RUIZ DE LA PEÑA, Juan Luis
Varias Obras
NOTAS EN TORNO A LA ANTROPOLOGIA DE J.L. RUIZ DE LA PEÑA
Ruiz de la Peña ha dedicado especial atención a la antropología teológica, tratándola en la mayor parte de sus estudios juntamente con las cuestiones relativas a la muerte y al más allá del hombre. Analizaremos sus principales publicaciones en este punto siguiendo el orden cronológico.
El hombre y su muerte
Se trata de su tesis doctoral, dirigida por el P. Alfaro, y defendida en la Facultad de Teología de la Universidad Gregoriana J.L. RUIZ DE LA PEÑA, El hombre y su muerte (Antropología teológica actual), Aldecoa, Burgos 1971, 411 pp. Está dividida en tres partes: la primera desarrolla la doctrina tradicional de la muerte; la segunda, la muerte en el pensamiento acatólico contemporáneo; la tercera, la moderna teología contemporánea. El A. expone y critica el pensamiento, entre otros, de los siguientes escritores: Max Scheler, M. Heidegger, J.P. Sartre, K. Jaspers, G. Marcel, Teilhard de Chardin, E. Mersch, H.E. Hengstenberg, K. Rahner, H. Volk y R. Troisfontaines. K. Rahner es el que mayor atención recibe.
Aunque el libro es el primer trabajo de investigación del A. y, como es natural, demasiado académico, ya aparecen en él las cuestiones y los planteamientos que le ocuparán en sus posteriores publicaciones. Esto es claro, sobre todo, en la síntesis conclusiva final.
No es infrecuente encontrar en el libro frases como ésta: "La resurrección es la recuperada existencia del hombre entero que había sucumbido en la muerte enteramente. Todo el hombre había cesado de ser; todo el hombre recobra el ser, pero no ya en la vuelta de un período transitorio, de nuevo destinado a la muerte, sino en el estado definitivo de la existencia terrena" (p. 372). El lenguaje aquí empleado no deja espacio para la pervivencia del alma tras la muerte. Aunque puede pensarse que estas frases de Ruiz de la Peña están motivadas por su deseo de defender la unidad del hombre, el resultado es que el hombre queda mutilado precisamente en lo que le diferencia del ser totalmente material. Decir, en efecto, que el hombre todo entero sucumbe enteramente en la muerte es negar la inmortalidad del alma. En su último libro —Imagen de Dios—, que analizamos al final de esta nota, el A. acepta algo que se le objetó desde el principio: que sin pervivencia del alma después de la muerte no es posible la resurrección. En efecto, si sucumbiese enteramente el hombre en la muerte, devolverle la vida sería no una resurrección, sino una nueva creación.
Se nota aquí la influencia de Rahner, que define el alma como "espíritu corpóreo". En esa línea, el autor considera que "la unidad sustancial alma-cuerpo se hace patente en las afirmaciones sobre el alma como forjadora, en la materia, de su propio cuerpo y sobre el cuerpo como reflejo exterior del alma, así como en la exposición de la mutua y esencial referencia de ambos principios" (p. 376). Sin embargo, a pesar de sus ataques al platonismo —por la fuerte contraposición que hace entre cuerpo y alma en cuanto realidades distintas y opuestas—, Ruiz de la Peña sigue adherido a él. En efecto, sólo quien entienda la unión alma-cuerpo como una acción del alma sobre el cuerpo —como el motor que mueve lo móvil— puede decir que el alma "es forjadora, en la materia, de su propio cuerpo", y se entiende que pueda pensar que la muerte tiene algo de acción —para Santo Tomás es pura passio—; además tendrá dificultades a la hora de concretar la necesidad de identidad numérica del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno, ya que, si el alma se forja su propio cuerpo, bastará cualquier materia para que el alma haga de ella su propio cuerpo.
Todo esto llevará a Ruiz de la Peña a considerar como muy problemática la existencia del alma separada: "La problematicidad de este estado (el estado intermedio) surge de la evidente tensión que se produce entre dos verdades dogmáticas: la retribución sigue inmediatamente a la muerte; la resurrección tendrá lugar al final de la historia" (p. 379). "Es inevitable —prosigue, acumulando argumentos contra la pervivencia del alma separada—, hasta qué punto una entidad dimidiada a nivel ontológico puede ser perfecta a nivel operacional (el alma bienaventurada goza de la visión de Dios) y qué puede suponer todavía la resurrección, objeto de la esperanza cristiana, para esa entidad llegada al ápice de la más colmada beatitud" (p. 180).
En lógica con este planteamiento, Ruiz de la Peña minimiza el contenido de las enseñanzas del Magisterio. Según él, "la definición de la inmortalidad del alma, efectuada por el Concilio V de Letrán, iba dirigida a salvaguardar la inmortalidad personal, no la de un espíritu puro" (ibid.). De igual forma, la Const. Dogm. Benedictus Deus no exigiría la aceptación de la inmortalidad del alma, y eso a pesar de que en ella se habla de recibir el premio o el castigo inmediatamente después de la muerte y ante resumptionem suorum corporum. Ruiz de la Peña se inclina —contra toda evidencia, pero siguiendo una ya larga serie de autores protestantes— a pensar que "precisamente porque se da inmediatamente la retribución esencial, se da el único sujeto capaz de recibirla, el hombre entero" (p. 383). De una forma o de otra, Ruiz de la Peña se suma a aquellos que, como K. Barth, dicen que la resurrección acontece inmediatamente después de la muerte Cfr C. POZO, Teología del más allá, Madrid 1980, pp. 176ss. Y esto, para evitar el hablar claramente de la pervivencia del alma separada.
Conviene tener en cuenta que las dificultades que plantea Ruiz de la Peña son más aparentes que reales. Aunque el cuerpo es una parte esencial del hombre, la parte más perfecta y principal es el alma espiritual e inmortal. Por eso, tras la separación del cuerpo y del alma en la muerte, el hombre puede recibir la retribución esencial de la gloria a través de la unión de esa alma espiritual con Dios. A esta retribución se sumará una perfección y felicidad mayor en el momento de la resurrección del cuerpo Cfr. S. Tomás de Aquino, Contra Gentes IV, c. 79.
