RULFO, Juan

Pedro Páramo

Editorial Planeta, (5ª edición) Barcelona, 1979

 

I. RESUMEN

La novela no está dividida en capítulos. Las únicas divisiones que podemos hallar son las que corresponden a numerosos cambios en la secuencia del relato. Estos cambios, habitualmente bruscos, están separados por espacios en blanco.

Los sucesos narrados tienen lugar en un pequeño pueblo de México, llamado Comala, durante las primeras décadas de este siglo. El libro se inicia con el relato, hecho en primera persona, de un hombre que llega al pueblo de Comala. Más adelante se sabrá que su nombre es Juan Preciado. El había prometido a su madre —doña Dolores Preciado— que iría a Comala con el fin de conocer a su padre —don Pedro Páramo— y exigirle la devolución de lo que había estafado. Antes de morir, la empobrecida y abandonada mujer había dicho a su hijo:

“— No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro" (p. 7).

Efectivamente, doña Dolores —o sea, Lola Preciado— había sido propietaria del rancho Enmedio. Con ella se había casado Pedro Páramo —dueño de otro rancho llamado La Media Luna— con el fin de no pagarle lo que le adeudaba y de apoderarse, incluso, de la totalidad de sus bienes. Poco después del nacimiento de su hijo, la había abandonado, enviándola a vivir con una de sus hermanas —Gertrudis— que estaba radicada en Colima (p. 22). Por ese motivo, Juan Preciado no había en realidad conocido a su padre, y había heredado el apellido de su madre.

Mientras iba de camino, forjaba en su imaginación grandes sueños, esperando, quizás, recibir una buena herencia. Imaginaba también que su pueblo natal era una comarca muy bella, por lo mucho que había oído contar a su madre:

“...Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...” (p. 21).

Cuando por fin se va acercando al pueblo y lo ve desde las alturas de Los Colimotes, no puede creer que sea ése el lugar que tanto añoraba su madre. Allí todo era desolación y abandono. Se diría que era un paraje maldecido. Corrían, además, los días más calurosos del año, el tiempo de la canícula, “cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias” (p. 7).

Para asegurarse de que no se trata de un lugar distinto, vuelve a entablar el diálogo que ha iniciado ya con un arriero. También éste va recorriendo el mismo camino de bajada. La conversación —interrumpida por largos silencios— está llena de pesimismo. Luego resultará que el arriero, como muchos otros habitantes de la comarca, también es hijo de Pedro Páramo. Su nombre es Abundio. Este dato será muy importante, al final, para entender la clave de la novela:

“—Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.

Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo ‘cuar, cuar, cuar’. Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.

—Hace calor aquí —dije.

—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija” (p. 9).

Poco a poco, a lo largo del relato, se va descubriendo que Abundio, el arriero, ha muerto ya; que ha ido encaminando a Juan Preciado hacia su perdición, y que fue el asesino de su propio padre. Paulatinamente también, el lector se va enterando de las fechorías obradas por Pedro Páramo: robaba y mandaba matar; engañaba a muchas mujeres y las maltrataba; se comportaba hipócritamente, pues él mismo llevaba a bautizar a sus numerosos hijos, nacidos en las peores condiciones; era prepotente con todos, y por su culpa el pueblo de Comala había quedado destruido y sin habitantes. Los pocos personajes que hablan con Juan Preciado son gentes venidas del otro mundo, aunque intervienen a veces con apariencia de realidad. Así se había presentado el arriero, con su recua de burros, en el lugar en que se cruzan varios caminos.

Cuando Juan Preciado queda solo, empieza a cruzar las calles abandonadas, en busca de una mujer llamada doña Eduviges. Ese era precisamente el nombre que le había indicado el arriero, antes de proseguir su camino: “Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte" (p. 12).

Doña Eduviges Dyada estaba ya muerta, también, desde hacía muchos años; sin embargo, se presenta a la entrada de su vieja casa, dispuesta a dar alojamiento a Juan Preciado. Había sido prevenida, un rato antes, por la madre de éste, que había muerto siete días atrás: “esa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí” (p. 13).

A través de varias personas, la difunta madre de Juan Preciado seguirá hablando con su hijo. Antes de morir, había dicho que en Comala le oiría mejor: “Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz” (p. 12). Eduviges, pues, recibe al hijo de su amiga Doloritas como si fuera el suyo propio. Cuando eran muchachas, las dos mujeres habían hecho la promesa de morirse juntas; pero Eduviges se le había adelantado suicidándose.

Se empieza escuchando un diálogo entre un muchacho, llamado Pedro, y alguna de las personas de su familia. Primero interviene su madre y después su abuela. Se deduce que nos hemos remontado a la niñez de Pedro Páramo —el verdadero protagonista del relato—, cuando vivía pobremente en el pueblo, y soñaba mucho con Susana, la niña dulce y bella, su compañera de juegos infantiles.

La abuela de Pedro Páramo tenía un molino que ya estaba viejo, y carecía de medios para comprar otro nuevo. Con los gastos que había hecho para enterrar al abuelo y los diezmos que debió pagar a la iglesia, se había quedado sin un centavo (p. 16). Mientras las personas mayores rezaban el rosario, el niño Pedro seguía pensando en Susana; se sentía triste (p. 18).

A lo largo del relato sabremos que la niña, llamada Susana San Juan, había tenido que dejar el pueblo de Comala. Pedro Páramo no se consolaría de esa ausencia, que parecía ser definitiva:

“El día en que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: ‘Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él’. Pensé: ‘No regresará jamás; no volverá nunca’” (p. 22).

Debieron pasar treinta años antes de que Susana San Juan volviera al pueblo de Comala (p. 78).

Mientras tanto el muchacho iba creciendo. Su carácter se hacía cada vez más raro y soñador. Por ese motivo se entregaba siempre a la vagancia. La abuela lo reprendía: “¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No estás trabajando?” (p. 22). Empezó como aprendiz en el telégrafo. Su abuela pensaba que allí podría algún día llegar a ser jefe. Sin embargo, temía por él (p. 23). El padre del muchacho, don Lucas Páramo, se lamentaba de haber tenido un hijo que para nada servía. Así lo recordará, años después, don Fulgor Sedano, el viejo servidor de la familia:

“Yo no esperaba de él nada. ‘Es un inútil’, decía de él mi difunto patrón don Lucas. ‘Un flojo de marca’. Yo le daba la razón. ‘Cuando me muera váyase buscando otro trabajo, Fulgor’. ‘Sí, don Lucas’. ‘Con decirle, Fulgor, que he intentado mandarlo al seminario para ver si al menos eso le daba para comer y mantener a su madre cuando yo les falte; pero ni a eso se decide’. ‘Usted no se merece eso, don Lucas’” (p. 38).

