REFOULÉ, François
Les frères et soeurs de
Jésus. Frères ou cousins?
Desclée de Brouwer, Paris 1995, 123 pp.
El exégeta dominico y antiguo director de la École biblique et archéologique de Jérusalem, François Refoulé, ha querido intervenir con este pequeño libro, que tiene las característica de una obra de divulgación —con sus ventajas de claridad y simplicidad, pero con el peligro de pasar por alto muchas cuestiones—, en un argumento que, en época reciente, ha entrado en el vivo del diálogo exegético: la cuestión de los «hermanos» y «hermanas» de Jesús. El problema, conocido en la antigüedad, había sido repropuesto a inicios de este siglo por el teólogo protestante Th. Zahn (Brüder und Vettern Jesu, Leipzig 1900, 225-364), al que siguieron estudiosos de diversas confesiones — K. Endemann, E. Meyer, A. Meyer, etc. — y, en fecha posterior, algún católico, a partir de R. Pesch (1976). Estos autores sostuvieron, cada uno a su modo, la antigua opinión helvidiana por la que las expresiones evangélicas aludían a hermanos y hermanas carnales de Jesús; rechazaron, por tanto, la más común exégesis patrística, aceptada por la Iglesia católica (cf. CCC[1] 499-501), como también, por los primeros reformadores, Lutero y Calvino, que interpretaban sustancialmente las expresiones «hermanos» y «hermanas» del Señor en plena conformidad con la fe en la virginidad de María post partum. En línea con la opinión señalada se ha pronunciado sorprendentemente Refoulé, si bien, reconociendo que el pueblo cristiano y el Magisterio de la Iglesia han profesado constantemente la fe en María como Madre siempre virgen de Jesús, considera que esta virginidad se debe interpretar en el sentido de «virginidad espiritual», es decir, ausencia total de pecado (cf. p. 114). Quizá Refoulé no ha tenido presente, en el momento de escribir su pequeño libro, que para la Iglesia la virginidad de María post partum significa que «Jesús es el único Hijo de María» (CCC 501).
La obra del exégeta dominico ha sido publicada después de la toma de posición de una gran parte del episcopado francés contra el Jésus de J. Duquesne (Paris 1994). Refoulé —a quien Duquesne había agradecido de modo particular la ayuda prestada en la puesta a punto de su trabajo (cf. p. 359) —, toma su defensa, y se dirige en particular contra los dos conocidos exégetas franceses, Pierre Grelot e Charles Perrot, a los que el presidente de la Asamblea plenaria de Lourdes (noviembre 1994) había pedido un juicio sobre la obra de Duquesne; juicio que fue sustancialmente negativo, sobre todo por lo que se refería a temas como la concepción virginal de María, su perenne virginidad, el pecado original y la Redención realizada por Cristo. Contra esta crítica reacciona Refoulé, con la pretendida intención de moverse sobre el sólido terreno de la exégesis histórico-crítica.
Sus argumentos, sin embargo, no convencen, sobre todo porque sus reflexiones resultan parciales y demasiado circunscritas. No toma prácticamente en consideración, por ejemplo, las respuestas a las principales dificultades por él suscitadas propuestas en obras precedentemente publicadas. Parece desconocer el libro probablemente más completo sobre el tema, el atento y profundo estudio de J. Blinzler, antiguo profesor de exégesis neotestamentaria de Passau —autor de El proceso de Jesús, volumen traducido en todas las lenguas principales—, Die Brüder und Schwestern Jesu (Stuttgart 1967; tr. it. I fratelli e le sorelle di Gesù, Brescia 1974, pp. 186); obra que Refoulé cita solamente una vez e indirectamente, a través de un artículo de F. Dreyfus, bajo un aspecto que no parece recoger exactamente la mente del autor (cf. nota 83). Por esto, sorprende la afirmación de Refoulé por la que el estudio más serio sobre el tema de los hermanos y hermanas de Jesús sea el de J. P. Meier (A Marginal Jew, New York 1991), ya que éste libro dedica solamente 20 páginas al argumento (pp. 316-332), y no son de hecho las más originales del amplio volumen (484 paginas). Quizá Refoulé se refiere a la coincidencia de perspectiva que le une a Meier. Pero vayamos al centro del problema.
