SWEEZY, Paul

TEORÍA DEL DESARROLLO CAPITALISTA

Fondo de Cultura Económica. México, 1969, 5ª edición en español (título original: The Theory of Capitalist Development, Oxford, 1942).

 

ÍNDICE GENERAL

      Prefacio (9*).

      Introducción (13).

      Primera parte: Valor y plusvalía.

      I. El método de Marx (21). 1. El uso de la abstracción (21). 2. El carácter histórico del pensamiento de Marx (30).

      II. El problema del valor cualitativo (33). 1. Introducción (33). 2. Valor de uso (35). 3. Valor de cambio (37). 4. Trabajo y valor (38). 5. Trabajo abstracto (40). 6. La relación de lo cuantitativo con lo cualitativo en la teoría del valor (42). 7. El carácter fetichista de las mercancías (44).

      III. El problema del valor cuantitativo (52). 1. El primer paso (52). 2. El papel de la competencia (56). 3. El papel de la demanda (59). 4. «Ley del valor» vs. «Principio de planeación» (64). 5. El valor y el precio de producción (66). 6. Precio de monopolio (66).

      IV. Plusvalía y capitalismo (68). 1. El Capitalismo (68). 2. El origen de la plusvalía (71). 3. Los componentes del valor (74). 4. La tasa de la plusvalía (76). 5. La composición orgánica del capital (78). 6. La tasa de la ganancia (79).

      Segunda parte: El proceso de acumulación.

      V. La acumulación y el ejército de reserva (87). 1. La reproducción simple (87). 2. Las raíces de la acumulación (91). 3. La acumulación y el valor de la fuerza de trabajo: planteamiento del problema (95). 4. La solución de Marx: el ejército de reserva del trabajo (99). 5. La naturaleza del proceso capitalista (104).

      VI. La tendencia descendente de la tasa de ganancia (109). 1. La formulación de la ley por Marx (109). 2. Las causas contrarrestantes (110). 3. Una crítica de la ley (113).

      VII. La transformación de los valores en precios (123). 1. El planteamiento del problema (123). 2. La solución de Marx (125). 3. Una solución alternativa (128). 4. Un corolario al método de Bortkiewick (137). 5. La importancia del cálculo del precio (139). 6. ¿Por qué no empezar con el cálculo del precio? (143).

      Tercera parte: Crisis y depresiones.

      VIII. La naturaleza de las crisis capitalistas (149). 1. La producción simple de mercancías y las crisis (150). 2. La ley de Say (152). 3. El capitalismo y las crisis (154). 4. Los dos tipos de crisis (162).

      IX. Las crisis relacionadas con la tendencia descendente de la tasa de ganancia (165).

      X. Crisis de realización (175). 1. Crisis que provienen de la desproporcionalidad (175). 2. Las crisis que provienen del subconsumo (181). Apéndice al capítulo X (207).

      XI. La controversia sobre el derrumbe (211). 1. Introducción (211). 2. Eduard Bernstein (213). 3. El contraataque ortodoxo (215). 4. Tugan–Baranowsky (216). 5. Conrad Schmidt (217). 6. La posición de Kautsky en 1902 (219). 7. Louis B. Boudin (222). 8. Rosa Luxemburgo (224). 9. Actitudes de postguerra (229). 10. Hernyk Grossmann (231).

      XII. ¿Depresión crónica? (237). 1. Introducción (237). 2. Las condiciones de la expansión capitalista (239). 3. Fuerzas contrarrestantes de la tendencia al subconsumo (241). 4. ¿Debe salir triunfante el subconsumo? (258).

      Cuarta parte: El Imperialismo.

      XIII. El Estado (265). 1. El Estado en la teoría económica (265). 2. La función principal del Estado (266). 3. El Estado como instrumento económico (270). 4. La cuestión de la forma de gobierno (276). 5. Evaluación del papel del Estado (278).

      XIV. El desarrollo del capital monopolista (280). 1. Concentración del capital (280). 2. Centralización del capital (281). 3. Las corporaciones (283). 4. Cártels, trusts y combinaciones (288). 5. El papel de los bancos (292).

      XV. El monopolio y las leyes del movimiento del capitalismo (297). 1. Monopolio y precio (297). 2. El monopolio y la tasa de la ganancia (299). 3. El monopolio y la acumulación (301). 4. El monopolio y los costos de distribución ascendentes (305). 5. Conclusión (313).

      XVI. La economía mundial (315). 1. Consideraciones generales (315). 2. La política económica en el período de la competencia (322). 3. La transformación de la política económica (327).

      XVII. El imperialismo (337). 1. Introducción (337). 2. Nacionalismo, militarismo y racismo (338). 3. El imperialismo y las clases (342). 4. El imperialismo y el Estado (348). 5. Guerras de redivisión (351). 6. Los límites del imperialismo (355).

      XVIII. El fascismo (360). 1. Las condiciones del fascismo (360). 2. El fascismo sube al poder (363). 3. La «revolución» fascista (366). 4. La clase gobernante bajo el fascismo (368). 5. ¿Puede el fascismo eliminar las contradicciones del capitalismo? (374). 6. ¿Es inevitable el fascismo? (378).

      XIX. Mirando hacia adelante (381). 1. Las perspectivas de reforma capitalista liberal (381). 2. La decadencia del capitalismo mundial (385).

      Apéndice A: Sobre los esquemas de la reproducción, por Shigeto Tsuru (397). 1. El tableau de Quesnay (397). 2. El esquema de la reproducción de Marx (400). 3. Comparabilidad con los agregados Keynesianos (403).

      Apéndice B: La ideología del imperialismo, por Rudolf Hilferding (407).

      Bibliografía (411).

      Notas (417).

 

EXPOSICIÓN DEL CONTENIDO

      Ya en la Introducción (pp. 13–18) hace Sweezy una toma de posición que determina todo el curso de su pensamiento: la economía, nos dice, es una ciencia que se ocupa exclusivamente de relaciones sociales, concretamente, de aquellas que surgen de la producción de bienes y su distribución.

      Esta afirmación implica, a su vez, otra: la de que, como veremos luego, el valor de uso de los bienes —esto es, su capacidad de satisfacer necesidades— no tiene ningún papel en la construcción de la teoría económica.

      Y, aunque es cierto que muchas de las construcciones y teorías de los economistas modernos carecen de una adecuada consideración de las relaciones humanas implícitas en los procesos de producción, sin embargo ni esta situación es absoluta —baste recordar la historia: siempre que una sociedad no ha sido deshumana, los ha tenido presentes—, ni es cierto que la interpretación correcta sea la marxista. Como Sweezy parece ignorar este punto, intenta capitalizar el interés de los lectores —la mayoría de ellos, seguramente, jóvenes universitarios— en beneficio de la teoría marxista, «redentora» de esos valores.

      «Parece razonable suponer que el estado de cosas que ha sido brevemente esbozado en los párrafos anteriores, tiene bastante que ver con lo que podemos justamente definir como un sentimiento difundido de insatisfacción con los economistas y sus obras. Siendo éste el caso, podría parecer que el procedimiento más fructífero sería emprender un examen de los dogmas y creencias centrales de la economía política moderna, desde el punto de vista de sus deficiencias como verdadera ciencia social de las relaciones humanas (y no le falta razón en esto, en cuanto a menudo es una ciencia que intenta presentarse como absoluta, no dependiente de ninguna concepción del hombre, lo cual no sólo es imposible, sino el modo habitual de disfrazar otra concepción materialista del hombre, aunque diversa del marxismo). El análisis crítico de esta índole, sin embargo, es en el mejor de los casos una ingrata tarea, y está comúnmente expuesto al cargo justificable de no ofrecer nada constructivo en lugar de lo que se rechaza. Hemos decidido, por consiguiente, abandonar el terreno de la doctrina aceptada, convencidos como estamos de que hay razones de inconformidad con ella, y explorar otra forma de emprender el estudio de los problemas económicos, a saber, la asociada al nombre de Karl Marx» (pp. 17–18).

      Si la razón que da para exponer la posición marxista es tan vaga como «explorar otra forma de emprender el estudio de los problemas económicos», no parece justificado que, a lo largo de la obra, la tome no ya como «otra forma», sino como la única correcta. Porque, «otra» forma que sea correcta, que no sea la habitual en la ciencia económica actual, parece también clara necesidad.

Primera parte: VALOR Y PLUSVALÍA

I. El método de Marx.

      Según Sweezy, en el prefacio de la Crítica de la economía política se descubre el intento de Marx y la primera de las hipótesis de su construcción económica. El intento: describir la anatomía de la sociedad civil (habría que decir mejor —siguiendo el símil médico— la fisiología). Y la hipótesis: que el secreto de su funcionamiento está en la economía política. Es decir, que una ley económica rige el desarrollo de la vida entre los hombres.

      Marx recoge —explica Sweezy—, además de Hegel, aquellos elementos que hacían énfasis en el proceso y el desarrollo a través de conflictos entre fuerzas opuestas o contradictorias.

      Sin embargo, pretende explicar el desarrollo histórico como una sucesión de conflictos que tienen su raíz en los modos históricos de producción de bienes, y Sweezy encadena una serie de citas de Marx: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta aquí es la historia de las luchas de clase» (El Manifiesto comunista, citado por Sweezy en p. 25). «La relación entre el trabajo asalariado y el capital determina todo el carácter del modo de producción» (El Capital, citado en p. 26), ya que el capital «es la fuerza que todo lo domina en la sociedad burguesa» (Crítica de la economía política, citado en p. 26). Lo cual provoca la siguiente situación: «La sociedad, en su conjunto, se divide cada vez más en dos campos hostiles, en dos grandes clases que se enfrentan una a otra: la burguesía y el proletariado» (El Manifiesto comunista, citado en p. 27).

      Marx, por tanto, reduce todas las relaciones sociales a las que existen entre capital y trabajo. Y aun esa relación la toma en la forma o formas que considera más importantes —no necesariamente las más frecuentes—, las que para él manifiesten las tendencias estructurales del modo de producción. Concretamente, como es sabido, elige la relación que surge en la esfera de producción industrial de su tiempo. De este modo, capitalistas y obreros son reducidos a tipos standard, a quienes se despoja de toda característica no concerniente a la relación que examina. En palabras del propio Marx, por si pudiera parecer exagerado: «Nos ocupamos de los individuos, sólo en la medida en que son personificaciones de categorías económicas, de peculiares relaciones e intereses de clase» (prefacio de El Capital, citado por Sweezy, p. 27).

      Es ésta, para Marx, una relación de cambio: el capitalista compra fuerza de trabajo al obrero; el obrero recibe del capitalista dinero con el que adquiere lo necesario para la vida.

      El propio Sweezy nos advierte que, absolutizadas así las hipótesis, las conclusiones a que Marx llega en el volumen I de El Capital no responden a la realidad; que si lo planteó de ese modo fue para poder estudiar intensivamente la relación. Ese estudio se intenta en los volúmenes II y III, aunque, en opinión de Engels (prefacio a El Capital, vol. II, p. 7, citado por Sweezy, p. 30) se trata de un trabajo «escasamente ordenado y mucho menos elaborado».

      El carácter histórico del pensamiento de Marx —lo correcto sería decir historicista— viene dado para Sweezy, por la consideración de la realidad social como el resultado del proceso de cambio inherente a un juego de relaciones de los factores de producción. Los sistemas sociales existen en la medida en que son formas de desarrollo de las fuerzas de producción; cuando se convierten en trabas... desaparecen. Este proceso no conoce finalidad ni estaciones de parada.

      Ante el ineludible problema de la participación de la libertad humana en el proceso, Sweezy atina a decir, con notable imprecisión, que el proceso no es puramente mecánico, sino más bien, producto de la acción humana, pero delimitada. «Los hombres hacen su historia, pero no la hacen exactamente a su gusto; no la hacen en circunstancias escogidas por ellos, sino en circunstancias ya existentes, dadas y transmitidas del pasado» (cita de Marx, en The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, ed. International Publishers, p. 13, Sweezy, p. 31). La sociedad, concluye, cambia y, a la vez, dentro de ciertos límites puede ser cambiada.

II. El problema del valor cualitativo.

      Se llama mercancía a todo lo que se produce para el intercambio, no para el uso directo del productor. Para la escuela clásica —p. e. para A. Smith—, división de trabajo y cambio de mercancías están ligadas naturalmente, necesariamente, por tanto Marx, por el contrario, si bien está de acuerdo en que la división del trabajo es la forma más eficiente de producción de bienes, asegura que no está necesariamente ligada al cambio de mercancías. Esto sucede solamente si, además, se viven unas relaciones económicas de propiedad privada.

      Dada esta situación, el economista puede hacer un estudio de la relación de cambio desde un doble punto de vista: la relación entre los productos, al que se llamará el problema del valor cuantitativo; y la relación entre los productores, cuyo análisis se hará bajo el título del problema del valor cualitativo, que es el que ahora nos ocupa.

      Valor de uso es cierta relación entre el consumidor y el objeto consumido o consumible: concretamente, aquella que constituye a éste en su condición de bien en el orden económico. En tanto que se trata de una relación entre el hombre y una cosa, y no de una relación social, Sweezy, siguiendo a Marx, asegura que ni siquiera pertenece su estudio al objeto de la economía política.

      Valor de cambio es aquella cualidad por la que un producto es intercambiable con otros; es esta cualidad la que constituye, por tanto, un producto en una mercancía.

      La mercancía es siempre, para Marx, el resultado de un trabajo, que puede ser considerado:

      a)   Como trabajo específico: el que se necesita para producir una determinada mercadería, zapatos, por ejemplo; o

      b)   Como trabajo, simplemente en general, en lo que de común tiene con todos los demás trabajos específicos: la aplicación de la capacidad humana para producir una mercancía.

      Al primero se le llama trabajo útil, y al otro, trabajo abstracto.

      En la construcción de su teoría, Marx considera el trabajo como trabajo abstracto, reduciéndolo a un común denominador, de manera que las unidades de trabajo puedan ser comparadas entre sí y sustituidas unas por otras, sumadas y restadas, y, finalmente, agrupadas para formar un conjunto total, el de la capacidad social de producción. Desde este punto de vista, las clases específicas de trabajo y su distribución en un determinado momento concreto, no interesan en la formulación de una teoría general del sistema económico; es mucho más importante tener en cuenta la suma total de la fuerza de trabajo y su nivel medio de desarrollo.

      Sweezy afirma, además, que esta hipótesis de Marx se fundamenta en una realidad a la que ha llegado el propio capitalismo, en el que la movilidad de ocupación por parte de los trabajadores es absoluta.

      Un trabajo específico cualquiera, computado en unidades —horas, por ejemplo—, es equivalente así a cualquier otro trabajo específico. En el análisis del valor de cambio de las mercancías, y apoyado en las afirmaciones anteriores, se asegura que éste guarda una relación directa con la parte del tiempo de trabajo que su producción ha consumido.

      En el mundo capitalista, la relación básica entre los productores de mercancías «adopta a sus ojos la fantástica forma de una relación entre las cosas» (Marx, El Capital, I, p. 83, citado por Sweezy, p. 45): lo que es una relación social, hombre con hombre, es tomada como una relación entre las cosas. Esta dosificación, este desplazamiento de lo que es relación humana por una relación entre mercancías, es como nos dice Sweezy, el corazón y la médula de la teoría del fetichismo de las mercancías de Marx.

      Este traslado hubiera sido imposible antes de la aparición del capitalismo, ya que las relaciones de producción conservaban un carácter personal muy evidente. Pero cuando —tal como ocurrió en Europa occidental a partir de los siglos XVII y XVIII— se produce la despersonalización de las relaciones productivas, debido a su desarrollo y complejidad, el productor individual trata con los demás sólo a través del mercado, en el que los precios y las cantidades se convierten en realidades sustanciales.

      Cuando el mundo del mercado ha realizado su independencia, sigue Sweezy, sometiendo los productores a su dominio, éstos empiezan a mirarlo como si fuera algo tan real como la naturaleza misma, a la que no hay más remedio que adaptarse.

      Todo está presentado, además, según Sweezy, como para asegurar la igualdad: el mundo de las mercancías aparece como un mundo de iguales: cada uno aparece como dueño de mercancías. El terrateniente y el capitalista, sus productos: el trabajador, su trabajo. Pero sucede que la mercancía que en el mercado ofrece el trabajador es sustancialmente distinta de las demás, ya que se trata de él mismo, cosa que no sucede con los productos del capitalista y el terrateniente, en los que su valor está dado por el mismo trabajo del trabajador.

III. El problema del valor cuantitativo.

      Como los productos se venden en el mercado en proporciones precisas, el problema que se plantea ahora Sweezy es el de descubrir las leyes que rigen el valor de cambio en términos cuantitativos.

      Para ello se parte de la suposición de que existe una correspondencia exacta entre las proporciones del cambio y el tiempo de trabajo que las respectivas mercaderías consumen en su producción. Esto es, dos mercancías que suponen el mismo tiempo de trabajo para su producción se cambian la una por la otra.

      Aquí se plantea la seria dificultad de reducir a un común denominador las diferencias de efectividad de los trabajadores, ya que puede suceder —y de hecho sucede— que esas diferencias afecten la posibilidad de relación directa entre valor y trabajo. Si no fuera posible, se desmoronaría la teoría construida sobre el trabajo considerado como un valor uniforme, del que puede extraerse un promedio que los marxistas denominan «trabajo socialmente necesario».

      Sweezy se limita a asegurar que la influencia ejercida por la habilidad y el entrenamiento sólo se hacen sentir «lentamente y de un modo imperfecto, y con frecuencia en formas no evidentes». Y, aunque hay casos de personas que contradicen estas suposiciones, resultando extremadamente hábiles en alguna actividad especial, a pesar de que su capacidad general productiva es normal o inferior a la normal estos casos son excepcionales y «no debemos permitir que falseen nuestra visión de la fuerza de trabajo como un todo».

      La posibilidad y el deseo de la libre competencia son condiciones también para que las proporciones del cambio correspondan exactamente a las proporciones del tiempo de trabajo de producción. Porque de este modo, por las ventajas que ofrezca el mercado, el trabajo se transfiere de una línea de producción a otra, según las conveniencias económicas. O lo que es lo mismo: cuando la oferta y la demanda se equilibran, el valor del producto en el mercado coincide con su valor real, que es directamente proporcional al tiempo invertido en producirlo.

      La demanda ejerce un importante papel en la determinación del valor de las mercancías, pero sólo —dice Sweezy— en la medida en que influye en la distribución de la capacidad total de trabajo: si hay demanda de un producto, éste tenderá a subir de precio, hasta que la oferta —la producción—, asumiendo más cantidad de trabajo, la satisfaga, y ponga nuevamente el valor del mercado en su valor real.

      Los marxistas se comportan frente a este asunto como si las posibilidades de este mecanismo fueran ilimitadas, inagotables; lo cual no es cierto, ya que la capacidad total de trabajo de que se dispone es, en un momento dado, fija. Lo que pasa es que si la demanda variase por su propia cuenta, independientemente de los factores que operan en el proceso de producción, sería ella la que, en último término, determinaría el valor de las mercancías, cosa inadmisible para Sweezy.

      Si Marx —nos dice Sweezy en p. 61— no trató este asunto más que brevemente, y aun pudiera decirse casualmente, es porque estaba convencido de que la demanda estaba necesariamente vinculada a los procesos de producción. Y continúa: en el capitalismo, la demanda efectiva guarda relación con las necesidades de los consumidores; las cuales, a su vez, están vinculadas con la distribución de los ingresos; y ésta es un reflejo de las relaciones de producción: en marxista, la estructura de clase. Por tanto, para el autor, la teoría del valor cuantitativo debe ser abordada desde el punto de vista de las relaciones de producción y no desde la opción del consumidor.

      Pero Sweezy va más allá, aclarando la postura de Marx. Nos recuerda que estamos ante un revolucionario que se interesa por conocer los reactivos de la vida social. «Desde este punto de vista, todo lo que es en sí mismo relativamente estable y sólo reacciona a los cambios que se producen en cualquier otra entidad, no sólo puede sino que debe recibir un puesto secundario en el plan analítico» (p. 62). Las necesidades, en la medida en que no son requerimientos «biológicos y físicos elementales» son un reflejo del desarrollo «técnico y organizacional» y no viceversa. «El modo de producción de la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida. No es la conciencia de los hombres la que determina su existencia, sino que, por el contrario, su existencia social determina su conciencia». «La producción produce así el consumo: primero, suministrando material a éste; segundo, determinando el modo del consumo; tercero, creando en los consumidores la necesidad de sus productos como objetos de consumo. Provee así el objeto, el modo y el resorte móvil del consumo». (Marx, citado por Sweezy, pp. 62–63).

