ÉTICA
Editorial
Grijalbo, S. A. (1ª ed., México, 1969)
México,
1974, 10ª ed., 239 pp.
I.
CONTENIDO DE LA OBRA
La Etica de Sánchez Vázquez
comienza con un breve prólogo, donde formula los objetivos de la obra. El autor
quiere salir al paso de los intentos especulativos que ven la moral como un
sistema normativo único (cfr. p. 7); por el contrario, se propone hacer una
Etica como técnica de estudio del comportamiento humano (cfr. p. 8). Es difícil
entender lo que significan estas afirmaciones —como es siempre difícil entender
el error—; pero en pocas palabras, se podría decir que rechaza el estudio de la
moral como ciencia del obrar libre humano, conforme a las leyes que Dios ha
impreso en nuestro ser al crearnos, e intenta formular una especie de técnica
para entender la conducta del hombre, de modo análogo al mecanismo de los
instintos animales en su relación con los otros animales.
El índice de la obra es el
siguiente:
Indice General
Pp.
Prólogo |
7 |
Cap.
I. Objeto de la ética |
9 |
Cap.
II. Moral e historia |
27 |
Cap.
III. La esencia de la moral |
49 |
Cap.
IV. La moral y otras formas de conducta humana |
69 |
Cap. V. Responsabilidad moral,
determinismo y libertad |
87 |
Cap.
VI. Los valores |
107 |
Cap.
VII. La valoración moral |
121 |
Cap.
VIII. La obligatoriedad moral |
141 |
Cap.
IX. La realización de la moral |
165 |
Cap.
X. Forma y justificación de los juicios morales |
187 |
Cap.
XI. Doctrinas éticas fundamentales |
211 |
Bibliografía |
237 |
1.
La Etica y el comportamiento moral.
Sánchez Vázquez dedica los cuatro
primeros capítulos a establecer la naturaleza del comportamiento moral, el
objeto de la ciencia ética, y su relación con otras esferas del saber.
Distingue, en primer lugar, entre moral y ética. Llama moral
a un tipo de conducta humana: concretamente, al comportamiento del hombre
frente a la sociedad; la Etica por su parte, sería la ciencia que estudia
esa clase de conducta, el comportamiento moral. Su valor consistiría más en lo
que logra explicar, que en la capacidad de prescribir actos concretos (cfr. p.
15).
La primera nota que caracterizaría el obrar moral sería
su relación con la historia, que es estudiada en el capítulo II. Según el
autor, la moral es esencialmente histórica, cambiante, pues consiste en un
determinado comportamiento del hombre, y éste es por naturaleza un ser
histórico; esta afirmación estaría corroborada por el hecho de que las diversas
morales concretas se suceden y desplazan unas a otras (cfr. p. 27).
La segunda característica de la moral sería su peculiar
conexión con la sociedad. La diferencia definitiva entre lo bueno y lo malo
habría de buscarse en la relación de una determinada actuación respecto a los
intereses de la colectividad. Esta, a su vez, estaría en continua
transformación, consiguiente a los estadios de su desarrollo económico, hasta
llegar a una definitiva sociedad sin clases —paraíso comunista—, donde podrá crearse
una nueva moral (cfr. p. 41).
En el capítulo III, Sánchez Vázquez quiere determinar
cuál es la esencia de la moral. Con este fin busca una definición que abarque
todas las éticas que se han dado históricamente, y afirma que la moral es un
sistema de principios y valores, de carácter meramente histórico, que regulan
las relaciones entre los individuos, o entre ellos y la sociedad, es decir, se
trata de normas de índole eminentemente social (cfr. p. 67).
El autor estudia a continuación la relaciones de la
filosofía moral con «otras formas de comportamiento humano», como la religión,
la política, la ciencia, el derecho, etc., para analizar cómo y por qué han
desempeñado, en una fase determinada del desarrollo social, un papel
predominante (cfr. pp. 67-70).
2.
Responsabilidad, valor y obligación moral.
El capítulo V se dedica al estudio
de la libertad, el determinismo y la responsabilidad moral. Considera el autor
que la responsabilidad exige como requisito una libertad plena —ausencia total
de coacción, precisa—, de lo que concluye la imposibilidad de establecer una
verdadera responsabilidad, ya que todo individuo estaría condicionado histórica
y socialmente (cfr. p. 106).
A continuación, trata del valor
(cap. VI) y de la valoración moral (cap. VII). El valor moral es relativo,
porque sería una creación práctica de la colectividad que existe sólo en el
hombre y por el hombre (cfr. p. 117). En lo que se refiere a la valoración
moral, considera que ésta ha de realizarse atendiendo a las dos coordenadas —historia
y sociedad— que definen el comportamiento moral: la bondad y la malicia
surgirían de la adecuación a los intereses y necesidades de la colectividad en
cada momento histórico, lo que implica, en consecuencia, que ha de abandonarse
la búsqueda de un criterio de bondad válido para todas las sociedades y para
todos los tiempos.
De modo análogo, el contenido de la
obligación moral (cap. VIII) variaría también en las diversas comunidades y en
los distintos momentos históricos de una misma sociedad. Además, el autor
piensa que la obligatoriedad de una norma radica en su aceptación por parte del
sujeto, en la conciencia moral de la persona, que a su vez sería un producto
histórico de su actividad práctica: el pensamiento humano no sería más que un
subproducto del modo de producir bienes materiales.
La «realización de la moral» es el tema del capítulo IX,
donde se propone mostrar que «toda actividad moral no es asunto exclusivo de
los individuos, sino empresa colectiva» (p. 172), por la que los principios y
normas básicas cobran vida, es decir, actúan y obran efectivamente en los
individuos y en la sociedad (cfr. p. 156). La razón de esto sería el papel
determinante de la conducta desempeñado por las instituciones sociales, que
obligaría a moralizar las «estructuras» y relaciones sociales para rectificar
así el comportamiento individual que de ellas depende.
