Fondo de Cultura Económica. México, 1969, 5ª edición en español (título original: The Theory of Capitalist Development, Oxford, 1942).
ÍNDICE GENERAL
Prefacio (9*).
Introducción (13).
Primera parte: Valor y plusvalía.
I. El método de Marx (21). 1. El uso de la abstracción
(21). 2. El carácter histórico del pensamiento de Marx (30).
II. El problema del valor cualitativo (33).
1. Introducción (33). 2. Valor de uso (35). 3. Valor de cambio
(37). 4. Trabajo y valor (38). 5. Trabajo abstracto (40). 6. La
relación de lo cuantitativo con lo cualitativo en la teoría del valor (42).
7. El carácter fetichista de las mercancías (44).
III. El problema del valor cuantitativo (52). 1. El primer
paso (52). 2. El papel de la competencia (56). 3. El papel de la demanda
(59). 4. «Ley del valor» vs. «Principio de planeación» (64). 5. El
valor y el precio de producción (66). 6. Precio de monopolio (66).
IV. Plusvalía y capitalismo (68). 1. El Capitalismo (68).
2. El origen de la plusvalía (71). 3. Los componentes del valor (74).
4. La tasa de la plusvalía (76). 5. La composición orgánica del
capital (78). 6. La tasa de la ganancia (79).
Segunda parte: El proceso de acumulación.
V. La acumulación y el ejército de reserva (87). 1. La
reproducción simple (87). 2. Las raíces de la acumulación (91). 3. La
acumulación y el valor de la fuerza de trabajo: planteamiento del problema
(95). 4. La solución de Marx: el ejército de reserva del trabajo (99).
5. La naturaleza del proceso capitalista (104).
VI. La tendencia descendente de la tasa de ganancia (109).
1. La formulación de la ley por Marx (109). 2. Las causas
contrarrestantes (110). 3. Una crítica de la ley (113).
VII. La transformación de los valores en precios (123).
1. El planteamiento del problema (123). 2. La solución de Marx (125).
3. Una solución alternativa (128). 4. Un corolario al método de
Bortkiewick (137). 5. La importancia del cálculo del precio (139).
6. ¿Por qué no empezar con el cálculo del precio? (143).
Tercera parte: Crisis y depresiones.
VIII. La naturaleza de las crisis capitalistas (149).
1. La producción simple de mercancías y las crisis (150). 2. La ley
de Say (152). 3. El capitalismo y las crisis (154). 4. Los dos tipos
de crisis (162).
IX. Las crisis relacionadas con la tendencia descendente de la
tasa de ganancia (165).
X. Crisis de realización (175). 1. Crisis que provienen de
la desproporcionalidad (175). 2. Las crisis que provienen del subconsumo
(181). Apéndice al capítulo X (207).
XI. La controversia sobre el derrumbe (211). 1. Introducción
(211). 2. Eduard Bernstein (213). 3. El contraataque ortodoxo (215).
4. Tugan–Baranowsky (216). 5. Conrad Schmidt (217). 6. La
posición de Kautsky en 1902 (219). 7. Louis B. Boudin (222). 8. Rosa Luxemburgo
(224). 9. Actitudes de postguerra (229). 10. Hernyk Grossmann (231).
XII. ¿Depresión crónica? (237). 1. Introducción (237).
2. Las condiciones de la expansión capitalista (239). 3. Fuerzas
contrarrestantes de la tendencia al subconsumo (241). 4. ¿Debe salir
triunfante el subconsumo? (258).
Cuarta parte: El Imperialismo.
XIII. El Estado (265). 1. El Estado en la teoría económica
(265). 2. La función principal del Estado (266). 3. El Estado como
instrumento económico (270). 4. La cuestión de la forma de gobierno (276).
5. Evaluación del papel del Estado (278).
XIV. El desarrollo del capital monopolista (280). 1.
Concentración del capital (280). 2. Centralización del capital (281).
3. Las corporaciones (283). 4. Cártels, trusts y combinaciones (288).
5. El papel de los bancos (292).
XV. El monopolio y las leyes del movimiento del capitalismo
(297). 1. Monopolio y precio (297). 2. El monopolio y la tasa de la
ganancia (299). 3. El monopolio y la acumulación (301). 4. El
monopolio y los costos de distribución ascendentes (305). 5. Conclusión
(313).
XVI. La economía mundial (315). 1. Consideraciones
generales (315). 2. La política económica en el período de la competencia
(322). 3. La transformación de la política económica (327).
XVII. El imperialismo (337). 1. Introducción (337). 2.
Nacionalismo, militarismo y racismo (338). 3. El imperialismo y las clases
(342). 4. El imperialismo y el Estado (348). 5. Guerras de redivisión
(351). 6. Los límites del imperialismo (355).
XVIII. El fascismo (360). 1. Las condiciones del fascismo
(360). 2. El fascismo sube al poder (363). 3. La «revolución»
fascista (366). 4. La clase gobernante bajo el fascismo (368).
5. ¿Puede el fascismo eliminar las contradicciones del capitalismo? (374).
6. ¿Es inevitable el fascismo? (378).
XIX. Mirando hacia adelante (381). 1. Las perspectivas de
reforma capitalista liberal (381). 2. La decadencia del capitalismo
mundial (385).
Apéndice A: Sobre los esquemas de la reproducción, por Shigeto
Tsuru (397). 1. El tableau de Quesnay (397). 2. El esquema de la
reproducción de Marx (400). 3. Comparabilidad con los agregados
Keynesianos (403).
Apéndice B: La ideología del imperialismo, por Rudolf
Hilferding (407).
Bibliografía (411).
Notas (417).
EXPOSICIÓN
DEL CONTENIDO
Ya en la Introducción (pp. 13–18) hace
Sweezy una toma de posición que determina todo el curso de su pensamiento: la
economía, nos dice, es una ciencia que se ocupa exclusivamente de relaciones
sociales, concretamente, de aquellas que surgen de la producción de bienes y su
distribución.
Esta afirmación implica, a su vez, otra:
la de que, como veremos luego, el valor de uso de los bienes —esto es, su
capacidad de satisfacer necesidades— no tiene ningún papel en la construcción
de la teoría económica.
Y, aunque es cierto que muchas de las
construcciones y teorías de los economistas modernos carecen de una adecuada
consideración de las relaciones humanas implícitas en los procesos de
producción, sin embargo ni esta situación es absoluta —baste recordar la
historia: siempre que una sociedad no ha sido deshumana, los ha tenido
presentes—, ni es cierto que la interpretación correcta sea la marxista. Como
Sweezy parece ignorar este punto, intenta capitalizar el interés de los
lectores —la mayoría de ellos, seguramente, jóvenes universitarios— en
beneficio de la teoría marxista, «redentora» de esos valores.
«Parece razonable suponer que el estado de
cosas que ha sido brevemente esbozado en los párrafos anteriores, tiene
bastante que ver con lo que podemos justamente definir como un sentimiento
difundido de insatisfacción con los economistas y sus obras. Siendo éste el
caso, podría parecer que el procedimiento más fructífero sería emprender un
examen de los dogmas y creencias centrales de la economía política moderna,
desde el punto de vista de sus deficiencias como verdadera ciencia social de
las relaciones humanas (y no le falta razón en esto, en cuanto a menudo es una
ciencia que intenta presentarse como absoluta, no dependiente de ninguna
concepción del hombre, lo cual no sólo es imposible, sino el modo habitual de
disfrazar otra concepción materialista del hombre, aunque diversa del
marxismo). El análisis crítico de esta índole, sin embargo, es en el mejor de
los casos una ingrata tarea, y está comúnmente expuesto al cargo justificable
de no ofrecer nada constructivo en lugar de lo que se rechaza. Hemos decidido,
por consiguiente, abandonar el terreno de la doctrina aceptada, convencidos
como estamos de que hay razones de inconformidad con ella, y explorar otra
forma de emprender el estudio de los problemas económicos, a saber, la asociada
al nombre de Karl Marx» (pp. 17–18).
Si la razón que da para exponer la
posición marxista es tan vaga como «explorar otra forma de emprender el estudio
de los problemas económicos», no parece justificado que, a lo largo de la obra,
la tome no ya como «otra forma», sino como la única correcta. Porque, «otra»
forma que sea correcta, que no sea la habitual en la ciencia económica actual,
parece también clara necesidad.
Primera
parte: VALOR Y PLUSVALÍA
I. El método de Marx.
Según Sweezy, en el prefacio de la Crítica
de la economía política se descubre el intento de Marx y la primera de las
hipótesis de su construcción económica. El intento: describir la anatomía de la
sociedad civil (habría que decir mejor —siguiendo el símil médico— la
fisiología). Y la hipótesis: que el secreto de su funcionamiento está en la
economía política. Es decir, que una ley económica rige el desarrollo de la
vida entre los hombres.
Marx recoge —explica Sweezy—, además de
Hegel, aquellos elementos que hacían énfasis en el proceso y el desarrollo a
través de conflictos entre fuerzas opuestas o contradictorias.
Sin embargo, pretende explicar el
desarrollo histórico como una sucesión de conflictos que tienen su raíz en los
modos históricos de producción de bienes, y Sweezy encadena una serie de citas
de Marx: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta aquí es la
historia de las luchas de clase» (El Manifiesto comunista, citado por
Sweezy en p. 25). «La relación entre el trabajo asalariado y el capital
determina todo el carácter del modo de producción» (El Capital, citado
en p. 26), ya que el capital «es la fuerza que todo lo domina en la sociedad
burguesa» (Crítica de la economía política, citado en p. 26). Lo cual
provoca la siguiente situación: «La sociedad, en su conjunto, se divide cada
vez más en dos campos hostiles, en dos grandes clases que se enfrentan una a
otra: la burguesía y el proletariado» (El Manifiesto comunista, citado
en p. 27).
Marx, por tanto, reduce todas las
relaciones sociales a las que existen entre capital y trabajo. Y aun esa
relación la toma en la forma o formas que considera más importantes —no
necesariamente las más frecuentes—, las que para él manifiesten las tendencias
estructurales del modo de producción. Concretamente, como es sabido, elige la
relación que surge en la esfera de producción industrial de su tiempo. De este
modo, capitalistas y obreros son reducidos a tipos standard, a quienes se
despoja de toda característica no concerniente a la relación que examina. En
palabras del propio Marx, por si pudiera parecer exagerado: «Nos ocupamos de
los individuos, sólo en la medida en que son personificaciones de categorías
económicas, de peculiares relaciones e intereses de clase» (prefacio de El
Capital, citado por Sweezy, p. 27).
Es ésta, para Marx, una relación de
cambio: el capitalista compra fuerza de trabajo al obrero; el obrero recibe del
capitalista dinero con el que adquiere lo necesario para la vida.
El propio Sweezy nos advierte que,
absolutizadas así las hipótesis, las conclusiones a que Marx llega en el
volumen I de El Capital no responden a la realidad; que si lo planteó de
ese modo fue para poder estudiar intensivamente la relación. Ese estudio se
intenta en los volúmenes II y III, aunque, en opinión de Engels (prefacio a El
Capital, vol. II, p. 7, citado por Sweezy, p. 30) se trata de un trabajo
«escasamente ordenado y mucho menos elaborado».
El carácter histórico del pensamiento de
Marx —lo correcto sería decir historicista— viene dado para Sweezy, por la
consideración de la realidad social como el resultado del proceso de cambio
inherente a un juego de relaciones de los factores de producción. Los sistemas
sociales existen en la medida en que son formas de desarrollo de
las fuerzas de producción; cuando se convierten en trabas... desaparecen. Este
proceso no conoce finalidad ni estaciones de parada.
Ante el ineludible problema de la
participación de la libertad humana en el proceso, Sweezy atina a decir, con
notable imprecisión, que el proceso no es puramente mecánico, sino más bien,
producto de la acción humana, pero delimitada. «Los hombres hacen su historia,
pero no la hacen exactamente a su gusto; no la hacen en circunstancias
escogidas por ellos, sino en circunstancias ya existentes, dadas y transmitidas
del pasado» (cita de Marx, en The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, ed.
International Publishers, p. 13, Sweezy, p. 31). La sociedad, concluye, cambia
y, a la vez, dentro de ciertos límites puede ser cambiada.
II. El problema del valor
cualitativo.
Se llama mercancía a todo lo que se
produce para el intercambio, no para el uso directo del productor. Para la
escuela clásica —p. e. para A. Smith—, división de trabajo y cambio de
mercancías están ligadas naturalmente, necesariamente, por tanto Marx, por el
contrario, si bien está de acuerdo en que la división del trabajo es la forma
más eficiente de producción de bienes, asegura que no está necesariamente
ligada al cambio de mercancías. Esto sucede solamente si, además, se viven unas
relaciones económicas de propiedad privada.
Dada esta situación, el economista puede
hacer un estudio de la relación de cambio desde un doble punto de vista: la
relación entre los productos, al que se llamará el problema del valor
cuantitativo; y la relación entre los productores, cuyo análisis se hará bajo
el título del problema del valor cualitativo, que es el que ahora nos ocupa.
Valor de uso es cierta relación entre el
consumidor y el objeto consumido o consumible: concretamente, aquella que
constituye a éste en su condición de bien en el orden económico. En
tanto que se trata de una relación entre el hombre y una cosa, y no de una
relación social, Sweezy, siguiendo a Marx, asegura que ni siquiera pertenece su
estudio al objeto de la economía política.
Valor de cambio es aquella cualidad por la
que un producto es intercambiable con otros; es esta cualidad la que
constituye, por tanto, un producto en una mercancía.
La mercancía es siempre, para Marx, el
resultado de un trabajo, que puede ser considerado:
a) Como trabajo específico: el que se necesita
para producir una determinada mercadería, zapatos, por ejemplo; o
b) Como trabajo, simplemente en general, en lo
que de común tiene con todos los demás trabajos específicos: la aplicación de
la capacidad humana para producir una mercancía.
Al primero se le llama trabajo útil, y al
otro, trabajo abstracto.
En la construcción de su teoría, Marx
considera el trabajo como trabajo abstracto, reduciéndolo a un común
denominador, de manera que las unidades de trabajo puedan ser comparadas entre
sí y sustituidas unas por otras, sumadas y restadas, y, finalmente, agrupadas
para formar un conjunto total, el de la capacidad social de producción. Desde
este punto de vista, las clases específicas de trabajo y su distribución en un
determinado momento concreto, no interesan en la formulación de una teoría
general del sistema económico; es mucho más importante tener en cuenta la suma
total de la fuerza de trabajo y su nivel medio de desarrollo.
Sweezy afirma, además, que esta hipótesis
de Marx se fundamenta en una realidad a la que ha llegado el propio
capitalismo, en el que la movilidad de ocupación por parte de los trabajadores
es absoluta.
Un trabajo específico cualquiera,
computado en unidades —horas, por ejemplo—, es equivalente así a cualquier otro
trabajo específico. En el análisis del valor de cambio de las mercancías, y
apoyado en las afirmaciones anteriores, se asegura que éste guarda una relación
directa con la parte del tiempo de trabajo que su producción ha consumido.
En el mundo capitalista, la relación
básica entre los productores de mercancías «adopta a sus ojos la fantástica
forma de una relación entre las cosas» (Marx, El Capital, I, p. 83,
citado por Sweezy, p. 45): lo que es una relación social, hombre con hombre, es
tomada como una relación entre las cosas. Esta dosificación, este
desplazamiento de lo que es relación humana por una relación entre mercancías,
es como nos dice Sweezy, el corazón y la médula de la teoría del fetichismo de
las mercancías de Marx.
Este traslado hubiera sido imposible antes
de la aparición del capitalismo, ya que las relaciones de producción
conservaban un carácter personal muy evidente. Pero cuando —tal como ocurrió en
Europa occidental a partir de los siglos XVII y XVIII— se produce la
despersonalización de las relaciones productivas, debido a su desarrollo y
complejidad, el productor individual trata con los demás sólo a través del
mercado, en el que los precios y las cantidades se convierten en realidades
sustanciales.
Cuando el mundo del mercado ha realizado
su independencia, sigue Sweezy, sometiendo los productores a su dominio, éstos
empiezan a mirarlo como si fuera algo tan real como la naturaleza misma, a la
que no hay más remedio que adaptarse.
Todo está presentado, además, según
Sweezy, como para asegurar la igualdad: el mundo de las mercancías aparece como
un mundo de iguales: cada uno aparece como dueño de mercancías. El
terrateniente y el capitalista, sus productos: el trabajador, su trabajo. Pero
sucede que la mercancía que en el mercado ofrece el trabajador es
sustancialmente distinta de las demás, ya que se trata de él mismo, cosa que no
sucede con los productos del capitalista y el terrateniente, en los que su
valor está dado por el mismo trabajo del trabajador.
III. El problema del valor
cuantitativo.
Como los productos se venden en el mercado
en proporciones precisas, el problema que se plantea ahora Sweezy es el de
descubrir las leyes que rigen el valor de cambio en términos cuantitativos.
Para ello se parte de la suposición de que
existe una correspondencia exacta entre las proporciones del cambio y el tiempo
de trabajo que las respectivas mercaderías consumen en su producción. Esto es,
dos mercancías que suponen el mismo tiempo de trabajo para su producción se
cambian la una por la otra.
Aquí se plantea la seria dificultad de
reducir a un común denominador las diferencias de efectividad de los
trabajadores, ya que puede suceder —y de hecho sucede— que esas diferencias
afecten la posibilidad de relación directa entre valor y trabajo. Si no fuera
posible, se desmoronaría la teoría construida sobre el trabajo considerado como
un valor uniforme, del que puede extraerse un promedio que los marxistas
denominan «trabajo socialmente necesario».
Sweezy se limita a asegurar que la
influencia ejercida por la habilidad y el entrenamiento sólo se hacen sentir
«lentamente y de un modo imperfecto, y con frecuencia en formas no evidentes».
Y, aunque hay casos de personas que contradicen estas suposiciones, resultando
extremadamente hábiles en alguna actividad especial, a pesar de que su
capacidad general productiva es normal o inferior a la normal estos casos son
excepcionales y «no debemos permitir que falseen nuestra visión de la fuerza de
trabajo como un todo».
La posibilidad y el deseo de la libre
competencia son condiciones también para que las proporciones del cambio
correspondan exactamente a las proporciones del tiempo de trabajo de
producción. Porque de este modo, por las ventajas que ofrezca el mercado, el
trabajo se transfiere de una línea de producción a otra, según las
conveniencias económicas. O lo que es lo mismo: cuando la oferta y la demanda
se equilibran, el valor del producto en el mercado coincide con su valor real,
que es directamente proporcional al tiempo invertido en producirlo.
La demanda ejerce un importante papel en
la determinación del valor de las mercancías, pero sólo —dice Sweezy— en la
medida en que influye en la distribución de la capacidad total de trabajo: si
hay demanda de un producto, éste tenderá a subir de precio, hasta que la oferta
—la producción—, asumiendo más cantidad de trabajo, la satisfaga, y ponga
nuevamente el valor del mercado en su valor real.
Los marxistas se comportan frente a este
asunto como si las posibilidades de este mecanismo fueran ilimitadas,
inagotables; lo cual no es cierto, ya que la capacidad total de trabajo de que
se dispone es, en un momento dado, fija. Lo que pasa es que si la demanda
variase por su propia cuenta, independientemente de los factores que operan en
el proceso de producción, sería ella la que, en último término, determinaría el
valor de las mercancías, cosa inadmisible para Sweezy.
Si Marx —nos dice Sweezy en p. 61— no
trató este asunto más que brevemente, y aun pudiera decirse casualmente, es
porque estaba convencido de que la demanda estaba necesariamente vinculada a
los procesos de producción. Y continúa: en el capitalismo, la demanda efectiva
guarda relación con las necesidades de los consumidores; las cuales, a su vez,
están vinculadas con la distribución de los ingresos; y ésta es un reflejo de
las relaciones de producción: en marxista, la estructura de clase. Por tanto,
para el autor, la teoría del valor cuantitativo debe ser abordada desde el
punto de vista de las relaciones de producción y no desde la opción del
consumidor.
Pero Sweezy va más allá, aclarando la
postura de Marx. Nos recuerda que estamos ante un revolucionario que se
interesa por conocer los reactivos de la vida social. «Desde este punto de
vista, todo lo que es en sí mismo relativamente estable y sólo reacciona a los
cambios que se producen en cualquier otra entidad, no sólo puede sino que debe
recibir un puesto secundario en el plan analítico» (p. 62). Las necesidades, en
la medida en que no son requerimientos «biológicos y físicos elementales» son
un reflejo del desarrollo «técnico y organizacional» y no viceversa. «El modo
de producción de la vida material determina el carácter general de los procesos
sociales, políticos y espirituales de la vida. No es la conciencia de los hombres
la que determina su existencia, sino que, por el contrario, su existencia
social determina su conciencia». «La producción produce así el consumo:
primero, suministrando material a éste; segundo, determinando el modo del
consumo; tercero, creando en los consumidores la necesidad de sus productos
como objetos de consumo. Provee así el objeto, el modo y el resorte móvil del
consumo». (Marx, citado por Sweezy, pp. 62–63).