      Esta ley del valor es para Marx la que regula el equilibrio general del sistema económico del capitalismo, y aunque las decisiones no se tomen de un modo centralizado y coordinado, funciona igualmente. La condición para que funcione es que se trate de una sociedad de productores privados, que satisfagan sus necesidades por el cambio, en un sistema de libre competencia.

      El precio es, para Marx en el volumen I de El Capital, la expresión monetaria del valor. En el volumen III aparece, sin embargo, el concepto de «precio de producción», que en realidad equivale al precio en el mercado. Existe ciertamente una diferencia entre el valor y el precio en el mercado: Marx dice que estas diferencias no son más que modificaciones de los valores atribuibles a ciertas características de la organización capitalista de la producción.

      El control de la oferta ejercido por el monopolista le permite aprovecharse de las condiciones de la demanda. De esta manera, la demanda adquiere una significación especial, por eso el precio de monopolio es diferente del que resultaría en un régimen de competencia libre, de su valor real según la ley del valor.

      Sweezy reconoce que estas discrepancias se resisten a ser sometidas a una ley que las explique. Sin embargo, añade, esta situación no altera algo aún más básico para un marxista: el hecho de que las mercancías —aun en circunstancias de monopolio— siguen consistiendo en un valor producido por el trabajo del obrero, aunque la conmensurabilidad cuantitativa se haya apartado de la expresada por la ley del valor.

IV. Plusvalía y capitalismo.

      En un sistema simple de producción de mercancías, el productor es siempre el propietario. Supuesto, en cambio, un alto desarrollo de las técnicas de producción, ya no son los propietarios de esos medios quienes producen las mercancías: unos tienen la propiedad, y otros son los que trabajan.

      Las relaciones entre propietarios siguen siendo relaciones de cambio, pero ahora también lo son las existentes entre propietarios y trabajadores, ya que éstos se presentan en el mercado como fuerza de trabajo.

      En el sistema de producción simple, el productor vende sus mercancías para conseguir el dinero necesario que le permita satisfacer, con otras mercancías, sus necesidades. Marx designa este proceso con el símbolo: M–D–M, donde M = Mercancía y D = Dinero.

      En el capitalismo, el propietario se presenta en el mercado con dinero, compra mercancías —trabajo y medios de producción— y, cumplido el proceso de producción, vuelve al mercado con un producto que convierte en dinero nuevamente. Este circuito lo designa con el símbolo D–M–D. Como el dinero no sirve para satisfacer necesidades, Sweezy, siguiendo a Marx, afirma que la única racionalidad que puede tener el sistema se da cuando éste se realiza de la siguiente manera: D–M–D’, siendo D’ mayor que D. Marx llama plusvalía a esta diferencia entre D’ y D.

      En el segundo proceso, el objetivo es la expansión del dinero según Marx, y no la satisfacción de las necesidades por los valores de uso, tal como sucede en la circulación simple de mercancías.

      «La circulación simple de mercancías —vender para comprar— es un medio de realizar un propósito no conectado con la circulación, a saber, la apropiación de los valores de uso, la satisfacción de necesidades. La circulación de dinero como capital, es, por el contrario, un fin en sí misma, puesto que la expansión del valor sólo tiene lugar en el curso de este movimiento renovado sin cesar. La circulación de capital, por lo tanto, no tiene límites. De este modo el representante consciente de este movimiento, el poseedor de dinero, se convierte en capitalista. Su persona, o más bien su bolsillo, es el punto del cual parte y al cual regresa el dinero. La expansión del valor, que es la base objetiva o el resorte principal de la circulación D–M–D’, se convierte en su fin subjetivo, y sólo en la medida en que la apropiación de más y más riqueza en abstracto se convierte en el único motivo de sus operaciones, el capitalista actúa como tal, esto es, como capital personificado y dotado de conciencia y voluntad. Los valores de uso, por lo tanto, no deben considerarse nunca como el fin real del capitalista; ni tampoco la ganancia lograda en una sola transacción. El proceso inacabable y sin descanso de la obtención de ganancias es el solo fin que persigue» (Marx, El Capital, citado por Sweezy, p. 70).

      Cuando el capitalista compra trabajo, nos dice Sweezy perfectamente de acuerdo con Marx, en realidad lo que compra es el uso de la fuerza de trabajo del trabajador. De donde deduce, que lo que el capitalista compra es al trabajador mismo. Y no duda en poner el ejemplo del esclavo —esclavo por horas—, aunque el hecho del contrato por el que se establece la relación «oscurece la realidad de que lo que el obrero hace es venderse por el precio estipulado».

      ¿Cuál es el precio de esta mercancía tan particular? Los tintes dramáticos de la pluma de Marx lo fijan de la siguiente manera: «El valor de la fuerza de trabajo se determina, como en el caso de cualquiera otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la producción, y en consecuencia, también para la reproducción de este artículo especial... Dado el individuo, la producción de fuerza de trabajo consiste en la reproducción de sí mismo o su manutención. Por consiguiente, el tiempo de trabajo requerido para la producción de fuerza de trabajo se reduce al necesario para la producción de los medios de subsistencia; en otras palabras, el valor de la fuerza de trabajo es el valor de los medios de subsistencia necesarios para el mantenimiento del trabajador... Sus medios de subsistencia deben... ser suficientes para mantenerlo en su estado normal como individuo laborante» (Marx, El Capital citado por Sweezy, p. 71).

      Es, por tanto, equivalente a una cantidad de mercancías: las necesarias para su subsistencia, reproducción y mantenimiento específico como «individuo laborante».

      Con el trabajo —sigue Sweezy exponiendo fielmente a Marx— de una unidad cualquiera de tiempo —un día por ejemplo— el trabajador produce más de lo que él necesita en ese día. Su trabajo puede, entonces, dividirse en dos partes: el necesario para pagarse a sí mismo y el excedente. El primero es el que se queda él mismo como salario, la otra parte se la queda el capitalista y es igual a la diferencia entre D’ y D, que se ha llamado plusvalía.

      El valor de cambio de una mercancía es, según el análisis precedente, la resultante de tres elementos que se suman:

      a)   C, que simboliza el valor de los materiales y la maquinaria utilizada. Como este elemento para los marxistas no añade valor al producto, se le llama «capital constante».

      b)   V, que simboliza el valor de la fuerza del trabajo, concretamente de trabajo necesario. Como el trabajo es para los marxistas el único elemento que introduce el incremento de valor en la materia prima, se le llama «capital variable».

      c)   P, que simboliza el valor del trabajo excedente o lo que es lo mismo, la plusvalía.

      De donde resulta la fórmula:

Valor de cambio = C + V + P

      En apreciación de Sweezy, esta fórmula es la espina dorsal del análisis económico de Marx.

      A partir de ella Marx establece una serie de relaciones que luego le servirán para completar su análisis económico: la tasa de plusvalía o tasa de explotación, la composición orgánica del capital y la tasa de ganancia. (Cfr. Recensión a El Capital, pp. 29 ss; 35 ss; 84 ss).

      La primera se define como la proporción entre la plusvalía y el capital variable, y se designa con una P’; P’ es, por tanto, igual a P/V.

      La magnitud de P’ puede ser afectada por tres factores:

      a)   la duración de la jornada de trabajo;

      b)   el precio del salario; y

      c)   la productividad.

      El primero establece el tiempo total que debe dividirse entre trabajo necesario y excedente; los otros dos determinan cuánto de ese tiempo corresponde a ambas categorías.

      P’ puede aumentar, entonces, por un aumento de la jornada de trabajo, por una rebaja en los salarios o por el aumento de la productvidad del trabajo. Naturalmente, también por una combinación de los tres factores.

      Marx supone también que P’ es igual para todos los capitalistas, lo cual exige estas dos condiciones:

      a)   una fuerza de trabajo totalmente homogénea y absolutamente trasferible;

      b)   que las industrias operen en condiciones técnicas homogéneas.

      La composición orgánica del capital es la razón entre el capital constante y el capital total, y se simboliza con una o: o, es, por tanto, igual a C/C+V.

      La tasa de ganancia es la proporción entre la plusvalía y el desembolso total del capital, que se simboliza con una g: g, es, por tanto, igual a P/C+V.

      Así definidas, g se nos presenta en función de P’ y de o, como se demuestra fácilmente de modo matemático:

g es igual a P’ (1–o)

      Por tanto, aunque g es lo que en definitiva interesa a los capitalistas, para el análisis conviene advertirla como dependiente de las otras dos variables.

      También supone Marx que g es igual para todas las empresas. Si, como dijimos antes, P’ también es la misma para todos los capitalistas, atendiendo a la fórmula anterior, o debe, por necesidad matemática, serlo también. No puede, sin embargo, afirmarse que o sea precisamente el mismo para todas las empresas: las proporciones de C y V, que determinan el valor de o, son muy diferentes, por ejemplo, en las industrias pesadas y en un taller de producción de ropa. La fórmula chocaría entonces con la realidad.

      Sweezy sale en su defensa aduciendo que es lícito suponer, para el análisis teórico, la validez de la fórmula, ya que aun considerando las diferencias de la composición orgánica del capital, los resultados a que se llega son significativamente semejantes a los que resultan de considerarla constante. La discusión de este asunto con más detalle queda para el capítulo VII de la obra de Sweezy.

Segunda parte: EL PROCESO DE ACUMULACIÓN

V. La acumulación y el ejército de reserva.

      Marx imaginó una tabla de funcionamiento económico del capitalismo, que llamó de Reproducción Simple.

      Se supone que toda la industria está dividida en dos grandes ramas: I, la que produce medios de producción, y II, la que produce artículos de consumo.

      «Hagamos que el C1 y C2 sean el capital constante empleado, respectivamente, en I y II; en forma similar, hagamos que V1 y V2 sean el capital variable, P1 y P2 la plusvalía y W1 y W2 producto, medido en valor, de las dos ramas, respectivamente» (p. 88).

      Entonces:

I     C1+V1+P1 = W1

II   C2+V2+P2 = W2

      Como la Reproducción Simple se refiere, según el autor, a un sistema capitalista que conserva indefinidamente las mismas dimensiones y las mismas proporciones es necesario que los capitalistas repongan cada año el capital gastado o usado y empleen toda la ganancia en el consumo; y que los obreros hagan otro tanto con su salario.

      Para que se cumplan estas condiciones debe suceder que:

      C1+C2 (el capital gastado que hay que reponer) = W1 = C1+V1+P1 (producción total de medios de producción).

      V1+V2 (salarios totales) +P1+P2 = W2 = C2+V2+P2 (producción total de bienes de consumo).

      Ambas ecuaciones se reducen a ésta: C2 = V1+P1.

      La producción total se divide en dos grandes categorías:

 

Producción de medios de consumo

}

 

 

 

 

OFERTA

 

Producción de medios de producción

 

 

      Los ingresos, por otra parte, en tres:

 

— Ingreso del capitalista:

— que debe reinvertir

 

 

 

— que consume

}DEMANDA

 

— Ingreso del obrero:

— que consume

 

 

      En I:

      C1 =  Oferta de medios de producción, y también demanda de medios de producción.

      V1 =  Demanda de bienes de consumo.

      P1 =  Demanda de bienes de consumo.

      Hasta aquí el equilibrio oferta–demanda se da en una cantidad igual a V1+P1 a favor de la oferta de medios de producción y de la demanda de bienes de consumo.

      En II:

      C2 =  Demanda de bienes de producción.

      V2 =  Oferta de bienes de consumo, y también demanda de bienes de consumo.

      P2 =  Oferta de bienes de consumo, y también demanda de bienes de consumo.

      En II queda una oferta de bienes de consumo no vendida igual a C2 y una demanda no satisfecha de medios de producción de la misma magnitud.

      Para que se equilibren, C2 debe ser igual a V1+P1.

      En el sistema de la Reproducción Simple, el capitalista actúa dentro del sistema D–M–D. Sin embargo, el esquema del capitalismo es el de D–M–D’, y el capitalista, necesariamente, procura aumentar su capital convirtiendo la mayor parte de su plusvalía en inversión adicional; su capital acrecentado le permite entonces apropiarse aún de más plusvalía, que a su vez convierte en inversión adicional, y así sucesivamente. «Éste es —asegura Sweezy— el proceso conocido como acumulación del capital; constituye la fuerza motriz del desarrollo capitalista» (p. 92).

      «El capitalista, como lo observaba Marx, comparte con el avaro la pasión de la riqueza como tal. Pero lo que en el avaro es una simple idiosincrasia, en el capitalista es el efecto del mecanismo social del que él es tan sólo una de las ruedas» (p. 92). Aún con tintes más agresivos y dramáticos en la pluma de Marx: «Acumular es conquistar el mundo de la riqueza social, acrecentar la masa de seres humanos explotados por él, y de este modo extender el predominio directo e indirecto del capitalista» (Marx, El Capital I, p. 649, citado por Sweezy, p. 92). Obsérvese que tanto para Marx como para Sweezy se trata de un proceso necesario e inevitable.

      La segunda razón que el capitalista tiene para acumular es la de mantenerse en un nivel técnico en creciente progreso, para no sucumbir ante la competencia, lo cual supone una seria inversión constante.

      La acumulación implica un aumento en la demanda de fuerza de trabajo. En el esquema de la Reproducción Simple se suponía que la fuerza de trabajo se compraba siempre en su valor. Sin embargo, al aumentar la demanda, la acumulación tiende a hacer subir el precio de los salarios. Si esto sucede P’ —tasa de explotación— baja y, en consecuencia, la tasa de la ganancia también.

      ¿Hay algún mecanismo para reducir el precio de la fuerza de trabajo en el mercado a su valor natural? Porque, según Marx y Sweezy el capitalista debe necesariamente reducir ese precio para seguir acumulando capital.

      Ricardo resuelve este problema diciendo que el mecanismo es natural: cuando los asalariados ganan más, tienen más hijos, el número de trabajadores aumenta, los salarios bajan a su nivel natural (Ricardo, «Principles», p. 71, citado por Sweezy, p. 98).

      La solución de Marx consiste en un dispositivo social distinto: el reemplazo de mano de obra por maquinaria, que produce un conjunto de desocupados a los que llama «ejército de reserva» o «población excedente relativa». La originalidad de Marx en este asunto consiste en la integración de esta artimaña en la estructura misma de la teoría económica. Sin embargo, esto no bastaría para mantener el delicado equilibrio entre el precio de los salarios y la plusvalía. La productividad mayor del trabajo por la introducción de maquinaria acelera la acumulación y ésta provoca una demanda creciente de fuerza de trabajo. En estas circunstancias, el capitalista retrasa la inversión del capital para provocar la crisis y el consecuente desempleo. Junto con la eliminación del trabajo por maquinaria, las crisis y las depresiones forman parte del mecanismo específico para reconstruir el ejército de reserva cuando éste disminuye.

      La diferencia entre la solución de Ricardo y la marxista consiste, pues, en que en la primera el precio de los salarios se regulaba, a fin de cuentas, por un factor externo al sistema económico (la población), mientras que para Marx el propio sistema capitalista incluye internamente los factores que mantienen los salarios en su valor «natural».

VI. La tendencia descendente de la tasa de la ganancia.

      Si la acumulación produce una mecanización progresiva de las técnicas de producción: la productividad crece de continuo; y la composición orgánica del capital también asciende de modo sostenido. Como g = p (1–0), al subir la magnitud de o (composición orgánica del capital) desciende la de g. Lo cual pone de manifiesto que ciertos obstáculos internos se oponen al desarrollo indefinido del sistema capitalista. Esto es lo que Marx llama la Teoría de la Ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia media en el volumen III, capítulo XIII de El Capital (citado por Sweezy, p. 109).

      Algunas «causas contrarrestantes» pueden, sin embargo, «contrarrestar y anular» la ley general de la tasa descendente de la ganancia, «dejándole tan sólo el carácter de una tendencia» (Marx, El Capital, III, p. 272, citado por Sweezy, p. 110). Una de ellas, el abaratamiento de los elementos del capital constante, ya que el uso creciente de maquinaria, elevando la productividad del trabajo disminuye el valor por unidad del capital constante, deprime la tendencia de o a subir. Otras tres elevan la tasa de plusvalía: el aumento de la intensidad de explotación de los obreros —Marx hace hincapié en la prolongación de la jornada de trabajo—; la depresión de los salarios más abajo de su valor «natural»; la sobrepoblación relativa, que la misma mecanización produce liberando mano de obra. Finalmente, el comercio exterior puede influir simultáneamente en o y en P’, en la medida en que abarata los elementos del capital constante y los artículos necesarios para la vida, por los cuales se cambia el capital variable.

      «El análisis de Marx no es ni sistemático ni completo —nos dice Sweezy, aunque continúa disculpándolo—. Como tantas cosas más en el volumen III —hace referencia a El Capital—, quedó inacabado, y podemos inferir con certeza que si Marx hubiera vivido para preparar por sí mismo el original para la imprenta, hubiera introducido extensas ampliaciones y revisiones en varios puntos.» (p. 113).

      Todo el análisis de Marx se funda en el aumento de la composición orgánica del capital, suponiendo que P’ permanece invariable. Como el aumento de o lleva consigo un aumento de la productividad, si la proporción de P’ permanece invariable, aumentan los salarios reales. Pero esto, para un marxista, no puede suceder. Si se acepta el mecanismo del «ejército de reserva», cuyo efecto es deprimir en el mercado el precio de los salarios, junto con la mayor productividad causada por el aumento de o hay que aceptar también un aumento en la otra variable que forma parte de la tasa de la ganancia, P’.

      El autor considera que ambas son variables, en cuyo caso la dirección de los cambios en la tasa de la ganancia se hace indeterminada: 1) si el aumento de o es mayor que el de P’, g aumenta; 2) por el contrario, si P’ aumentara más que o, g desciende; y, finalmente, 3) si el aumento es parejo, g permanece invariable.

      Sweezy sostiene que tomando en cuenta el aumento físico de los elementos del capital constante que produce la mecanización y el abaratamiento por unidad, el aumento de o se equipara en magnitud con el aumento de P’ que lleva consigo la mayor eficiencia que permite la mecanización. Es decir, adopta la opción 3).

      No faltan, sin embargo, autores como Bortkiewicz (Wertrechnung und Preisrechnung in Marxschen System, Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, IX–1907), que sostiene que un aumento original en o lleva a un aumento de g.

      De todas maneras, Sweezy concluye que, por lo menos, «la formulación de la ley de la tendencia descendente de g por Marx no es muy convincente» (p. 117).

      Antes de abandonar el tema de los movimientos en la tasa de la ganancia enumera otras fuerzas que son importantes a este respecto, además de las mencionadas por su maestro.

      Tales fuerzas pueden ser clasificadas en aquellas que tienden: 1) a deprimir la tasa de la ganancia; y, 2) las que tienden a elevarla.

      1)   Los sindicatos y la acción del Estado en favor de los obreros.

      2)   Las organizaciones patronales, la exportación de capitales, la formación de monopolios y la acción del Estado en favor del capital.

VII. La transformación de los valores en precios.

      La ley del valor está formulada haciendo la suposición de que la composición orgánica del capital es la misma para todas las industrias. Sweezy ejemplifica el funcionamiento de la ley del valor en la siguiente tabla con tres grandes ramas de producción: I, de medios de producción, II de artículos para trabajadores, III de artículos de lujo. Además de suponer, como decíamos, igual composición orgánica del capital para todas las industrias, en esta tabla se supone un mismo capital constante para todas las industrias de la misma rama, y una tasa de plusvalía igual para las tres ramas de la producción.

TABLA I.—Cálculo de valor (p. 127)

 

 

Capit

Cap.

Plus-

 

Tasa de

Comp

Tasa de

Rama

Const

Var.

valía

Valor

Plusval

Org. del

la Ga-

 

 

 

 

 

 

Cap.

nancia

 

c

v

p

c+v+p

p/v

c/c+v

p/c+v

 

 

 

 

 

%

%

%

———

——

——

——

——

——

———

———

I ….…

200

100

100

400

100

66 2/3

33 1/3

II ….…

100

 50

 50

200

100

66 2/3

33 1/3

III ……

100

 50

 50

200

100

66 2/3

33 1/3

———

——

——

——

——

——

———

———

Total ...