3.
Los criterios de moralidad.
El capítulo XI trata de los
«criterios de justificación moral», esto es, de los principios que permitirían
discernir la bondad o malicia de una acción, y que harían posible hablar de una
moral como ciencia —como técnica del cambiante valor de la moralidad—, por
encima del relativismo que se contiene en la afirmación de que la norma moral
es una cambiante creación humana. El autor propone cinco criterios
(justificación social, práctica, lógica, científica y dialéctica), que
analizaremos con detalle en la exposición crítica.
Sánchez Vázquez termina su Etica con
un capítulo de carácter histórico (cap. XII), donde concluye que los diversos
sistemas éticos responden a las necesidades concretas de una sociedad y época
determinadas, cambiando con el paso del tiempo de forma semejante a como se
transforma la vida social.
II.
VALORACIÓN CIENTÍFICA
La Etica de Sánchez Vázquez
es un ejemplo más del análisis marxista de la conducta humana, y como tal tiene
la mera coherencia interna de todo estudio realizado a partir de unos
principios introducidos como postulados, sin prueba alguna a su favor. Así, por
ejemplo, el autor afirma que toma como punto de partida el «hecho moral»,
concebido como el comportamiento de los individuos ante situaciones referentes
a los otros hombres o a la sociedad (cfr. p. 15); y, más adelante, declara que
asume la naturaleza histórico-social del hombre como base y fundamento de la
conducta moral (cfr. p. 27).
Con estas afirmaciones gratuitas,
excluye a priori una ciencia normativa con principios universalmente
válidos: simplemente parte del «hecho moral» como conciencia de la actividad
práctica del hombre, para reducir la Etica a un conjunto de normas regulado por
las necesidades materiales concretas de cada época y de cada sociedad. Y si no
se aceptan esos presupuestos, la obra resulta ininteligible.
El autor se limita a un análisis
materialista de la conducta humana —siempre desde presupuestos no demostrados—,
por lo que es incapaz de elevarse al nivel de la ciencia moral e, incluso, de
dar una plausible descripción de lo que realmente ocurre, porque estudia al
hombre como si éste no tuviera alma ni libertad: es como si se pretendiera
describir el modo en que marcha un automóvil, prescindiendo del motor.
Por esta razón, ni siquiera desde un
punto de vista meramente sociológico la Etica de Sánchez Vázquez se
atiene a la realidad. La moral queda reducida a hechos sociales, pero cuando
quiere fundamentar con esos hechos el valor de unas normas, excluye la
posibilidad de que éstas tengan un valor universal, puesto que considera al
hombre como una suma de factores biológicos, psicológicos, sociales e
históricos, y rechaza la búsqueda de los principios y fines que mueven al
individuo en su actuación.
Por otra parte, la aplicación férrea
de los presupuestos establecidos a priori lleva a omitir temas
irrenunciables de la Etica —el mal, el pecado, el influjo de las pasiones,
la naturaleza y desarrollo de las virtudes morales, etc.—, y a incurrir
constantemente en análisis superficiales. De este modo, después de haber
estudiado la naturaleza del valor económico, el autor da un salto en el que sin
probar nada, ni definir la esencia del valor moral, afirma categóricamente que
«los valores morales sólo se dan en actos o productos humanos, que el hombre
realiza consciente y libremente» (p. 120), introduciendo de manera solapada una
concepción antropocéntrica del valor ético, semejante a la que mantiene acerca
del valor económico.
Algo parecido ocurre en el capítulo
XI, donde trata de las doctrinas éticas que han existido desde la antigüedad
griega hasta la era moderna y contemporánea. Sánchez Vázquez pasa revista a
esos sistemas morales de modo sumario, tomando como criterio de interpretación
la idea de que toda doctrina ética es una respuesta particular a los problemas
de una sociedad y un tiempo determinados, concluyendo —aunque en realidad ha
partido de ello— que la moral evoluciona paralelamente a la vida social. La
misma superficialidad caracteriza el estudio de las diversas concepciones de la
obligación moral que el autor realiza en el capítulo VIII.
Se puede decir, en resumen, que la
obra tiene una cierta cohesión interna, pero que su lectura deja la impresión
de asistir a una reiterada petición de principio, más o menos bien trabada, en
la que en ningún momento se demuestran los postulados fundamentales.
III.
CRÍTICA A LA CONCEPCIÓN DE LA MORAL COMO DESARROLLO DIALÉCTICO DE LA SOCIEDAD
1.
La nueva ciencia ética que se propugna.
a)
Objeto de la Etica.
La Etica es aquella parte de
la filosofía que estudia la moralidad de los actos humanos, esto es, la
propiedad característica de las acciones que proceden de la libertad humana en
orden al fin último. De este modo, los temas clásicos de la Etica son la
naturaleza del bien y del mal, el bien perfecto del hombre o fin último de todo
su obrar, la ordenación del ser o norma objetiva del obrar y el juicio de la
inteligencia que la capta, que miden la adecuación de los actos humanos con el
fin último (ley y conciencia moral respectivamente), las causas dispositivas
del obrar humano (virtudes y vicios), etc.
Como se ha visto sumariamente en la
exposición del contenido de la obra, Sánchez Vázquez tiene un concepto bien
diferente de la moral. Para el autor, la Etica es «la ciencia que
estudia el comportamiento humano (moral) frente a la sociedad» (p. 16), de modo
que la relación de los actos humanos a la comunidad, a los intereses y
necesidades del desarrollo social, sería la nota constitutiva de la moralidad,
de la bondad o malicia de una determinada actuación.