Esta ley del valor es para Marx la que
regula el equilibrio general del sistema económico del capitalismo, y aunque
las decisiones no se tomen de un modo centralizado y coordinado, funciona
igualmente. La condición para que funcione es que se trate de una sociedad de
productores privados, que satisfagan sus necesidades por el cambio, en un
sistema de libre competencia.
El precio es, para Marx en el volumen I de
El Capital, la expresión monetaria del valor. En el volumen III aparece,
sin embargo, el concepto de «precio de producción», que en realidad equivale al
precio en el mercado. Existe ciertamente una diferencia entre el valor y el
precio en el mercado: Marx dice que estas diferencias no son más que
modificaciones de los valores atribuibles a ciertas características de la
organización capitalista de la producción.
El control de la oferta ejercido por el
monopolista le permite aprovecharse de las condiciones de la demanda. De esta
manera, la demanda adquiere una significación especial, por eso el precio de
monopolio es diferente del que resultaría en un régimen de competencia libre, de
su valor real según la ley del valor.
Sweezy reconoce que estas discrepancias se
resisten a ser sometidas a una ley que las explique. Sin embargo, añade, esta
situación no altera algo aún más básico para un marxista: el hecho de que las
mercancías —aun en circunstancias de monopolio— siguen consistiendo en un valor
producido por el trabajo del obrero, aunque la conmensurabilidad cuantitativa
se haya apartado de la expresada por la ley del valor.
IV. Plusvalía y capitalismo.
En un sistema simple de producción de
mercancías, el productor es siempre el propietario. Supuesto, en cambio, un
alto desarrollo de las técnicas de producción, ya no son los propietarios de
esos medios quienes producen las mercancías: unos tienen la propiedad, y otros
son los que trabajan.
Las relaciones entre propietarios siguen
siendo relaciones de cambio, pero ahora también lo son las existentes entre
propietarios y trabajadores, ya que éstos se presentan en el mercado como
fuerza de trabajo.
En el sistema de producción simple, el
productor vende sus mercancías para conseguir el dinero necesario que le
permita satisfacer, con otras mercancías, sus necesidades. Marx designa este
proceso con el símbolo: M–D–M, donde M = Mercancía y D = Dinero.
En el capitalismo, el propietario se
presenta en el mercado con dinero, compra mercancías —trabajo y medios de
producción— y, cumplido el proceso de producción, vuelve al mercado con un
producto que convierte en dinero nuevamente. Este circuito lo designa con el
símbolo D–M–D. Como el dinero no sirve para satisfacer necesidades, Sweezy,
siguiendo a Marx, afirma que la única racionalidad que puede tener el sistema
se da cuando éste se realiza de la siguiente manera: D–M–D’, siendo D’ mayor
que D. Marx llama plusvalía a esta diferencia entre D’ y D.
En el segundo proceso, el objetivo es la
expansión del dinero según Marx, y no la satisfacción de las necesidades por
los valores de uso, tal como sucede en la circulación simple de mercancías.
«La circulación simple de mercancías
—vender para comprar— es un medio de realizar un propósito no conectado con la
circulación, a saber, la apropiación de los valores de uso, la satisfacción de
necesidades. La circulación de dinero como capital, es, por el contrario, un
fin en sí misma, puesto que la expansión del valor sólo tiene lugar en el curso
de este movimiento renovado sin cesar. La circulación de capital, por lo tanto,
no tiene límites. De este modo el representante consciente de este movimiento,
el poseedor de dinero, se convierte en capitalista. Su persona, o más bien su
bolsillo, es el punto del cual parte y al cual regresa el dinero. La expansión
del valor, que es la base objetiva o el resorte principal de la circulación
D–M–D’, se convierte en su fin subjetivo, y sólo en la medida en que la
apropiación de más y más riqueza en abstracto se convierte en el único motivo
de sus operaciones, el capitalista actúa como tal, esto es, como capital
personificado y dotado de conciencia y voluntad. Los valores de uso, por lo
tanto, no deben considerarse nunca como el fin real del capitalista; ni tampoco
la ganancia lograda en una sola transacción. El proceso inacabable y sin
descanso de la obtención de ganancias es el solo fin que persigue» (Marx, El
Capital, citado por Sweezy, p. 70).
Cuando el capitalista compra trabajo, nos
dice Sweezy perfectamente de acuerdo con Marx, en realidad lo que compra es el
uso de la fuerza de trabajo del trabajador. De donde deduce, que lo que el
capitalista compra es al trabajador mismo. Y no duda en poner el ejemplo del
esclavo —esclavo por horas—, aunque el hecho del contrato por el que se
establece la relación «oscurece la realidad de que lo que el obrero hace es
venderse por el precio estipulado».
¿Cuál es el precio de esta mercancía tan
particular? Los tintes dramáticos de la pluma de Marx lo fijan de la siguiente
manera: «El valor de la fuerza de trabajo se determina, como en el caso de
cualquiera otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la
producción, y en consecuencia, también para la reproducción de este artículo
especial... Dado el individuo, la producción de fuerza de trabajo consiste en
la reproducción de sí mismo o su manutención. Por consiguiente, el tiempo de
trabajo requerido para la producción de fuerza de trabajo se reduce al
necesario para la producción de los medios de subsistencia; en otras palabras,
el valor de la fuerza de trabajo es el valor de los medios de subsistencia
necesarios para el mantenimiento del trabajador... Sus medios de subsistencia
deben... ser suficientes para mantenerlo en su estado normal como individuo
laborante» (Marx, El Capital citado por Sweezy, p. 71).
Es, por tanto, equivalente a una cantidad
de mercancías: las necesarias para su subsistencia, reproducción y
mantenimiento específico como «individuo laborante».
Con el trabajo —sigue Sweezy exponiendo
fielmente a Marx— de una unidad cualquiera de tiempo —un día por ejemplo— el
trabajador produce más de lo que él necesita en ese día. Su trabajo puede,
entonces, dividirse en dos partes: el necesario para pagarse a sí mismo y el
excedente. El primero es el que se queda él mismo como salario, la otra parte
se la queda el capitalista y es igual a la diferencia entre D’ y D, que se ha
llamado plusvalía.
El valor de cambio de una mercancía es,
según el análisis precedente, la resultante de tres elementos que se suman:
a) C, que simboliza el valor de los materiales y la
maquinaria utilizada. Como este elemento para los marxistas no añade valor al
producto, se le llama «capital constante».
b) V, que simboliza el valor de la fuerza del trabajo,
concretamente de trabajo necesario. Como el trabajo es para los marxistas el
único elemento que introduce el incremento de valor en la materia prima, se le
llama «capital variable».
c) P, que simboliza el valor del trabajo excedente o lo
que es lo mismo, la plusvalía.
De donde resulta la fórmula:
Valor de cambio = C + V + P
En apreciación de Sweezy, esta fórmula es
la espina dorsal del análisis económico de Marx.
A partir de ella Marx establece una serie
de relaciones que luego le servirán para completar su análisis económico: la
tasa de plusvalía o tasa de explotación, la composición orgánica del capital y
la tasa de ganancia. (Cfr. Recensión a El Capital, pp. 29 ss; 35
ss; 84 ss).
La primera se define como la proporción
entre la plusvalía y el capital variable, y se designa con una P’; P’ es, por
tanto, igual a P/V.
La magnitud de P’ puede ser afectada por
tres factores:
a) la duración de la jornada de trabajo;
b) el precio del salario; y
c) la productividad.
El primero establece el tiempo total que
debe dividirse entre trabajo necesario y excedente; los otros dos determinan
cuánto de ese tiempo corresponde a ambas categorías.
P’ puede aumentar, entonces, por un
aumento de la jornada de trabajo, por una rebaja en los salarios o por el
aumento de la productvidad del trabajo. Naturalmente, también por una
combinación de los tres factores.
Marx supone también que P’ es igual para
todos los capitalistas, lo cual exige estas dos condiciones:
a) una fuerza de trabajo totalmente homogénea y
absolutamente trasferible;
b) que las industrias operen en condiciones
técnicas homogéneas.
La composición orgánica del capital es la
razón entre el capital constante y el capital total, y se simboliza con una o:
o, es, por tanto, igual a C/C+V.
La tasa de ganancia es la proporción entre
la plusvalía y el desembolso total del capital, que se simboliza con una g: g,
es, por tanto, igual a P/C+V.
Así definidas, g se nos presenta en
función de P’ y de o, como se demuestra fácilmente de modo matemático:
g es igual a P’ (1–o)
Por tanto, aunque g es lo que en
definitiva interesa a los capitalistas, para el análisis conviene advertirla
como dependiente de las otras dos variables.
También supone Marx que g es igual para
todas las empresas. Si, como dijimos antes, P’ también es la misma para todos
los capitalistas, atendiendo a la fórmula anterior, o debe, por
necesidad matemática, serlo también. No puede, sin embargo, afirmarse que o
sea precisamente el mismo para todas las empresas: las proporciones de C y V,
que determinan el valor de o, son muy diferentes, por ejemplo, en las
industrias pesadas y en un taller de producción de ropa. La fórmula chocaría
entonces con la realidad.
Sweezy sale en su defensa aduciendo que es
lícito suponer, para el análisis teórico, la validez de la fórmula, ya que aun
considerando las diferencias de la composición orgánica del capital, los
resultados a que se llega son significativamente semejantes a los que resultan
de considerarla constante. La discusión de este asunto con más detalle queda
para el capítulo VII de la obra de Sweezy.
Segunda
parte: EL PROCESO DE ACUMULACIÓN
V. La acumulación y el
ejército de reserva.
Marx imaginó una tabla de funcionamiento
económico del capitalismo, que llamó de Reproducción Simple.
Se supone que toda la industria está
dividida en dos grandes ramas: I, la que produce medios de producción, y II, la
que produce artículos de consumo.
«Hagamos que el C1 y C2 sean el capital
constante empleado, respectivamente, en I y II; en forma similar, hagamos que
V1 y V2 sean el capital variable, P1 y P2 la plusvalía y W1 y W2 producto,
medido en valor, de las dos ramas, respectivamente» (p. 88).
Entonces:
I C1+V1+P1 = W1
II C2+V2+P2 = W2
Como la Reproducción Simple se refiere, según el
autor, a un sistema capitalista que conserva indefinidamente las mismas
dimensiones y las mismas proporciones es necesario que los capitalistas
repongan cada año el capital gastado o usado y empleen toda la ganancia en el
consumo; y que los obreros hagan otro tanto con su salario.
Para que se cumplan estas condiciones debe
suceder que:
C1+C2 (el capital gastado que hay que reponer) = W1 = C1+V1+P1
(producción total de medios de producción).
V1+V2 (salarios totales) +P1+P2 = W2 =
C2+V2+P2 (producción total de bienes de consumo).
Ambas ecuaciones se reducen a ésta: C2 =
V1+P1.
La producción total se divide en dos
grandes categorías:
|
— |
Producción de medios de consumo |
} |
|
|
|
|
OFERTA |
|
|
— |
Producción de medios de producción |
|
Los ingresos, por otra parte, en tres:
|
— Ingreso del capitalista: |
— que debe reinvertir |
|
|
|
— que consume |
}DEMANDA |
|
— Ingreso del obrero: |
— que consume |
|
En I:
C1 = Oferta
de medios de producción, y también demanda de medios de producción.
V1 = Demanda de bienes de consumo.
P1 = Demanda
de bienes de consumo.
Hasta aquí el equilibrio oferta–demanda se
da en una cantidad igual a V1+P1 a favor de la oferta de medios de producción y
de la demanda de bienes de consumo.
En II:
C2 = Demanda de bienes de producción.
V2 = Oferta
de bienes de consumo, y también demanda de bienes de consumo.
P2 = Oferta
de bienes de consumo, y también demanda de bienes de consumo.
En II queda una oferta de bienes de
consumo no vendida igual a C2 y una demanda no satisfecha de medios de
producción de la misma magnitud.
Para que se equilibren, C2 debe ser igual
a V1+P1.
En el sistema de la Reproducción Simple,
el capitalista actúa dentro del sistema D–M–D. Sin embargo, el esquema del
capitalismo es el de D–M–D’, y el capitalista, necesariamente, procura aumentar
su capital convirtiendo la mayor parte de su plusvalía en inversión adicional;
su capital acrecentado le permite entonces apropiarse aún de más plusvalía, que
a su vez convierte en inversión adicional, y así sucesivamente. «Éste es
—asegura Sweezy— el proceso conocido como acumulación del capital; constituye
la fuerza motriz del desarrollo capitalista» (p. 92).
«El capitalista, como lo observaba Marx,
comparte con el avaro la pasión de la riqueza como tal. Pero lo que en el avaro
es una simple idiosincrasia, en el capitalista es el efecto del mecanismo
social del que él es tan sólo una de las ruedas» (p. 92). Aún con tintes más
agresivos y dramáticos en la pluma de Marx: «Acumular es conquistar el mundo de
la riqueza social, acrecentar la masa de seres humanos explotados por él, y de
este modo extender el predominio directo e indirecto del capitalista» (Marx, El
Capital I, p. 649, citado por Sweezy, p. 92). Obsérvese que tanto para Marx
como para Sweezy se trata de un proceso necesario e inevitable.
La segunda razón que el capitalista tiene
para acumular es la de mantenerse en un nivel técnico en creciente progreso,
para no sucumbir ante la competencia, lo cual supone una seria inversión
constante.
La acumulación implica un aumento en la
demanda de fuerza de trabajo. En el esquema de la Reproducción Simple se
suponía que la fuerza de trabajo se compraba siempre en su valor. Sin embargo,
al aumentar la demanda, la acumulación tiende a hacer subir el precio de los
salarios. Si esto sucede P’ —tasa de explotación— baja y, en consecuencia, la
tasa de la ganancia también.
¿Hay algún mecanismo para reducir el
precio de la fuerza de trabajo en el mercado a su valor natural? Porque, según
Marx y Sweezy el capitalista debe necesariamente reducir ese precio para
seguir acumulando capital.
Ricardo resuelve este problema diciendo
que el mecanismo es natural: cuando los asalariados ganan más, tienen más
hijos, el número de trabajadores aumenta, los salarios bajan a su nivel natural
(Ricardo, «Principles», p. 71, citado por Sweezy, p. 98).
La solución de Marx consiste en un
dispositivo social distinto: el reemplazo de mano de obra por maquinaria, que
produce un conjunto de desocupados a los que llama «ejército de reserva» o
«población excedente relativa». La originalidad de Marx en este asunto consiste
en la integración de esta artimaña en la estructura misma de la teoría
económica. Sin embargo, esto no bastaría para mantener el delicado equilibrio
entre el precio de los salarios y la plusvalía. La productividad mayor del
trabajo por la introducción de maquinaria acelera la acumulación y ésta provoca
una demanda creciente de fuerza de trabajo. En estas circunstancias, el capitalista
retrasa la inversión del capital para provocar la crisis y el consecuente
desempleo. Junto con la eliminación del trabajo por maquinaria, las crisis y
las depresiones forman parte del mecanismo específico para reconstruir el
ejército de reserva cuando éste disminuye.
La diferencia entre la solución de Ricardo
y la marxista consiste, pues, en que en la primera el precio de los salarios se
regulaba, a fin de cuentas, por un factor externo al sistema económico (la
población), mientras que para Marx el propio sistema capitalista incluye
internamente los factores que mantienen los salarios en su valor «natural».
VI. La tendencia descendente
de la tasa de la ganancia.
Si la acumulación produce una mecanización
progresiva de las técnicas de producción: la productividad crece de continuo; y
la composición orgánica del capital también asciende de modo sostenido. Como g
= p (1–0), al subir la magnitud de o (composición orgánica del capital)
desciende la de g. Lo cual pone de manifiesto que ciertos obstáculos internos
se oponen al desarrollo indefinido del sistema capitalista. Esto es lo que Marx
llama la Teoría de la Ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia
media en el volumen III, capítulo XIII de El Capital (citado por Sweezy,
p. 109).
Algunas «causas contrarrestantes» pueden,
sin embargo, «contrarrestar y anular» la ley general de la tasa descendente de
la ganancia, «dejándole tan sólo el carácter de una tendencia» (Marx, El
Capital, III, p. 272, citado por Sweezy, p. 110). Una de ellas, el abaratamiento
de los elementos del capital constante, ya que el uso creciente de maquinaria,
elevando la productividad del trabajo disminuye el valor por unidad del capital
constante, deprime la tendencia de o a subir. Otras tres elevan la tasa
de plusvalía: el aumento de la intensidad de explotación de los obreros —Marx
hace hincapié en la prolongación de la jornada de trabajo—; la depresión de los
salarios más abajo de su valor «natural»; la sobrepoblación relativa, que la
misma mecanización produce liberando mano de obra. Finalmente, el comercio
exterior puede influir simultáneamente en o y en P’, en la medida en que
abarata los elementos del capital constante y los artículos necesarios para la
vida, por los cuales se cambia el capital variable.
«El análisis de Marx no es ni sistemático
ni completo —nos dice Sweezy, aunque continúa disculpándolo—. Como tantas cosas
más en el volumen III —hace referencia a El Capital—, quedó inacabado, y
podemos inferir con certeza que si Marx hubiera vivido para preparar por sí
mismo el original para la imprenta, hubiera introducido extensas ampliaciones y
revisiones en varios puntos.» (p. 113).
Todo el análisis de Marx se funda en el
aumento de la composición orgánica del capital, suponiendo que P’ permanece
invariable. Como el aumento de o lleva consigo un aumento de la
productividad, si la proporción de P’ permanece invariable, aumentan los
salarios reales. Pero esto, para un marxista, no puede suceder. Si se acepta el
mecanismo del «ejército de reserva», cuyo efecto es deprimir en el mercado el
precio de los salarios, junto con la mayor productividad causada por el aumento
de o hay que aceptar también un aumento en la otra variable que forma
parte de la tasa de la ganancia, P’.
El autor considera que ambas son
variables, en cuyo caso la dirección de los cambios en la tasa de la ganancia
se hace indeterminada: 1) si el aumento de o es mayor que el de P’, g
aumenta; 2) por el contrario, si P’ aumentara más que o, g desciende; y,
finalmente, 3) si el aumento es parejo, g permanece invariable.
Sweezy sostiene que tomando en cuenta el
aumento físico de los elementos del capital constante que produce la
mecanización y el abaratamiento por unidad, el aumento de o se equipara
en magnitud con el aumento de P’ que lleva consigo la mayor eficiencia que
permite la mecanización. Es decir, adopta la opción 3).
No faltan, sin embargo, autores como
Bortkiewicz (Wertrechnung und Preisrechnung in Marxschen System, Archiv
für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, IX–1907), que sostiene que un aumento
original en o lleva a un aumento de g.
De todas maneras, Sweezy concluye que, por
lo menos, «la formulación de la ley de la tendencia descendente de g por
Marx no es muy convincente» (p. 117).
Antes de abandonar el tema de los
movimientos en la tasa de la ganancia enumera otras fuerzas que son importantes
a este respecto, además de las mencionadas por su maestro.
Tales fuerzas pueden ser clasificadas en aquellas que tienden:
1) a deprimir la tasa de la ganancia; y, 2) las que tienden a elevarla.
1) Los sindicatos y la
acción del Estado en favor de los obreros.
2) Las organizaciones
patronales, la exportación de capitales, la formación de monopolios y la acción
del Estado en favor del capital.
VII. La transformación de
los valores en precios.
La ley del valor está formulada haciendo
la suposición de que la composición orgánica del capital es la misma para todas
las industrias. Sweezy ejemplifica el funcionamiento de la ley del valor en la
siguiente tabla con tres grandes ramas de producción: I, de medios de
producción, II de artículos para trabajadores, III de artículos de lujo. Además
de suponer, como decíamos, igual composición orgánica del capital para todas
las industrias, en esta tabla se supone un mismo capital constante para todas
las industrias de la misma rama, y una tasa de plusvalía igual para las tres
ramas de la producción.
TABLA I.—Cálculo de valor (p. 127)
|
Capit |
Cap. |
Plus- |
|
Tasa de |
Comp |
Tasa de |
Rama |
Const |
Var. |
valía |
Valor |
Plusval |
Org. del |
la Ga- |
|
|
|
|
|
|
Cap. |
nancia |
|
c |
v |
p |
c+v+p |
p/v |
c/c+v |
p/c+v |
|
|
|
|
|
% |
% |
% |
——— |
—— |
—— |
—— |
—— |
—— |
——— |
——— |
I ….… |
200 |
100 |
100 |
400 |
100 |
66 2/3 |
33 1/3 |
II ….… |
100 |
50 |
50 |
200 |
100 |
66 2/3 |
33 1/3 |
III …… |
100 |
50 |
50 |
200 |
100 |
66 2/3 |
33 1/3 |
——— |
—— |
—— |
—— |
—— |
—— |
——— |
——— |
Total ... |
400 |
200 |
200 |
800 |
100 |
66 2/3 |
33 1/3 |
Ajustando los datos de esta tabla a la
realidad de la industria en la que la composición orgánica del capital difiere
notablemente de una industria a otra, la situación es la que muestra la tabla
siguiente:
TABLA II.—Cálculo del valor (p. 125)
|
Capit |
Cap. |
Plus- |
|
Tasa de |
Comp |
Tasa de |
Rama |
const |
Var. |
valía |
Valor |
Plusval. |
Org.del |
la Ga- |
|
|
|
|
|
|
Cap. |
nancia |
|
c |
v |
p |
c+v+p |
p/v |
c/c+v |
p/c+v |
|
|
|
|
|
% |
% |
% |
——— |
—— |
—— |
—— |
—— |
—— |
—–— |
——– |
I …… |
250 |
75 |
75 |
400 |
100 |
77 |
23 |
II …… |
50 |
75 |
75 |
200 |
100 |
40 |
50 |
III ...… |
100 |
50 |
50 |
200 |
100 |
66 2/3 |
33 1/3 |
——— |
—— |
—— |
—— |
—— |
—— |
—–— |
——– |
Total ... |
400 |
200 |
200 |
800 |
100 |
66 2/3 |
33 1/3 |
Es un hecho de experiencia que o es de una magnitud
mucho mayor en la industria pesada que en la de la construcción, por ejemplo.