La otra dimensión
Con este libro, Ruiz de la Peña aborda la ardua tarea de elaborar un manual de escatología.
J.L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión. Escatología cristiana, Ed. Eapsa, Madrid 1975, 398 pp. Está dividido en dos partes: la primera, dedicada a la teología bíblica; la segunda, a la teología sistemática. El orden de las cuestiones es similar al seguido por Schmaus en el tomo VII de su Dogmática. El contenido, sin embargo, es diverso.
Concepto de Escatología
"La escatología es la reflexión creyente sobre el futuro de la promesa aguardado por la esperanza cristiana" (p. 21). "La escatología, en suma, es un sector ineludible de la antropología teológica desde el momento en que ésta comprende al hombre como ser histórico. En efecto, a un ser de este tipo le es propio el pronóstico del futuro en cuanto momento interno de su presente (...) La escatología es, además, una cristología desarrollada; cuanto pueda decirse sobre el futuro absoluto desde la esperanza está prefigurado en el acontecimiento central de la historia que es Jesucristo" (p. 23).
Ruiz de la Peña sabe dar importancia a lo que se ha dado en llamar escatología colectiva y escatología individual. Sin embargo, no puede menos de notarse la falta de precisión en las frases citadas, que, paradójicamente, son las frases en que con mayor claridad expresa el A. su concepto de escatología. Nótese que la escatología es reducida a "reflexión creyente sobre el futuro de la promesa aguardado por la esperanza cristiana" y que en este esbozo de definición ni se alude a la luz de la fe ni al Magisterio de la Iglesia.
Puede decirse que esta ambigüedad de planteamiento —en definitiva, se trata de una ambigüedad en el concepto mismo de teología— abarca toda la obra. La "reflexión creyente" se hace tomando a autores ateos, protestantes y católicos como justificante de sus afirmaciones, sin distinguirlos adecuadamente. Más que como una labor de la ratio fide illustrata, Ruiz de la Peña realiza su trabajo como una reflexión cultural sobre unas ideas religiosas: de ahí que otorgue la misma importancia a autores tan diversos como Moltmann, Bloch o Rahner.
El tratamiento de la Sagrada Escritura
En el libro se dedican tres largos capítulos a mostrar el contenido escatológico de la Sagrada Escritura. Aunque alguna vez utiliza el adjetivo "inspirado" para referirse a los textos bíblicos, el análisis que de ellos se hace muestra que se están tratando al viejo estilo de la historia de las religiones, en la que se considera a éstas como mero producto del espíritu humano.
No son infrecuentes frases como ésta: "Por muy firmemente enraizado que estuviese en Israel el principio de la retribución temporal, no podía sortearse durante mucho tiempo el test de la experiencia". La confrontación con la realidad había de imponerse forzosamente a la atención de los creyentes. Y los resultados de tal confrontación conducían, de modo inevitable, a una crisis del principio mismo. En la vida real, en efecto, no siempre los justos son felices y los pecadores desgraciados; más bien sucede con frecuencia lo contrario. Mientras se sostuvo la concepción colectiva de la retribución, cabía recurrir a la solidaridad en el pecado o la justicia de los padres para explicar el desajuste de la realidad y el principio 'los padres comieron los agraces y los hijos sufren la dentera'. Mas al tomar cuerpo la conciencia de la propia responsabilidad ante la justicia de Dios ('yo daré a cada cual según sus acciones'), la coherencia realidad-principio comienza a resultar amenazada. Los primeros síntomas de la crisis surgen en unas cuantas voces aisladas, profetas y salmistas, a los que seguirán dos libros íntegramente dedicados al tema: Job y Eclesiastés. En ellos la crisis se transforma en crítica devastadora, que acabará con la credibilidad de la tesis tradicional (...) El problema de la retribución llega, a través de Job y Qoh, a un punto muerto. La vieja esperanza en una sanción temporal ha sido demolida por la objetividad insobornable de ambos sabios, quienes empero se muestran incapaces de proponer una solución de recambio (...) No pasará empero mucho tiempo sin que la fe dé con estas fórmulas: resurrección-inmortalidad" (pp. 78-91).
Ruiz de la Peña aparece en esta cuestión deudor del P. J. Alonso en su obra "Jacob lucha contra Elohim" (Santander 1964). Al subrayar lo humano hasta el punto de parecer la única causa de lo escrito en la Biblia, el libro de Job parece tratado como el libro de los Vedas. En cuanto a la cuestión apuntada, la conclusión a que se llega es de graves consecuencias: dado que los judíos creían que Dios es justo y veían que los buenos sufrían y los malos gozaban en esta tierra, emprendieron diversos caminos, parciales y humanos, para solucionar esta paradoja; primero pensaron que los buenos sufrían por solidaridad con sus padres, que habrían sido malos; al ponerse de relieve la responsabilidad personal, en un acto de fe heroica, dieron con la fórmula resurrección-inmortalidad. En consecuencia, estas verdades centrales de la doctrina de la Fe que conocemos por Revelación no serían otra cosa que el resultado de "un acto de fe heroica" —entendida en el sentido de esfuerzo intelectual humano— para solucionar la paradoja de un Dios justo que no premia ni castiga en la tierra.
