotación de las masas (cfr. p. 63).

            Para que el socialismo vaya adelante se deben desarrollar relaciones sociales nuevas, las socialistas, ya que los agentes de reproducción de la burguesía permanecen bajo la dictadura del proletariado, y pueden dar lugar a una nueva burguesía de Estado, a pesar de la propiedad nacionalizada y de la planeación, que así ya no será proletaria, sino burguesa (cfr. p. 65).

            Lo decisivo es la naturaleza de la clase que está en el poder, y esto queda relegado a un segundo término cuando se da mayor prioridad al papel del Estado en la dirección de la economía (cfr. p. 66). En una nota dice Bettelheim que esto es lo que hace Brezhnev al afirmar que la dictadura del proletariado significa «dirección por el Estado de la construcción económica». Es dejar a un lado lo esencial (cfr. p. 70).

            Termina exponiendo las tesis de Lenin sobre el Estado y sobre la vanguardia del proletariado: ésta perderá su sentido tanto si toma el lugar de la clase como si deja de guiar a la clase para imponer sus propios conceptos (cfr. pp. 67–68). No se dará la relación dominación–represión si la vanguardia permite que las masas expresen sus puntos de vista y la dirección concentra las ideas correctas provenientes de las masas (cfr. p. 69).

            Bettelheim reconoce que, en los últimos años, ha habido una evolución en su pensamiento: si hasta 1967 sostenía el punto de vista tradicional marxista sobre el paso necesario del capitalismo al socialismo, a partir de ese año admite la posibilidad de una regresión al capitalismo. Y a finales de 1968 sentencia que una nueva burguesía se encuentra en el poder en la Unión Soviética, siendo el Partido Comunista el instrumento de esa burguesía. «El ingreso de la Unión Soviética al camino capitalista y el profundo significado de la Revolución Cultural Proletaria de China», que él mismo pudo presenciar en 1967, fueron los dos factores fundamentales en esa evolución de su pensamiento (cfr. p. 70, nota 4).

* * *

Respuesta de Sweezy a la segunda carta de Bettelheim. Publicada en «Monthly Review» (sin fecha de publicación). Traductor: José Vicente Latorre (pp. 73–83).

            Sweezy fecha su respuesta el primero de noviembre de 1970. En ella reconoce que Bettelheim le ha convencido respecto a que la contradicción plan–mercado da lugar a confusiones. Quiere plantear su problemática, por tanto, en un marco histórico específico (cfr. p. 73). ¿Qué criterio seguir para juzgar si el proletariado está o no en el poder? (cfr. p. 76). En el marxismo clásico son claros los conceptos de proletariado y partido revolucionario, y es clara su tarea política y económica, que debe conducir al socialismo y luego al comunismo. El proletariado ruso se frustró por la guerra civil y la invasión extranjera. La labor del Partido para librarse de las potencias imperialistas pagó el precio de la proliferación de burocracias políticas y económicas que reprimieron a los trabajadores y constituyeron una nueva clase dirigente. En Rusia, como en los demás países revolucionarios, lo que surgió en la práctica fue una dictadura que se proclamó proletaria y socialista, pero que realmente provenía de varias clases y luchaba con las tareas de vida o muerte de dirigir la economía y mantenerse en el poder (cfr. pp. 77–80). La única salida era que los dirigentes supieran movilizar las fuerzas a su alcance para asestar golpes aniquiladores a las estructuras burocráticas. Esto es lo que ha ocurrido en China, especialmente con la Gran Revolución Cultural Proletaria (cfr. pp. 81–82).

            En el contexto de la lucha entre la degeneración burocrática y el avance socialista es donde debe analizarse el problema del mercado en la sociedad en transición. Debilitar la burocracia, politizar a las masas, confiar mayores iniciativas y responsabilidades a los trabajadores, es el camino del socialismo; en cambio, otorgar mayor importancia al mercado como paso a una economía socialista más eficiente, es el camino del capitalismo (p. 82).

            Sweezy, en el curso de su exposición, plantea el problema de hallar un método independiente para establecer la identidad de la clase que se encuentra en el poder (cfr. p. 76).

* * *

La transición al Socialismo.—Conferencia de Paul M. Sweezy. Publicada en «Monthly Review», mayo de 1971. Traductor: José Vicente Latorre (pp. 85–108).

            En esta conferencia, intercalada en el debate con Bettelheim, el autor afirma que no hay una teoría general de la transición entre sistemas sociales (cfr. p. 85). Expone la transición entre el feudalismo y el capitalismo, que tuvo lugar con el cambio de las relaciones sociales y de la naturaleza humana (aplicación de la práctica revolucionaria de Marx) (cfr. pp. 87–91). En relación a la transición entre el capitalismo y el socialismo, Sweezy califica la teoría marxista como sólo «media teoría», pues se refiere al derrocamiento del capitalismo, pero omite la construcción del socialismo (cfr. p. 91). Sweezy asegura que no ha encontrado ningún texto de Marx y Engels consagrado específicamente al problema de la capacidad o disposición del proletariado para construir una sociedad socialista (cfr. p. 94).

            Marx ha señalado el problema central: el proletariado no sólo tiene que cambiar las relaciones de la sociedad, sino cambiarse a sí mismo en el proceso; pero un siglo de historia no muestra que esto pueda lograrse con éxito. Lenin previó que el proletariado podía caer en el economismo, y que una vanguardia revolucionaria consciente debía sacarle de ahí (cfr. p. 99). Sin embargo, ocurrió lo contrario, pues las vanguardias se transformaron en reformistas de tipo economista (cfr. p. 100).

            Sweezy analiza las experiencias rusa y china. La Unión Soviética habría demostrado la validez de la teoría marxista–leninista respecto del derrocamiento del capitalismo; pero, en cambio, no es concluyente respecto a la construcción del socialismo (cfr. p. 100). El proletariado que surgió con la industrialización a marchas forzadas fue reprimido y atomizado, privado de todos los medios de autoexpresión y aterrorizado por una policía omnipresente (cfr. p. 101). La propiedad socialista de todo el pueblo ha degenerado así en propiedad de un grupo privilegiado, al que Bettelheim ha llamado una nueva burguesía de Estado (cfr. p. 103). De todos modos, la revolución soviética ha tenido efectos positivos: por ella llegó el marxismo–leninismo a pueblos de todo el mundo, y su actual fracaso ha hecho ver a otros países la necesidad de una práctica revolucionaria prolongada para la construcción del socialismo (cfr. p. 104).

            En cuanto a China, la revolución ha seguido un camino distinto gracias a la experiencia rusa y a que se enfrentaba con otras circunstancias. Según Sweezy, Lenin y Mao Tse–Tung son dos de los genios revolucionarios más grandes de todos los tiempos; sólo que Lenin murió antes de que hubiera comenzado realmente el proceso de construcción del socialismo, mientras que Mao ha durado ya más de dos décadas desde la victoria de la revolución (cfr. pp. 104–105).