Esta diferencia se traslada a la tasa de la ganancia. Si, como asegura Marx, el
sistema funciona sobre el incentivo de g, es evidente que el sistema no
tendría estabilidad: basta ver las diferencias de g en la Tabla II.
Resulta, por tanto, insostenible la doble afirmación de que
sólo mediante un equilibrio de g se establece el capitalismo y la verdad
de la ley del valor.
Para resolver el problema, Marx crea una nueva relación, la de
la tasa media de la ganancia: G=P/C+V; es decir, la suma total de las
plusvalías en todas las ramas de la industria sobre la suma de la cantidad
total de capital constante y variable en todas las ramas de la industria
también.
Recordando, además, que si g=p/c+v, p será
igual a g (c+v), Marx construye en términos de precios la siguiente estructura:
I ... ...
... ... ... c1 + v1 + g (c1 + v1) = G1
II ... ... ... ... ... c2 +
v2 + g (c2 + v2) = G2
III ... ... ... ... ... c3 + v3 + g (c3 + v3) =
G3
—————————–———
Totales … … C + V + g (C + V) = G
La que traducida a una nueva tabla de
precios, resulta:
TABLA III.—Cálculo del precio por Marx (p. 127)
|
|
|
|
|
|
|
Desvia- |
|
|
|
|
|
|
|
ción del |
Rama |
Capit |
Cap. |
Plus- |
Valor |
Ganan- |
Precio |
precio |
|
Const |
Var. |
valía |
|
cia |
|
respecto |
|
|
|
|
|
|
|
del valor |
|
c |
v |
p |
c+v+p |
(c+v) |
c+v+g |
|
|
|
|
|
|
|
(c+v) |
|
——— |
—–– |
—–– |
—— |
—— |
——— |
——— |
———– |
I …… |
250 |
75 |
75 |
400 |
108 1/3 |
433 1/3 |
+ 33 1/3 |
II …… |
50 |
75 |
75 |
200 |
41 2/3 |
166 2/3 |
– 33 1/3 |
III ...… |
100 |
50 |
50 |
200 |
50 |
200 |
0 |
La Tabla III no se sostiene por falta de
consistencia interior, ya que las Tablas I y II habían sido construidas sobre
la hipótesis de la Reproducción Simple. Quien quiera hacer los pasos
matemáticos correspondientes advertirá que la cantidad total de c empleado en
la producción sigue siendo igual a 400, pero el capital constante producido por
la rama correspondiente, la I, tiene ahora un precio de 433,5. Lo mismo sucede
en la cuenta de v, es decir, los salarios, que suma 200, mientras que la
producción de artículos de consumo para obreros, la rama II, tiene el precio de
sólo 166,66. Estas diferencias podrían justificarse suponiendo que los
trabajadores capitalizan 33,33, y cubren el déficit de capital en esa misma
cantidad. Pero esta solución no es marxista: los obreros no pueden capitalizar.
Desde luego que Sweezy no la acepta y llega a la conclusión de que el método de
Marx no es satisfactorio lógicamente.
Siguiendo a Bortkiewicz en un ensayo
publicado en «Jahrbücher für Nationalökonomie und Statistik», julio 1907,
propone una solución matemática para que la transformación de la tabla del
valor, al convertirse en tabla de precios, guarde todas las condiciones de la
Reproducción Simple. La solución consiste en transformar a términos de precio
todos los elementos de la ley del valor. Suponiendo que el precio de c es x
veces su valor; el de la unidad de artículo para trabajadores, y veces
el suyo; z veces el de la unidad de artículos de lujo; calculando la
tasa media de la ganancia según propone Marx, pero modificada ahora por los
índices (a ésta la llama t, ya que no corresponde con la definición de g); las
ecuaciones que ponen de manifiesto las condiciones de la Reproducción Simple
quedan de la siguiente manera:
I … … c1 x
+ v1 y + t (c1 x + v1 y) = (c1 + c2 + c3) x
II … … c2 x
+ v2 y + t (c2 x + v2 y) = (v1 + v2 + v3) y
III … … c3 x
+ v3 y + t (c3 x + v3 y) = (p1 + p2 + p3) z
o lo que
es lo mismo:
I … … … (1 + t) (c1 x + v1 y) = (c1 + c2 + c3) x
II … … … (1 + t) (c2
x + v2 y) = (v1 + v2 + v3) y
III … … c3 x +
v3 y + t (c3 x + vc y) = (p1
+ p2 + p3) z
«En vez de calcular el esquema del valor
en términos de unidades de tiempo de trabajo, podríamos ponerlo en términos de
dinero. Así el valor de cada mercancía no se expresaría en unidades de trabajo,
sino en términos del número de unidades de la mercancía–dinero por el cual se
cambiara. El número de unidades de trabajo necesarias para producir una unidad
de la mercancía–dinero suministraría un eslabón directo entre los dos sistemas
de cómputo. Supongamos que el esquema del valor ha sido calculado en términos
de dinero, y que el oro, que clasificaremos como artículo de lujo, ha sido
escogido como la mercancía–dinero. Entonces, una unidad de oro (digamos 1/35 de
onza) es la unidad de valor. En obsequio a la sencillez, supondremos también
que las unidades de otros artículos de lujo han sido escogidas de tal manera
que todas se cambian por la unidad de oro sobre la base de uno a uno: en otras
palabras, el valor de todos los artículos de lujo, inclusive el oro, es igual a
1. Ahora, pasando de un esquema del valor a un esquema del precio, queremos
retener 1/35 de onza de oro como unidad de cómputo. La unidad de oro será, por
consiguiente, igual a uno en ambos esquemas, y en las condiciones supuestas lo
mismo debe ser verdad para todos los artículos de lujo. Puesto que hemos hecho
ya la suposición de que el precio de una unidad de artículos de lujo es z
veces su valor, esto equivale a considerar z = 1» (p. 131).
De esta manera, tenemos un sistema
definido de tres ecuaciones con tres incógnitas. Si, además, para simplificar,
hacemos 1 + t = m, las ecuaciones quedan como sigue:
I ... ... ...
... ... m (c1 x + v1 y) = (c1 + c2 +
c3) x
II ... ... ...
... ... m (c2 x + v2 y) = (v1 + v2 +
v3) y
III ... ... ...
... ... m (c3 x + v3 y) = p1 + p2 +
p3
Una vez hechas las operaciones
correspondientes, resulta una tabla de precios en la que sí se cumplen todos
los requisitos de la Reproducción Simple:
TABLA III b).—Cálculo correcto de precios (p. 133)
|
Capital |
Capital |
|
|
Rama |
Constante |
Variable |
Ganancia |
Precio |
————— |
———— |
———— |
———— |
———— |
I ……… |
281 1/4 |
56 1/4 |
112 1/2 |
450 |
II ……… |
56 1/4 |
56 1/4 |
37 1/2 |
150 |
III ……… |
112 1/2 |
37 1/4 |
50 |
200 |
————— |
———— |
———— |
———— |
———— |
Total …… |
450 |
150 |
200 |
800 |
El que al modificar los valores por los
coeficientes del precio pueda establecerse de nuevo el equilibrio de la
Reproducción Simple significa que, en un esquema de precios, el ingreso total,
su división entre las principales clases de la sociedad y la forma en que estas
cantidades totales operan en el curso del desarrollo del sistema capitalista,
es el mismo que se vio al estudiar el esquema fundado en el valor.
Al comparar los sistemas en equilibrio, la
transformación, si bien modifica las cantidades, las dimensiones, los deja
sustancialmente idénticos. Poniéndolos en movimiento bajo el efecto de la
acumulación, ¿diferirán en grado importante sus respectivas propensiones?
Sweezy dice que no. Hay dos fuentes de diferencias apreciables: las dos
referidas a la composición orgánica del capital, ya que ahí está el «quid» de
la cuestión:
1) Que
o de la industria del oro siga un curso distinto del promedio de las
demás industrias. En este caso, el precio de compra del dinero operaría en
forma distinta en ambos sistemas o, viendo el asunto desde otro lado, el precio
total diferiría del valor total.
2) Que
los cambios de la composición de o, que a priori están excluidos
en el sistema del valor, aclararán de tal manera en el sistema de precios que
alterarán la sustancial equiparación que Sweezy quiere asegurar. La única
manera de evitarlo es pensar, como hace el autor, que aunque estos cambios no
son imposibles, se reparten al azar sin afectar la sustancia del sistema, ya
que repartiéndose de ese modo se anulan en relación a las cantidades totales en
que Sweezy está interesado. Con este argumento, el autor decide que la
abstracción de las diferencias entre ambos esquemas es una abstracción
apropiada, científica, y que le permite seguir utilizando el esquema del valor
por resultar más claro en la presentación de las consecuencias sociológicas del
sistema económico del capital.
Tercera
parte: CRISIS Y DEPRESIONES
VIII. La naturaleza de las
crisis capitalistas
El capítulo se abre con un exordio de
Sweezy en el que nos advierte que, si bien el fenómeno de las crisis está
presente en toda la obra de Marx, en ninguna parte se encuentra algo que se
aproxime a un examen completo o sistemático de la materia. «La crisis como fenómeno
concreto complejo no podía ser plenamente analizada en los niveles de
abstracción a que El Capital se reduce» (p. 149). No deja tampoco esta
vez de disculparse: «Tal vez pueda decirse con certeza que si Marx hubiera
vivido para completar su análisis de la competencia y el crédito, nos hubiera
dado un examen cabal y sistemático de la crisis» (p. 150).
Siendo la función y el propósito del
dinero dividir el acto del cambio, M–D (venta) y D–M (compra), ambas
operaciones pueden separarse en el espacio y en el tiempo.
En el sistema M–D–M podría llegar a
suceder que el productor A venda, y después —por el motivo que fuere— deja de
comprar a B; B, no habiendo vendido a A, tampoco puede comprar a C; C, no
habiendo podido vender a B, no puede comprar a D, y así sucesivamente. Sin
embargo, como la producción simple de mercancías es un sistema para el consumo,
no se ve que haya razones internas al sistema que puedan llegar a interrumpir
la circulación tal como acabamos de describir.
En el sistema capitalista, nos dice
Sweezy, hay un doble juego de circulación: el de los proletarios trabajadores,
que comienza con el ofrecimiento de M —su propia fuerza de trabajo—, para con
ella obtener D, y con él adquirir M: por tanto, M–D–M; y la de los
capitalistas: éstos salen al mercado con D para comprar fuerza de trabajo que
produce M, que vuelven al mercado para convertirse nuevamente en D’. Como ya
explicó, D’ es siempre mayor que D.
Así como en el sistema de producción
simple de mercancías no había razones para suponer una interrupción en la
circulación, en cambio, en el proceso capitalista sí que las hay: el talón de
Aquiles, según Sweezy, es la tasa de ganancia.
Existen dos posibilidades: a) que
desaparezca la tasa de ganancia, g, o se haga negativa: por lo general, esta
situación no es el comienzo, sino el resultado de una crisis; y b) que g
descienda de los niveles habituales a que están acostumbrados los capitalistas.
El capitalista, en un momento dado, puede
acudir al mercado con su dinero o retenerlo. A la larga, si pretende continuar
siendo capitalista, tendrá que volver a invertirlo, pero en un determinado
momento puede abstenerse de hacerlo a la espera de circunstancias más
favorables para la tasa de la ganancia, precipitando así la crisis y la
sobreproducción.
Podría pensarse que, en tales
circunstancias, los capitalistas invirtieran su dinero en el consumo,
provocando un repunte en el sistema económico, pero esto, por definición de
Marx y Sweezy —no demostrada ni explicada—, no puede suceder. Un capitalista
que renunciara a la acumulación para convertirse en consumidor de toda su
plusvalía dejaría de ser capitalista, habría sufrido una imposible
transformación sustancial.
Sweezy añade que, de ser cierto el
análisis anterior, las causas de las crisis hay que buscarlas en las fuerzas
que operan sobre g.
IX. Las
crisis relacionadas con la tendencia descendente de la tasa de la ganancia
Para algunos autores marxistas, Dobb entre
ellos, y en general los más inmediatamente ortodoxos, la ley de la
tendencia descendente de la tasa de la ganancia, como consecuencia del aumento
de la composición orgánica del capital, era, según Marx, el primer principio
explicativo en lo que concierne a las crisis.
Como esta ley —lo vimos en el capítulo VI—
está muy lejos de ser cierta, Sweezy realiza una hercúlea labor de exégesis
para mostrar que Marx toma también en cuenta la lucratividad declinante como
consecuencia de otras causas distintas: 1) un descenso en la tasa de la
plusvalía consiguiente a un aumento de los salarios en términos de valor, y 2)
la imposibilidad, en ciertas circunstancias, de vender mercancías en sus
valores íntegros, o sea, lo que ha llamado crisis de realización.
Es en la formulación de la necesidad del
«ejército de reserva» y de los mecanismos del sistema económico para mantenerlo
donde Sweezy encuentra una justificación de las crisis a partir del descenso de
la tasa de la ganancia. Cuando el proceso de acumulación —de acuerdo a la
explicación dada en el capítulo VI— conduce a un aumento de la demanda de fuerza
de trabajo, que lleva consigo un aumento de precio de éste en el mercado, la
tasa de la ganancia, como es lógico, se deprime. Los capitalistas, entonces,
recurren a la crisis como medio para provocar la desocupación y devolver al
trabajo su precio natural. La técnica que la provoca es bien sencilla: la
retracción de la inversión.
Marx veía, nos dice Sweezy, en este
proceso algo más que una explicación de las crisis. Como se trata del remedio
para solucionar los males que acompañan la acumulación a fin de hacerla otra
vez posible, la repetición del proceso no es más que cuestión de tiempo.
Pretende Sweezy presentar esta explicación como una teoría de lo que los
modernos economistas llaman el ciclo económico. «Se ve así que Marx consideraba
el ciclo económico como la forma específica del desarrollo capitalista, y la
crisis como una fase del ciclo» (p. 172).
X. Crisis de realización
Cuando el descenso de lucratividad se debe
a la imposibilidad para el capitalista de recuperar el valor íntegro de las
mercancías que produce, se habla de crisis de realización. Las hay de dos
tipos: 1) las que provienen de la «desproporcionalidad» entre las diversas
ramas de la producción, y 2) las que provienen del «subconsumo» de las masas.
Siendo el capitalismo un sistema muy
fluido, puede suceder con facilidad que los productos en el mercado abunden o
escaseen, modificándose, por tanto, sus precios en relación con sus valores.
Para los clásicos, esta sobre o
subproducción parcial tendría dentro del sistema capitalista un fácil ajuste.
Sweezy afirma que no hay garantía de que ello suceda, sobretodo si este error
afecta a una rama importante del consumo que provoque la consecuente
contratación, arrastrando detrás de ella una sobreproducción de todas las
industrias subsidiarias. Si la rama afectada es lo suficientemente importante
para que el trastorno original sea grande, puede hundir toda la economía en una
crisis.
A continuación sale al paso de lo que
considera una auténtica herejía del marxismo: la de considerar estos pasos como
la única causa de la crisis del capitalismo. En esta posición se alinean el
economista ruso Tugan–Baranowsky, el revisionista Bernstein, el marxista vienés
Hilferding y la social–democracia alemana en los tiempos de la Primera Guerra
Mundial.
¿Cuál es la razón por la que Sweezy sale
al paso de esta opinión? Su posición revolucionaria. Si estos revisionistas
están en lo cierto y las crisis no tuvieran dentro del sistema capitalista otro
origen que éste, tan dócil al arreglo, habría que renunciar a la espera de un
colapso del sistema. En cambio, si el capitalismo es inseparable de la
tendencia descendente de la tasa de ganancia o de una demanda del consumo que
tienda a quedarse cada vez más atrás de las necesidades de venta de la
producción —o de ambas a la vez—, «entonces se puede esperar que los males del
sistema aumenten con el tiempo, y el día en que las relaciones capitalistas se
conviertan en una traba para el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas
de la sociedad, debe llegar tan seguramente como la noche sigue al día» (pp.
179–180). En este caso «los socialistas deben prepararse para los tiempos
tormentosos que les aguardan; deben estar dispuestos inclusive, si fuera
necesario, a imponer por la fuerza una solución revolucionaria a las contradicciones
del orden existente» (p. 180).
Tugan–Baranowsky lo que hace es construir
una tabla de Reproducción Ampliada en la que los capitalistas utilizan una
parte de la plusvalía en comprar medios adicionales de producción y fuerza de
trabajo adicional. Para que ello sea posible, deben producirse medios de
producción por encima de lo que es necesario para sustituir el capital
constante usado en el período anterior y los artículos de consumo para los
obreros adicionales. Supone también que los capitalistas aumentan su propio
consumo.
De lo que resulta una división de la
plusvalía en cuatro partes:
pc = a la plusvalía del período precedente.
pDc = al aumento del consumo por parte de los capitalistas.
pac = a la parte de la plusvalía que se invierte en nuevos
medios de producción.
pav = a la parte de la plusvalía que sirve
para aumentar el capital variable.
El esquema de reproducción queda como
sigue:
I. c1 + v1 + pc1 + pDc1 + pav1 + pac1 = w1
II. c2
+ v2 + pc2 + pDc2 + pav2 + pac2 = w2
Si, tal como se hizo para descubrir la
condición de equilibrio de la Reproducción Simple, igualamos todos los
renglones que representan una demanda de capital constante a la producción
total de capital constante, y todos los renglones que representan una demanda
de artículo de consumo a la producción total de medios de consumo, nos aparecen
las dos ecuaciones siguientes:
c1 + pac1 + c2 + pac2 = c1 + v1 + pc1 + pDc1 + pav1 + pac1
v1 + pc1 + pDac1 + pav1 + v2 + pc2 + pDc2 + pav2 =
= c2 + v2 + pc2 + pDc2 + pav2 + pc2
Después de simplificarlas, ambas se
reducen a una sola condición:
c2 + pac2 = v1 + pc1 + pDc1 + pav1
Para Tugan–Baranowsky esta segunda ecuación prueba dos
cosas: 1) que si la parte que anualmente se agrega al capital constante no se
distribuye en proporciones correctas (desproporcionalidad) es seguro que hay
crisis, y ello es muy posible, ya que la experiencia no ofrece una base firme
para saber si habrá demanda para la nueva producción, y 2) que si el capital se
divide correctamente, no puede haber motivos para una crisis, lo cual descarta
la posibilidad del subconsumo.
Tugan–Baranowsky llega hasta las últimas
consecuencias en su afirmación de que el subconsumo puede evitarse. Aunque la
producción aumente sin cesar, «por muy bajo que fuera el consumo social, la
oferta de mercancías no podría nunca aventajar a la demanda» (Tugan–Baranowsky,
Handelskrisen, p. 33, citado por Sweezy, p. 186), ya que, en último
término, derivaría en un aumento de medios para el aumento de la producción.
Aunque pocos economistas han llegado tan
lejos en la negación de la interdependencia entre producción y consumo, «de
todos modos es imposible acusar a Tugan de inconsecuencia» (p. 189).
Los autores marxistas recibieron —como es
lógico— esta teoría en forma unánimemente desfavorable. Bajo todas las críticas
a la teoría yace una sola idea: la producción es producción para el consumo,
pese a Tugan y sus esquemas de producción, que sostienen lo contrario. Así,
Schmidt, uno de los más competentes revisionistas, en Sozialistische Monatshefte
(1901), II, p. 673. Kautsky, entonces considerado como portavoz autorizado
del marxismo, en el órgano oficial de la social–democracia alemana, Die Neue
Zeit, año XX, vol. 2 (1901–2), p. 117. Louis B. Boudin, teórico marxista
americano de los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, miembro de la
escuela ortodoxa, llega, en nombre del mismo argumento, a calificar la teoría
como un «absurdo total» (The Theoretical System of Karl Marx, 1907, p.
249). Rosa Luxemburgo, la reina de los subcomunistas, la rechaza desdeñosamente
como una «vulgar fantasía económica». Y Bukharin, portavoz de los bolcheviques
en materia de economía política, sostiene que la teoría consiste en «separar la
producción del consumo y aislarla por completo».
