RUIZ DE LA PEÑA, Juan Luis

Imagen de Dios

Sal Terrae, Santander 1988, 286 pp.

Se trata del libro en el que Ruiz de la Peña trata más directa e intencionadamente del cuerpo y del alma como principios constitutivos del hombre y de su mutua relación.

La obra, calificada justamente como antropología teológica fundamental, intenta "dar razón de la visión cristiana del hombre al nivel de sus estructuras básicas" (p. 10). Se preocupará por tanto de responder teológicamente a la cuestión de qué y quién es el hombre, dejando para la antropología teológica especial las cuestiones relativas al pecado, la justificación, la gracia y la consumación.

El libro está dividido en dos partes. La primera —Antropología bíblica (pp. 19-90)— comprende dos capítulos, dedicados respectivamente a la antropología del AT y del NT. La segunda parte —Antropología sistemática (pp. 91-280)— está dividida en cuatro capítulos, cuyos títulos son suficientemente expresivos de su contenido: el problema alma-cuerpo: el hombre, ser unitario; la dignidad de la imagen: el hombre, ser personal; la actividad humana en el mundo: el hombre, ser creativo; la cuestión del origen: el hombre, ser creado.

El problema del alma-cuerpo

A este asunto está dedicado el capítulo tercero, cuyo título —El problema alma-cuerpo: el hombre ser unitario es ya verdaderamente elocuente de la intención del Autor: defender, sobre todo, la unidad interna del hombre.

Como el tema es delicado, Ruiz de la Peña comienza haciendo una historia del problema ciñéndose a las diversas soluciones aportadas desde la aparición del cristianismo. Se trata de una historia en la que no se falsean los datos, pero en la que el A. los presenta en la forma más favorable para su postura.

Ruiz de la Peña recuerda que Hugo de San Víctor había concebido alma y cuerpo como dos sustancias completas, que se unen en la unidad de persona. La formulación de Hugo no puede menos que recordar la definición hipostática, pues en Cristo se unen dos naturalezas completas. En el caso del hombre, Hugo se adhiere a una clara concepción neoplatónica, que Santo Tomás criticará claramente, a pesar del respeto que le merece Hugo de San Víctor Así, p.e., Santo Tomás, al negar que simpliciter et absolute loquendum pueda decirse que Cristo fue hombre durante el triduo de su muerte, dirá de la posición de Hugo de San Víctor que patet quod est falsum, ya que Hugo decía lo contrario por pensar quod animam esse hominem (STh, III, q. 50, a., 4, in c.). En efecto, para éste, puede decirse que "anima potior est pars hominis vel potius ipse homo" (p. 103).

Esta confusión entre el hombre y su alma —el hombre = el alma—, como anota Ruiz de la Peña, devalúa hasta lo inaceptable el cuerpo humano, hace innecesaria la resurrección de los muertos, y lleva a concebir la unión alma-cuerpo como una unión accidental, exactamente como la unión que existe entre el hombre y su vestido.

La alternativa a Hugo de San Víctor la presente Gilberto de la Porrée. Para Gilberto, el hombre no es ni el alma ni el cuerpo, sino la unión de ambos: "homo corporis animatione atque animae rationalis incorporatióne animal fit atque homo" (pp. 103-104). Es claro que se sobreentiende que el hombre es un animal, es decir, materia animada sensible, de ahí que Gilberto afirme que lo que constituye al hombre en hombre no es ni el alma ni el cuerpo, sino el hecho de que el cuerpo sea animado por el alma. Solo un cuerpo así es animal, es decir, materia animada. La frase del Porretano lleva a Ruiz de la Peña a un comentario importante para esclarecer su pensamiento: "La animación del cuerpo y la incorporación del espíritu son las dos dimensiones complementarias del fenómeno humano" (p. 104).

La igualdad alma-cuerpo

La frase de Ruiz de la Peña, recientemente citada, es de gran importancia. Lo que se quiere decir con ella es que el cuerpo no es cuerpo humano, si no esta informado por el alma. Esta es la doctrina que defenderá Santo Tomás, al hablar, p. e., de la identidad entre el cuerpo vivo y el cuerpo muerto de Cristo: no se puede decir que el cuerpo muerto de Cristo fuera totalmente (totaliter) el mismo que su cuerpo vivo, ya que le faltaba un predicado esencial: la vida (Cfr STh, III, q. 50, a. 5) Diciéndolo con otras palabras, es el alma la que humaniza la materia, hasta el punto de que esa materia se puede decir cuerpo humano, precisamente porque esta "animada" por un alma humana. El cuerpo separado del alma ya no es cuerpo humano, sino un simple cadáver.

En la frase de Gilberto y en el comentario de Ruiz de la Peña que venimos glosando, también parece afirmarse la viceversa: El hombre se hace animal con la "incorporación" o "encarnación" del alma. En cierto sentido, pues, el cuerpo confiere al alma su "humanidad". De ahí que animación del cuerpo e incorporación del espíritu puedan calificarse como "dimensiones complementarias del fenómeno humano". De este modo, parece establecerse una cierta "igualdad" entre el alma y el cuerpo. En el caso de Gilberto, la consecuencia es clara: se negara al alma separada el estatuto de persona. Y Ruiz de la Peña concluye: "La muerte, disolución de la unión en que el ser humano consistía, es realmente el fin del hombre; éste deja de ser tal. La resurrección lo será, pues, no del cuerpo, sino del hombre. Entretanto, el alma separada sobrevive en una situación que no corresponde a su esencia" (p.104).