A mi parecer, son dos los argumentos fundamentales que Refoulé quiere aportar a favor de su tesis: (1) el hecho de que los textos del Nuevo Testamento (Mc 3,31-35 y par Mt 12,46-50 y Lc 8,19-21; Mc 6,3 y par Mt 13,55-56; Gv 2,12; 7,3.5.9-10; Act 1,14; 1 Cor 9,50; Gal 1,19; Gd 1,1), donde se habla de hermanos y hermanas de Jesús, no reflejan un sustrato hebreo o arameo, sino griego, por lo que la palabra a>delfo'V (adelphós, hermano) debería ser interpretada no según el amplio y diversificado uso ebreo-arameo (que incluye también el de «primo»), sino dentro del contexto cultural griego-helenístico, en el que a>delfo'V , cuando indica relación de parentesco (es decir, no viene aplicado genéricamente al prójimo, al miembro de la misma tribu, a los componentes de una comunidad espiritual), significa por lo general «hermano carnal », existiendo para «primo» otro término griego a>neyio'V (anepsiós); (2) que la opinión sobre la concepción virginal post partum es tardía, remontándose al Pseudoevangelio de Santiago y, después, a san Jerónimo. Tomemos atentamente en consideración estos dos argumentos; para otras cuestiones de menor importancia se pueden leer en particular los artículos de P. Grelot, reproducidos enteramente por Refoulé (pp. 31-38), y sobre todo la obra de Blinzler, ya citada.
1. El término a>delfo'V en los pasajes evangélicos discutidos:
El razonamiento de Refoulé es sustancialmente éste: sobre los textos paulinos y de los Hechos — afirma —, no se debería buscar el significado de a>delfo'V en relación al hebreo o al arameo, porque sus autores, Pablo y Lucas, escribiendo en griego y para una comunidad de lengua griega (no es seguro, por otra parte, que Lucas conociera el hebreo o el arameo), han debido utilizar a>delfo'V con el significado griego preciso de «hermano carnal», comprensible a sus destinatarios, sin posibilidad de equívocos; si hubieran querido decir «primo», más normal habría sido emplear a>neyio'V (precisamente, «primo»), utilizado por Pablo en Col 4,10 para designar las relaciones de parentesco entre Marcos y Bernabé. Sobre san Juan, el argumento de Refoulé es análogo, pues —observa el exégeta dominico— muchos autores (entre los cuales Grelot) reconocen que el griego de Juan no sufre por el hecho de que hubiera habido en su Evangelio un sustrato arameo. Sobre los dos Evangelios a los que se les reconoce un fondo semítico, Mt y Mc, Refoulé replica, en el primer caso, que además de que adelfo'V debe ser contextualizado teniendo presente que la comunidad de Jerusalén era bilingüe y los destinatarios una iglesia judeo-cristiana de lengua griega (Refoulé supone que Mt ha sido escrito hacia el año 85), las diversas veces que Mt utiliza el término a>delfo'V respecto a personas físicas (4,18.21; 10,2; 20,24; 17,1) lo hace siempre siguiendo rigurosamente el significado griego de «hermano carnal» y nunca en sentido más amplio; en el segundo caso, el de Mc, Refoulé, siguiendo a Boismard, considera que en lo que se refiere a los hermanos y hermanas de Jesús, Mc (datado por estos autores hacia el 70) parece haber sido la fuente de Mt y, por tanto, se debe interpretar correlativamente a los textos paralelos de Mt. Por último, sobre el texto de Gd 1,1, Refoulé nota que Hegesipo, autor del siglo II, llama a este Judas, a quien se le atribuye la carta canónica, a>delfo'V kata` sa'rka (hermano según la carne) de Jesús, y no cabe duda de que Hegesipo distinguía bien entre los términos a>delfo'V y a>neyio'V .
