PODER POLÍTICO Y CLASES
SOCIALES EN LA SOCIEDAD CAPITALISTA
Siglo XXI editores, 17ª ed., 471 pp. Madrid, 1978. Título original: Pouvoir politique et
classes sociales. De l’Etat capitaliste. Librairie F. Maspero, París, 1968.
COMPOSICIÓN
DEL LIBRO
Consta de una introducción
programática de 30 páginas, que sitúa la temática que se va a desarrollar y los
supuestos marxistas desde los que se la aborda, y de cinco partes, divididas en
capítulos, y cada capítulo en epígrafes, según el esquema siguiente:
TRAYECTORIA BIBLIOGRÁFICA DEL AUTOR
Entre
otras obras del autor, cabe señalar: Fascismo y dictadura, Hegemonía
y dominación en el Estado moderno, La crisis de las dictaduras, Las
clases sociales en el capitalismo actual y Estado, poder y socialismo.
Las
clases sociales en el capitalismo actual es un
análisis sociológico de la burguesía en sus relaciones con el Estado, Estado,
poder y socialismo plantea la cuestión acerca de las relaciones en el
momento actual entre el Estado totalitario y las clases, así como entre
socialismo y democracia.
Existe
continuidad en la temática de todas las obras, con la excepción de algunos
análisis y formulaciones que «han sido rectificados y adaptados
posteriormente». Se trata de estudios críticos enmarcados en la teoría
marxista, tomando también en consideración aportaciones de autores
estructuralistas como Foucault y Althusser. Tal teoría es tomada, no como
conjunto de afirmaciones dogmáticas, sino como método crítico, abierto a su vez
a críticas posteriores, ya que «únicamente la crítica hace avanzar la teoría
marxista». Habremos de ver, sin embargo, cómo la crítica (en general y en este
caso particular) no es posible sin unas verdades aceptadas acríticamente. Por
otro lado, todo esfuerzo crítico, en lo que tiene de constructivo, ha de
conducir a algún objetivo establecido con anterioridad; en su caso, el autor lo
cifra en el servicio a la estrategia revolucionaria.
Los
libros citados están compuestos de distintas colaboraciones para el Bureau
de Recherches et d’Etudes Economiques (BRAEC), la Confédération
Française Démocratique dú Travail (CFDT), así como para las revistas
L’home et la société y Les temps modernes.
PROPÓSITO DEL LIBRO
El autor se vale de la metodología
marxista para el tratamiento sociológico de las clases burguesas y el Estado
capitalista, proponiéndose cubrir una laguna, ya que en los clásicos del marxismo
sólo aparecían estos aspectos «en hueco», es decir, no explícitamente. Las
conclusiones propugnadas no son fragmentos aislados, sino que han de ser
integradas en el sistema. Se tachan de falsas y nefastas las restantes
corrientes de pensamiento (Max Weber, funcionalismo de Parsons, Raif
Dahrendorf...) y aun las interpretaciones que suponen alguna desviación
respecto a la ortodoxia marxista (Lukács, Lucien Goldmann...).
El materialismo dialéctico ofrece
los conceptos abstractos con que se construyen las formaciones sociales
concretas objeto de este estudio, mientras que el materialismo histórico
significa la génesis de las estructuras que en conformidad con el método
dialéctico se han ido sucediendo en la historia.
EXPOSICIÓN DEL CONTENIDO
Introducción
Los
objetos reales de los que da cuenta el materialismo histórico son singulares y
concretos, son las formaciones sociales históricamente variables, en las cuales
operan una pluralidad de determinaciones que hacen posible el paso de una a otra formación social. Se dan también
los objetos abstracto—formales o conceptos, que son condición del conocimiento
de los objetos reales. El materialismo dialéctico estudia el proceso mental por
el que los conceptos se reagrupan en cada una de las combinaciones reales
determinadas que presenta el materialismo histórico. De entre estos conceptos
el determinante es «lo económico» o modo de producción. El lugar asignado a las
otras instancias (lo político y lo ideológico) depende de la articulación
particular de cada modo de producción, dado que cada uno de los niveles de
estructuras y prácticas de clase que lo componen tiene un ritmo o temporalidad
propios, produciéndose, por consiguiente, los desajustes correspondientes que
traen consigo el predominio en el todo de la formación social de una u otra
región o instancia. Pero, cualquiera que sea la región que detente el papel
predominante, «la articulación de las instancias que especifican la matriz de
un modo de producción está determinada, en última instancia, por lo económico»
(p. 20).
Los
elementos invariantes de lo económico son la fuerza de trabajo, los medios de
producción y el no—obrero, que se apropia el producto. La combinación
especifica de estos elementos, que constituye lo económico en un orden de
producción dado, está compuesta por una doble relación: a) relación de
apropiación real entre el trabajador y los demás componentes de la fuerza de
trabajo o medios de producción; b) relación de propiedad. Mientras en las
sociedades precapitalistas se da la separación entre el trabajador y el
producto de su trabajo, pero no respecto de las condiciones naturales del mismo
o medios de producción, la sociedad capitalista se caracteriza por la homología
(coincidencia) en ambas separaciones, la de apropiación real —que concierne al
proceso de trabajo— y la de propiedad. Otra característica del modo de
producción capitalista es la autonomía —relativa— específica de las instancias política y económica; tal
autonomía, sin embargo, es como el efecto paradójico de la determinación de la
sociedad capitalista por lo económico sin la mediación de algún otro nivel que
aparentemente fuera el predominante, como ocurría con las relaciones
interpersonales de dependencia entre señor feudal y siervo en la época
medieval.
Parte primera: Cuestiones
generales
El
autor rechaza aquellas interpretaciones del marxismo que adjudican el primer
plano en la historia a lo político, pues ello supone un protagonismo
voluntarista que no contaría con la especificidad de los diversos niveles de
estructuras y prácticas sociales. La tesis de Marx de que la lucha de clases es
el motor de la historia no habrá de ser entendida en el sentido de un devenir
guiado por las voluntades, sino a partir del «concepto teóricamente construido
de un modo de producción dado en cuanto todo—complejo—con predominio» (p. 38).