La moralidad aparece no tanto como
una propiedad intrínseca del obrar libre ordenado a un fin, sino más bien como
la característica de la conducta del hombre en cuanto individuo que vive en la
sociedad y para la sociedad (cfr. p. 8). Sánchez Vázquez no concibe la
moralidad como relación de los actos al fin último (Dios), sino como una
función social, por lo que afirma que «lo bueno debe buscarse: primero, en la
relación peculiar que existe entre el interés personal y el interés general; y
segundo, en la forma concreta que adopta esta relación de acuerdo con la
estructura social dada» (p. 138). No se puede fijar universalmente la
naturaleza del bien, pues lo bueno es adecuarse en cada momento a la marcha de
la colectividad, a los intereses e imperativos sociales.
b)
Historicidad de la moral.
Se desprende de lo dicho que el primer
tema de la Etica no sería el fin último, sino la sociedad, a cuyas
exigencias debe plegarse el hombre: «toda doctrina ética surge y se desarrolla
en diferentes épocas y sociedades, como respuesta a los problemas básicos
planteados por las relaciones entre los hombres, que plasman ciertos
principios, valores o normas, conforme a las necesidades de cada momento. Al
cambiar radicalmente la vida social, cambia también la vida moral» (p. 211). La
Etica estudiaría la técnica del cambio social, para determinar su
naturaleza y dirección.
De
ahí que la moralidad se vea como la dimensión social e histórica del obrar
humano, en el sentido de que la actividad del hombre se ordenaría a un fin
social e intramundano, es decir, al logro de una determinada situación de la
colectividad en la historia (sociedad sin clases), con lo que la moral pierde
todo sentido trascendente y personal: el fin inmanente a la historia lo alcanza
la comunidad, y no el individuo, de modo que no existe una ética estrictamente
personal, pues las acciones individuales sin repercusión en la vida social
carecerían de moralidad, serían amorales.
Por eso, el autor define la moral
como «un sistema de normas, principios y valores, de acuerdo con el cual se
regulan las relaciones mutuas entre los individuos, o entre ellos y la
comunidad, de tal manera que dichas normas, que tienen un carácter histórico y
social, se acaten libre y conscientemente, por una convicción íntima, y no de
un modo mecánico exterior e impersonal» (p. 67). Pero la Etica no
proporciona los criterios para organizar la vida social, sino que más bien
expresaría —en un conjunto de preceptos— la conducta exigida por el estadio
evolutivo en que se encuentra una determinada comunidad, de forma que «la ética
es teoría, investigación o explicación de un tipo de experiencia humana, el de
la moral. Su valor como teoría está en lo que explica y no en prescribir
situaciones concretas» (p. 14), que en realidad vendrían imperadas por el
desarrollo de las formas y relaciones de producción económica.
2.
El sentido del orden moral en la nueva ética.
a)
El valor y la obligación moral.
Como
la ordenación al Bien ha sido sustituida por el devenir histórico de la
colectividad, el valor moral ya no hace referencia a los bienes que el hombre
debe respetar, ni al ser de las cosas, sino únicamente al progreso social: será
bueno todo lo que resulte útil para los fines que la colectividad se propone en
cada momento, y el valor ético consistirá en que el individuo se adecue a la
marcha de la sociedad hacia el paraíso intramundano. Así dice Sánchez Vázquez
que «es el hombre como ser histórico-social y con su actividad práctica, el que
crea los valores; (éstos) son, pues, creaciones humanas, y sólo existen en el
hombre y por el hombre» (p. 117). Los valores morales estarían determinados por
un conjunto de condiciones sociales cuyo origen ha de buscarse exclusivamente
en el trabajo humano.
En
consecuencia, lo bueno y lo malo cambiarían en las diversas épocas y
sociedades, de manera que la obligación moral no tendría un contenido único:
«el sistema de normas morales, y con ello, el contenido de la obligación moral,
cambia históricamente de una sociedad a otra, e incluso en el seno de una misma
sociedad, lo que ahora se prohibe, mañana se permite» (p. 164). La conducta
humana no tiene, por consiguiente, una moralidad estable y objetiva, según su
relación con el fin último, sino mudable y relativa a la sociedad en que se
vive: no se puede «hacer hincapié —dice el autor— en un contenido determinado
de lo bueno, único para todas las sociedades y para todos los tiempos. Dicho
contenido varía históricamente; puede ser ciertamente la felicidad, la creación
y el trabajo, la lucha por la emancipación nacional o social, etc. Pero el
contenido concreto sólo es moralmente positivo en una adecuada relación entre
el individuo y la comunidad» (p. 138).
Sánchez Vázquez está firmemente convencido de que
ninguna ética puede señalar lo que el hombre debe hacer en todos los tiempos y
en todas las sociedades, porque la obligación moral sólo manda someterse a las
necesidades de la sociedad en que se vive; de ahí surge la crítica a todos los
sistemas morales que «se han empeñado vanamente en la búsqueda del origen o
fuentes objetivas de la moral, ya que parten de una consideración “abstracta” del
hombre y se olvidan que el hombre es un ser concreto, histórico y social» (p.
28).
Además, el autor hace radicar el carácter obligatorio de
la norma ética en la aceptación que de ella haga el sujeto, en su conciencia
moral, que a su vez es definida como «un producto histórico, que el hombre crea
y desarrolla en el curso de su actividad práctica social» (p. 148). El «hacer»
humano funda no sólo los valores, sino hasta el mismo sentido moral de la
persona, que dependería del lugar ocupado por el individuo en el proceso de
producción, de sus condiciones sociales, etc.
b)
Los llamados criterios de justificación moral.
Sánchez Vázquez llama «criterios de justificación moral»
a una serie de principios que permitirían dar un juicio absoluto acerca de la
validez y obligatoriedad de las leyes morales. El autor concede una gran
importancia a estos criterios, pues con ellos piensa alcanzar el objetivo
principal de su obra: construir una verdadera ética a partir de los análisis
del materialismo histórico.