            Sweezy recoge unas palabras de Mao: «La revolución china es grandiosa, pero después de la revolución el camino será aún más largo y nuestra tarea aún más grandiosa y más ardua» (Obras Escogidas, tomo IV, p. 389. Cfr. p. 106). Lo cual significa, según Sweezy, «que el problema ha sido totalmente reconocido y correctamente planteado», con lo que se ha abierto la primera posibilidad de una solución satisfactoria (cfr. p. 107).

            La conferencia termina con estas palabras: «Toda la historia, dijo Marx, es la transformación permanente de la naturaleza humana. ¿Qué nos dice Mao, sino que aun después del derrocamiento de la dominación de clase nunca termina la tarea positiva de transformar la naturaleza humana?» (p. 108).

* * *

Dictadura del Proletariado. Clases Sociales e Ideología Proletaria.—Tercera carta de Bettelheim a Sweezy, publicada en «Tiempos Modernos», abril 1971 (pp. 109–138).

            Bettelheim escribe por tercera vez a Sweezy, continuando el debate y se refiere ahora a la naturaleza de la clase en el poder. Lo que la determina es la naturaleza de los intereses de clase a los que sirve ese poder. ¿Sirve a los productores o a la minoría de los no productores? (cfr. pp. 111–112).

            1.         Las características de un poder proletario.

            Bettelheim precisa: no–separación del partido de Estado respecto de las masas; su subordinación a ellas; el Estado se ve reemplazado por el «proletariado organizado en clase dominante» (p. 113). Si se toman en consideración las conclusiones históricas concretas se advierte que no existe un modelo único de la no–separación (cfr. p. 115). Para que el proletariado no deje de jugar el papel dirigente necesita de un aparato ideológico y político propio: un partido marxista–leninista (cfr. p. 117).

            2.         Las características del Partido dirigente.

            El carácter proletario del Partido radica de modo medular en las relaciones del Partido con las masas, en las relaciones internas del mismo Partido, y en las relaciones de éste con el aparato de Estado. Es necesario que el Partido no pretenda mandar a las masas; que permanezca como el instrumento de sus iniciativas; lo cual sólo es posible si es efectiva la crítica de las masas (cfr. p. 119).

            3.         El Partido y el aparato de Estado.

            El aparato de Estado debe estar subordinado al Partido (único modo de evitar la vuelta a la vía capitalista) (p. 121). El Partido marxista–leninista es el verdadero instrumento de la dictadura del proletariado, porque es el portador de la ideología proletaria (cfr. p. 122). El estilo de dirección que brinda la ayuda ideológica a los trabajadores es uno de los aspectos de lo que en China se llama ‘línea de masa’ (cfr. p. 123).

            — En cuanto al método independiente para determinar la clase que se encuentra en el poder, considera que no hay otro que el análisis concreto de los puntos que acaba de desarrollar (cfr. pp. 123–124).

            — El marxismo–leninismo es la teoría del proletariado porque explica su existencia, se coloca en su punto de vista y saca las últimas conclusiones de las luchas del proletariado (cfr. pp. 125–126). Ahora bien, como las realizaciones espontáneas de la ideología proletaria son inestables y frágiles, debe construirse un aparato ideológico y político específicamente proletario, un partido marxista–leninista (cfr. p. 127).

            — La teoría revolucionaria del proletariado y las fuerzas sociales y políticas de la revolución. Cuando el Partido ‘realiza’ la ideología marxista–leninista, sus efectos se extienden a todas las clases explotadas y oprimidas; por eso el papel dominante del proletariado en la revolución es, ante todo, un papel ideológico y político (cfr. p. 129). De ahí que, en las formaciones sociales en transición la solidez del poder del proletariado exige relaciones democráticas con las demás clases populares (cfr. p. 132). El término poder proletario designa el papel político e ideológico dominante desempeñado por el proletariado en cada país; pero es también el del proletariado mundial, por lo que debe afirmarse que el contenido del marxismo–leninismo de hoy está constituido por las lecciones teóricas y prácticas sacadas de las luchas del proletariado mundial (cfr. p. 133).

            — La lucha de clases bajo la dictadura del proletariado. La única garantía de la progresión en la vía socialista es la capacidad real del partido dirigente para no separarse de las masas. Esta capacidad debe ser constantemente renovada (cfr. p. 134). Y sólo alcanzará su fin cuando el socialismo haya sido establecido a escala mundial (p. 135). Por otra parte, la pérdida del poder por el proletariado no exige violencia, pues basta un debilitamiento de la ideología y los errores que eso conlleva (cfr. pp. 135–136).

            El papel del Partido no puede ser el de un guía infalible. Ha de ser instrumento del poder de los trabajadores; ha de realizar la ideología revolucionaria y desarrollar prácticas conforme a esta ideología; al servicio de las masas, debe estar constantemente lista para aprender de ellas. Es una de las grandes lecciones del estilo de dirección del Partido Comunista Chino (cfr. pp. 137–138).

* * *

APÉNDICE

Problemática de la economía de transición.—Capítulo de la obra La Transition vers l’économie Socialiste, de Charles Bettelheim. Ed. Maspero, París, 1970 (pp. 139–170).

            Como dice Bettelheim, el objetivo fundamental de este capítulo «es el estudio de las economías de transición y, por lo tanto, de los problemas planteados por su estructura y por su evolución» (p. 139).

            Pretende Bettelheim elaborar científicamente un cierto número de conceptos esenciales al conocimiento de las economías de transición y a las leyes de desarrollo a las cuales están sometidas, pues advierte que de momento sólo disponemos de descripciones y de ‘conceptos prácticos’, que pueden aparecer como soluciones a problemas, cuando en realidad no hacen más que designarlos. Nuestra época aparece como de transición: urge, por tanto, una aprehensión científica de estos términos (cfr. pp. 139–140).

            I. Estado de la teoría.

            Este enfoque le lleva a preguntarse si Marx sólo ha planteado los problemas de la transición o si también nos ha dado la teoría científica de la transición. Para responder, parte de un texto de Louis Althusser («Sobre la Media Ideal y las Formas de Transición», que forma parte de la obra Lire le Capital, París, 1965). Enuncia Bettelheim cinco proposiciones de Althusser que, en relación con el tema que estudia, vienen a significar: 1. Según Marx, para estudiar la diferencia específica del modo de producción capitalista tiene que estudiar también los otros modos de producción; 2. Al elaborar el esquema de la teoría del proceso de constitución del modo de producción capitalista, Marx aporta el esquema de la teoría de la transición; pero no la teoría misma; 3. Marx estudia no la Inglaterra capitalista, a la que toma a menudo como ilustración, sino un objeto ideal en la abstracción del concepto; esto es, no estudia la realidad del modo de producción capitalista, sino la diferencia específica de este modo, lo que constituye lo esencial; 4. Existe, en consecuencia, una ‘brecha’ entre el modo de producción capitalista en la realidad de su concepto y el sistema económico real del capitalismo inglés. A esta brecha llama Althusser una ‘impureza’ en el seno del modo de producción capitalista dominante en Gran Bretaña; 5. En fin, esta ‘impureza’ constituye un objeto relevante de la teoría de los modos de producción: lógicamente afectará de modo importante a la teoría de la transición de un sistema de producción a otro (cfr. pp. 141–144).