Poco a poco fue cambiando la situación económica de los Páramo. Se sobreentiende que fue don Lucas Páramo quien empezó a obtener algunas tierras —el rancho de la Media Luna— mediante negocios que no siempre eran lícitos. Además, no cumplía con el pago de sus deudas: “Porque la familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin devolver nada. Eso se paga caro” (p. 36). Especialmente a las familias más débiles les retrasaba la devolución de lo que le habían prestado. Por ejemplo, a las hermanas Preciado las posponía para lo último (p. 37). Otros acreedores eran los Fregosos y los Guzmanes.

Don Lucas Páramo murió cuando apadrinaba una boda, lejos de su rancho. Lo mató un disparo que iba dirigido contra el novio y dio de rebote en don Lucas. Esto ocurrió el día de San Cristóbal, en los cerros de Vilmayo, más allá de los ranchos de Enmedio y de Estagua (p. 61).

A consecuencia de este hecho, Pedro Páramo, que con los años se había ido haciendo rencoroso, entró en furia y arremetió contra todos los que habían asistido a aquella boda, porque se ignoraba de dónde había salido la bala. De aquellos ranchos de Vilmayo no quedó ni el rastro (p. 76). Hubo, incluso, venganzas muchos años después. Uno de los que sufrieron las consecuencias de esa cólera da a conocer los hechos con una voz que viene del más allá:

“...Tenía sangre por todas partes. Y al enderezarme chapotié con mis manos la sangre regada en las piedras. Y era mía. Montonales de sangre. Pero no estaba muerto. Me di cuenta. Supe que don Pedro no tenía intenciones de matarme. Sólo de darme un susto. Quería averiguar si yo había estado en Vilmayo doce años antes. El día de San Cristóbal. En la boda. ¿En cuál boda?, ¿En cuál San Cristóbal? Yo chapoteaba entre mi sangre y le preguntaba: ‘¿En cuál boda, don Pedro?’ No, no, don Pedro, yo no estuve. Si acaso, pasé por allí. Pero fue por casualidad... El no tuvo intenciones de matarme. Me dejó cojo, como ustedes ven, y manco, si ustedes quieren. Pero no me mató. Dicen que se me torció un ojo desde entonces, de la mala impresión. Lo cierto es que me volví más hombre. El cielo es grande. Y ni quien lo dude" (p. 76).

A partir de la muerte de don Lucas, su padre, Pedro Páramo cambió completamente. El muchacho haragán y soñador se había convertido en un hombre despiadado que atemorizaba al pueblo, despojaba a los hacendados de sus tierras y mandaba matar a cualquiera que obstaculizase sus planes. En varias ocasiones volverá a recordar el momento en que le comunicaron la noticia de que su padre había muerto:

“Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.

Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando.

—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre.

—Tu padre ha muerto —le dijo.

Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.

Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.

Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.

—Han matado a tu padre.

—¿Y a ti quién te mató, madre?” (p. 26).

Efectivamente, la esposa de don Lucas murió unas dos semanas después. En la Media Luna, como señal de luto, había dos moños negros que colgaban del dintel de la puerta (pp. 36 y 41).

El administrador del rancho, don Fulgor Sedano, tenía a la sazón 54 años. Había visto a Pedro recién nacido; había oído las quejas sobre la rareza de ese carácter. Ahora volvía a ver a un hombre completamente transformado. Le causaba asombro toda esa prepotencia y crueldad. Sin embargo, por un oculto temor —y tal vez por no tener que alejarse del rancho— aceptaba todos los abusos y adulaba la personalidad de su nuevo amo.

Por un litigio de tierras (pp. 35 y 37), el vecino Toribio Aldrete será ahorcado en la posada de Eduviges —que quedaba junto al puente—, en la habitación del fondo. Los encargados de cumplir esa orden serán Fulgor Sedano y algunos “atravesados” de la Media Luna:

“—Pues mándalos en comisión con el Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de ‘usufruto’ o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay qué hacer nuevos tratos” (p. 41).

El asesinato fue cometido a sangre fría. “Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que su alma no encontrara reposo” (p. 34). Decenas de años después, todavía se oirían los gritos de la víctima, el eco encerrado de esos gritos: “Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados” (p. 33).

Mientras tanto, había ocurrido ya la improvisada boda de Pedro con Lola Preciado, recurriendo al engaño y a la adulación. La joven mujer no se las traía todas consigo; pero se dejó convencer tal vez por no quedarse soltera o por su gran ingenuidad: “Oh, qué felicidad! Gracias Dios mío por darme a don Pedro”. Y añadió: “Aunque después me aborrezca” (p. 40). Para realizar la boda se necesitaba la presencia del cura de Comala, el padre Rentería. Fulgor Sedano relata de qué modo lo había convencido para que la boda tuviese lugar inmediatamente:

“El padre cura quiere sesenta pesos para pasar por alto lo de las amonestaciones. Le dije que se le darían a su debido tiempo. El dice que le hace falta componer el altar y que la mesa de su comedor está toda desconchinflada. Le prometí que le mandaríamos una mesa nueva. Dice que usted nunca va a misa. Le prometí que iría. Y desde que murió su abuela ya no le han dado los diezmos. Le dije que no se preocupara. Está conforme” (p. 40).

Para esta ocasión, la novia se puso el mismo vestido que había usado la difunta madre de Pedro Páramo (p. 39).

Cuando, unos meses después, nació el hijo de doña Dolores, el niño fue confiado a una de las mujeres encargadas del servicio que se llamaba Damiana Cisneros. Así lo relatará ella misma, muchos años después de su muerte, al presentarse —con apariencia real— en casa de doña Eduviges (p. 34).

En otros pasajes de la novela se cuenta de qué modo fue despedida Dolores Preciado con su pequeño hijo Juan. El pretexto fueron unas palabras dichas en medio del campo por esa pobre mujer que sufría los malos tratos de su marido: “Quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana”. La respuesta de don Pedro no se hizo esperar: “No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más” (p. 21).

Nunca volvería ella a Comala porque, movida del orgullo, esperaba inútilmente que Pedro Páramo la mandara llamar. En Colima, la tía Gertrudis les echaba en cara su carga. Así había ido creciendo Juan Preciado, sin conocer a su padre, y viendo a su madre llorar por la tierra a la que había apegado su alma:

“Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores... Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar” (p. 63).