Sánchez Vázquez advierte de algún modo que hasta ahora
no ha superado el relativismo histórico-social y que la obligación moral,
concebida en función de una sociedad concreta y de un determinado momento
histórico, necesita de una ulterior fundamentación. Si las normas de conducta
no tuvieran otro soporte que la transitoriedad del presente, no alcanzarían el
carácter de lo propiamente ético, quedándose en el ámbito de lo útil. Si lo que
ahora se debe hacer, mañana estará prohibido, no puede hablarse propiamente de
bien y de mal, porque ambas son realidades absolutas, y mientras no se les
confiera ese valor no hay ética ni obligación moral propiamente dicha, pues
nadie se siente ligado en conciencia si mañana todo será de otro modo, al menos
si no se demuestra que el mismo cambio histórico en su conjunto —y los momentos
particulares en cuanto insertados en él— tienen un valor moral absoluto.
El autor piensa que con los cinco criterios de
valoración moral —justificación social, práctica, lógica, científica y
dialéctica— puede fundamentarse el valor de las normas morales, pero teniendo
bien presente que valor absoluto no quiere decir valor suprahumano o
intemporal, que exista en sí y por sí, sino «producto humano que solamente
existe, vale y se justifica como nudo de relaciones» (p. 201).
Analizamos brevemente el contenido de los principios de
justificación moral.
Justificación social.—Como «la norma cumple
la función social de asegurar el comportamiento de los individuos de una
comunidad en una determinada dirección, la validez de una norma es inseparable
de cierta necesidad social. Así, en una comunidad en la que se da la
necesidad social o el interés se justifica la norma que exige la conducta
adecuada» (p. 202).
Justificación práctica.—Sánchez Vázquez
considera ahora, que la norma no sólo ordena la conducta de acuerdo a los
intereses de la colectividad, sino que exige también unas ciertas condiciones
reales para su cumplimiento. Así, por ejemplo, en las sociedades primitivas,
donde no había un excedente de producción, la existencia de los ancianos que no
podían desempeñar un trabajo, o la conservación de la vida de los prisioneros a
los que no se sabía cómo emplear, constituirían un fuerte obstáculo para la
subsistencia de la colectividad. En esas circunstancias, una ley moral que
postulara la conservación de la vida de los ancianos o el respeto a la vida de
los prisioneros no tendría razón de ser, ya que no se daban las condiciones
reales —desarrollo de la producción y del trabajo— que permitieran la
alimentación de una población inactiva.
Así, según el autor, en una comunidad en la que se
dan condiciones necesarias, se justifica la norma que responda a dichas
condiciones (cfr. p. 203).
Justificación lógica.—Las leyes morales no se dan aisladas —prosigue Sánchez Vázquez—, sino que forman parte de un conjunto articulado que se llama «código moral». Este «código » ha de caracterizarse por la no contradicción de sus normas, por su coherencia interna, y es relativo a una determinada comunidad humana. La justificación lógica de los preceptos obedece, por eso, a la «función social» de la moral, pues impide que en una sociedad surjan leyes morales arbitrarias o caprichosas que, por no integrarse en el sistema normativo, entrarían en contradicción con los intereses y necesidades sociales.
Por tanto, concluye que una norma se justifica
lógicamente si demuestra su coherencia y no contrariedad con los demás
preceptos del código moral del que forma parte (cfr. p. 203).
Justificación científica.—Una norma se justificaría
científicamente cuando no sólo se ajusta a la lógica, sino también a los
conocimientos científicos ya establecidos, o al menos es compatible con ellos.
Así, pues, una norma moral se justifica solamente si se basa en los
conocimientos científicos alcanzados por una sociedad o es compatible con ellos
(cfr. p. 204).
Justificación dialéctica.—Según el autor, un
código moral es un producto humano y, como tal, forma parte del proceso
práctico e histórico de la humanidad. Puesto que la historia de la moral, por
ser dialéctica, tendría un sentido ascendente, una ley o sistema moral se
justifica por el lugar que ocupa dentro de ese movimiento progresivo. Dentro de
ese proceso, una norma o código moral tiene un carácter relativo y transitorio.
Algunos preceptos desaparecen para siempre, otros subsisten corregidos o
enriquecidos. En todo caso, sólo dentro de ese proceso dialéctico puede
hablarse de justificación moral. La ética no sería algo estático e inmutable.
De este modo, una norma moral se justifica dialécticamente
cuando contiene aspectos o elementos que dentro del proceso progresivo moral,
se integran a un nuevo nivel en una moral superior (cfr. p. 206).
* * *
Después de explicar los «criterios de justificación
moral», Sánchez Vázquez se pregunta si esos principios bastan para fundamentar
una verdadera ética: «¿podemos superar el relativismo al justificar, como lo
hemos hecho, los juicios morales, o sea al sostener que pueden argüirse
diferentes razones en favor de su validez?» (p. 206).
Reconoce que los tres primeros principios —que
justifican una norma por las necesidades de una comunidad, por las condiciones
de su realización y por su articulación lógica con un código moral dado— son
insuficientes, porque no proporcionan «criterios de validez entre normas que
rigen en diferentes comunidades, que forman parte de distintos códigos, o que
aparecen en distintas etapas del desarrollo histórico moral de la humanidad.
Más aún, la aplicación de los tres primeros criterios nos impiden justificar
una norma, un acto, un código moral determinado fuera de su contexto concreto y
aplicarle un criterio absoluto que no tome en cuenta su relatividad (...). Sólo
recurriendo a los dos últimos criterios podemos impedir que lo relativo
extienda sus límites más allá de las condiciones y necesidades sociales
respectivas, elevando, de este modo, al plano de lo absoluto lo que sólo es
relativo, histórico y limitado.