Como hasta ahora nos hemos encontrado con
dos tipos de crisis, la primera provocada por los propios capitalistas para
revitalizar —según Sweezy— el proceso de acumulación, y la segunda,
consecuencia de una «desproporcionalidad» en las inversiones adicionales, nada
difícil de solucionar, el sistema capitalista no parece correr graves riesgos.
Por este motivo, recogiendo fragmentos de los más dispersos de la obra de Marx
en la Introducción a la crítica de la economía política, en Theorien
über den Mehrwert y en los volúmenes II y III de El Capital, Sweezy
intenta formular una teoría del origen de las crisis verdaderamente cargadas de
posibilidades revolucionarias. Son éstas las crisis a que arrastra el
subconsumo de las masas. Sweezy admite, sin embargo, que el problema no aparece
sometido en la obra de Marx al análisis extenso y laborioso que suele dedicar a
las cuestiones que él cree más importantes. El intento de construir esa teoría
no es tampoco original, pero las formulaciones anteriores de la teoría —la de
Rosa Luxemburgo, por ejemplo— resultaron un fracaso desde el punto de vista
lógico.
La tendencia al subconsumo puede
manifestarse en estos dos sentidos: a) crisis: la producción crece y al llegar
a un mercado que no los absorbe, los precios llegan a niveles no lucrativos, de
modo que su producción o la capacidad de producción adicional, o más
probablemente ambas, serán restringidas; b) estancamiento: cuando hay recursos
productivos ociosos que no son utilizados para incrementar la producción, ya
que se comprende que el incremento provocaría una saturación del mercado.
Sweezy supone: 1) que los trabajadores
consumen sus salarios íntegramente, y 2) que la plusvalía de los capitalistas
(en aumento incesante) puede dividirse en cuatro partes:
a) la que mantiene su consumo en el nivel
anterior;
b) la que aumenta su consumo;
c) la que se acumula y crea nuevas posibilidades
de trabajo, y
d) la que se acumula y agrega al capital
constante.
Da por hecho también que los capitalistas
intentan obtener siempre tanta ganancia como sea posible, lo cual llevará al
mejoramiento continuo de los medios de producción, principalmente utilizando
más maquinarias y materiales por obrero; que procurarán, además, acumular una parte
de la plusvalía tan grande como sea posible, o, lo que es lo mismo, que
acumularán proporciones cada vez más grandes de una plusvalía total creciente.
Planteada la cuestión en estos términos,
es muy fácil demostrar que la producción aumenta a un ritmo superior al del
consumo, ya que éste aumenta por el aumento del consumo de los capitalistas en
una proporción decreciente de la plusvalía total, y el de los asalariados lo
hace también en proporción decreciente a la acumulación total.
XI. La controversia sobre el
derrumbe
El pensamiento de Marx, según Sweezy,
sobre este asunto constituye una negación de la posibilidad de la expansión
indefinida del capitalismo. Cuando las relaciones de producción capitalistas
dejen de constituir un sistema de desarrollo de las fuerzas productivas, y se
conviertan en trabas para un desarrollo ulterior, habrá comenzado el período
revolucionario, en el que la clase obrera, disciplinada y oprimida,
inexorablemente las cambiará por las relaciones de producción socialistas.
¿Esta transición sobrevendrá como
consecuencia de un derrumbe económico del capitalismo? Sobre la respuesta a
esta pregunta se enhebró una controversia entre los autores marxistas, conocida
como controversia sobre «el derrumbe».
Eduard Bernstein sostiene que la teoría
del derrumbe de Marx resulta insostenible a la luz de la evolución económica
posterior a la muerte de Marx. En su lugar, hay que reconocer una tendencia al
mejoramiento de la situación: la severidad de las crisis disminuye, las luchas
de clases se vuelven menos agudas, etc. En vista de lo cual abandona
políticamente, por falta de sustento teórico, la posición revolucionaria. Se
trata del primer marxista renombrado que intenta revisar a Marx.
Resulta interesante observar la crudeza de
la crítica de Sweezy en la misma exposición de la doctrina de Bernstein, que
fue amigo íntimo de Engels. Llegará a afirmar que Bernstein construyó su teoría
«movido por un profundo terror a la violencia» y por «el desdén de la teoría y
la preocupación por los detalles de la vida cotidiana». Su propósito real
habría sido «arrancar el marxismo hasta la raíz del movimiento socialista».
«Persiguiendo tortuosamente su propósito», Bernstein elabora la mencionada
teoría.
Las opiniones de Bernstein sobre el tema
está contenidas en el libro Las presuposiciones del socialismo y las tareas
de la social–democracia, publicado en 1899.
Cunow respondió a lo que Sweezy llama «la
agresión de Bernstein» desde las páginas de Die Neue Zeit (año XVII,
volumen I, 1898–1899) con un artículo titulado «Sobre el derrumbe», en el que
predice un empeoramiento progresivo de la situación económica a partir de una
«burda teoría» del déficit de mercados. Lo interesante de la posición de Cunow
es la aceptación por parte de un marxista verdaderamente ortodoxo de la
existencia de una teoría del derrumbe en Marx.
La reacción de Kautsky, por el contrario,
fue totalmente diferente. Afirma que ni en Marx, ni en Engels hay una teoría
del derrumbe, es decir, de una gran crisis económica que lo abarque todo, como
condición para el inevitable advenimiento del socialismo. El factor decisivo
para la transición sería «la fuerza creciente y la madurez del proletariado».
Conrad Schmidt, dando por supuesto que
Marx tiene una teoría de la inevitabilidad del derrumbe capitalista, intenta
demostrar que su médula es el subconsumo. El capitalismo se expande conservando
el ingreso de las masas —y, consecuentemente, su poder de compra— tan bajo como
sea posible. Cada vez se hace, como es lógico, más difícil la venta de las
mercancías producidas. Como Schmidt no parece considerar que en el marxismo
ortodoxo el «ejército de reserva» está insertado en el engranaje del sistema
capitalista, propone eliminar las dificultades del capitalismo elevando
suficientemente el consumo de las masas. Sweezy le considera un revisionista
más, cuyas opiniones están recogidas en la revista Sozialistische
Monatshefte, año V, vol. 2 (1901).
Polemizando con Tugan–Baranowsky, Kautsky
lanza su opinión, fundada en un análisis «que deja mucho que desear», de que si
bien «la existencia permanente de la producción capitalista es posible», el
subconsumo lleva a una situación de depresión crónica que vuelve intolerable la
situación del proletariado; las masas, en estas circunstancias «se ven
obligadas a buscar una salida de la miseria general, y sólo pueden encontrarla
en el socialismo» (Kautsky, Die Neue Zeit, año XX, volumen 2,
1901–1902). Lo que interesa más a Sweezy de la posición de Kautsky no es su
teoría del derrumbe, si así puede llamarse a lo que dice sobre la transición
del capitalismo al socialismo, sino más bien la congruencia de esta posición
con la actitud revolucionaria.
Para Rosa Luxemburgo la acumulación del
capital es imposible dentro de un sistema capitalista cerrado, como sería el
considerado por Marx. Afirma que las mercancías producidas por el nuevo capital
invertido no encuentran compradores. No pueden comprarlas los obreros, ya que
éstos agotan sus recursos en la realización del capital variable; tampoco los
capitalistas, porque si así fuera volveríamos al sistema simple de producción
de mercancías. De este razonamiento deduce que esa nueva producción sólo puede
ser vendida a consumidores no capitalistas, que, por lo mismo, quedan
absorbidos por el sistema. Con el tiempo, todos ellos quedarán incluidos dentro
de él; cuando esto ocurra, la imposibilidad de un capitalismo cerrado se
manifestará en la práctica: el sistema se derrumbará espontáneamente. La misma
razón explica la pugna de los imperialismos por controlar los restos del mundo no
capitalista y las altas tarifas protectoras, que no son otra cosa que el medio
por el cual los capitalismos nacionales impiden el acceso de los capitalismos
extranjeros en las capas del propio país (los campesinos, por ejemplo) no
incorporadas aún al sistema.
Sweezy critica la posición de Rosa
Luxemburgo en dos puntos fundamentales. Uno de ellos, muy claro. Nadie puede
vender a consumidores no capitalistas sin comprarles algo. ¿Quién será,
entonces, el comprador de las mercancías «importadas»? Si no hay mercado
interno para las mercancías «exportables», tampoco puede haberlo para las
«importadas». La distinción entre compradores insertados dentro del sistema
capitalista y no insertados resulta completamente inútil para resolver el
problema que se plantea. Si el dilema fuese real, probaría no sólo el próximo
derrumbe del capitalismo, sino su misma imposibilidad.
Rosa Luxemburgo considera que el consumo
dentro del sistema capitalista permanece estático, pero eso no es cierto. Lo
que realmente pasa, en opinión de Sweezy, es que el crecimiento del consumo es
inferior al aumento de la producción. Eso permite una cierta expansibilidad,
aunque en último término habrá de desembocar en una crisis como consecuencia
del subconsumo.
Una vez más, Sweezy destaca que la
posición de Rosa Luxemburgo, si bien económicamente falsa, en el terreno del
materialismo histórico era auténticamente marxista. Resultan interesantes estas
referencias a la coherencia marxista de autores considerados como
«heterodoxos», revisionistas, etc., porque ponen más de manifiesto si cabe las
fallas, los errores y las incoherencias de la doctrina de Marx.
En la década del 20, después de la Primera Guerra Mundial, las
tres posiciones sobre el tema eran las siguientes:
a) la de los revisionistas, entre los cuales
ahora se encuentran los antiguos teóricos ortodoxos, Kautsky y Hilferding, que
habían perdido el fervor revolucionario;
b) la de los bolcheviques, cuyo líder era Lenin.
Desde un punto de vista teórico se mostraban renuentes a aceptar las predicciones
del derrumbe por causas estrictamente económicas, y esperaban más bien el
inevitable fin del capitalismo como consecuencia de las guerras provocadas, en
último término, para aumentar las ganancias monopolistas de los grandes trusts
de los países capitalistas rivales, y, finalmente;
c) los que seguían sosteniendo la tesis del
derrumbe: la defensa de esta posición quedó a cargo de los partidarios de Rosa
Luxemburgo, entre los cuales podría contarse Fritz Sternberg.
La posición de Henryk Grossman sobre el
tema es verdaderamente original. Utilizando un esquema de reproducción ideado
por Otto Bauer, llega a la conclusión de que el capitalismo se vendrá abajo por
un déficit de plusvalía.
El esquema tiene las siguientes
características: la población trabajadora y la suma del capital variable
aumentan por igual en una tasa del 5 por 100; la tasa de plusvalías es siempre
del 100 por 100, de manera que también crece a una razón del 5 por 100; como la
composición orgánica del capital debe subir, se supone que el capital constante
crece en una tasa del 10 por 100. La forma en que la plusvalía se divide en
consumo de los capitalistas, capital variable adicional y capital constante
adicional, se determina de modo que dé los resultados que se presuponen en las
premisas del esquema. El año 21 de funcionamiento, la suma dejada para el
consumo de los capitalistas comienza a declinar; el año 34 prácticamente ha
desaparecido. De ahí en adelante, ni siquiera se puede mantener la acumulación
prevista en las proporciones preordenadas de capital constante y variable.
La crítica de Sweezy se basa, en primer
lugar, en la falta de realidad de los datos que figuran en el esquema. Se hace
depender la tasa de la acumulación de dos factores: la tasa de crecimiento de
la población y la necesidad de que el capital constante crezca con el doble de
rapidez que el capital variable. Para Sweezy se trata de datos incompatibles,
porque, en su opinión, una tasa tan alta de crecimiento de la mano de obra
detiene el crecimiento del capital constante en relación con el variable. La
conclusión a que se llegaría es que el capitalismo podría funcionar eternamente
(a Sweezy no le entusiasma mucho la idea). Para él la tasa de acumulación es
una variable independiente. Por el contrario, es la división de la acumulación
entre capital constante y variable la que depende en buena medida de la
relación entre la tasa de la acumulación y la del aumento de la fuerza de
trabajo, de manera que el aumento del capital constante es relativamente mayor
que el del capital variable. Las relaciones de causalidad, ya se ve que son
contradictorias. Pero ni siquiera admite Sweezy que sobreviniera la catástrofe
porque la plusvalía no alcanzara para emplear al 5 por 100 de los obreros
adicionales, y añadir, además, el 10 por 100 al capital constante. Suponiendo
que sólo alcanza para ocupar al 4 por 100, ¿vacilarían los capitalistas, se
pregunta Sweezy, en dejar sin trabajo al 1 por 100 de los trabajadores
adicionales? No, responde, entre otras razones, porque ello obraría como una
desgravación de la presión que sufren los salarios y, en consecuencia, tiende a
aumentar la tasa de la plusvalía. Cada nuevo año, lo único que sucedería es un
aumento de la desocupación, pero no una imposibilidad de seguir adelante con el
sistema.
Descontento con todas las respuestas dadas a la cuestión,
Sweezy intenta su propia respuesta en el siguiente capítulo.
XII. ¿Depresión crónica?
Quizá influido por las dificultades
encontradas por tantos autores, a la hora de explicar el porqué del anunciado
final del capitalismo, la respuesta de Sweezy a la cuestión es la siguiente: no
interesa saber si teóricamente se puede demostrar la inviabilidad del sistema
capitalista; es suficiente probar que el sistema caduca en su capacidad
creadora, pierde su carácter progresivo. En ese caso, si el viejo orden ha
producido una clase que esté dispuesta y sea capaz de romper los lazos que los
mantienen, estaremos en presencia de una sociedad nueva. El alejamiento de
Sweezy, en este punto, de la «ortodoxia» del marxismo es patente: para Marx era
precisamente el carácter necesariamente progresivo del capitalismo lo que
aseguraba su inviabilidad. Lo que resulta más difícil de entender en toda la
obra de Sweezy es por qué —una vez comprobada la invalidez de las conclusiones
de Marx, y la «coherencia» interna del marxismo— no se plantea siquiera la
validez científica de sus fundamentos.
Para demostrar la carencia de carácter
progresivo no será necesario probar que el capitalismo marcha necesariamente a
una catástrofe; bastaría demostrar que caerá en lo que el autor llama una
«depresión crónica», es decir, que la depresión tiende a ser la regla, más bien
que la excepción, en su funcionamiento.
La tendencia al subconsumo, cuya
elaboración teórica hizo Sweezy en el capítulo X, demostraría que el
capitalismo tiende a esa situación. Sin embargo, el sistema lleva muchos años
de funcionamiento y expansión sin esos problemas, al menos en una medida que
pudiera considerarse crónica.
La teoría, desde luego, fue elaborada
—como el propio autor reconoce (cfr. p. 240)— prescindiendo de algunos
elementos de la realidad que obran como «fuerzas contrarrestantes» de la
tendencia al subconsumo. Si estas fuerzas continuaran neutralizando la
tendencia al subconsumo, tal como lo han venido haciendo, la pretendida
tendencia no afectará nunca la subsistencia del sistema; si, en cambio, se
pudiera probar que se están haciendo más débiles, habría que llegar a la
conclusión de que las crisis y el estancamiento entran en el pronóstico del
futuro del sistema capitalista. El sucederse de conjeturas y posibilidades
dentro de la posibilidad no refuerza precisamente lo «científico» de la teoría
de Sweezy. Estas fuerzas contrarrestantes pueden ser agrupadas en dos
categorías:
a) Aquellas que privan al aumento
desproporcionado de los medios de producción de sus consecuencias
económicamente perjudiciales: 1) la industrialización, y 2) la inversión
defectuosa.
b) Las que elevan la tasa de aumento del consumo
en relación con la del aumento de la producción: 3) el crecimiento de la
población; 4) el consumo improductivo; 5) los gastos del Estado.
Mientras se instala una nueva industria,
los gastos de inversión, consumo en ese momento, no se corresponden con el
envío de más bienes de consumo al mercado más que al cabo de un cierto tiempo.
Vista la economía en su conjunto, si una parte relativamente importante de la
acumulación se destina a la instalación de nuevas industrias, como sucede en
los períodos de industrialización, la tendencia al subconsumo no se manifiesta.
Este proceso, sin embargo, está ya cumplido en los países capitalistas, y si
bien es cierto que en la mayor parte del mundo la industrialización está
todavía por hacerse, ésta —asegura Sweezy— no va a realizarse a partir de la
acumulación de los países ya industrializados. Una parte del mundo la está
alcanzando bajo un sistema de relaciones económicas socialistas, y, con
respecto a los demás países subdesarrollados, encuentra tres razones para
dudarlo: el crecimiento de los monopolios, que frena la industrialización de
los no desarrollados; las constantes disputas sobre el derecho a explotar
determinadas áreas, que difícilmente harán posible que alguno de los países
industrializados pueda gozar de los beneficios de la exportación de capital,
por lo menos, pacíficamente; y el nacionalismo de esos países no desarrollados,
que les lleva a oponerse a su incorporación económica en la órbita de esos
países imperialistas.
La inversión defectuosa, por no terminar
aportando al mercado bienes de consumo, contrarresta la tendencia al
subconsumo. ¿Constituye éste un factor contrarrestante de importancia? Sweezy
da respuesta a esta pregunta sin aportar, una vez más, datos serios. Afirma que
no debe subestimarse, pero que este fenómeno suele suceder más frecuentemente
en los períodos de expansión rápida, y no en los períodos de estancamiento, que
es cuando resultaría más útil.
El aumento de la población, al incidir en
forma de «ejército de reserva» sobre las relaciones de producción, permite
detener el proceso de mecanización, y hace posible la incorporación de mano de
obra en la expansión del capital. De esta manera, el aumento del consumo
mantiene un cierto equilibrio con el aumento de la producción.
En el futuro, esta fuerza contrarrestante,
tan importante en el pasado, dejará de ejercer su benéfica influencia,
permitiendo que se haga presente el subconsumo y su cortejo de crisis y
estancamientos. En primer lugar, porque en el interior de los países
capitalistas ya se han agotado las reservas de nuevos estratos de población, y,
en ellos, la misma tasa de natalidad ha descendido; y también, porque su
expansibilidad a las poblaciones de países subdesarrollados tropieza con las
mismas dificultades que las de la exportación de capitales.
Todo el sistema económico marxista
—reconoce Sweezy— ha sido construido sobre la base de la relación
capitalistas–obreros. A la hora de consumir, sin embargo, no sólo consumen
ellos, sino también muchas otras personas, a las que se llama consumidores
improductivos, porque no son productores de plusvalía.
Dejando la prueba para más adelante,
Sweezy afirma que una parte importante de este consumo supone un aumento en el
consumo total y una deducción de la plusvalía que, de otro modo, estaría
disponible para la acumulación; que cada vez es más importante el volumen del
consumo de estas «terceras personas», y lo será cada vez más en el futuro. Ésta
es la fuerza contrarrestante de la tendencia al subconsumo más importante.
Teniendo en cuenta el enorme aumento y
complejidad de los gastos del Estado en el siglo XX, Sweezy propone
distinguirlos en tres categorías:
a) Desembolsos de capital del Estado: incluyen
todos los desembolsos en trabajo y materiales que son hechos con fines de
producción y venta. Mientras el Estado procure obtener de este modo plusvalía
suficiente como para cubrir el interés corriente de las obligaciones del
Gobierno, el Estado puede considerarse como un capitalista. Si la actividad del
Estado ocupa simplemente el lugar de la privada, su intervención, respecto de
la tendencia al subconsumo, es inexistente, o al menos, desdeñable; si, en
cambio, la acumulación del Estado se hace a expensas del consumo privado o del
propio Estado, la tendencia al subconsumo se agrava.
b) Transferencias del Estado: son todos aquellos
pagos que el tesoro público hace y que no tienen que ver con el pago de
mercancías o servicios que se le presten: interés de la deuda pública, pagos de
Seguridad Social, subsidios, etc. Durante el siglo XIX los pagos de
transferencia iban a parar a los sectores ricos de la población; en cambio, en
las últimas décadas —escribe al comienzo de la del 40— los ingresos del Estado
proceden preferentemente de los sectores ricos, y aumenta el volumen de los
pagos de Seguridad Social. «Tenemos, por consiguiente, razones para decir que
los pagos de transferencia han venido evolucionando en la dirección de
contrarrestar la tendencia al subconsumo» (p. 257).
c) Consumo del Estado: son aquellos gastos
improductivos del Estado para el pago de las actividades de gobierno
—legislativas, judiciales, ejecutivas, militares, etc.— y el de las obras
públicas de carácter no comercial. Si estos gastos se hacen con dinero proveniente
de plusvalía, que de otro modo se habría acumulado —y ésta es la tendencia
contemporánea—, hay que considerar al consumo del Estado como una fuerza que
contrarresta la tendencia al subconsumo.