La práctica política tiene como objeto de transformación el «momento
actual», entendiendo por tal el punto nodal en que se condensan las contradicciones
entre los diversos niveles de una formación; para ello su objetivo
estratégico específico serán las estructuras políticas del Estado, como
punto de cohesión de los diversos niveles de estructuras. Sin esta
transformación estructural no hay práctica política. «El concepto de práctica
reviste aquí el sentido de un trabajo de transformación sobre un objeto
(materia prima) determinado, cuyo resultado es la producción de algo nuevo, que
constituye, o al menos puede constituir, una ruptura con los elementos ya dados
del objeto» (p. 39).
El
Estado es sólo el aglutinante de la formación social. De aquí que la práctica
política tienda inexorablemente a una de estas dos alternativas: o bien a la
conservación de la unidad de una formación —dada por medio del Estado—, o bien
a la transformación de las relaciones de producción a través de la ruptura de
la unidad dada por el Estado. La lucha política no tiene por objetivo
específico las relaciones sociales económicas, pues ello sería un simple
reformismo. Más bien, si la práctica política recae sobre el Estado es porque
en éste se reflejan los antagonismos o contradicciones de la sociedad consigo
misma; el lugar y los límites del Estado en el todo están determinados por el
modo de producción que caracteriza a la formación social del momento histórico.
Las
funciones económica e ideológica del Estado, están en dependencia de la función
propiamente política, concerniente a la lucha de clases, es decir, al
predominio político de una clase; tales funciones corresponden, por tanto, a
los intereses políticos de la clase dominante.
La
articulación de una formación social se refleja en la articulación de las
funciones del Estado. Así, el predominio en el Estado de la función económica
indica que el papel predominante en la formación social corresponde a lo
político. «En ese caso el predominio de la función económica del Estado sobre
sus otras funciones se conjuga con el papel predominante del Estado, pues la
función de factor de cohesión necesita su intervención específica en la
instancia que detenta el papel determinante de una formación social: lo
económico» (p. 58). Esto ocurrió en el Estado despótico, asiático, o en el
capitalismo monopolista de Estado. En el Estado liberal el predominio
corresponde a la función propiamente política, sin que eso signifique que —a su
modo— no detente también en tal caso el Estado la función de cohesión.
La
lucha económica pasa por un primer estadio de diseminación de los obreros en
diferentes grupos; más tarde, la organización sindical; por fin, la
organización propiamente política. No se acepta la interpretación
histórico-genética, dada por Lukács, Goldmann o Marcuse, según la cual la clave
de la historia es la conciencia histórica de clase; el momento de la conciencia
de clase, surgido críticamente de los anteriores, y no la acción que se opone a
la materia, sería el factor transformador de la historia. Esta interpretación
desconoce que los agentes de la producción —actores sociales— los considera Marx
como portadores de un conjunto de estructuras y no como origen genético,
organizado en clases, de las estructuras. Son las estructuras las que tienen
como efecto global las clases en el dominio de las relaciones sociales. Por
razones análogas tampoco se acepta una interpretación economicista, al no tener
en cuenta la pluralidad de regiones (política, ideológica y económica) en el
modo de producción. «La definición de una clase como tal y su captación en el
concepto correspondiente se refiere al conjunto de los niveles cuyo efecto es»
(p. 69). El economicismo confunde las relaciones sociales con las estructuras,
habiendo de intervenir, en consecuencia, la voluntad para convertir las
relaciones de producción en relaciones «sociales» de producción.
Para
Poulantzas, las relaciones sociales de producción —o relaciones de clase— son
un efecto de las relaciones de producción, como combinación entre los agentes
de la producción y las condiciones materiales y técnicas de trabajo. Tal
combinación comprende las tres regiones de estructuras citadas. «Las relaciones
de producción tienen como efecto, sobre las relaciones sociales, y en lo que
respecta a lo económico, una distribución de los agentes de producción en
clases sociales, que son, en ese nivel, las relaciones sociales de producción»
(p. 72). Las clases no son una estructura regional (como las relaciones de
producción, el Estado o la ideología), sino un concepto que designa los efectos
del conjunto de las estructuras sobre los agentes que constituyen sus apoyos.
Las estructuras están determinadas en última instancia por las relaciones de
producción. Sin embargo, la determinación por lo económico puede dar lugar a un
desplazamiento del nivel dominante en que se sitúa la lucha de clases (niveles
de lucha política e ideológica). «El papel determinante, en la constitución de
las clases sociales, de su relación con las relaciones de producción, en la
estructura económica, indica de hecho, muy exactamente, la constante
determinación en última instancia de lo económico en las estructuras reflejadas
en las relaciones sociales» (p. 77). Es decir, la misma estructuración que se
dé en el modo de producción será la que se refleje en las relaciones sociales
en sus diferentes niveles de lucha de clases.
Las
clases son efecto de la matriz en que aparecen las estructuras regionales. La
interpretación lukacsiana separa las relaciones de clase del nivel meramente
económico, confusión a la que dio lugar el Marx de la juventud al diferenciar
la «clase en sí» de la «clase para sí». «El proceso histórico constaría, en
cierto modo, de estructuras económicas puestas en acción por una lucha
político-ideológica de clases» (p. 86). Pero lo mismo que el Estado aglutina
las diversas instancias con sus contradicciones, la lucha política de clases
refleja las luchas de clases de los otros niveles y tiene el Estado por
objetivo. «La lucha política es el motor de la historia», podría decirse.
Por
su parte, ciertas clases en la formación social se presentan como fracciones
de otras clases, es decir, como correspondiendo a los modos de producción
no predominantes en esa formación social. Ejemplo son los campesinos
parcelarios en el Segundo Imperio francés, que no se organizaron políticamente,
pero que estaban representados por Luis Bonaparte, al constituirlos como fuerza
social en la modalidad que adoptó el Estado. La presencia de la fracción de
clase se detecta por los efectos pertinentes que produce en los niveles
distintos de lo económico.