Mientras tanto, en Comala, proseguían las arbitrariedades del que se había constituido en amo absoluto del pueblo. Durante años engendra, de diversas mujeres, numerosos hijos. Todos quedan abandonados, excepto uno —llamado Miguel— que crece en el rancho de la Media Luna y es allí objeto de todos los engreimientos. La madre de este niño había muerto al darlo a luz. Cuando el padre Rentería se lo entregó a don Pedro, éste le dijo: “—¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura”. Sin embargo, acepta hacerse cargo del hijo, y brinda con el párroco por el porvenir de aquella criatura. “El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora” (p. 67).

Desde la narración de estos hechos, transcurren diecisiete años en los que casi nada sabemos de lo que sucede con los Páramo, en la Media Luna; con Dolores Preciado, en Colima, y con Susana San Juan, en diversos lugares como Mascota, “La Andrómeda”, etc.

Los sucesos más importantes del relato ocurren, aproximadamente, al término de esos diecisiete años: cuando Miguel Páramo muere —después de haber cometido numerosos delitos— y Susana San Juan vuelve por fin a Comala para morir algún tiempo después.

Se supone que éstos y otros sucesos van siendo relatados por las “voces” que se escuchan en las casas y por las calles del pueblo. Esto es lo que llevará a Juan Preciado —en un solo día— hasta la locura y la muerte. Pero para conocer ese desenlace es preciso volver a la fonda de Eduviges, donde él ha ido a descansar. En el lugar donde fue ahorcado Toribio Aldrete se escuchan todavía los gritos: “¡Ay vida, no me mereces!” (p. 33). Juan Preciado ha quedado solo, pero no puede dormir entre los gritos desesperados y la hondura del silencio. Se aparece entonces la figura de Damiana Cisneros que lo llevará consigo por las calles del pueblo y le irá contando algo acerca de lo que allí está ocurriendo:

“Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen” (p. 41).

Pero apenas él duda de si Damiana está viva o se trata de un fantasma, la mujer desaparece, dejándolo completamente solo (p. 43).

Entonces Juan Preciado, en su locura, empieza a deambular por las calles, quiere huir: “Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta en la negrura de los cerros” (p. 46). En ese momento se inicia una terrible pesadilla. Intervienen los personajes más tenebrosos de la novela. Un tal Donis lo hace entrar a su siniestra casa. Intenta allí descansar, pero la fiebre lo lleva al pleno delirio. Podía ver desde allí un cielo oscuro, lleno de estrellas, y junto a la luna la estrella más grande de todas. A la vista de esos hechos, trata de dialogar con su madre muerta:

“—¿No me oyes? —pregunté en voz baja.

Y su voz me respondió:

—¿Dónde estás?

—Estoy aquí en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves?

—No, hijo, no te veo.

Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra.

—No te veo” (p. 55).

Después de la fiebre, siente el ahogo, la falta de aire. Sale apresuradamente a la calle y llega hasta la plaza, pero tampoco encuentra aire en esa noche entorpecida y quieta de agosto. Solo los murmullos zumbando contra sus oídos. En los últimos estertores, veía nubes espumosas haciendo remolino sobre su cabeza y se perdía poco a poco en esa nublazón. Y luego la muerte (p. 56).

A la mañana siguiente lo encontraron en la plaza, “acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo” (p. 56). Una mujer llamada Dorotea y apodada la Cuarraca —ya muerta, por lo visto, desde hacía años—, recogió el cadáver y, con la ayuda de Donis, lo enterró. Luego ella, resuelta a dejar sus huesos quietos, quiso compartir la misma sepultura (p. 60).

Las partes más absurdas del relato son los diálogos —ya dentro del sepulcro— entre estos dos difuntos. Ellos siguen escuchando “voces”, sobre todo las que proceden de los sepulcros vecinos. Por medio de estos “murmullos”, completados con los “recuerdos” de Dorotea la Cuarraca, nos vamos enterando de todo lo ocurrido con Pedro Páramo, su hijo Miguel y las pobres gentes de Comala. Guiado por esas “voces”, el lector se sitúa en el centro de esta narración. Miguel Páramo tiene ya diecisiete años.

Ha empezado ya la época de las grandes lluvias. Parece como si las lluvias jugaran un papel importante en la trama: todo el pueblo quedaba transformado. Aquel año se podía augurar una buena cosecha o, quizás, se podía temer lo peor. El pájaro burlón solía imitar el quejido de un niño o soltar una risotada; pero, esta vez, pasó frente a Fulgor Sedano y “gimió con un gemido desgarrado” (p. 60).

En esos días ocurrió la muerte de Miguel Páramo. Se cayó cuando intentaba dar un gran salto con su caballo para no tener que ir por un rodeo hasta el camino de Contla (p. 24). Era de noche. Cuando lo llevaron a la Media Luna ya era cadáver: “Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado. Ruidos vagos” (p. 65). Don Pedro recordó vivamente lo que había sucedido casi veinte años atrás:

“Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole: ‘¡Han matado a tu padre!’ Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo.

Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara” (p. (65).

Estaba a punto de estallar nuevamente la gran furia de Pedro Páramo —pensando que habían asesinado al que iba a ser el heredero de todos sus bienes—, cuando oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decía: “Nadie le hizo nada. El solo encontró la muerte” (p. 65). Ni siquiera sintió dolor. Solamente dijo: “Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto” (p.66). En cambio, “Colorado”, el potrillo alazán de Miguel Páramo, sí sentía muy hondamente esa muerte (p. 25). Esa misma noche, el alma de Miguel Páramo irá a tocar a la ventana de Eduviges Dyada (p. 24). Por mucho tiempo ella recordará lo que es “el quejido de un muerto” (p. 25) y sentirá el galopar incesante del caballo: “¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, no?” (p. 23).

Al día siguiente, el padre Rentería celebró, muy a su pesar, los funerales de Miguel. No podía olvidar el daño que le había causado aquel muchacho (pp. 27 y 28). Pero al fin se dejó convencer. Esa misma noche le dirá a su sobrina Ana, la hija de un hermano suyo asesinado por Miguel:

“—Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo” (p. 29).

Pero no pudo dormir durante toda la noche. Lo atormentaban los remordimientos (pp. 31 y 66).