400

200

200

800

100

66 2/3

33 1/3

 

      Ajustando los datos de esta tabla a la realidad de la industria en la que la composición orgánica del capital difiere notablemente de una industria a otra, la situación es la que muestra la tabla siguiente:

TABLA II.—Cálculo del valor (p. 125)

 

 

Capit

Cap.

Plus-

 

Tasa de

Comp

Tasa de

Rama

const

Var.

valía

Valor

Plusval.

Org.del

la Ga-

 

 

 

 

 

 

Cap.

nancia

 

c

v

p

c+v+p

p/v

c/c+v

p/c+v

 

 

 

 

 

%

%

%

———

——

——

——

——

——

—–—

——–

I   ……

250

75

75

400

100

77

23

II ……

 50

75

75

200

100

40

50

III ...…

100

50

50

200

100

66 2/3

33 1/3

———

——

——

——

——

——

—–—

——–

Total ...

400

200

200

800

100

66 2/3

33 1/3

 

      Es un hecho de experiencia que o es de una magnitud mucho mayor en la industria pesada que en la de la construcción, por ejemplo. Esta diferencia se traslada a la tasa de la ganancia. Si, como asegura Marx, el sistema funciona sobre el incentivo de g, es evidente que el sistema no tendría estabilidad: basta ver las diferencias de g en la Tabla II.

      Resulta, por tanto, insostenible la doble afirmación de que sólo mediante un equilibrio de g se establece el capitalismo y la verdad de la ley del valor.

      Para resolver el problema, Marx crea una nueva relación, la de la tasa media de la ganancia: G=P/C+V; es decir, la suma total de las plusvalías en todas las ramas de la industria sobre la suma de la cantidad total de capital constante y variable en todas las ramas de la industria también.

      Recordando, además, que si g=p/c+v, p será igual a g (c+v), Marx construye en términos de precios la siguiente estructura:

      I     ... ... ... ... ...     c1 + v1 + g (c1 + v1)   = G1

      II    ... ... ... ... ...     c2 + v2 + g (c2 + v2)   = G2

      III   ... ... ... ... ...     c3 + v3 + g (c3 + v3)   = G3

                                    —————————–———

      Totales …          C + V + g (C + V)      = G

      La que traducida a una nueva tabla de precios, resulta:

TABLA III.—Cálculo del precio por Marx (p. 127)

 

 

 

 

 

 

 

Desvia-

 

 

 

 

 

 

 

ción del

Rama

Capit

Cap.

Plus-

Valor

 Ganan-

 Precio

precio

 

Const

Var.

valía

 

 cia

 

respecto

 

 

 

 

 

 

 

del valor

 

c

v

p

c+v+p

 (c+v)

 c+v+g

 

 

 

 

 

 

 

 (c+v)

 

———

—––

—––

——

——

———

———

———–

I   ……

250

75

75

400

108 1/3

433 1/3

+ 33 1/3

II ……

 50

75

75

200

 41 2/3

166 2/3

– 33 1/3

III ...…

100

50

50

200

 50

200

0

 

      La Tabla III no se sostiene por falta de consistencia interior, ya que las Tablas I y II habían sido construidas sobre la hipótesis de la Reproducción Simple. Quien quiera hacer los pasos matemáticos correspondientes advertirá que la cantidad total de c empleado en la producción sigue siendo igual a 400, pero el capital constante producido por la rama correspondiente, la I, tiene ahora un precio de 433,5. Lo mismo sucede en la cuenta de v, es decir, los salarios, que suma 200, mientras que la producción de artículos de consumo para obreros, la rama II, tiene el precio de sólo 166,66. Estas diferencias podrían justificarse suponiendo que los trabajadores capitalizan 33,33, y cubren el déficit de capital en esa misma cantidad. Pero esta solución no es marxista: los obreros no pueden capitalizar. Desde luego que Sweezy no la acepta y llega a la conclusión de que el método de Marx no es satisfactorio lógicamente.

      Siguiendo a Bortkiewicz en un ensayo publicado en «Jahrbücher für Nationalökonomie und Statistik», julio 1907, propone una solución matemática para que la transformación de la tabla del valor, al convertirse en tabla de precios, guarde todas las condiciones de la Reproducción Simple. La solución consiste en transformar a términos de precio todos los elementos de la ley del valor. Suponiendo que el precio de c es x veces su valor; el de la unidad de artículo para trabajadores, y veces el suyo; z veces el de la unidad de artículos de lujo; calculando la tasa media de la ganancia según propone Marx, pero modificada ahora por los índices (a ésta la llama t, ya que no corresponde con la definición de g); las ecuaciones que ponen de manifiesto las condiciones de la Reproducción Simple quedan de la siguiente manera:

I           c1 x + v1 y + t (c1 x + v1 y) = (c1 + c2 + c3)  x

II         c2 x + v2 y + t (c2 x + v2 y) = (v1 + v2 + v3)  y

III        c3 x + v3 y + t (c3 x + v3 y) = (p1 + p2 + p3) z

o lo que es lo mismo:

I              (1 + t)     (c1 x + v1 y) =  (c1 + c2 + c3)  x

II            (1 + t)     (c2 x + v2 y) =  (v1 + v2 + v3)  y

III      c3 x + v3 y + t                     (c3 x + vc y)         =     (p1 + p2 + p3) z

      «En vez de calcular el esquema del valor en términos de unidades de tiempo de trabajo, podríamos ponerlo en términos de dinero. Así el valor de cada mercancía no se expresaría en unidades de trabajo, sino en términos del número de unidades de la mercancía–dinero por el cual se cambiara. El número de unidades de trabajo necesarias para producir una unidad de la mercancía–dinero suministraría un eslabón directo entre los dos sistemas de cómputo. Supongamos que el esquema del valor ha sido calculado en términos de dinero, y que el oro, que clasificaremos como artículo de lujo, ha sido escogido como la mercancía–dinero. Entonces, una unidad de oro (digamos 1/35 de onza) es la unidad de valor. En obsequio a la sencillez, supondremos también que las unidades de otros artículos de lujo han sido escogidas de tal manera que todas se cambian por la unidad de oro sobre la base de uno a uno: en otras palabras, el valor de todos los artículos de lujo, inclusive el oro, es igual a 1. Ahora, pasando de un esquema del valor a un esquema del precio, queremos retener 1/35 de onza de oro como unidad de cómputo. La unidad de oro será, por consiguiente, igual a uno en ambos esquemas, y en las condiciones supuestas lo mismo debe ser verdad para todos los artículos de lujo. Puesto que hemos hecho ya la suposición de que el precio de una unidad de artículos de lujo es z veces su valor, esto equivale a considerar z = 1» (p. 131).

      De esta manera, tenemos un sistema definido de tres ecuaciones con tres incógnitas. Si, además, para simplificar, hacemos 1 + t = m, las ecuaciones quedan como sigue:

I     ... ... ... ... ...       m (c1 x + v1 y) = (c1 + c2 + c3)   x

II   ... ... ... ... ...       m (c2 x + v2 y) = (v1 + v2 + v3)   y

III  ... ... ... ... ...       m (c3 x + v3 y) = p1 + p2 + p3

      Una vez hechas las operaciones correspondientes, resulta una tabla de precios en la que sí se cumplen todos los requisitos de la Reproducción Simple:

TABLA III b).—Cálculo correcto de precios (p. 133)

 

 

Capital

Capital

 

 

Rama

Constante

Variable

Ganancia

Precio

—————

————

————

————

————

I     ………

281 1/4

56 1/4

112 1/2

450

II    ………

 56 1/4

56 1/4

 37 1/2

150

III  ………

112 1/2

37 1/4

 50

200

—————

————

————

————

————

Total  ……

450

150

200

800

 

      El que al modificar los valores por los coeficientes del precio pueda establecerse de nuevo el equilibrio de la Reproducción Simple significa que, en un esquema de precios, el ingreso total, su división entre las principales clases de la sociedad y la forma en que estas cantidades totales operan en el curso del desarrollo del sistema capitalista, es el mismo que se vio al estudiar el esquema fundado en el valor.

      Al comparar los sistemas en equilibrio, la transformación, si bien modifica las cantidades, las dimensiones, los deja sustancialmente idénticos. Poniéndolos en movimiento bajo el efecto de la acumulación, ¿diferirán en grado importante sus respectivas propensiones? Sweezy dice que no. Hay dos fuentes de diferencias apreciables: las dos referidas a la composición orgánica del capital, ya que ahí está el «quid» de la cuestión:

      1)   Que o de la industria del oro siga un curso distinto del promedio de las demás industrias. En este caso, el precio de compra del dinero operaría en forma distinta en ambos sistemas o, viendo el asunto desde otro lado, el precio total diferiría del valor total.

      2)   Que los cambios de la composición de o, que a priori están excluidos en el sistema del valor, aclararán de tal manera en el sistema de precios que alterarán la sustancial equiparación que Sweezy quiere asegurar. La única manera de evitarlo es pensar, como hace el autor, que aunque estos cambios no son imposibles, se reparten al azar sin afectar la sustancia del sistema, ya que repartiéndose de ese modo se anulan en relación a las cantidades totales en que Sweezy está interesado. Con este argumento, el autor decide que la abstracción de las diferencias entre ambos esquemas es una abstracción apropiada, científica, y que le permite seguir utilizando el esquema del valor por resultar más claro en la presentación de las consecuencias sociológicas del sistema económico del capital.

Tercera parte: CRISIS Y DEPRESIONES

VIII. La naturaleza de las crisis capitalistas

      El capítulo se abre con un exordio de Sweezy en el que nos advierte que, si bien el fenómeno de las crisis está presente en toda la obra de Marx, en ninguna parte se encuentra algo que se aproxime a un examen completo o sistemático de la materia. «La crisis como fenómeno concreto complejo no podía ser plenamente analizada en los niveles de abstracción a que El Capital se reduce» (p. 149). No deja tampoco esta vez de disculparse: «Tal vez pueda decirse con certeza que si Marx hubiera vivido para completar su análisis de la competencia y el crédito, nos hubiera dado un examen cabal y sistemático de la crisis» (p. 150).

      Siendo la función y el propósito del dinero dividir el acto del cambio, M–D (venta) y D–M (compra), ambas operaciones pueden separarse en el espacio y en el tiempo.

      En el sistema M–D–M podría llegar a suceder que el productor A venda, y después —por el motivo que fuere— deja de comprar a B; B, no habiendo vendido a A, tampoco puede comprar a C; C, no habiendo podido vender a B, no puede comprar a D, y así sucesivamente. Sin embargo, como la producción simple de mercancías es un sistema para el consumo, no se ve que haya razones internas al sistema que puedan llegar a interrumpir la circulación tal como acabamos de describir.

      En el sistema capitalista, nos dice Sweezy, hay un doble juego de circulación: el de los proletarios trabajadores, que comienza con el ofrecimiento de M —su propia fuerza de trabajo—, para con ella obtener D, y con él adquirir M: por tanto, M–D–M; y la de los capitalistas: éstos salen al mercado con D para comprar fuerza de trabajo que produce M, que vuelven al mercado para convertirse nuevamente en D’. Como ya explicó, D’ es siempre mayor que D.

      Así como en el sistema de producción simple de mercancías no había razones para suponer una interrupción en la circulación, en cambio, en el proceso capitalista sí que las hay: el talón de Aquiles, según Sweezy, es la tasa de ganancia.

      Existen dos posibilidades: a) que desaparezca la tasa de ganancia, g, o se haga negativa: por lo general, esta situación no es el comienzo, sino el resultado de una crisis; y b) que g descienda de los niveles habituales a que están acostumbrados los capitalistas.

      El capitalista, en un momento dado, puede acudir al mercado con su dinero o retenerlo. A la larga, si pretende continuar siendo capitalista, tendrá que volver a invertirlo, pero en un determinado momento puede abstenerse de hacerlo a la espera de circunstancias más favorables para la tasa de la ganancia, precipitando así la crisis y la sobreproducción.

      Podría pensarse que, en tales circunstancias, los capitalistas invirtieran su dinero en el consumo, provocando un repunte en el sistema económico, pero esto, por definición de Marx y Sweezy —no demostrada ni explicada—, no puede suceder. Un capitalista que renunciara a la acumulación para convertirse en consumidor de toda su plusvalía dejaría de ser capitalista, habría sufrido una imposible transformación sustancial.

      Sweezy añade que, de ser cierto el análisis anterior, las causas de las crisis hay que buscarlas en las fuerzas que operan sobre g.

IX. Las crisis relacionadas con la tendencia descendente de la tasa de la ganancia

      Para algunos autores marxistas, Dobb entre ellos, y en general los más inmediatamente ortodoxos, la ley de la tendencia descendente de la tasa de la ganancia, como consecuencia del aumento de la composición orgánica del capital, era, según Marx, el primer principio explicativo en lo que concierne a las crisis.

      Como esta ley —lo vimos en el capítulo VI— está muy lejos de ser cierta, Sweezy realiza una hercúlea labor de exégesis para mostrar que Marx toma también en cuenta la lucratividad declinante como consecuencia de otras causas distintas: 1) un descenso en la tasa de la plusvalía consiguiente a un aumento de los salarios en términos de valor, y 2) la imposibilidad, en ciertas circunstancias, de vender mercancías en sus valores íntegros, o sea, lo que ha llamado crisis de realización.

      Es en la formulación de la necesidad del «ejército de reserva» y de los mecanismos del sistema económico para mantenerlo donde Sweezy encuentra una justificación de las crisis a partir del descenso de la tasa de la ganancia. Cuando el proceso de acumulación —de acuerdo a la explicación dada en el capítulo VI— conduce a un aumento de la demanda de fuerza de trabajo, que lleva consigo un aumento de precio de éste en el mercado, la tasa de la ganancia, como es lógico, se deprime. Los capitalistas, entonces, recurren a la crisis como medio para provocar la desocupación y devolver al trabajo su precio natural. La técnica que la provoca es bien sencilla: la retracción de la inversión.

      Marx veía, nos dice Sweezy, en este proceso algo más que una explicación de las crisis. Como se trata del remedio para solucionar los males que acompañan la acumulación a fin de hacerla otra vez posible, la repetición del proceso no es más que cuestión de tiempo. Pretende Sweezy presentar esta explicación como una teoría de lo que los modernos economistas llaman el ciclo económico. «Se ve así que Marx consideraba el ciclo económico como la forma específica del desarrollo capitalista, y la crisis como una fase del ciclo» (p. 172).

X. Crisis de realización

      Cuando el descenso de lucratividad se debe a la imposibilidad para el capitalista de recuperar el valor íntegro de las mercancías que produce, se habla de crisis de realización. Las hay de dos tipos: 1) las que provienen de la «desproporcionalidad» entre las diversas ramas de la producción, y 2) las que provienen del «subconsumo» de las masas.

      Siendo el capitalismo un sistema muy fluido, puede suceder con facilidad que los productos en el mercado abunden o escaseen, modificándose, por tanto, sus precios en relación con sus valores.

      Para los clásicos, esta sobre o subproducción parcial tendría dentro del sistema capitalista un fácil ajuste. Sweezy afirma que no hay garantía de que ello suceda, sobretodo si este error afecta a una rama importante del consumo que provoque la consecuente contratación, arrastrando detrás de ella una sobreproducción de todas las industrias subsidiarias. Si la rama afectada es lo suficientemente importante para que el trastorno original sea grande, puede hundir toda la economía en una crisis.

      A continuación sale al paso de lo que considera una auténtica herejía del marxismo: la de considerar estos pasos como la única causa de la crisis del capitalismo. En esta posición se alinean el economista ruso Tugan–Baranowsky, el revisionista Bernstein, el marxista vienés Hilferding y la social–democracia alemana en los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

      ¿Cuál es la razón por la que Sweezy sale al paso de esta opinión? Su posición revolucionaria. Si estos revisionistas están en lo cierto y las crisis no tuvieran dentro del sistema capitalista otro origen que éste, tan dócil al arreglo, habría que renunciar a la espera de un colapso del sistema. En cambio, si el capitalismo es inseparable de la tendencia descendente de la tasa de ganancia o de una demanda del consumo que tienda a quedarse cada vez más atrás de las necesidades de venta de la producción —o de ambas a la vez—, «entonces se puede esperar que los males del sistema aumenten con el tiempo, y el día en que las relaciones capitalistas se conviertan en una traba para el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas de la sociedad, debe llegar tan seguramente como la noche sigue al día» (pp. 179–180). En este caso «los socialistas deben prepararse para los tiempos tormentosos que les aguardan; deben estar dispuestos inclusive, si fuera necesario, a imponer por la fuerza una solución revolucionaria a las contradicciones del orden existente» (p. 180).

      Tugan–Baranowsky lo que hace es construir una tabla de Reproducción Ampliada en la que los capitalistas utilizan una parte de la plusvalía en comprar medios adicionales de producción y fuerza de trabajo adicional. Para que ello sea posible, deben producirse medios de producción por encima de lo que es necesario para sustituir el capital constante usado en el período anterior y los artículos de consumo para los obreros adicionales. Supone también que los capitalistas aumentan su propio consumo.

      De lo que resulta una división de la plusvalía en cuatro partes:

      pc = a la plusvalía del período precedente.

      pDc = al aumento del consumo por parte de los capitalistas.

      pac = a la parte de la plusvalía que se invierte en nuevos medios de producción.

      pav = a la parte de la plusvalía que sirve para aumentar el capital variable.

      El esquema de reproducción queda como sigue:

      I.    c1 + v1 + pc1 + pDc1 + pav1 + pac1 = w1

      II.   c2 + v2 + pc2 + pDc2 + pav2 + pac2 = w2

      Si, tal como se hizo para descubrir la condición de equilibrio de la Reproducción Simple, igualamos todos los renglones que representan una demanda de capital constante a la producción total de capital constante, y todos los renglones que representan una demanda de artículo de consumo a la producción total de medios de consumo, nos aparecen las dos ecuaciones siguientes:

c1 + pac1 + c2 + pac2 = c1 + v1 + pc1 + pDc1 + pav1 + pac1

v1 + pc1 + pDac1 + pav1 + v2 + pc2 + pDc2 + pav2 =

= c2 + v2 + pc2 + pDc2 + pav2 + pc2

      Después de simplificarlas, ambas se reducen a una sola condición:

c2 + pac2 = v1 + pc1 + pDc1 + pav1

      Para Tugan–Baranowsky esta segunda ecuación prueba dos cosas: 1) que si la parte que anualmente se agrega al capital constante no se distribuye en proporciones correctas (desproporcionalidad) es seguro que hay crisis, y ello es muy posible, ya que la experiencia no ofrece una base firme para saber si habrá demanda para la nueva producción, y 2) que si el capital se divide correctamente, no puede haber motivos para una crisis, lo cual descarta la posibilidad del subconsumo.

      Tugan–Baranowsky llega hasta las últimas consecuencias en su afirmación de que el subconsumo puede evitarse. Aunque la producción aumente sin cesar, «por muy bajo que fuera el consumo social, la oferta de mercancías no podría nunca aventajar a la demanda» (Tugan–Baranowsky, Handelskrisen, p. 33, citado por Sweezy, p. 186), ya que, en último término, derivaría en un aumento de medios para el aumento de la producción.

      Aunque pocos economistas han llegado tan lejos en la negación de la interdependencia entre producción y consumo, «de todos modos es imposible acusar a Tugan de inconsecuencia» (p. 189).

      Los autores marxistas recibieron —como es lógico— esta teoría en forma unánimemente desfavorable. Bajo todas las críticas a la teoría yace una sola idea: la producción es producción para el consumo, pese a Tugan y sus esquemas de producción, que sostienen lo contrario. Así, Schmidt, uno de los más competentes revisionistas, en Sozialistische Monatshefte (1901), II, p. 673. Kautsky, entonces considerado como portavoz autorizado del marxismo, en el órgano oficial de la social–democracia alemana, Die Neue Zeit, año XX, vol. 2 (1901–2), p. 117. Louis B. Boudin, teórico marxista americano de los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, miembro de la escuela ortodoxa, llega, en nombre del mismo argumento, a calificar la teoría como un «absurdo total» (The Theoretical System of Karl Marx, 1907, p. 249). Rosa Luxemburgo, la reina de los subcomunistas, la rechaza desdeñosamente como una «vulgar fantasía económica». Y Bukharin, portavoz de los bolcheviques en materia de economía política, sostiene que la teoría consiste en «separar la producción del consumo y aislarla por completo».