            Bettelheim hace algunas reflexiones acerca de las proposiciones cuarta y quinta; 1’. Siendo importantes las ‘impurezas’, no constituyen el objeto específico de la teoría de la transición, pues estando siempre presentes en la realidad, tendríamos que concluir que el mundo económico real está siempre en transición, con lo cual el concepto mismo de economía de transición perdería toda especialidad. ¿No se trata de una forma de coexistencia o de presencia simultánea y de interacción de varios modos de producción? Lo que lleva a preguntar: ¿no son esta coexistencia e interacción modos de producción específicos? (cfr. p. 145).

            2’. Las ‘impurezas’ no son supervivencias, pues no son extrañas a las estructuras reales en las cuales se encuentran; son el resultado del conjunto de las relaciones que constituyen estas estructuras. «Nosotros aprehendemos una estructura tal, como una combinación específica de varios modos de producción entre los cuales uno es dominante» (p. 146). Pero los modos de producción, tanto el dominante como los subordinados no se dan en estado puro. Cada estructura compleja no es una yuxtaposición de modos de producción, sino un objeto único, dotado de su causalidad estructural propia. El modo dominante, sin embargo, como en la compleja Francia del siglo XIX, dará derecho a decir que se trata de una economía capitalista. En la economía de transición «interviene un elemento suplementario, que es el modo de dominación y las modalidades de eliminación de las estructuras dominantes» (cfr. pp. 146–147).

            Ilustra Bettelheim sus afirmaciones con el cuadro que Lenin presenta de la Unión Soviética en 1921: se observaban al menos cinco estructuras económicas diferentes: la patriarcal, la pequeña economía mercantil, la capitalista, el capitalismo de Estado y la quinta y dominante: el socialismo, que detentaba el poder del Estado. Tenemos ahí el ejemplo de una estructura económica compleja; pero también un ejemplo de economía en transición al socialismo (cfr. p. 148).

            Deberá perfeccionarse el estudio de las estructuras económicas complejas, ya que por ahora sólo se puede hacer aproximativamente: se estudia cada modo de producción en su ‘pureza’, y no como se da en la realidad compleja, en su interacción, ya sea un modo dominante o subordinado. Y, por otra parte, hay que tomar en cuenta que cada economía nacional es parte de la economía mundial; de modo que «el desarrollo de las fuerzas productivas en todos los países está en parte condicionado por las relaciones de producción mundiales» (p. 149).

            Según Bettelheim, «con la partición del mundo por el imperialismo se había constituido un sistema económico mundial. La ruptura de la unidad de este sistema ha empezado con la Revolución de Octubre. Desde esta época, la economía mundial ha entrado en un período de transición. Las características de esta transición, sus fases específicas, deben ser estudiadas como un fenómeno objetivo que comporta sus aspectos nacionales y sus aspectos internacionales. Tal estudio exige la elaboración de conceptos específicos» (p. 151).

            II. Proposiciones de terminología.

            Propone la teoría de la «constitución» de un modo de producción determinado para designar lo que Marx describió como la teoría de los orígenes de este modo de producción (p. 152). Esta teoría de la constitución «es también la de la transformación y de la disolución de las relaciones de producción existentes. Esta disolución afecta toda la estructura social» (p. 153).

            La teoría del «paso», sigue el autor, concierne al paso ideal de una estructura de producción a otra estructura de producción. No se trata de un paso histórico, sino en el plano de la abstracción. La transición ideal difiere de la real; ésta es siempre compleja, y no hay en ella ninguna linealidad. Podemos concebir leyes abstractas del paso; pero no afirmar ninguna ley de sucesión lineal históricamente necesaria. Resulta claro que «la disolución del modo de producción capitalista, no crea la totalidad de las condiciones de sucesión del modo de producción socialista, sino cuando se reúnen también las condiciones políticas e ideológicas de esta sucesión» (p. 155).

            «Teoría de la ‘estructura de la coyuntura’ que abre la vía a una transición. Esta coyuntura es generalmente aquella de la colisión de un conjunto de contradicciones que da a un momento de la historia un carácter revolucionario, y que provoca la reestructuración de una formación social, es decir, el reemplazo de una formación social por otra, es entonces cuando se abre un período de transición que puede ser él mismo objeto de la teoría de la transición» (p. 155).

            En el período contemporáneo, a nivel de economías nacionales, podemos observar dos tipos principales de transición: el de una economía anteriormente dominada por el capitalismo que evoluciona hacia el socialismo; y el de un país que sufría la dominación colonial directa y que entra en un período postcolonial. El segundo tipo de transición implica una ruptura mucho menos profunda con el pasado que el primero, pues la clase dominante anterior no se encuentra abolida sino solamente modificada: el Estado se mantiene en las manos de las clases explotadoras.

            Son, en definitiva, las condiciones económicas, sociales y políticas internas las que determinan la integración de un país al sistema mundial capitalista o al socialista (cfr. pp. 155–156).

            Distingue Bettelheim entre una economía de transición y una situación de transición, la cual se caracteriza por una ausencia casi total de desarrollo (p. 157). Los problemas de la economía de transición van más allá de la fase de inestabilidad inicial: abarcan la fase de transición entera; «por ejemplo, para la Unión Soviética estaremos tan interesados por los comienzos de la Revolución de Octubre como por los períodos actuales» (p. 158).

            Bettelheim propone también el término ‘fase de transición’. «Es el hecho de una inadecuación aún relativamente grande entre lo esencial de las nuevas relaciones sociales, desde ahora dominantes y las fuerzas productivas, ... en otros términos, las condiciones de la reproducción ampliada de estas relaciones sociales no se han dado aún». Y es en esta fase de transición cuando hay que acudir a las ‘mediaciones’, como es el recurso al mercado (ejemplo la Nueva Política Económica, de Lenin) o el recurso a la centralización administrativa (ejemplo los primeros planes quinquenales). La vía socialista exigirá el desarrollo de las fuerzas productivas para que el mecanismo del mercado y el de la centralización administrativa puedan ser descartados y reemplazados por una dirección coordinada de la economía (cfr. pp. 158–159).

            Parece justificado reservar el término de ‘fase’ para los dos grandes momentos del desarrollo de una formación social: aquél de sus comienzos y la fase de la reproducción ampliada de la estructura de producción (cfr. pp. 159–160).

            III. Característica fundamental del período de transición.

            Bettelheim se hace ahora diversas preguntas a las que, dice, debe tratar de responder.

            Al nivel de una economía nacional, si existe una característica de la fase de transición del modo de reproducción feudal al capitalista, ¿se encontrará una característica parecida en la fase de transición del modo de producción capitalista al socialista? (cfr. p. 161).

