Gallimard, París 1938;
(cast. La Náusea, 18ª ed., Buenos Aires,
1979).
I. La Nausée (1938)
es la primera novela de Jean Paul Sartre (1905-1980). Como todas las que
posteriormente publica, es una novela en la que trama argumental y personajes
están al servicio de unas tesis de carácter filosófico.
La obra literaria —novelesca o dramática— de este
autor es, como se sabe, inseparable de su producción filosófica de la que es
puro vehículo expresivo, y con frecuencia —como en este caso— su versión
anticipada.
Escrita en forma de
diario no exento de elementos autobiográficos, Sartre presenta en ella la
experiencia fundamental que de sí mismo y de las cosas que le rodean alcanza su
protagonista, Antoine Ronquentin, durante su estancia en la ciudad de Bouville
en la que, después de haber viajado por diversos países, fija su residencia
para concluir sus investigaciones históricas sobre el marqués del Rollebón.
El argumento central
responde con toda fidelidad al título. Desde el primer momento de su estancia
en esta ciudad, el profesor Ronquentin es presa de una sensación extraña que le
adviene como una enfermedad y que le hace sentirse algo molesto.
Poseído por este
sentimiento, cuyo sentido no alcanza a descifrar, comienza a llevar en Bouville
una vida bohemia, que reparte entre la biblioteca, los cafés a los que acude y
el hotel donde se aloja. No tarda mucho en describir como una sensación
fisiológica de náusea la experiencia que padece.
Los personajes y
situaciones con que tropieza en su ir y venir por la ciudad ponen de manifiesto
el carácter absurdo de la existencia que les envuelve. Marcados por la
enfermedad, por la pasión, o por inclinaciones inconfesables, unos arrastran
una vida sin sentido, identificados con su vacío y tedioso presente. Tratando
de evadirlo, otros acuden a la idea de la ciencia, del derecho, del deber y del
orden, en un esfuerzo inútil —e indecente— por enmascarar la nada en que se
resuelve la existencia, desprovista de ley, de fin y de valor. No resulta
difícil advertir que Ronquentin está a favor de los que materialmente están
atrapados por la náusea, y en contra de los abocados a vivir en un perpetuo
engaño —y mala fe— sofocador de su verdadero existir.
Un buen día el señor Antoine
descubre súbitamente el significado último de esa sensación de náusea que le
posee: la existencia —de las cosas y de los hombres— es esencial y absolutamente contingente, un estar
ahí gratuitamente, absurdamente, para nada. Iluminado por esta experiencia
fundamental, Ronquentin comprende ahora todo lo que le ha sucedido desde su
llegada a Bouville. Su existencia es, como la de las cosas y hombres que le
rodean, una existencia absurda, sin razón de ser, vacía, que emerge de la nada
y desemboca en la nada. Invadido por el odio y el disgusto de existir, con la
conciencia lúcida de estar de más para toda la eternidad, solo y libre,
sin ninguna razón para vivir, el señor Antoine abandona la ciudad. Ha conocido
todo lo que se puede saber de la existencia. En adelante no le queda otra
salida que la de asumir la nada de su ser, el vacío de su conciencia
y la libertad, único y supremo valor, que no se apoya en nada, a la
que está condenado.
II. Sartre describe el
proceso de esta experiencia fundamental del protagonista con una sorprendente
frialdad racional unida a una plasticidad imaginativa y a una intensa
complacencia rayana en lo morboso.
Extraídos de materiales
deleznables cuidadosamente seleccionados, los personajes y situaciones que
rodean a Antoine Ronquentin (y éste mismo) están elaborados y dirigidos con
extraordinaria lucidez, reflexivamente, en orden a preparar y justificar la
tesis que sobre la esencial contingencia y gratuidad absoluta de la existencia
se mantiene en el Diario por boca del protagonista.
En este sentido, el conjunto
de experiencias y observaciones que en la novela se transcriben distan mucho de
ser espontáneas. Todo el relato está perfectamente medido, rigurosamente
controlado: desde el lenguaje con que se describe el sentimiento inicial que
invade al protagonista hasta la escena en la que tiene lugar la “revelación”
del carácter absurdo de la existencia.
A su vez, se advierte con
facilidad el interés del protagonista en registrar exclusivamente aquellos
aspectos de la existencia cotidiana que le ayudan decididamente a arraigar aun
más en él ese sentimiento inicial de náusea, que le adviene desprovisto de base
racional alguna. Todo parece indicar que, lejos de intentar deshacerse de este
sentimiento abriéndose a una consideración menos restringida de lo real,
Ronquentin se encuentra extrañamente complacido —poseído de un gozoso hastío— con
su situación. Toda su reflexión racional irá encaminada a elevar a categorías
ontológicas —con pretendidas bases
fenomenológicas— ese sentimiento
inicial de náusea en el que se encuentra instalado desde el principio.