      Como hasta ahora nos hemos encontrado con dos tipos de crisis, la primera provocada por los propios capitalistas para revitalizar —según Sweezy— el proceso de acumulación, y la segunda, consecuencia de una «desproporcionalidad» en las inversiones adicionales, nada difícil de solucionar, el sistema capitalista no parece correr graves riesgos. Por este motivo, recogiendo fragmentos de los más dispersos de la obra de Marx en la Introducción a la crítica de la economía política, en Theorien über den Mehrwert y en los volúmenes II y III de El Capital, Sweezy intenta formular una teoría del origen de las crisis verdaderamente cargadas de posibilidades revolucionarias. Son éstas las crisis a que arrastra el subconsumo de las masas. Sweezy admite, sin embargo, que el problema no aparece sometido en la obra de Marx al análisis extenso y laborioso que suele dedicar a las cuestiones que él cree más importantes. El intento de construir esa teoría no es tampoco original, pero las formulaciones anteriores de la teoría —la de Rosa Luxemburgo, por ejemplo— resultaron un fracaso desde el punto de vista lógico.

      La tendencia al subconsumo puede manifestarse en estos dos sentidos: a) crisis: la producción crece y al llegar a un mercado que no los absorbe, los precios llegan a niveles no lucrativos, de modo que su producción o la capacidad de producción adicional, o más probablemente ambas, serán restringidas; b) estancamiento: cuando hay recursos productivos ociosos que no son utilizados para incrementar la producción, ya que se comprende que el incremento provocaría una saturación del mercado.

      Sweezy supone: 1) que los trabajadores consumen sus salarios íntegramente, y 2) que la plusvalía de los capitalistas (en aumento incesante) puede dividirse en cuatro partes:

      a)   la que mantiene su consumo en el nivel anterior;

      b)   la que aumenta su consumo;

      c)   la que se acumula y crea nuevas posibilidades de trabajo, y

      d)   la que se acumula y agrega al capital constante.

      Da por hecho también que los capitalistas intentan obtener siempre tanta ganancia como sea posible, lo cual llevará al mejoramiento continuo de los medios de producción, principalmente utilizando más maquinarias y materiales por obrero; que procurarán, además, acumular una parte de la plusvalía tan grande como sea posible, o, lo que es lo mismo, que acumularán proporciones cada vez más grandes de una plusvalía total creciente.

      Planteada la cuestión en estos términos, es muy fácil demostrar que la producción aumenta a un ritmo superior al del consumo, ya que éste aumenta por el aumento del consumo de los capitalistas en una proporción decreciente de la plusvalía total, y el de los asalariados lo hace también en proporción decreciente a la acumulación total.

XI. La controversia sobre el derrumbe

      El pensamiento de Marx, según Sweezy, sobre este asunto constituye una negación de la posibilidad de la expansión indefinida del capitalismo. Cuando las relaciones de producción capitalistas dejen de constituir un sistema de desarrollo de las fuerzas productivas, y se conviertan en trabas para un desarrollo ulterior, habrá comenzado el período revolucionario, en el que la clase obrera, disciplinada y oprimida, inexorablemente las cambiará por las relaciones de producción socialistas.

      ¿Esta transición sobrevendrá como consecuencia de un derrumbe económico del capitalismo? Sobre la respuesta a esta pregunta se enhebró una controversia entre los autores marxistas, conocida como controversia sobre «el derrumbe».

      Eduard Bernstein sostiene que la teoría del derrumbe de Marx resulta insostenible a la luz de la evolución económica posterior a la muerte de Marx. En su lugar, hay que reconocer una tendencia al mejoramiento de la situación: la severidad de las crisis disminuye, las luchas de clases se vuelven menos agudas, etc. En vista de lo cual abandona políticamente, por falta de sustento teórico, la posición revolucionaria. Se trata del primer marxista renombrado que intenta revisar a Marx.

      Resulta interesante observar la crudeza de la crítica de Sweezy en la misma exposición de la doctrina de Bernstein, que fue amigo íntimo de Engels. Llegará a afirmar que Bernstein construyó su teoría «movido por un profundo terror a la violencia» y por «el desdén de la teoría y la preocupación por los detalles de la vida cotidiana». Su propósito real habría sido «arrancar el marxismo hasta la raíz del movimiento socialista». «Persiguiendo tortuosamente su propósito», Bernstein elabora la mencionada teoría.

      Las opiniones de Bernstein sobre el tema está contenidas en el libro Las presuposiciones del socialismo y las tareas de la social–democracia, publicado en 1899.

      Cunow respondió a lo que Sweezy llama «la agresión de Bernstein» desde las páginas de Die Neue Zeit (año XVII, volumen I, 1898–1899) con un artículo titulado «Sobre el derrumbe», en el que predice un empeoramiento progresivo de la situación económica a partir de una «burda teoría» del déficit de mercados. Lo interesante de la posición de Cunow es la aceptación por parte de un marxista verdaderamente ortodoxo de la existencia de una teoría del derrumbe en Marx.

      La reacción de Kautsky, por el contrario, fue totalmente diferente. Afirma que ni en Marx, ni en Engels hay una teoría del derrumbe, es decir, de una gran crisis económica que lo abarque todo, como condición para el inevitable advenimiento del socialismo. El factor decisivo para la transición sería «la fuerza creciente y la madurez del proletariado».

      Conrad Schmidt, dando por supuesto que Marx tiene una teoría de la inevitabilidad del derrumbe capitalista, intenta demostrar que su médula es el subconsumo. El capitalismo se expande conservando el ingreso de las masas —y, consecuentemente, su poder de compra— tan bajo como sea posible. Cada vez se hace, como es lógico, más difícil la venta de las mercancías producidas. Como Schmidt no parece considerar que en el marxismo ortodoxo el «ejército de reserva» está insertado en el engranaje del sistema capitalista, propone eliminar las dificultades del capitalismo elevando suficientemente el consumo de las masas. Sweezy le considera un revisionista más, cuyas opiniones están recogidas en la revista Sozialistische Monatshefte, año V, vol. 2 (1901).

      Polemizando con Tugan–Baranowsky, Kautsky lanza su opinión, fundada en un análisis «que deja mucho que desear», de que si bien «la existencia permanente de la producción capitalista es posible», el subconsumo lleva a una situación de depresión crónica que vuelve intolerable la situación del proletariado; las masas, en estas circunstancias «se ven obligadas a buscar una salida de la miseria general, y sólo pueden encontrarla en el socialismo» (Kautsky, Die Neue Zeit, año XX, volumen 2, 1901–1902). Lo que interesa más a Sweezy de la posición de Kautsky no es su teoría del derrumbe, si así puede llamarse a lo que dice sobre la transición del capitalismo al socialismo, sino más bien la congruencia de esta posición con la actitud revolucionaria.

      Para Rosa Luxemburgo la acumulación del capital es imposible dentro de un sistema capitalista cerrado, como sería el considerado por Marx. Afirma que las mercancías producidas por el nuevo capital invertido no encuentran compradores. No pueden comprarlas los obreros, ya que éstos agotan sus recursos en la realización del capital variable; tampoco los capitalistas, porque si así fuera volveríamos al sistema simple de producción de mercancías. De este razonamiento deduce que esa nueva producción sólo puede ser vendida a consumidores no capitalistas, que, por lo mismo, quedan absorbidos por el sistema. Con el tiempo, todos ellos quedarán incluidos dentro de él; cuando esto ocurra, la imposibilidad de un capitalismo cerrado se manifestará en la práctica: el sistema se derrumbará espontáneamente. La misma razón explica la pugna de los imperialismos por controlar los restos del mundo no capitalista y las altas tarifas protectoras, que no son otra cosa que el medio por el cual los capitalismos nacionales impiden el acceso de los capitalismos extranjeros en las capas del propio país (los campesinos, por ejemplo) no incorporadas aún al sistema.

      Sweezy critica la posición de Rosa Luxemburgo en dos puntos fundamentales. Uno de ellos, muy claro. Nadie puede vender a consumidores no capitalistas sin comprarles algo. ¿Quién será, entonces, el comprador de las mercancías «importadas»? Si no hay mercado interno para las mercancías «exportables», tampoco puede haberlo para las «importadas». La distinción entre compradores insertados dentro del sistema capitalista y no insertados resulta completamente inútil para resolver el problema que se plantea. Si el dilema fuese real, probaría no sólo el próximo derrumbe del capitalismo, sino su misma imposibilidad.

      Rosa Luxemburgo considera que el consumo dentro del sistema capitalista permanece estático, pero eso no es cierto. Lo que realmente pasa, en opinión de Sweezy, es que el crecimiento del consumo es inferior al aumento de la producción. Eso permite una cierta expansibilidad, aunque en último término habrá de desembocar en una crisis como consecuencia del subconsumo.

      Una vez más, Sweezy destaca que la posición de Rosa Luxemburgo, si bien económicamente falsa, en el terreno del materialismo histórico era auténticamente marxista. Resultan interesantes estas referencias a la coherencia marxista de autores considerados como «heterodoxos», revisionistas, etc., porque ponen más de manifiesto si cabe las fallas, los errores y las incoherencias de la doctrina de Marx.

      En la década del 20, después de la Primera Guerra Mundial, las tres posiciones sobre el tema eran las siguientes:

      a)   la de los revisionistas, entre los cuales ahora se encuentran los antiguos teóricos ortodoxos, Kautsky y Hilferding, que habían perdido el fervor revolucionario;

      b)   la de los bolcheviques, cuyo líder era Lenin. Desde un punto de vista teórico se mostraban renuentes a aceptar las predicciones del derrumbe por causas estrictamente económicas, y esperaban más bien el inevitable fin del capitalismo como consecuencia de las guerras provocadas, en último término, para aumentar las ganancias monopolistas de los grandes trusts de los países capitalistas rivales, y, finalmente;

      c)   los que seguían sosteniendo la tesis del derrumbe: la defensa de esta posición quedó a cargo de los partidarios de Rosa Luxemburgo, entre los cuales podría contarse Fritz Sternberg.

      La posición de Henryk Grossman sobre el tema es verdaderamente original. Utilizando un esquema de reproducción ideado por Otto Bauer, llega a la conclusión de que el capitalismo se vendrá abajo por un déficit de plusvalía.

      El esquema tiene las siguientes características: la población trabajadora y la suma del capital variable aumentan por igual en una tasa del 5 por 100; la tasa de plusvalías es siempre del 100 por 100, de manera que también crece a una razón del 5 por 100; como la composición orgánica del capital debe subir, se supone que el capital constante crece en una tasa del 10 por 100. La forma en que la plusvalía se divide en consumo de los capitalistas, capital variable adicional y capital constante adicional, se determina de modo que dé los resultados que se presuponen en las premisas del esquema. El año 21 de funcionamiento, la suma dejada para el consumo de los capitalistas comienza a declinar; el año 34 prácticamente ha desaparecido. De ahí en adelante, ni siquiera se puede mantener la acumulación prevista en las proporciones preordenadas de capital constante y variable.

      La crítica de Sweezy se basa, en primer lugar, en la falta de realidad de los datos que figuran en el esquema. Se hace depender la tasa de la acumulación de dos factores: la tasa de crecimiento de la población y la necesidad de que el capital constante crezca con el doble de rapidez que el capital variable. Para Sweezy se trata de datos incompatibles, porque, en su opinión, una tasa tan alta de crecimiento de la mano de obra detiene el crecimiento del capital constante en relación con el variable. La conclusión a que se llegaría es que el capitalismo podría funcionar eternamente (a Sweezy no le entusiasma mucho la idea). Para él la tasa de acumulación es una variable independiente. Por el contrario, es la división de la acumulación entre capital constante y variable la que depende en buena medida de la relación entre la tasa de la acumulación y la del aumento de la fuerza de trabajo, de manera que el aumento del capital constante es relativamente mayor que el del capital variable. Las relaciones de causalidad, ya se ve que son contradictorias. Pero ni siquiera admite Sweezy que sobreviniera la catástrofe porque la plusvalía no alcanzara para emplear al 5 por 100 de los obreros adicionales, y añadir, además, el 10 por 100 al capital constante. Suponiendo que sólo alcanza para ocupar al 4 por 100, ¿vacilarían los capitalistas, se pregunta Sweezy, en dejar sin trabajo al 1 por 100 de los trabajadores adicionales? No, responde, entre otras razones, porque ello obraría como una desgravación de la presión que sufren los salarios y, en consecuencia, tiende a aumentar la tasa de la plusvalía. Cada nuevo año, lo único que sucedería es un aumento de la desocupación, pero no una imposibilidad de seguir adelante con el sistema.

      Descontento con todas las respuestas dadas a la cuestión, Sweezy intenta su propia respuesta en el siguiente capítulo.

XII. ¿Depresión crónica?

      Quizá influido por las dificultades encontradas por tantos autores, a la hora de explicar el porqué del anunciado final del capitalismo, la respuesta de Sweezy a la cuestión es la siguiente: no interesa saber si teóricamente se puede demostrar la inviabilidad del sistema capitalista; es suficiente probar que el sistema caduca en su capacidad creadora, pierde su carácter progresivo. En ese caso, si el viejo orden ha producido una clase que esté dispuesta y sea capaz de romper los lazos que los mantienen, estaremos en presencia de una sociedad nueva. El alejamiento de Sweezy, en este punto, de la «ortodoxia» del marxismo es patente: para Marx era precisamente el carácter necesariamente progresivo del capitalismo lo que aseguraba su inviabilidad. Lo que resulta más difícil de entender en toda la obra de Sweezy es por qué —una vez comprobada la invalidez de las conclusiones de Marx, y la «coherencia» interna del marxismo— no se plantea siquiera la validez científica de sus fundamentos.

      Para demostrar la carencia de carácter progresivo no será necesario probar que el capitalismo marcha necesariamente a una catástrofe; bastaría demostrar que caerá en lo que el autor llama una «depresión crónica», es decir, que la depresión tiende a ser la regla, más bien que la excepción, en su funcionamiento.

      La tendencia al subconsumo, cuya elaboración teórica hizo Sweezy en el capítulo X, demostraría que el capitalismo tiende a esa situación. Sin embargo, el sistema lleva muchos años de funcionamiento y expansión sin esos problemas, al menos en una medida que pudiera considerarse crónica.

      La teoría, desde luego, fue elaborada —como el propio autor reconoce (cfr. p. 240)— prescindiendo de algunos elementos de la realidad que obran como «fuerzas contrarrestantes» de la tendencia al subconsumo. Si estas fuerzas continuaran neutralizando la tendencia al subconsumo, tal como lo han venido haciendo, la pretendida tendencia no afectará nunca la subsistencia del sistema; si, en cambio, se pudiera probar que se están haciendo más débiles, habría que llegar a la conclusión de que las crisis y el estancamiento entran en el pronóstico del futuro del sistema capitalista. El sucederse de conjeturas y posibilidades dentro de la posibilidad no refuerza precisamente lo «científico» de la teoría de Sweezy. Estas fuerzas contrarrestantes pueden ser agrupadas en dos categorías:

      a)   Aquellas que privan al aumento desproporcionado de los medios de producción de sus consecuencias económicamente perjudiciales: 1) la industrialización, y 2) la inversión defectuosa.

      b)   Las que elevan la tasa de aumento del consumo en relación con la del aumento de la producción: 3) el crecimiento de la población; 4) el consumo improductivo; 5) los gastos del Estado.

      Mientras se instala una nueva industria, los gastos de inversión, consumo en ese momento, no se corresponden con el envío de más bienes de consumo al mercado más que al cabo de un cierto tiempo. Vista la economía en su conjunto, si una parte relativamente importante de la acumulación se destina a la instalación de nuevas industrias, como sucede en los períodos de industrialización, la tendencia al subconsumo no se manifiesta. Este proceso, sin embargo, está ya cumplido en los países capitalistas, y si bien es cierto que en la mayor parte del mundo la industrialización está todavía por hacerse, ésta —asegura Sweezy— no va a realizarse a partir de la acumulación de los países ya industrializados. Una parte del mundo la está alcanzando bajo un sistema de relaciones económicas socialistas, y, con respecto a los demás países subdesarrollados, encuentra tres razones para dudarlo: el crecimiento de los monopolios, que frena la industrialización de los no desarrollados; las constantes disputas sobre el derecho a explotar determinadas áreas, que difícilmente harán posible que alguno de los países industrializados pueda gozar de los beneficios de la exportación de capital, por lo menos, pacíficamente; y el nacionalismo de esos países no desarrollados, que les lleva a oponerse a su incorporación económica en la órbita de esos países imperialistas.

      La inversión defectuosa, por no terminar aportando al mercado bienes de consumo, contrarresta la tendencia al subconsumo. ¿Constituye éste un factor contrarrestante de importancia? Sweezy da respuesta a esta pregunta sin aportar, una vez más, datos serios. Afirma que no debe subestimarse, pero que este fenómeno suele suceder más frecuentemente en los períodos de expansión rápida, y no en los períodos de estancamiento, que es cuando resultaría más útil.

      El aumento de la población, al incidir en forma de «ejército de reserva» sobre las relaciones de producción, permite detener el proceso de mecanización, y hace posible la incorporación de mano de obra en la expansión del capital. De esta manera, el aumento del consumo mantiene un cierto equilibrio con el aumento de la producción.

      En el futuro, esta fuerza contrarrestante, tan importante en el pasado, dejará de ejercer su benéfica influencia, permitiendo que se haga presente el subconsumo y su cortejo de crisis y estancamientos. En primer lugar, porque en el interior de los países capitalistas ya se han agotado las reservas de nuevos estratos de población, y, en ellos, la misma tasa de natalidad ha descendido; y también, porque su expansibilidad a las poblaciones de países subdesarrollados tropieza con las mismas dificultades que las de la exportación de capitales.

      Todo el sistema económico marxista —reconoce Sweezy— ha sido construido sobre la base de la relación capitalistas–obreros. A la hora de consumir, sin embargo, no sólo consumen ellos, sino también muchas otras personas, a las que se llama consumidores improductivos, porque no son productores de plusvalía.

      Dejando la prueba para más adelante, Sweezy afirma que una parte importante de este consumo supone un aumento en el consumo total y una deducción de la plusvalía que, de otro modo, estaría disponible para la acumulación; que cada vez es más importante el volumen del consumo de estas «terceras personas», y lo será cada vez más en el futuro. Ésta es la fuerza contrarrestante de la tendencia al subconsumo más importante.

      Teniendo en cuenta el enorme aumento y complejidad de los gastos del Estado en el siglo XX, Sweezy propone distinguirlos en tres categorías:

      a)   Desembolsos de capital del Estado: incluyen todos los desembolsos en trabajo y materiales que son hechos con fines de producción y venta. Mientras el Estado procure obtener de este modo plusvalía suficiente como para cubrir el interés corriente de las obligaciones del Gobierno, el Estado puede considerarse como un capitalista. Si la actividad del Estado ocupa simplemente el lugar de la privada, su intervención, respecto de la tendencia al subconsumo, es inexistente, o al menos, desdeñable; si, en cambio, la acumulación del Estado se hace a expensas del consumo privado o del propio Estado, la tendencia al subconsumo se agrava.

      b)   Transferencias del Estado: son todos aquellos pagos que el tesoro público hace y que no tienen que ver con el pago de mercancías o servicios que se le presten: interés de la deuda pública, pagos de Seguridad Social, subsidios, etc. Durante el siglo XIX los pagos de transferencia iban a parar a los sectores ricos de la población; en cambio, en las últimas décadas —escribe al comienzo de la del 40— los ingresos del Estado proceden preferentemente de los sectores ricos, y aumenta el volumen de los pagos de Seguridad Social. «Tenemos, por consiguiente, razones para decir que los pagos de transferencia han venido evolucionando en la dirección de contrarrestar la tendencia al subconsumo» (p. 257).

      c)   Consumo del Estado: son aquellos gastos improductivos del Estado para el pago de las actividades de gobierno —legislativas, judiciales, ejecutivas, militares, etc.— y el de las obras públicas de carácter no comercial. Si estos gastos se hacen con dinero proveniente de plusvalía, que de otro modo se habría acumulado —y ésta es la tendencia contemporánea—, hay que considerar al consumo del Estado como una fuerza que contrarresta la tendencia al subconsumo.