¿Saldrá triunfante el subconsumo? En una
afirmación que no puede mostrarse como ejemplo de rigor científico nos dice:
«En general, parece haber poca duda de que la resistencia al subconsumo
disminuye en los centros del capitalismo mundial» (p. 259). Existe, sin
embargo, una posibilidad de que ello no ocurra: «que el Estado gaste dinero que
no se toma del ingreso de nadie, sino que se produce directamente, o se toma en
préstamo de los bancos. Si todos los recursos productivos son plenamente
utilizados, este método para cubrir los gastos del Estado conduce, por la vía
de la inflación de los precios, a una sustracción de los ingresos individuales.
En este caso probablemente el efecto en el consumo total no es grande, ya que,
por regla general, el aumento en el consumo del estado es compensado,
mayormente, por una reducción del consumo individual. Pero si la economía se
deprime y los recursos no se utilizan plenamente, el consumo adicional del
Estado cubierto por la creación de poder de compra tendrá efectos secundarios
favorables en la acumulación y el consumo privados. Por consiguiente,
instituyendo y sosteniendo una tasa suficiente de consumo del Estado, con el
poder de compra de reciente creación, podría parecer que el Estado se encuentra
en condiciones de llevar la economía a un nivel de empleo total y sostenerla
allí. Más aún, del examen anterior se sigue que, una vez alcanzada una
situación de empleo total, el Estado puede, alterando la norma y el volumen de
los impuestos y los gastos, influir en el consumo total y la acumulación total,
en la dirección deseada» (p. 259). Y más adelante: «Todos los economistas
modernos recomiendan esta línea de acción, y aún es corriente interpretar en
este sentido mucho de lo que los Gobiernos capitalistas han hecho en los
últimos diez años» (p. 260). Sin embargo, Sweezy no cree en esa posibilidad.
Por eso pasa, en el próximo capítulo, a estudiar la acción del Estado en
materia económica.
Cuarta
parte: EL IMPERIALISMO
XIII. El Estado
En la medida en que la economía se
considere como una ciencia social, nos dice Sweezy, es evidente que la acción
del Estado en las relaciones sociales de producción forma parte de la materia
de la economía política.
De nuevo el autor debe reconocer otra
laguna en su maestro: «Como en el caso de las crisis, Marx no elaboró nunca una
teoría del Estado sistemática y formalmente completa» (p. 265). Lo que intenta
en este capítulo es un tratamiento teórico del Estado que sea congruente con
las numerosas observaciones dispersas de Marx sobre el asunto.
Suponiendo, como lo hace el materialismo
histórico, que de las condiciones sociales de la producción surgen, a modo de
sobreestructuras, las instituciones políticas, Sweezy —como Marx— parte de que
el Estado es un instrumento en las manos de aquellos que se benefician
materialmente del sistema de producción —las que llama clases dominantes—, para
garantizar y hacer efectiva la estabilidad de esas condiciones. Conviene
recordar que, para los marxistas, «dominación de clase» y «protección de la
propiedad privada» son sinónimos, ya que, para ellos, bajo las relaciones de
producción capitalistas, la propiedad es aquel dominio sobre las cosas que
permite liberarse del trabajo a sus poseedores y disponer del trabajo de los
demás. Por eso, cuando dicen que el fin supremo del Estado es la protección de
la propiedad privada, quieren decir que el Estado es un instrumento de
dominación de la clase dominante.
Analizando los textos en que Marx estudia
la extensión de la jornada de trabajo (El Capital, cap. X, citado por
Sweezy en p. 271), resume en tres grandes líneas la acción del Estado como
instrumento económico dentro del marco capitalista:
a) Es
empleado para resolver, en la esfera económica, problemas planteados por el
desarrollo del capitalismo, que los capitalistas no podrían resolver sin su
fuerza y apoyo;
b) Cuando
se afectan los intereses de la clase capitalista, hay una fuerte predisposición
a usar del poder del Estado en su favor;
c) El
Estado hace concesiones a los obreros, siempre que las consecuencias de no
hacerlo fueran lo suficientemente peligrosas para la estabilidad y
funcionamiento del sistema como un todo.
¿Es posible que los principios hasta aquí
establecidos sobre la acción del Estado en materia económica conserven su
validez en una sociedad capitalista plenamente democrática? Es decir, parlamentaria,
de sufragio universal y libertad de organización en la esfera política.
Sweezy reconoce que este sistema político
«saca a la luz en la esfera política los conflictos de la sociedad capitalista;
restringe la libertad de los capitalistas para el uso del Estado en su propio
beneficio; fortalece a la clase obrera en su demanda de concesiones, aumenta
inclusive, por último, la posibilidad de que la clase obrera presente demandas
que amenacen al sistema mismo» (p. 277). Sostiene, sin embargo, que nada hay en
la democracia que le lleve a modificar su opinión sobre las funciones del
Estado en esta materia. Dice, para negar la posibilidad de que, por la acción
política pueda realizarse la transición del capitalismo al sistema socialista
de producción, que ese tipo de acceso al poder sólo tiene carácter de
formalidad y no de realidad en su ejercicio. En el último capítulo desarrolla
el tema más extensamente.
Hasta ahora, el análisis de la acción del Estado ha sido hecho
sobre un sistema capitalista cerrado. Antes de evaluar definitivamente el papel
del Estado en la determinación del futuro del orden capitalista, considera
necesario examinar las interconexiones de la economía mundial entre naciones no
capitalistas, semicapitalistas y capitalistas, en las que el monopolio, en
diversos grados de desarrollo, es un fenómeno común.
XIV. El desarrollo del
capital monopolista
La acumulación produce el hecho evidente
de que cada vez sea mayor el volumen del capital puesto en circulación en el
proceso productivo capitalista. A este fenómeno llamaba Marx concentración de
capital. La centralización del capital, en cambio, es una redistribución del
capital disponible, que va a parar a manos de una dirección cada vez más
unificada. «Marx no trató de exponer las leyes de esta centralización de
capitales, sino más bien se contentó con una breve alusión a algunos hechos»
(p. 281).
El factor primordial y básico de la
centralización se encuentra en la producción a gran escala, que facilita la
productividad del trabajo; por consiguiente, los capitalistas mayores vencen a
los menores. De esta manera, las empresas menores pasan a manos de las más
eficientes que, de ese modo, aumentan aún más su tamaño.
Otra importante fuerza centralizadora es
—en su sentido más amplio— el «sistema de crédito»: es decir, los bancos, los
mecanismos financieros de las empresas de inversión, mercados de valores, etc.
La centralización por esta vía no implica la expropiación de las empresas
menores por las mayores, sino más bien la combinación de capitales para la
formación de empresas más grandes, por tanto, capaces de empeños industriales
más grandes y de mayor efectividad.
Los principales efectos de la
centralización y, en grado menor, de la misma concentración, según el autor,
son tres:
a) Una
socialización y racionalización del proceso productivo;
b) Una
aceleración de las consecuencias de la acumulación;
c) La
sustitución progresiva de la competencia por el control monopolista.
«Una nueva aristocracia de la fianza
—escribe Karl Marx en el volumen III de El Capital, con su inconfundible
estilo demagógico (citado por Sweezy en p. 284)—, una nueva suerte de parásito
bajo la forma de promotores, especuladores y simples directores nominales: todo
un sistema de engaño y estafa por medio de la manipulación de las
corporaciones, del tráfico y la especulación con las acciones. Es la producción
privada sin el control de propiedad privada».
En todo este capítulo de su obra, el autor
sigue en buena medida a Hilferding en su obra El capital financiero (1910).
Económicamente, la consecuencia más
importante de la nueva organización capitalista es la disolución del vínculo
entre la propiedad del capital y la dirección real de la producción. Este
fenómeno se opera, no tanto por la forma corporativa, sino por medio del
mercado de valores. A través de él, el propietario del dinero se va
convirtiendo en prestamista, en accionista.
Además, si una empresa que rendirá el 20
por 100 sobre la inversión, va a pagar sólo el 10 por 100 a sus accionistas,
porque ésta es la expectativa habitual de este tipo de inversiones, el promotor
de esos valores puede vender el doble del capital que invierte o piensa
invertir. Éste es el origen de lo que Hilferding llama «la ganancia del
promotor».
Además de sentar la base para esta
ganancia, la separación del propietario del dinero, de la conducción del
proceso productivo, lleva también consigo una mayor centralización del control
del capital. Si bien, el control de las corporaciones está en manos de los
accionistas, de hecho, los propietarios de las mayorías son los que ejercen
—también legalmente— el control completo de todo el capital.
Pero las posibilidades de centralización
mediante el uso de la forma corporativa, permiten también que una corporación
posea la mayoría de las acciones de otra corporación. Así, un grupo económico
que posea la mayoría en la corporación A, puede usar del capital total de A
para obtener el control de las corporaciones B, C y D; y el capital de éstas,
para atraer al redil a nuevas corporaciones. De este modo, la ganancia del
promotor pone en manos de unos pocos capitalistas importantes cantidades de
dinero, que pueden ser manejadas por ellos de tal forma que les aseguren el
control de sumas aún mucho mayores.
Cuando se alcanza una etapa relativamente
alta de centralización, quedando un reducido número de empresas en una línea de
producción, la competencia llega a hacerse durísima y peligrosa, de modo que no
favorece a nadie. La característica específica de las combinaciones es que se
constituyen para monopolizar el mercado. La realización de este propósito
implica la limitación o anulación de la libertad de quienes las integran, para
coordinarse bajo una política unificada.
Las formas que adopta, según la exposición
de Sweezy, son las siguientes:
a) el «pacto de caballeros», que consiste en la
articulación de una política común, pero sin carácter obligatorio para los
integrantes;
b) el pool se diferencia del anterior pacto, en
que la política de articulación se fija por escrito, pero también su cumplimiento
depende de la cooperación voluntaria de quienes lo establecen;
c) para evitar la debilidad de estas combinaciones se
creó el tipo cártel. Aunque son muchos los tipos posibles de cárteles,
suelen contar con un comité central, que establece precios y cuotas de
producción, y tiene capacidad de sanción a los trasgresores del pacto. A medida
que el cártel extiende la competencia de su comité central se parece cada vez
más a la combinación monopolista por fusión completa o de tipo trust;
d) la fusión completa se establece, bien cuando alguna
empresa más importante logra absorber la competencia o porque mediante la
asociación de las empresas se crea una nueva de carácter monopolista;
e) el trust, propiamente dicho, constituye un
sistema más estrecho de organización que el cártel. Bajo esta forma de
combinación, los capitalistas que controlan las empresas que lo constituyen,
entregan sus acciones a un grupo de depositarios, a cambio de certificados de
depósito. Los depositarios son los que ejercen el derecho de voto
correspondiente a esas acciones —los que gobiernan, por tanto— y los tenedores
de certificados reciben nada más que los dividendos.
Desde el punto de vista del tema, poco
importa la forma que adopten, sino el hecho de su constitución que, según
Sweezy, modifica el carácter del sistema capitalista.
Sweezy dedica una larga disquisición al
papel de los bancos en este proceso, polemizando con la opinión de Hilferding,
ya que de tener éste la razón, la orientación de la política, en orden a provocar
el trasvasamiento de sistemas, debería señalar el rumbo de la pacífica captura
de los bancos y no el dramático de la lucha revolucionaria...
Nos dice el autor que, efectivamente, en el período de
formación de las corporaciones, el papel de los bancos es preponderante, ya que
embolsan buena parte de las ganancias del promotor, pero que, una vez
establecidas las combinaciones, éstas tienen fuentes de recursos internos que
les permiten independizarse del sistema bancario. Hilferding llama «capital
financiero» al capital del sistema de producción capitalista en este estadio de
su desarrollo. Sweezy propone, para evitar la resonancia que pudiera tener con
el capital manejado por la banca, el de «capital monopolista».
XV. El monopolio y las leyes
del movimiento del capitalismo
¿Cuáles son las modificaciones que sufre
el sistema capitalista de transformarse en capitalismo de monopolio? Sweezy
dedica este capítulo al análisis de las consecuencias en la hipótesis de un
sistema cerrado; el próximo, a sus repercusiones en la economía mundial.
En situación de monopolio, el precio de
los productos ya no se corresponde al número de horas que se emplea en su
producción. Es decir, no resulta aplicable la ley del valor. Ni existe una ley
que permita determinar en realidad el precio de las mercancías. Sin embargo,
nos dice, «esto no debe ser causa de desaliento» (p. 298), ya que, al menos, se
puede afirmar que el precio de monopolio es siempre más elevado. Por eso, si
bien no puede determinarse la amplitud de las modificaciones, sí la índole de
éstas tomando en cuenta la ley del valor.
Aunque los monopolios se establecen con el
propósito de aumentar la ganancia de las empresas, el valor total del trabajo
social no aumenta con la formación de monopolio. ¿De dónde, pues, sale la
ganancia extra del monopolista? La ganancia extra sólo puede proceder de una
deducción de la plusvalía de los otros capitalistas o de una deducción de los
salarios de los trabajadores. Suponiendo que esto no es posible, dado el
desarrollo de las organizaciones sindicales en este momento del desarrollo
capitalista, esta ganancia sólo puede provenir de los bolsillos del resto de
los capitalistas.
La igualdad de tasas de la ganancia tiende
siempre a producirse, en tanto que el capital procurará salir de las ramas
perjudicadas, para establecerse en las monopolizadas, pero la esencia misma del
monopolio consiste en la existencia de trabas para este desenvolvimiento libre
del capital. Esta igualación sigue un camino singular, que Sweezy llama,
siguiendo a Hilferding, la propagación. El principio de la propagación lo
ilustra con el siguiente ejemplo: cuando la producción de mineral de hierro ha
sido monopolizada, el precio sube, y quienes soportan este aumento son los
productores de lingotes de hierro; éstos tienen ahora un incentivo acrecentado
para unirse y, de ese modo, elevar sus precios ante la industria del acero y
poder además hacer frente a la industria minera para conseguir la rebaja de los
precios.
Este proceso opera en forma muy desigual,
ya que las circunstancias en las distintas ramas de la industria para la
implantación y el mantenimiento de las condiciones de monopolios son diversas.
Concretamente, en aquellas ramas en que sólo hacen falta pequeñas cantidades de
capital para establecerse y satisfacer necesidades abundantes, se hace difícil
monopolizar la producción. El proceso establece, entonces, una jerarquía de
tasas de la ganancia: las más altas corresponden a las industrias de producción
en gran escala y las más bajas a la industria pequeña, donde numerosas firmas
coexisten y la facilidad de entrada en el mercado impide la formación de
combinaciones estables.
La proporción de la plusvalía que se
acumula, nos dice, es mayor cuanto mayor sea el volumen total de una empresa.
La centralización produce, entonces, el efecto de acelerar la acumulación.
El monopolista, además, no invertirá su
acumulación en la propia industria, ya que la tasa de la ganancia marginal
puede convertirse en negativa, sino que intentará hacerlo fuera de ella. Si
acumula en su propia industria, al enviar más productos al mercado, el precio
tenderá a bajar y la disminución del precio por unidad puede influir en el
negocio, hasta el punto de llegar a rendirle menores beneficios que antes.
Finalmente, el monopolio influye en la
actitud del capital respecto de la transformación tecnológica. No ya para
detenerla, aunque —dice Sweezy— teóricamente así pudiera parecer, ya que cualquier
innovación tecnológica supone la pérdida de valor de buena parte del capital ya
invertido, por anticuado. Si esto no sucede, nos explica, es porque la
investigación tecnológica estará orientada a economizar fuerza de trabajo. La
sustitución de equipos tendrá lugar solamente cuando los anteriores se hayan
gastado o la nueva técnica suponga tal ahorro de fuerza de trabajo que amortice
el costo de la inversión. Es decir, se trata de reducir al mínimo la necesidad
de invertir capital nuevo.
Como contrapartida, habrá un
amontonamiento de capital en las industrias no monopolizadas, con la
consiguiente depresión de la ganancia en esas áreas.
La relación de estos fenómenos con la
tendencia al subconsumo es clara. En realidad, es lo único que interesa al autor.
En la medida en que la tasa de la acumulación aumenta, la tendencia se
refuerza. Además, la depresión de la tasa de ganancia es un elemento más que se
añade al subconsumo como factor que contribuye a provocar crisis y depresiones.
El comercio, entendido como compra y venta
de productos, no agrega valor a los artículos producidos, según la ley del
valor. De donde surge, entonces, la ganancia del comerciante. Negando por
teoría que pueda añadirse valor a la mercancía, la única posibilidad que queda
es que se trate de una deducción de la plusvalía del capitalista industrial. El
comerciante compra el producto en menos de su valor, y lo vende en su valor.
Esta diferencia cubre los gastos de comercialización y rinde al comerciante la
tasa de ganancia corriente en el marco de dinero sobre el capital que invierte
para realizar sus operaciones.
El comercio aumenta el consumo (que se
incrementa por el de todos los que viven de él), reduce la suma total de la
acumulación al repartir la plusvalía entre mayor número de capitalistas, y
provee un mercado de inversión de capitales. Todo ello contrarresta la
tendencia al subconsumo.
¿El monopolio aumenta o disminuye el
volumen de las actividades comerciales? Sweezy, polemizando sobre este punto
con Hilferding, asegura que lo aumenta, como mercadería de un capitalismo de
competencia, considerablemente. En el monopolio, las altas ganancias no
conducen a una expansión de la producción. En estas condiciones, qué hará el
monopolista para aumentar sus ganancias: suponiendo que ha logrado consolidar
su situación conquistando para sí los negocios que estaban en manos de la
competencia, intentará incentivar el consumo, para que derive en provecho de
los productos de la rama de su industria, de manera que, por presión de la
demanda, aumenten más aún los precios. Aquí encuentra la explicación del enorme
auge de las partes de vender y anunciar que considera una característica del
capitalismo de monopolio.
La plusvalía, que de otro modo, iría a
parar a la acumulación, se desparrama en el mantenimiento de un amplio sistema
de promoción y ventas. El ritmo de la acumulación disminuye: la plusvalía se
distribuye y aumenta el consumo. Aparece una poderosa fuerza contrarrestante de
la tendencia al subconsumo.
Este proceso, añade, sólo es posible
gracias a una elevación sustancial y continuada de la productividad del
trabajo. Sólo así, la proporción de la fuerza de trabajo ocupada en tareas
improductivas puede aumentar sin un grave deterioro en el nivel de vida
general. Esta gente, junto con los profesionales, docentes, militares,
funcionarios de gobierno, etc., configura una «nueva clase media».
En consecuencia: 1) suben los precios de
las mercancías monopolizadas; 2) se establece una gradación en las tasas de la
ganancia; 3) la plusvalía se concentra; 4) se cierra el paso a la inversión en
las ramas monopolizadas y el capital se concentra en las de mayor competencia;
5) la tecnología, al servicio del monopolio, tiende a economizar las
inversiones en las áreas monopolizadas; y 6) los costos de venta y distribución
aumentan.
3), 4) y 5) manifestarían una aceleración de las
contradicciones inherentes al sistema de producción capitalista en su estadio
de monopolio. Y 6) tendería a contrarrestar esas dificultades, aunque, aclara,
no resolviéndolas frontalmente.
XVI. Economía mundial
De la misma manera que los individuos en
la sociedad son económicamente necesarios los unos a los otros, y, juntos,
forman una economía social, así las naciones son también económicamente
necesarias las unas a las otras, conformando sus relaciones, una economía
mundial.
El cambio surge de una forma particular
(acotación marxista: esta forma particular es la de la propiedad privada) de la
división social del trabajo, de la misma manera, el cambio internacional
corresponde a una forma particular de la división internacional del trabajo.
Las bases para esta división están, en parte, naturalmente dadas —ventajas de
clima, de recursos naturales, etc.— y, en parte, históricamente dadas
—calificación técnica, nivel de industrialización, etc.—. Si bien hay ciertas
constantes en la norma de distribución internacional del trabajo, las variables
que determinan su distribución son cambiantes, como puede ilustrarlo la
historia de estas relaciones.
El contenido de las relaciones económicas
internacionales no sólo incluye el cambio de mercancías, sino que puede
suplementarse por movimientos de capital.
¿Cómo funcionan las leyes económicas en la
economía mundial?
En primer lugar, las mercancías entre
países no tienen por qué intercambiarse en sus respectivos valores; o lo que es
lo mismo, no hay igualdad entre las cantidades de trabajo que fue necesario
utilizar para producirlas. La ley del valor no se aplica, porque una de sus
condiciones —una fuerza homogénea de trabajo absolutamente móvil— no se da. En
forma similar, la igualación de las tasas de plusvalía implica la libre
movilidad del trabajo, la cual no se cumple en las relaciones económicas
internacionales, por consiguiente, tampoco se cumple. Y, por último, la
igualación de las tasas de ganancia supone la movilidad del capital, y ésta la
excluimos en un primer momento por hipótesis; por tanto, tampoco se da.