            «Como Etienne Balibar lo ha mostrado, la fase de transición al capitalismo ha estado caracterizada por una cierta forma de ‘no correspondencia’ entre el método de apropiación formal y el modo de apropiación real». El formal «es ya la forma capitalista de la propiedad, es decir, la separación del trabajador de la propiedad de sus medios de producción»; el real «no es aún el modo de apropiación específico del capitalismo, es decir la gran industria». La no correspondencia es abolida por la revolución industrial: la sumisión del trabajador al capital sería no ya solamente formal, sino real. Se da la correspondencia, lo que Balibar llama ‘homología’», entre las dos formas de apropiación (cfr. pp. 162–163).

            La no correspondencia característica del período de transición se expresa también como un ‘desplazamiento cronológico’; el capital, como relación social existe antes e independientemente de la forma de apropiación real que corresponde a la producción capitalista (cfr. pp. 163–164).

            En la transición al socialismo, para Bettelheim, se dan la no correspondencia y el desplazamiento cronológico. Cifra la no correspondencia en que el modo de la apropiación formal (al menos de los principales medios de producción) se da a título de la sociedad entera; mientras que el modo de la apropiación real es aún aquél de los colectivos limitados de trabajadores, pues sólo a este nivel se da la apropiación real de la naturaleza. El desplazamiento cronológico será la constitución de un modo de apropiación formal que ‘precede’ al modo de apropiación real correspondiente. Cuando se dé la homología, la fase de transición estará terminada (cfr. pp. 164 y 165).

            Mientras más débil es el desarrollo de las fuerzas productivas en un país en transición, mayor es la no correspondencia, y por consiguiente más graves los problemas en el nivel político y en el económico. Llegado el caso hay que recurrir a las mediaciones citadas (cfr. pp. 165–166).

            Es a partir del grado y de las formas específicas de la no correspondencia desde donde se deben abordar los problemas que se plantean a la economía en transición, y desde donde se puede tratar de construir una teoría de los diversos estadios. Entonces se comprende que la democracia socialista puede adoptar muy diferentes formas y soluciones, tanto políticas como económicas. Y es el planteamiento y la solución adecuados de las contradicciones internas, lo que hará expedita la vía socialista; de lo contrario, esa vía se verá seriamente comprometida (cfr. pp. 166–168).

            La ruptura que separará la fase de transición al socialismo de su fase de desarrollo ulterior será «más profunda que aquella que separará la fase de la transición de la última fase del capitalismo» (p. 168).

            En cuanto a los países salidos del período colonial, su situación está dominada por la ruptura de una dependencia política. En este tipo de transición se asiste a un modo específico de intervención del Estado, del derecho y de la fuerza política sobre el modo de producción. La promulgación de planes de desarrollo, la nacionalización de empresas de producción o de comercio exterior, son ilustraciones de ello; pero esta transición se distingue de la que va al socialismo porque el Estado mantiene y defiende los privilegios de las clases económicamente dominantes. Bettelheim apunta que habrá de estudiar si lo que aparece como un estadio inicial no es, sin embargo, sino el final del antiguo modo de producción, una disolución que debería dar lugar a una transición real; por el contrario, en lo que concierne a las economías socialistas, se propone estudiar varios estadios del período de transición, de los cuales, en el caso de la economía soviética, cada uno tiene sus caracteres socioeconómicos, y también políticos (cfr. pp. 168–170).

* * *

Sobre los problemas del período de transición del capitalismo al socialismo y la dictadura del proletariado.—Discurso pronunciado por Kim Il Sung, el 25 de mayo de 1967. Publicado en «Pensamiento Cútico» (pp. 171–191).

            Kim Il Sung habló, ante los trabajadores del campo, de la labor ideológica del Partido. El discurso empieza por exponer su motivación: entre sabios y trabajadores encargados de la labor ideológica, al estudiar los documentos de la conferencia del Partido, han surgido diversas opiniones acerca de los dos temas que se incluyen en el título. Cuando el autor estudió el asunto y expuso breves conclusiones, los compañeros que le escucharon las interpretaron cada uno a su manera, tergiversando muchos puntos. Por su importancia, los explica ahora más detalladamente (cfr. p. 171).

            Kim Il Sung afirma que esos problemas no se deben solucionar aferrándose dogmáticamente a las tesis clásicas, ni dejándose llevar del servilismo a las grandes potencias (cfr. p. 172).

            Marx plantea el problema del período de transición al socialismo teniendo en cuenta un país capitalista desarrollado (Inglaterra), en el cual ya no existe la diferencia clasista entre los obreros y los campesinos, pues las relaciones capitalistas han abarcado también las áreas rurales. La clase obrera es la única clase trabajadora: el obrero industrial trabaja en la fábrica y el obrero agrícola en el campo. Por esa razón Marx considera el período de transición como relativamente corto, pues basta derrotar a la clase capitalista para que la propiedad quede en posesión de todo el pueblo; pero, de todos modos, la etapa de transición es inevitable: hay que eliminar las fuerzas restantes de la clase explotadora y extirpar supervivencias de viejas ideologías. Por otra parte, Marx determinó que la dictadura del proletariado coincide en el tiempo con el período de transición, es decir, que la primera es inseparable del segundo (cfr. pp. 172–175).

            Lenin heredó en lo fundamental la posición de Marx; pero refiriéndose a Rusia, país capitalista atrasado, consideró la necesidad de eliminar la diferencia clasista entre obreros y campesinos, además de derrocar al régimen capitalista, por lo cual vio la etapa transitoria como un plazo relativamente largo. Esta posición la estima Kim Il Sung fundamentalmente correcta. Y tendría plena validez si la revolución socialista triunfase a escala mundial; pero, precisa Kim, si el socialismo se realizase plenamente en un país o en algunas zonas, ahí el período de transición habría terminado, y, sin embargo, mientras en el mundo exista el capitalismo, la dictadura del proletariado no puede desaparecer, ni mucho menos extinguirse el Estado. En consecuencia, dada la diversidad de situaciones, para esclarecer las cuestiones del período de transición y de la dictadura del proletariado, debemos partir «de las experiencias prácticas de la construcción socialista en nuestro país, en vez de aferrarnos dogmáticamente a las tesis de Marx o Lenin» (cfr. pp. 175–177).

            La desviación oportunista de derecha, según Kim Il Sung, considera que el período de transición termina con el triunfo del régimen socialista, y que simultáneamente termina la misión histórica de la dictadura del proletariado. Este criterio oportunista es diametralmente opuesto al marxismo–leninismo (cfr. p. 177), y en el fondo lo que pretende es, logrado el socialismo, «renunciar en el interior a la lucha de clases contra los elementos supervivientes de la clase explotadora derrocada, e internacionalmente, abstenerse de hacer la revolución mundial, viviendo en paz con el imperialismo» (p. 179).