      ¿Saldrá triunfante el subconsumo? En una afirmación que no puede mostrarse como ejemplo de rigor científico nos dice: «En general, parece haber poca duda de que la resistencia al subconsumo disminuye en los centros del capitalismo mundial» (p. 259). Existe, sin embargo, una posibilidad de que ello no ocurra: «que el Estado gaste dinero que no se toma del ingreso de nadie, sino que se produce directamente, o se toma en préstamo de los bancos. Si todos los recursos productivos son plenamente utilizados, este método para cubrir los gastos del Estado conduce, por la vía de la inflación de los precios, a una sustracción de los ingresos individuales. En este caso probablemente el efecto en el consumo total no es grande, ya que, por regla general, el aumento en el consumo del estado es compensado, mayormente, por una reducción del consumo individual. Pero si la economía se deprime y los recursos no se utilizan plenamente, el consumo adicional del Estado cubierto por la creación de poder de compra tendrá efectos secundarios favorables en la acumulación y el consumo privados. Por consiguiente, instituyendo y sosteniendo una tasa suficiente de consumo del Estado, con el poder de compra de reciente creación, podría parecer que el Estado se encuentra en condiciones de llevar la economía a un nivel de empleo total y sostenerla allí. Más aún, del examen anterior se sigue que, una vez alcanzada una situación de empleo total, el Estado puede, alterando la norma y el volumen de los impuestos y los gastos, influir en el consumo total y la acumulación total, en la dirección deseada» (p. 259). Y más adelante: «Todos los economistas modernos recomiendan esta línea de acción, y aún es corriente interpretar en este sentido mucho de lo que los Gobiernos capitalistas han hecho en los últimos diez años» (p. 260). Sin embargo, Sweezy no cree en esa posibilidad. Por eso pasa, en el próximo capítulo, a estudiar la acción del Estado en materia económica.

Cuarta parte: EL IMPERIALISMO

XIII. El Estado

      En la medida en que la economía se considere como una ciencia social, nos dice Sweezy, es evidente que la acción del Estado en las relaciones sociales de producción forma parte de la materia de la economía política.

      De nuevo el autor debe reconocer otra laguna en su maestro: «Como en el caso de las crisis, Marx no elaboró nunca una teoría del Estado sistemática y formalmente completa» (p. 265). Lo que intenta en este capítulo es un tratamiento teórico del Estado que sea congruente con las numerosas observaciones dispersas de Marx sobre el asunto.

      Suponiendo, como lo hace el materialismo histórico, que de las condiciones sociales de la producción surgen, a modo de sobreestructuras, las instituciones políticas, Sweezy —como Marx— parte de que el Estado es un instrumento en las manos de aquellos que se benefician materialmente del sistema de producción —las que llama clases dominantes—, para garantizar y hacer efectiva la estabilidad de esas condiciones. Conviene recordar que, para los marxistas, «dominación de clase» y «protección de la propiedad privada» son sinónimos, ya que, para ellos, bajo las relaciones de producción capitalistas, la propiedad es aquel dominio sobre las cosas que permite liberarse del trabajo a sus poseedores y disponer del trabajo de los demás. Por eso, cuando dicen que el fin supremo del Estado es la protección de la propiedad privada, quieren decir que el Estado es un instrumento de dominación de la clase dominante.

      Analizando los textos en que Marx estudia la extensión de la jornada de trabajo (El Capital, cap. X, citado por Sweezy en p. 271), resume en tres grandes líneas la acción del Estado como instrumento económico dentro del marco capitalista:

      a)   Es empleado para resolver, en la esfera económica, problemas planteados por el desarrollo del capitalismo, que los capitalistas no podrían resolver sin su fuerza y apoyo;

      b)   Cuando se afectan los intereses de la clase capitalista, hay una fuerte predisposición a usar del poder del Estado en su favor;

      c)   El Estado hace concesiones a los obreros, siempre que las consecuencias de no hacerlo fueran lo suficientemente peligrosas para la estabilidad y funcionamiento del sistema como un todo.

      ¿Es posible que los principios hasta aquí establecidos sobre la acción del Estado en materia económica conserven su validez en una sociedad capitalista plenamente democrática? Es decir, parlamentaria, de sufragio universal y libertad de organización en la esfera política.

      Sweezy reconoce que este sistema político «saca a la luz en la esfera política los conflictos de la sociedad capitalista; restringe la libertad de los capitalistas para el uso del Estado en su propio beneficio; fortalece a la clase obrera en su demanda de concesiones, aumenta inclusive, por último, la posibilidad de que la clase obrera presente demandas que amenacen al sistema mismo» (p. 277). Sostiene, sin embargo, que nada hay en la democracia que le lleve a modificar su opinión sobre las funciones del Estado en esta materia. Dice, para negar la posibilidad de que, por la acción política pueda realizarse la transición del capitalismo al sistema socialista de producción, que ese tipo de acceso al poder sólo tiene carácter de formalidad y no de realidad en su ejercicio. En el último capítulo desarrolla el tema más extensamente.

      Hasta ahora, el análisis de la acción del Estado ha sido hecho sobre un sistema capitalista cerrado. Antes de evaluar definitivamente el papel del Estado en la determinación del futuro del orden capitalista, considera necesario examinar las interconexiones de la economía mundial entre naciones no capitalistas, semicapitalistas y capitalistas, en las que el monopolio, en diversos grados de desarrollo, es un fenómeno común.

XIV. El desarrollo del capital monopolista

      La acumulación produce el hecho evidente de que cada vez sea mayor el volumen del capital puesto en circulación en el proceso productivo capitalista. A este fenómeno llamaba Marx concentración de capital. La centralización del capital, en cambio, es una redistribución del capital disponible, que va a parar a manos de una dirección cada vez más unificada. «Marx no trató de exponer las leyes de esta centralización de capitales, sino más bien se contentó con una breve alusión a algunos hechos» (p. 281).

      El factor primordial y básico de la centralización se encuentra en la producción a gran escala, que facilita la productividad del trabajo; por consiguiente, los capitalistas mayores vencen a los menores. De esta manera, las empresas menores pasan a manos de las más eficientes que, de ese modo, aumentan aún más su tamaño.

      Otra importante fuerza centralizadora es —en su sentido más amplio— el «sistema de crédito»: es decir, los bancos, los mecanismos financieros de las empresas de inversión, mercados de valores, etc. La centralización por esta vía no implica la expropiación de las empresas menores por las mayores, sino más bien la combinación de capitales para la formación de empresas más grandes, por tanto, capaces de empeños industriales más grandes y de mayor efectividad.

      Los principales efectos de la centralización y, en grado menor, de la misma concentración, según el autor, son tres:

      a)   Una socialización y racionalización del proceso productivo;

      b)   Una aceleración de las consecuencias de la acumulación;

      c)   La sustitución progresiva de la competencia por el control monopolista.

      «Una nueva aristocracia de la fianza —escribe Karl Marx en el volumen III de El Capital, con su inconfundible estilo demagógico (citado por Sweezy en p. 284)—, una nueva suerte de parásito bajo la forma de promotores, especuladores y simples directores nominales: todo un sistema de engaño y estafa por medio de la manipulación de las corporaciones, del tráfico y la especulación con las acciones. Es la producción privada sin el control de propiedad privada».

      En todo este capítulo de su obra, el autor sigue en buena medida a Hilferding en su obra El capital financiero (1910).

      Económicamente, la consecuencia más importante de la nueva organización capitalista es la disolución del vínculo entre la propiedad del capital y la dirección real de la producción. Este fenómeno se opera, no tanto por la forma corporativa, sino por medio del mercado de valores. A través de él, el propietario del dinero se va convirtiendo en prestamista, en accionista.

      Además, si una empresa que rendirá el 20 por 100 sobre la inversión, va a pagar sólo el 10 por 100 a sus accionistas, porque ésta es la expectativa habitual de este tipo de inversiones, el promotor de esos valores puede vender el doble del capital que invierte o piensa invertir. Éste es el origen de lo que Hilferding llama «la ganancia del promotor».

      Además de sentar la base para esta ganancia, la separación del propietario del dinero, de la conducción del proceso productivo, lleva también consigo una mayor centralización del control del capital. Si bien, el control de las corporaciones está en manos de los accionistas, de hecho, los propietarios de las mayorías son los que ejercen —también legalmente— el control completo de todo el capital.

      Pero las posibilidades de centralización mediante el uso de la forma corporativa, permiten también que una corporación posea la mayoría de las acciones de otra corporación. Así, un grupo económico que posea la mayoría en la corporación A, puede usar del capital total de A para obtener el control de las corporaciones B, C y D; y el capital de éstas, para atraer al redil a nuevas corporaciones. De este modo, la ganancia del promotor pone en manos de unos pocos capitalistas importantes cantidades de dinero, que pueden ser manejadas por ellos de tal forma que les aseguren el control de sumas aún mucho mayores.

      Cuando se alcanza una etapa relativamente alta de centralización, quedando un reducido número de empresas en una línea de producción, la competencia llega a hacerse durísima y peligrosa, de modo que no favorece a nadie. La característica específica de las combinaciones es que se constituyen para monopolizar el mercado. La realización de este propósito implica la limitación o anulación de la libertad de quienes las integran, para coordinarse bajo una política unificada.

      Las formas que adopta, según la exposición de Sweezy, son las siguientes:

      a)   el «pacto de caballeros», que consiste en la articulación de una política común, pero sin carácter obligatorio para los integrantes;

      b)   el pool se diferencia del anterior pacto, en que la política de articulación se fija por escrito, pero también su cumplimiento depende de la cooperación voluntaria de quienes lo establecen;

      c)   para evitar la debilidad de estas combinaciones se creó el tipo cártel. Aunque son muchos los tipos posibles de cárteles, suelen contar con un comité central, que establece precios y cuotas de producción, y tiene capacidad de sanción a los trasgresores del pacto. A medida que el cártel extiende la competencia de su comité central se parece cada vez más a la combinación monopolista por fusión completa o de tipo trust;

      d)   la fusión completa se establece, bien cuando alguna empresa más importante logra absorber la competencia o porque mediante la asociación de las empresas se crea una nueva de carácter monopolista;

      e)   el trust, propiamente dicho, constituye un sistema más estrecho de organización que el cártel. Bajo esta forma de combinación, los capitalistas que controlan las empresas que lo constituyen, entregan sus acciones a un grupo de depositarios, a cambio de certificados de depósito. Los depositarios son los que ejercen el derecho de voto correspondiente a esas acciones —los que gobiernan, por tanto— y los tenedores de certificados reciben nada más que los dividendos.

      Desde el punto de vista del tema, poco importa la forma que adopten, sino el hecho de su constitución que, según Sweezy, modifica el carácter del sistema capitalista.

      Sweezy dedica una larga disquisición al papel de los bancos en este proceso, polemizando con la opinión de Hilferding, ya que de tener éste la razón, la orientación de la política, en orden a provocar el trasvasamiento de sistemas, debería señalar el rumbo de la pacífica captura de los bancos y no el dramático de la lucha revolucionaria...

      Nos dice el autor que, efectivamente, en el período de formación de las corporaciones, el papel de los bancos es preponderante, ya que embolsan buena parte de las ganancias del promotor, pero que, una vez establecidas las combinaciones, éstas tienen fuentes de recursos internos que les permiten independizarse del sistema bancario. Hilferding llama «capital financiero» al capital del sistema de producción capitalista en este estadio de su desarrollo. Sweezy propone, para evitar la resonancia que pudiera tener con el capital manejado por la banca, el de «capital monopolista».

XV. El monopolio y las leyes del movimiento del capitalismo

      ¿Cuáles son las modificaciones que sufre el sistema capitalista de transformarse en capitalismo de monopolio? Sweezy dedica este capítulo al análisis de las consecuencias en la hipótesis de un sistema cerrado; el próximo, a sus repercusiones en la economía mundial.

      En situación de monopolio, el precio de los productos ya no se corresponde al número de horas que se emplea en su producción. Es decir, no resulta aplicable la ley del valor. Ni existe una ley que permita determinar en realidad el precio de las mercancías. Sin embargo, nos dice, «esto no debe ser causa de desaliento» (p. 298), ya que, al menos, se puede afirmar que el precio de monopolio es siempre más elevado. Por eso, si bien no puede determinarse la amplitud de las modificaciones, sí la índole de éstas tomando en cuenta la ley del valor.

      Aunque los monopolios se establecen con el propósito de aumentar la ganancia de las empresas, el valor total del trabajo social no aumenta con la formación de monopolio. ¿De dónde, pues, sale la ganancia extra del monopolista? La ganancia extra sólo puede proceder de una deducción de la plusvalía de los otros capitalistas o de una deducción de los salarios de los trabajadores. Suponiendo que esto no es posible, dado el desarrollo de las organizaciones sindicales en este momento del desarrollo capitalista, esta ganancia sólo puede provenir de los bolsillos del resto de los capitalistas.

      La igualdad de tasas de la ganancia tiende siempre a producirse, en tanto que el capital procurará salir de las ramas perjudicadas, para establecerse en las monopolizadas, pero la esencia misma del monopolio consiste en la existencia de trabas para este desenvolvimiento libre del capital. Esta igualación sigue un camino singular, que Sweezy llama, siguiendo a Hilferding, la propagación. El principio de la propagación lo ilustra con el siguiente ejemplo: cuando la producción de mineral de hierro ha sido monopolizada, el precio sube, y quienes soportan este aumento son los productores de lingotes de hierro; éstos tienen ahora un incentivo acrecentado para unirse y, de ese modo, elevar sus precios ante la industria del acero y poder además hacer frente a la industria minera para conseguir la rebaja de los precios.

      Este proceso opera en forma muy desigual, ya que las circunstancias en las distintas ramas de la industria para la implantación y el mantenimiento de las condiciones de monopolios son diversas. Concretamente, en aquellas ramas en que sólo hacen falta pequeñas cantidades de capital para establecerse y satisfacer necesidades abundantes, se hace difícil monopolizar la producción. El proceso establece, entonces, una jerarquía de tasas de la ganancia: las más altas corresponden a las industrias de producción en gran escala y las más bajas a la industria pequeña, donde numerosas firmas coexisten y la facilidad de entrada en el mercado impide la formación de combinaciones estables.

      La proporción de la plusvalía que se acumula, nos dice, es mayor cuanto mayor sea el volumen total de una empresa. La centralización produce, entonces, el efecto de acelerar la acumulación.

      El monopolista, además, no invertirá su acumulación en la propia industria, ya que la tasa de la ganancia marginal puede convertirse en negativa, sino que intentará hacerlo fuera de ella. Si acumula en su propia industria, al enviar más productos al mercado, el precio tenderá a bajar y la disminución del precio por unidad puede influir en el negocio, hasta el punto de llegar a rendirle menores beneficios que antes.

      Finalmente, el monopolio influye en la actitud del capital respecto de la transformación tecnológica. No ya para detenerla, aunque —dice Sweezy— teóricamente así pudiera parecer, ya que cualquier innovación tecnológica supone la pérdida de valor de buena parte del capital ya invertido, por anticuado. Si esto no sucede, nos explica, es porque la investigación tecnológica estará orientada a economizar fuerza de trabajo. La sustitución de equipos tendrá lugar solamente cuando los anteriores se hayan gastado o la nueva técnica suponga tal ahorro de fuerza de trabajo que amortice el costo de la inversión. Es decir, se trata de reducir al mínimo la necesidad de invertir capital nuevo.

      Como contrapartida, habrá un amontonamiento de capital en las industrias no monopolizadas, con la consiguiente depresión de la ganancia en esas áreas.

      La relación de estos fenómenos con la tendencia al subconsumo es clara. En realidad, es lo único que interesa al autor. En la medida en que la tasa de la acumulación aumenta, la tendencia se refuerza. Además, la depresión de la tasa de ganancia es un elemento más que se añade al subconsumo como factor que contribuye a provocar crisis y depresiones.

      El comercio, entendido como compra y venta de productos, no agrega valor a los artículos producidos, según la ley del valor. De donde surge, entonces, la ganancia del comerciante. Negando por teoría que pueda añadirse valor a la mercancía, la única posibilidad que queda es que se trate de una deducción de la plusvalía del capitalista industrial. El comerciante compra el producto en menos de su valor, y lo vende en su valor. Esta diferencia cubre los gastos de comercialización y rinde al comerciante la tasa de ganancia corriente en el marco de dinero sobre el capital que invierte para realizar sus operaciones.

      El comercio aumenta el consumo (que se incrementa por el de todos los que viven de él), reduce la suma total de la acumulación al repartir la plusvalía entre mayor número de capitalistas, y provee un mercado de inversión de capitales. Todo ello contrarresta la tendencia al subconsumo.

      ¿El monopolio aumenta o disminuye el volumen de las actividades comerciales? Sweezy, polemizando sobre este punto con Hilferding, asegura que lo aumenta, como mercadería de un capitalismo de competencia, considerablemente. En el monopolio, las altas ganancias no conducen a una expansión de la producción. En estas condiciones, qué hará el monopolista para aumentar sus ganancias: suponiendo que ha logrado consolidar su situación conquistando para sí los negocios que estaban en manos de la competencia, intentará incentivar el consumo, para que derive en provecho de los productos de la rama de su industria, de manera que, por presión de la demanda, aumenten más aún los precios. Aquí encuentra la explicación del enorme auge de las partes de vender y anunciar que considera una característica del capitalismo de monopolio.

      La plusvalía, que de otro modo, iría a parar a la acumulación, se desparrama en el mantenimiento de un amplio sistema de promoción y ventas. El ritmo de la acumulación disminuye: la plusvalía se distribuye y aumenta el consumo. Aparece una poderosa fuerza contrarrestante de la tendencia al subconsumo.

      Este proceso, añade, sólo es posible gracias a una elevación sustancial y continuada de la productividad del trabajo. Sólo así, la proporción de la fuerza de trabajo ocupada en tareas improductivas puede aumentar sin un grave deterioro en el nivel de vida general. Esta gente, junto con los profesionales, docentes, militares, funcionarios de gobierno, etc., configura una «nueva clase media».

      En consecuencia: 1) suben los precios de las mercancías monopolizadas; 2) se establece una gradación en las tasas de la ganancia; 3) la plusvalía se concentra; 4) se cierra el paso a la inversión en las ramas monopolizadas y el capital se concentra en las de mayor competencia; 5) la tecnología, al servicio del monopolio, tiende a economizar las inversiones en las áreas monopolizadas; y 6) los costos de venta y distribución aumentan.

      3), 4) y 5) manifestarían una aceleración de las contradicciones inherentes al sistema de producción capitalista en su estadio de monopolio. Y 6) tendería a contrarrestar esas dificultades, aunque, aclara, no resolviéndolas frontalmente.

XVI. Economía mundial

      De la misma manera que los individuos en la sociedad son económicamente necesarios los unos a los otros, y, juntos, forman una economía social, así las naciones son también económicamente necesarias las unas a las otras, conformando sus relaciones, una economía mundial.

      El cambio surge de una forma particular (acotación marxista: esta forma particular es la de la propiedad privada) de la división social del trabajo, de la misma manera, el cambio internacional corresponde a una forma particular de la división internacional del trabajo. Las bases para esta división están, en parte, naturalmente dadas —ventajas de clima, de recursos naturales, etc.— y, en parte, históricamente dadas —calificación técnica, nivel de industrialización, etc.—. Si bien hay ciertas constantes en la norma de distribución internacional del trabajo, las variables que determinan su distribución son cambiantes, como puede ilustrarlo la historia de estas relaciones.

      El contenido de las relaciones económicas internacionales no sólo incluye el cambio de mercancías, sino que puede suplementarse por movimientos de capital.

      ¿Cómo funcionan las leyes económicas en la economía mundial?

      En primer lugar, las mercancías entre países no tienen por qué intercambiarse en sus respectivos valores; o lo que es lo mismo, no hay igualdad entre las cantidades de trabajo que fue necesario utilizar para producirlas. La ley del valor no se aplica, porque una de sus condiciones —una fuerza homogénea de trabajo absolutamente móvil— no se da. En forma similar, la igualación de las tasas de plusvalía implica la libre movilidad del trabajo, la cual no se cumple en las relaciones económicas internacionales, por consiguiente, tampoco se cumple. Y, por último, la igualación de las tasas de ganancia supone la movilidad del capital, y ésta la excluimos en un primer momento por hipótesis; por tanto, tampoco se da.

      El comercio internacional de mercancías, sin embargo, puede producir modificaciones de estas tasas en los países tratantes. Si, por ejemplo, uno de ellos obtiene, por el intercambio, artículos de consumo para obreros a menor precio que si se hubieran producido en su propia casa, con un menor salario se puede atender las mismas necesidades de los obreros, lo cual redundará en una tasa de plusvalía y de ganancia más altas. Si este comercio permite el abaratamiento de los elementos del capital constante, también sube la tasa de ganancia. El comercio internacional de mercancías puede modificar, pues, la distribución del valor producido, pero no transfiere valor de uno a otro, afirma Sweezy polemizando con Otto Bauer. Esto sucede, cuando lo que se exporta es capital; entonces, sí hay un traslado de valor desde el país en el que el capital exportado opera, al del país exportador. En este caso, además, la tasa de la ganancia en los países tratantes tenderá a igualarse, aumentando en los exportadores de capital y disminuyendo en los importadores. Esta exportación beneficia al país exportador, en la medida en que le libera de la presión de la acumulación interna.

