SARTRE, Jean-Paul

Les Mots

Editions Folio, Paris 1983

Les Mots, una de las últimas obras del escritor J. P. Sartre. Cuenta los recuerdos de su primera infancia, hasta los diez años, en un relato autobiográfico más literario que histórico y desde una perspectiva adulta; se diría que J. P. Sartre nació ya existencialista. Las reflexiones que el pequeño Sartre trabaja en su interior son impropias de una mentalidad infantil y es más correcto pensar que el filósofo no ha sabido desprenderse de su bagaje intelectual a la hora de proyectarse hacia su infancia, descargando en ella una visión madura y adulterando de esta forma la objetividad del relato. El estilo es gráfico y desconcertante, con un enorme desenfado respecto de sí y de su familia.

Comienza el libro por explicar sus orígenes ya que el entorno familiar será en él decisivo para la formación de su carácter e incluso de su filosofía. Habla primero de sus predecesores por la rama materna. De origen alsaciano, su abuelo Charles Schweitzer aunque no siguió el camino de su padre, pastor protestante, sí mantuvo toda su vida un gusto por lo sublime fabricando grandes circunstancias con pequeños sucesos. En uno de sus viajes profesionales (era profesor de alemán) conoció a Louise Guillemin, hija de un procurador católico, y se casó con ella, aunque pronto se enfriaron sus relaciones. Tuvieron cuatro hijos: una hija que murió pronto, dos chicos y otra niña. Georges, el mayor, entró en el politécnico y el segundo, Émile, fue profesor de alemán. Éste, que imitaba en todo a su padre, adoraba a su madre. Murió en 1927, loco de soledad. Al lado de su butaca encontraron un revólver junto a cien pares de calcetines viejos. Anne-Marie, la pequeña, pasó su infancia sobre una silla. Aprendió a coser, mantenerse derecha y a aburrirse.

Pasa a continuación a explicar su rama paterna. Casi al mismo tiempo que Charles Schweitzer se casaba con Louise Guillemin, un médico rural, Dr. Sartre, se casaba con la hija de un rico propietario. Al día siguiente de la boda descubriría que su suegro no tenía ni un duro y el joven matrimonio decidió no dirigirse la palabra. Hijos del silencio son Jean-Baptiste, Joseph y Hélène. El primero llegó a ser oficial de la marina, y cuando se encontraba en la Cochinchina conoció a Anne-Marie Schweitzer casándose con ella y dejándola a los pocos meses viuda y con un hijo: Jean-Paul Sartre. Ante esta situación la joven viuda volvió a casa de sus padres donde vivieron los cuatro hasta que ella se volvió a casar.

Ahora pasa Sartre a hablar de sus compañeros de infancia: su madre, su abuela y su abuelo. De su madre habla así: "Se me muestra una joven grande y se me dice que es mi madre. Por mí, yo la tomaría más bien por una hermana mayor... sumisa a todos, veo bien que está aquí para servirme. Yo la quiero, pero ¿cómo la respetaría, si nadie la respeta? Hay tres habitaciones en nuestra casa: la de mi abuelo, la de mi abuela y la de los niños... Por otra parte ella no me da órdenes, elige con palabras ligeras un deseo que ella juzga bueno: Mi queridito será muy lindo, muy razonable, va a dejarse echar las gotas en la nariz." De su abuelo da una imagen de moralista orgulloso, un patriarca. Éste se encarga de su sostén y educación, llegando a tener un cariño inmenso al niño, huérfano y enfermizo. Finalmente, de su abuela da la imagen de una mujer irónica y escéptica, aliada con Anne-Marie para poder verse libre del poder de Charles. Cuenta Sartre cómo se le había sugerido llamar a su abuela Mami, y al jefe de familia por su nombre alsaciano, Karl. Y así su madre queriendo unir estas dos personas establecía mil y una veces al día la simbiosis de estas dos palabras al referirse a ellas en bloque; llamando a los dos abuelos "Karlemami".

Tras ofrecernos esta visión general de los componentes de su familia, comienza el autor a plantear las distintas etapas que le han marcado en su vida: primero el encuentro con los libros, la lectura, y segundo, el descubrimiento de la escritura explicando cómo a través de las palabras ha encontrado él su existencia. Estas dos etapas son, por otra parte, conscientes en el autor ya que separa el libro en dos grandes capítulos: el primero titulado "Lire" y el segundo "Écrire".