Apenas sale de la escena Miguel Páramo, para no volver a aparecer, comienza Susana San Juan a ser un personaje central en el relato. Parece como si estos dos hechos —la muerte de Miguel y el regreso de Susana— se sucedieran dentro de unos mismos días: la época de las grandes lluvias de aquel año; sin embargo, la novela no precisa nada al respecto (pp. 60 y ss.). Sólo sabemos que la lluvia juega un papel importante. Tiene relación con el hilo de la vida: la lluvia “granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida” (p. 84); tiene relación con las lágrimas (p. 95), y en la infancia de Pedro, le llevaba a la tristeza y a la melancolía (pp. 14‑15 y 17‑18).

Cuando Susana San Juan abandonó Comala, siendo niña, estuvo viviendo con un padre avaricioso y duro (p. 80) y con una madre enferma y rara (p. 75). Sólo tenía la amable compañía de Justina, la mujer fiel que la había criado. Cuando todavía era niña, su padre Bartolomé San Juan, la llevaba consigo a buscar tesoros enterrados en los sepulcros antiguos. La bajaba —sostenida de la cintura por medio de una soga— hasta el fondo de una tumba: “Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana” (p. 87). Mucho tiempo después, ella recordará todavía la vez en que sacó las diversas partes de un esqueleto y se desmayó. Más tarde, al despertar, sólo vio las miradas de hielo de su padre. Este hombre seguiría luego con la obsesión de las minas cargadas de metales preciosos (p. 80).

Cuando murió la madre de Susana —tal vez durante alguna de las prolongadas ausencias del padre—, ella sólo encontró frialdad en las gentes y un desmedido interés por el dinero (p. 74). Era el mes de febrero, “cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul” (p. 73). Sabemos que más tarde Susana se casó. Vivió poco tiempo con su marido, tal vez a orillas del mar (p. 91), y quedó viuda. La muerte del marido —él se llamaba Florencio— la llevará cada vez más a la locura.

Mientras tanto, Pedro Páramo —convertido en dueño absoluto de las tierras de Comala— la seguirá buscando obsesionadamente (p. 78). Por fin la encuentra en un lugar perdido: en las minas abandonadas de “La Andrómeda”, donde vivía con su padre en una covacha hecha de troncos (p. 79). Comenzaban en aquel entonces a correr ciertos rumores de guerras, de gentes levantadas en armas. Pensando en la seguridad de su hija, decide Bartolomé San Juan aceptar la invitación que durante tantos años le había hecho llegar Pedro Páramo, para que se trasladaran a vivir al rancho de la Media Luna.

Inmediatamente después, don Pedro planeará el asesinato del viejo. Esta vez será también Fulgor Sedano el encargado de llevar a cabo el nuevo crimen, con el pretexto de ir a explotar la mina abandonada (p. 81). Susana había llegado ya bastante enferma. A los pocos días le comunicarán la muerte de su padre, y ella sonreirá primero y luego soltará una carcajada (pp. 86‑87). Todo eso lo va contando la “voz” que sale de su sepultura, humedecida nuevamente por las lluvias (p. 75).

Durante la grave enfermedad de Susana —que duró unos tres años (cfr. p. 105)— don Pedro se siente incapaz de curar aquella mente enferma y de retener la vida que, día a día, se escapaba de aquella mujer. Es lo único que entonces lo obsesiona. Sin embargo, se da mañas para proteger sus tierras, amenazadas por las bandas de revolucionarios que han llegado hasta Comala y han dado muerte al anciano Fulgor Sedano (p. 89). Envía, pues, al más valiente de sus vaqueros —Damasio el Tilcuate—para que, con trescientos de sus hombres, se una a los revolucionarios. A éstos les promete, además, la cantidad de cien mil pesos (p. 93). Poco tiempo después, don Pedro le aconsejará al Tilcuate que robe a los ricos en el vecino pueblo de Contla y que procure estar siempre al lado de los que van ganando (p. 102). Por diversos motivos, las gentes empiezan a abandonar el pueblo. El abogado de los Páramo —el licenciado Trujillo— se traslada a Sayula (p. 97), por miedo de lo que pueda ocurrir. Otros se van a hacer la guerra o a buscar trabajo.

Luego vendrá la agonía de Susana “debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos” (p. 105). Allí estarán presentes el doctor Valencia, médico del pueblo, y el padre Rentería. Ella morirá sin que Pedro Páramo la llegue a desposar: “Una mujer que no era de este mundo” (p. 103). Sólo de un modo simbólico se dice que Susana fue “la última esposa de Pedro Páramo” (p. 75).

El día de la muerte de Susana San Juan hubo repique de campanas que se prolongó por varios días. Incluso durante las noches, hasta el punto de que todos estaban sordos (p. 110). Entonces comenzaron a llegar gentes de muchos sitios, atraídas por ese ruido incesante. “De Contla venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo con volatines y sillas voladoras. Músicos” (p. 110). No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de varios días de duelo. Las campanas dejaron de tocar, pero la fiesta siguió.

Cuando enterraron a Susana, en la sepultura grande, casi nadie del pueblo participó. Seguían todos en su ambiente de feria. Don Pedro juró vengarse de Comala: “—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre” (p. 111). Y así lo hizo. Además, durante muchos años le entró la melancolía y se quedó sentado en un viejo equipal, mirando el sitio por donde se la habían llevado al camposanto (p. 77).

A partir de entonces, las tierras de la comarca se fueron empobreciendo, y Comala siguió despoblándose, hasta que llegó a su ruina total. Hay un paralelismo entre Pedro Páramo y el pueblo de Comala. La muerte del patrón estará seguida, poco después, por la desaparición de todos los pobladores de ese lugar, como si aquello obedeciera a una misma maldición.

Abundio Martínez —el arriero—, uno de los hijos abandonados por don Pedro, será el asesino de su propio padre. Para realizar este crimen, se había provisto de un puñal y —al amanecer de un nuevo día— se emborrachó, como para cobrar más valor. Su mujer, la Refugio, había muerto la víspera en la más completa miseria. De nada le había servido al arriero la venta de sus burros para intentar salvarle la vida. Llegó a la Media Luna, tambaleándose, y le suplicó a don Pedro: “Denme una caridad para enterrar a mi mujer” (p. 115). Damiana Cisneros, la vieja caporala de sirvientas, creyó ver al mismo demonio. Ante la indiferencia de Pedro Páramo, de nuevo se escuchó la voz de Abundio: “Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta”. Después de eso se oirán los gritos de Damiana: “Están matando a don Pedro”, y sucederá el desplomarse del rencoroso anciano como si fuera un montón de piedras (p. 118). Estos sucesos, excepto al final de la novela, no son narrados habitualmente en orden cronológico.