      La igualación de las tasas de la ganancia, sin embargo, no supone igualdad internacional de las tasas de plusvalía, ya que su condición —la homogeneidad y movilidad de la fuerza de trabajo— tampoco se cumple. Aunque la ganancia internacionalmente tiende a ser la misma respecto de las mismas cantidades de capital invertido, las condiciones de los trabajadores son distintas.

      Todas estas consecuencias han sido deducidas en el supuesto de la libre movilidad del capital entre las diversas naciones. Sin embargo, esta movilidad ha sido entorpecida por la acción de los Estados. Por eso, Sweezy pasa a hacer un excursus histórico para «anotar algunas de las determinantes básicas de la acción del Estado en este dominio».

      Inglaterra salió del siglo XVIII con su industria más adelantada que ningún país. Nada, por tanto, tenía que temer del comercio internacional; la prosperidad de sus industrias dependía, además, en buena medida, del mercado de importación. Cuando se hizo necesario importar regularmente productos alimenticios, y el precio de producción interior era más alto que el de otros países productores, empezó la lucha por la Ley de Granos, con la victoria —en 1846— de los industriales y del libre cambio internacional.

      En EE. UU., en cambio, la industria era incapaz de competir con éxito frente a los productos ingleses, mientras que la agricultura, en especial la del algodón, dependía, en buena medida, de la exportación. La industria del noroeste pedía tarifas protectoras, los agricultores del Sur, en cambio, abogaban por el libre cambio. El asunto de las tarifas se convirtió —según Sweezy— en uno de los puntos centrales del conflicto que derivó en la guerra civil. La victoria del Norte supuso la implantación del sistema de protección aduanero para sus industrias en rápida expansión.

      La conquista del poder político por parte del capital industrial produce una de estas dos políticas, y el que sea adoptada una u otra depende del grado de desarrollo de sus industrias en relación con las de los demás países.

      En la esfera de las relaciones de los países capitalistas con las áreas más atrasadas, dada la superioridad industrial inglesa, el típico sistema mercantilista de protección comercial, resultaba más bien una dificultad para la expansión del capital, dice Sweezy. Inclusive, la política colonial sufre un rudo golpe de los partidarios del libre cambio (lo que no se aviene con el hecho histórico de la asombrosa expansión colonial inglesa en ese período).

      En cuanto a la exportación de capitales, la opinión de Sweezy es que no constituye entonces un asunto esencial en las relaciones económicas internacionales. Y cuando los capitalistas salían fuera del propio país, para establecerse en otros lugares, tenían pocas dificultades que requirieran la atención de sus Gobiernos (afirmación que tampoco corresponde a la verdad histórica: baste recordar la actividad inglesa en todos los países latinoamericanos a medida que éstos adquirían la independencia política).

      En los dos últimos decenios del siglo XIX tiene lugar un cambio sustancial en la política económica en todo el mundo capitalista, debido, en la opinión de Sweezy, a tres factores básicos: 1) el ascenso de naciones capaces de disputar la supremacía industrial a Inglaterra; 2) la aparición del monopolio; y 3) la maduración de las contradicciones del proceso de acumulación en los países capitalistas más avanzados.

      En el interior del país, el objetivo del monopolio consiste en mantener limitada la oferta y, para lograrlo, brega por excluir del mercado a cualquier producto extranjero que pudiera restablecer la situación de competencia, mediante la aplicación de tarifas aduaneras de protección. Por otra parte, el monopolista procurará exportar su producto. De esta manera puede expandir su industria, acumular capital sin los perjuicios de rebajar el precio de su producto y gozar de los beneficios de la producción en gran escala. Para ello, puede, incluso, ofrecer el producto a precios más bajos que los competidores nacionales en sus propios países, ya que las ganancias monopolistas en el mercado interno y los bajos costos de la producción en gran escala, le permiten hacerlo con facilidad. Este sistema de subvencionar con las ganancias interiores la conquista de los mercados extranjeros se conoce con el nombre de dumping.

      Además, para acaparar valiosas fuentes de materias primas y extender el alcance de los mercados protegidos para el monopolio, las potencias capitalistas renuevan su vieja política colonialista.

      La competencia que a Inglaterra comenzaron a hacer Alemania y EE. UU. y aun Francia, hace más intensa esta actitud, ya que cada una de ellas intenta adelantarse a todas las demás.

      Finalmente, los capitalismos nacionales, saturados en el interior de sus propios territorios, buscan en la exportación de capitales la forma de aliviar la depresión de la tasa de ganancia como consecuencia de la acumulación interna. Sin embargo, no siempre el interés por exportar capitales encuentra reciprocidad por parte de las naciones en que pretende establecerse, ya que el interés de la nación económicamente fuerte no suele coincidir con el de la menos desarrollada, y suele provocar en ésta un movimiento de liberación nacional.

      Estos rasgos que caracterizan la última etapa del desarrollo capitalista son los que llevaron a Lenin, nos dice el autor, a darle el nombre de «imperialismo».

XVII. El imperialismo

      Inspirándose en la obra de Lenin El imperialismo, última fase del capitalismo, cuyo análisis sobre el tema sigue y continúa a lo largo del capítulo, Sweezy define esta etapa del desarrollo capitalista como aquélla en la que:

      «a) algunos países capitalistas avanzados se encuentran en un plano de competencia con respecto al mercado mundial de productos industriales;

      b)   el capital monopolista es la forma dominante del capital; y

      c)   las contradicciones del proceso de acumulación han alcanzado tal madurez que la exportación de capital es un rasgo saliente de las relaciones económicas mundiales. Como consecuencia de estas condiciones económicas básicas, tenemos dos características más:

      d)   una dura rivalidad en el mercado mundial, que conduce alternativamente a la competencia a muerte y a combinaciones monopólicas internacionales; y

      e)   la división territorial de las partes «no ocupadas» del mundo entre las grandes potencias capitalistas (y sus satélites)» (p. 337).

      Estudiará a continuación algunos efectos, que considera resultantes, en la estructura económica y social de los países imperialistas.

      El poder militar recibe en el interior de cada país un poderoso impulso. Este hecho, según el autor, tiene además consecuencias económicas de gran alcance, ya que prové un campo de inversión seguro y lucrativo para las ganancias acumuladas en el interior del propio territorio, importante para contrarrestar la tendencia al subconsumo, y fomenta también la posibilidad de un nuevo monopolio, el de la producción de armamentos. Por estas razones, «y muy aparte de las necesidades que tienen su origen en las rivalidades imperialistas, el militarismo tiende a desarrollar su propia dinámica expansionista en la sociedad capitalista» (p. 340).

      El nacionalismo, si bien no se trata de un sentimiento suscitado por el capitalismo, es maniobrado por él para que las masas no carezcan del entusiasmo y la disposición de sacrificio en la lucha por la dominación económica que libran los capitalistas de su propio país con los de los otros.

      La teoría de la superioridad racial es interpretada por Sweezy como una justificación seudocientífica de la dominación de un país por otro en política exterior, y en política interior, como una máscara de la opresión de clases.

      Otra de las características del capitalismo avanzado sería el estrechamiento de filas en las clases sociales.

      En primer lugar, asegura el autor, los intereses de la gran propiedad tienden a unificarse bajo la dirección del capital monopolítico. La posible contradicción entre propiedad industrial y agrícola es resuelta así: «Con el desarrollo del monopolio en la industria, por una parte, y la apertura de nuevos países agrícolas, por otra, la vieja disputa sobre la política de tarifas pierde su sentido» (p. 342). El capital se convierte en furioso defensor de los derechos aduaneros protectores.

      La clase obrera, que ha ido organizándose en la lucha por obtener beneficios, va creando un fuerte sistema sindical de verdaderas proyecciones políticas.

      Quienes no formaban parte de ninguna de las dos —las antiguas clases medias— sucumben en su independencia ante el avance del sistema, y van integrándose en alguna de ellas. Sin embargo, el capitalismo produce una nueva clase media, numéricamente importante, carece de base objetiva para la unidad de organización y acción política consciente y eficaz. Como su destino «es el de ser aplastadas por las extorsiones del capital monopolista, por una parte, y las demandas de mejores condiciones y mayor seguridad para la clase obrera, por otra» (p. 344), lo típico de su actitud es la hostilidad hacia ambas. Como puede verse, para Sweezy los únicos sentimientos «humanos» que existen son el odio y la avaricia.

      ¿Cuáles son los efectos del imperialismo en las clases sociales así unificadas?

      En la clase propietaria, la tendencia a buscar la ayuda y protección del Estado.

      Los intereses de la clase obrera, en una política exterior agresiva y expansionista, son más complejos. En principio, los beneficios de una economía que funciona y los producidos por el comercio internacional en la provisión de artículos de consumo para trabajadores les permite elevar su nivel de vida sin suscitar la acerba hostilidad de sus patronos. Más aún, si la política del capital monopolista —inversiones en industrias bélicas, exportación de capitales, etc.— se detuviera, sufrirían las consecuencias de las crisis.

      Sin embargo, añade Sweezy, tan pronto la rivalidad imperialista se hace aguda, la clase capitalista de cada país procura mantener su situación por medio de la rebaja de los salarios y la extensión de la jornada de trabajo. Y, finalmente, «resulta cada vez más claro para la clase obrera que el fin del proceso sólo puede estar en la guerra, de la cual tiene mucho que perder y poco que ganar» (p. 346).

      El obsesivo intento de encontrar y demostrar «racionalmente» el necesario enfrentamiento de los trabajadores con todo el resto de la sociedad y justificar así la política revolucionaria adquiere características panfletarias en algunos momentos: «Acerca de los intereses económicos de las clases medias hay pocas generalizaciones que valga la pena hacer, y esto es también verdad respecto de sus relaciones con el imperialismo... Manipulando las susceptibilidades de las clases medias, y en menor grado las de los sectores no organizados de la clase obrera, es posible construir un formidable apoyo de masas para una política imperialista agresiva... Puesto que, como hemos visto, la clase obrera tiende a ser hostil a la expansión imperialista, es posible hacer aparecer sus organizaciones y su política como «antipatrióticas» y «egoístas». De este modo la hostilidad de las clases medias a la obrera, que existe siempre, puede ser intensificada. Así el resultado neto del imperialismo es el de ligar más estrechamente las clases medias al gran capital y hacer más ancho el foso que separa a las clases medias de la clase obrera» (pp. 347–348).

      La nueva situación exige un aumento del poder del Estado y una extensión del alcance de sus funciones.

      En primer lugar, para salvaguardar los intereses de la clase capitalista frente al poder creciente y la unidad de la clase obrera. Las tácticas que adopta son la represión y la concesión que, aunque aparentemente contradictorias, resultan en realidad complementarias.

      También, porque ante el creciente caos de la producción, la ausencia de la ley reguladora de la oferta y la demanda debe sustituirse por la acción del Estado. A menudo se interpreta esta intervención como acción del Estado en beneficio de los consumidores; por ejemplo, cuando interviene en los monopolios de servicios públicos o de transporte. «Pero una consideración más importante es la protección a la gran mayoría de las empresas capitalistas, que dependen en forma absoluta de la fuerza eléctrica y el transporte, contra las exacciones de un pequeño número de monopolistas muy poderosos» (p. 349).

      Finalmente, dice Sweezy, cuando el proceso de acumulación y el caos de la producción ponen de manifiesto algunas de sus contradicciones, el Estado interviene para evitar las quiebras —de consecuencias sociales gravísimas— con préstamos de fondos públicos, subsidios a la producción, e incluso haciéndose cargo de las empresas que ya no son lucrativas. «Un monopolio de Estado en la sociedad capitalista no es más que un medio de acrecentar y garantizar el ingreso de los millonarios de una u otra rama de la industria, que están al borde de la bancarrota» (Lenin, El imperialismo, p. 70, citado por Sweezy, p. 350).

      Puede advertirse en la estructura del poder político la declinación del parlamento en relación con el poder ejecutivo. Y la razón es que el parlamento es menos eficaz —en la medida en que es representativo de las verdaderas tensiones de la sociedad— que el ejecutivo, para aumentar y extender la acción del Estado en favor de la clase capitalista.

      Una vez que la expansión anexionista de los monopolios nacionales ha agotado todas las áreas del mundo, sólo las guerras de redivisión son posibles... e inevitables, dado que el capitalismo, por su misma naturaleza, no puede asentarse, sino que debe seguir expandiéndose.

      A partir de este criterio, hace Sweezy una interpretación de las guerras del siglo XX. La primera guerra de redivisión —la del 14— enfrentó a Alemania e Inglaterra, en relación con las cuales se enrolaron el resto de los países capitalistas. Sus consecuencias fueron: «1) el poder de Alemania fue temporalmente aplastado y su imperio colonial fue ocupado por las naciones victoriosas (principalmente Inglaterra y Francia); 2) Austro–Hungría fue eliminada de la escena imperialista; 3) Estados Unidos surgió como la nación económicamente más fuerte del mundo; 4) Italia y Japón, aunque del lado de los vencedores, vieron frustradas sus ambiciones imperiales; y, finalmente, 5) Rusia se retiró por completo del campo de la rivalidad imperialista» (p. 354).

      Las naciones que quedaron fuera de la partición de la Primera, pronto comenzaron a prepararse para la Segunda Guerra: Alemania, Italia y Japón, de un lado; del otro, Inglaterra y EE. UU. La campaña había ya comenzado con la invasión japonesa de Manchuria en 1931, la absorción de Etiopía por Italia (1935), la guerra civil española (1936), las agresiones alemanas a partir de 1936.

      Considerando al sistema imperialista en su conjunto, dos grandes oposiciones, sigue Sweezy, se levantan contra él.

      Recordemos que los rasgos del capitalismo de monopolio contribuyen a la agravación de la lucha de clases y a la guerra internacional. Cuando las estructuras económica y social, en las etapas finales de una guerra, se debilitan notablemente en las potencias imperialistas, entonces se hacen posibles las revoluciones socialistas. Así describe Sweezy lo que él mismo llama «la dialéctica del nacimiento y desarrollo del socialismo» (p. 357).

      La segunda oposición es la que levantan los movimientos de independencia económica nacional. La introducción de los intereses económicos monopolísticos extranjeros produce en los países económicamente colonizados una revolución en todo el modo de producción preexistente, creando problemas que no es capaz de solucionar. La industria artesana —incapaz de competir con los productos extranjeros— desaparece; la industrialización avanza a un ritmo lento que es incapaz de absorber las masas de artesanos arruinados; como consecuencia, aumenta el número de campesinos y la presión creciente sobre la tierra, lo que arrastra hacia un descenso de los niveles de vida en el campo. La solución consistiría en una reforma agraria y en la industrialización, que no se realizarán, ya que el imperialismo típicamente es aliado de la clase terrateniente colonial, y la industrialización requeriría la erección de barreras aduaneras, lesivas a los intereses del monopolio extranjero. Por eso, entre todas las clases del país colonizado surge el espíritu de liberación.

      ¿Se intercomunican estos dos movimientos, la resistencia interior socialista en los países capitalistas y los de liberación nacional? Sweezy, en páginas de sociología ficción, afirma que terminarán haciéndolo. La dificultad consiste en trasladar a los obreros —socialistas por definición— a la conducción de estos últimos, que, como Sweezy mismo reconoce, comienzan encabezados por la burguesía de los países colonizados.

XVIII. El fascismo

      El fascismo surge en algunos países capitalistas avanzados como consecuencia de la situación en que quedan luego de una guerra de redivisión. Uno de ellos —triunfante o derrotado— puede quedar seriamente quebrantado en sus estructuras económicas y sociales. Ciertamente que ésta puede ser la ocasión del establecimiento del socialismo, como ocurrió en Rusia el año 1917. Si la revolución socialista fracasa, puede establecerse un sistema de equilibrio de clases, bajo la forma de república ultrademocrática, como sucedió en Alemania y en las naciones de la Europa Central y Oriental, luego de 1918. El sistema de producción de esta inestable solución es capitalista. Inestable, porque las contradicciones del sistema capitalista se hacen aún mayores y no pueden ser resueltas por los métodos normales que éste usa. Las organizaciones obreras logran la promulgación de leyes sociales que cargan sobre la producción capitalista exigencias que sólo pueden soportar: a) exprimiendo a las clases medias, que son las huérfanas en esta situación; b) sustituyendo mano de obra por maquinaria y engrosando el ejército de reserva. Las posibilidades del consumo son pobres.

      Es cierto que, durante un tiempo, se revive un proceso de industrialización que, si es alentado por capitalistas extranjeros, crea una situación que da vida a un ascenso de la actividad económica, pero una vez reconstruido el aparato de producción, se descubre que el consumo deprimido no puede mantener niveles económicos altos de actividad. Podría arreglarse la situación exportando; recordemos, sin embargo, que sus colonias fueron arrebatadas en la guerra y su fuerza militar agotada o limitada para intentar aventuras imperialistas.

      El fascismo surge en las clases medias como proyección de un sentimiento de frustración. Los ingredientes principales de su ideología son negativos: hostilidad al trabajo organizado y al capital monopolista, vacío que se rellena con el nacionalismo y la glorificación de la raza a la que pertenecen. Los extranjeros y las minorías raciales son los responsables de desgracias que no se comprenden. A las clases medias se agregan «ciertos grupos obreros no organizados, agricultores independientes, parte del ejército de desocupados, elementos desclasificados y criminales (el llamado lumpenproletariat) y jóvenes de todas clases» (p. 364).

      Es ese nacionalismo revanchista y la aversión a las organizaciones obreras lo que constituye al fascismo en potencial aliado de los intereses capitalistas nacionales, ya que son los obreros y las demás naciones capitalistas sus propios enemigos. Ciertamente, el capitalismo preferiría resolver sus problemas a su modo, especialmente debido a la hostilidad del propio fascismo hacia los monopolios, pero no puede hacerlo, ya que los resortes del Estado no están en su poder y la restauración de la posibilidad de una guerra imperialista necesita la inyección de nacionalismo que sólo el nuevo movimiento es capaz de proveer. Ésta es la razón del apoyo financiero que los capitalistas brindan al movimiento fascista y la tolerancia de aquellos sectores del Estado dominados por los capitalistas ante los métodos violentos que emplea.

      Una vez en el poder, el fascismo rompe el equilibrio de clases preexistente, destruyendo los sindicatos y partidos obreros; «sus organizaciones son aplastadas y sus líderes asesinados, encarcelados o arrojados al exilio» (p. 366).

      El segundo paso es el establecimiento de un Estado fuerte para preparar la nación a enfrentar una nueva guerra de redivisión, de revancha.

      Podría uno preguntarse si, ya en el poder, no pondrá en práctica el programa de reformas que preconizaba. El intento de ponerlo en práctica supondría el desastre económico, y hacer, en consecuencia, imposible para siempre la realización del sueño de conquista exterior que constituye la médula ideológica del fascismo. He aquí instaurada la convivencia entre el movimiento y el capitalismo, identificados en sus objetivos.

      En lo político, el ascenso del fascismo lleva consigo, en función de la revitalización del Estado, la supresión de los partidos políticos y la purga de los elementos que, dentro del partido, no resignen sus programas radicales. Finalmente, la crisis en las filas del fascismo lleva a integrar las milicias partidarias con las fuerzas armadas del Estado, con lo que la identificación entre el movimiento y el Estado de estructuras de producción capitalista es ya completa.

      Como muchas veces se ha presentado al fascismo como una situación nueva en el orden social, ni capitalista, ni comunista, Sweezy nos recuerda todo lo que ha dicho sobre las características del capitalismo como sistema. Para los marxistas, las intenciones de quienes detentan el gobierno de los medios de producción en el sistema capitalista no pueden ser distintos de los que impone la naturaleza misma de las cosas; no basta para cambiarlas que se produzca un cambio de guardia en las personas que ejercen ese control. Como en el fascismo las formas de capitalismo se mantienen (los medios de producción adoptan la forma de capital y la explotación sigue tomando la forma de producción de plusvalía), en consecuencia, la clase gobernante es aún la clase capitalista. Ciertamente, «su personal cambia un poco», lo que no hace más que «agravar la situación, ya que estos nuevos detentadores, como todos los advenedizos, ponen en su tarea más energía y menos escrúpulos» (p. 371) que los anteriores.