El escatologismo consecuente
A la hora de tratar lo concerniente al escatologismo consecuente Por escatologismo consecuente se entiende el planteamiento —nacido en ambientes protestantes— según el cual Jesús esperaba equivocadamente una repentina y próxima irrupción del Reino de Dios. Ruiz de la Peña busca una postura moderada, pero que, a veces, parece no aceptar en su integridad todos los datos de la doctrina de la Fe: "Admitamos además que los nuevos planteamientos de la dogmática católica en torno al saber humano de Cristo insisten, con buenos motivos, en la limitación e historicidad (=permeabilidad respecto a las ideas de su tiempo) del mismo, superando el docetismo psicológico o el neoapolinarismo larvado de las teorías tradicionales. En este punto, pues, la exégesis no tendría que sentirse vinculada por escrúpulos sistemáticos. Jesús bien pudo sostener, a título de conjetura, que la parusía vendría pronto, no más tarde de los límites de su generación. (...) El embarazo de la exégesis al pretender sortear este sentido obvio es puesto de manifiesto por la variedad de interpretaciones. Las dificultades desaparecen si se acepta en principio la posibilidad de que Jesús haya aventurado una opinión sobre uno de los temas más apasionadamente debatidos en su medio ambiente (...) En cuanto a Mc 13, 32, las sospechas sobre su autenticidad se estrellan contra el hecho palmario del carácter escandaloso del logión (...) Respecto a su interpretación, una cosa es clara: Jesús hace una diáfana confesión de ignorancia acerca del cuándo de la parusía. Pero la ignorancia puede ser relativa: sobre la base de que el fin acaecerá dentro de la presente generación (v. 30), se ignoraría la fecha. O bien se trata de una ignorancia absoluta: la determinación del día antonomástico está reservada al conocimiento exclusivo del Padre (...) El no saber de Mc 13, 32 aparece, en suma, como una declaración de principio e incluye, por tanto, una indefinición general, a cuya luz ha de ponderarse el valor teológico de los logia sobre la parusía dentro de una generación" (pp. 148-151).
Nótese la forma demagógica con que el A. inicia el tratamiento de una cuestión tan delicada como es la interpretación de la frase en la que Jesús afirma no conocer la fecha del fin del mundo y a la naturaleza de su mesianismo. Ruiz de la Peña califica de docetismo psicológico o neoapolinarismo larvado —en seguimiento de K. Rahner— la afirmación de que Jesús no padeció ignorancia de todo aquello que le concernía como Mesías, concretamente no padeció ignorancia —y mucho menos error— en torno a su segunda venida y al fin del mundo. Si bien es verdad que el A. no afirma con claridad que Cristo fuese falible, sí afirma que padece ignorancia en cuestión tan capital y que sostiene cosas "a título de conjeturas". Y tras calificar a la exégesis que interpreta estos textos sin echar mano de una pretendida "ignorancia" de Jesús como "aquejada de escrúpulos sistemáticos", afirma que Jesús hace "una diáfana confesión de ignorancia". El rigor científico habría pedido exponer con mayor serenidad el estado de la cuestión y dejarse de calificar como "escrúpulos sistemáticos" una tradición teológica que ha sido la unánime desde la patrística hasta nuestro siglo.
El juicio universal
En seguimiento de K. Rahner y L. Boros, Ruiz de la Peña se inclina por entender el juicio universal como autojuicio, insinuando que tiene lugar en la historia y, sobre todo, en el momento de la muerte: "Estas dos versiones (Jn-Mt ) del juicio, aunque coincidentes en el considerarlo como autojuicio, difieren en su aspecto formal: para Juan lo que decide es la fe o la incredulidad; para Mateo todo se condensa en el amor o desamor. La discrepancia, con todo, es más aparente que real (...) El juicio en cuanto decisión acontece, pues, en el ahora de la responsabilidad; de esta forma, tal juicio posibilita y funda la índole personal del hombre (...) El juicio cristiano no es, en suma, un proceso jurídico a celebrar en el éschaton; se está llevando a cabo en la respuesta de la persona a sus responsabilidades históricas (...) Así pues, el juicio escatológico, que es primariamente acto de salvación, importa secundariamente un aspecto judicial, por cuanto la epifanía del señorío de Cristo constituye la pública revelación del contenido real de la historia y del alcance irreversible de las opciones en ella operada" ( pp. 187-189).
El lenguaje utilizado es brillante y ambiguo. Sin adherirse totalmente a la tesis de Ladislaus Boros —para quien el juicio universal sería autojuicio y tendría lugar en el momento de la muerte de cada individuo—, el A. insinúa que el juicio no es otra cosa que la decisión responsable y, cuando menciona que posee "secundariamente un aspecto judicial", éste queda reducido a la influencia de nuestras opciones personales en la historia, y se silencia que se trata de un juicio realizado por Cristo, juez de vivos y muertos Cfr. Mt 25, 31-33; Jn 5, 22-23; Act 17, 31; l Pet 4, 5.
Más radical en la consideración antropocéntrica de la escatología se muestra Ruiz de la Peña al tratar del infierno. Admite con claridad la doble pena —poena damni y poena sensus—, así como la eternidad del infierno. Sin embargo, entiende que "el juicio de condenación es siempre autojuicio" (p. 281). "El infierno no es creación de Dios. La voluntad divina respecto a él es idéntica a su voluntad respecto al pecado, supuesto que la muerte eterna no es sino fruto del pecado. Ahora bien; es evidente que Dios no puede crear ni querer el pecado. No se ve entonces cómo pueda crear o querer el infierno. La Iglesia ha rechazado la tesis del predestinacionismo cuantas veces ha aparecido en la historia" (p. 280).
Una cosa es que la Iglesia haya rechazado siempre la tesis del predestinacionismo —que haya predestinación al infierno—, y otra cosa bien distinta es que la Iglesia haya dicho que el juicio de condenación es "autojuicio" o que Dios no pueda querer o crear el infierno. Decir que "el juicio de condenación es siempre autojuicio", equivale a afirmar que el infierno es autocastigo. Aunque esto es cierto en buena parte, de aquí no se deduce que Dios no premie a los buenos y castigue a los malos, o que es sólo aquel que "levanta acta de esta voluntad (del pecador) y la ratifica" (p. 281). Por otra parte, puesto que el infierno —a diferencia del pecado— no es un mal en sí, sino un medio para que resplandezca la justicia divina, Dios puede quererlo y crearlo.
El problema del estado intermedio.