Al llegar aquí, Ruiz de la Peña, que en lo concerniente a la naturaleza del alma no disimula su rechazo de la filosofía griega, concluye: "En suma, la doctrina platónica del alma ponía en peligro la unidad sustancial que el hombre es; la doctrina aristotélica de la unidad sustancial cuestionaba la espiritualidad e inmortalidad del alma" (p. 105).

Es claro que, para el A., la teología ha estado demasiado hipotecada al pensamiento griego en este punto y, por ello, es necesario plantear la cuestión en otras coordenadas que eviten el conocido dilema: o unidad del hombre o inmortalidad del alma.

La unión alma-materia prima

La posición de Santo Tomás es verdaderamente elocuente al respecto, y Ruiz de la Peña sabe ponerlo de relieve. Una de las cuestiones planteadas era como es posible que una sustancia espiritual incorruptible se una a la materia en calidad de forma, constituyendo con el cuerpo una real unidad de ser. Santo Tomás dio a este asunto verdadera importancia (cfr., p.e., Summa contra Gentes, II, 68-72).

Como es sabido, la solución de Santo Tomás es no solo afirmativa, sino que añade, subrayando la unidad entre cuerpo y alma: "El alma es el acto del cuerpo orgánico, y no de un solo órgano. Luego esta en todo el cuerpo —y no en una parte solamente— según su esencia, por cuya virtud es forma del cuerpo" Summa contra gentes, II, 72. Ruiz de la Peña comenta: "La respuesta (ibid., 2, 68-72) es afirmativa: toda la realidad del alma se agota en comunicar su ser a la materia" (p. 106). No es correcta esta exégesis del pensamiento de Santo Tomás: el hecho de que el alma sea forma del cuerpo orgánico secundum suam essentiam, no significa que "toda su realidad" se agote en comunicar el ser a la materia. El alma puede existir sin la materia. Ruiz de la Peña va a subrayar con todos sus medios la afirmación tomista de que el alma, secundum suam essentiam, es forma del cuerpo. Un poco antes hacíamos notar el interés de Ruiz de la Peña en "equilibrar" alma y cuerpo en el hombre. Nuevamente volvemos a verlo aquí, en la exégesis hecha sobre el concepto que Santo Tomás tiene del alma como única forma del cuerpo. "El ser espíritu del alma —escribe Ruiz de la Peña— se identifica con su ser forma: en ella es uno y lo mismo ser espíritu y ser forma: el alma... por su esencia es espíritu, y por su esencia es forma del cuerpo (De verit., 16, 1, ad 13; cfr. De anima, q. un., a. 1). Por tanto, el alma solo puede realizar su esencia incorporándose: las funciones animadoras son su autorrealización" (p. 106).

Puede decirse que el A. se excede al afirmar que para Santo Tomás la designación del alma como espíritu y como alma es una designación equivalente. Y él lo sabe, pero necesita esa equivalencia para llegar a la proposición que le interesa: "el alma solo puede realizar su esencia". Así mantiene el "equilibrio" entre cuerpo y alma de que hablábamos, pero haciendo peligrar gravemente la posibilidad de la existencia del alma separada. Precisamente la doble denominación del alma, como anima y como spiritus quiere decir esto: que el alma, además de ser anima —es decir, la que anima al cuerpo—, es spiritus, es decir, simple, y por tanto, indivisible y, en este sentido, inmortal. Un poco más adelante, Ruiz de la Peña hará notar que, según Santo Tomás, el alma "es una forma no dependiente del cuerpo en cuanto a su ser, lo que permite afirmar su postexistencia o incorruptibilidad" (p. 107).

Santo Tomás tomará en serio la vida del alma separada y, al mismo tiempo, aplicará con rigor —también para el alma que disfruta de la visión beatifica— el hecho de que el alma es forma del cuerpo secundum suam essentiam. Por eso dirá de ella, con frase tremenda, que "es contra la naturaleza del alma estar sin cuerpo (...) Luego la inmortalidad de las almas exige, al parecer, la futura resurrección de los cuerpos" Summa contra Gentes, IV, 79. pero, juntamente con esto y en los mismos lugares, hablará de la inmortalidad del alma, precisamente porque la considera como spiritus.

A continuación, Ruiz de la Peña pasa a tratar el asunto de la unión alma-cuerpo siguiendo la afirmación de que el alma es la única forma del cuerpo: "En rigor, pues, el ser humano no consta de alma y cuerpo, sino de alma y materia prima. Esta es, seguramente, la afirmación antropológica más nueva y trascendental del sistema tomista, de la que se deducen las consecuencias siguientes: lo que llamamos cuerpo no es sino la materia informada por el alma (...); cuando, por tanto, mentamos el cuerpo, "estamos mentando el alma" (STh I, 76, 4, ad l); el cadáver, materia ya no informada por el alma, no es cuerpo humano" (pp. 106-107). Y con respecto al alma humana, señala Ruiz de la Peña: "El alma, a su vez, tampoco preexiste como tal al cuerpo; éste es la condición de posibilidad de su llegar a la existencia (...) Alma y cuerpo, pues, no son dos sustancias que existan en acto por separado; existen en tanto que sustancialmente unidas (...) el hombre no es un compuesto de dos seres o sustancias, sino una sustancia compleja, surgida de la unión de dos principios de ser y que debe su sustancialidad a uno de ellos: el alma humana comunica su ser, en el que subsiste, al cuerpo" (p. 107).