2. VALORACIÓN DOCTRINAL

En general, el ambiente de la novela es de profundo pesimismo. Aunque el tema religioso está presente en la mayor parte del relato, se trata de una religión deformada. El autor ha querido mostrar un mundo sin esperanza, en el que se suceden hechos absurdos. Las gentes se ven arrastradas por una fatalidad, de la que no pueden librarse. Los acontecimientos, aparentemente casuales, obedecen también, en el fondo, a un determinismo ciego. Esto es lo que ocurre con Juan Preciado en la realización de su viaje durante los días más calurosos del año. En realidad, está siendo arrastrado hacia un “infierno” en el que no encontrará salvación. Su único delito ha sido el haberse dejado llevar por la “ilusión” al cumplir el último deseo de su madre.

La visión negativa de esta obra se puede comprobar también por la conducta de las gentes. Casi nadie se libra de la degradación moral. En el pueblo de Comala se dan todas las aberraciones: el robo, el engaño, el abuso, el homicidio, el incesto, la simonía, etc. Además, se tiene la impresión de que nadie es feliz. La vida es “un valle de lágrimas” (p. 33) seguido, luego, por otro mundo de sombras y almas en pena. Cuando se habla del cielo, se refiere a un “cielo” de santos despiadados y de ángeles hechos todos con el mismo molde (p. 59). Parece como si el autor quisiera mostrar la podredumbre moral de los que están vivos y relacionarla con la corrupción sepulcral más allá de la muerte.

En diversos pasajes, se encuentran expresiones que suenan a blasfemia, palabras que se refieren con irreverencia —o con sarcasmo— a cosas sagradas; deformaciones graves en relación con la doctrina cristiana. Pueden mencionarse las amargas quejas contra Dios, que profiere Susana San Juan al recordar la muerte de su marido, ocurrida muchos años atrás: “¡Señor, tú no existes!”... (p. 96), o las referencias a la Misa y a los Sacramentos, sacrílegas: por ejemplo, la precipitación con que el padre Rentería “dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado” (p. 27); o el modo brutal como se refiere a la Confesión (p. 67), especialmente la de la borracha Dorotea (pp. 70‑72); o la manera como se alude a la Comunión llevada a Susana San Juan (p. 105). Otros temas son tratados con sarcasmo: cuando el cura del pueblo intenta conciliar el sueño, repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras; el catálogo del panteón católico en el que figuran santos, como “Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; Santas Salomé viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato” (pp. 32‑33).

Las referencias a la oración, puestas en boca de gentes devotas, como Ángeles (p. 106), suenan a burla; hay “rezos interminables” para nada (p. 74); se le pide a Dios la condenación de alguien que ha fallecido (pp. 28‑29), pero de nada vale —se dice en son de burla— “un ruego contra miles de ruegos” (p. 29); son tantas las almas que penan en busca de oraciones, que sólo les tocaría a cada una —si acaso— “un pedazo de padrenuestro” (p. 51); los últimos auxilios que da el cura del pueblo a la moribunda Susana son una triste parodia con imágenes truculentas y amenazas despiadadas (p. 107) “Repite conmigo lo que yo vaya diciendo”. “Tengo la boca llena de tierra” (...).

Con relación a los sacerdotes, todos son presentados en forma denigrante: el cura de Contla es duro e insincero cuando dice “mis manos no son lo suficientemente dignas para darte la absolución”, (pp. 68‑70); el obispo que visitó Comala y la encontró llena de corrupción “se fue, montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás” (p. 51); los clérigos que quieren celebrar misas gregorianas por la madre de Susana —tal vez en Mascota o en otros lugares donde vivieron— se muestran llenos de avaricia y recurren al engaño (p. 74); el padre Rentería, en medio de sus remordimientos, es un triste ejemplo de bajeza, debilidad, tacañería, imprudencia, superstición, conducta grosera, visión negativa, etc. Por ejemplo, le quita toda esperanza de salvación a Dorotea:

“... me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido. . .” (p. 64).

Son abundantes las deformaciones que se refieren a temas doctrinales. Por ejemplo, se da a entender que el cura del pueblo es —por el poder de las llaves— dueño absoluto de la salvación: de su capricho depende que un difunto se salve o se condene (pp. 32, 64 y 71); además, el que es rico puede comprar la salvación (p. 28). En otros pasajes se hace también burla de las relaciones entre el alma y el cuerpo (p. 64), y de las costumbres piadosas que tienen las gentes del pueblo, las cuales se mezclan con algunas ideas supersticiosas.

Con relación a la moral, hay descripciones obscenas, como las que se refieren a Inocencio Osorio (pp. l9 y 20), o las que tienen lugar en casa de Donis (p. 54), y otros sucesos relacionados con este tema que se describen con bastante crudeza (pp. 100, 101 y 103).

La subversión de valores es especialmente notoria cuando se pretende considerar como “bondad” y “hospitalidad” la conducta inmoral de Eduviges Dyada: “Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se las puso enfrente para que alguien lo reconociese como suyo” (p. 32).

En resumen, no hay ningún enfoque que se pueda considerar positivo, en medio de tantos temas de carácter religioso. Hay, sin embargo, una referencia —apenas esbozada— a un posible juicio después de la muerte. Así se expresa el moribundo Pedro Páramo: “Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo” (p. 117).

3. RELACIÓN DE PERSONAJES

En la novela hay, aproximadamente, doce personajes principales. Los dos más importantes son Pedro Páramo y Susana San Juan. Después siguen otros dos que también tienen, entre sí, una relación especial: son Juan Preciado y Dorotea la Cuarraca. En un tercer plano, hay un personaje que es de por sí muy singular: el padre Rentería, cura de Comala. A continuación se podrían mencionar a tres mujeres que tienen una mayor o menor importancia en la trama, y que corresponden a tres clases sociales de ese pueblo: doña Dolores Preciado, la que fue propietaria del rancho Enmedio; Eduviges Dyada, la mesonera de Comala; y Damiana Cisneros, la sirvienta de la Media Luna. En otro plano, hay cuatro hombres que tienen también relación directa con los sucesos narrados. Dos son hijos de Pedro Páramo: el heredero, Miguel Páramo, y el desheredado, Abundio Martínez; otros dos son hombres de confianza del protagonista: don Fulgor Sedano, administrador del rancho, y Damasio el Tilcuate, el más valiente de los vaqueros de la Media Luna.