Sus observaciones y
reflexiones estarán mediatizadas, efectivamente, por el cambio que en
Ronquentin produce la sensación de náusea que se apodera de él —y que, según propia confesión, ya no le abandonará jamás— y encontrarán su explicación última en esa
iluminación que gratuitamente recibe y que le hace ver el carácter
absolutamente gratuito, esencialmente contingente de la existencia. Entonces, y
solamente entonces, encontrará su liberación: no porque haya conseguido
liberarse de este sentimiento, sino porque ha conseguido elevarlo lúcidamente,
“racionalmente”, a categoría suprema explicativa de su existir y su obrar.
Frente a quienes de mala fe intentan ahogar este sentimiento, Ronquentin
ha logrado conocer el secreto de la existencia que tras él se oculta y asumir
con toda lucidez su propia condición de ser gratuito, enteramente libre.
Pero tanto el sentimiento
inicial de que parte el protagonista como la iluminación que recibe y desvela
su contenido son invocados gratuitamente por el protagonista, carecen de base
racional alguna, siendo únicamente exponentes de su singular posición ante la
existencia.
Que la experiencia inicial
carece de base racional alguna se deduce claramente de las palabras con que
Ronquentin la describe a comienzo mismo del Diario:
“Algo me ha sucedido, no puedo seguir
dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria o una
evidencia. Se instaló solapadamente, poco a poco, yo me sentí algo raro, algo
molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció
tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía nada, de que era una falsa
alarma. Y ahora crece. (...)
Por ejemplo, en mis manos
hay algo nuevo, cierta manera de tomar la pipa o el tenedor. O es el tenedor el
que ahora tiene cierta manera de hacerse tomar; no sé (...)
Por lo tanto, se ha
producido un cambio durante estas últimas semanas. ¿Pero dónde? Es un cambio
abstracto que no se apoya en nada. ¿Soy yo quien ha cambiado? Si no soy yo,
entonces es este cuarto, esta ciudad, esta naturaleza; hay que elegir.
Creo que soy yo quien ha
cambiado; es la solución más simple. También la más desagradable. Pero debo
reconocer que estoy sujeto a estas súbitas transformaciones. Lo que ocurre es
que rara vez pienso, entonces, sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud
de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución. Es
lo que ha dado a mi vida este aspecto desconcertante, incoherente” (La
Náusea, Losada, 18» ed.,
Buenos Aires, 1979, pp. 16 s.).
Contrasta con esta
controlada reflexión abstracta en la que no se ofrece ninguna base racional que
venga en apoyo del sentimiento descrito, el lenguaje en que se expresa
gráficamente la identificación de esta sensación:
“¡La cosa anda mal, muy
mal! Otra vez la suciedad, la Náusea.
Y una novedad: me dio en un
café (...)
Madeleine sonreía:
—¿Qué toma
usted, señor Antoine?
Entonces me dio la Náusea:
me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar
lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces
la Náusea no me ha abandonado, me posee” (p. 31).
Es sobre este sentimiento,
en principio abstracto y que no se apoya en nada, al que simplemente se le
identifica con semejante sensación fisiológica, sobre el que Ronquentin
construirá gradualmente, con la ayuda de sus observaciones selectivas y
distorsionadas de la realidad, su experiencia fundamental de pretendido rango
ontológico.
Una y otra vez, Ronquentin se limita a volver sobre su sensación de vómito,
para decirnos que esta sensación no es algo que acontece superficialmente en su
existencia, sino algo en lo que se halla sumergido, algo que le rodea por todas
partes: es su propio yo el que se siente en un ámbito no ya causativo
sino constitutivo de náusea:
“Su camisa
de algodón azul se destaca gozosamente sobre una pared chocolate. También eso
da la Náusea. O más bien es la Náusea. La Náusea no está en mí; la
siento allá en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es
una sola cosa en el café, soy yo quien está en ella” (p. 32).
Sin ninguna
vacilación se adentra por el camino abierto por esta sensación afirmando que es
la condición misma de lo existente, identificado exclusivamente con su
presente, con su aparecer mismo tras el que no hay nada, lo que da razón
de ese sentimiento, al parecer tan lúcidamente percibido por él:
“Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presente, nada más que presente.
Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un
ropero con espejo y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente:
era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. En
absoluto. Ni en las cosas, ni siquiera en mi pensamiento (...)
Ahora
sabía: las cosas son en su totalidad lo que parecen, y detrás de ellas... no
hay nada” (p. 112).
Con esa
apariencia, en definitiva con esa nada, tan gratuitamente afirmada por
Ronquentin, tiene éste que habérselas: de ella surge y a ella aspira,
sintiéndose puramente existencia pensante de esa nada: el asco, la náusea de
existir es lo que le hace existir:
“Yo soy mi
pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso... y no puedo
dejar de pensar. En este mismo momento —es atroz— si existo es porque me
horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio,
el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en
la existencia” (p. 116).
Ya no son
simplemente las cosas las que causan, las que son la náusea: la náusea es su propia
existencia. Tales experiencias de la nada —del
ser como nada y del existente humano como conciencia de la nada del ser— se acumulan progresivamente —rosa y dulcemente, sin ninguna criba
racional— en la sensibilidad del
protagonista, hasta disponerle a recibir lo que él saludará como una
iluminación.
La ocasión se la ofrece la
observación de algo aparentemente tan trivial e inofensivo como la raíz de un
castaño. El Diario alcanza en este momento su punto culminante: su autor pone
al servicio de su mente, instalada desde el principio en su gusto por la nada,
el indiscutible talento literario que posee y del que hace gala con maestría en
esta circunstancia. Pero tampoco ahora Ronquentin rebasará el campo de su
propia posición singular ante la existencia. Mediante el fácil recurso a la
iluminación gratuita de la que es objeto y por la que se deja invadir, el
protagonista nos ofrece la descripción de los sentimientos que se apoderan de su
mente al encontrarse “solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente
bruta” y el relato de los descubrimientos que alcanza “sumido en un éxtasis
horrible” (pp. 144, 148).
“No puedo decir que me sienta aligerado ni contento; al contrario, eso me aplasta.
Sólo que alcancé mi objetivo: sé lo que quería saber; he comprendido todo lo
que me sucedió desde el mes de enero. La Náusea no me ha abandonado y no creo
que me abandone tan pronto; pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni
un acceso pasajero: soy yo.
Bueno, hace un rato estaba yo en
el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra exactamente
debajo de mi banco. Yo ya no recordaba qué era una raíz (...) Estaba sentado,
un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa,
enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación.
Me cortó el aliento. Jamás había
presentido, antes de estos últimos días, lo que quería decir existir. (...) Y
de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió de
improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de categoría abstracta; era
la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada en existencia. O más
bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había desvanecido;
la diversidad de las cosas, su individualidad sólo eran una apariencia, un barniz (...) Eramos un montón de
existencias incómodas, embarazadas por nosotros mismos; no teníamos la menor
razón de estar allí, ni unos ni otros; cada uno de los existentes, confuso,
vagamente inquieto, se sentía de más con respecto a los otros. De más: fue
la única relación que pude establecer entre los árboles, las verjas, los
guijarros (...) De más el castaño, allá, frente a mí, un poco a la
izquierda. (...) Y yo —flojo, lánguido, obsceno, dirigiendo, removiendo
melancólicos pensamientos— también yo estaba de más (...) yo estaba de
más para toda la eternidad” (pp. 145 s.).
De más: Ronquentin
ha visto así, en virtud de la iluminación que acaba de recibir, su propia
existencia y la de todo lo que le rodea; ya ha alcanzado su objetivo, ya sabe
“lo que quería saber”. Ha encontrado la clave de sus náuseas:
“La palabra Absurdo nace
ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la encontré, pero tampoco la
buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin palabras, en las cosas,
con las cosas. El absurdo no era en mi cabeza, ni un hálito de voz, sino
aquella larga serpiente muerta a mis pies, aquella serpiente de madera. Serpiente
o garra o raíz o garras de buitre, poco importa. Y sin
formular nada claramente, comprendía que había encontrado la clave de la
existencia, la clave de mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad, todo lo
que pude comprender después se reduce a este absurdo fundamental” (p. 146).
Sobre esta experiencia
gratuita de la existencia como lo absolutamente absurdo, Ronquentin puede ya
—igualmente de modo gratuito— formular el contenido de su descubrimiento:
“Aquel momento fue
extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado, sumido en un éxtasis
horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis, acababa de aparecer algo nuevo:
yo comprendía la Náusea, la poseía. A decir verdad, no me formulaba mis
descubrimientos. Pero creo que ahora me sería fácil expresarlos con palabras.
Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia
no es la necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los existentes
aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo
que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar esta
contingencia inventando un ser necesario y causa de sí. Pero ningún ser
necesario puede explicar la existencia; la contingencia no es una máscara, una
apariencia que no puede disiparse; es lo absoluto, en consecuencia, la
gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando
uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar,
como la otra noche en el Rendez‑vous des Cheminots; eso es la
Náusea; eso es lo que los Cochinos —los del Coteau Vert y los otros— tratan de
ocultarse con su idea de derecho. Pero qué pobre mentira; nadie tiene derecho;
ellos son enteramente gratuitos, como los otros hombres; no logran no sentirse
de más. Y en sí mismos secretamente, están de más, es decir, son amorfos
y vagos, tristes” (p. 149).
Ronquentin se limitará a
sacar las consecuencias de su descubrimiento. En adelante se vivirá a sí mismo
como enteramente libre —no hay valores que puedan orientar su existencia
absolutamente gratuita, absurda, enteramente de más— y absolutamente
solo, tratando de mantener lúcida su conciencia de estar de más en el seno de
un mundo absurdo, puro hecho sin razón ni explicación.
“Soy libre: no me queda
ninguna razón para vivir (...). Solo y libre. Pero esta libertad se parece un
poco a la muerte. (...) (p. 175). Sé que existo, que yo estoy aquí.
Ahora cuando digo “yo” me suena a hueco. Ya no consigo muy bien sentirme, tan
olvidado estoy. Todo lo que me queda de real es existencia que se siente
existir. Bostezo dulce, largamente. Nadie.
Antoine Ronquentin no existe para nadie. ¿Qué es eso: Antoine Ronquentin? Es
algo abstracto. Un pálido y pequeño recuerdo de mí vacila en mi conciencia.
Antoine Ronquentin... y de improviso el Yo palidece, palidece, ya está, se
extingue.
Lúcida, inmóvil, desierta,
la conciencia está entre paredes (...). Y este es el sentido de su existencia:
que es conciencia de estar de más” (p. 189).
Ronquentin ha logrado con
ello describir la experiencia fundamental de la que ha sido sujeto durante su
estancia en Bouville, y Sartre ha conseguido establecer en categorías
literarias lo que será la base sobre la que descansará en último término toda
su concepción filosófica.
III. Todo el pensamiento de
Sartre es, en efecto, un intento de elevar a la categoría de teoría última y
explicativa de lo real —en su triple dimensión ontológica, antropológica y
moral— lo que en realidad no es sino una opción singularísima que este autor ha
hecho a favor de unos aspectos determinados de la existencia.
Desde esta actitud previa,
Sartre pretende ofrecer una ontología fenomenológica, una ontología basada en
lo que aparece, y la consecuente visión del hombre absolutamente desligado de
todo compromiso objetivo de carácter natural o trascendente.
Pero esta concepción, a la
que se pretende otorgar un carácter de objetividad y universalidad, carece no
ya sólo de justificación desde el nivel de los principios, sino que resulta
desprovista de toda base desde el punto mismo de la observación de lo que
aparece.
Es fácil advertir, en
efecto, que a las experiencias ofrecidas por Sartre se pueden oponer otras
experiencias de signo contrario, igualmente alcanzables desde una observación,
serena y libre, de lo que acontece.
Pretender elevar a teoría
última una concepción de la nada del ser y del existente humano como una mera
conciencia lúcida de esa nada, desde un conjunto de experiencias selectivas
centradas exclusivamente en los aspectos más negativos de la existencia
cotidiana, es una pretensión semejante a la de quien quisiera ofrecer una
teoría de la salud desde la observación exclusiva de lo patológico.
La visión que Ronquentin nos
ofrece a lo largo del Diario se parece más a la que nos puede presentar un
esquizofrénico que a la que, sin faltar un ápice a la objetividad, nos puede
con toda razón presentar un hombre normal. Se precisa todo el talento literario
de Sartre para poder dar a una visión como la que presenta Ronquentin la
apariencia de un pensamiento riguroso, racional, filosófico.
Pero, a su vez, esta
concepción, carece, como anteriormente se ha indicado, de justificación desde
el nivel de los principios.
Sartre no ha rebasado en
ningún momento el mundo de lo sensible. La realidad queda reducida a un
conjunto de acontecimientos carentes de sentido, a puros hechos sin razón ni
explicación, a un simple estar ahí gratuitamente, absurdamente —en medio
de los cuales se debate el hombre con la conciencia de estar de más— si
previamente, como es el caso del personaje literario creado por Sartre, se
renuncia deliberadamente a la pregunta que la razón puede legítimamente
hacer y para la que puede encontrar la adecuada respuesta, siempre que esta
razón se ejercite limpia y serenamente.