En nuestra opinión, las respuestas a estas objeciones, paso a paso, con todo rigor, han sido ya propuestas por diversos autores. En efecto, las observaciones de Refoulé no son tan nuevas como parece desprenderse de la lectura de su libro: son los mismos argumentos que habían sido propuestos por exégetas no católicos desde los tiempos de Th. Zahn. Léase Blinzler (cf. pp. 47-57; 113-132). Si esta obra, apenas citada, la hubiera tenido en mente Refoulé, no dudo de que el diálogo hubiera dado mejores frutos. Aquí haremos un resumen de lo que ha sido la respuesta católica a las dos objeciones antes mencionadas, siguiendo principalmente el estudio de Blinzler, aunque corramos el riesgo que comporta toda síntesis, si bien con la ventaja de proponer una referencia bibliográfica precisa a quienes deseen examinar cuidadosa y objetivamente la cuestión. Una bibliografía bastante completa se puede encontrar en la obra de Blinzler. Para hacer el discurso más lineal, se hace notar que todo lo que se diga a propósito de «hermano» sirve analógicamente para «hermana». La respuesta se podría articular del siguiente modo:
— No existe motivo alguno para poner en discusión que en ambientes de matriz semítica (hebreo o arameo) o de la diáspora judía, a>delfo'V podía ser fácilmente entendido en un sentido más amplio que el de hermano carnal:
(i) en textos semíticos o de influjo semítico, en efecto, se encuentra un uso amplio de «hermano» (hebreo: 'ah; arameo: 'aha'), y esto por un motivo inherente al lenguaje mismo: en hebreo o en arameo no existe un término apropiado para expresar la idea de «primo» o «prima», por lo que, para evitar circunloquios complicados se recurría a la palabra «hermano» (cf. Gn 13,8; 14,14.16; 24,48; 29,12; 29,15; 31,23.32; Lv 10,4; Gs 17,4; Gdc 9,3; 1 Sam 20,29; 2 Re 10,13; 1 Cn 23,21s.15,5; 2 Cn 36,10; Ger 22,18; Gb 42,11, etc.);
(ii) muy frecuentemente —así en todos los textos arriba citados, menos 2 Cn 36,10—, la versión griega de los LXX tradujo por a>delfo'V (o sus variantes) los términos correspondientes del texto hebreo ('ah, 'aha'), lo que demuestra un enriquecimiento semántico del término a>delfo'V en ambientes vinculados a los LXX;
(iii) también los targumistas (Onqelos, Pseudo-Jonatán, etc.), tradujeron generalmente el término hebreo 'ah; por el arameo 'aha' (cf. Gn 13,8; 14,14.16; 24,48; 31,32.37; Lv 10,4; Gdc 9,3.18 etc.); solo en casos excepcionales la traducción targúmica no siguió a la letra el modelo hebreo del que depende;
(iv) Flavio Josefo utiliza igualmente a>delfo'V según la costumbre del texto hebreo, con una cierta libertad (cf. Ant 1,12,1; De bell 6,6,4);
(v) así también hacen otros testimonios de la literatura judéo-helenística de este período, como los textos papiráceos egipcianos del II/I siglo a.C. en los que a>delfo'V designa el hijo del sobrino (cf. J.J. Collins, The Brethren of the Lord and Two Recently Published Papyri: ThSt 5 (1944) 484-494).
— Si todo esto parece admitirlo Refoulé, el punto sobre el que su crítica hace particular presión es más bien éste: por qué los textos del Nuevo Testamento, escritos en griego o dirigidos casi todos a comunidades de lengua griega, conservaron para los parientes de Jesús un término, a>delfo'V , que los lectores extraños a las peculiaridades de la lengua hebrea o aramea podían interpretar en el sentido de «consanguíneo» de Jesús, si esos parientes no lo hubieran sido realmente? A esto se pueden dar dos explicaciones, una más filológica, la otra más teológica. La primera es ésta: bajo el aspecto lingüístico, en textos pertenecientes al ámbito verdaderamente griego, si es cierto que a>delfo'V se aplicaba a hermanos carnales o hermanastros, como también hace Pablo, no era raro que se utilizara con un significado más amplio. Marco Antonio, por ejemplo, llama a>delfo'V a Severo, el padre de su yerno ( para` tou^ a<delfo'u^ mou Seouh'rou to` filoi'keion ); así también, en una inscripción griega del año 109 A.C., un rey se dirige a un otro monarca, hijo de una hermana de su madre, llamándolo a>delfo'V (otros ejemplos en J. Blinzler, pp. 48-49, con bibliografía). El mismo J.P. Meier reconoce que este uso era conocido en el griego koiné fuera del Nuevo Testamento y por la versión griega, como hemos visto (cf. p. 328). Es cierto, sin embargo, que esto no es suficiente para resolver los casos existentes en el Nuevo Testamento.