En las cuestiones relativas a la muerte, Ruiz de la Peña se adhiere aquí casi totalmente a las posiciones de Rahner y Boros. En primer lugar, en cuanto a la concepción de la unión alma-cuerpo: "El alma, informando la materia, crea el cuerpo que le es necesario para realizarse como espíritu humano; el cuerpo, materia informada por el alma, es la expresión visible de ésta, su autorrealización" (p. 310). De este modo, el A. está concibiendo la unión alma-cuerpo como una acción del alma: "el alma crea el cuerpo que le es necesario para realizarse", y no distingue entre la naturaleza espiritual del alma y la material del cuerpo: el cuerpo es "autorrealización del alma". De ahí que conciba la muerte como acción, y como autorrealización del hombre.
El A. se muestra dudoso de que exista el estado intermedio, es decir, la posibilidad del alma separada. Comienza a tratar este asunto aduciendo las dos objeciones principales contra la existencia del alma separada: el alma no podría recibir el premio o el castigo, "supuesto que es el hombre entero (espíritu encarnado) el sujeto del mérito o demérito durante el período de prueba" (p. 348); el alma separada tampoco podría sufrir ni gozar: "una entidad incompleta a nivel ontológico (el alma no es el hombre ni la persona; no es ser, sino principio de ser), ¿puede ser perfecta a nivel operacional?" (ibid). Conviene hacer notar aquí que el A., apoyado en el hecho de que el alma es uno de los coprincipios del hombre, dice que "no es ser" y, en consecuencia, parece claro que, separada del cuerpo, no puede subsistir.
A la hora de analizar la doctrina del Concilio Lateranense V sobre la inmortalidad del alma, escribe: "El alma de la que la definición (del Lateranense V) predica la inmortalidad no es un espíritu puro; es el alma forma del cuerpo. No son pocos los teólogos protestantes que identifican el dogma del Lateranense V con la tesis filosófica del alma inmortal. Hecho lo cual, es fácil mostrar —continúa Ruiz de la Peña— que dicha tesis es no sólo ajena, sino contraria a la Escritura, para concluir finalmente en la repulsa de la postura católica. En este proceso discursivo se está homologando sin más la inmortalidad que enseña el concilio con una pretendida inmortalidad del alma separada" (p. 392).
Inmortalidad del alma, según Ruiz de la Peña, no es lo mismo que inmortalidad del alma separada, es decir, inmortalidad del alma tras la muerte corporal. No especifica, como es natural, qué significa la inmortalidad del alma no separada. Para Ruiz de la Peña, inmortalidad del alma en este lugar parece significar "inmortalidad personal de cada hombre" (ibid). Pero, de este modo, no puede explicar qué ocurre en el hombre en el momento de la muerte. Según la doctrina de la Iglesia ésta consiste en la separación del alma del cuerpo. La primera, inmortal, surge el juicio particular y espera a la resurrección de los cuerpos. Pero, si el alma separada no es inmortal, no subsiste por separado al igual que el cuerpo.
Ante estas dificultades, el A. parece inclinarse —aunque no lo diga explícitamente— a la tesis de Althaus, Barth y Brunner consistente en decir que el hombre resucita en el momento de la muerte. Así se deduce de este texto escrito en forma interrogativa: "Ahora bien que una tal retribución siga inmediatamente a la muerte es justamente lo que Benedicto XII (repitámoslo una vez más) quiso definir. Ahora bien: ¿puede admitirse esa actividad perfectísima, plenamente saciativa, en el alma separada, a saber: en un sujeto distinto del que mereció, en una entidad incompleta, en algo que no es ser, sino principio de ser? ¿No cabría argüir así: porque se da inmediatamente la retribución esencial, se da el único sujeto capaz de recibirla, el hombre entero?" (p. 394).
A esta tesis cabría añadir todavía la objeción ya señalada anteriormente: si el hombre muere y no posee ningún elemento inmortal, fila resurrección posterior no sería una nueva creación? La Congregación de la Doctrina de la fe, en el documento Recentiores episcoporum synodi (17-V-79), ha tomado la siguiente posición respecto a la teoría de la "resurrección en el momento de la muerte": "La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y voluntad, de manera que subsiste el mismo 'yo' humano, faltando sin embargo el complemento de su cuerpo. Para designar este elemento la Iglesia emplea la palabra 'alma', consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina [lat.: censet], sin embargo, que no se da razón alguna para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos (...). La Iglesia, en conformidad con la S. Escritura, espera 'la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor, considerada, por lo demás, como distinta y aplazada con respecto a la condición de los hombres inmediatamente después de la muerte'" AAS 71 (1979) 941. (trad. de "Ecclesia" 1944 (VI-79), pp. 7-8).
Muerte y marxismo humanista
Ruiz de la Peña aborda aquí J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica, Sígueme, Salamanca 1978, 209 pp. el discurso sobre la muerte humana en los siguientes autores marxistas: E. Bloch, R. Garaudy, M. Machovec, V. Gardavsky, A. Schaff, L. Kolakovsky y E. Morin. El lector se encuentra con una selección de textos sobre la muerte elaborados por estos autores marxistas considerados heterodoxos por el marxismo oficial, y con unos comentarios de Ruiz de la Peña sobre ellos.
Es éste el libro sobre el que más se nota el paso del tiempo. Desde el punto de vista del pensamiento antropológico de Ruiz de la Peña, quizás el capítulo más interesante sea el último, dedicado a resumir los principales]es problemas y aporías de la antropología y thanatología (estudios sobre la muerte) del llamado marxismo humanista. Ruiz de la Peña subraya que es imposible una auténtica antropología que no esté basada en el reconocimiento del Creador: "El quién del hombre y el quién de Dios no son, para el creyente, cuestiones disparatadas, susceptibles de un tratamiento diacrónico. Y ello por dos razones: porque el hombre, según la Biblia, es imagen de Dios; Dios entra en la definición bíblica del hombre. Y sobre todo porque lo que singulariza al teísmo cristiano es la afirmación de la encarnación de Dios, lo cual equivale a decir que, para ese teísmo, la causa del hombre es ya la causa de Dios y viceversa (...) La relación a Dios es, además, para el cristianismo, el fundamento del valor del hombre. En cuanto tú de Dios, todo hombre, cada hombre, es algo único e irrepetible, posee la cualidad de lo insustituible. Al tener su origen en el amor gratuito y personal de Dios, es un valor absoluto, que no puede ser puesto en función de nada, dado que todo está en función de él" (pp. 198-199).