Ruiz de la Peña quiere evitar en todo lo posible hablar del alma como sustancia incompleta, contradistinta del cuerpo y con vida propia. En cierto sentido, el A. no acaba de desprenderse de su dependencia con respecto a K. Rahner, porque le atrae precisamente su lenguaje paradójico en torno a la unidad del hombre: "La posición que acaba de describirse —leemos en la p. 107— conlleva la superación de todo dualismo en el plano 107-concreto de lo realmente existente; en este plano, lo que se da es la realidad unida hombre. Es cierto que subsiste una dualidad, por lo demás ineliminable, pero localizada en el plano metafísico de los principios del ser: el alma-forma y la materia prima. En el ser humano concreto no hay espíritu por una parte y materia por otra. El espíritu en el hombre deviene alma, que no es un espíritu puro, sino el espíritu encarnado, forma de la materia. La materia en el hombre deviene cuerpo, que no es materia bruta, sino la materia informada por el alma. La distinción alma-cuerpo no es adecuada, pues en cada uno de sus miembros esta implicado el otro; a lo sumo, cabe una distinción metafísica, no física, entre ambos" (p. 108).

Resulta manifiesto en esta cita el pensamiento del autor en este punto. Por una parte ha realizado una profundización de los conceptos de alma y cuerpo y de la manera en que es posible hablar seriamente de la unidad del hombre como compuesto de dos coprincipios esencialmente diferentes: materia y espíritu; alma y cuerpo.

Sin embargo, el afán por recalcar la unidad lleva a Ruiz de la Peña —evidentemente, en una cuestión difícil— a difuminar tanto la distinción entre materia y alma humana, que los dos coprincipios dejan de tener una realidad propia y parecen ser como diversas caras de una única realidad, en una formulación de corte rahneriano. Esto, que se intuye en el final de la cita anterior, resulta claro en la siguiente expresión del autor: "Si quisiéramos expresar estas ideas en un lenguaje deliberadamente paradójico, podríamos decir que cuerpo es el alma informando una materia, y que alma es la misma materia informada por su principio estructural. O que el hombre real-concreto es un ser totalmente espiritual y totalmente corporal, sin que ninguno de estos dos adjetivos pueda adjudicarse a partes físicamente distintas del ser humano" (p. 108).

En este lugar, la preocupación por defender la estrecha unidad del compuesto humano se salda con un lenguaje espiritual inaceptable para el mismo Santo Tomás al que se esta comentando. En efecto, para Santo Tomás materia y espíritu —coprincipios del hombre— son de nivel ontológico distinto. Aunque puede entenderse que Ruiz de la Peña intente no designar estas dos realidades con el nombre de sustancias incompletas, tan usual en esa época, decir que el hombre es totalmente corporal y totalmente espiritual es un mero juego verbal, posible porque no se toman en serio los adjetivos "corporal" y "espiritual".

El Concilio de Vienne

Tras señalar las dificultades que encontró la tesis tomista del alma única forma del cuerpo para ser aceptada, Ruiz de la Peña vuelve sobre la unidad del hombre al hilo del Concilio de Vienne, en el que se enseña que "el alma es verdaderamente, por si misma y esencialmente, forma del cuerpo humano" (DS 902). Comenta Ruiz de la Peña: "No es exacto sostener, como hacen Fiorenza-Metz, que el concilio haya asumido "la solución tomista" o se exprese "a base de conceptos tomistas". Si es innegable, en cambio, que la intención profunda de Vienne (tutelar la unidad sustancial entre el alma y el cuerpo, el espíritu y la materia) encuentra su mejor formulación no en las teorías pluriformistas de Olivi, Escoto y otros, sino en la concepción de Santo Tomás" (p. 112).

Sin embargo, el pensamiento de Santo Tomás no acaba de satisfacer a Ruiz de la Peña pues, al menos en sus formulaciones, le parece todavía demasiado dualista. De ahí el recurso al lenguaje paradójico, que pide ser leído sin el rigor de la acuñada frase tomista. Pero, como ya se ha señalado, este lenguaje —deudor de la antropología de K. Rahner— deforma el pensamiento de S. Tomás y no es concorde con las nociones tradicionales de la antropología cristiana.

La sistematización de su pensamiento

Ruiz de la Peña dedica unas paginas verdaderamente interesantes a sistematizar su pensamiento en torno a la cuestión alma-cuerpo. Y lo hace declarando abiertamente que busca una vía media entre dualismo y monismo. Lo hará en primer lugar con dos negaciones: la negación del dualismo y la negación del monismo.

a) El no al dualismo

En este punto, el A., apoyado en Zubiri, rechaza el planteamiento cartesiano y su giro hacia la subjetividad: el hombre no es "una conciencia pensante", sino un "yo encarnado". Entre las conclusiones merece destacarse ésta: "Hay, si, actos preponderantemente espirituales o preponderantemente corporales. Pero no hay actos puramente espirituales o corporales. El conocimiento, por ejemplo (el acto espiritual por excelencia no se da —decía Santo Tomás— sin una conversio ad phantasmata (...) De otro lado, el sentir es en el hombre —y solo en él— un inteligir" (p. 130).

b) El no al monismo

"Hablar del hombre como un ser uno no debe equivaler a una concepción unilateralmente monista, que crónicamente entre la doble tentación —ya denunciada por Pascal— del angelismo y el animalismo. El hombre no es un ángel venido a menos ni un mono que ha tenido éxito". (p. 132).