Con lo cual resulta que la relatividad de la moral no
entraña forzosamente un relativismo, ya que no todas las morales se hallan en
el mismo plano, pues no todas —consideradas históricamente como etapas o
elementos de un proceso ascensional, progresivo— tienen la misma validez. De
ahí la necesidad de justificarlas dialécticamente» (pp. 207-210).
La justificación dialéctica es así el criterio
fundamental, y donde el autor descubre su juego. La moral no es otra cosa que
la marcha dialéctica de la historia: las normas morales se suceden según la
alternancia tesis-antítesis-síntesis, hasta llegar a la supuesta perfección del
«paraíso comunista», en relación al cual adquirirían un valor absoluto las
necesidades sociales del momento presente.
3.
El verdadero sentido de la nueva ética.
a)
Pragmatismo relativista.
Desde un punto de vista formal, la Etica de Sánchez
Vázquez es un pragmatismo materialista y relativista. No se funda en el bien
(en el mismo ser en cuanto apetecible), que tiene razón de fin para el hombre,
que no tiene en sí su perfección última o bondad en sentido estricto, sino que
considera bueno o malo lo que contribuye o se opone a la obtención de un
resultado —el paraíso comunista—, que aparece como un postulado de la razón
atea desligado del ser de las cosas y del bien del hombre.
El bien y el mal, así concebidos, son relativos al
desarrollo histórico de la sociedad, que no se considera como sucesión temporal
de actos libres, sino como dinamismo dialéctico de la materia, de las formas y
relaciones de producción económica.
b) Inmanentismo
moral.
Pero se entiende mejor el verdadero carácter de la
«moral» de Sánchez Vázquez, su profunda y constitutiva inmoralidad, al
remontarse a sus principios últimos, que el autor pone de manifiesto cuando
afirma que su «ética científica se fundamenta en una concepción filosófica
inmanentista y racionalista del mundo y del hombre, en la que se eliminan
instancias o factores extramundanos o suprahumanos, e irracionales» (p. 20).
Este principio inmanentista consiste, pues, en la
exclusión radical de lo que trasciende la historia (el alma inmortal, la vida
eterna), de lo que es superior al hombre (Dios), y de lo que es irracional (la
noción de fin, cfr. recensión a Estructuralismo e historia, p. 24); y su
contenido positivo es la posición del hombre como ser supremo.
Estamos ante una forma de inmanentismo moral en
la que el bien es una creación humana: la norma moral —dice Sánchez Vázquez—
«no es algo absoluto, suprahumano o intemporal, sino un producto humano» (p.
201). La actividad práctica del hombre, su acción «humanizadora» de la
naturaleza y de la sociedad, es la única fuente de obligaciones y el origen de
las leyes y de la conciencia moral, de manera que el bien no es, sino que se
hace.
Desde esta perspectiva, la necesidad de fundamentar la
obligación moral —de «superar el relativismo», como dice el autor— obedece a
una problemática interna del inmanentismo moral, y significa únicamente el paso
de la fundamentación de la moral y del bien por parte del individuo singular a
la fundación de la bondad por parte del Hombre genérico y de los intereses de
la colectividad. El autor cree poder justificar de este modo un sistema
normativo que esté por encima del individuo —de sus impulsos, de sus deseos de
placer, de su razón, etc.—, pero sin que esa norma sea superior al
Hombre-humanidad. Esta ulterior fundamentación se lleva a cabo con la teoría
del hombre genérico, que disuelve al individuo en la colectividad y lleva a
concebir la moral como un comportamiento frente a la sociedad.
c) El
hombre como género: negación de la dignidad personal.
Sánchez Vázquez afirma que la ley moral es «un producto
humano que solamente existe, vale y se justifica como nudo de relaciones» (p.
201). El fundamento de la obligación ética es, entonces, la concepción del
hombre como género, en la línea de Hegel, Feuerbach y Marx.
Feuerbach define al hombre como una relación, de modo
que el objeto fundamental de la ética «antropológica» es la dimensión
comunitaria de aquél. Los individuos son un nudo de relaciones económicas,
sociales, etc. La persona está totalmente inmersa en el género, porque el
conjunto de relaciones de producción es el único horizonte de la libertad y la
estructura misma de la realidad humana[1].
«El hombre singular considerado por sí mismo —dirá
Feuerbach— no tiene la esencia de hombre ni en cuanto esencia moral ni en
cuanto esencia pensante. La esencia del hombre está contenida solamente en la
comunidad, en la unidad del hombre con el hombre »[2]. Los
intereses de la comunidad y las condiciones de realización práctica como
criterios de «justificación moral» significan la disolución en el género de la
persona humana.
La «superación» del subjetivismo ético implica la
pérdida del sujeto, porque la obligación moral se entiende como sumisión de la
persona al género. Puede hablarse, por tanto, de un inmanentismo «objetivo»
basado en la universalidad del Hombre-humanidad, de dictadura social, pero no
de moral.
El autor pretende eliminar el relativismo que podría
seguirse de la diversidad de comunidades (tantas morales como sociedades
concretas), acentuando el carácter absoluto del género humano como totalidad. A
cada paso en la «superación» del relativismo ético corresponde una falsa
deificación del hombre más radical y una corrupción más profunda de la ética, y
de la dignidad humana.
d) La
fundamentación dialéctica de la moral: el intento de sustituir a Dios por el
autohacerse de la humanidad.
La dialéctica considera toda norma ética como «un
momento» particular del proceso total, es decir, como forma transitoria
articulada en un todo en evolución, con lo que confiere al momento particular
un cierto valor total, absoluto, según su inserción en el devenir de la
totalidad. Pero a partir del Hombre genérico como totalidad idéntica, toda
forma «moral» concreta tiene un cierto carácter negativo —omnis
determinativo est negatio—, y ha de ser superada mediante la praxis[3].