            La desviación oportunista de izquierda, al advertir lo prolongado del período de transición, para oponerse a los derechistas, afirma que el período de transición debe extenderse hasta la fase superior del comunismo. Lo cual, concluye Kim Il Sung, equivale de hecho a no fijar el límite. Y algunos son todavía más extremistas, pues sostienen que el período de transición no puede terminar antes de que la revolución mundial se realice totalmente (cfr. pp. 177–179).

            Kim Il Sung se reafirma en la postura de los clásicos marxista–leninistas, atendiendo a las condiciones históricas y a las premisas de que partieron. «Pero nuestra realidad de hoy exige que no la apliquemos mecánicamente, sino que la desarrollemos de manera creadora. Nosotros hemos realizado la revolución socialista en condiciones en que heredamos fuerzas productivas muy atrasadas en un país agrícola colonial y estamos construyendo el socialismo en las circunstancias en que el capitalismo subsiste todavía en el mundo como una fuerza considerable» (p. 180).

            A la luz de los fundamentos del marxismo–leninismo y de la experiencia china deduce que la sociedad socialista se logra completamente cuando, además de que la clase obrera haya derrotado a la capitalista y haya tomado el poder, desaparezca la diferencia clasista entre el obrero y el campesinado. De ahí que una vez tomado el poder, habría que seguir impulsando continuamente la revolución. Algo semejante debe suceder en muchos de los países de todo el mundo, pues habiendo sido colonias o semicolonias, o vivido de modo parecido a China, en ellos no ha habido un desarrollo grande del capitalismo, por lo que sólo podrán construir la sociedad sin clases y consolidar el socialismo cuando desarrollen las fuerzas productivas durante un tiempo relativamente largo, aun después de llevar a cabo la revolución socialista (cfr. pp. 180 y 182).

            Se comprende, con todo lo expuesto, que Kim Il Sung agregue que la idea principal de las tesis sobre el problema rural socialista en China sea «desarrollar altamente las fuerzas productivas agrícolas mediante la realización de la revolución técnica en el campo y, junto con ello, eliminar gradualmente la diferencia entre la clase obrera y el campesinado en la esfera de la técnica, ideología y cultura a través de la revolución ideológica y cultural, y elevar la propiedad cooperativa hasta el nivel de la propiedad de todo el pueblo. Pero estas tareas no pueden resolverse sin la dirección y ayuda de la clase obrera al capitalismo» (p. 183).

            El límite del período de transición se coloca, pues, en la realización de la sociedad sin clases, y se precisa que para acceder «a la fase superior del comunismo es necesario continuar la revolución y la construcción y así desarrollar las fuerzas productivas a tal nivel en que cada uno trabaje según su capacidad y se le distribuya según su necesidad» (cfr. pp. 184 y 185).

            En cuanto a la dictadura del proletariado, ya apuntamos que los clásicos consideran que corresponde al período de transición; pero es claro que «la dictadura del proletariado debe persistir hasta la fase superior del comunismo» (p. 186). Y mientras se admita la teoría de que es posible construir el comunismo en un país o en algunas zonas sin que se lleve a cabo la revolución mundial y subsistan el capitalismo y el imperialismo, esa sociedad no podrá verse libre de la amenaza del imperialismo ni evitar la resistencia de los enemigos internos que estén en contubernio con los externos. En tales condiciones no podrá extinguirse el Estado aun en la fase superior del comunismo, y la dictadura del proletariado tendrá que subsistir como tal. Lo cual no significa revisionismo respecto del marxismo–leninismo, sino una aplicación creadora de sus tesis. Actuar así, repite Kim Il Sung, es oponerse al dogmatismo y al servilismo a las grandes potencias (cfr. pp. 186–187). Lo que no queda claro es por qué su postura no debe ser englobada dentro del oportunismo de izquierdas.

            Respecto de la lucha de clases, en el período de la revolución socialista se trata de una lucha por la liquidación de los capitalistas como clase, mientras en la sociedad socialista es una lucha cuya finalidad es la unidad y cohesión: «hacer desaparecer a los campesinos como clase y claseobrerizarlos por completo», así como también transformar a las capas medias, incluso la vieja intelectualidad y la clase pequeño–propietaria urbana (cfr. p. 188).

            Además, existe otra forma de lucha de clases para aniquilar a las fuerzas contrarrevolucionarias del exterior y del interior (cfr. p. 189).

            Insiste Kim Il Sung en el punto de la revolucionarización de los intelectuales: con sólo mandarlos a las fábricas para que trabajen como obreros es imposible transformarlos en revolucionarios. Hacer que intensifiquen su vida en el Partido y en otras diversas organizaciones, lo toman como pérdida de la libertad. También entre los cuadros se dan los que no observan la política del Partido, y aun la escuela central del Partido no logra que sus alumnos vivan de manera revolucionaria. Para revolucionarizar a los intelectuales hay que hacer que formen parte de las células del Partido, que estudien la ideología del Partido, que observen estrictamente la disciplina organizativa. En fin, que ejerzan sin miedo la autocrítica y la crítica a otros. De lo contrario «se echarán a perder. Y de tales ejemplos hay muchos». La revolucionarización que Kim Il Sung propone debe aplicarse tanto a los viejos intelectuales como a los nuevos (cfr. pp. 189–191).

ALGUNAS ANOTACIONES DE CRÍTICA FORMAL

            Teniendo en cuenta la composición del libro —una serie de artículos recogiendo la polémica entre Sweezy y Bettelheim, una conferencia del primero, el capítulo de un libro del segundo, y un discurso de Kim Il Sung— se comprende la multiplicidad temática y los métodos tan diversos que cada autor emplea.

            La transición al socialismo no es una obra de largo alcance. El mismo título, reflejando fielmente el contenido, deja entrever el ámbito reducido del tema que aborda, la especificidad de su problemática. Sus autores, tres marxistas contemporáneos, tratan de esclarecer un punto muy concreto del entero sistema marxista: el del período de transición de la sociedad capitalista a la socialista. De ahí que se emplee un lenguaje técnico y se den por válidos los presupuestos marxistas.

            El planteamiento general del libro, su contenido y finalidad, limitan de entrada su alcance, reduciéndolo a una mera disputa de escuela. Es comprensible, sin embargo, que la disputa acerca de la transición al socialismo adquiera una importancia relevante entre marxistas, desde el momento que, de la solución que se dé, puede depender la justificación teórica de la política que los regímenes comunistas actualmente en el poder llevan a cabo.

            Por supuesto —se desprende necesariamente de la ideología que los autores profesan— el estudio no es, en ningún momento, neutro: se trata de dilucidar un punto de la doctrina marxista desde dentro del marxismo. Se parte, como afirma expresamente Bettelheim, «de una concepción marxista de la historia, de la economía y de la política» (p. 109).

            Tanto Sweezy como Bettelheim dan la impresión de teóricos del comunismo no ligados a un partido oficial. Sin embargo, los dos se muestran claramente partidarios de la Revolución Cultural China, incluso el libro contiene una apología de Mao Tse–Tung a cargo de Sweezy (cfr. pp. 105–107).