El A. distingue netamente el cuerpo del alma: "La unidad que el hombre es supone, pues, la distinción de sus dos factores estructurales. El alma y el cuerpo son distintos; el centro no es, en efecto la periferia... El interior no es idéntico al exterior. En suma, el alma no es el cuerpo" (p. 132). Pero volviendo a Rahner, añade: "Ahora bien, dicha distinción no es adecuada, es algo metafísico y, se podría decir, metaexistencial, esto es, no deja posibilidad a una separación existencial entre cuerpo y alma" (Ibid.). Pero, si es posible aceptar la "separación existencial" en la vida del hombre, ¿concibe el A. como posible la existencia del alma separada? En algunos lugares aparecerá claro que acepta la pervivencia del alma más allá de la muerte y antes de la resurrección; en otros lugares, esa pervivencia es negada con frases parecidas a las que acabamos de citar.

"Recapitulando —dice al final de este apartado—, el hombre no es ni solo cuerpo, ni solo alma. No es tampoco cuerpo más alma, al modo de dos entidades completas y meramente adosadas. Es todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo. Mas el alma y el cuerpo no son idénticos entre sí" (p. 134).

c) El hombre es alma

Tras unas sugerentes páginas dedicadas al asunto "el hombre es cuerpo", el A. pasa a tratar directamente sobre lo que comporta la afirmación de que el hombre es alma. Para el A., esto significa "la absoluta singularidad del ser humano y su apertura constitutiva a Dios" (p. 139). A esta constatación sigue otra de primordial importancia a la hora de hacer justicia al pensamiento del A.: "Pero si esto es así, si el hombre vale más, ¿no tendrá que ser más? La afirmación axiológica demanda, para poder sostenerse, una afirmación ontológica: el plus de valor ha de estar apoyado en un plus de ser. El concepto de alma recubre, por tanto, una función tutelar (implica una verdad operacional, decía Monod), función que a su vez conlleva un momento óntico, sin el que los datos registrables en torno al hecho humano resultarían incomprensibles o sufrirían muy severas amputaciones" (p. 139).

El A., como veremos en otros lugares, se siente molesto de que se llame al alma y al cuerpo con la vieja fórmula de sustancias incompletas. Teme el A. —y en algunos casos puede no faltarle razón— que el tratamiento que recibe el alma en la mente de quienes la definen como sustancia incompleta, sea en realidad el tratamiento de una sustancia completa, con lo que estamos de lleno en el pensamiento platónico: el alma es una sustancia autosuficiente que se une accidentalmente al cuerpo, con lo que el hombre es entendido como alma, y el cuerpo tiene solo una función accidental.

La poca importancia que reviste el dogma de la resurrección de la carne en las mentalidades de quienes, a pesar de llamar al alma sustancia incompleta, la tratan como si fuese una sustancia completa, es clara muestra de la grave carencia de su antropología. Pero, si se niega que el alma es sustancia incompleta, ¿no comporta esto que el alma no es sustancia? Y, si no es sustancia, ¿no queda reducida a mera entelequia? Quizás el sentido común pediría exigir que se tome en serio lo que comporta llamar al alma sustancia incompleta, advertir de los riesgos de tratarla como si fuese sustancia completa, pero no rechazar el llamarla sustancia para no reducirla a algo des-sustanciado. En cualquier caso, anótese que en este lugar Ruiz de la Peña insiste en lo "óntico" del alma.

d) Ser mortal en la forma de trascendencia respecto a la muerte

El A. vuelve sobre un tema que viene tratando desde su tesis doctoral: que la muerte afecta al hombre entero. Y vuelve sobre él partiendo de la afirmación de que "muerte, inmortalidad y resurrección significaran algo completamente distinto según se parta de una antropología dualista o de una antropología unitaria" (p. 144). En una antropología dualista la muerte es "la separación del alma (inmortal) y del cuerpo (mortal) o, con otras palabras, la liberación del alma, que continua existiendo sin verse afectada por la muerte, puesto que es inmortal por naturaleza. Con tales premisas, la resurrección se admitirá, a lo sumo, por puro formalismo o escrúpulo dogmático, pero sin que signifique mucho más que la devolución al alma de un aditamento exterior, sin el que podría pasarse perfectamente." (p. 144).