      Además, los canales separados, a través de los cuales la clase dominante ejerce el poder económico y el político de una democracia parlamentaria, se funden bajo el fascismo. Las Cámaras de Comercio, asociaciones patronales, cárteles, etcétera, son asumidos por la autoridad del Estado, a través de una serie jerárquica de juntas y comisiones que los manejan y que tienen su cúspide en los ministerios gubernamentales.

      No se produce, sin embargo, la unificación económica en la forma de un único trust gigante, sino que el capital permanece dividido en unidades de organización distintas. Quienes dominan las más grandes son los que constituyen la oligarquía gobernante, y los que están ligados a unidades más chicas están en una posición inferior. Asegura entonces Sweezy que, aun dentro de la oligarquía gobernante, los individuos pesan en la medida del capital que representan. De este modo, se mantiene el apremio por la autoexpansión: las corporaciones rivalizan entre sí esperando acrecentar su importancia y fuerza relativa.

      Termina el autor aclarando que, si por «capitalismo de Estado» se entiende que el Estado asume las funciones de capitalista, centralizando en un único trust todo el sistema de producción, el fascismo no lo es, ya que tanto el capital como la clase capitalista siguen estructurados en unidades distintas, y la acumulación, por ello mismo, sigue siendo el móvil dominante de su producción. Aunque admite que, sin constituir el sistema económico fascista una unidad de producción, se trata de una «economía dirigida», en la que el capitalista individual debe subordinarse a una política nacional unificada.

      Las contradicciones del capitalismo llevan a la desocupación, al estancamiento, la no utilización de parte de las posibilidades de producción, y sólo tienen la salida de la expansión externa, en definitiva, la guerra. Sweezy argumenta que el fascismo ha evitado la primera de las formas de fracaso, pero entrando de lleno en la segunda.

      Como el libro se escribe en pleno desarrollo de la Segunda Guerra, Sweezy se plantea la posibilidad de que las potencias fascistas resultaran victoriosas. ¿Cuál sería el futuro de estas economías? El problema es grave para un marxista, ya que no puede negarse la posibilidad de que una economía capitalista dirigida pueda evitar las contradicciones del capitalismo. El único recurso que le queda es suponer que el fascismo seguirá comportándose, en último término, como empecinado capitalismo, ciego ante la fosa que él mismo se cave. «No nos referimos a una posibilidad abstracta, sino a una forma concreta de sociedad que sólo puede ser entendida en términos de su propia historia y estructura» (p. 376). Concretamente, supone que el fascismo, al ser capitalista, tarde o temprano tendrá que enfrentarse con el problema del subconsumo, aun, nos dice, manteniendo el nivel de plena ocupación, que sería lo único en que se diferenciaría de una potencia capitalista químicamente pura. La solución podría consistir: en aumentar el nivel de consumo de las masas o en una expansión exterior. Recordando que la hipótesis era la de suponer su victoria militar en la Guerra, ya se imagina cuál solución adoptaría para salvar el problema... Sweezy, sin embargo, concluye afirmando que ni vale la pena plantearse la cuestión, ya que la suposición de la estabilidad del fascismo «es una concesión inexcusable».

      Del análisis del origen del fascismo deduce que para el establecimiento del fascismo en un país capitalista de una manera inevitable sería preciso que se dieran estas condiciones: 1) que la estructura de toda la nación capitalista debe ser dañada por una guerra (no es de suponer que un Estado capitalista por una crisis o un estancamiento llegue a esa situación sin ponerle remedio a través del Estado), y 2) que las relaciones de producción capitalistas sobrevivan, aunque sea en una forma muy debilitada. Asombrosamente, Sweezy afirma que ello no es posible como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.

XIX. Mirando hacia adelante

      Al final de la parte III, el mismo Sweezy nos hizo ver la posibilidad de que el Estado, mediante una política adecuada de impuestos y gastos, regulara la relación del consumo y la producción, de modo que se evitara la tendencia al subconsumo. Es ésta la proposición de John Maynard Keynes (Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, 1936) y sus seguidores: el control social del consumo y la inversión. «Hablando en términos generales, no se puede negar su solidez lógica, ya sea con apoyo en sus propias razones o sobre la base del análisis marxista del proceso de reproducción» (p. 381).

      La crítica marxista a esta posibilidad consiste en la afirmación de que no es posible separar la acción económica de la acción política: ¿puede el Estado, dominado por los capitalistas, actuar contra los intereses y objetivos del capital cuando ello sea deseable en interés de la sociedad en su conjunto? Sencillamente, no. «Es evidente que no podríamos esperar que los capitalistas adoptaran semejante programa como propio, al menos mientras haya otra salida —y siempre existe otra salida por el camino de la expansión externa»—. ¿Dónde —preguntaba ásperamente Lenin (Imperialismo, p. 76)—, excepto en la imaginación de los reformistas sentimentales, están los trusts capaces de interesarse en la situación de las masas, y no en la conquista de colonias? (p. 383).

      Esta reforma del capitalismo podría esperarse de la conquista del poder del Estado por un partido político, siempre que reuniera las siguientes condiciones: a) conservarse libre de la influencia capitalista, no por algún tiempo, sino de forma permanente; b) alcanzar el poder y eliminar a los capitalistas de todos los resortes decisivos del aparato estatal; c) ejercitar la fuerza política del Estado para disuadir a los capitalistas de intentar la resistencia en el terreno económico.

      «Si la experiencia indica las condiciones necesarias para un movimiento de reforma afortunado, indica también no menos claramente la imposibilidad de que se cumplan (...). El ascenso al poder de un partido político del tipo necesario sólo es concebible en un mundo abstracto del cual haya sido desterrado el penetrante poder social y político del capital. En el modesto mundo de la realidad, el capital ocupa las posiciones estratégicas. El dinero, el prestigio social, la burocracia y las fuerzas armadas del Estado, los medios de comunicación, todas estas cosas las controla el capital y las usa y las seguirá usando hasta el extremo para mantener su posición. Los movimientos de reforma nacen y se desarrollan en una sociedad dominada material e ideológicamente por el capital. Si aceptan esa sociedad, aunque (según lo imaginan) sólo provisionalmente, tienen que tratar de adaptarse a ella, y al hacerlo, ella se los traga inevitablemente. Los líderes ambiciosos se corrompen con facilidad (desde el punto de vista de sus fines confesados), y a los partidarios potenciales los ahuyenta la intimidación o la propaganda; tenemos por consecuencia lo que bien pudiera considerarse como característica saliente de todos los movimientos de reforma, el trueque progresivo de los principios por respetabilidad y votos. El resultado no es la reforma del capitalismo, sino la quiebra de la reforma. Esto no es ni un accidente ni un signo de la inmoralidad de la naturaleza humana; es una ley de la política capitalista» (pp. 384–5; el subrayado final es nuestro).

      El capitalismo sólo puede esperar las contradicciones que lleva consigo, hasta que desate finalmente fuerzas que ya no puede controlar. «La perspectiva, ciertamente, no es grata, pero en nuestra sección final trataremos de demostrar que tiene un lado más prometedor para quienes quieran verlo» (p. 385).

      La tesis primitiva de los marxistas fue siempre que la revolución socialista ocurriría más o menos simultáneamente en todos los países avanzados de Europa.

      Esta tesis, sin embargo, resultaba insostenible en 1924, cuando sólo en Rusia los socialistas habían conseguido mantenerse en el poder; los socialistas rusos se plantearon entonces la posibilidad de la construcción del nuevo sistema de producción en un solo país. La controversia se planteó en el XIV Congreso del Partido Comunista de la U.R.S.S. en 1925. La tesis primitiva, sostenida por Trotsky, fue vencida por la de Lenin y Stalin; Trotsky afirmaba que, si bien era posible la construcción del socialismo en un solo país, su permanencia estaría asegurada cuando el socialismo hubiera triunfado en la escala internacional. La opinión de Stalin (Leninismo, pp. 213 y ss., citado por Sweezy, pp. 388 y ss.) sobre el desarrollo de la transición del capitalismo al sistema socialista, contando con la existencia de una Rusia socialista, consiste en la exportación de la revolución a los países satélites de las potencias capitalistas avanzadas, hasta constituir un bloque de países socialistas lo suficientemente fuerte como para enfrentar militarmente al constituido por los capitalistas.

      Admitiendo la tesis de Lenin y Stalin del enfrentamiento, abierto y decisivo, entre ambos bloques, Sweezy se muestra partidario de otra alternativa.

      En tanto el socialismo ruso, nos dice, «es sólo una isla en el océano del imperialismo» no ejerce una influencia decisiva en las estructuras de éste, las rivalidades imperialistas eclipsan la rivalidad capitalismo–socialismo. Ahora bien, cuando la influencia del socialismo, apoyado por la U.R.S.S., refuerce su acción en el interior de los países capitalistas y en sus satélites, ¿se provocará la consolidación del imperialismo o, más bien, su disolución? Si lo consolida, la opinión del enfrentamiento final es más probable; en el caso contrario, no.

      La sospecha de Sweezy es que cualquier desarrollo del socialismo alertaría a las potencias capitalistas que, naturalmente, harían todo lo posible por consolidar su situación; pero ese desarrollo agudizaría los antagonismos de clase internos y, sobre todo, los conflictos de estas potencias capitalistas con sus satélites. «No parece improbable —concluye— que los efectos de un desarrollo ulterior del socialismo, desintegradores del imperialismo, sobrepujen a los efectos consolidadores» (p. 392). Sweezy espera confiadamente —en 1942— que con la guerra «el imperialismo haya recibido una herida mortal de la que nunca se recobre para incendiar de nuevo al mundo».

      «Comencemos con la suposición de una derrota militar del fascismo alemán. Se puede imaginar que este feliz acontecimiento sería seguido por el colapso del régimen capitalista y la victoria del socialismo en casi todo el continente europeo, no meramente en Alemania y los países ocupados, sino también en Francia, Italia y España. Los intentos de intervención angloamericana no están excluidos, pero parece difícil que tuvieran éxito; aquí la oposición de la clase obrera británica sería probablemente el factor decisivo» (p. 393). Sweezy concede, bien que a regañadientes, la posibilidad de que Inglaterra permanezca fiel al sistema capitalista; de esta manera, el bloque imperialista quedaría, más o menos, constituido por EE. UU., Inglaterra y sus dominios, probablemente América Latina y partes de Asia.

      La imaginación creadora del autor le lleva aún más lejos. El buen ejemplo del bloque socialista causará estragos en la estructura interna de los países capitalistas: «¿Cuál sería la influencia de la victoria del socialismo en tan vasta porción del mundo, y de la constante elevación del nivel de vida en las áreas afectadas, sobre la estructura social del imperialismo? ¿No es claro que las clases trabajadoras en las áreas industriales avanzadas, y las masas de los países atrasados, presas aún entre las redes del sistema imperialista, se sentirían poderosamente atraídas por el nuevo sistema socialista? Para la oligarquía imperialista gobernante, ¿no sería cada vez más difícil, y aun, a su tiempo, imposible organizar una cruzada contra el nuevo y ampliamente extendido sistema socialista? La respuesta parece ser obvia» (pp. 394–5).

      No contento con todo esto, concluye su análisis con la siguiente invocación a la historia: «Las posibilidades extremadamente hipotéticas de hoy pueden estar a la orden del día de mañana. Entre tanto —y a menos que la situación cambie mucho más rápidamente de lo que parece probable entre el momento en que se escribe este capítulo y el momento en que se publique—, la gran mayoría de lectores pensará, sin duda, que nuestro análisis es irreal y traído por los cabellos, para no usar términos más duros. Las tendencias subyacentes no siempre se muestran en la superficie. Pero no hay para qué discutir el punto ahora; dejaremos de buen grado que decida el porvenir» (p. 396).

 

ANÁLISIS CRITICO

Un manual marxista

      En las dos primeras partes de su libro, Sweezy, siguiendo fielmente a Marx, especialmente en El Capital, hace un análisis del sistema de producción capitalista de competencia, a la luz de la teoría del valor. En ellas, las únicas aportaciones originales del autor son: a) Una técnica para transformar los valores en precios, que nada sustancial añade al análisis; y b) Una crítica a la fundamentación de Marx de la tendencia descendente de la tasa de ganancia, que, como la afirma por otras razones, tampoco implica ninguna modificación del análisis marxista sobre el asunto.

      Para la crítica de estas dos primeras partes del libro, léase la recensión a El Capital.

Los supuestos revolucionarios

      En la tercera parte continúa el análisis mostrando las contradicciones internas del sistema capitalista: el capital, que se expande como un cáncer provoca un desarrollo de los medios de producción superior al aumento relativo del consumo. Esta inevitable tendencia al subconsumo —o sobreproducción, según quiera mirarse— llevará en definitiva a una depresión crónica.

      Para la crítica es importante advertir que la ciega expansividad del capital, que termina por ahogarse a sí mismo, exige dos supuestos: a) Que quienes representan al capital —los capitalistas, como siempre se les llama en toda obra marxista, ya que han conseguido cargar la palabra de contenido emocional peyorativo— no puedan en manera alguna independizarse de ella para encauzar su actividad de una forma menos suicida. b) Que el capital, a través de los capitalistas, logre inhibir la acción del Estado, de tal manera que éste no pueda aplicar los remedios que —según el propio Sweezy reconoce— podrían evitar la depresión crónica, nivelando la relación de crecimiento de los medios de producción y el consumo.

      Es aquí donde ya podemos decir que el autor continúa a su maestro, completándolo. Recogiendo fragmentos dispersos en la obra de Marx, construye una teoría de la inevitabilidad del subconsumo en el sistema capitalista de producción. Recordemos que él mismo nos dice que hasta su propia formulación no existía una fundamentación lógica de esta tendencia a partir de la teoría del valor y sus supuestos.

      La prueba que a partir de ellos elabora Sweezy, está bien construida lógicamente: aceptados los supuestos habría que estar de acuerdo, ya que no tiene sentido criticar a las matemáticas.

      El primero de los supuestos —la identificación del hombre con su función económica dentro del sistema de producción de bienes— no necesita comentarios (cfr. también recensión sobre El Capital).

      El segundo lo veremos al analizar la última parte, la IV, que comienza: Una cuestión de Ortodoxia, precisamente con la teoría marxista del Estado.

      Aunque la construcción teórica económica de esta III parte termina aquí, y su crítica es sumamente sencilla, la aportación de Sweezy consiste en el uso que hace de ella: justificar económicamente una tesis del materialismo histórico.

      El marxismo revolucionario necesita una teoría de la inevitabilidad de la crisis, ya que sin ella faltaría al proceso el necesario elemento precipitante que provocará, a partir de la lucha de clases —exacerbándola— el también inevitable reemplazo del sistema capitalista de producción por el socialista. De ahí el interés por demostrarla a cualquier precio.

      Como muchas otras cuestiones, Marx dejó sin aclarar la modalidad y el momento de este inevitable reemplazo; el tema surgió entre los marxistas como una controversia sobre el derrumbe. Es interesante seguir a Sweezy en la exposición de la controversia.

      En primer lugar, se sitúa entre los que sostienen que la opinión más fiel al pensamiento de Marx en este punto no consiste en demostrar que éste haya de producirse mecánicamente en el campo puramente económico. Esta postura le evita tener que enfrentarse con un sistema que goza, a pesar de los achaques propios de cualquier sistema, de buena salud.

      El sistema capitalista fue sufriendo, a lo largo de los años, modificaciones que hicieron sospechar a algunos marxistas que las lúgubres predicciones que parecían desprenderse del análisis del propio Marx respecto del capitalismo, no se iban haciendo realidad, precisamente, a causa de esas modificaciones. Convenía, por tanto, revisar a Marx, situándose más realistamente en una posición que perdía efervescencia revolucionaria. El sistema socialista de producción, pensaban, es más perfecto que el capitalista, pero su reemplazo no sobrevendrá como consecuencia de una depresión económica, sino como consecuencia de la lucha política.

      La crítica de Sweezy al gradualismo revisionista alcanza en algún momento niveles de diagnóstico psicológico —como en el caso de Bernstein, por ejemplo—, para terminar con un argumento de autoridad: esta gente se aparta de la ortodoxia revolucionaria. Ésta será, en todo caso, una cuestión intestina del marxismo... y lo que interesa, sin embargo, no es saber si Bernstein era o no un marxista ortodoxo, sino si tenía razón o no en ese punto concreto. Su gran pecado fue admitir que el capitalismo podría sufrir transformaciones. Y esto está prohibido por principio; aunque ello contraríe la realidad, el capitalismo es un sistema en el que, por culpa de la propiedad privada, se produce una acumulación creciente de plusvalía en condiciones de explotación también constantemente decreciente. Y el que no opine así, no es marxista; entre otras cosas, porque de no ser así, la tendencia al subconsumo no se puede probar; si no se puede probar, no hay crisis o depresión que precipite, por exacerbación de la lucha de clases, el espíritu revolucionario de los oprimidos, y si no hay espíritu revolucionario, tampoco hay revolución, y si no hay revolución no hay cambio. Y finalmente, porque el cambio del sistema es lo único que interesa.

La necesidad de una explicación

      Para quienes piensan que el problema de la relación producción–consumo es una cuestión de política económica, difícil de conseguir, pero posible, ya que no está impedida por la insaciable sed de acumulación de capital, que se propaga como un cáncer, hasta crear un sistema político cuyo único fin es servir a su propósito, resulta ridículo tener que considerar las inversiones improductivas como un remedio que mantiene la vigencia del capitalismo.

      Y es que el estudio de «las causas contrarrestantes», que explicarían cómo hasta ahora no se ha producido la depresión crónica inherente al sistema de producción, pero que ha de producirse, está, sin embargo, viciado del mismo error que la teoría de la tendencia al subconsumo: una rígida definición del sistema que no puede tener flexibilidad, porque ello es teóricamente imposible.

      Sweezy considera, por ejemplo, la industrialización como otro de esos factores contrarrestantes. El proceso expansionista tiene oportunidades de inversión en esos momentos y eleva la economía a excelentes niveles, pero una vez alcanzados, se produce un embotellamiento terrible para la inversión, de consecuencias nefastísimas.

      Según Sweezy tampoco podrán razonablemente procurar un aumento del consumo a costa de la plusvalía, porque ello contraría los supuestos; eso les permitiría seguir ganando en lugar de suicidarse, pero en ese caso dejarían de ser capitalistas, y eso —para el marxismo— no puede ser; y el Estado, por muy guardián de los intereses capitalistas que sea —según Sweezy—, tampoco lo impondrá, ni instrumentará las medidas que permitirían superar la crisis, porque en ese caso dejaría de ser el Estado capitalista diseñado por el autor.

      La tercera de las causas contrarrestantes que numera, es el crecimiento de la población. Por supuesto, que el autor se goza en advertir que las naciones capitalistas avanzadas han ido poco a poco disminuyendo su índice de crecimiento de una manera alarmante. Sin embargo, no se ve cómo, dentro de un sistema verdaderamente capitalista, este crecimiento pueda obrar como una fuerza contrarrestante, ya que este crecimiento se produce dentro de las condiciones antagónicas de distribución de la renta, de manera que no influye aliviando la tendencia al subconsumo.

      El cuarto factor contrarrestante que se enumera, son los consumidores improductivos. Es decir, todos aquellos inactivos que consumen o cuya actividad no puede considerarse incorporada al proceso industrial de producción de bienes. Entre ellos habría que enumerar a los rentistas, a los médicos, a los empleados del estado —jueces, burócratas, legisladores, etcétera—, a los abogados, a los filósofos, a los poetas, a los militares, a los músicos, a los docentes, a los clérigos, etc. Algunos de ellos viven a costa del consumo de capitalistas y obreros, otros —y por eso se les considera como factor contrarrestante de la acumulación, y consecuentemente de la crisis de subconsumo— de la plusvalía.

      Si en el sistema socialista de producción se elimina la plusvalía, habrá que eliminar a todos estos señores. Imposible dejar de reconocer que no falta imaginación a los defensores de la teoría, para proceder a semejante salto sobre la realidad. Si los productores de bienes se quedaran con todo lo que producen, nada queda para que puedan comer los que se dedican a actividades improductivas, y terminarían —si no comen— por morir de inanición...