Entiende Ruiz de la Peña que es injustificable el que los autores estudiados rechacen el tomar en serio la cuestión de la existencia de Dios (p. 201) y, tras exponer que sólo la doctrina cristiana sobre la resurrección es capaz de solucionar los interrogantes que la muerte plantea al hombre, muestra lo absurdo que es hablar de un ideal de justicia sin aceptar que esta justicia ha de llegar para todos, también para los muertos: "Ofrecer justicia a una parte de la humanidad, a la porción de los elegidos que han tenido la fortuna de ver la luz en la patria de la identidad, es la canonización de la injusticia, la resignación ante su fatal parcialidad. O hay justicia para todos, o no hay justicia, ni tiene por qué haberla" (p. 205).
Al sugerir caminos para la prosecución del diálogo con estos escritores, Ruiz de la Peña propone, en primer lugar, poner de relieve la doctrina cristiana de la resurrección: "La tesis de la inmortalidad del alma constituyó durante mucho tiempo para la teología una tentación irresistible, y se ofertó como verdad racionalmente demostrada y vinculante. Ahora bien; sin bascular ahora al extremo contrario de negar tal tesis, hay que dejar claro que la respuesta cristiana al interrogante de la muerte no es la inmortalidad del alma, sino la resurrección de los muertos" (p. 206). En segundo lugar, propone —no sin cierta injusticia en el lenguaje utilizado— que los teólogos obvien "en sus reflexiones el mitologismo evasionista tan lúcidamente denunciado por Feuerbach, que escamotea las dimensiones antropológicas de nuestro tema, para entregarlo intacto a la llamada escatología individual" (p. 207).
Conviene hacer notar, en primer lugar, que la posición de Feuerbach no se debe a ningún escándalo ante un "mitologismo evacionista", sino que se encuentra en plena coherencia con su radical y lúcido ateísmo que pretende revestir al hombre de características divinas, convertir la política en religión, y al Estado en providencia y señor absoluto del bien y del mal, de la vida y de la muerte de los ciudadanos.
En segundo lugar, es evidente que, según la doctrina cristiana, lo que constituye la victoria sobre la muerte no es la inmortalidad del alma, sino la resurrección de los cuerpos. La resurrección aniquila la muerte, precisamente porque restaura lo que la muerte destroza. Pero la doctrina cristiana sobre la muerte y la resurrección pre-exige la inmortalidad del alma, pues la resurrección —iterata surrectio— es algo distinto de la mera inmortalidad y también de la aniquilación-nueva creación.
En la doctrina sobre la muerte que le sirve de base para criticar a estos autores, Ruiz de la Peña conserva —aunque más moderadamente— los puntos que ya se han señalado en los libros anteriores. Esto se nota, sobre todo, en el tema de la inmortalidad del alma. En efecto, aunque, como hemos visto, afirma explícitamente en la p. 206 que no niega la inmortalidad del alma, no la aduce como parte importante de la doctrina cristiana sobre la muerte.
Las nuevas antropologías
Con este libro J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, Sal Terrae, Santander 1983, 232 pp. Ruiz de la Peña intenta "poner al alcance de los estudiantes de teología el marco de referencias en el que ha de moverse hoy el logos cristiano sobre el hombre si quiere ser un discurso contextuado e inteligible. En este sentido, el libro aspira a ser no mucho más que una crónica o informe sinóptico de las discusiones antropológicas en curso" (p. 10). Escrito con la conocida capacidad que el A. posee para vulgarizar y resumir el pensamiento de otros, es en el último capítulo —"Imagen de Dios"—, donde se encuentra más detalladamente expresado su pensamiento en torno a las cuestiones claves de la antropología. Así pues, sin entrar en el contenido de los capítulos anteriores, nos centraremos en el análisis de este último capítulo.
Humanismo y antihumanismo
Todo el libro está pensado como un diálogo con sectores del pensamiento contemporáneo especialmente representativos en torno a la difícil cuestión de la constitución ontológica del hombre y, más en concreto, en torno a la existencia y naturaleza del alma. El A. comienza este diálogo haciendo notar que la "línea divisoria" de la discusión en torno a la existencia del alma "no pasa por los polos teísmo-ateísmo, sino por los de humanismo-antihumanismo "(p. 202). Así ha podido mostrarlo, sobre todo, en el estudio de la antropología estructural (pp. 34-51).
La observación es acertada, en cierto sentido. En efecto, todos los que niegan la existencia del alma, de una forma o de otra, reducen el hombre a "parcela anónima" de la creación y, por tanto, son incapaces de captar lo verdaderamente humano del hombre. De ahí que las teorías que niegan la existencia del alma hayan de ser calificadas como de antihumanistas por la reducción brutal que hacen de lo humano a mera materia. Con esta argumentación, el A. piensa atraer al comienzo de su raciocinio a más de un ateo que tenga la buena voluntad de defender al hombre. "Como se ve, escribe Ruiz de la Peña, el contencioso humanismo-antihumanismo no se inscribe en el universo de las cuestiones exquisita y exclusivamente especulativas. Muy al contrario, en cada una de estas opciones está en juego, de manera nada inocente, la legitimación de dos formas de praxis política, social y ética diametralmente opuestas" (p.206). Defender la existencia del alma, es el mensaje de Ruiz de la Peña, es, pues, defender al hombre.