La segunda razón, que va más en profundidad, la expone Blinzler con las siguientes palabras (la traducción es nuestra): «Es necesario partir del hecho indiscutible e indiscuso que, en la iglesia primitiva, los parientes varones de Jesús ocupaban un grupo a se junto a los apóstoles (Act 1,14; 1 Cor 9,5) y gozaban de una altísima estima. Ahora bien, se puede tener por cierto que estos hombres, aunque fuesen solamente primos de Jesús, en la iglesia de lengua aramea era llamados «los hermanos del Señor»; no existe en efecto, en aquella lengua, ninguna expresión concisa para definir esa relación de parentesco, además, precisamente dicho título expresaba la particular consideración reservada a ese grupo de personas. Por lo demás, Juan Crisóstomo, indicando en el nombre de los hermanos de Señor un semnolo'ghma (Hom. in Gal 1,19: PG 61,632), había comprendido que se trataba de un título honorífico. Ahora bien, una vez que esee título honorífico había sido adoptado por la iglesia primitiva, es del todo impensable que en el ámbito griego de la iglesia se hubiera rechazado el darlo a los parientes del Señor» (p. 54). Las palabras del Crisostomo, que constituyen un comentario al texto de Gal 1,19, en el que Pablo llama a Santiago «hermano del Señor», son las siguientes: «Considera con cuanto honor lo llama <Pablo>. En efecto, no dice simplemente: Santiago, sino que añade el título de honor: hermano del Señor [...]. Ciertamente no era hermano del Señor según la carne, aunque así fuera considerado; y sin embargo no dejó de indicar el título de honor de aquel hombre».
Tanto más certera es la respuesta de Blinzler si se tiene presente, como él mismo precisa, que el paso de la forma aramea de la tradición a la griega de los textos evangélicos tuvo lugar verosímilmente en una comunidad bilingüe. En este caso, el argumento según el cual sería más lógico haber utilizado a>neyio'V no rige en absoluto: «Por qué esos ambientes habrían debido ser mucho más pedantes que los LXX que ciertamente también hablaban las dos lenguas y que, a pesar de eso, tradujeron a la letra al griego la palabra hebrea que significa hermano, también allí donde era evidente que no se trataba de auténticos hermanos? Pero sobre todo, quien sostiene esta argumentación descuida el hecho de que el nombre de hermano del Señor debía ser traducido a la letra si se trataba de un predicado sólidamente radicado, más aún, un título honorífico» (p.55).
2. La primitiva tradición cristiana sobre la virginidad de María post partum.
¿Tuvieron los primeros cristianos fe en la virginidad de María post partum? ¿O fue, al contrario, esta fe, un fenómeno tardío, forjado por determinadas circunstancias históricas? Refoulé presenta en la p. 98 de su libro una lista tomada da J.B. Lightfoot, exégeta protestante de fines del siglo pasado, para sostener la conclusión, primero, que fue el Protoevangelio de Santiago, durante mucho tempo, quien impuso en la Iglesia su influjo, por lo que habría sido este «falso» evangelio, el apoyo en los orígenes la devoción mariana; posteriormente, habría sido Jerónimo quien dio una nueva dirección a esta fe, en un modo, según Refoulé, que no brinda confianza (p. 97). Lo que en cualquier caso surge del esquema de Lightfoot, modelado en base a su prejuicio contra la virginidad post partum de María (cf. los datos del Blinzler, pp. 156ss), es que
(i) ningún Padre de la Iglesia, a excepción — y sobre esto no estamos de acuerdo — de Hilario de Poitiers (sobre su pensamiento, cf. In Mt 1,4: PL 9,922), jamás admitió que María no hubiera sido virgen post partum (opinión que sostuvieron, por el contrario, Helvidio, Joviniano y otros herejes);
(ii) que no pocos Padres consideraron que los hermanos de Jesús habían sido hijos de un primer matrimonio de san José (Gregorio di Nisa, Epifanio, Ambrosio);
(iii) en fin, que los grandes Padres de la Iglesia (Jerónimo, Agustín, Crisóstomo), y escritores como Teodoreto, consideraron que los «hermanos» habían sido hijos de una «hermana» de la Virgen.