Otros
conjuntos sociales son las categorías, que tienen por rasgo distintivo
la relación específica y sobredeterminante con estructuras distintas de las
económicas: así, la burocracia en sus relaciones con el Estado, o los
intelectuales en sus relaciones con lo ideológico. En cuanto a los estratos,
son los efectos secundarios de la combinación de los modos de producción en
una formación social sobre las clases: aristocracia obrera, las alturas de la
burocracia...; son las franjas-límite de las clases, categorías y fracciones,
que influyen sobre la práctica política.
Las
relaciones conflictivas en cada uno de estos ámbitos requieren conceptos
propios, no traspasables de uno a otro ámbito. «Las relaciones de producción no
son la lucha económica de clases (las relaciones no son clases), así como la
superestructura jurídico-política del Estado o las estructuras ideológicas no
son la lucha política o la lucha ideológica de clases: el aparato de Estado o
el lenguaje ideológico tampoco son clases en mayor medida que las relaciones de
producción» (p. 102).
Es
posible un diferente grado de desarrollo entre los niveles de las estructuras
(económico, político e ideológico) y entre los niveles de práctica y
organización de clase (lucha política, ideológica y económica). Por ejemplo, en
Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XIX, la superestructura
jurídico-política del Estado —de tipo feudal— va retrasada, no sólo con
relación al desarrollo del modo de producción capitalista, sino también con
respecto a la lucha política de la clase esa.
La
coyuntura designa la combinación específica de las fuerzas sociales
(clases, fracciones, categorías y estratos) que singulariza a cada formación
social. Es, como ya indicamos; el objeto sobre el que versa la práctica
política, que tiene como objetivo el poder del Estado.
La
conclusión es que la práctica política, que actúa sobre la estructura, está
determinada asimismo por la estructura. La
estructura produce los límites dentro de los cuales se dan las variaciones en
la lucha de clases. A su vez, la práctica política, al concentrar en sí todos
los niveles de la lucha de clases, está inscrita en los límites del campo
global de la lucha de clases, determinados por las variaciones en la
estructura. «La práctica política es ejercida en los límites marcados por las
otras prácticas y por el campo global de prácticas de clase —lucha económica,
política e ideológica— por una parte, en tanto que ese campo está circunscrito
a su vez por los efectos de la estructura como límites, por otro» (p. 113).
El concepto de poder aparece en el
campo de la lucha de clases. «Así como el concepto de clase indica los efectos
del conjunto de los niveles de la estructura sobre los soportes, el concepto de
poder especifica los efectos del conjunto de esos niveles sobre las relaciones
entre clases sociales en lucha» (p. 119). El poder designa la capacidad de una
clase para realizar sus intereses específicos, en oposición con los intereses
de las otras clases. Los intereses no se sitúan en las estructuras, sino en el
campo de la lucha de clases. Las estructuras sólo asignan sus límites a este
campo. Mientras las fuerzas sociales —que abarcan la coyuntura— delimitan el
campo de la clase en cuanto clase distinta, en cambio, los intereses delimitan
el horizonte de su acción (no ya la existencia de la clase como fuerza social,
sino su grado de organización o extensión de su poder). «El concepto de
intereses sólo puede referirse al campo de las prácticas, en la medida en que
los intereses son siempre intereses de una clase, de los soportes distribuidos
en clases sociales» (p. 134).
Cabe un desplazamiento de la
especificidad de estos intereses dentro de los límites estructurales y en
función del poder del adversario. La especificidad se refiere a los diversos
intereses de clase, concernientes respectivamente a lo económico, lo político y
lo ideológico, ya que el poder se sitúa en estos tres tipos de prácticas de
clase. En cada uno de los niveles los intereses son relativamente autónomos.
«Lo mismo que las estructuras o las prácticas, las relaciones de poder no
constituyen una totalidad expresiva simple, sino relaciones complejas y
diferenciadas determinadas, en última instancia, por el poder económico: los
poderes político e ideológico no son la simple expresión del poder económico»
(pp. 137-138). Asímismo, la determinación por lo económico no tiene lugar
mecánicamente, ni por simple efecto, sino de modo dialéctico tal que la
afirmación de uno de los términos traiga consigo el debilitamiento —la
negación— de aquel que lo determina.
El poder de las clases está
organizado en centros de poder, de los que el Estado es el centro de ejercicio.
Pero los otros centros o instituciones no son simples instrumentos del Estado,
sino que poseen especificidad estructural. «Las instituciones deben ser consideradas
según su impacto en el campo de la lucha de clases, pues el poder concentrado
en una institución es un poder de clase» (p. 140).
Parte segunda: El Estado
capitalista
No son los individuos los que, tras
la disolución de las estructuras feudales, pasan a integrar progresivamente las
clases, sino que las modificaciones son estructurales, dejando ciertos efectos
en los individuos. En el capitalismo lo característico en las relaciones de
producción es —como ya apuntamos en la Introducción— la separación entre el
productor directo y los medios de producción. Tal separación tiene su reflejo
en el nivel político, en que la sociedad civil se presenta como un conjunto de
individuos libres, independientes entre sí e iguales jurídicamente, de cuya
voluntad general se hace eco el Estado. El concepto de «sociedad civil» en Marx
indica la autonomía específica de lo político en el modo de producción
capitalista. «La separación del producto directo de los medios de producción se
refleja (en lo político) por la fijación institucionalizada de los agentes de
producción en cuanto sujetos jurídicos, es decir, individuos-personas
políticos» (p. 156).
Las estructuras jurídicas e
ideológicas ocultan las relaciones de clase, instaurando una relación entre los
sujetos jurídicos y económicos como independientes, que se llama competencia
entre los obreros asalariados, por una parte, y los propietarios privados,
por la otra. «La competencia, lejos de designar la estructura de las relaciones
capitalistas de producción, consiste precisamente en el efecto de lo jurídico y
de lo ideológico sobre las relaciones sociales económicas» (p. 160). De aquí
que las clases en cuanto tales se constituyan en el nivel de la lucha política,
por cuanto las relaciones económicas de clase quedan ocultas por el efecto de
la superestructura jurídica e ideológica. En el ámbito privado de la lucha
económica el capital es el más fuerte; sólo triunfará el obrero si transforma
en política la lucha de clases. El aislamiento entre los individuos privados,
contrapuestos a la esfera de lo público o interés general, es un efecto
superestructural del Estado; pero tal efecto determina a su vez en el Estado la
función de unidad política nacional, encubridora de su carácter político de
clase. El Estado representa la ficción creada por él del «interés general» de
los intereses económicos competidores. «El Estado representa la unidad de un
aislamiento que es en gran parte —pues lo ideológico representa en esto un gran
papel— su propio efecto. Doble función —de aislar y de representar en unidad—
que se refleja en contradicciones internas en las estructuras del Estado. Estas
revisten la forma de existencia de contradicciones entre lo privado y lo
público, entre los individuos-personas políticos y las instituciones
representativas de la unidad del pueblo-nación, y aún entre el derecho privado
y el derecho público, entre las libertades políticas y el interés general,
etc.» (p. 164).