El comercio internacional de mercancías,
sin embargo, puede producir modificaciones de estas tasas en los países
tratantes. Si, por ejemplo, uno de ellos obtiene, por el intercambio, artículos
de consumo para obreros a menor precio que si se hubieran producido en su
propia casa, con un menor salario se puede atender las mismas necesidades de
los obreros, lo cual redundará en una tasa de plusvalía y de ganancia más
altas. Si este comercio permite el abaratamiento de los elementos del capital
constante, también sube la tasa de ganancia. El comercio internacional de
mercancías puede modificar, pues, la distribución del valor producido, pero no
transfiere valor de uno a otro, afirma Sweezy polemizando con Otto Bauer. Esto
sucede, cuando lo que se exporta es capital; entonces, sí hay un traslado de
valor desde el país en el que el capital exportado opera, al del país
exportador. En este caso, además, la tasa de la ganancia en los países
tratantes tenderá a igualarse, aumentando en los exportadores de capital y
disminuyendo en los importadores. Esta exportación beneficia al país
exportador, en la medida en que le libera de la presión de la acumulación
interna.
La igualación de las tasas de la ganancia,
sin embargo, no supone igualdad internacional de las tasas de plusvalía, ya que
su condición —la homogeneidad y movilidad de la fuerza de trabajo— tampoco se
cumple. Aunque la ganancia internacionalmente tiende a ser la misma respecto de
las mismas cantidades de capital invertido, las condiciones de los trabajadores
son distintas.
Todas estas consecuencias han sido
deducidas en el supuesto de la libre movilidad del capital entre las diversas
naciones. Sin embargo, esta movilidad ha sido entorpecida por la acción de los
Estados. Por eso, Sweezy pasa a hacer un excursus histórico para «anotar
algunas de las determinantes básicas de la acción del Estado en este dominio».
Inglaterra salió del siglo XVIII con su
industria más adelantada que ningún país. Nada, por tanto, tenía que temer del
comercio internacional; la prosperidad de sus industrias dependía, además, en
buena medida, del mercado de importación. Cuando se hizo necesario importar regularmente
productos alimenticios, y el precio de producción interior era más alto que el
de otros países productores, empezó la lucha por la Ley de Granos, con la
victoria —en 1846— de los industriales y del libre cambio internacional.
En EE. UU., en cambio, la industria era
incapaz de competir con éxito frente a los productos ingleses, mientras que la
agricultura, en especial la del algodón, dependía, en buena medida, de la
exportación. La industria del noroeste pedía tarifas protectoras, los agricultores
del Sur, en cambio, abogaban por el libre cambio. El asunto de las tarifas se
convirtió —según Sweezy— en uno de los puntos centrales del conflicto que
derivó en la guerra civil. La victoria del Norte supuso la implantación del
sistema de protección aduanero para sus industrias en rápida expansión.
La conquista del poder político por parte
del capital industrial produce una de estas dos políticas, y el que sea
adoptada una u otra depende del grado de desarrollo de sus industrias en
relación con las de los demás países.
En la esfera de las relaciones de los
países capitalistas con las áreas más atrasadas, dada la superioridad
industrial inglesa, el típico sistema mercantilista de protección comercial,
resultaba más bien una dificultad para la expansión del capital, dice Sweezy.
Inclusive, la política colonial sufre un rudo golpe de los partidarios del
libre cambio (lo que no se aviene con el hecho histórico de la asombrosa
expansión colonial inglesa en ese período).
En cuanto a la exportación de capitales,
la opinión de Sweezy es que no constituye entonces un asunto esencial en las
relaciones económicas internacionales. Y cuando los capitalistas salían fuera
del propio país, para establecerse en otros lugares, tenían pocas dificultades
que requirieran la atención de sus Gobiernos (afirmación que tampoco
corresponde a la verdad histórica: baste recordar la actividad inglesa en todos
los países latinoamericanos a medida que éstos adquirían la independencia
política).
En los dos últimos decenios del siglo XIX
tiene lugar un cambio sustancial en la política económica en todo el mundo
capitalista, debido, en la opinión de Sweezy, a tres factores básicos: 1) el
ascenso de naciones capaces de disputar la supremacía industrial a Inglaterra;
2) la aparición del monopolio; y 3) la maduración de las contradicciones del
proceso de acumulación en los países capitalistas más avanzados.
En el interior del país, el objetivo del
monopolio consiste en mantener limitada la oferta y, para lograrlo, brega por
excluir del mercado a cualquier producto extranjero que pudiera restablecer la
situación de competencia, mediante la aplicación de tarifas aduaneras de
protección. Por otra parte, el monopolista procurará exportar su producto. De
esta manera puede expandir su industria, acumular capital sin los perjuicios de
rebajar el precio de su producto y gozar de los beneficios de la producción en
gran escala. Para ello, puede, incluso, ofrecer el producto a precios más bajos
que los competidores nacionales en sus propios países, ya que las ganancias
monopolistas en el mercado interno y los bajos costos de la producción en gran
escala, le permiten hacerlo con facilidad. Este sistema de subvencionar con las
ganancias interiores la conquista de los mercados extranjeros se conoce con el
nombre de dumping.
Además, para acaparar valiosas fuentes de
materias primas y extender el alcance de los mercados protegidos para el
monopolio, las potencias capitalistas renuevan su vieja política colonialista.
La competencia que a Inglaterra comenzaron
a hacer Alemania y EE. UU. y aun Francia, hace más intensa esta actitud,
ya que cada una de ellas intenta adelantarse a todas las demás.
Finalmente, los capitalismos nacionales,
saturados en el interior de sus propios territorios, buscan en la exportación
de capitales la forma de aliviar la depresión de la tasa de ganancia como
consecuencia de la acumulación interna. Sin embargo, no siempre el interés por
exportar capitales encuentra reciprocidad por parte de las naciones en que
pretende establecerse, ya que el interés de la nación económicamente fuerte no
suele coincidir con el de la menos desarrollada, y suele provocar en ésta un
movimiento de liberación nacional.
Estos rasgos que caracterizan la última etapa del desarrollo
capitalista son los que llevaron a Lenin, nos dice el autor, a darle el nombre
de «imperialismo».
XVII. El imperialismo
Inspirándose en la obra de Lenin El imperialismo, última
fase del capitalismo, cuyo análisis sobre el tema sigue y continúa a lo
largo del capítulo, Sweezy define esta etapa del desarrollo capitalista como
aquélla en la que:
«a) algunos países
capitalistas avanzados se encuentran en un plano de competencia con respecto al
mercado mundial de productos industriales;
b) el capital monopolista es la forma dominante
del capital; y
c) las contradicciones del proceso de
acumulación han alcanzado tal madurez que la exportación de capital es un rasgo
saliente de las relaciones económicas mundiales. Como consecuencia de estas
condiciones económicas básicas, tenemos dos características más:
d) una dura rivalidad en el mercado mundial, que
conduce alternativamente a la competencia a muerte y a combinaciones
monopólicas internacionales; y
e) la división territorial de las partes «no
ocupadas» del mundo entre las grandes potencias capitalistas (y sus satélites)»
(p. 337).
Estudiará a continuación algunos efectos,
que considera resultantes, en la estructura económica y social de los países
imperialistas.
El poder militar recibe en el interior de
cada país un poderoso impulso. Este hecho, según el autor, tiene además
consecuencias económicas de gran alcance, ya que prové un campo de inversión
seguro y lucrativo para las ganancias acumuladas en el interior del propio
territorio, importante para contrarrestar la tendencia al subconsumo, y fomenta
también la posibilidad de un nuevo monopolio, el de la producción de
armamentos. Por estas razones, «y muy aparte de las necesidades que tienen su
origen en las rivalidades imperialistas, el militarismo tiende a desarrollar su
propia dinámica expansionista en la sociedad capitalista» (p. 340).
El nacionalismo, si bien no se trata de un
sentimiento suscitado por el capitalismo, es maniobrado por él para que las
masas no carezcan del entusiasmo y la disposición de sacrificio en la lucha por
la dominación económica que libran los capitalistas de su propio país con los
de los otros.
La teoría de la superioridad racial es
interpretada por Sweezy como una justificación seudocientífica de la dominación
de un país por otro en política exterior, y en política interior, como una
máscara de la opresión de clases.
Otra de las características del
capitalismo avanzado sería el estrechamiento de filas en las clases sociales.
En primer lugar, asegura el autor, los
intereses de la gran propiedad tienden a unificarse bajo la dirección del
capital monopolítico. La posible contradicción entre propiedad industrial y
agrícola es resuelta así: «Con el desarrollo del monopolio en la industria, por
una parte, y la apertura de nuevos países agrícolas, por otra, la vieja disputa
sobre la política de tarifas pierde su sentido» (p. 342). El capital se
convierte en furioso defensor de los derechos aduaneros protectores.
La clase obrera, que ha ido organizándose
en la lucha por obtener beneficios, va creando un fuerte sistema sindical de
verdaderas proyecciones políticas.
Quienes no formaban parte de ninguna de
las dos —las antiguas clases medias— sucumben en su independencia ante el
avance del sistema, y van integrándose en alguna de ellas. Sin embargo, el
capitalismo produce una nueva clase media, numéricamente importante, carece de
base objetiva para la unidad de organización y acción política consciente y
eficaz. Como su destino «es el de ser aplastadas por las extorsiones del
capital monopolista, por una parte, y las demandas de mejores condiciones y
mayor seguridad para la clase obrera, por otra» (p. 344), lo típico de su
actitud es la hostilidad hacia ambas. Como puede verse, para Sweezy los únicos
sentimientos «humanos» que existen son el odio y la avaricia.
¿Cuáles son los efectos del imperialismo
en las clases sociales así unificadas?
En la clase propietaria, la tendencia a
buscar la ayuda y protección del Estado.
Los intereses de la clase obrera, en una
política exterior agresiva y expansionista, son más complejos. En principio,
los beneficios de una economía que funciona y los producidos por el comercio
internacional en la provisión de artículos de consumo para trabajadores les
permite elevar su nivel de vida sin suscitar la acerba hostilidad de sus patronos.
Más aún, si la política del capital monopolista —inversiones en industrias
bélicas, exportación de capitales, etc.— se detuviera, sufrirían las
consecuencias de las crisis.
Sin embargo, añade Sweezy, tan pronto la
rivalidad imperialista se hace aguda, la clase capitalista de cada país procura
mantener su situación por medio de la rebaja de los salarios y la extensión de
la jornada de trabajo. Y, finalmente, «resulta cada vez más claro para la clase
obrera que el fin del proceso sólo puede estar en la guerra, de la cual tiene
mucho que perder y poco que ganar» (p. 346).
El obsesivo intento de encontrar y
demostrar «racionalmente» el necesario enfrentamiento de los trabajadores con
todo el resto de la sociedad y justificar así la política revolucionaria
adquiere características panfletarias en algunos momentos: «Acerca de los
intereses económicos de las clases medias hay pocas generalizaciones que valga
la pena hacer, y esto es también verdad respecto de sus relaciones con el
imperialismo... Manipulando las susceptibilidades de las clases medias, y en
menor grado las de los sectores no organizados de la clase obrera, es posible
construir un formidable apoyo de masas para una política imperialista
agresiva... Puesto que, como hemos visto, la clase obrera tiende a ser hostil a
la expansión imperialista, es posible hacer aparecer sus organizaciones y su
política como «antipatrióticas» y «egoístas». De este modo la hostilidad de las
clases medias a la obrera, que existe siempre, puede ser intensificada. Así el
resultado neto del imperialismo es el de ligar más estrechamente las clases
medias al gran capital y hacer más ancho el foso que separa a las clases medias
de la clase obrera» (pp. 347–348).
La nueva situación exige un aumento del
poder del Estado y una extensión del alcance de sus funciones.
En primer lugar, para salvaguardar los
intereses de la clase capitalista frente al poder creciente y la unidad de la
clase obrera. Las tácticas que adopta son la represión y la concesión que, aunque
aparentemente contradictorias, resultan en realidad complementarias.
También, porque ante el creciente caos de
la producción, la ausencia de la ley reguladora de la oferta y la demanda debe
sustituirse por la acción del Estado. A menudo se interpreta esta intervención
como acción del Estado en beneficio de los consumidores; por ejemplo, cuando
interviene en los monopolios de servicios públicos o de transporte. «Pero una
consideración más importante es la protección a la gran mayoría de las empresas
capitalistas, que dependen en forma absoluta de la fuerza eléctrica y el
transporte, contra las exacciones de un pequeño número de monopolistas muy
poderosos» (p. 349).
Finalmente, dice Sweezy, cuando el proceso
de acumulación y el caos de la producción ponen de manifiesto algunas de sus
contradicciones, el Estado interviene para evitar las quiebras —de
consecuencias sociales gravísimas— con préstamos de fondos públicos, subsidios
a la producción, e incluso haciéndose cargo de las empresas que ya no son lucrativas.
«Un monopolio de Estado en la sociedad capitalista no es más que un medio de
acrecentar y garantizar el ingreso de los millonarios de una u otra rama de la
industria, que están al borde de la bancarrota» (Lenin, El imperialismo,
p. 70, citado por Sweezy, p. 350).
Puede advertirse en la estructura del
poder político la declinación del parlamento en relación con el poder
ejecutivo. Y la razón es que el parlamento es menos eficaz —en la medida en que
es representativo de las verdaderas tensiones de la sociedad— que el ejecutivo,
para aumentar y extender la acción del Estado en favor de la clase capitalista.
Una vez que la expansión anexionista de
los monopolios nacionales ha agotado todas las áreas del mundo, sólo las
guerras de redivisión son posibles... e inevitables, dado que el capitalismo,
por su misma naturaleza, no puede asentarse, sino que debe seguir
expandiéndose.
A partir de este criterio, hace Sweezy una
interpretación de las guerras del siglo XX. La primera guerra de redivisión —la
del 14— enfrentó a Alemania e Inglaterra, en relación con las cuales se
enrolaron el resto de los países capitalistas. Sus consecuencias fueron: «1) el
poder de Alemania fue temporalmente aplastado y su imperio colonial fue ocupado
por las naciones victoriosas (principalmente Inglaterra y Francia); 2)
Austro–Hungría fue eliminada de la escena imperialista; 3) Estados Unidos
surgió como la nación económicamente más fuerte del mundo; 4) Italia y Japón,
aunque del lado de los vencedores, vieron frustradas sus ambiciones imperiales;
y, finalmente, 5) Rusia se retiró por completo del campo de la rivalidad
imperialista» (p. 354).
Las naciones que quedaron fuera de la
partición de la Primera, pronto comenzaron a prepararse para la Segunda Guerra:
Alemania, Italia y Japón, de un lado; del otro, Inglaterra y EE. UU. La
campaña había ya comenzado con la invasión japonesa de Manchuria en 1931, la
absorción de Etiopía por Italia (1935), la guerra civil española (1936), las
agresiones alemanas a partir de 1936.
Considerando al sistema imperialista en su
conjunto, dos grandes oposiciones, sigue Sweezy, se levantan contra él.
Recordemos que los rasgos del capitalismo
de monopolio contribuyen a la agravación de la lucha de clases y a la guerra
internacional. Cuando las estructuras económica y social, en las etapas finales
de una guerra, se debilitan notablemente en las potencias imperialistas,
entonces se hacen posibles las revoluciones socialistas. Así describe Sweezy lo
que él mismo llama «la dialéctica del nacimiento y desarrollo del socialismo»
(p. 357).
La segunda oposición es la que levantan
los movimientos de independencia económica nacional. La introducción de los
intereses económicos monopolísticos extranjeros produce en los países
económicamente colonizados una revolución en todo el modo de producción
preexistente, creando problemas que no es capaz de solucionar. La industria
artesana —incapaz de competir con los productos extranjeros— desaparece; la
industrialización avanza a un ritmo lento que es incapaz de absorber las masas
de artesanos arruinados; como consecuencia, aumenta el número de campesinos y
la presión creciente sobre la tierra, lo que arrastra hacia un descenso de los
niveles de vida en el campo. La solución consistiría en una reforma agraria y
en la industrialización, que no se realizarán, ya que el imperialismo
típicamente es aliado de la clase terrateniente colonial, y la
industrialización requeriría la erección de barreras aduaneras, lesivas a los
intereses del monopolio extranjero. Por eso, entre todas las clases del país
colonizado surge el espíritu de liberación.
¿Se intercomunican estos dos movimientos, la resistencia
interior socialista en los países capitalistas y los de liberación nacional?
Sweezy, en páginas de sociología ficción, afirma que terminarán haciéndolo. La
dificultad consiste en trasladar a los obreros —socialistas por definición— a
la conducción de estos últimos, que, como Sweezy mismo reconoce, comienzan
encabezados por la burguesía de los países colonizados.
XVIII. El fascismo
El fascismo surge en algunos países
capitalistas avanzados como consecuencia de la situación en que quedan luego de
una guerra de redivisión. Uno de ellos —triunfante o derrotado— puede quedar
seriamente quebrantado en sus estructuras económicas y sociales. Ciertamente
que ésta puede ser la ocasión del establecimiento del socialismo, como ocurrió
en Rusia el año 1917. Si la revolución socialista fracasa, puede establecerse
un sistema de equilibrio de clases, bajo la forma de república
ultrademocrática, como sucedió en Alemania y en las naciones de la Europa
Central y Oriental, luego de 1918. El sistema de producción de esta inestable
solución es capitalista. Inestable, porque las contradicciones del sistema
capitalista se hacen aún mayores y no pueden ser resueltas por los métodos
normales que éste usa. Las organizaciones obreras logran la promulgación de
leyes sociales que cargan sobre la producción capitalista exigencias que sólo
pueden soportar: a) exprimiendo a las clases medias, que son las huérfanas en
esta situación; b) sustituyendo mano de obra por maquinaria y engrosando el
ejército de reserva. Las posibilidades del consumo son pobres.
Es cierto que, durante un tiempo, se
revive un proceso de industrialización que, si es alentado por capitalistas
extranjeros, crea una situación que da vida a un ascenso de la actividad
económica, pero una vez reconstruido el aparato de producción, se descubre que
el consumo deprimido no puede mantener niveles económicos altos de actividad.
Podría arreglarse la situación exportando; recordemos, sin embargo, que sus
colonias fueron arrebatadas en la guerra y su fuerza militar agotada o limitada
para intentar aventuras imperialistas.
El fascismo surge en las clases medias
como proyección de un sentimiento de frustración. Los ingredientes principales
de su ideología son negativos: hostilidad al trabajo organizado y al capital
monopolista, vacío que se rellena con el nacionalismo y la glorificación de la
raza a la que pertenecen. Los extranjeros y las minorías raciales son los responsables
de desgracias que no se comprenden. A las clases medias se agregan «ciertos
grupos obreros no organizados, agricultores independientes, parte del ejército
de desocupados, elementos desclasificados y criminales (el llamado lumpenproletariat)
y jóvenes de todas clases» (p. 364).
Es ese nacionalismo revanchista y la
aversión a las organizaciones obreras lo que constituye al fascismo en
potencial aliado de los intereses capitalistas nacionales, ya que son los
obreros y las demás naciones capitalistas sus propios enemigos. Ciertamente, el
capitalismo preferiría resolver sus problemas a su modo, especialmente debido a
la hostilidad del propio fascismo hacia los monopolios, pero no puede hacerlo,
ya que los resortes del Estado no están en su poder y la restauración de la
posibilidad de una guerra imperialista necesita la inyección de nacionalismo
que sólo el nuevo movimiento es capaz de proveer. Ésta es la razón del apoyo
financiero que los capitalistas brindan al movimiento fascista y la tolerancia
de aquellos sectores del Estado dominados por los capitalistas ante los métodos
violentos que emplea.
Una vez en el poder, el fascismo rompe el
equilibrio de clases preexistente, destruyendo los sindicatos y partidos
obreros; «sus organizaciones son aplastadas y sus líderes asesinados,
encarcelados o arrojados al exilio» (p. 366).
El segundo paso es el establecimiento de
un Estado fuerte para preparar la nación a enfrentar una nueva guerra de
redivisión, de revancha.
Podría uno preguntarse si, ya en el poder,
no pondrá en práctica el programa de reformas que preconizaba. El intento de
ponerlo en práctica supondría el desastre económico, y hacer, en consecuencia,
imposible para siempre la realización del sueño de conquista exterior que
constituye la médula ideológica del fascismo. He aquí instaurada la convivencia
entre el movimiento y el capitalismo, identificados en sus objetivos.
En lo político, el ascenso del fascismo
lleva consigo, en función de la revitalización del Estado, la supresión de los
partidos políticos y la purga de los elementos que, dentro del partido, no
resignen sus programas radicales. Finalmente, la crisis en las filas del
fascismo lleva a integrar las milicias partidarias con las fuerzas armadas del
Estado, con lo que la identificación entre el movimiento y el Estado de
estructuras de producción capitalista es ya completa.
Como muchas veces se ha presentado al
fascismo como una situación nueva en el orden social, ni capitalista, ni
comunista, Sweezy nos recuerda todo lo que ha dicho sobre las características
del capitalismo como sistema. Para los marxistas, las intenciones de quienes
detentan el gobierno de los medios de producción en el sistema capitalista no
pueden ser distintos de los que impone la naturaleza misma de las cosas; no
basta para cambiarlas que se produzca un cambio de guardia en las personas que
ejercen ese control. Como en el fascismo las formas de capitalismo se mantienen
(los medios de producción adoptan la forma de capital y la explotación sigue
tomando la forma de producción de plusvalía), en consecuencia, la clase
gobernante es aún la clase capitalista. Ciertamente, «su personal cambia un
poco», lo que no hace más que «agravar la situación, ya que estos nuevos
detentadores, como todos los advenedizos, ponen en su tarea más energía y menos
escrúpulos» (p. 371) que los anteriores.