Contra la pretensión de Refoulé, por la que la tradición sobre la virginidad post partum de María habría sido fruto de una mente pía pero fantasiosa (la del Protoevangelio de Santiago), Blinzler presenta una reconstrucción de los datos que a nosotros nos parece bastante justa: «en el período apostólico, mientras vivían los parientes próximos de Jesús, al llamárseles «hermanos del Señor» no se podía generar ningún equívoco, puesto que todos conocían el grado efectivo de parentesco. En esta situación (o poco después) se formaron las tradiciones sobre la vida de Jesús y fueron escritos los primeros libros del Nuevo Testamento, por lo que se sirvieron del título con naturalidad y sin ulteriores precisiones. Todavía en el siglo segundo Hegesipo, que podía acceder a las antiguas tradiciones palestinas, nos hace comprender que las personas indicadas como «hermanos del Señor» eran en realidad primos suyos. Con el progresivo alejamiento en el tiempo y en el espacio de las tradiciones apostólico-palestinas, se fue perdiendo paulatinamente, siempre más, la conciencia de esas relaciones; por otra parte, los lectores encontraban con frecuencia la expresión «hermanos del Señor». Era inevitable, por esto, que se ocupasen del significado de este problema, del significado de esta expresión» (pp. 155-156; la traducción es nuestra). Blinzler añade, siguiendo al exégeta anglicano J.H. Bernard, que «sería difícilmente concebible que, ya a principios del siglo II, hubiera podido surgir y afirmarse la doctrina de la perpetua virginidad de María si eminentes miembros de la Iglesia de los orígenes, entre los cuales el primer obispo de Jerusalén, hubieran sido hijos carnales de María y universalmente reconocidos como tales» (pp. 159-160). Este razonamiento lo hizo suyo también Loisy, che admite el haber deducido de las afirmaciones de Orígenes la impresión de que en aquella época (fines del siglo II), en la base de la doctrina sobre la virginidad post partum, existía ya una antigua y fortísima tradición (cf. Les Évangiles synoptiques I,726). Podemos añadir que el hecho de que los escritores eclesiásticos hasta fines del siglo II (Justino, por ej. como reconoce Refoulé, p. 86) hablen explícitamente, sí, de la virginidad de María, pero no de la virginidad post partum (tema che alcanzará su precisión teológica con Orígenes: cf. Refoulé a pp. 90-91), es señal de que entonces no habían surgidos los errores que habrían de hacer necesaria la defensa de la fe. Es precisamente en el contexto de las polémicas antiguas que se comenzará a hablar de la virginidad post partum. Un personaje clave fue Orígenes (cf. Blinzler, pp. 157ss).
Esto explica porqué ningún antiguo escritor —a excepción, al parecer, de Tertuliano— interpretó a>delfo'V en el sentido de hermano carnal de Jesús. Sobre Tertuliano (entre el 155 y el 220), conviene tener presente que, cualquiera que sea la interpretación que se dé a sus palabras, no resultan tan claras como piensa Refoulé (pp. 86-87; cf. Blinzler, pp. 165-167). Sus textos sobre los hermanos de Jesús aparecen en obras de su período montanista, y en polémica con las herejías dualistas que negaban la realidad féactica del cuerpo de Jesús. La interpetación de a>delfo'V , en el sentido de hermano carnal no reaparecerá sino más tarde, con los herejes Helvidio y Joviniano, entrado el siglo IV. En la exégesis cristiana, por el contrario, desde el principio se abrieron camino opiniones conformes a la fe en la virginidad de María post partum. Así el Protoevangelio de Santiago y sobre todo Orígenes, come reconoce Refoulé (pp. 90-94), los cuales afirmaron que los hermanos de Jesús habían sido en realidad hermanastros, hijos de José, nacidos de un precedente matrimonio. Esta opinión —tal vez por el influjo de Orígenes— la siguieron muchos escritores griegos (Clemente de Alejandría, san Hipólito Romano, Eusebio, san Epifanio, etc.) y algunos siríacos (sobre todo san Efrem); pocos entre los escritores de la iglesia latina (san Hilario, el Ambrosiaster, san Gregorio de Tours). Lo que influyó de modo determinante en esta interpretación, como afirma Orígenes (In Mt 10,17), fue la tradición existente sobre la «dignidad virginal perpetua de María» y la necesidad de tutelarla.