En el modo de producción capitalista
la lucha política de clases se autonomiza de la lucha económica. Es una lucha
política que se enfrenta a la otra clase por el intermedio de la búsqueda de la
conservación del Estado.
Dentro de un tipo de Estado caben
distintas formas, ya que puede darse un desarrollo mayor en alguna de las
instancias; por ejemplo, en un modo de producción capitalista como el
bismarckismo el Estado era todavía feudal. Las transformaciones resultan de un
desplazamiento de las contradicciones entre los diferentes estadios de cada
fase. «Las diferencias entre las formas de Estado afectan precisamente a las
formas específicas que toma la relación entre una esfera económica y una esfera
política relativamente autónomas: constituyen variables de una invariante
específica» (p. 187). Así, dentro del Estado capitalista se encuentran los
estadios del capitalismo privado, social, monopolista y monopolista de Estado.
«Los estadios de esa fase de una formación se refieren al predominio de una
forma de ese modo de producción “puro” sobre las otras formas, lo que acarrea
cierta combinación concreta del modo de producción capitalista y de los otros
modos de producción» (p. 188).
A una forma de Estado pueden
corresponder diversas formas de régimen. Por ejemplo, el Estado liberal puede
presentar tanto la forma de régimen de la Monarquía constitucional —en Gran
Bretaña— como la de la República parlamentaria —en Francia—. Las diferencias en
las formas de régimen no dependen, como las diferencias de estadios en una
formación, de las relaciones entre las instancias, sino de la temporalidad
particular en las estructuras políticas. Sobre ello volverá el autor en parte
tercera, cap. 4. La coexistencia de varios modos de producción y de varias
formas del modo de producción capitalista y la articulación de instancias con
temporalidades propias hacen que la forma predominante en un modo de producción
capitalista no tenga un desarrollo simple, sino que se den combinaciones
diversas: paso del capitalismo monopolista al capitalismo privado en los países
occidentales después de la primera guerra mundial, paso en Gran Bretaña de un
capitalismo privado a un capitalismo monopolista de Estado sin mediación del
capitalismo monopolista después de la segunda guerra mundial, situación
contraria en Francia...
Una vez traspasado cierto umbral, el
desajuste —o falta de correspondencia entre la estructura y su función— produce
la ruptura de la estructura con la unidad de la que forma parte. La instancia
regional se diferencia más allá de lo que la unidad regional permite,
apareciendo sus funciones nuevas en desajuste con el resto de la unidad.
En este Estado se adelanta la
propiedad sobre el proceso de trabajo. Sin que haya separación en el proceso de
trabajo entre el trabajador y los medios de producción, ni se den las
relaciones sociales de producción propias del modo de producción capitalista,
sin embargo, el modo de propiedad en la manufactura es capitalista, en que el
capital posee el trabajo, así como también es capitalista la
institucionalización política correspondiente. «Ese Estado presenta, en su
relación con las relaciones sociales de producción, características de un
Estado en relación con el aislamiento capitalista de esas relaciones, cuando no
existen aún en realidad los supuestos previos de ese efecto de aislamiento en
su forma capitalista» (p. 202).
El hundimiento de la agricultura
feudal, la aparición de las manufacturas, el desarrollo del comercio
internacional, la disminución de la población... son factores que determinan la
crisis del feudalismo en los siglos XIV y XV. Aparece un sistema jurídico de
reglas formales que ha de respetar el poder estatal. La razón de Estado
representa el interés general. La noción del contrato social significa la
autonomía en las instancias política y económica. «El poder absoluto está
fundado sobre el contrato por el cual los gobernados, en su aislamiento
privado, se unen para formar un cuerpo político sometiéndose, por ese mismo
acto, al poder público del gobierno» (p. 206). La autonomía del Estado
capitalista realizó la transición al nuevo modo de producción y al surgimiento
de la burguesía como clase consolidada. Progresivamente vino el desplazamiento
en la estructura del Estado de la nobleza terrateniente por la burguesía. La
autonomía «le permitió al Estado precisamente funcionar en el sentido de la
acumulación primitiva del capital» (p. 210).
Los modelos de la revolución
burguesa dependen de los desajustes en cada caso entre el sistema de las estructuras
y el campo de la lucha de clases. En Inglaterra, en 1640 comenzó la
capitalización de la renta de la tierra; al faltar la burguesía industrial y
comercial, la revolución la inició una parte de la nobleza. Persistió, por
tanto, el Estado de tipo feudal aun después de la llegada de la burguesía al
poder. «La instancia económica detentó casi constantemente, hasta el estadio
del capitalismo monopolista de Estado —que en Inglaterra fue posterior a la
revolución—, no simplemente la determinación en última instancia, sino también
el papel dominante» (p. 218). En Francia fue la burguesía la que inició
mediante el Estado el modo de producción capitalista, buscando apoyo en el
campesinado, por lo que no se abolió la pequeña producción agrícola. Al contrario
que en Inglaterra, el desarrollo de las instituciones va por delante del
desarrollo económico. En Alemania la revolución capitalista fue hecha desde la
alta nobleza bajo el Imperio de Bismarck, pero fuera de la capitalización de la
tierra y sin Estado absolutista; por ello la transición fue más lenta,
permaneciendo las estructuras feudales y transformándose el Estado de Bismarck
desde el interior hacia el Estado capitalista; Estado que hubo de jugar un gran
papel político, con objeto de evitar la revolución de la burguesía contra la
nobleza.