La honestidad mental parece pedir, en cambio, que no se oculte, por motivos apologéticos, que la cuestión humanismo-antihumanismo no es separable de la cuestión teísmo-ateísmo. Bien lo pone de relieve el mismo A. al haber elegido como título de este capítulo la expresión bíblica "Imagen de Dios".
He aquí una frase en la que se ve claro el pensamiento del A.: "Convendría indagar (...) si el ateísmo auténtico no le será tan imposible a un humanismo coherente como el teísmo lo es al antihumanismo, de forma que la doble bipolaridad a que se hacia alusión al comienzo de este capítulo (teísmo-ateísmo, humanismo-antihumanismo) resultaría más aparente que real" (p.231). Lástima que quizás estas frases no queden suficientemente destacadas, llevando el diálogo científico hasta sus últimas consecuencias.
El problema del alma
Tras señalar la inseparabilidad entre "la cuestión del alma" y la bipolaridad humanismo-antihumanismo, Ruiz de la Peña continúa su iter argumentativo, mostrando que no se puede contentar uno con palabras y funcionalidades, sino que es necesario entender el alma como algo perteneciente a la misma constitución del hombre. "Para decirlo con una expresión de Thielicke —dice en la p. 209, refiriéndose a este autor protestante—, tiene que haber en el hombre un momento óntico que respalde objetivamente su inalienable singularidad frente al resto de lo real". Es decir, es necesario perder "complejos inhibitorios" a la hora de hablar del alma, bajar sinceramente al "subsuelo metafísico de la entera problemática". "Bastaría —prosigue Ruiz de la Peña— con poder llegar a la convicción razonable de que el concepto alma no es un pseudo-concepto, una idea irrelevante o inútil, una representación perimida, sino que denota —no siempre con el mismo vocablo— lo que en el hombre late de más irrenunciable de lo humano" (p. 208).
¿Monismo o dualismo?
Ruiz de la Peña es consciente de que, tras la cuestión an sit viene inmediatamente la cuestión quid sit, es decir, cómo ha de entenderse la ontología de ese elemento que caracteriza a lo humano y que llamamos alma. Y es aquí donde comienzan sus vacilaciones y, en cierto sentido, los verdaderos problemas. "Así pues, escribe en la p. 209, parece metodológicamente indispensable distinguir con nitidez dos cuestiones alojadas en la problemática del alma: an sit, quid sit. Hay razones de peso para responder a la primera (la concerniente a su existencia) afirmativamente; la segunda, en cambio, la que atañe a su esencia, supuesto el mínimo de contenido implicado en la primera, ha de dejarse abierta, y probablemente sea ése su crónico destino".
La razón de fondo de esta afirmación está en el hecho de que Ruiz de la Peña tiene tanto temor a todo dualismo que ni siquiera parece aceptar la dualidad de coprincipios al hablar del cuerpo y del alma. Piensa Ruiz de la Peña que la negación contemporánea de la existencia del alma por parte de numerosas antropologías está motivada por los excesos espiritualistas platónicos y neoplatónicos de otro tiempo. Para evitar este peligro sería necesario, según él, rechazar incluso el hablar de dualidad de coprincipios.
Según Ruiz de la Peña, "el vocabulario antropológico bíblico (incluso el de los libros escritos en griego) desconoce el binomio alma-cuerpo y describe el ser humano indistintamente como carne animada o como alma encarnada; en todo caso, no como composición de dos realidades yuxtapuestas, sino como una única realidad, no por pluridimensional menos unitaria. En verdad, si el dualismo ontológico es incompatible con la fe en la creación, que no conoce sino un solo principio de todo lo real (y que, por ende, ha de afirmar la bondad radical de todo lo existente, en tanto en cuanto es creación de ese único principio), el dualismo antropológico haría insostenibles tres verdades cardinales del Nuevo Testamento: la encarnación del Verbo, la redención por la pascua (es decir, por la corporeidad de Jesús), y la resurrección de los muertos. Así pues, la antropología que desee permanecer fiel a la lectura bíblica del fenómeno humano no podrá ser ni monista ni dualista" (pp. 220-221).
Como se ve, no hay total coincidencia entre ideas y vocablos, con la ambigüedad consiguiente. Se puede estar de acuerdo con la última afirmación: el monismo y el dualismo son contrarios a la antropología bíblica, si se entiende el monismo como el que cuerpo y alma forman una sola realidad —el hombre no sería más que materia o espíritu—, y si se entiende el dualismo como si cuerpo y alma se uniesen sólo accidentalmente, es decir, sin formar esa estrecha unidad de que habla la Sagrada Escritura.
Esto, sin embargo, no justifica afirmaciones como las siguientes: "El vocabulario antropológico bíblico (incluso el de los libros escritos en griego) desconoce el binomio alma-cuerpo". Esto es sencillamente falso, a no ser que la palabra binomio se entienda como dualista. Y en el párrafo siguiente leemos: "Más concretamente: ¿será posible ser fieles a dicha comprensión y continuar utilizando el esquema dicotómico alma-cuerpo, extraño a la antropología bíblica y propio de paradigmas antropológicos dualistas? Tal lenguaje no sería utilizable, obviamente, en una interpretación monista del hombre; si lo es en una antropología cristiana, será sólo a condición de que los términos alma-cuerpo no signifiquen ya lo mismo que significaban en el dualismo" (p.221).
Así pues, Ruiz de la Peña, que no quiere ni monismo, ni dualismo, ni binomio alma-cuerpo, se niega, por una parte, a ser monista y, por otra, a ser dualista, pero, como
era de esperar, se inclina por utilizar un esquema dicotómico, pero dando a los vocablos alma-cuerpo un significado nuevo, distinto de lo que significan en la tradición teológica de la Iglesia.