La escisión postulada —que
no demostrada— por Sartre entre el ser en sí como puro hecho, y el ser
para sí —la conciencia vacía— no encuentra base adecuada en una objetiva
observación de la realidad —natural y humana— sino que es fruto de esa actitud
previa que ante la realidad ha tomado singularmente Sartre.
Es en definitiva su
declaración de ateísmo lo que explica esta extraña instalación de Sartre en el
carácter absurdo de la existencia, con la consiguiente soledad —libertad para
la nada— en la que pretende encerrar el mundo del hombre y de su obrar.
Según Pieper, puede decirse
que, con esta conclusión del absurdo de la existencia humana, Sartre nos está
ofreciendo una “involuntaria prueba de la existencia de Dios. Como todos
saben, su punto de partida es un ateísmo muy radical, que es más asunto de fe
que resultado de argumentación racional. De otra parte, el pensamiento de
Sartre está determinado por una experiencia especialmente poderosa de la no
necesidad del mundo, pero sobre todo del hombre mismo. Antoine Ronquentin está
allí, sentado en su banco en el parque público, a “las seis de la tarde”, y de
repente ve con claridad, qué fortuito, qué “contingente”, es él mismo y todas
las cosas en torno a él: “Éramos un montón de existentes, avergonzados...; ni
el uno ni lo demás tenían el mínimo motivo de estar allí” (p. 136 de la edición
alemana, Hamburgo 1963). “Lo esencial es lo fortuito; la existencia es, por
definición, lo no necesario. Existir significa simplemente: estar ahí. Lo que
existe es algo con lo que uno se encuentra, pero no se deja nunca deducir”
(ibidem, p. 139). “Todo existente ha nacido sin motivo, vive por debilidad y
muere por casualidad” (ibidem, p. 142).
La última formulación
muestra ya que en todo esto no se piensa como en una constatación teóricamente
neutra de la contingencia fáctica del mundo y del hombre. Antes bien, la
contingencia ha de denunciarse y desenmascararse como algo absurdo. “Todo es
absurdo: el parque, la ciudad, yo mismo. Si te percatas de ello, se te revuelve
el estómago y todo empieza a flotar: ahí está la nausea” (voilà la nausée) (ibidem,
p. 138). “Ese monstruo está aquí, que afectaba al lugar, a ese parque, a los
árboles, viscoso, pringándolo todo, una mermelada espesa. Y en medio de todo
esto: yo... Tuve miedo, pero sobre todo me irrité. Encontraba todo tan estúpido,
tan fuera de lugar; odiaba esa vulgar mermelada... Sentí una ira impotente
contra ese ser absurdo y grasiento” (ibidem, pp. 142 s.) “Había aprendido todo
lo que puede experimentarse sobre la existencia. Marché, volví a mi hotel y me
puse a escribir” (ibidem, p. 143).
“Ahora me pregunto: ¿No es
eso exactamente lo mismo que se afirma en el viejo argumento a favor de la
existencia de Dios, que (...) se denomina argumentum e contingentia mundi: que
el mundo, dada su evidente contingencia, dada su fundamental no necesidad,
sería de hecho absurdo, a no ser que hubiera un ser absoluto, necesario, que lo
sostuviera?
Sartre quizá respondería a
esto: ¿Por qué no ha de darse un mundo sencillamente absurdo? ¿Por qué ha de
excluirse que la realidad y la existencia humana sean de hecho absurdas? ‘Es
absurdo que hayamos nacido; es absurdo que muramos’ . (J.P. Sartre, El Ser y
la Nada, París, 18 ed. 1949, p. 631).
Mi respuesta a todo esto
tendría dos partes. Primera: Ningún hombre en el mundo, ni el mismo
Sartre, es capaz de llevar hasta el final, con toda consecuencia, esa idea de
lo absurdo de todo lo que es y ocurre. ¿Cómo podría, si no, hablarse, como
Sartre hace, de libertad, de justicia, de responsabilidad, etc.? Segunda:
Si alguien quisiera, a pesar de todo, seguir manteniendo que todo en el
mundo es realmente absurdo, no habría eo ipso motivo para nada, pues
motivo es tanto como ratio, raison, reason. En ese caso habría de
percatarse claramente de que ya nada puede ‘fundamentarse’. Ni siquiera la no
existencia de Dios”. (J. Pieper, La fe ante el reto de la cultura
contemporánea, Rialp, Madrid 1980, pp. 266‑268).
M.D
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