Parte tercera: Los rasgos fundamentales
del
Estado capitalista.
Capítulo I: El Estado capitalista y los intereses de
las clases dominadas
Este Estado representa los intereses
políticos de la clase dominante, siendo compatible con la defensa de los
intereses económicos de la clase dominada, hasta el límite en que la lucha
económica llegara a transformarse en lucha política, no pudiendo hacerse
entonces compromisos en favor de esta clase. Tal ha sido la política social del
llamado «Estado benefactor».
Capítulo II: El
Estado capitalista y las ideologías
Se empieza rebatiendo la concepción
historicista de las ideologías, defendida por Gramsci, según la cual la
ideología es el factor dominante del todo social. Para el historicismo «una
clase hegemónica se convierte en la clase-sujeto de la historia que, por su
concepción del mundo, llega a impregnar a una formación social de su unidad y a
dirigir, más que dominar, provocando el “consentimiento activo” de las clases
dominadas» (pp. 253—254). Por el contrario, la ideología es un nivel específico
más en la formación social, en el que se refleja, no una relación simple con la
clase dominante, sino una relación política concreta entre ambas clases. La
instancia ideológica tiene su propia autonomía, con o sin correspondencia con
las otras instancias. Caben, pues, desajustes. «Una ideología dominante
profundamente impregnada por el modo de vida de una clase o fracción puede
seguir siendo la ideología dominante aunque aquella clase o fracción no sea ya
dominante» (p. 259).
Las ideologías tienen por función
«insertar a los agentes en las actividades que sostienen la estructura» (p.
264). Lo ideológico no resulta de un acto de conciencia refleja, ni siquiera es
un conocimiento-copia de lo verdadero, ni tampoco son conscientes los motivos
—de explotación de clase— que la hacen necesaria. La propia explotación parece
ser, entonces, más que un acto consciente una necesidad del sistema.
«Precisamente a causa de su determinación por su estructura, el todo social es
un nivel de lo vivido opaco para los agentes, opacidad sobredeterminada, en las
sociedades divididas en clases, por la explotación de clase y las formas que
esa explotación toma a fin de poder funcionar en el todo social» (p. 264). Las
estructuras que determinan la ideología aparecen, sin embargo, invertidas y
ocultadas en ésta.
De las varias regiones que
comprenden la ideología, la región dominante tiene por función ocultar el nivel
que ejerce el papel preponderante en la formación social; así, en la formación
feudal el papel predominante es lo político, mientras que el nivel ideológico
imperante es el religioso. En la formación capitalista, en que domina lo
económico, la región ideológica que mejor desempeña el papel de ocultación es
la jurídico-política —por su efecto de aislamiento en los miembros de la
sociedad civil—, a la que se deben nociones como libertad, igualdad, derechos,
deberes, Estado de derecho, nación... Tiene lugar, asimismo, una contaminación
de las otras regiones por ésta, de la que toman en préstamo sus nociones. Hasta
las clases dominadas viven su rebelión de acuerdo con la región
ideológico-política: apelan a la justicia social, la igualdad, etc. La
ideología jurídica constituye a los sujetos en iguales en derechos, ocultando
«las verdaderas estructuras de lo económico, de su predominio en el modo de
producción capitalista, de las estructuras de clase, etc.» (p. 274). La unidad
nacional reconstruida ideológicamente es ficción, encubridora del dominio de clase. La ideología burguesa se presenta además
como técnica científica o fin de las ideologías, encubriéndose a sí misma como
ideología.
Capítulo III: El Estado capitalista y la fuerza
Siguiendo el
planteamiento de capítulos anteriores, es el dominio estructural de una clase
lo que determina la existencia de instituciones coactivas, como el ejército, la
policía o el sistema penitenciario. «Las instituciones de dominio de clase,
lejos de derivar de alguna relación de fuerza, de factura psicosocial, son las
que asignan a la fuerza de represión su funcionamiento concreto en una
formación determinada» (p. 290). No habría diferencia cualitativa entre la
autoridad del Estado y la violencia, ya que la legitimidad del Estado es
«violencia constitucionalizada». «El ejercicio de la represión física está
legitimado en adelante porque se presenta como correspondiente al interés
general del pueblo-nación: la legitimidad se refiere aquí únicamente al Estado»
(p. 293).
Capítulo IV: El Estado
capitalista y las clases dominantes
El poder no lo detenta una clase aislada, sino un bloque o conjunto de
clases y fracciones, de las cuales a su vez alguna ejerce el papel
predominante. Bloque en el poder designa, pues, «la unidad
contradictoria particular de las clases o fracciones de clase dominantes, en su
relación con una forma particular del Estado capitalista» (p. 295). No es una
unidad de fusión, sino de intereses antagónicos. La fracción hegemónica del
bloque en el poder se constituye, por su parte, en representante del interés
general del bloque: igual que antes, esta función política hace el juego a la
explotación económica que ejerce aquélla sobre los otros grupos. «La clase o
fracción hegemónica polariza los intereses contradictorios específicos de las
diversas clases o fracciones del bloque en el poder, constituyendo sus
intereses económicos en intereses políticos, que representan el interés general
común de las clases o fracciones del bloque en el poder: interés general que
consiste en la explotación económica y en el dominio político» (p. 309).
En
cuanto a las alianzas, no se dan necesariamente entre clases o fracciones que
pertenezcan todas al bloque en el poder; se dan sólo en el nivel económico, o
bien sólo en el nivel político. Las clases-apoyos, por su parte, son carentes
de organización política (pequeña burguesía, campesinado...), por lo que buscan
su protección en el Estado-general, al que por una ilusión suponen garante del
interés general.