El alma, "materia que se autotrasciende"
Ruiz de la Peña, para sobrepasar toda dualidad en la consideración del "binomio alma-cuerpo", propone una concepción de alma y cuerpo tomada de K. Rahner. Ya ha aparecido insinuada en un párrafo citado anteriormente, cuando nos decía que en el vocabulario bíblico se designa al ser humano "indistintamente como carne animada o como alma encarnada", identificación que recuerda la definición rahneriana del hombre como "espíritu en el mundo", contraria a la clásica definición del hombre como "animal racional", y la también definición rahneriana del alma como "espíritu corpóreo". Conviene tener presente que no es lo mismo —y el A. lo sabe de sobra—, decir alma que decir espíritu: Dios es espíritu, pero nunca será alma de nada; y el alma humana es espiritual, no meramente por su función de animar el cuerpo, sino por su propia sustancia.
De ahí que, a veces, esta influencia rahneriana pese demasiado, no sólo en alguna nota (cfr., p.e., p. 217, nt. 6), sino en expresiones como la siguiente: "Decir alma (o mente o espíritu) equivaldría a decir materia autotrascendiéndose realmente hacia lo nuevo, lo distinto, lo ontológicamente más rico y superior" (p 214).
Por muchos esfuerzos dialécticos que haga Ruiz de la Peña —y es un buen dialéctico—, afirmaciones como la que se acaba de citar son, sencillamente, monistas, por mucho que se quiera evitarlo. El alma, de ser verdad frases como la subrayada, no sería más que la misma materia que se autotrasciende, es decir, no sería una sustancia espiritual, creada directamente por Dios e infundida en el hombre, así como viene afirmado por la Iglesia (cfr. DS 190, 360, 685, 3896). Y lo que ha dicho la teología a lo largo de tantos siglos es que el alma del hombre —el principio que da vida y organiza a su materia— es no material, sino espiritual. Nunca se dice que el alma sea una materia que se ha autotrascendido.
La interpretación de Tomás de Aquino
Ruiz de la Peña intenta aducir en su favor a Tomás de Aquino y la fuerza de su pensamiento en torno a la unidad del hombre, es decir, intenta apoyar su interpretación en la doctrina tomista del anima unica forma corporis, pero su intelección de la antropología de Santo Tomás no es otra que la relectura que de ella hace Rahner. Ruiz de la Peña se esfuerza por mostrar que el hombre —según la expresión rahneriana— es espíritu corpóreo. Es verdadera la siguiente afirmación: "Lo que realmente existe es lo unido; en el hombre concreto no hay espíritu por un lado y materia por otro. El espíritu en el hombre deviene alma, que no es espíritu puro, sino la forma de la materia. La materia en el hombre deviene cuerpo, que no es una materia bruta, sino la informada por el alma" (p. 223).
Esta presentación de la doctrina clásica es, sin embargo, viciada inmediatamente, cuando aduce afirmaciones como las siguientes: "El espíritu no cumple en el hombre dos funciones distintas (una ser espíritu; otra, ser forma de la materia); es espíritu informando, e informa en tanto que espíritu. A su esencia pertenece la corporalidad. Si Abelardo podía pensar tranquilamente que el alma es persona en cuanto separada del cuerpo, Tomás afirmará repetidamente que el alma ni es el hombre, ni es persona. A su vez, el cuerpo no se limita a ser instrumento o base de despegue del espíritu humano; es más bien su modo de ser propio, su autorrealización espacio-temporal. Y no por decir esto se espiritualiza la materia; lo que se está haciendo es materializar el espíritu: si el cuerpo es la materialidad del alma, el alma es la realidad del cuerpo" (p. 224). Y líneas más adelante: "El hombre entero es, en definitiva, alma y a la vez cuerpo. Es alma en cuanto totalidad una, dotada de interioridad; es cuerpo en cuanto tal interioridad se visibiliza, se comunica y se despliega históricamente en el tiempo y en el espacio" (p. 224).
Los párrafos citados muestran lo que tiene de interés y también de discutible este libro de Ruiz de la Peña. Lo interesante estriba, entre otras cosas en la agudeza con que capta las dificultades que un dualismo platónico —sobre todo mezclado con el dualismo cartesiano "imperante en los hábitos mentales de Occidente, para el que el alma y el cuerpo son cosas acabadas en sí" (p. 225)— plantea no sólo a la fe, sino al mismo sentido común; en el esfuerzo por encontrar nuevos caminos para hablar del alma en forma convincente.
Lo inaceptable estriba en dos cosas: l) en la asimilación cuerpo-alma, de forma que, más allá de las palabras, nos encontramos en una presentación monista de la composición del hombre. Dicho de otro modo, la unidad del hombre, tan razonablemente defendida, por la forma en que se hace dicha defensa, acaba por no ser otra cosa que ausencia de composición de dos realidades distintas, esto es, acaba por no ser otra cosa que simplicidad; 2) en una presentación del pensamiento de Santo Tomás y del Concilio de Vienne que no corresponde exactamente con la realidad histórica de lo que dijeron.
Así se desprende, p.e., de la afirmación con que comienza el párrafo que venimos citando. Decir, en efecto, que "el espíritu no cumple en el hombre dos funciones distintas (una, ser espíritu; otra, ser forma de la materia)", es sencillamente negar algo claramente presente en el pensamiento de Santo Tomás y en la Doctrina de la Fe Cfr. Concilio de Vienne (1312: DS 902) y Concilio Lateranense V (1513: DS 1440). El alma, en efecto, según Tomás de Aquino, es forma del cuerpo, y, aunque separada del cuerpo esté en estado contra naturam, es capaz de realizar actos personales y es capaz también de recibir la felicidad del cielo. Jamás diría Tomás de Aquino que "a su esencia pertenece la corporeidad", sino que es essentialiter forma corporis, que es una cosa bien distinta. Una cosa es que el alma sea actus corporis, como dice Santo Tomás, y otra bien distinta que el cuerpo sea "la materialidad del alma". Tomás de Aquino niega efectivamente que el alma separada sea persona, pero no porque el alma separada no subsista o sea incapaz de realizar actos de conocimiento y amor, sino porque el alma es pars hominis, una parte del hombre, mientras que con la palabra persona se designa la realidad completa del hombre: cuerpo y alma unidos Cfr. S. Tomás de Aquino, S. Th, I., q. 75, a. 4, ad 2. Decir, como hace Ruiz de la Peña, que "el hombre entero es, en definitiva, alma y a la vez cuerpo", es negar que cuerpo y alma son realidades distintas, aunque incompletas. Añadir que el hombre "es alma en cuanto totalidad una, dotada de interioridad; es cuerpo en cuanto tal interioridad se visibiliza", puede ser muy rahneriano, pero, desde luego, no hace justicia a la antropología de Santo Tomás, y tampoco hace justicia a la antropología bíblica Cfr. C. POZO, Teología del más allá, o. c., pp. 194-265. Esta antropología, en efecto, no habla de alma y cuerpo como de una misma realidad, según se interiorice o se visibilice, sino como de realidades consistentes y distintas.