Además, los canales separados, a través de
los cuales la clase dominante ejerce el poder económico y el político de una
democracia parlamentaria, se funden bajo el fascismo. Las Cámaras de Comercio,
asociaciones patronales, cárteles, etcétera, son asumidos por la autoridad del
Estado, a través de una serie jerárquica de juntas y comisiones que los manejan
y que tienen su cúspide en los ministerios gubernamentales.
No se produce, sin embargo, la unificación
económica en la forma de un único trust gigante, sino que el capital
permanece dividido en unidades de organización distintas. Quienes dominan las
más grandes son los que constituyen la oligarquía gobernante, y los que están
ligados a unidades más chicas están en una posición inferior. Asegura entonces
Sweezy que, aun dentro de la oligarquía gobernante, los individuos pesan en la
medida del capital que representan. De este modo, se mantiene el apremio por la
autoexpansión: las corporaciones rivalizan entre sí esperando acrecentar su
importancia y fuerza relativa.
Termina el autor aclarando que, si por
«capitalismo de Estado» se entiende que el Estado asume las funciones de
capitalista, centralizando en un único trust todo el sistema de
producción, el fascismo no lo es, ya que tanto el capital como la clase
capitalista siguen estructurados en unidades distintas, y la acumulación, por
ello mismo, sigue siendo el móvil dominante de su producción. Aunque admite
que, sin constituir el sistema económico fascista una unidad de producción, se
trata de una «economía dirigida», en la que el capitalista individual debe
subordinarse a una política nacional unificada.
Las contradicciones del capitalismo llevan
a la desocupación, al estancamiento, la no utilización de parte de las
posibilidades de producción, y sólo tienen la salida de la expansión externa,
en definitiva, la guerra. Sweezy argumenta que el fascismo ha evitado la
primera de las formas de fracaso, pero entrando de lleno en la segunda.
Como el libro se escribe en pleno
desarrollo de la Segunda Guerra, Sweezy se plantea la posibilidad de que las
potencias fascistas resultaran victoriosas. ¿Cuál sería el futuro de estas
economías? El problema es grave para un marxista, ya que no puede negarse la
posibilidad de que una economía capitalista dirigida pueda evitar las
contradicciones del capitalismo. El único recurso que le queda es suponer que
el fascismo seguirá comportándose, en último término, como empecinado
capitalismo, ciego ante la fosa que él mismo se cave. «No nos referimos a una
posibilidad abstracta, sino a una forma concreta de sociedad que sólo puede ser
entendida en términos de su propia historia y estructura» (p. 376).
Concretamente, supone que el fascismo, al ser capitalista, tarde o temprano
tendrá que enfrentarse con el problema del subconsumo, aun, nos dice,
manteniendo el nivel de plena ocupación, que sería lo único en que se
diferenciaría de una potencia capitalista químicamente pura. La solución podría
consistir: en aumentar el nivel de consumo de las masas o en una expansión
exterior. Recordando que la hipótesis era la de suponer su victoria militar en
la Guerra, ya se imagina cuál solución adoptaría para salvar el problema...
Sweezy, sin embargo, concluye afirmando que ni vale la pena plantearse la
cuestión, ya que la suposición de la estabilidad del fascismo «es una concesión
inexcusable».
Del análisis del origen del fascismo
deduce que para el establecimiento del fascismo en un país capitalista de una
manera inevitable sería preciso que se dieran estas condiciones: 1) que la
estructura de toda la nación capitalista debe ser dañada por una guerra (no es
de suponer que un Estado capitalista por una crisis o un estancamiento llegue a
esa situación sin ponerle remedio a través del Estado), y 2) que las relaciones
de producción capitalistas sobrevivan, aunque sea en una forma muy debilitada.
Asombrosamente, Sweezy afirma que ello no es posible como consecuencia de la
Segunda Guerra Mundial.
XIX. Mirando hacia adelante
Al final de la parte III, el mismo Sweezy
nos hizo ver la posibilidad de que el Estado, mediante una política adecuada de
impuestos y gastos, regulara la relación del consumo y la producción, de modo
que se evitara la tendencia al subconsumo. Es ésta la proposición de John
Maynard Keynes (Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, 1936)
y sus seguidores: el control social del consumo y la inversión. «Hablando en
términos generales, no se puede negar su solidez lógica, ya sea con apoyo en
sus propias razones o sobre la base del análisis marxista del proceso de
reproducción» (p. 381).
La crítica marxista a esta posibilidad
consiste en la afirmación de que no es posible separar la acción económica de
la acción política: ¿puede el Estado, dominado por los capitalistas, actuar
contra los intereses y objetivos del capital cuando ello sea deseable en
interés de la sociedad en su conjunto? Sencillamente, no. «Es evidente que no
podríamos esperar que los capitalistas adoptaran semejante programa como
propio, al menos mientras haya otra salida —y siempre existe otra salida por el
camino de la expansión externa»—. ¿Dónde —preguntaba ásperamente Lenin (Imperialismo,
p. 76)—, excepto en la imaginación de los reformistas sentimentales, están
los trusts capaces de interesarse en la situación de las masas, y no en la
conquista de colonias? (p. 383).
Esta reforma del capitalismo podría
esperarse de la conquista del poder del Estado por un partido político, siempre
que reuniera las siguientes condiciones: a) conservarse libre de la influencia
capitalista, no por algún tiempo, sino de forma permanente; b) alcanzar el
poder y eliminar a los capitalistas de todos los resortes decisivos del aparato
estatal; c) ejercitar la fuerza política del Estado para disuadir a los
capitalistas de intentar la resistencia en el terreno económico.
«Si la experiencia indica las condiciones
necesarias para un movimiento de reforma afortunado, indica también no menos
claramente la imposibilidad de que se cumplan (...). El ascenso al poder de un
partido político del tipo necesario sólo es concebible en un mundo abstracto
del cual haya sido desterrado el penetrante poder social y político del
capital. En el modesto mundo de la realidad, el capital ocupa las posiciones
estratégicas. El dinero, el prestigio social, la burocracia y las fuerzas
armadas del Estado, los medios de comunicación, todas estas cosas las controla
el capital y las usa y las seguirá usando hasta el extremo para mantener su
posición. Los movimientos de reforma nacen y se desarrollan en una sociedad
dominada material e ideológicamente por el capital. Si aceptan esa sociedad,
aunque (según lo imaginan) sólo provisionalmente, tienen que tratar de
adaptarse a ella, y al hacerlo, ella se los traga inevitablemente. Los líderes
ambiciosos se corrompen con facilidad (desde el punto de vista de sus fines
confesados), y a los partidarios potenciales los ahuyenta la intimidación o la
propaganda; tenemos por consecuencia lo que bien pudiera considerarse como
característica saliente de todos los movimientos de reforma, el trueque
progresivo de los principios por respetabilidad y votos. El resultado no es la
reforma del capitalismo, sino la quiebra de la reforma. Esto no es ni un
accidente ni un signo de la inmoralidad de la naturaleza humana; es una ley de
la política capitalista» (pp. 384–5; el subrayado final es nuestro).
El capitalismo sólo puede esperar las
contradicciones que lleva consigo, hasta que desate finalmente fuerzas que ya
no puede controlar. «La perspectiva, ciertamente, no es grata, pero en nuestra
sección final trataremos de demostrar que tiene un lado más prometedor para
quienes quieran verlo» (p. 385).
La tesis primitiva de los marxistas fue
siempre que la revolución socialista ocurriría más o menos simultáneamente en
todos los países avanzados de Europa.
Esta tesis, sin embargo, resultaba
insostenible en 1924, cuando sólo en Rusia los socialistas habían conseguido
mantenerse en el poder; los socialistas rusos se plantearon entonces la
posibilidad de la construcción del nuevo sistema de producción en un solo país.
La controversia se planteó en el XIV Congreso del Partido Comunista de la
U.R.S.S. en 1925. La tesis primitiva, sostenida por Trotsky, fue vencida por la
de Lenin y Stalin; Trotsky afirmaba que, si bien era posible la construcción
del socialismo en un solo país, su permanencia estaría asegurada cuando el
socialismo hubiera triunfado en la escala internacional. La opinión de Stalin (Leninismo,
pp. 213 y ss., citado por Sweezy, pp. 388 y ss.) sobre el desarrollo de la transición
del capitalismo al sistema socialista, contando con la existencia de una Rusia
socialista, consiste en la exportación de la revolución a los países satélites
de las potencias capitalistas avanzadas, hasta constituir un bloque de países
socialistas lo suficientemente fuerte como para enfrentar militarmente al
constituido por los capitalistas.
Admitiendo la tesis de Lenin y Stalin del
enfrentamiento, abierto y decisivo, entre ambos bloques, Sweezy se muestra
partidario de otra alternativa.
En tanto el socialismo ruso, nos dice, «es
sólo una isla en el océano del imperialismo» no ejerce una influencia decisiva
en las estructuras de éste, las rivalidades imperialistas eclipsan la rivalidad
capitalismo–socialismo. Ahora bien, cuando la influencia del socialismo,
apoyado por la U.R.S.S., refuerce su acción en el interior de los países
capitalistas y en sus satélites, ¿se provocará la consolidación del
imperialismo o, más bien, su disolución? Si lo consolida, la opinión del
enfrentamiento final es más probable; en el caso contrario, no.
La sospecha de Sweezy es que cualquier
desarrollo del socialismo alertaría a las potencias capitalistas que,
naturalmente, harían todo lo posible por consolidar su situación; pero ese
desarrollo agudizaría los antagonismos de clase internos y, sobre todo, los
conflictos de estas potencias capitalistas con sus satélites. «No parece
improbable —concluye— que los efectos de un desarrollo ulterior del socialismo,
desintegradores del imperialismo, sobrepujen a los efectos consolidadores» (p.
392). Sweezy espera confiadamente —en 1942— que con la guerra «el imperialismo
haya recibido una herida mortal de la que nunca se recobre para incendiar de
nuevo al mundo».
«Comencemos con la suposición de una
derrota militar del fascismo alemán. Se puede imaginar que este feliz
acontecimiento sería seguido por el colapso del régimen capitalista y la
victoria del socialismo en casi todo el continente europeo, no meramente en
Alemania y los países ocupados, sino también en Francia, Italia y España. Los
intentos de intervención angloamericana no están excluidos, pero parece difícil
que tuvieran éxito; aquí la oposición de la clase obrera británica sería
probablemente el factor decisivo» (p. 393). Sweezy concede, bien que a
regañadientes, la posibilidad de que Inglaterra permanezca fiel al sistema
capitalista; de esta manera, el bloque imperialista quedaría, más o menos,
constituido por EE. UU., Inglaterra y sus dominios, probablemente América
Latina y partes de Asia.
La imaginación creadora del autor le lleva
aún más lejos. El buen ejemplo del bloque socialista causará estragos en la
estructura interna de los países capitalistas: «¿Cuál sería la influencia de la
victoria del socialismo en tan vasta porción del mundo, y de la constante
elevación del nivel de vida en las áreas afectadas, sobre la estructura social
del imperialismo? ¿No es claro que las clases trabajadoras en las áreas
industriales avanzadas, y las masas de los países atrasados, presas aún entre
las redes del sistema imperialista, se sentirían poderosamente atraídas por el
nuevo sistema socialista? Para la oligarquía imperialista gobernante, ¿no sería
cada vez más difícil, y aun, a su tiempo, imposible organizar una cruzada
contra el nuevo y ampliamente extendido sistema socialista? La respuesta parece
ser obvia» (pp. 394–5).
No contento con todo esto, concluye su
análisis con la siguiente invocación a la historia: «Las posibilidades
extremadamente hipotéticas de hoy pueden estar a la orden del día de mañana.
Entre tanto —y a menos que la situación cambie mucho más rápidamente de lo que
parece probable entre el momento en que se escribe este capítulo y el momento
en que se publique—, la gran mayoría de lectores pensará, sin duda, que nuestro
análisis es irreal y traído por los cabellos, para no usar términos más duros.
Las tendencias subyacentes no siempre se muestran en la superficie. Pero no hay
para qué discutir el punto ahora; dejaremos de buen grado que decida el
porvenir» (p. 396).
ANÁLISIS
CRITICO
Un manual marxista
En las dos primeras partes de su libro,
Sweezy, siguiendo fielmente a Marx, especialmente en El Capital, hace un
análisis del sistema de producción capitalista de competencia, a la luz de la
teoría del valor. En ellas, las únicas aportaciones originales del autor son: a)
Una técnica para transformar los valores en precios, que nada sustancial añade
al análisis; y b) Una crítica a la fundamentación de Marx de la tendencia
descendente de la tasa de ganancia, que, como la afirma por otras razones,
tampoco implica ninguna modificación del análisis marxista sobre el asunto.
Para la crítica de estas dos primeras
partes del libro, léase la recensión a El Capital.
Los supuestos
revolucionarios
En la tercera parte continúa el análisis
mostrando las contradicciones internas del sistema capitalista: el capital, que
se expande como un cáncer provoca un desarrollo de los medios de producción
superior al aumento relativo del consumo. Esta inevitable tendencia al
subconsumo —o sobreproducción, según quiera mirarse— llevará en definitiva a
una depresión crónica.
Para la crítica es importante advertir que
la ciega expansividad del capital, que termina por ahogarse a sí mismo, exige
dos supuestos: a) Que quienes representan al capital —los capitalistas, como
siempre se les llama en toda obra marxista, ya que han conseguido cargar la
palabra de contenido emocional peyorativo— no puedan en manera alguna
independizarse de ella para encauzar su actividad de una forma menos suicida.
b) Que el capital, a través de los capitalistas, logre inhibir la acción del
Estado, de tal manera que éste no pueda aplicar los remedios que —según el
propio Sweezy reconoce— podrían evitar la depresión crónica, nivelando la
relación de crecimiento de los medios de producción y el consumo.
Es aquí donde ya podemos decir que el
autor continúa a su maestro, completándolo. Recogiendo fragmentos dispersos en
la obra de Marx, construye una teoría de la inevitabilidad del subconsumo en el
sistema capitalista de producción. Recordemos que él mismo nos dice que hasta
su propia formulación no existía una fundamentación lógica de esta tendencia a
partir de la teoría del valor y sus supuestos.
La prueba que a partir de ellos elabora
Sweezy, está bien construida lógicamente: aceptados los supuestos habría que
estar de acuerdo, ya que no tiene sentido criticar a las matemáticas.
El primero de los supuestos —la
identificación del hombre con su función económica dentro del sistema de
producción de bienes— no necesita comentarios (cfr. también recensión sobre El
Capital).
El segundo lo veremos al analizar la
última parte, la IV, que comienza: Una cuestión de Ortodoxia, precisamente
con la teoría marxista del Estado.
Aunque la construcción teórica económica
de esta III parte termina aquí, y su crítica es sumamente sencilla, la aportación
de Sweezy consiste en el uso que hace de ella: justificar económicamente una
tesis del materialismo histórico.
El marxismo revolucionario necesita una
teoría de la inevitabilidad de la crisis, ya que sin ella faltaría al proceso
el necesario elemento precipitante que provocará, a partir de la lucha de
clases —exacerbándola— el también inevitable reemplazo del sistema capitalista
de producción por el socialista. De ahí el interés por demostrarla a cualquier
precio.
Como muchas otras cuestiones, Marx dejó
sin aclarar la modalidad y el momento de este inevitable reemplazo; el tema
surgió entre los marxistas como una controversia sobre el derrumbe. Es
interesante seguir a Sweezy en la exposición de la controversia.
En primer lugar, se sitúa entre los que
sostienen que la opinión más fiel al pensamiento de Marx en este punto no
consiste en demostrar que éste haya de producirse mecánicamente en el campo
puramente económico. Esta postura le evita tener que enfrentarse con un sistema
que goza, a pesar de los achaques propios de cualquier sistema, de buena salud.
El sistema capitalista fue sufriendo, a lo
largo de los años, modificaciones que hicieron sospechar a algunos marxistas
que las lúgubres predicciones que parecían desprenderse del análisis del propio
Marx respecto del capitalismo, no se iban haciendo realidad, precisamente, a
causa de esas modificaciones. Convenía, por tanto, revisar a Marx, situándose
más realistamente en una posición que perdía efervescencia revolucionaria. El
sistema socialista de producción, pensaban, es más perfecto que el capitalista,
pero su reemplazo no sobrevendrá como consecuencia de una depresión económica,
sino como consecuencia de la lucha política.
La crítica de Sweezy al gradualismo revisionista
alcanza en algún momento niveles de diagnóstico psicológico —como en el caso de
Bernstein, por ejemplo—, para terminar con un argumento de autoridad: esta
gente se aparta de la ortodoxia revolucionaria. Ésta será, en todo caso, una
cuestión intestina del marxismo... y lo que interesa, sin embargo, no es saber
si Bernstein era o no un marxista ortodoxo, sino si tenía razón o no en ese
punto concreto. Su gran pecado fue admitir que el capitalismo podría sufrir
transformaciones. Y esto está prohibido por principio; aunque ello contraríe la
realidad, el capitalismo es un sistema en el que, por culpa de la propiedad
privada, se produce una acumulación creciente de plusvalía en condiciones de
explotación también constantemente decreciente. Y el que no opine así, no es
marxista; entre otras cosas, porque de no ser así, la tendencia al subconsumo
no se puede probar; si no se puede probar, no hay crisis o depresión que
precipite, por exacerbación de la lucha de clases, el espíritu revolucionario
de los oprimidos, y si no hay espíritu revolucionario, tampoco hay revolución,
y si no hay revolución no hay cambio. Y finalmente, porque el cambio del
sistema es lo único que interesa.
La necesidad de una
explicación
Para quienes piensan que el problema de la
relación producción–consumo es una cuestión de política económica, difícil de
conseguir, pero posible, ya que no está impedida por la insaciable sed de
acumulación de capital, que se propaga como un cáncer, hasta crear un sistema
político cuyo único fin es servir a su propósito, resulta ridículo tener que
considerar las inversiones improductivas como un remedio que mantiene la
vigencia del capitalismo.
Y es que el estudio de «las causas
contrarrestantes», que explicarían cómo hasta ahora no se ha producido la depresión
crónica inherente al sistema de producción, pero que ha de producirse, está,
sin embargo, viciado del mismo error que la teoría de la tendencia al
subconsumo: una rígida definición del sistema que no puede tener flexibilidad,
porque ello es teóricamente imposible.
Sweezy considera, por ejemplo, la
industrialización como otro de esos factores contrarrestantes. El proceso
expansionista tiene oportunidades de inversión en esos momentos y eleva la
economía a excelentes niveles, pero una vez alcanzados, se produce un
embotellamiento terrible para la inversión, de consecuencias nefastísimas.
Según Sweezy tampoco podrán razonablemente
procurar un aumento del consumo a costa de la plusvalía, porque ello contraría
los supuestos; eso les permitiría seguir ganando en lugar de suicidarse, pero
en ese caso dejarían de ser capitalistas, y eso —para el marxismo— no puede
ser; y el Estado, por muy guardián de los intereses capitalistas que sea —según
Sweezy—, tampoco lo impondrá, ni instrumentará las medidas que permitirían
superar la crisis, porque en ese caso dejaría de ser el Estado capitalista
diseñado por el autor.
La tercera de las causas contrarrestantes
que numera, es el crecimiento de la población. Por supuesto, que el autor se
goza en advertir que las naciones capitalistas avanzadas han ido poco a poco
disminuyendo su índice de crecimiento de una manera alarmante. Sin embargo, no
se ve cómo, dentro de un sistema verdaderamente capitalista, este crecimiento
pueda obrar como una fuerza contrarrestante, ya que este crecimiento se produce
dentro de las condiciones antagónicas de distribución de la renta, de manera
que no influye aliviando la tendencia al subconsumo.
El cuarto factor contrarrestante que se
enumera, son los consumidores improductivos. Es decir, todos aquellos inactivos
que consumen o cuya actividad no puede considerarse incorporada al proceso
industrial de producción de bienes. Entre ellos habría que enumerar a los
rentistas, a los médicos, a los empleados del estado —jueces, burócratas,
legisladores, etcétera—, a los abogados, a los filósofos, a los poetas, a los
militares, a los músicos, a los docentes, a los clérigos, etc. Algunos de ellos
viven a costa del consumo de capitalistas y obreros, otros —y por eso se les
considera como factor contrarrestante de la acumulación, y consecuentemente de
la crisis de subconsumo— de la plusvalía.
Si en el sistema socialista de producción
se elimina la plusvalía, habrá que eliminar a todos estos señores. Imposible
dejar de reconocer que no falta imaginación a los defensores de la teoría, para
proceder a semejante salto sobre la realidad. Si los productores de bienes se
quedaran con todo lo que producen, nada queda para que puedan comer los que se
dedican a actividades improductivas, y terminarían —si no comen— por morir de
inanición...