La norma «moral» es no sólo transitoria, sino que a
través del proceso dialéctico acabará identificándose con su propia negación en
la verdad del «todo-resultado» (paraíso comunista). No obstante, el autor
otorga un cierto carácter absoluto a la ley que puede ser justificada
dialécticamente, esto es, según su conexión con el devenir de la totalidad. Se
quiere superar el relativismo histórico absolutizando la historia, entendida
como autohacerse del Hombre genérico.
La realización del hombre-humanidad como ser supremo es,
pues, el fondo de la «ética» de Sánchez Vázquez, la meta a la que el hombre
singular ha de someterse por completo, y lo que da la medida de inmoralidad a
toda la construcción del autor. Es claro que en esta concepción no cabe hablar
de moral ni de bien —y menos aún del alma o de Dios—, pues no se admite, en
virtud de la dialéctica, un ser sin contradicción, sin negatividad o sin
referencia objetiva a otro, ya que la propia negación y alteridad son para la
dialéctica la estructura última de todo lo real.
IV.
LA LIBERTAD DILUIDA EN LA DIALECTICA HISTORICA
1.
La negación de la libertad personal.
La moralidad es la propiedad fundamental de los actos
libres y la característica principal del obrar específicamente humano, porque
el libre albedrío es esencialmente la capacidad de dirigirse libremente al Fin
último, de manera que toda acción libre es auténticamente moral. Ya hemos visto
que Sánchez Vázquez sustituye la ordenación al fin último por la necesidad de
adecuarse a las exigencias del desarrollo histórico-dialéctico de la sociedad,
de lo que se sigue la corrupción del otro elemento integrante de la moralidad,
esto es, de la libertad y responsabilidad personales, que quedan inmersas, como
la persona misma, en el seno de una colectividad concebida como interacción
histórica de procesos y relaciones de producción económica.
Sánchez Vázquez afronta el tema de la libertad desde el
de la responsabilidad, que le está íntimamente unido. Afirma que para alabar o
reprobar a una persona por su conducta, ésta ha de reunir unas determinadas
condiciones: ha de tratarse de actos conscientes y libres. Pero han de
considerarse también, según el autor, las circunstancias personales y sociales,
pues «sería imposible culpar a un hombre condicionado subjetivamente (razones
personales, edad, cultura, etc.) u objetivamente (razones históricas y sociales
tales como la norma imperante de conducta en ese momento histórico)» (pp.
90-91). De esta manera, la edad, la cultura, las mismas normas morales y, en
general, todas las condiciones inherentes a la vida del hombre disminuirían o
anularían la responsabilidad del sujeto, porque también afectarían a su
libertad.
El autor no duda en afirmar que en la práctica nadie es
libre, pues todo individuo tiene algún condicionamiento, alguna necesidad no
satisfecha: «el hombre libre —afirma Sánchez Vázquez— será aquél que no se
halle sujeto a coacción alguna, pero esa libertad no existe nunca, puesto que
siempre se halla determinado histórica y socialmente, ya que decide y actúa en
una sociedad dada, que ofrece a los individuos determinadas pautas de conducta
y posibilidades de acción» (p. 106).
Es fácil advertir que en este razonamiento se concede
una importancia desmesurada a las circunstancias que afectan a la vida del
hombre, y que esto sucede porque se concibe a la persona humana como el término
de una serie de relaciones sociales sin un destino personal que las trascienda,
con lo que la libertad queda sin objeto, e inmersa en un ámbito
histórico-social que la definiría por completo. El hombre carece, entonces, de
verdadera libertad, y «su comportamiento moral depende de los intereses
sociales, de la superestructura ideológica creada por la sociedad, de su modo
particular de reaccionar frente a las distintas situaciones» (p. 168).
Desde esta perspectiva, la moral deja de consistir en
una rectificación de la conducta libre según el orden de la recta razón, y pasa
a ser un proceso social de «reforma de estructuras», de transformación de las
formas de producción, etc., pues de esos factores —y no de la libertad—
dependería el comportamiento humano. Por eso, afirma Sánchez Vázquez que sólo
puede hablarse de moral «cuando se toman en cuenta los factores de la vida
económica de la sociedad, la estructura y organización política y la estructura
ideológica o vida espiritual (ideas estéticas, políticas, jurídicas, morales;
organizaciones culturales, deportivas, etc.) que corresponden a los tres planos
fundamentales de la vida social» (p. 186).
La moral sólo tiene sentido, entonces, desde la
convicción marxista de que el proceso hacia la sociedad sin clases puede ser
acelerado por el hombre: es la obligación de contribuir a ese proceso lo que el
autor entiende por moral, es decir, la labor de propaganda, de imposición y de
conquista de la sociedad por parte de los agitadores de partido.
2. El absurdo del
concepto materialista de libertad [4].
El mismo principio que ha llevado a Sánchez Vázquez a
concebir el bien y la norma moral como un producto del hombre —humanidad en su
desarrollo dialéctico—, le lleva a entender el libre albedrío como capacidad
ideal de obrar sin estar sujeto a factores ajenos a la libertad, que,
desvinculada de las limitaciones inherentes a la naturaleza humana, aparece
como fundamento universal y absoluto (principio de inmanencia).
Es claro que el libre albedrío no se entiende ya como
una prerrogativa del individuo —libertad personal—, pues éste estaría sujeto a
la presión de múltiples factores sociales e históricos, sino que se trata más
bien de una conquista del género humano, del término del proceso de
«humanización» de la naturaleza y de la sociedad por el que la colectividad
iría logrando las condiciones de vida acordes con el ideal del Hombre como ser
supremo.