1. Pedro Páramo. El autor de la novela quiere reunir en este personaje una mezcla muy singular de prepotencia, que llega hasta la tiranía, y de apasionamiento hasta la locura. Sería el prototipo del advenedizo que se convierte en dueño de grandes tierras, eliminando a cualquiera que se le pudiera interponer. De él se expresa así el párroco de Comala: “de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala hierba” (p. 67). Y en opinión de Bartolomé San Juan: “Es, según yo sé, la pura maldad. Eso es Pedro Páramo” (p. 80). Para Abundio Martínez, se trata de: “Un rencor vivo” (p. 9). Es, efectivamente, un hombre rencoroso, y el motivo más profundo de ese resentimiento ha sido la imposibilidad de llegar a desposar a Susana, cuando en todas las demás cosas había logrado imponer siempre su voluntad sin sentir compasión alguna por el sufrimiento ajeno: “esa gente no existe”, le comenta a Fulgor Sedano (p. 63).

Hay en él contrastes inexplicables: es capaz de pasar bruscamente de los afectos más extremados —por su madre o por Susana— a los egoísmos más rastreros, o a la crueldad más despiadada. También los sentimientos que tiene hacia su hijo Miguel presentan unos contrastes muy extraños.

Muy pronto llega a sentirse “viejo y abrumado” (p. 90). Al final de su vida estará obsesionado por toda clase de temores: “De encerrarse en sus fantasmas. De eso tenía miedo” (p. 117). Se va hundiendo cada vez más y, a pesar de su impulsiva vitalidad, no hace nada para sobreponerse. “Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos” (p. 117), hasta que se fue desmoronando del todo (p. 118). Hay tal vez un simbolismo en el apellido “Páramo”, precisamente porque esa familia de Comala —y sobre todo don Pedro— representa el desierto, la falta de frutos, el lugar frío y desamparado.

2. Susana San Juan. La locura de esta mujer parece deberse, principalmente, a las malas experiencias de la infancia como, por ejemplo, los macabros hallazgos en las viejas sepulturas. Pero lo que más contribuye a su desesperación es la temprana muerte de su marido (cfr. pp. 88, 95 y 105). Todo esto se agrava con el género de vida que lleva en las minas abandonadas de “La Andrómeda”.

La grave enfermedad que padece durante tres años (p. 105) es consecuencia, según se puede deducir, de un gran desequilibrio mental. Su carácter es siempre triste y pesimista, aunque algunas veces se ría a carcajadas. Don Pedro nunca pudo entender ese misterioso mundo de Susana San Juan (p. 91).

En resumen, el autor ha caracterizado en Susana a una mujer neurótica, amargada, con un complejo de culpa (pp. 103 y 104), que sólo cree en la existencia del infierno y en nada más.

3. Juan Preciado. La personalidad de este hijo de Pedro Páramo es totalmente oscura, incluso mediocre. Se trata de un hombre que puede tener algo más de cuarenta años, y que ha pasado su vida en una situación muy precaria. Ha oído siempre las quejas de su madre, y ha adoptado una actitud de conformidad ante la vida. Ni siquiera intenta sobreponerse a las adversidades. Por el contrario, sueña con la ocasión favorable de cobrar una herencia a fin de obtener una vida fácil y cómoda. Cuando se encuentra apresado por el extraño mundo de Comala, se deja dominar por el miedo hasta el punto de morir acalambrado (p. 56).

La misma manera de ser continúa luego en el cuerpo muerto de este hombre. Se resigna a compartir con Dorotea la misma sepultura; sigue teniendo miedo a los ruidos que cree escuchar en los alrededores (p. 60), y se distrae averiguando detalles sobre lo que fue la vida en esos lugares poblados por almas en pena.

4. Dorotea la Cuarraca. Se puede sintetizar el carácter de Dorotea diciendo que siempre estuvo medio loca; que hacía payasadas y se emborrachaba; que actuaba con una aparente religiosidad, mientras ejercía el oficio de tercería en favor de Miguel Páramo (p. 71).

Dos sueños dice haber tenido en su vida: el sueño “bendito” de llegar a tener un hijo, y el sueño “maldito” que la llevó a todas las desilusiones (p. 59). Su desesperación fue causada, como ya se ha visto, por unas palabras del padre Rentería. Después de su muerte ocurren los diálogos absurdos dentro de la tumba que comparte con Juan Preciado.

5. El padre Rentería. El autor ha proyectado en el padre Rentería todos sus prejuicios sobre lo que sería el comportamiento de un cura de pueblo. Lo describe como un hombre que procura sacar ventaja de los que tienen dinero e influencia. Al mismo tiempo, está lleno de remordimientos y de pesimismo por su propia debilidad (p. 68). Piensa que las gentes del pueblo no mejoran en su vida moral a pesar de todo lo que se haga por ellas. Incluso las que han acumulado muchos méritos a lo largo de su vida, lo pierden todo en el último momento: “¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento...” (p. 31). Tanto esfuerzo para nada; tal es su frustración. Por otra parte, siente vergüenza de sí mismo y quiere esconderse de las miradas ajenas. Así actúa cuando se dirige a Contla para hacer una confesión general (p. 68 y 69). Pero ha de escuchar el reproche de su antiguo compañero de seminario: “¿Qué has hecho de la fuerza de Dios?”; y ha de volver a Comala sin recibir la absolución. Se siente un hombre malo (p. 70). Al fin de la novela, el ya anciano sacerdote se levanta en armas y se dirige a las montañas. No se aclara en favor de quién lucha; pero cabe pensar que ha tomado parte en la revuelta de los cristeros.

6. Dolores Preciado. Es una mujer ingenua y orgullosa. Al mismo tiempo, se resigna con la fatalidad de los acontecimientos. Comete errores y se lamenta luego, infructuosamente, durante todo el resto de su vida. La influencia que tiene en su hijo es negativa: llega a crear en él una tal dependencia, que anula casi del todo su personalidad, convirtiéndolo en un hombre apocado e indeciso, especialmente cuando ella muere.

Su carácter es rencoroso y vengativo hasta el final de su vida. No logra tampoco sobreponerse a la tristeza, y ése será el principal motivo de su muerte (p. 42). Siempre está llena de supersticiones, sobre todo al final de su vida (p. 10). Los únicos papeles que desempeña en la novela son los de su presencia en el recuerdo de su hijo y alguna breve referencia a su matrimonio con Pedro Páramo (p. 37 y ss.).

7. Eduviges Dyada. Era amiga de Dolores Preciado, aunque algo más joven en edad. Se trata de un personaje muy extraño: mezcla de “beata” que tiene alucinaciones, y de mujer negociante que da posada a los viajeros. Algunas de sus actitudes son claramente inmorales (p. 19), y en cierta ocasión se hace cómplice de los crímenes cometidos por orden de Pedro Páramo (p. 35).