            El primer artículo de Sweezy —que da origen al debate— se mueve, como le censura Bettelheim, en el plano del economismo. No es ése el punto de vista adecuado —desde la perspectiva marxista— para hacer una censura de tipo político, como la que pretende dirigir a la Unión Soviética. Sin embargo, logra dar a la exposición un tono dramático, reforzado por aspectos sociológicos —solamente afirmados y no comprobados— que hacen a su escrito capaz de impresionar a quien no exija una rigurosa fundamentación científica.

            La primera intervención de Bettelheim centra el debate: concede varios aciertos a Sweezy, fundamentalmente que «como último análisis... la invasión a Checoslovaquia era un signo de la debilidad soviética frente a una crisis creciente de todo el bloque»; pero señala también algunos planteamientos «erróneos» que concreta en dos puntos: el relacionado con la naturaleza del socialismo, y el que se refiere a las raíces de las tendencias para restaurar el capitalismo. Respecto a lo último, rechaza el economismo de Sweezy y puntualiza que el problema es de orden político. La exposición de Bettelheim, dentro de sus postulados marxistas, es coherente, si bien su estilo es complicado y, en ocasiones, confuso.

            En su respuesta, Sweezy, admitiendo que su artículo anterior da lugar a malentendidos, intenta precisar sus puntos de vista. Tras alguna puntualización a propósito de la contradicción plan–mercado, aclara que le «preocupan... las cuestiones de ubicación del poder y de la forma en que se le emplea, para determinar si la sociedad avanza hacia el socialismo o retrocede hacia el capitalismo» (p. 44). Además, señala que Bettelheim da una visión harto simplificada, y, por tanto, equívoca, de las relaciones entre clases sociales y dirección política en la sociedad de transición. Y fustiga: «debemos estar en guardia contra el pensar en términos de dogmas y fórmulas» (pp. 48–49).

            Bettelheim vuelve a la carga (su estilo esta vez resulta más farragoso todavía): de acuerdo con lo que Marx llama «análisis de formas» se puede arrojar luz sobre el problema de la contradicción plan–mercado, y es entonces cuando se advierte que es un efecto de superficie (las contradicciones fundamentales se refieren a las relaciones de producción y a las relaciones de clases). Sweezy sigue en el economismo.

            En su nueva respuesta, Sweezy acepta que Bettelheim le ha convencido de que la contradicción plan–mercado debe ser abandonada, e intenta trasladar el problema del terreno teórico abstracto a un marco histórico específico: «En el contexto de la lucha entre la degeneración burocrática y el avance socialista es donde debe analizarse el problema del mercado en la sociedad de transición» (p. 82). Finalmente, plantea el problema de hallar un método para establecer la identidad de la clase que se encuentra en el poder. Al responder Bettelheim se extenderá en las características de un poder proletario, las del Partido dirigente, las del Estado. Siempre según las coordenadas del marxismo–leninismo.

            En la conferencia que aparece intercalada en el debate, Sweezy aprovecha las ideas que han ido surgiendo en él. Considera el marxismo del propio Marx como media teoría, al omitir la construcción del socialismo, si bien Marx ha delimitado el problema central: el proletariado no sólo tiene que cambiar las relaciones de la sociedad, sino cambiarse a sí mismo en el proceso. «Desafortunadamente —confiesa—, más de un siglo de historia posterior nos demuestra demasiado concluyentemente que hasta ahora no hay ninguna garantía de que esto pueda lograrse con éxito» (p. 99). Aunque se muestra crítico en relación con la Unión Soviética, que ha fracasado en la construcción del socialismo, señala también algunos «efectos positivos»: por ella llegó el marxismo–leninismo a pueblos de todo el mundo, y su actual fracaso ha hecho ver a otros países la necesidad de una práctica revolucionaria prolongada hasta la construcción del socialismo (cfr. p. 104). De la situación china no da propiamente un análisis, limitándose a dar unos cuantos datos recogidos de fuentes chinas y unas vagas conclusiones.

            «Es igualmente conveniente —dice Sweezy— terminar con unas palabras de precaución. En política, como en la conciencia, el primer paso para solucionar un problema consiste en reconocerlo y plantearlo correctamente. Pero el primer paso generalmente se encuentra a bastante distancia de la solución final, y cuando el problema es nada menos que cambiar la naturaleza humana, esta precaución es doble y triplemente pertinente» (p. 107). Pero no es a los lectores a quienes Sweezy debe recomendar esta triple dosis de preocupación: era él mismo el que debía ser precavido antes de entusiasmarse tanto con la revolución china. Máxime cuando parece que toda su confianza se deposita no ya en la revolución, sino en Mao: «Afortunadamente, Mao Tse–Tung sabe esto mejor que nadie, y podemos esperar que este conocimiento se convertirá en parte permanente de su legado al pueblo chino. El éxito o el fracaso final no se conocerá hasta mucho después de que todos nosotros hayamos muerto y se nos haya olvidado» (p. 108).

            Pobre ciencia la de Sweezy, con tan oscuro pasado, tan desconcertante presente y tan incierto porvenir.

            Y para finalizar su conferencia recoge unas palabras de Mao: «La presente Gran Revolución Cultural Proletaria sólo es la primera de su tipo. En el futuro tendrán que ocurrir este tipo de revoluciones... Todos los miembros del partido y la totalidad de la población tienen que guardarse de creer que todo estará bien después de una, dos, tres o cuatro revoluciones culturales». Y Sweezy termina con una consideración personal: «Toda la historia, dijo Marx, es la transformación permanente de la naturaleza humana. ¿Qué nos dice Mao, sino que aun después del derrocamiento de la dominación de clase nunca termina la tarea positiva de transformar la naturaleza humana?» (p. 108). ¿Significan estas palabras un implícito reconocimiento de la utopía que supone el paraíso marxista?

            Bettelheim en su intervención final, a tantos años del triunfo de la revolución rusa, todavía está en la fase de proponer terminología, y explicar las características de un poder proletario, del partido dirigente, el porqué el aparato del Estado debe de estar subordinado al Partido, etc. Y todo para concluir que el papel del Partido no puede ser el de un guía infalible, sino el instrumento del poder de los trabajadores. Recordemos que previamente nos ha dicho que el papel del Partido es definir objetivos justos (tiene, pues, función de juzgar), y entrenar a las masas para ir adelante, ayudándolas a organizarse (función de administración y de guía o gobierno). No indica cómo compaginar esas funciones con la admonición que sigue: «no puede ser un partido proletario a menos que no pretenda mandar a las masas y, por el contrario, permanezca como el instrumento de sus iniciativas. Esto sólo es posible si se somete efectivamente a la crítica de las masas» (p. 119). Es decir, el mismo partido que enseña, guía, gobierna y organiza, ha de ser «una organización que se encuentre al servicio de las masas y esté constantemente lista a aprender de ellas» (p. 138).