La libertad como praxis colectiva consiste, entonces, en
la liberación de las limitaciones materiales, en la satisfacción de las
necesidades del hombre concebido como núcleo de relaciones económicas. El libre
albedrío será objeto de la biología, de la economía o de la sociología, pero no
llegará a ser una cualidad espiritual de la persona; la satisfacción del
hambre, de la sed, de la necesidad material o social puede generar bienestar,
pero no libertad. De la necesidad satisfecha al libre albedrío hay una
distancia insalvable: por muy satisfecho que esté un animal nunca llegará a ser
libre.
Es claro, por eso, que el fundamento del
libre arbitrio no puede ponerse en la praxis económica: si se reconoce la
libertad espiritual, hay que admitir que el hombre siempre gozará de ella
—aunque en ocasiones se impida su ejercicio exterior—, sean cuales sean sus
condiciones personales y sociales; si no se toma como punto de partida la
libertad del espíritu, nunca se obtendrá esa cualidad a partir de las
transformaciones materiales y sociales.
Sánchez Vázquez parte de la negación de la libertad al
concebirla como una conquista del hombre, y no como lo que es, una propiedad
natural suya, que consiste en el poder de la voluntad humana de amar el fin
último y disponer de los bienes finitos como medios en orden a ese fin; es, en
definitiva, la capacidad de autodeterminarse y vincularse autónomamente al
bien.
El ejercicio del libre albedrío está ligado al
entendimiento y la voluntad, que, por ser facultades espirituales, sólo
indirectamente y en cierta medida son afectadas por las condiciones materiales
y sociales. El alma humana es, además, inmutable, y no admite más cambios que
los derivados del ejercicio de la libertad (mutabilitas ex electione),
por lo que los diversos tiempos no son más que el marco accidental en el que la
persona decide su destino eterno.
Aunque puede ser obstaculizada en cierto grado, la
libertad es siempre la propiedad que confiere al obrar humano su alcance de
eternidad, ya que implica una referencia al último fin. En todas las sociedades
y en todos los tiempos, el hombre se dirige o se aparta de ese fin con sus
actos, siendo la libertad —con la ayuda de Dios o en rebelión a sus
disposiciones—, la única causa de la unión o separación respecto a Dios, de lo
que se sigue una inalienable responsabilidad moral.
Por otra parte, el libre albedrío es un poder de
gobernar toda la conducta humana en orden al bien, objeto propio de la voluntad
libre, de manera que, lejos de ser un producto de las circunstancias sociales,
son precisamente las formas de vida social las que encuentran su explicación
última en los bienes elegidos por la libertad: «se dan tantas formas de vida
como cosas en que los hombres han puesto la razón de sumo bien»[5].
Sánchez Vázquez, en cambio, diluye la libertad personal en el movimiento colectivo hacia la instauración social de la supremacía del hombre (paraíso comunista) que, en su progreso irreversible, sepulta el libre albedrío en la necesidad dialéctica de la historia. Al individuo sólo le resta la posibilidad de acelerar ese proceso hacia la sociedad sin clases, sometiéndose para ello a los líderes que habrían logrado alcanzar una comprensión de la marcha de los tiempos.
Pero ni siquiera en ese reducido ámbito puede hablarse
de libertad, pues los diversos comportamientos estarían determinados por la
situación económica, de clase, etc. Se explica así que el autor niegue la
responsabilidad personal, y que ni una sola vez hable en su obra del pecado;
sólo aparece repetidamente la necesidad de adecuarse a la marcha de la
historia, donde carece de sentido hablar de ofensa a Dios, de libertad o de
responsabilidad.
Se trata, en resumen, de la negación de la libertad
personal —y, con ella, de toda moralidad—, como consecuencia inevitable de la
sustitución del fin último y del bien por la praxis dialéctica, que sería el
fundamento último de la vida humana y de la moral.
V.
LA IMPOSIBILIDAD DE UNA «MORAL» SIN DIOS
1.
La religión como compensación de los males
terrenos.
Desde las primeras páginas de la obra, en las que
Sánchez Vázquez define la Etica como el comportamiento del hombre frente a la
sociedad, se hace evidente el intento de construir una «moral» sin Dios, pues
las normas éticas sólo tendrían sentido dentro de los límites de la conducta
humana con referencia exclusiva a la sociedad, entendida ésta como forma
histórica del autohacerse humano mediante la producción (cfr. recesión a la
obra de Sánchez Vázquez, La Filosofía de la praxis, p.7).
El autor aborda explícitamente el tema de la religión en
el capítulo IV, donde trata de las relaciones de la moral con «otras formas de
conducta», entendiendo la religión como «un sentimiento de dependencia del
hombre en fuerzas suprahumanas o trascendentes y aún en la creencia de un Dios
personal, como garantía de salvación de los males terrenos en un más allá
después de la muerte, y en la negación de la autonomía del hombre al afirmar su
liberación en un mundo ultraterreno» (p. 71).
Con estas palabras, el autor repropone a su manera el
postulado marxista de la «alienación religiosa»: el hombre recurriría a Dios
porque estaría habituado a proyectarse a sí mismo en las relaciones económicas
y materiales. Esta doctrina depende de «una concepción filosófica inmanentista»
(p. 20), que admite como realidad fundamental la praxis económica por la que el
Hombre se realizaría en la historia.
La religión aparece, en consecuencia, como el punto
culminante de un proceso de «alienación» de la praxis humana. La actividad del
hombre, que debería originar unas condiciones de vida adecuadas a su
supremacía, ha dado lugar, por el contrario, a una sociedad «alienada», en la
que hay composición, desigualdad, límites y condicionamientos... Situación que
sería apta para la existencia de una criatura, pero no para la vida del Hombre.
La religión se convierte, entonces, en el máximo punctum
dolens: no sólo hace posible que el hombre viva como criatura, sino que lo
proclama directamente como tal al prescribirle dar culto al Creador, a la vez
que canoniza el estado de postración actual.