Cuando las gentes de Comala empiezan a abandonar el pueblo, muchos dejan sus enseres en la posada de esta mujer (p. 13). Algún tiempo después, en una fecha que es imposible precisar, ella cometerá suicidio: “sus muecas eran los gestos más tristes que ha hecho un ser humano” (p. 32).

El principal papel que le corresponde desempeñar en la trama de la novela es el de alma en pena que, con aspecto de ser viviente —Y con una medalla piadosa colgada del cuello— conduce a Juan Preciado hacia el interior de su posada, engañándolo y ocultándole la verdadera identidad de Abundio Martínez (pp. 13 y 19).

8. Damiana Cisneros. Empezó siendo una muchacha de servicio en el rancho de la familia Páramo. Después de muchos años, llegó a ser caporala de todas las sirvientas de la Media Luna. Se muestra siempre complaciente con los abusos de su patrón (p. 100). También en ella hay una mezcla de religiosidad espontánea y costumbres depravadas.

Su actitud no es de fidelidad a toda prueba, sino de servilismo constante, hasta el instante mismo de la muerte de su amo (p. 118). Cuando, muchos años después, se aparece ante Juan Preciado y lo guía por las embrujadas calles de Comala, sólo habla —con pesimismo— de fantasmas, de velorios y de ruidos extraños, y se esfuma en medio de la oscuridad (pp. 42 y 43).

9. Miguel Páramo. El último descendiente de este apellido, en Comala, muere a los diecisiete años, cuando se podía muy bien prever que multiplicaría los delitos cometidos por su padre. Así lo debió pensar Fulgor Sedano: “es tan violento y vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo” (p. 63). Sin embargo, era el orgullo de don Pedro. Por eso, cuando Eduviges lo ve aparecerse en su ventana, estando muerto, le dice: “Mañana tu padre se torcerá de dolor” (p. 24). En la novela se mencionan algunos de sus crímenes (p. 63). Por ejemplo, se dice que había asesinado al hermano del padre Rentería (pp. 27 y 99). Pero, por otro lado, se insiste en que el muchacho ha alcanzado la salvación. La noche de su entierro había estrellas fugaces en el cielo: “Es que le están celebrando su función a Miguelito” (p. 31). Su salvación es consecuencia de un puñado de monedas de oro que Pedro Páramo deposita delante del cura (p. 28).

Después de estos sucesos, Miguel no volverá a aparecer más en el argumento de la novela, como si se quisiera dar a entender que, una vez salvado, ya no tiene objeto seguir penando por este mundo.

10. Abundio Martínez. Era un hombre muy pobre, que viajaba a otros pueblos llevando y trayendo noticias, y arreando sus burros de aquí para allá. Siempre había sido amable y conversador, pero, al quedar sordo, a causa de un accidente, se volvió muy silencioso (p. 19). Cuando Comala empezó a despoblarse, y había hambre entre los pocos habitantes que quedaban, Abundio se llenó de resentimiento contra su propio padre, don Pedro Páramo, considerándolo como el responsable de todos sus males. Al morir Refugio la Cuca, mujer de Abundio, éste planeó y llevó a cabo el asesinato de don Pedro (pp. 112 y 116).

11. Fulgor Sedano. El administrador del rancho había sido el hombre de confianza de don Lucas Páramo. Empezó transigiendo en los pequeños fraudes que cometía su patrón, y se vio luego envuelto en los horrendos crímenes de su nuevo amo. Intenta darse importancia de una manera algo infantil: “Sabrá pronto que yo soy el que sabe” (p. 36). Pero se empequeñece, luego, ante la prepotencia de don Pedro. En algún momento se compadece del sufrimiento ajeno (p. 63); pero termina cayendo en la adulación, y haciéndose cómplice de todos los crímenes: “Me vuelve a gustar cómo acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos” (p. 82).

Murió abaleado algún tiempo después, sin pena ni gloria, cuando las primeras bandas de revolucionarios incursionaban por el rumbo de los “vertederos”, en los alrededores de Comala (pp. 89 y 90). Entonces era ya hombre de edad avanzada.

12. Damasio el Tilcuate. Es un hombre sencillo y fiel a su patrón. Tiene, entre los demás vaqueros, indudables condiciones de jefe. Siempre optimista y con buen humor, se conforma con lo que tiene, y sufre con paciencia la adversidad y las injusticias. Obedece a Pedro Páramo en todo, sin plantearse dudas acerca de la rectitud de su amo. Éste le regala, a cambio, el ranchito de la Puerta de Piedra (p. 94). Pero el Tilcuate seguirá con sus aventuras y revueltas.

Durante muchos años se dedica al bandidaje, en apoyo siempre de algún caudillo popular. Al final, cuando el padre Rentería se levanta en armas, se niega a seguir los consejos de don Pedro —de ponerse al lado del gobierno— y dice: “Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación” (p. 111).

Otros personajes. Hay otros 15 personajes que intervienen muy brevemente en la trama de la novela. Estos son: 1) Bartolomé San Juan, padre de Susana: se trata de un hombre que ha sido un miserable y lo reconoce; sus palabras están llenas de pesimismo y se deja llevar por la fatalidad: “¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando menos nos queda la caridad de Dios” (p. 81). 2) Justina Díaz, que había criado a Susana desde niña, es el único personaje de la novela con cierta altura moral; su comportamiento es servicial y sacrificado; sus razonamientos son siempre sensatos; y sus principios religiosos, inobjetables; por eso merece de don Pedro el calificativo de “tonta” (p. 104). 3) Ana Rentería, la sobrina del cura, es una muchacha débil de carácter, muy vengativa y superficial (p. 27 y ss.). 4) Lucas Páramo: es un personaje que trata de mantener su buen nombre y una aparente corrección; pero carece de honradez en sus negocios (p. 36). 5) Toribio Aldrete, víctima de don Pedro, pretende exigir sus justos derechos, aun cuando lleva todas las de perder ante su poderoso vecino (p. 35). 6) María Dyada, la hermana de Eduviges, es una mujer bondadosa, pero con ideas muy falsas sobre el bien y el mal, y sobre la salvación eterna (p. 32). 7) Inés Villalpando, llamada también la “madre Villa”, tenía un negocio en Comala; a su tienda acudía a comprar, cuando era niño, el protagonista de la novela (p. 16); más tarde, ya anciana, le vende alcohol al arriero Abundio, tal vez sin saber que éste tramaba el asesinato de don Pedro; a cambio, le pide oraciones para ella: “pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito” (p. 114). 8) Gamaliel Villalpando: es el hijo de la “madre Villa”, y dueño de la tienda; casi siempre está borracho y malhumorado (pp. 112 y ss.). 9) Donis: es un siniestro personaje que aparece durante el delirio de Juan Preciado (pp. 46 y ss.). 10) La hermana de Donis: es otro personaje siniestro, que se siente objeto de una maldición (ibidem). 11) Doña Fausta: es una de las mujeres devotas, en el pueblo de Comala; es bastante conversadora y se muestra llena de curiosidad por las vidas ajenas (pp. 105 y ss.). 12) Ángeles: es otra mujer devota, amiga y contertulia de la anterior; suele dar consejos piadosos: “encomiéndelo todo a la Divina Providencia. Récele una avemaría a la Virgen y estoy segura que nada va a pasar de hoy a mañana. Ya después que se haga la voluntad de Dios” (p. 106). 13) El cura párroco de Contla: es amable y severo al mismo tiempo, y muy seguro de sus ideas renovadoras; se siente relegado en un pueblo lejano y pobre: “Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso” (p. 69). 14) El licenciado Gerardo Trujillo: es un abogado sin escrúpulos que, durante años, encubrió las estafas y los crímenes de los Páramo (cfr. pp. 97 y ss.). 15) La madre de Pedro Páramo: es una mujer que casi no habla; sólo sufre y llora; corregía a Pedro, cuando era niño, y lo invitaba a rezar (pp. 15, 18, 26 y 65).