Comencemos por el primero: "Lire".— Desde su más tierna infancia él se ha encontrado rodeado de libros. En el despacho de su abuelo había libros por todas partes. Todavía no sabía leer y sin embargo ya los manejaba. Por este motivo su abuelo le compra una serie de libros infantiles que a fuerza de escuchar de labios de su madre termina por aprender de memoria. Sin embargo se encuentra con el obstáculo de su ignorancia frente a la lectura por lo que decide aprender por sí solo. Toma uno de sus cuentos favoritos, examina las letras, las clasifica, elabora el abecedario y con un estudio ordenado consigue aprender a leer, comenzando en él la pasión por la lectura. Pasa tardes enteras encerrado en el despacho de su abuelo leyendo a Rabelais, Fontanelle, Aristófanes, el gran Larrousse, y aunque no entiende lo que lee (tiene cinco años) lo encuentra fascinante. Habla así de esta situación: "Había encontrado mi religión, nada me parecía más importante que un libro. Veía la biblioteca como un templo" (p. 53). Esta obsesión por la lectura preocupa a su madre por lo que le compra unos cuadernillos de aventuras propios de su edad. A Sartre le gustan y comienza para él una doble vida: la de los placeres fáciles representados por los libros de aventuras que ya no lee en la biblioteca sino en una habitación que llama "el burdel" y a espaldas de su abuelo; y la de lo sublime o lectura erudita en el templo, es decir la biblioteca.

Le llevan ese invierno a un colegio, la Institución Poupon, pero sólo dura un semestre. Le ponen una maestra en su casa, Mlle. Marie Louise. Cuenta a Sartre todas sus penas. Es muy fea y se quiere casar a toda costa. Todo esto desmoraliza al niño que se interroga sobre el orden del mundo. Se pregunta si se puede nacer condenado. "En este caso, dice Sartre, se me había mentido: el orden del mundo escondía innumerables desórdenes". (p. 71). A partir de este momento Sartre reflexiona sobre sí mismo y la realidad, intercalando reflexiones de índole filosófica con un tinte pesimista y existencialista.

Evoluciona la personalidad del niño que de verse el centro de las atenciones pasa a acomplejarse por su insignificancia. Se considera un impostor, un falso niño. Tiene una apariencia de niño bueno y formal aprovechándose de ella para verse alabado por los mayores. Así en la página 73 dice: "Sentía mis actos cambiarse en gestos... la comedia la aceptaba, pero exigía ser en ella el actor principal", y sin embargo se siente a veces la nada con un falso y bello papel. Se ve desplazado del mundo de los adultos, el único mundo que conoce. Cuenta, por ejemplo, cómo al dirigirse a él los mayores cambian el tono de voz volviéndola más dulzona o le dicen: "Vete a jugar más lejos, querido, estamos hablando". Esto le hace angustiarse y sentir su soledad como un exilio orgulloso. A partir de ahora se vuelve un niño tímido y triste. Otras veces siente que se sirven de él. Así, por ejemplo, un hermano de su madre cuando va a verles aclara explícitamente que es sólo por el niño ya que entre ellos no se dirigían la palabra.

Para ahondar en este complejo que nunca superará viene bien recordar una anécdota sucedida en el Instituto de Lenguas Vivas en un día de fiesta. En el bullicio de las damas, Sartre volaba de una a otra. Estando en los brazos de una de ellas, oyó algo que golpeó fuertemente en su cabeza. Era la voz de su abuelo que decía: "Aquí falta alguien: es Simonnot" (profesor amigo del abuelo). Sartre se escapó de los brazos de la buena mujer y corrió a refugiarse en un rincón. Muchos alumnos faltaban y su ausencia no había sido apreciada. Sin embargo Simonnot en su no asistencia tenía un lugar preciso, bien demarcado. Su vacío, la nada, tenía una existencia mientras que él, Sartre, tenía una existencia cuya esencia era radicalmente negativa. Como se ve, su principio existencialista aparece claramente señalado, y más adelante añade: "Me sentía de más, luego había que desaparecer, yo era una alegría insípida a instancias constantes de abolición. En otros términos, estaba condenado y de un momento a otro se podía aplicar la sentencia. Sin embargo, yo la rehuía con todas mis fuerzas, no porque mi existencia me fuera querida, sino todo lo contrario, porque yo allí no contaba para nada, aunque sea más absurda la vida, menos soportable es morir" (p. 83).