Se trataría, por tanto, de devolver a la praxis su
verdadero valor, para lo que sería necesario reconocer previamente la falsía de
la religión. La crítica de la religión se convierte, en palabras de Marx, en la
«condición de toda crítica», porque la supresión de la religiosidad sería el
requisito imprescindible para rectificar el obrar humano en orden a la
realización social del mundo del Hombre (paraíso comunista). Ese enderezamiento
del obrar sería precisamente el objeto de la Etica, convirtiéndose ésta en la
instancia más inmoral que el hombre puede concebir.
2.
Carácter esencialmente religioso de la moral[6].
La Etica de Sánchez Vázquez, como todo intento de
fundamentar una «moral» al margen de Dios, no consigue dar una explicación de
la actividad moral y, ni siquiera, del obrar humano en general.
Es una experiencia innegable que el hombre busca bienes
con su obrar: va de aquí hacia allá, porque en aquel lugar se está mejor;
compra un libro, porque le han dicho que es bueno; obra de una determinada
manera para adquirir una virtud, que es una cualidad que perfecciona alguna de
sus potencias.
Ciertamente se puede obrar también para difundir los
bienes poseídos, como sucede cuando una persona enseña a otra una ciencia o el
modo de adquirir la virtud. Pero entre los hombres nunca se da un actuar
totalmente desinteresado, porque todo ente creado no sólo carece de una
perfección infinita, sino que tampoco posee en su sustancia toda la plenitud de
que es capaz —siempre puede aumentar su ciencia, su virtud, etcétera—, de
manera que el sentido último del obrar creado es alcanzar un bien no poseído
pero posible de lograr, al que llamamos fin.
A esta finalización propia de todo ente, se ha de añadir
que el hombre tiene la capacidad de conocer y amar al mismo Bien por esencia,
hacia el que le inclina también el deseo de la propia felicidad. El obrar
humano no puede explicarse desde un bien particular, sino desde Dios, fin
último del obrar libre. La persona se encuentra así con un ser dado (una
naturaleza, unas potencias, unas determinadas cualidades, etc.), y con una
ordenación hacia Dios, debiendo superar la distancia que le separa de El
mediante la actividad libre, que por eso recibe el nombre de obrar moral. La
ordenación al fin último es así el único fundamento de la moralidad.
Sánchez Vázquez también estaría de acuerdo en afirmar
que el hombre busca con su obrar una plenitud que no posee en acto, pero se
separa de la realidad en tres puntos: primero, en que esa plenitud sería propia
de la humanidad, y no de la persona singular; después, en que la perfección
final no sería recibida de Dios, sino que la humanidad se la daría a sí misma;
en tercer lugar, en el hecho de situar ese fin en un hipotético paraíso
intramundano, entendido como una situación de abundancia de bienes materiales.
La divergencia de fondo estriba en que lo realmente querido es la
autosuficiencia humana —la humanidad como causa sui: causa de su ser, de
su desarrollo y de su felicidad—, y no la gloria de Dios, aun a costa de
reducir al hombre a poco más que un puro animal.
Si, por el contrario, aceptamos la evidencia natural de
que la vida de la persona singular tiene un sentido, que es la felicidad, y
llamamos moral a los actos libres por los que el individuo se dirige a su dicha
eterna, hemos de concluir que la moral es esencialmente religiosa, porque sólo
en Dios está la felicidad del hombre.
La vida moral es la libre aceptación del orden con que
Dios dirige hacía Sí a los hombres, de manera que todo acto de sometimiento o
de transgresión del orden moral implica una actitud de reconocimiento o de
rebeldía para con Dios, como Fin último y Causa primera, lo que equivale a
afirmar que todo acto moral es esencialmente religioso.
La religión está comprendida implícitamente en todo obrar moral, pero además constituye la primera y principal obligación ética del hombre. La ley moral natural tiene como finalidad que el hombre se adhiera a Dios según su modo propio, esto es, mediante el conocimiento y el amor. Y como la ordenación de los medios deriva de la ordenación al fin, lo primero y lo principal que contiene la ley natural es el precepto sobre el fin: conocer y amar a Dios sobre todas las cosas.
Este primer precepto funda todos los demás, y es como la raíz en que todos comunican y en lo que se reconocen como imperativos morales, pues las obligaciones éticas tienen en común dirigir al hombre hacia el amor de Dios.
Esto explica que la religión sea la virtud humana más
importante, y que cumpla un papel semejante al de la Caridad en el plano
sobrenatural: es la forma que ha de revestir a las demás virtudes humanas, a
las que, por tanto, impera, pues el resto de las obligaciones éticas han de cumplirse
como homenaje de la criatura al Creador, y como medio de dirigirse a El. Por
eso, la irreligiosidad y el ateísmo son la mayor degradación en que puede caer
un hombre, y hacen imposible cualquier moralidad.
A.R.L. y J.G.R.R.
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[1] FABRO, C.: La aventura de la teología progresista, Eunsa, Pamplona, 1977, pp. 134 ss.
[2] FEUERBACH, L.: Grundsätze der Philosophie der Zukunft, § 59, ed. Lange, Leipzig, 1950, p.168.
[3] Para una visión de conjunto y crítica de la «ley de la dialéctica», cfr. OCARIZ, F.: El marxismo. Teoría y práctica de una revolución, tercera edición. Palabra, Madrid, 1977, pp. 130-156.
[4] Para una visión más amplia de las causas de la negación de la libertad en las diversas morales nuevas, puede verse la obra de R. GARCÍA de HARO e I. de CELAYA, La moral cristiana, Rialp, Madrid, 1975, pp. 64-70.
[5] SANTO TOMÁS de AQUINO, S. Th., I-II, q. 1, a. 7, ad 2).
[6] Este punto puede verse con mayor amplitud en la obra de DERISI, O. N.: Los fundamentos metafísicos del orden moral, C. S. I. C., tercera ed., Madrid, 1969, cap. XIV.