      Esta consideración pone, además, de manifiesto la falacia de la reducción —abstracción, se la llama, para pedir en favor de esta miopía el prestigio de una noble operación de la inteligencia—, que se hace de todas las relaciones, dentro del sistema de propiedad privada, al tipo económico de las que vinculan al industrial con el obrero. Sólo quien piense que el hombre se reduce a economía puede intentar esa reducción, que aun así resulta absurda.

      El último factor que considera es el de los gastos del Estado. Aunque históricamente hayan incidido en una regulación de la relación del aumento de la producción y el consumo, la acción del Estado, para Sweezy, no puede invocarse como una solución a la crisis del capitalismo: también por definición.

      Sin embargo, a pesar de su falta de solidez científica, aun para la misma ciencia económica, esta opinión conserva su fuerza de convicción. Y sobre esto nos conviene reflexionar un poco más: ¿por qué convence? La marcha de la sociedad, de algún modo, en su conjunto, se aproxima más a cuanto afirma Sweezy, que a aquello que proclaman los economistas. Únicamente las razones reales son bien diversas de las que expone el autor: hay hechos en que se apoya, aunque no pueda explicar, por la misma limitación de su punto de partida.

      No es cierto que haya disminuido el nivel de vida de los obreros, ni crezca la supuesta tendencia al subconsumo: sin embargo, es cierto el aumento del descontento, la inseguridad e inestabilidad social, no sólo entre los obreros, sino en las mismas clases medias. Lo que resulta falso es la causa que le atribuye Sweezy: el subconsumo. Su causa es bien otra: el creciente materialismo y odio de clases, fomentado por los partidos marxistas y, a veces, ingenuamente orquestado por muchos que, a la larga, serán sus víctimas.

      En este progresivo descontento se apoyan los marxistas, después de haberlo fomentado. Ni es necesario ni real el subconsumo, que debería existir según la interpretación de Sweezy: pero es real la inquietud social que promueve el marxismo, y luego se cuida de justificar científicamente con la teoría del subconsumo. Importa tenerlo presente, para no creer que, criticando su teoría del subconsumo desaparece su poder de convicción y, por tanto, se puede ya aceptar otras tesis del «humanismo» marxista, más a la moda occidental, como sería la de que el fin de la sociedad es el bienestar económico, harto más peligrosas y causa real de la mayoría del actual malestar social.

      Y paralelamente, no es que resulte imposible incrementar la productividad, sino que es cada vez más difícil incrementarla en proporción a los requerimientos de una sociedad materializada y penetrada del proyecto de la lucha de clases.

Los mismos supuestos

      El progreso de la técnica ha supuesto generalmente el aumento de la composición orgánica del capital, lo cual, a su vez, conduce a un fenómeno de concentración de capitales que dan lugar a situaciones de monopolio. Todo el capítulo XIV de la IV parte está dedicado a la explicación del hecho de su formación, dirigida fundamentalmente a un público de estudiantes y personas no bien informadas sobre el asunto —en partes como ésta es donde se advierte más claramente la intención de manual del libro, saturada de marxismo y bastante técnica—. Hay que aclarar que la formación de monopolios es vista como una inexorable consecuencia de la naturaleza del sistema capitalista; y no sólo de monopolios, sino de los monopolios tal como los describe Sweezy.

      En el capítulo siguiente se propone el estudio de la incidencia del monopolio en las teorías fundamentales del análisis de la economía política. Las conclusiones a las que llega, y que se han visto en la parte expositiva de este trabajo, ponen de manifiesto que la nueva situación tiende a agotar más rápidamente las posibilidades de inversión, lo cual lleva, consecuentemente, a la depresión crónica también más rápidamente, aunque esta tendencia se ve compensada por el crecimiento de los sistemas de comercialización, el cual no capacita precisamente al sistema para dominar el ímpetu de la acumulación, sino que la desvía por cauces socialmente innecesarios y, en consecuencia, ruinosos. Estas conclusiones, sin embargo, se formulan a partir de dos supuestos ya criticados: a) El monopolio puede imponer y de hecho impone a gusto y placer los precios de las mercancías sin que el Estado pueda intervenir para evitarlo, ya que éste defiende necesariamente los intereses del capital, en este caso del monopolio, y b) El monopolio, desde luego, se comporta tan ciegamente como el capitalista del sistema de libre competencia, sólo que ahora dispone de más posibilidades para satisfacer sus propósitos.

      El tema del monopolio es un asunto que ha suscitado, ciertamente, aun dentro del ámbito no marxista, importantes polémicas. Después de una primera época en la que las combinaciones monopolistas provocaron serios desajustes en su sistema económico vigente —lo más parecido a un régimen de libre competencia—, no sólo por su presencia, sino también por el injusto ejercicio de su posibilidad de maniobra, la legislación de todos los países ha ido interviniendo para regularla. Es cierto, que esta capacidad de maniobra les sitúa con frecuencia sólo frente al Estado, que es el único capaz de hacerles frente con eficacia, pero ya hemos visto anteriormente que éste no sólo puede, sino que debe intervenir cuando se plantean abusos.

Una interpretación histórica

      Pasa luego Sweezy a estudiar desde la perspectiva de la nueva situación del monopolio, la interrelación de las economías nacionales en la economía mundial. Ni que decir tiene, que en función de profetizar, de una manera más evidente, la ruina del sistema capitalista.

      En definitiva, el monopolio produce un doble fenómeno: en el interior de cada país —como política frente a las otras potencias capitalistas— la protección aduanera para los privilegios del monopolio; y en el área internacional, una política exterior agresiva que tiene dos manifestaciones: a) La anexión económica de la mayor cantidad posible de regiones atrasadas para extender el área de privilegio de los propios monopolios. b) Una vez cumplida esta etapa, la rivalidad militar entre las potencias capitalistas, que deriva necesariamente en guerras, guerras de redivisión de las influencias, ya que el capitalismo es, por naturaleza, expansivo.

      En todos estos capítulos, Sweezy da por sentado el criterio marxista de que los motivos económicos son el único motor de la vida política, en este caso internacional, consecuente, por cierto, con la posición marxista sobre la función y la formación de los Estados y aún más profundamente, con la teoría de que toda la vida religiosa, social, política y cultural son superestructuras de las condiciones en que se desarrolla la producción de bienes materiales de consumo.

      En algunos casos, la concreta interpretación histórica que hace, puede tener una cierta verosimilitud, ya que lamentablemente, los motivos económicos, desligados de toda ordenación ética, han sido la causa de algunos acontecimientos políticos. Pero la ley general que aplica Sweezy es completamente apriorística y arbitraria.

      Este prejuicio le lleva, en muchos casos, a una interpretación manifiestamente alejada de la realidad, como por ejemplo cuando hace el análisis del colonialismo económico. Es cierto que la exportación de capitales ha producido abusos económicos en las naciones donde se ha radicado, pero la motivación de los movimientos de liberación han sido siempre más profundos que los puramente económicos: la posibilidad de constituirse de acuerdo a pautas culturales, sociales, políticas, éticas y, en algunos casos, hasta étnicas, propias. Prueba de ello, es que el origen de esos movimientos, como el propio Sweezy reconoce, se encuentra en las clases medias de esos países. El traslado de la conducción de esos movimientos a los líderes de las clases obreras, en tanto que oprimidas por el monopolio extranjero señalado por Sweezy —mejor sería decir, deseado— no se ha producido. Los conductores de esos movimientos siguen perteneciendo a las élites de las clases medias y, aun dentro de ellas, de los ambientes militares con verdadera frecuencia. Incluso, los mismos movimientos de liberación inspirados en el marxismo teórico, y políticamente «trotskistas», se alimentan, no precisamente de obreros, sino de la clase media intelectual. Los trabajadores se han mostrado mucho más realistas y mucho menos revolucionarios que los intelectuales.

      Otro error manifiesto es el de señalar una crisis agraria, siempre en ascenso, como la contradicción fundamental de las regiones atrasadas, provocada por la destrucción de la industria artesana, que arroja al campo a la mayor parte de la población activa. Afirmación puramente gratuita de sociología–ficción, que sólo pudo escribirse a muchos kilómetros de distancia..., ya que en la mayor parte de los casos, lo que se ha producido es una auténtica invasión de las ciudades, con despoblación del campo. Tampoco las «masas campesinas» se han movilizado políticamente en favor de ningún sistema socialista de producción, manifestando, por el contrario, como en casi todas las partes del mundo, un gran espíritu conservador, entre otras cosas, de la propiedad privada, en todo caso, mejor distribuida entre los que trabajen directamente.

      La razón es que difícilmente en países escasamente industrializados podrá encontrar Sweezy una base suficientemente importante para justificar el advenimiento del socialismo en los igualmente escasos obreros industriales de los países atrasados. Entonces la crisis hay que encontrarla —o inventarla— entre los campesinos...

      Toda esta parte está inspirada en la obra de Lenin, especialmente en su libro El imperialismo..., y en la obra El capital financiero del marxista vienés Rudolf Hilferding (vid. recensiones correspondientes).

      También aquí, el error no impide la fuerza pasional de convicción: el monopolio, como forma económica, por sí no lleva necesariamente a la progresiva explotación. Pero cuando la sociedad se materializa, es indudable que lleva a tal intento: un gran propietario de capital no ha de actuar como un capitalista, al estilo que Marx los representa, pero si es materialista tiende efectivamente a obrar así. Con más motivo, cuando la mayoría de sus conciudadanos se empeña en demostrarle que el fin de la sociedad es el bienestar económico.

La lucha de clases o la clase media

      El tema de la lucha de clases, como consecuencia de la estructura del sistema de producción de bienes capitalista, es dado por supuesto en casi todo el libro, y abordado en una sección del capítulo sobre el Imperialismo, para asegurar, desde luego, que ésta se agudiza en el sistema con la aparición de los monopolios. En primer lugar, porque los intereses económicos del capital se unifican, ya que el viejo conflicto entre industriales y terratenientes desaparece, y la unificación de la clase obrera se va haciendo realidad, en base a la experiencia alcanzada en una lucha que ya lleva más de un siglo. Económicamente y, en consecuencia, también políticamente las viejas clases medias están en vías de extinción; en las nuevas, cuyo número e importancia no puede negar que aumenta, reina «la mayor confusión y diversidad de propósitos».

      Constituye una ceguera muy grande no ver que, precisamente, en las naciones más avanzadas, la situación de los asalariados se ha visto mejorada grandemente y que la legislación social —contratos de trabajo, seguros de paro, servicios sociales, jubilaciones y pensiones, etc.— ha hecho en los últimos tiempos, muy deseables e importantes progresos. La acción política de los partidos que han asumido la defensa de los intereses económicos de los trabajadores, ha alcanzado los resortes del poder político, y su acción también ha producido una distensión de los conflictos de origen económico. Por cierto, que las relaciones entre capital y trabajo están lejos de ser un cuento de hadas, pero sólo el fanatismo puede afirmar con seriedad que los trabajadores están sufriendo una explotación creciente.

      Si las sociedades capitalistas muestran signos de debilitación, y aun de disolución, no se debe al acrecentamiento de las tensiones capital–trabajo, sino a un desmoronamiento interior que afecta a todos —capitalistas, obreros y clases medias—, que ha provocado los fenómenos de las «crisis de sociedad». Es muy interesante observar que el fenómeno de descomposición moral de las sociedades capitalistas, se debe, en buena parte, a su carácter post–marxista (vid. A. Del Noce, recensión a Marx, Tesis sobre Feuerbach, pp. 30–33).

      El tratamiento del tema de las clases medias es otra cuestión de donde el rigorismo apriorístico de su posición marxista le lleva a distorsionar los datos obvios de la realidad.

      La opinión de Sweezy es que existen dos clases medias. La vieja, aquélla constituida por artesanos, pequeños terratenientes, etc., que subvenían sus necesidades económicas con una cierta holgura, y que no se insertaron en el sistema capitalista de producción industrial, como capitalistas o como obreros; esta clase está en vías de desaparición. Y la nueva, cuyo origen, dentro del escasísimo margen de investigación que el marxismo permite, ha de encontrarse necesariamente en una participación en la plusvalía de los capitalistas, que necesitan de sus servicios para poder mantener las condiciones de explotación de sus obreros. Siendo el salario de un obrero exactamente igual a los medios de subsistencia y reproducción como «laborante», nunca puede acceder a la clase media, por definición.

      Esta imposibilidad está lejos de ser real. En el capítulo IV, citando El Capital (pp. 189–190, citado por Sweezy en p. 72), se dice que «el número y la magnitud de sus llamadas necesidades esenciales..., son el producto del desarrollo histórico y dependen, por lo tanto, en gran medida, del grado de civilización de un país... «Y lo que está pasando, es que este grado de civilización alcanza en muchas naciones del mundo salarios que permiten a los trabajadores acceder a niveles de vida en que pueden vivir dignamente como personas, y no solamente subsistir».

      La gravitación política de las clases medias, a pesar de su número y de su capacidad —la mayor parte desempeña funciones que suponen una preparación intelectual— es negada de plano, ya que su relación con el sistema de producción de bienes no los constituye ni en capitalistas ni en obreros. Sólo ellos, por su condición de explotadores o de explotados, tampoco como individuos sino como clase, tienen vitalidad política.

      Sólo el a priori de que no pueden tenerla impide ver que los hechos desmienten categóricamente la presunta ineficiencia política de las clases medias. Son ellas las que inspiran prácticamente el ejercicio del poder político en bastantes países más o menos desarrollados que no han caído en el bloque socialista.

      Sweezy mismo nos describe sus actitudes, que, interpretadas adecuadamente, explican la deseabilidad de su acción política. En primer lugar, habla de su «hostilidad tanto al capital como al trabajo organizado». A lo que Sweezy llama hostilidad podríamos traducirlo como ausencia de compromiso, tanto con los intereses del capitalismo agresivamente explotador, como con la reacción revolucionaria socialista (que es lo que quiere decir cuando nos habla de «trabajo organizado»). «Las clases medias —añade— son la fuente en diversos grados de anticapitalismo no proletario». Y, finalmente, las considera el origen de «utopías en las que todo el poder de clase organizado se disuelve y el individuo (es decir, el miembro suelto de un grupo de la clase media) se convierte en la unidad social básica, como en los días desaparecidos de la producción simple de mercancías». Excelente. Prescindiendo de las acotaciones agresivas nos dice que el hombre de clase media siente repugnancia —y muy justificada, por cierto— a su disolución como persona en una clase en función de un interés económico químicamente puro, porque su cultivo intelectual le permite advertirse como persona individual y reconocerse en relaciones sociales que trascienden el nivel económico–materialista. Podríamos añadir para continuar completando, que no está enajenado para el ejercicio de su libertad y responsabilidad personal y para descubrir su dimensión espiritual y religiosa...

      El asunto vuelve a salir, a propósito del análisis del fascismo, y en el último capítulo, para negar las posibilidades de reformas por vías no revolucionarias de capitalismo.

      Es asombroso el tono panfletario de la argumentación sobre la imposibilidad de una reforma política de las estructuras de la sociedad capitalista. Reformas que, por otra parte, son un innegable hecho, ya que, contra la opinión marxista, la última instancia del hombre no es el nivel económico. Dos ideales de justicia y de caridad entre los hombres, con las dificultades que a un cristiano no se le esconden, ya que conoce el desorden de la naturaleza como consecuencia del pecado de origen, pueden hacerse realidad. Posibilidad que, desde un punto de vista técnico es aceptada por el propio Sweezy (cfr. p. 381).

      «Los líderes ambiciosos se corrompen con facilidad (desde el punto de vista de sus fines confesados) y a los partidarios potenciales los ahuyenta la intimidación y la propaganda; tenemos por consecuencia lo que bien pudiera considerarse como característica saliente de todos los movimientos de reforma, el trueque progresivo de los principios por respetabilidad y votos. El resultado no es la reforma del capitalismo, sino la quiebra de la reforma. Esto no es ni un accidente, ni un signo de la inmoralidad de la naturaleza humana» (el subrayado es nuestro). Y en un apéndice que se añade al libro, cuyo autor es Hilferding, se dice: «La justicia es un sueño amable, pero nunca se construyó un ferrocarril con prédicas morales. ¿Cómo podemos conquistar el mundo si queremos esperar que la competencia se haga religiosa?». El libro, que pretende ser un tratado de economía política, no puede menos que apoyarse en una concepción del hombre, la marxista. En último término, toda la elaboración técnica está fundada en esta negación de la trascendencia del hombre creado por Dios.

      Y así, se nos manifiesta también la raíz de por qué los argumentos de Sweezy tenían en la práctica fuerza de convicción. Cuando la sociedad renuncia a un ideal trascendente, cuando considera que su único fin es el bienestar, el socialismo se hace así inevitable, como ya había señalado Schumpeter: cfr. recensión a P. A. Baran, La economía política del crecimiento, pp. 74–75.

El profeta

      En cuanto a la inevitabilidad de las que llama guerras de redivisión, el argumento es claramente pobre. «El capitalismo, por su misma naturaleza, no puede asentarse, sino que debe seguir expandiéndose». La fuerza ciega que le domina, otra vez en acción. Que entre otras muchas razones, los motivos económicos desprovistos de toda norma moral hayan podido desatar catástrofes tan terribles como las guerras, no es imposible, pero de allí a que éstas sean inevitables, y sólo por esos motivos, hay un paso enorme. Sólo para quien no hubiera una instancia superior en el hombre puede plantearse la cuestión de semejante manera, dando incluso por supuesto la imposibilidad de ulteriores desarrollos económicos, sin acudir a estos recursos.

      En el fondo, lo que sucede es que las consecuencias de las guerras en las potencias capitalistas beligerantes, abren una posibilidad para la concreción de la deseable —para el autor— revolución socialista. Fue como consecuencia de la guerra del 14 que las estructuras de Rusia se debilitaron hasta el punto de hacer posible la revolución del 17, donde un pequeño grupo logró hacerse con el poder con la violencia, que empleó con sus mismos aliados.

      Con este modelo a la vista, y convencido de que la lucha de clases se encuentra en un punto más que adecuado de exacerbación en el interior de las potencias capitalistas, que además la explotación del monopolio extranjero ha producido el espíritu revolucionario socialista en los países colonizados, y que las clases medias son incapaces de toda acción política eficiente como no sea aliarse con los intereses del capital monopolista en la forma de regímenes fascistas, Sweezy escribe un antológico capítulo final titulado «Mirando hacia adelante». Es decir, mirando hacia ahora, ya que el libro fue escrito durante el desarrollo de la II Guerra Mundial, hace más de treinta años.

      En él, suponiendo la derrota militar de las potencias fascistas y del Japón, pronostica un debilitamiento tal en las estructuras de las principales naciones europeas, que el traspaso del régimen capitalista de producción al socialista será un hecho en toda Europa (se concede que el capitalismo, si bien tambaleante, se conserve en Inglaterra). Será tan decisivo el buen ejemplo del bloque socialista sobre los países que conserven el opresor sistema capitalista (Estados Unidos e Inglaterra, fundamentalmente) y tal el ahogo para la expansión de la acumulación al quedarse con una parte tan reducida del mundo para hacerla efectiva, que ni siquiera parece necesario a Sweezy el enfrentamiento militar entre los dos bloques para poder otear en el horizonte próximo la instauración mundial del socialismo. El escepticismo de Stalin en 1924 era razonable, pero ahora la derrota militar del fascismo y de sus aliados cambiará radicalmente las perspectivas. Ponemos la crítica en la desubicación de sus propias palabras: «Las posibilidades, “extremadamente hipotéticas” de hoy pueden estar en la orden del día de mañana. Entre tanto —y a menos que la situación cambie mucho más rápidamente de lo que parece probable...— la gran mayoría de lectores pensará, sin duda, que nuestro análisis es irreal y traído por los cabellos, para no usar términos más duros. Las tendencias subyacentes no siempre se muestran en la superficie. Pero no hay por qué discutir el punto por ahora; dejaremos de buen grado que decida el porvenir».

      El socialismo quizá se implante en ese porvenir, pero no será como consecuencia inevitable del desarrollo de la producción económica, sino de la descomposición moral de una sociedad, que pierde el íntimo sustento de la vida cristiana y la orientación de la fe. Hoy por hoy, la mayoría del pueblo conserva aún la altura humana y moral para rechazar su materialismo cerrado, de modo que el socialismo sólo se impone, en general, con el empleo de la violencia organizada, el terrorismo y el crimen: lo triste es que, a menudo, consigue triunfar por la ingenuidad de quienes previamente le facilitan los medios, convencidos de que el socialismo es un imprescindible aliado en la lucha por el bienestar temporal de la humanidad.

E.G.

 

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* El número corresponde a la página del libro, en su edición castellana.