Si Jerónimo, basado en la misma fe, dio otra explicación, no fue, como parece deducirse de las palabras de Refoulé (pp. 95-96), porque simplemente buscase precisar los vínculos existentes entre los parientes de Jesús. Se trataba de algo mucho más serio: el ataque virulento emprendido hacia el 380 d.C. por el laico romano Helvidio, hecho en base, no a una tradición precedente, sino sobre una exégesis de los textos neotestamentarios, ciertamente errada en sus puntos fundamentales. No habiendo entrado Refoulé en el examen de esta cuestión, tampoco lo haremos nosotros (cf. Blinzler, pp. 160ss). Interesa señalar, sin embargo, dos cosas:
— Jerónimo se ocupó del problema con su conocida energía y profundidad; y se movió sobre el mismo terreno sobre el que se había movido Helvidio, el filológico, llegando a la conclusión de que los hermanos del Señor habían sido primos suyos (cf. en particular Adv. Helv. 13-16; J. NIESSE, Die Mariologie des heiligen Hieronymus, Münster i.W. 1913, 160-181). Y si es verdad que se puede encontrar una evolución en su pensamiento, Jerónimo no modificó su juicio, como afirma Refoulé, sino la motivación que da (cf. Blinzler, pp. 169-170), siendo su explicación, en sus puntos fundamentales, la que se afirmó en la Iglesia de occidente.
— La explicación de Jerónimo no aparece como una novedad absoluta en la exégesis patrística, aunque sea verdad que su autoridad sirvió a su aceptación. El hecho de que se encuentre en san Agustín (cf. Contra Faustum 22,35; De cons. evang. 4,16; Tract. 10,2 in Io., etc), y otros escritores occidentales contemporáneos (san Ambrosio, el hereje Pelagio, etc.) hace pensar que existía ya una antigua tradición que en occidente se afianzó hacia el siglo IV/V. Jerónimo, de hecho, parece hacerse eco de una opinión que ya dos siglos antes sabemos que había sido propuesta por Hegesipo (hacia el 180), según los datos aportados por Eusebio. Sobre el sentido de las palabras de Hegesipo, véase la réplica de Blinzler a Th. Zahn (pp. 113-125). Deteniéndonos en la única observación que hace Refoulé (pp. 88-89), se puede notar que la formula adoptada por Hegesipo para designar la relación entre Jesús y Santiago, kata` sa'rka (Eusebio, Hist. eccl. 3,20,1), no tiene necesariamente el significado de «hermano carnal»; indica más en general la existencia de una relación de «fraternidad», ciertamente física, no meramente espiritual, pudiéndose aplicar a verdaderos hermanos consanguíneos. Este uso se encuentra en otro texto de Eusebio (cf. Hist. eccl. 1,7,11), que las ediciones criticas traducen por «pariente del Señor según la carne» (cf. Sources Chrétiennes 31,118). El significado amplio di kata` sa'rka aparece en textos paulinos (Rm 9,3; 4,1; 1 Cor 10,18) y frecuentemente en los escritores griegos: Sofronio, por ejemplo, en el fragmento De baptismate Apostolorum, llama Juan de Zebedeo «primo ( a>neyio'V )» de Jesús Cristo «según la carne» ( kata` sa'rka )» (PG 87,3372). La fórmula, por tanto, se adoptaba como contrario de kata` pneu^ma (según el espíritu), aplicada a todos los creyentes en Cristo. Otros ejemplos de este uso en Blinzler, pp. 129-130.
Muchos otros temas se podrían tratar a propósito de nuestro argumento, pero nos parece que hemos tocado los más centrales. Mas que una crítica a la obra de Refoulé, hemos querido mostrar, por su interés para la mariología y la eclesiología, lo lógico que fue que los escritores del Nuevo Testamento conservaran en griego la fórmula «hermanos ( a>delfo'V ) de Jesús». Así conservaron para la tradición cristiana algo que de otro modo quizá hubiera desaparecido o quedado difuminado. Son los caminos del Espíritu Santo. La fórmula refleja no solamente que los primeros cristianos, como era lógico, tuvieron en alta estima todo lo referente a Jesús; por tanto —y más aún— un gran respeto y veneración por los que habían pertenecido a su familia de sangre, aunque no fueran hermanos carnales; también expresa que la Iglesia ha sido querida por Dios como una familia, en la que tratamos a Dios como Padre y a Cristo como primogénito entre muchos hermanos.
No podemos terminar esta recensión sin observar que los intentos de poner en contraste la exégesis storico-critica y la fe resultan siempre estériles: ciencia y fe han sido llamadas a una relación de mútua y proficua colaboración: la Biblia es palabra de Dios consignada a la Iglesia, por lo que, cualquier lectura del texto bíblico, bien realizada, no puede dejar de venir al encuentro de aquella fe que la Iglesia, con la asistencia del mismo Espíritu con el que han sido escritos los libros inspirados, ha encontrado en el depósito de la Revelación.
M.A.T. (1996)
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