Dentro
de la periodización política, hay que distinguir la periodización general en
estadios, marcada por las relaciones entre las estructuras políticas y las
prácticas de clases, de la periodización de las estructuras en un nivel
político, dentro de una formación determinada. A la segunda corresponden las
formas de régimen; a la primera corresponden las formas de Estado y las
variaciones en el bloque en el poder. Son ejemplos de formas de Estado la
Asamblea Nacional Constituyente en Francia, del 4 al 29 de mayo de 1849, o la
República Constitucional, del 29 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851. Son
ejemplos de formas de régimen el período comprendido entre el 29 de mayo y el
13 de junio de 1849, caracterizado por la lucha entre democracia y burguesía,
que terminó con la derrota del partido pequeño burgués o demócrata; del 13 de
junio al 31 de mayo de 1850, período de la dictadura parlamentaria de la
burguesía, coronada por la supresión del sufragio; también, entre el 31 de mayo
y el 2 de diciembre de 1851, en que acaece la caída de la dominación burguesa,
tras su lucha con Bonaparte.
Mientras las clases políticamente
dominantes son las que forman parte del bloque en el poder, las clases o
fracciones reinantes son las que están presentes en la escena política. Puede
haber desajuste entre la práctica y la escena política: no era reinante la
burguesía industrial en el tiempo de Luis Felipe, aunque estaba en el poder. En
Inglaterra, después de 1832 la clase terrateniente es la reinante y mantenedora
del Estado, mientras que la hegemónica es la burguesía. No se da tampoco
siempre correspondencia entre las relaciones en la escena política (de
partidos) y las relaciones de clases. «El caso muy frecuente de un partido de
la oposición parlamentaria... representa en realidad a una clase o fracción del
bloque en el poder del estadio de una formación en el que se sitúa la etapa.
Inversamente, un acuerdo entre partidos puede ocultar una lucha intensa en el
campo de las prácticas políticas, y no hay sino mencionar el caso frecuente de
ciertos acuerdos exclusivamente electorales» (pp. 326-7).
Parte cuarta: La unidad del
poder y
la autonomía relativa del
Estado capitalista
«Por unidad propia del poder político
institucionalizado entiende ese carácter particular del Estado capitalista que
hace que las instituciones del poder del Estado presenten una cohesión interna
específica» (p. 332). No hay parcelación del poder institucionalizado del
Estado, a diferencia de otras formas de Estado, en que había centros de poder
de carácter económico-político. El Estado posee una autonomía relativa respecto
de las clases en el poder. Frente a la tendencia historicista, para la que el
Estado era un aliado sometido a la clase dominante, la relación entre el Estado
y la lucha política de clases «refleja en realidad la relación de las
instancias, por. que es efecto de éstas, y concentra en sí la relación de los
niveles de las estructuras y del campo de las prácticas de clase» (p. 334).
Capítulo
II: Interpretaciones erróneas
Además de la interpretación
historicista, el autor no acepte el funcionalismo, cuyo punto de partida es la
existencia de un sistema social como sujeto integrador, faltando la lucha de
clases.
Tampoco considera admisible la
corriente neoliberal, pare la que se darían una pluralidad de poderes o centros
de decisión que se contrapesaran recíprocamente, revistiendo el Estado una
función auxiliar-ejecutante de aquellas decisiones Lo político se diluye en lo económico.
Por razones inversas rechaza la
tendencia neocorporativista de Estado, basada en la existencia de un poder
político central institucionalizador. Habría una absorción de lo económico en
lo político. «Los diversos grupos de intereses y grupos de presión se supone
que reciben directamente una situación pública, que son oficialmente
reconocidos y directamente organizados por el Estado que realiza su unidad (p.
349).
Capítulo III: El Estado capitalista y el campo de
la lucha de clases
La normativa estatal tiene el efecto
de ocultar la pertenencia de los ciudadanos a una clase mediante el recurso a
la voluntad general. Pero como las voluntades individuales no coinciden, no
puede darse una representación por el Estado del querer de los ciudadanos: es el
Estado quien crea el efecto de la individuación atómica y de la voluntad
general, identificada con la suya.
De aquí que el antagonismo entre
sociedad y Estado, como dos entes distintos y luego relacionados por la
voluntad general de la sociedad, no sea un dato simple a registrar, sino «la
percepción de los efectos de la autonomía de las instancias del modo de producción
capitalista sobre el campo de la lucha de clases» (p. 367). Los intereses
políticos de la clase dominante no se reflejan si no es a través de la
autonomía relativa del Estado. «Esta característica de unidad del poder
institucionalizado corresponde precisamente al hecho de que constituye un poder
unívoco de las clases o fracciones dominantes» (p. 369). La unidad del Estado
vendría exigida por la incapacidad de organización interna de la burguesía.
Esta incapacidad proviene del fraccionamiento de la clase burguesa, de la
permanencia en las clases capitalistas de las clases de pequeña producción, de
la ascensión y organización de la clase obrera...
Una vez más el autor parece suponer
el carácter inconsciente u oculto del mecanismo de representación de los intereses
políticos de una clase por parte del Estado; lo consciente o manifiesto son,
por el contrario, las vicisitudes externas, que pueden aparecer como hostilidad
entre el Estado y la clase dominante. «El Estado, a fin de revestirse
concretamente de esa autonomía relativa inscrita en el juego de sus
instituciones y necesaria precisamente para el dominio hegemónico de clase, se
apoya en ciertas clases dominadas de la sociedad, llegando a presentarse, por
un proceso ideológico complejo, como su representante: las hace, en cierto
modo, actuar contra la clase o clases dominantes, pero en provecho político de
estas últimas» (p. 373). Así, las medidas tomadas por Bonaparte en favor de los
campesinos parcelarios y de la pequeña burguesía.
La igualación de los ciudadanos, que
oculta su división en clases, da pie finalmente a la llegada del Estado
totalitario, en que «el individuo es directamente entregado al poder político»
(p. 382).
Capítulo IV: El Estado capitalista y las clases
dominantes
Como ya se indicó (Parte tercera,
Cap. 4), en el bloque en el poder se da también una relación de dominio, en que
una clase o fracción ostenta la hegemonía y detenta el poder unitario del
Estado. El Estado es «el factor de unidad política del bloque en el poder bajo
la égida de la clase o fracción hegemónica. Dicho de otro modo, constituye el
factor de organización hegemónica de esa clase o fracción, de suerte que sus
intereses específicos pueden polarizar los de las otras clases y fracciones del
bloque en el poder» (p. 391). En el Segundo Imperio de Luis Bonaparte el Estado
servirá los intereses de la burguesía financiera, incapaz de organizarse por sí
misma en grupo político. El Estado no tiene nunca mero papel de arbitraje.