Entra en una etapa tristona que lleva a abordar o plantearse el tema de Dios, como necesidad a su continuo estado de ánimo. Dice que en estos momentos hubiera necesitado la religión y si no existiera la hubiera creado él mismo; "Pero mi familia —dice— había sido tocada por el lento movimiento de descristianización que nacía de la alta burguesía volteriana". Y sigue Sartre contándonos con cierta ironía desconcertante la situación familiar frente al aspecto religioso: "Naturalmente en mi casa todo el mundo creía en Dios, por discreción... La buena sociedad creía en Dios por no hablar de El. Qué tolerante era esta religión, qué cómoda". Su abuelo, por otra parte, incurría con frecuencia en críticas en contra de la Iglesia católica, se burlaba de los santos, etc. De su abuela dice: "Ella no creía en nada, sólo su escepticismo le impedía ser atea". Con todo esto es razonable decir con el autor que en su casa era más fácil perder la fe que ganarla. Sin embargo su madre, católica, le había enseñado desde niño a rezar y parece que Sartre guarda un cierto gusto por lo espiritual hasta que poco a poco va agotándose en su alma. El lo cuenta así: " Todavía durante varios años mantuve relaciones públicas con el Todopoderoso; en privado, cesé de tratarle" (p. 87); estas relaciones se marchitan todavía más a raíz de una anécdota: Estaba el pequeño Sartre jugando con cerillas y quemó un tapiz; quiso ocultarlo cuando de repente sintió la mirada de Dios en el interior de su cabeza. La indignación de Sartre fue grande pensando que por parte de Dios era una indiscreción basta y burda. Blasfemó y "Dios —dice— ya no me miró nunca". De esto se desprende que el antiteísmo militante de Sartre a lo largo de su obra no proviene de las consecuencias lógicas de su tratado filosófico acerca de la "incoherencia del problema de Dios", sino más bien de su ambiente familiar y de una postura personal plenamente consciente tomada desde niño. Y así su análisis teórico del ateísmo es posterior, nacido como una necesidad justificadora de tal posición.

Por fin termina el primer capítulo con un suceso que marcará un cambio en la actitud del niño frente a sí mismo y frente a los demás: su abuelo, cansado de su aspecto angelical cuasi femenino, le lleva a cortarse el pelo (Sartre contaba ya con 7 años). El nuevo corte a lo "garçon" acentúa la fealdad de Sartre, y sobre todo descubre el defecto que su madre intentaba disimular entre los rizos con tanto cuidado: Sartre tenía el ojo izquierdo bizco.

En el segundo capítulo, "Écrire", una amiga de su madre se empeña en decir que Sartre será escritor el día de mañana, fomentando en él el afán por la pluma. Comienza a plagiar los libros que ha leído y luego a fabricar sus aventuras no mentales sino gráficamente. Es a través de esta escritura como descubre su existencia, a través de ella es posible inmortalizarse más que la progenie, dirá él. Y también lo sagrado, extraído del catolicismo, se depositará en las Bellas Letras, en el hombre de la pluma. Llegará incluso a decir: "Escribiendo, yo existía. Escapaba a los adultos, pero no existía mas que para escribir y si decía yo quería decir yo que escribo" (p. 130).

Sin embargo esta nueva euforia pasa de largo aunque sin apagarse del todo. Y ahora Sartre con 11 años va a la escuela, contacta con nuevos compañeros y normaliza su situación. Él describe así esta etapa: "El ex-escritor recibía todos los meses calificaciones satisfactorias, niño de inteligencia media y de gran moralidad, poco dotado para las ciencias exactas, imaginativo sin exceso, sensible, normalidad perfecta. Ahora bien, yo me había vuelto loco" (p. 195).

Valoración doctrinal

Desde un prisma existencialista y, ya en edad madura en esta obra, vuelve a su infancia describiéndola desde un enfoque pesimista y con cierto rencor por haber sido huérfano y tener que vivir con los adultos, y por las deficiencias de su físico (fealdad y bizco).

Al reflejar sus ideas existencialistas las enraíza fundamentalmente en los distintos sucesos de su vida, por ej., cuando se siente como niño desplazado en el mundo de los adultos en una fiesta del Instituto de Lenguas Vivas, a la que asiste.

Ve las actuaciones de los demás y también las suyas propias falseadas, como estar representando una comedia, llamándose continuamente "impostor" —ya desde su niñez intentaba comportarse de forma que le tuvieran como niño modelo—.

Sin hacer una exposición ordenada de sus ideas filosóficas, aparecen éstas diseminadas al hilo del monólogo biográfico, que tiene más de ideológico que de biografía.

En cuanto al plano religioso, de pequeño rezaba porque así se lo había enseñado su madre, pero achacaba bastante su pérdida de fe a la influencia familiar. Habla de la actitud crítica de su abuelo (protestante) respecto a la Iglesia católica por sucesos concretos, por ej., cuando su abuelo ridiculizaba los milagros, los santos, etc., y aunque su abuela le reñía a su marido, en el fondo se mostraba con cierta condescendencia, y esto influía negativamente en el niño.

Partiendo del suceso del tapiz, se autoafirmó como ateo, rechazando a Dios, a pesar de que lo nombra continuamente. Dice que sustituye a Dios por los libros, las letras.

Es desaconsejable, y puede ser nocivo porque está escrito desde un prisma de ateísmo voluntario y consciente, y por tanto, de ataque, dándoselas de moralista; utiliza, además, un lenguaje mordaz e hiriente, expresando a veces cierto "regodeo" en ello.

 

                                                                                                          T.P.D-V. (1987)

 

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