La descripción hecha por Ruiz de la Peña de este problema debe calificarse de injusta. No es éste el pensamiento de Santo Tomás y de muchos autores, como, p.e., Guerra Gómez. Este A., consciente del problema que señala Ruiz de la Peña, rechaza el hablar de una antropología dualista, pero habla de una antropología dual, para poner de relieve exactamente que tanto el cuerpo como el alma son realidades incompletas. En cualquier caso es claro que la formulación con que el A. encabeza este apartado es buena muestra de cómo busca expresar de forma nueva —sin caer en el dualismo— la inmortalidad del alma en el acontecer de la muerte.

e) De nuevo la unidad alma-cuerpo

Una vez desarrolladas algo las nociones de alma y de cuerpo, Ruiz de la Peña vuelve sobre el asunto de la unión de ambos, que es la cuestión clave de su disenso con respecto a la doctrina clásica. En este apartado, el A. proporciona también datos importantes sobre como enfoca la cuestión.

En primer lugar, la cuestión de la unión alma-cuerpo "es más filosófica que teológica (...) Hoy la reflexión teológica no tiene por qué tomar la cuestión a su cargo; una vez cubiertos los mínimos antropológicos, no se ve qué títulos puede exhibir la teología para avocar el tema a su jurisdicción" (p. 145). Como ya se ha hecho notar, una constante en el autor es el esfuerzo por descargar a la teología de una serie de cuestiones filosóficas que —según él— la entretienen y la hacen menos creíble. Esta cuestión es una de ellas, y el A. lo dice con claridad.

También afirma con claridad otra cuestión conexa con la anterior: que "el cristianismo no propone una antropología propia completa y conclusa", sino que profesa unos mínimos antropológicos, por debajo de los cuales no se da una visión cristiana del hombre (p. 145). Al llegar aquí, una vez aceptada la unidad del hombre y la espiritualidad del alma, el A. rechaza el hilemorfismo y propone una solución a la complejidad del compuesto humano cercana al emergentismo. El párrafo es importante: "Si la intuición (no la formulación) hilemórfica es una representación decididamente obsoleta, incluso en la relectura que de ella hace Rahner desde la perspectiva de una antropología trascendental, parece que no resta sino lo que en otro lugar he llamado el emergentismo fuerte, la teoría que reconoce a la realidad material la posibilidad de autotrascenderse hacia la genuina novedad por saltos cualitativos, que dan razón de la diversidad ontológica de los seres mundanos. Si Tomás de Aquino entendía por cuerpo el efecto de la función informante del alma sobre la materia, la tesis emergentista considera al alma como término del proceso de autotrascendencia de la materia sobre lo otro que, siendo tal, es lo cualitativamente diverso y, con todo, lo nativamente afín y complementario" (p. 148).

Henos aquí, por contragolpe, en un nuevo problema: el origen del alma. Mucho antes de que el hilemorfismo hubiese entrado en el pensamiento de los teólogos, ya el Magisterio de la Iglesia había rechazado el traducianismo, hasta el punto de que Pío XII puede decir como una constatación de hecho: "La fe católica nos manda mantener que las almas son creadas por Dios inmediatamente" Animas enim a Deo inmediate creari catholica fides nos retinere iubet (PI0 XII, Enc. Humani generis, AAS 42 (1950) 575). Proponer el emergentismo fuerte y sin advertir previamente de las numerosas afirmaciones del Magisterio en torno al origen del alma, parece, cuando menos, un escamoteo al lector de datos fundamentales para que se forme juicio de lo que se está proponiendo como solución novedosa.

Esa solución, además, cuando se analiza más allá del brillo de la paradoja utilizada, no puede menos de producir perplejidad. En efecto, decir que "el alma es término del proceso de autotrascendencia de la materia hacia lo otro" parece que equivale a no tomarse en serio todo el ataque efectuado anteriormente al monismo antropológico. Si el alma es la misma materia autotrascendiéndose, no deja de ser materia, por mucho que se diga —sin demostrarlo— que en esa autotrascendencia la materia llega a lo cualitativamente otro. El hombre es concebido, en consecuencia, exclusivamente como una mera combinación más sutil de la materia o como un mecano más sofisticado. Quiérase o no, el hombre es un mono que se ha autotrascendido, un mono optimizado.

En el párrafo siguiente, Ruiz de la Peña dice que "el emergentismo no es en rigor una teoría metafísica sobre la relación alma-cuerpo in facto esse, sino una hipótesis sobre el fieri de la realidad anímica/mental y sobre su interdependencia funcional con el cuerpo/cerebro. No parece, pues, que baste una declaración de emergentismo (fuerte o débil) para dar por ventilada la cuestión de la unidad ontológica que el hombre es" (p. 148). Y añade: "A mi juicio, éste es el error de quienes rechazan con arrogante suficiencia una teoría metafísica, el hilemorfismo (que sea buena o mala, es otra cuestión), en nombre de una fenomenología descriptiva sin calado ontológico" (ibid., nt 195). Los correctivos que Ruiz de la Peña hace con estas frases a su propuesta de emergentismo fuerte no parecen todavía suficientes. El origen del alma, en efecto, es un tema insoslayable, y el A. ha optado por su procedencia de la materia en un acto de autotrascendencia. Con esta opción se aparta de la enseñanza constante del Magisterio ordinario. Su rechazo del dualismo —y de una concepción dual de los coprincipios del hombre—, le ha llevado a acercarse al monismo.