Cada fracción en el poder desempeña
un lugar institucional diferente (ejecutivo, o bien legislativo). Si el
legislativo y el ejecutivo están controlados por la misma fracción, no hay
distinción de poderes: así en Gran Bretaña hasta los últimos tiempos. Cuando
hay separación, «la unidad del poder institucionalizado se mantiene por su
concentración alrededor del poder predominante, donde se refleja la clase o
fracción hegemónica» (p. 399). En Francia, con la Convención el ejecutivo quedó
en manos de la burguesía comercial («La Montaña») y el legislativo en manos de
la fracción financiera e industrial («La Gironda»); el papel predominante lo
asumirá el segundo término.
Capítulo V: El ejecutivo y el legislativo
Las relaciones entre ambos poderes
son criterios para la distinción de formas de Estado. El ejecutivo comprende el
aparato estatal: burocracia, administración, policía, ejército. «Esa
distinción, y el predominio de uno de los poderes sobre el otro, incluye
también formas diferenciales de articulación, y aun de intervención y de
no-intervención, de lo económico y lo político: por ejemplo, un predominio del
ejecutivo significa con frecuencia una intervención específica de lo político
en lo económico» (pp. 403-4). Tanto el predominio del ejecutivo como del
legislativo se insertan en el marco ideológico de la soberanía popular que
caracteriza al Estado capitalista: siempre se está bajo la égida de la clase
dominante, sin que el ejecutivo ni el legislativo signifiquen una declinación
de tal función.
La democracia es un sistema político
de la burguesía, basado en la noción de legitimidad, que supone el
aislamiento en las relaciones civiles. Algo análogo ocurre con el Estado
capitalista, cuya alternancia entre la concentración en los poderes legislativo
y ejecutivo respectivamente es el resorte que impide la conquista del poder
político por las clases dominadas.
«Por ejemplo, el predominio
característico del ejecutivo en una hegemonía de los monopolios responde
directamente a una incapacidad particular de organización de esa hegemonía
respecto del bloque en el poder en el marco del parlamento. Las contradicciones
particularmente vivas entre las diversas fracciones del bloque en el poder del
estadio monopolista, reflejadas y reducidas en el parlamento por todo un
desajuste particular de las fracciones y de los partidos debido a
«supervivencias» tradicionales de representación por los partidos, explican esa
incapacidad. La hegemonía se organiza en adelante por procesos diferentes, en
el interior del ejecutivo» (p. 412). El predominio del ejecutivo traduce, pues,
una incapacidad de organización en los partidos del bloque en el poder. Pueden
darse desfases: como que la fracción hegemónica se sitúe en el ejecutivo —por
no llegar a Instalarse en el legislativo—, mientras que hay predominio de la
asamblea legislativa.
Parte quinta: Sobre la
burocracia y las élites
No
existe un poder político paralelo y complementario respecto al de la clase
económicamente dominante, como han supuesto Wright Mills o Bottomore (teoría de
las élites). En cuanto a la concepción de una pluralidad de élites políticas en
Parsons y Aron (Classe social, classe politique, classe dirigeante,
Révue Européenne de Sociologie, 1960), es una forma ideológica de encubrir la
lucha de clases, por cuanto mantener una unidad política recordaría bastante la
existencia de una clase dominadora. Sostienen la unidad de las élites políticas
Mosca, Miles, Michels... También Burnham, con la particularidad de que para él
es la nueva clase tecno-burocrática de los gerentes el sujeto del poder
político. «El poder, sin fundamento posible, es considerado como un simple
lugar cuya existencia misma unificaría a las diversas élites...» (p. 430).
La determinación por lo económico no
tiene lugar de un modo simple, sino que actúa a través de la lucha política de
clases y de la superestructura, valiéndose de los desajustes que éstas
provocan. «Si el nivel económico de las relaciones de producción determina, en
última instancia, los lugares de poder y de dominio del campo de la lucha de
clases, no es sino por su reflejo en el conjunto complejo de una formación»
(pp. 433-4). En esta cadena compleja y, en algunos de sus eslabones, reversible
de causas y efectos es donde se sitúa la burocracia, como efecto de la región
del Estado sobre los agentes de la formación social, los cuales, de ahora en
adelante, pasan a pertenecer al aparato del Estado. No es una clase específica,
sino que participa del poder de clase propio del Estado. La alta burocracia
procede de la clase mantenedora del Estado, no siempre coincidente con la clase
hegemónica. Pero lo que la constituye en categoría específica es su papel en el
aparato del Estado, que a su vez viene determinado por la clase hegemónica. «El
llamado poder burocrático no es en realidad sino el ejercicio de funciones del
Estado, Estado que no es fundamento del poder político, sino el centro de poder
político perteneciente a clases determinadas, en nuestro caso a la clase o
fracción hegemónica» (p. 440). Si la burocracia posee autonomía relativa
respecto de la clase hegemónica, es debido a su unidad propia en el
funcionamiento del Estado. La clase de procedencia de la burocracia marca, no
obstante, ciertos límites a la clase hegemónica y en los momentos de transición,
en que el ejercicio del aparato estatal se revela más decisivo, aparece como
medio de la llegada al poder de las clases mantenedoras; así, durante la
Primera Revolución bajo Napoleón la burocracia fue quien llevó a la burguesía
al dominio de clase: la burguesía era la clase mantenedora.
La burocracia es un cuerpo en
contradicción con el Estado capitalista, que hace su aparición en el seno de
éste. Viene exigida por el modo de producción capitalista en la medida en que
coexisten en él otros modos de producción. El burocratismo es el sistema de
organización del Estado, igualmente necesario y contradictorio.
La burocracia ha sido
particularmente significativa en Francia por la coexistencia con el modo de
producción capitalista del campesinado parcelario. En Inglaterra, donde las
clases de la pequeña producción quedaron absorbidas en el modo de producción
capitalista, el papel de la burocracia fue menos importante.