Esta consideración pone, además, de
manifiesto la falacia de la reducción —abstracción, se la llama, para pedir en
favor de esta miopía el prestigio de una noble operación de la inteligencia—,
que se hace de todas las relaciones, dentro del sistema de propiedad privada,
al tipo económico de las que vinculan al industrial con el obrero. Sólo quien
piense que el hombre se reduce a economía puede intentar esa reducción, que aun
así resulta absurda.
El último factor que considera es el de
los gastos del Estado. Aunque históricamente hayan incidido en una regulación
de la relación del aumento de la producción y el consumo, la acción del Estado,
para Sweezy, no puede invocarse como una solución a la crisis del capitalismo:
también por definición.
Sin embargo, a pesar de su falta de
solidez científica, aun para la misma ciencia económica, esta opinión conserva
su fuerza de convicción. Y sobre esto nos conviene reflexionar un poco más:
¿por qué convence? La marcha de la sociedad, de algún modo, en su conjunto, se
aproxima más a cuanto afirma Sweezy, que a aquello que proclaman los
economistas. Únicamente las razones reales son bien diversas de las que expone
el autor: hay hechos en que se apoya, aunque no pueda explicar, por la misma limitación
de su punto de partida.
No es cierto que haya disminuido el nivel
de vida de los obreros, ni crezca la supuesta tendencia al subconsumo: sin
embargo, es cierto el aumento del descontento, la inseguridad e inestabilidad
social, no sólo entre los obreros, sino en las mismas clases medias. Lo que
resulta falso es la causa que le atribuye Sweezy: el subconsumo. Su causa es
bien otra: el creciente materialismo y odio de clases, fomentado por los
partidos marxistas y, a veces, ingenuamente orquestado por muchos que, a la
larga, serán sus víctimas.
En este progresivo descontento se apoyan
los marxistas, después de haberlo fomentado. Ni es necesario ni real el
subconsumo, que debería existir según la interpretación de Sweezy: pero es real
la inquietud social que promueve el marxismo, y luego se cuida de justificar científicamente
con la teoría del subconsumo. Importa tenerlo presente, para no creer que,
criticando su teoría del subconsumo desaparece su poder de convicción y, por
tanto, se puede ya aceptar otras tesis del «humanismo» marxista, más a la moda
occidental, como sería la de que el fin de la sociedad es el bienestar
económico, harto más peligrosas y causa real de la mayoría del actual malestar
social.
Y paralelamente, no es que resulte
imposible incrementar la productividad, sino que es cada vez más difícil
incrementarla en proporción a los requerimientos de una sociedad materializada
y penetrada del proyecto de la lucha de clases.
Los mismos supuestos
El progreso de la técnica ha supuesto
generalmente el aumento de la composición orgánica del capital, lo cual, a su
vez, conduce a un fenómeno de concentración de capitales que dan lugar a
situaciones de monopolio. Todo el capítulo XIV de la IV parte está dedicado a
la explicación del hecho de su formación, dirigida fundamentalmente a un
público de estudiantes y personas no bien informadas sobre el asunto —en partes
como ésta es donde se advierte más claramente la intención de manual del libro,
saturada de marxismo y bastante técnica—. Hay que aclarar que la formación de
monopolios es vista como una inexorable consecuencia de la naturaleza del
sistema capitalista; y no sólo de monopolios, sino de los monopolios tal como
los describe Sweezy.
En el capítulo siguiente se propone el
estudio de la incidencia del monopolio en las teorías fundamentales del
análisis de la economía política. Las conclusiones a las que llega, y que se
han visto en la parte expositiva de este trabajo, ponen de manifiesto que la
nueva situación tiende a agotar más rápidamente las posibilidades de inversión,
lo cual lleva, consecuentemente, a la depresión crónica también más
rápidamente, aunque esta tendencia se ve compensada por el crecimiento de los
sistemas de comercialización, el cual no capacita precisamente al sistema para
dominar el ímpetu de la acumulación, sino que la desvía por cauces socialmente
innecesarios y, en consecuencia, ruinosos. Estas conclusiones, sin embargo, se
formulan a partir de dos supuestos ya criticados: a) El monopolio puede imponer
y de hecho impone a gusto y placer los precios de las mercancías sin que el
Estado pueda intervenir para evitarlo, ya que éste defiende necesariamente los
intereses del capital, en este caso del monopolio, y b) El monopolio, desde
luego, se comporta tan ciegamente como el capitalista del sistema de libre
competencia, sólo que ahora dispone de más posibilidades para satisfacer sus
propósitos.
El tema del monopolio es un asunto que ha
suscitado, ciertamente, aun dentro del ámbito no marxista, importantes
polémicas. Después de una primera época en la que las combinaciones
monopolistas provocaron serios desajustes en su sistema económico vigente —lo
más parecido a un régimen de libre competencia—, no sólo por su presencia, sino
también por el injusto ejercicio de su posibilidad de maniobra, la legislación
de todos los países ha ido interviniendo para regularla. Es cierto, que esta
capacidad de maniobra les sitúa con frecuencia sólo frente al Estado, que es el
único capaz de hacerles frente con eficacia, pero ya hemos visto anteriormente
que éste no sólo puede, sino que debe intervenir cuando se plantean abusos.
Una interpretación histórica
Pasa luego Sweezy a estudiar desde la
perspectiva de la nueva situación del monopolio, la interrelación de las
economías nacionales en la economía mundial. Ni que decir tiene, que en función
de profetizar, de una manera más evidente, la ruina del sistema capitalista.
En definitiva, el monopolio produce un
doble fenómeno: en el interior de cada país —como política frente a las otras
potencias capitalistas— la protección aduanera para los privilegios del
monopolio; y en el área internacional, una política exterior agresiva que tiene
dos manifestaciones: a) La anexión económica de la mayor cantidad posible de
regiones atrasadas para extender el área de privilegio de los propios
monopolios. b) Una vez cumplida esta etapa, la rivalidad militar entre las
potencias capitalistas, que deriva necesariamente en guerras, guerras de
redivisión de las influencias, ya que el capitalismo es, por naturaleza, expansivo.
En todos estos capítulos, Sweezy da por
sentado el criterio marxista de que los motivos económicos son el único motor
de la vida política, en este caso internacional, consecuente, por cierto, con
la posición marxista sobre la función y la formación de los Estados y aún más
profundamente, con la teoría de que toda la vida religiosa, social, política y
cultural son superestructuras de las condiciones en que se desarrolla la
producción de bienes materiales de consumo.
En algunos casos, la concreta interpretación
histórica que hace, puede tener una cierta verosimilitud, ya que
lamentablemente, los motivos económicos, desligados de toda ordenación ética,
han sido la causa de algunos acontecimientos políticos. Pero la ley general que
aplica Sweezy es completamente apriorística y arbitraria.
Este prejuicio le lleva, en muchos casos,
a una interpretación manifiestamente alejada de la realidad, como por ejemplo
cuando hace el análisis del colonialismo económico. Es cierto que la exportación
de capitales ha producido abusos económicos en las naciones donde se ha
radicado, pero la motivación de los movimientos de liberación han sido siempre
más profundos que los puramente económicos: la posibilidad de constituirse de
acuerdo a pautas culturales, sociales, políticas, éticas y, en algunos casos,
hasta étnicas, propias. Prueba de ello, es que el origen de esos movimientos,
como el propio Sweezy reconoce, se encuentra en las clases medias de esos
países. El traslado de la conducción de esos movimientos a los líderes de las
clases obreras, en tanto que oprimidas por el monopolio extranjero señalado por
Sweezy —mejor sería decir, deseado— no se ha producido. Los conductores de esos
movimientos siguen perteneciendo a las élites de las clases medias y, aun
dentro de ellas, de los ambientes militares con verdadera frecuencia. Incluso,
los mismos movimientos de liberación inspirados en el marxismo teórico, y
políticamente «trotskistas», se alimentan, no precisamente de obreros, sino de
la clase media intelectual. Los trabajadores se han mostrado mucho más
realistas y mucho menos revolucionarios que los intelectuales.
Otro error manifiesto es el de señalar una
crisis agraria, siempre en ascenso, como la contradicción fundamental de las
regiones atrasadas, provocada por la destrucción de la industria artesana, que
arroja al campo a la mayor parte de la población activa. Afirmación puramente
gratuita de sociología–ficción, que sólo pudo escribirse a muchos kilómetros de
distancia..., ya que en la mayor parte de los casos, lo que se ha producido es
una auténtica invasión de las ciudades, con despoblación del campo. Tampoco las
«masas campesinas» se han movilizado políticamente en favor de ningún sistema
socialista de producción, manifestando, por el contrario, como en casi todas
las partes del mundo, un gran espíritu conservador, entre otras cosas, de la
propiedad privada, en todo caso, mejor distribuida entre los que trabajen
directamente.
La razón es que difícilmente en países
escasamente industrializados podrá encontrar Sweezy una base suficientemente
importante para justificar el advenimiento del socialismo en los igualmente
escasos obreros industriales de los países atrasados. Entonces la crisis hay
que encontrarla —o inventarla— entre los campesinos...
Toda esta parte está inspirada en la obra
de Lenin, especialmente en su libro El imperialismo..., y en la obra El
capital financiero del marxista vienés Rudolf Hilferding (vid. recensiones
correspondientes).
También aquí, el error no impide la fuerza
pasional de convicción: el monopolio, como forma económica, por sí no lleva
necesariamente a la progresiva explotación. Pero cuando la sociedad se
materializa, es indudable que lleva a tal intento: un gran propietario de
capital no ha de actuar como un capitalista, al estilo que Marx los representa,
pero si es materialista tiende efectivamente a obrar así. Con más motivo,
cuando la mayoría de sus conciudadanos se empeña en demostrarle que el fin de
la sociedad es el bienestar económico.
La lucha de clases o la clase
media
El tema de la lucha de clases, como
consecuencia de la estructura del sistema de producción de bienes capitalista,
es dado por supuesto en casi todo el libro, y abordado en una sección del
capítulo sobre el Imperialismo, para asegurar, desde luego, que ésta se agudiza
en el sistema con la aparición de los monopolios. En primer lugar, porque los
intereses económicos del capital se unifican, ya que el viejo conflicto entre
industriales y terratenientes desaparece, y la unificación de la clase obrera
se va haciendo realidad, en base a la experiencia alcanzada en una lucha que ya
lleva más de un siglo. Económicamente y, en consecuencia, también políticamente
las viejas clases medias están en vías de extinción; en las nuevas, cuyo número
e importancia no puede negar que aumenta, reina «la mayor confusión y
diversidad de propósitos».
Constituye una ceguera muy grande no ver
que, precisamente, en las naciones más avanzadas, la situación de los
asalariados se ha visto mejorada grandemente y que la legislación social
—contratos de trabajo, seguros de paro, servicios sociales, jubilaciones y
pensiones, etc.— ha hecho en los últimos tiempos, muy deseables e importantes
progresos. La acción política de los partidos que han asumido la defensa de los
intereses económicos de los trabajadores, ha alcanzado los resortes del poder
político, y su acción también ha producido una distensión de los conflictos de
origen económico. Por cierto, que las relaciones entre capital y trabajo están
lejos de ser un cuento de hadas, pero sólo el fanatismo puede afirmar con
seriedad que los trabajadores están sufriendo una explotación creciente.
Si las sociedades capitalistas muestran
signos de debilitación, y aun de disolución, no se debe al acrecentamiento de
las tensiones capital–trabajo, sino a un desmoronamiento interior que afecta a
todos —capitalistas, obreros y clases medias—, que ha provocado los fenómenos
de las «crisis de sociedad». Es muy interesante observar que el fenómeno de
descomposición moral de las sociedades capitalistas, se debe, en buena parte, a
su carácter post–marxista (vid. A. Del Noce, recensión a Marx, Tesis sobre
Feuerbach, pp. 30–33).
El tratamiento del tema de las clases
medias es otra cuestión de donde el rigorismo apriorístico de su posición
marxista le lleva a distorsionar los datos obvios de la realidad.
La opinión de Sweezy es que existen dos
clases medias. La vieja, aquélla constituida por artesanos, pequeños
terratenientes, etc., que subvenían sus necesidades económicas con una cierta holgura,
y que no se insertaron en el sistema capitalista de producción industrial, como
capitalistas o como obreros; esta clase está en vías de desaparición. Y la
nueva, cuyo origen, dentro del escasísimo margen de investigación que el
marxismo permite, ha de encontrarse necesariamente en una participación en la
plusvalía de los capitalistas, que necesitan de sus servicios para poder
mantener las condiciones de explotación de sus obreros. Siendo el salario de un
obrero exactamente igual a los medios de subsistencia y reproducción como
«laborante», nunca puede acceder a la clase media, por definición.
Esta imposibilidad está lejos de ser real.
En el capítulo IV, citando El Capital (pp. 189–190, citado por Sweezy en
p. 72), se dice que «el número y la magnitud de sus llamadas necesidades
esenciales..., son el producto del desarrollo histórico y dependen, por lo
tanto, en gran medida, del grado de civilización de un país... «Y lo que está
pasando, es que este grado de civilización alcanza en muchas naciones del mundo
salarios que permiten a los trabajadores acceder a niveles de vida en que
pueden vivir dignamente como personas, y no solamente subsistir».
La gravitación política de las clases
medias, a pesar de su número y de su capacidad —la mayor parte desempeña
funciones que suponen una preparación intelectual— es negada de plano, ya que
su relación con el sistema de producción de bienes no los constituye ni en
capitalistas ni en obreros. Sólo ellos, por su condición de explotadores o de
explotados, tampoco como individuos sino como clase, tienen vitalidad política.
Sólo el a priori de que no pueden
tenerla impide ver que los hechos desmienten categóricamente la presunta
ineficiencia política de las clases medias. Son ellas las que inspiran
prácticamente el ejercicio del poder político en bastantes países más o menos
desarrollados que no han caído en el bloque socialista.
Sweezy mismo nos describe sus actitudes,
que, interpretadas adecuadamente, explican la deseabilidad de su acción
política. En primer lugar, habla de su «hostilidad tanto al capital como al
trabajo organizado». A lo que Sweezy llama hostilidad podríamos traducirlo como
ausencia de compromiso, tanto con los intereses del capitalismo agresivamente
explotador, como con la reacción revolucionaria socialista (que es lo que
quiere decir cuando nos habla de «trabajo organizado»). «Las clases medias
—añade— son la fuente en diversos grados de anticapitalismo no proletario». Y,
finalmente, las considera el origen de «utopías en las que todo el poder de clase
organizado se disuelve y el individuo (es decir, el miembro suelto de un grupo
de la clase media) se convierte en la unidad social básica, como en los días
desaparecidos de la producción simple de mercancías». Excelente. Prescindiendo
de las acotaciones agresivas nos dice que el hombre de clase media siente
repugnancia —y muy justificada, por cierto— a su disolución como persona en una
clase en función de un interés económico químicamente puro, porque su cultivo
intelectual le permite advertirse como persona individual y reconocerse en
relaciones sociales que trascienden el nivel económico–materialista. Podríamos
añadir para continuar completando, que no está enajenado para el ejercicio de
su libertad y responsabilidad personal y para descubrir su dimensión espiritual
y religiosa...
El asunto vuelve a salir, a propósito del
análisis del fascismo, y en el último capítulo, para negar las posibilidades de
reformas por vías no revolucionarias de capitalismo.
Es asombroso el tono panfletario de la
argumentación sobre la imposibilidad de una reforma política de las estructuras
de la sociedad capitalista. Reformas que, por otra parte, son un innegable
hecho, ya que, contra la opinión marxista, la última instancia del hombre no es
el nivel económico. Dos ideales de justicia y de caridad entre los hombres, con
las dificultades que a un cristiano no se le esconden, ya que conoce el
desorden de la naturaleza como consecuencia del pecado de origen, pueden
hacerse realidad. Posibilidad que, desde un punto de vista técnico es aceptada
por el propio Sweezy (cfr. p. 381).
«Los líderes ambiciosos se corrompen con
facilidad (desde el punto de vista de sus fines confesados) y a los partidarios
potenciales los ahuyenta la intimidación y la propaganda; tenemos por consecuencia
lo que bien pudiera considerarse como característica saliente de todos los
movimientos de reforma, el trueque progresivo de los principios por
respetabilidad y votos. El resultado no es la reforma del capitalismo, sino la
quiebra de la reforma. Esto no es ni un accidente, ni un signo de la
inmoralidad de la naturaleza humana» (el subrayado es nuestro). Y en un
apéndice que se añade al libro, cuyo autor es Hilferding, se dice: «La justicia
es un sueño amable, pero nunca se construyó un ferrocarril con prédicas
morales. ¿Cómo podemos conquistar el mundo si queremos esperar que la
competencia se haga religiosa?». El libro, que pretende ser un tratado de
economía política, no puede menos que apoyarse en una concepción del hombre, la
marxista. En último término, toda la elaboración técnica está fundada en esta
negación de la trascendencia del hombre creado por Dios.
Y así, se nos manifiesta también la raíz
de por qué los argumentos de Sweezy tenían en la práctica fuerza de convicción.
Cuando la sociedad renuncia a un ideal trascendente, cuando considera que su
único fin es el bienestar, el socialismo se hace así inevitable, como ya había
señalado Schumpeter: cfr. recensión a P. A. Baran, La economía política del
crecimiento, pp. 74–75.
El profeta
En cuanto a la inevitabilidad de las que
llama guerras de redivisión, el argumento es claramente pobre. «El capitalismo,
por su misma naturaleza, no puede asentarse, sino que debe seguir
expandiéndose». La fuerza ciega que le domina, otra vez en acción. Que entre otras
muchas razones, los motivos económicos desprovistos de toda norma moral hayan
podido desatar catástrofes tan terribles como las guerras, no es imposible,
pero de allí a que éstas sean inevitables, y sólo por esos motivos, hay un paso
enorme. Sólo para quien no hubiera una instancia superior en el hombre puede
plantearse la cuestión de semejante manera, dando incluso por supuesto la
imposibilidad de ulteriores desarrollos económicos, sin acudir a estos
recursos.
En el fondo, lo que sucede es que las
consecuencias de las guerras en las potencias capitalistas beligerantes, abren
una posibilidad para la concreción de la deseable —para el autor—
revolución socialista. Fue como consecuencia de la guerra del 14 que las
estructuras de Rusia se debilitaron hasta el punto de hacer posible la
revolución del 17, donde un pequeño grupo logró hacerse con el poder con la
violencia, que empleó con sus mismos aliados.
Con este modelo a la vista, y convencido
de que la lucha de clases se encuentra en un punto más que adecuado de
exacerbación en el interior de las potencias capitalistas, que además la
explotación del monopolio extranjero ha producido el espíritu revolucionario
socialista en los países colonizados, y que las clases medias son incapaces de
toda acción política eficiente como no sea aliarse con los intereses del
capital monopolista en la forma de regímenes fascistas, Sweezy escribe un
antológico capítulo final titulado «Mirando hacia adelante». Es decir, mirando
hacia ahora, ya que el libro fue escrito durante el desarrollo de la II Guerra
Mundial, hace más de treinta años.
En él, suponiendo la derrota militar de
las potencias fascistas y del Japón, pronostica un debilitamiento tal en las
estructuras de las principales naciones europeas, que el traspaso del régimen
capitalista de producción al socialista será un hecho en toda Europa (se
concede que el capitalismo, si bien tambaleante, se conserve en Inglaterra).
Será tan decisivo el buen ejemplo del bloque socialista sobre los países que
conserven el opresor sistema capitalista (Estados Unidos e Inglaterra,
fundamentalmente) y tal el ahogo para la expansión de la acumulación al
quedarse con una parte tan reducida del mundo para hacerla efectiva, que ni
siquiera parece necesario a Sweezy el enfrentamiento militar entre los dos
bloques para poder otear en el horizonte próximo la instauración mundial del
socialismo. El escepticismo de Stalin en 1924 era razonable, pero ahora la
derrota militar del fascismo y de sus aliados cambiará radicalmente las
perspectivas. Ponemos la crítica en la desubicación de sus propias palabras:
«Las posibilidades, “extremadamente hipotéticas” de hoy pueden estar en la
orden del día de mañana. Entre tanto —y a menos que la situación cambie mucho
más rápidamente de lo que parece probable...— la gran mayoría de lectores
pensará, sin duda, que nuestro análisis es irreal y traído por los cabellos,
para no usar términos más duros. Las tendencias subyacentes no siempre se
muestran en la superficie. Pero no hay por qué discutir el punto por ahora; dejaremos
de buen grado que decida el porvenir».
El socialismo quizá se implante en ese
porvenir, pero no será como consecuencia inevitable del desarrollo de la
producción económica, sino de la descomposición moral de una sociedad, que
pierde el íntimo sustento de la vida cristiana y la orientación de la fe. Hoy
por hoy, la mayoría del pueblo conserva aún la altura humana y moral para
rechazar su materialismo cerrado, de modo que el socialismo sólo se impone, en
general, con el empleo de la violencia organizada, el terrorismo y el crimen:
lo triste es que, a menudo, consigue triunfar por la ingenuidad de quienes
previamente le facilitan los medios, convencidos de que el socialismo es un
imprescindible aliado en la lucha por el bienestar temporal de la humanidad.
E.G.
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