f) La inmortalidad del alma

Eliminadas anteriores vacilaciones, el A. parece decantarse hacia una clara afirmación de la inmortalidad del alma, tras constatar que intentar oponer los conceptos de muerte y resurrección no tiene sentido. En efecto, a la supuesta antinomia: "o inmortalidad del alma o resurrección de la carne" se contesta con una doble afirmación: inmortalidad del alma y resurrección de la carne, pues para que sea posible la resurrección de la carne es necesaria la inmortalidad del alma. Ruiz de la Peña acepta sin reticencias este argumento: "Para poder hablar de resurrección del mismo sujeto personal de la existencia histórica tiene que haber en tal sujeto algo que sobreviva a la muerte, que como nexo entre las dos formas de existencia (la histórica y la metahistórica), sin lo que no se daría, en rigor, sino nueva creación de la nada. De otro modo, si la muerte se entiende como aniquilación, en la que muere el hombre entero y muere enteramente, habría que barajar la idea de que Dios crea dos veces a un mismo y único ser humano, del que, por otra parte, se dice que, en cuanto valor absoluto, es irrepetible. Nótese además que el crear por segunda vez a dicho ser implicaría no solo replicar una determinada estructura ontológica singular, sino además introyectarle una completa dotación de recuerdos, vivencias, sentimientos, etc.; solo así, en efecto, se obtendría el mismo ser humano. La inverosimilitud de esta operación es obvia. Así pues, la doctrina de la inmortalidad del alma, lejos de oponerse a la fe en la resurrección, es su condición de posibilidad; se trata de una doctrina funcional y secundaria, destinada a tutelar la comprensión exacta de la idea de resurrección. Hay que hablar de inmortalidad para poder hablar de resurrección, y solo en la medida en que sea necesaria a tal fin" (pp 150-151).

Aunque la muerte afecta al hombre entero, éste no muere enteramente: hay un elemento en él —el alma— que, aunque afectado por la muerte con toda lógica, la doctrina clásica estimaba que la muerte afectaba a ambos componentes del hombre: el cuerpo pierde la vida —deja de estar animado—, y se disuelve como materia inanimada; el alma, que no se disuelve, queda colocada en un estado contra naturam, pues esta privada de algo que pertenece a su esencia: ser forma del cuerpo (cfr., p.e., SANTO TOMAS, Summa contra Gentes, IV, 79). A pesar de encontrarse en este estado calificado con todo rigor como contra naturam, las almas de los justos gozan de la visión beatífica, sin necesidad de aguardar la resurrección de los cuerpos (cfr. SANTO TOMAS, STh, III, Suppl., q. 93, a. l). sin embargo no deja de existir en la muerte. El párrafo citado es claro en la aceptación de la inmortalidad del alma. A pesar de esta afirmación —que tanto trabajo y tantos rodeos han costado al A.—, la afirmación no es todo lo neta que debiera ser, como se pone de manifiesto en la última frase citada. En efecto, decir que hay que hablar de la inmortalidad del alma solo en la medida en que sea necesario para hablar de la resurrección, es silenciar otras razones de la inmortalidad que, por si mismas, alumbran otros aspectos de la inmortalidad del alma. Entre ellas, la doctrina contenida en la definición dogmática de la constitución Benedictus Deus de Benedicto XII (DS 1001-1002), según la cual pertenece a la Doctrina de la Fe que inmediatamente después de la muerte se recibe el premio o el castigo. Según la Doctrina de la Fe es necesario, pues, afirmar la inmortalidad del alma no solo en una forma que haga posible hablar de resurrección, sino también en una forma que haga posible actos propios de la vida bienaventurada, como se desprende de Benedictus Deus.

g) El origen del alma

El A. comienza esta cuestión haciendo una historia de modo histórico, deteniéndose en la Encíclica Humani Generis. Resume su contenido en estos tres puntos: a) El magisterio de la Iglesia no se opone a la doctrina del evolucionismo, si por tal se entiende el origen del cuerpo humano de una materia ya existente y viviente; b) La tesis evolucionista es inaplicable al origen del alma; en cuanto a ésta, la fe católica obliga a retener que es creación inmediata de Dios; c) En cualquier caso, los cristianos deben estar prontos a acatar el juicio de la Iglesia, intérprete auténtico de la revelación, sobre estas cuestiones (cfr. p. 254).

El resumen del contenido de Humani Generis presentado por Ruiz de la Peña, en la cuestión que venimos analizando, es correcto, e inoperante cuando él mismo pasa a tratar directamente sobre el origen del hombre. He aquí su objeción de fondo a Humani Generis: "A la pregunta por el origen del hombre cabe responder de dos maneras: el hombre es efecto de una causalidad trascendente (creación); el hombre es efecto de una causalidad inmanente (evolución, generación). ¿Son compatibles ambas respuestas? Como acabamos de ver, la Humani Generis apostaba por la compatibilidad; más aun, formulaba concretamente la compatibilidad según el modelo (que podríamos llamar salomónico) del reparto de competencias: la cuestión del origen del cuerpo es entregada a la jurisdicción de las ciencias, mientras que la fe se reserva el pronunciamiento sobre el origen del alma. con otras palabras, la afirmación científica atañe a la parte corporal de la estructura humana; la afirmación creyente, a la parte espiritual" (p. 255).

El A. llama "un tanto malévola" a esta observación pero, en realidad, parece poco rigurosa. La cuestión de fondo es que Humani Generis considera el alma una sustancia —incompleta, por supuesto, pero sustancia— espiritual, es decir, simple e inmortal y, en consecuencia, se estima que no puede provenir de la materia. Humani generis, pues, no esta haciendo un "reparto de competencias", sino una afirmación por conocidas razones.