            Kim Il Sung nos habla de la lucha de clases y del sentido de la Revolución Cultural. Aparte de que un lector imparcial podría incluirlo en el grupo de «oportunistas de izquierda», a los que tan duramente ataca, quizá lo más llamativo de su artículo sea su «método» para el cambio de mentalidad de los intelectuales, tanto de los viejos como de los nuevos. Parece contradictorio pedir que ejerzan sin miedo la autocrítica y la crítica de otros, cuando se les está forzando a formar parte de las células del Partido, a estudiar su ideología, a observar estrictamente la disciplina organizativa socialista.

            En resumen, y adelantando lo que se dirá en las páginas siguientes, el tema del libro resulta ilustrativo a la hora de estudiar el marxismo. A lo largo de la obra se palpa la inquietud de unos autores marxistas, ante el retroceso hacia el capitalismo de sociedades que actualmente se proclaman socialistas. Sólo que ninguno de ellos quiere atreverse a reconocer esa inquietud y sacar todas las consecuencias —ciertamente terribles para el marxismo— de esta situación imprevista: un retroceso de este tipo, ¿no invalida el materialismo histórico?

 

VALORACIÓN DE CONJUNTO

1.   Hacia la disolución del marxismo teórico, a partir de sus mismos postulados.

            El libro señala un paso más en el progresivo avance del proceso de disolución del marxismo teórico a partir de sus mismos postulados. Los autores, alineándose de parte de la ideología maoísta china, comparten el intencionado apartamiento de ésta con respecto a la ideología oficial soviética. De este modo, asestan —quizá inconscientemente y en cualquier caso muy a su pesar— serios golpes desde el punto de vista teórico al compacto edificio doctrinal que Marx ideó, patentizando fisuras formales evidentes en lo que a la coherencia interna del sistema se refiere. Porque si bien la ideología marxista china, que Bettelheim, Sweezy y Kim Il Sung defienden, se apoya en la misma base que la soviética, es decir, en el rechazo de Dios que culmina en su pretendida suplantación por el Hombre, difiere del mismo pensamiento de Marx en cuanto al problema concreto de la transición al socialismo se refiere.

            Cabría preguntarse qué envergadura real tiene la transición al socialismo dentro del sistema de Marx. ¿Tiene la suficiente importancia como para afirmar que ser marxista y discrepar en este punto con el filósofo de Tréveris es propinar un duro golpe a todo el sistema? ¿Se puede opinar divergentemente en este punto y admitir todo lo demás sin menoscabar la coherencia interna del sistema? Ciertamente parece difícil, pues un sistema de totalidad, cerrado, como el marxista, es necesario admitirlo en su totalidad si queremos evitar inconsecuencias teóricas y prácticas que terminen ofreciendo demasiados puntos débiles.

            Los autores del libro, sin embargo, no reparan en reprochar a Marx el que haya dado una teoría científica de la disolución del capitalismo, sin que, en contrapartida, haya hecho otro tanto por lo que se refiere a la construcción del socialismo.

            La revolución violenta de la clase explotada arrebata el poder que la clase explotadora usurpaba y se lo devuelve al pueblo. Éste es, en simple esquema, el proceso por el que el capitalismo será —según Marx— necesariamente abatido. La necesidad provendrá de la dialéctica: el mismo capitalismo engendrará con su continuo autodesarrollo esta revolución, ya que, atendiendo al postulado fundamental del apriori dialéctico, el capitalismo con su progreso engendra mayor opresión y, por tanto, favorece aún más las condiciones para que la clase proletaria (su antagonista) adquiera conciencia política de clase, colmando así la tensión entre los contrarios que se desborda en lucha sangrienta contra la clase opresora. Una vez abatido el capitalismo —siempre según Marx— y, por tanto, su reflejo en el campo político —el Estado—, debe tener lugar lo que Marx denominó dictadura del proletariado. Es precisamente aquí donde surgen las divergencias. Para Marx, la dictadura del proletariado debería ser una fase de transición breve que culmina en la extinción del «Estado proletario» y consecuente advenimiento de la sociedad sin clases o paraíso comunista. En este punto concuerda plenamente también Lenin, si bien pensase que el período de transición, por lo que se refiere en concreto a Rusia, no podría ser tan breve, pues había que mentalizar proletariamente al campesinado. El marxismo pro–chino, dispuesto a justificar una situación de hecho, sostiene, por el contrario, que la dictadura del proletariado debe durar hasta que la revolución socialista no haya triunfado a escala mundial. En realidad, también Stalin afirmó explícitamente esta interpretación, por ejemplo en sus Cuestiones de Leninismo de 1948.

            Marx había dado la más acabada justificación teórica de la revolución, al poner su fundamento exclusivamente al final del proceso. La revolución, según el complejo sistema que Marx pensó, carece de Principio, sólo tiene Fin. Desaparece, por tanto, toda normatividad, la revolución es en sí misma un proceso amoral. Sólo se fundamenta cuando alcanza el fin: la sociedad sin clases, donde todo límite viene negado, toda alienación superada. El fin no se presupone, el fin se hace mediante el proceso revolucionario supresor de todo aquello que, limitando, impide recuperar la identidad del Hombre, de la Humanidad (Dios, la propiedad privada, el estado...).

            Ahora bien, en el plano práctico es necesario cuestionar hasta qué punto se confía realmente en fundamentar la revolución, en lograr —haciéndolo— el fin, cuando se afirma que la época de transición, la dictadura del proletariado, debe persistir hasta que el socialismo impere a escala universal, o lo que aún es más grave, cuando se afirma que el «Estado proletario» debe persistir incluso en la fase superior del comunismo. ¿Qué fundamento teórico estrictamente marxista hay que justifique esta postura? En el plano ideológico ninguno, porque según los postulados del marxismo teórico, basta que una sociedad nacional sea controlada por la dictadura del proletariado para que infaliblemente el «Estado proletario» se extinga. Precisamente por este motivo, tanto Marx como Lenin se preocuparon de aclarar que el «Estado proletario» no podía ser suprimido (como lo debía ser el Estado burgués), sino que infaliblemente se extinguiría cuando las funciones que el Estado usurpaba a la sociedad (dando lugar a la alienación política) pasen a ser ejercidas por la sociedad entera (vid. para este punto recensión a Lenin, El Estado y la Revolución).

            En la práctica, la experiencia de años de régimen comunista en el poder sí que justifica la dilatación tan prolongada del advenimiento de la sociedad comunista, porque es precisamente esta experiencia la que muestra la inviabilidad, la imposible y quimérica realización del «paraíso» que Marx pronosticó.

            Por mucho que el ideólogo chino Kim Il Sung pretenda hacer ver que su postura, la de su partido, no es revisionismo, sino aplicación original del marxismo–leninismo, no hay salida posible. En definitiva, el intento tenía que ser a la fuerza revisionista, porque como ya se advertía antes, no se pueden hacer aplicaciones originales de un sistema cerrado como el marxismo sin revisarlo, es decir, sin producir incoherencias mayores, en contra de lo que afirman más recientemente algunos teóricos como, por ejemplo, Althusser.