Teología de la creación
Es un tratado sobre la creación, en el que se recogen las cuestiones habitualmente tratadas en este tipo de obras J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la creación, Sal Terrae, Santander 1986, 279 pp. La primera parte (pp. 21-150) está dedicada propiamente a las cuestiones relativas a la creación. Está dividida en los siguientes capítulos: La creación en el Antiguo Testamento (pp. 21-62); Cristo y la creación: el Nuevo Testamento (pp. 63-88); Desarrollo histórico de la creación (pp. 89-114) y La reflexión teológica (pp. 115-150), donde se analizan la noción de creación, gobierno, providencia y conservación del mundo, hasta la libertad de Dios al crear y el fin de la creación. La segunda parte (pp. 157-274) está dedicada a lo que llama el A. cuestiones fronterizas: la experiencia del mal, la crisis ecológica, las relaciones fe-ciencia, materialismo y creacionismo.
Este libro reviste las mismas características que la reciente producción teológica de Ruiz de la Peña: capacidad de resumir el estado de las cuestiones y de presentarla agradablemente, empeño por desligar las afirmaciones teológicas de lo que estima hipoteca al pensamiento griego, afán por evitar discusiones inútiles con la ciencia, dependencia de los planteamientos rahnerianos y clara afición a Teilhard de Chardin en lo que respecta al evolucionismo.
Como las cuestiones más importantes en el tema que nos ocupa —la antropología— serán tratados más extensa y profundamente en el libro posterior —"Imagen de Dios"—, nos limitamos a señalar aquí algunas de sus afirmaciones más propias en otros temas.
El A. estima el hecho de que, tras el Concilio Vaticano I, se dijese "el dogma de la creación era cognoscible
por la sola razón Conviene precisar que la declaración del Magisterio enseña que la existencia de Dios (y algunas propiedades) puede ser conocido por la luz de la razón a partir de las cosas creadas (Cfr. DS 3004, 3875); pero no se refiere al conocimiento de la verdad sobre la creación "ex nihilo" por la sola razón. como "un punto de vista decididamente poco feliz, pero que indica cuán hondamente había incidido, incluso en el magisterio eclesiástico, una orientación racionalista de la reflexión teológica" (p. 109).
Sorprendentemente, el A. se apoya en el hecho de la creación y de la conservación —creación continuada— para ofrecer ese plus necesario para hacer razonable una cierta teoría evolucionista: que lo más salga de lo menos: "Si, en efecto, se toma en serio el hecho de la evolución, que sustituye la cosmovisión estática de un universo fixista por la cosmovisión dinámica de un universo en proceso de autodesarrollo progresivo, tal hecho está implicando que se da en la historia del cosmos un plus devenir; los seres se autotrascienden, rebasan su umbral ontológico, van de menos a más. ¿Cómo es ello posible? ¿Cómo lo más puede salir de lo menos, siendo así que nadie da lo que no tiene? La respuesta no puede hallarse en la sola causalidad creada; tiene que estar en la causalidad divina; una causalidad no inferior en rango ontológico a la de la productio rei ex nihilo y que, por tanto, ha de ser llamada creación" (p. 120).
Aunque el A. se inclina claramente por el evolucionismo —como se puede observar por el párrafo anteriormente citado—, critica con fuerza —y con acierto— algunos puntos de vista de Teilhard, concretamente, en lo que respecta a la noción misma de creatio ex nihilo y a la libertad de Dios al crear (pp. 150-153).
Junto a unas páginas brillantes en torno a la explicación teológica de la existencia del mal en el mundo, el A. se excede claramente al hablar de la forma en que Jesús "creyó desde la experiencia del mal" (p. 159), "pues Jesús no comprende el mal que padece: por qué me has abandonado? Al igual que lo que seguramente ocurre alguna vez en la vida de cada uno de nosotros, llegó un momento en la vida de Jesús en el que se borraron todas las respuestas y quedó en pie sólo un porqué (...) Pues bien, Jesús ha creído en Dios desde el porqué sin respuesta empírica posible. Ha creído en Dios, no a pesar o al margen de, sino desde la experiencia del mal" (p. 168). La cuestión de la existencia de fe en Jesús es lo suficientemente delicada, como para que el A., antes de inclinarse tan vehementemente por su existencia, advirtiese de lo que implica aceptar que existe en El esta fe en sentido estricto.
El autor liquida la cuestión de la superpoblación —aceptando unos pocos informes acríticamente— en media página, sin advertir al lector de cómo están siendo extrapolados esos datos y cómo se silencian otros con el fin de tener coartada intelectual para las inmorales campanas antinatalistas.
BIBLIOGRAFIA
C. POZO, Teología del más allá, Col. "Historia Salutis", n. 20, BAC, Madrid 1980
C. FABRO, La svolta antropológica di Karl Rahner, Ed. Rusconi, Milán 1974 Introducción al Problema del hombre, Rialp, Madrid 1982
Recensión impresa a la obra de K. Rahner, Espíritu en el mundo
Recensión impresa a la obra de M. D. Chenu, Para una teología del trabajo
L.F.M.S. (1991)
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