La ironía tiene una razón de ser: el A. va a defender que el origen del cuerpo y el del alma es el mismo, porque —como ya se ha hecho notar— considera cuerpo y alma como dos facetas del mismo ser, no como dos coprincipios pertenecientes por propia naturaleza a esferas distintas: la materia y el espíritu. "Un planteamiento correcto de la cuestión —escribe— debe partir de uno de los datos básicos de la antropología bíblico-teológica: el hombre es unidad sustancial de espíritu y materia. Ambos principios, siendo esencialmente diversos, están intrínseca y mutuamente referidos, y ello significa que lo que se diga de cualquiera de los dos se dice, eo ipso, de la unidad sustancial por ellos constituida. Si se dice que el cuerpo procede de una causa intramundana, se esta diciendo lo mismo del hombre. Si se dice que el alma es creada por Dios, se está diciendo que el hombre es creado por Dios. Cuerpo y alma no existen por sí mismos: existen en y por el hombre" (p. 256).

Tras hablar de la cooperación entre Dios y las causas intramundanas, concluye: "Dios y los padres —o los prehomínidos— son causa del hombre. No causa parcial; Dios crea el hombre entero, y los padres lo son del hombre entero. Ninguna de las dos concausas anula a la otra; ninguna basta por sí misma de hecho; las dos terminan en el hombre entero, no en una parte del mismo. Pero estas dos causalidades son distintas; a la causalidad trascendental de Dios la llamamos creación; a la causalidad categorial de la criatura la llamamos generación u hominización. Siendo ambas diversas, podrá distinguirse lo que es peculiar a cada cual, incluso en el hombre uno.

De un lado el ser humano es individuo de una especie; en cuanto tal, es edición repetida de algo ya existente, de lo que sólo se diferencia numéricamente. Como miembro de la especie humana, el hombre procede de un acto biológico generativo cuyo fin es justamente la multiplicación de la especie (...) Por otra parte, el hombre es más que mero numeral de un colectivo específico; cada hombre es persona, algo totalmente nuevo, singular, irrepetible; dotado de un valor absoluto, no relativo; querido como fin en sí, no como medio para la prolongación de la especie. En cuanto persona, el hombre no es producto de la biología, que solo puede repetir lo existente, ni puede ser re-producido; el hombre-persona se eleva por encima de la cadena biológica de la reproducción; es más que hijo de sus padres y miembro de su especie; es creación inmediata de Dios, que lo llama por su nombre, que lo quiere con su peculiaridad irreductible y lo elige como interlocutor de un diálogo permanente" (pp. 258-259).

El pensamiento del A. báscula aquí sobre la distinción entre individuo y persona en unas expresiones brillantes, pero cuyo contenido no es claro. En efecto, el problema que se viene tratando es el origen del alma —considerada como co-principio del hombre—, origen que el A. no quiere distinguir del origen del cuerpo: cuerpo y alma procederían por la generación carnal, bien de los hipotéticos homínidos, bien de los padres. Por eso ha recurrido a señalar que todo el hombre procede de los padres y todo el hombre procede de Dios, rechazando exactamente lo que criticaba de Humani Generis: el cuerpo de los padres, el alma creada inmediatamente por Dios. Y para ello, en pura dialéctica, recurre al argumento de que quien dice la relación de filiación a los padres es el sujeto, el hombre.

En cambio, en contradicción con esto, en el ultimo párrafo citado, el A. atribuye lo que el hombre tiene de individuo de la especie humana a la generación paterna y lo que el hombre tiene de persona a la llamada de Dios, silenciando además dos cosas importantes: a) que todo individuo de la especie humana es persona por ser individuo de la especie humana y no por una llamada de Dios a "un dialogo permanente"; b) que la razón de persona estriba en la unión de los dos co-principios del hombre (alma y cuerpo) —cuantas veces hemos visto repetir al A., apoyándose en Santo Tomás, que el alma separada no es persona—, y no de la llamada divina.

Continúa Ruiz de la Peña: "Si ahora volvemos a la formulación de Pío XII ('animas a Deo immediate creari, catholica fides nos retinere iubet'), tal formulación puede estimarse valida en la medida en que por alma se entienda lo que en otro lugar se ha dicho que era: no una parte del hombre, física y adecuadamente distinta de otra, sino el coprincipio espiritual en el que radica el núcleo del ser personal humano". (p. 259). Y concluye el A.: "Que el alma es creada inmediatamente por Dios significa, entonces, que el hombre uno, en cuanto persona, procede enteramente de un acto creador, el único que puede poner en la existencia una entidad absolutamente nueva y definitivamente válida en sí misma" (Ibid). La "entidad absolutamente nueva" queda, sin embargo sin precisar por cuanto el A. la suma a lo que se entiende por cuerpo y alma y parece acercarla a lo que se entiende por yo.

h) ¿Monogenismo o Poligenismo?