            Hay que tener en cuenta que el marxismo es un gigantesco sistema encaminado directamente a la sustitución de Dios por el Hombre, a través del descabellado intento de eliminar toda limitación, todo lo que, según Marx, niega al Hombre, eliminación que es dialéctica y que tiene su última expresión en la lucha de clases y la revolución. Por tanto, definir el paraíso comunista simplemente como una sociedad sin clases podría dar la impresión equivocada de que Marx buscaba un igualitarismo basado en la justicia social, en la línea del socialismo utópico que él mismo tanto denigró. El paraíso comunista es realmente paraíso en su raíz —según Marx— no porque no haya clases (eso en el fondo es algo secundario), sino porque en él, el Hombre es, por fin, todo y sólo para el Hombre.

2.         Los presupuestos teóricos de la transición al socialismo.

            Si bien el libro de Bettelheim, Sweezy y Kim Il Sung se encamina a tratar un aspecto muy concreto del entero sistema marxista, evidentemente afloran a lo largo de sus páginas muchos postulados que se dan siempre por supuestos y que, ciertamente, si no se dieran, carecería de sentido el estudio de cómo una sociedad pasa de ser capitalista a socialista. Estos postulados que se dan por ciertos sin más, son todos aquellos que integran el materialismo dialéctico marxista. En La transición al Socialismo, ni se explican, ni, mucho menos, se demuestran, simplemente se afirman. Entre otros apriorismos genuinamente marxistas que impregnan la obra, podrían destacarse ([2]):

            a)         La concepción de la historia como transformación permanente de la naturaleza humana (vid. recensión a Marx, Miseria de la Filosofía).

            Se trata de un postulado típico del materialismo histórico. Marx, al pretender superar a Feuerbach, para quien materialismo e historia eran términos excluyentes, defiende que la historia es material y lo material, histórico.

            La única realidad admitida —la material, entendida como acción humana sensible— está en continuo devenir. Esta única realidad se traduce fundamentalmente en relaciones de producción. La naturaleza humana no es, por tanto, como textualmente afirma Marx en la sexta tesis sobre Feuerbach, «algo abstracto inherente a cada individuo», sino que «es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales» (relaciones que se reducen a las de producción, al ser no sólo determinadas, sino directamente causadas por éstas). Así pues, cuando se habla de naturaleza humana en el marxismo, toda referencia al individuo es superflua, carece de sentido. No hay más naturaleza humana real que la Humanidad, la totalidad genérica de los hombres. Pero la humanidad no es algo estático, sino algo que, como toda la realidad, está en continuo devenir.

            En el fondo, la continua transformación de la naturaleza humana que supone la historia, y que se realiza según las rígidas leyes de la dialéctica, no es más que la plasmación filosófica acabada del intento originario marxista, es decir, de la voluntad decidida de suplantar a Dios por el Hombre. Así, la historia, con su avance implacable y siempre progresivo se identifica con la transformación dialéctica de la naturaleza humana en su pretensión —desquiciada e imposible— de caminar hacia la superación de todo límite, hacia la completa infinitud (identificación de la Esencia humana infinita con la Existencia, al recuperar ésta en el proceso histórico–dialéctico su perdida infinitud).

            b)        La suposición de que la realidad se rige dialécticamente (vid. recensión a Mao Tsé–Tung, Acerca de la contradicción).

            La dialéctica hegeliana asumida por Marx se resuelve fundamentalmente en lucha de clases. Los autores del libro, fieles en este punto a su ideología marxista, dan por supuesto en todo momento que la historia avanza dialécticamente o, lo que es lo mismo, en base a las contradicciones. En general, se podría calificar de coherente con sus propios principios el hecho de que Marx asuma la dialéctica hegeliana. La razón estriba en que al convertir el ser en acción, se convierte automáticamente la verdad en resultado de la acción humana, y de este modo la contradicción puede entenderse como constitutiva de la realidad y la verdad como síntesis superadora de los contrarios (tesis y antítesis), resultado de la acción humana negadora y superadora (generadora) de sí misma al mismo tiempo.

            Precisando más, podría decirse que la dialéctica es coherente con el inmanentismo de Marx, pero no del todo con su materialismo. Como gran parte de la crítica ha hecho notar con frecuencia, materialismo y dialéctica, desarrollados hasta el fondo, son inconciliables (vid. para este punto la recensión a Lenin, El capitalismo, última fase del imperialismo).

            c)         Un riguroso determinismo económico como consecuencia de un equivocado punto de partida metafísico: la identificación del ser con la acción humana productiva (con la consecuente reducción de la realidad entera a realidad económica) (vid. recensión a Marx, El Capital).

            Las relaciones de producción no determinan las relaciones sociales, políticas, culturales, ideológicas, etc., como simple condición, sino como causa, de ahí que esta determinación sea absoluta, y que desprovea a la persona humana de su carácter de agente libre. El marxismo resulta así un gigantesco sistema en el que la quimérica consecución del paraíso donde el hombre sea todo para el hombre, impone el escalofriante precio de perder la individualidad personal para perderse en el abstracto, material e impersonal Todo inmanente de la Humanidad.

            En semejante contexto, resulta curioso oír hablar de lo esencial que, para las relaciones entre el partido y las masas populares, resulta «como lo escribe Mao Tsé–Tung, que ‘la dictadura no se ejerza en el seno del pueblo’ y que las masas populares ‘gocen de la libertad de palabra, de prensa, de reunión, de asociación, de desfile, de manifestación, de creencia religiosa, así como de otras libertades’» (p. 120). Aparte de que para el marxismo la libertad no es más que una toma de conciencia de la necesidad (cfr. Introducción general, pp. 38–40), y de que en esas supuestas «libertades» debe sobreentenderse un «siempre que se muevan dentro de la ortodoxia marxista», hablar de libertad de creencia religiosa en el comunismo es sencillamente una mentira. Se trata de una simple afirmación táctica, que pone una vez más de manifiesto que, para el marxismo, el fin justifica cualquier medio, y la revolución es algo totalmente amoral.

E.S.O. y T.A.

 

Volver al Índice de las Recensiones del Opus Dei

Ver Índice de las notas bibliográficas del Opus Dei

Ir al INDEX del Opus Dei

Ir a Libros silenciados y Documentos internos (del Opus Dei)

Ir a la página principal

 

 



[1] En varios de los artículos del libro no consta el nombre del traductor. En éstos, las deficiencias estilísticas son tales, que hacen pensar que la lengua materna del traductor no es el castellano.

[2] Se recogen simplemente algunos de los que los autores utilizan más explícitamente en la construcción de su teoría. Para cada uno de estos aspectos se remite en cada caso a alguna recensión en la que, además de la Introducción General, se puede encontrar una crítica pormenorizada. El desarrollo de estos puntos en este libro es tan débil que parece superflua una crítica extensa.