En la novela aparecen muchos otros nombres, pero casi no tienen relación con el argumento.

4. VALORACIÓN LITERARIA

Para algunos, Pedro Páramo es una de las novelas más significativas de la narrativa moderna latinoamericana, dentro de la corriente del “realismo mágico”. Se trata de una novela compleja de difícil lectura, en la que da la impresión de como si el autor hubiera desordenado, a su antojo, algunos fragmentos que tenían cierta coherencia —como se desparrama un rompecabezas— para que el lector se dé el trabajo de recomponer las partes. En este sentido, la comprensión de la trama no resulta fácil. Algunos críticos han querido ver en esta característica de alterar continuamente el orden de los acontecimientos, un mérito, apreciación que para otros es muy discutible.

Se nota también un rompimiento de la continuidad en el estilo y en el modo de narrarse los hechos. Se pueden, así, distinguir tres partes principales: el viaje de Juan Preciado, con todos los sucesos extraños que le van ocurriendo; el diálogo entre dos muertos que comparten la misma sepultura y nos van proporcionando algunos antecedentes; y, finalmente, las circunstancias que conducen a la muerte de Pedro Páramo.

Queda, pues, la sensación de que se han juntado algunos retazos, pretendiendo darle vida al conjunto; pero la novela misma queda a mitad de camino entre lo vivo y lo muerto: con algunas manifestaciones de vitalidad, y otros logros en aspectos secundarios, pero sin la unidad que requiere la obra de arte.

Al margen de su valoración literaria, algunos pretenden considerar esta novela como un vivo documento sociológico que expresaría las lacras humanas, las costumbres aldeanas, las supersticiones de las gentes. Se trataría, pues, de reflejar las creencias de algunos pueblos en la comunicación —que creen tener— con las almas en pena; los hábitos ancestrales que, en las poblaciones remotas, se mantienen arraigados durante muchas generaciones; el “clamor” —como un eco persistente, más allá de esta vida— por las injusticias que nunca encontraron su castigo aquí en la tierra. Sin embargo, como “análisis sociológico”, el libro carece de objetividad. Nos sitúa en el terreno de las mentes enfermizas, de los caracteres esquizofrénicos. La maldad exagerada o generalizada es —además— irreal, incluso en el caso de algún personaje psicópata o de una comarca depravada.

Hay, indudablemente, en esta novela una dicotomía muy marcada entre la belleza y la fealdad. Hay pasajes de intenso lirismo y de lograda evocación de la vida campestre; pero, por otro lado, encontramos una burda descripción de escenas nauseabundas. Se habla de vómitos, sudores, suciedad, charcos de lodo, olores pestilentes, podredumbre de los sepulcros, con una macabra insistencia que pone de manifiesto cierta falta de mesura.

Entre los aspectos positivos se pueden mencionar a continuación los más destacados. El autor, nacido en Sayula, en el Estado de Jalisco, conoce bien la naturaleza y los paisajes de aquellos lugares, las costumbres típicas de sus pobladores y su modo de hablar característico, el léxico que emplean y la “lógica” que ponen de manifiesto. Sobre esto último, por ejemplo, se dice, en el inicio de la novela, que el camino “sube” y “baja” según se vaya o se vuelva por él (p. 7); también un mismo camino se considera como dos, según se vaya hacia Contla o se vuelva de allí (p. 49). De modo especial, se expresan con gracia las conclusiones a las que llega aquel personaje anónimo, agredido por Pedro Páramo, que ya ha sido citado (p. 76). También los revolucionarios Casildo y Perseverancio manifiestan una psicología muy característica (pp. 92 y 93).

Algunas descripciones tienen especial encanto, como la bajada de los indios de Apango, con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo (p. 82). Ciertos paralelismos están expresados con habilidad. Así sucede con la lámpara de aceite que chisporrotea y va apagándose lentamente a medida que se va extinguiendo la vida de Susana (p. 96). También hay mucho simbolismo en el modo de describir la muerte de Pedro Páramo, al final de la novela: se le ve desmoronarse como un montón de piedras. Y eso precisamente había llegado a ser el protagonista del relato debido a su dureza de corazón.

En el autor no sólo existen posibilidades para crear un ambiente de gran fuerza trágica, sino que, también, hay destreza en el empleo del lenguaje y en la elección de figuras literarias. Entre éstas, a modo de ejemplo, se pueden mencionar las siguientes: “el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra” (p. 15). “Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra corrida hacia el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada” (p. 18). “Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas” (p. 88). “Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas” (p. 105). Como muestra de lenguaje poético, he aquí una oración que procede del personaje que encarna toda la maldad: “A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras” (p. 16).

Finalmente, merecería la pena ser considerado el léxico que emplea el autor de esta narración, con la abundancia de palabras que tienen un especial significado en los lugares donde se desenvuelven los acontecimientos. Además, para entender mejor algunos de los sucesos relatados en la novela, sería conveniente tener en cuenta los principales aspectos de la revolución mexicana, en especial el momento en que aparecen los principales caudillos populares.

J.E.Ch.

 

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