Unida a la cuestión del evolucionismo se presentó la cuestión de si el género humano procedía de una primera pareja o de varias. También Humani Generis trato el tema del poligenismo diciendo que "en modo alguno se ve como pueda conciliarse" con la doctrina católica. Esta por medio, en efecto, no solo la narración de Génesis —sobre todo en lo concerniente a la caída y a sus repercusiones en el género humano—, sino la doctrina sobre el nuevo Adán contenida en Rom 5, 12 ss. y toda la doctrina del pecado original, que se transmite por propagación, no solo por imitación (Cfr. Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3). Eso hacía que en esta cuestión se tuviese especial cuidado. He aquí un buen ejemplo de ello. El Catecismo holandés aceptaba el poligenismo. Los teólogos que redactan las Correcciones al Catecismo holandés comentan de este modo un ensayo de explicación del pecado original en clave poligenista: "Un esquema así, ¿respeta enteramente la verdad revelada? En el estado actual de la ciencia teológica no podríamos responder con certeza a esta pregunta. La Iglesia se mantiene adicta a la perspectiva monogenista, y esta actitud es prudente. En efecto, sobre Adán y Eva, y sobre el género humano caído en Adán (aunque en su forma tengan que tomarse al pie de la letra), ella sabe que los enunciados tradicionales contienen una verdad de la historia de la salvación que tiene la misión de salvaguardar. No podría decirse lo mismo de las formulas poligenistas. Por consiguiente, la Iglesia conserva y pide que se conserven los enunciados tradicionales, considerando que son los únicos que con certeza salvaguardan lo que la fe nos ha dado" (VV. AA., Correcciones al Catecismo holandés, Madrid 1969, 47-48).

Es natural esta prudencia de los teólogos, dado que las fuentes de la Revelación hablan siempre en sentido monogenista del pecado original. Ruiz de la Peña no solo se muestra partidario de que los teólogos no den importancia a esta cuestión, sino que no advierte al lector de la prudencia estimada necesaria por otros teólogos El A. recurre incluso a argumentaciones como ésta: "El simposio había sido precedido por un artículo de Flick en la Civiltà Cattolica, en el que se mostraba la compatibilidad del poligenismo y de la doctrina del pecado original. Dado el carácter oficioso que entonces se reconocía a la revista en cuestión, a nadie se le ocultó que el trabajo de Flick suponía, de hecho, la aceptación de la premisa poligenista en la esfera de la teología católica, máxime cuando la posición del profesor de la Gregoriana era compartida por un numero creciente de teólogos" (p. 267). Hablar de que la Humani Generis solo puede aceptarse si se la entiende en un determinado sentido, y deducir de un silencio y de una presunta "oficiosidad" que se ha aceptado el poligenismo, parece demasiado pasional como para estar en un libro en el que el alumno debe ser informado de la situación en que se encuentra el problema.

CONCLUSION

En un trabajo posterior J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Sobre el alma: Introducción cuatro tesis y epílogo, en VV. AA., Fides quae per caritatem operatur. Homenaje al P. Alfaro en sus 75 años, Bilbao 1989, 377-399. el A. vuelve sobre estos mismos temas, resumiendo su pensamiento en estos cuatro puntos: a) Una inmortalidad sin resurrección es un enigma metafísico; b) Una resurrección sin inmortalidad envuelve una contradicción; c) Una inmortalidad del alma desencarnada a lo largo de un eventual estado intermedio es entonces compatible con el dato dogmático de la unidad sustancial alma-cuerpo; d) En la actual economía histórico-salvífica, la inmortalidad debe ser entendida como condición de posibilidad de la resurrección. En este sentido, puede hablarse de una inmortalidad que es don sobrenatural, y no mera cualidad o condición natural (p. 399).

Las afirmaciones se han hecho cada vez más prudentes, como se deja notar en la letra c). De esa inmortalidad solo se dice que es "difícilmente compatible con el dato dogmático de la unidad sustancial alma-cuerpo". El A. sabe muy bien que existen otros datos dogmáticos que eliminan tales dudas, como, p.e, el que inmediatamente después de la muerte se recibe el premio o el castigo.

En la letra d) habla de la inmortalidad del alma como un don sobrenatural. La razón es bien sencilla: quiere admitir la inmortalidad del alma, pero sin aceptar que el alma es un ser distinto de la materia, es decir, sin aceptar claramente que el alma es espiritual, y para ello, prefiere atribuir su subsistencia después de la muerte a un don sobrenatural antes que a la propia naturaleza del alma.

En conclusión, continúan las reticencias, que ya aparecían en las primeras publicaciones de Ruiz de la Peña a la hora de aceptar la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, aunque con el paso del tiempo su lenguaje se ha ido haciendo más preciso, y el A. más cercano a la aceptación de la inmortalidad del alma, entre otras razones, porque —con lógica entiende que, sin inmortalidad del alma, no se puede hablar seriamente de una auténtica resurrección en el sentido en que se afirma por la doctrina de la Fe. Permanece, en cambio, su hipoteca a las tesis rahnerianas.

BIBLIOGRAFIA

C. POZO, Teología del más allá, Col. "Historia Salutis", n. 20, BAC, Madrid 1980

C. FABRO, La svolta antropológica di Karl Rahner, Ed. Rusconi, Milán 1974 Introducción al Problema del hombre, Rialp, Madrid 1982

Recensión impresa a la obra de K. Rahner, Espíritu en el mundo

Recensión impresa a la obra de M. D. Chenu, Para una teología del trabajo

 

                                                                                                           L.F.M.S. (1991)

 

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