La autonomía específica de la
burocracia, que lo es tanto respecto de la clase hegemónica como de la de
procedencia de sus miembros, se explica por las funciones del burocratismo; el
cual, a su vez, es efecto de las estructuras del Estado capitalista y de la
ideología dominante sobre el aparato del Estado.
La autonomía de la burocracia deriva de la
que tiene el Estado en el modo de producción capitalista. La autonomía del
Estado capitalista es abordada por Marx y Engels —de modo teórico y explícito—
sólo a propósito del equilibrio entre las fuerzas sociales en el bonapartismo.
La postura de Poulantzas —lo que él considera su aportación— está en entender
la autonomía como un rasgo constitutivo del Estado capitalista. «Esa autonomía
relativa es un rasgo constitutivo del tipo capitalista de Estado, y por lo
tanto de sus formas concretas, aun en el caso de que de ningún modo se esté en
presencia de un equilibrio de las fuerzas. Así, en la medida en que se
encuentra en Marx el examen (en estado práctico) de la autonomía relativa del
tipo capitalista de Estado respecto de las clases dominantes, se encuentra, de
una manera directamente determinada, el de la autonomía relativa de la
burocracia respecto de éstas, aun en el caso de una situación concreta de no
equilibrio de las fuerzas» (p. 462). La unidad de la burocracia sigue al
aislamiento del campesinado parcelario y la pequeña burguesía, así como al
aislamiento civil que es efecto de la superestructura jurídica. Las clases
dominantes se organizan políticamente, quedando representadas por la
burocracia. En cuanto a las clases de la pequeña producción, ante su
aislamiento e incapacidad de organización, encuentran en la burocracia la
unidad del poder que las representa, a la vez que les permite continuar en su
desorganización.
El autor enumera diversas contradicciones en que
incurre el burocratismo con respecto al dominio político que, por su posición
en la lucha de clases, ejerce. Hay contradicción entre el secreto burocrático
necesario y el principio burgués de publicidad u opinión pública; entre el
funcionamiento del ejecutivo —burocratismo— y la forma parlamentaria del poder;
entre el dominio político de la burguesía y la ideología pequeño-burguesa en el
burocratismo —basada en el fetichismo del poder que no detenta—; entre «la
personalización por privilegio de los cargos en contradicción con su carácter
impersonal o bien el caso del fatalismo y de la falta de acción en
contradicción con la ideología de la eficacia, etc.» (p. 466).
El carácter de fuerza social de la burocracia está
en dependencia del papel del Estado en el conjunto de las instancias, es decir,
del lugar predominante —o no— que le incumba.
VALORACIÓN TÉCNICA
No entramos en una valoración global
de los supuestos ontológicos del materialismo dialéctico e histórico, ni de sus
aspectos éticos y sociológicos, acerca de lo cual existen abundantes estudios.
La crítica general dirigida al marxismo es aplicable a esta obra.
Limitándonos
a algunos aspectos particulares de la misma, destaca en especial la dificultad
en la conciliación de la tesis general de que la materia es omnicomprensiva de
toda la realidad con la otra tesis, complementaria de la anterior, relativa al
movimiento dialéctico, tomado del idealismo hegeliano, que animaría a la
materia, así como con la noción althusseriana de surdétermination (determinación
superestructural), con eficacia propia (¿venida de dónde?) sobre la materia. Si
lo primero aparece ya como un acoplamiento enteramente artificial, puesto que
no se ve en virtud de qué la materia habría de comportar en su seno una serie
de afirmaciones, negaciones y síntesis, cuyo origen y término estaría en la
misma materia, el segundo de los aspectos señalados pone más aún en tela de
juicio la coherencia interna del materialismo: ¿cómo entender que las
relaciones meramente económicas de producción den lugar a unos efectos
ideológicos, políticos, religiosos, morales, jurídicos... que, además de serles
necesarios a aquellas relaciones, ejercen sobre las mismas una virtualidad
específica? ¿Cómo se explica, por ejemplo, la vigencia del determinismo
económico cuando el predominio en la formación social corresponde, según dice
el autor, al poder político, o bien al poder ideológico? ¿Es acaso un
predominio provisional, determinado dialécticamente? Pero queda por explicar
cómo es posible la transformación de la materia en superestructura. Estas
dificultades se agudizan tanto más cuanto que el autor, como hemos tenido
ocasión de comprobar, suscribe las posiciones materialistas más estrictas, no
dejando en ningún momento lugar para un proyecto existencial que fuera algo más
que un efecto estructural. Los soportes de las estructuras no serían sujetos
originarios, a los que atribuir sus actos, sino que sólo cuentan en las
prácticas sociales en tanto que distribuidos en clases. «A la pregunta quién
lucha, quién trabaja, quién practica, puede contestarse que son los soportes
distribuidos en clases sociales, sin referirse por eso al sujeto... los
soportes distribuidos en clases no pueden ser teóricamente concebidos como
sujetos» (pp. 105-6). En ningún momento del libro queda paliada o discutida la
tesis dogmática de la «determinación en última instancia por lo económico».
Veamos
las consecuencias que esto tiene en lo que es tema central del estudio: el
Estado y la lucha política de clases. Para ello tal vez convenga resumir en
unas líneas lo que el autor defiende.
Las
relaciones de producción capitalista determinan la autonomía de la
superestructura jurídico-política del Estado. A su vez, la superestructura
tiene por efecto el aislamiento entre los agentes de un modo de producción. El
Estado se presenta a sí mismo como lo que armoniza (unifica) los intereses
antagónicos sociales, cuyo aislamiento ha venido provocado por el propio
Estado. La ficción del Estado de derecho —la legitimidad— es una coartada
ideológica, mediante la cual se oculta la división en clases y se convierte a
los sujetos, divididos estructuralmente, en ciudadanos políticos soberanos, en
cuerpo político. Es el Estado el que crea el efecto de los individuos
atomizados y de la voluntad general, identificada con la suya. «La soberanía
popular se identifica con la soberanía del Estado, ya que el pueblo no está
fijado en el Estado más que si está representado» (p. 362).
Pero
es el propio autor quien resume todo su libro en las siguientes palabras. «El
Estado capitalista saca, en efecto, su principio de legitimidad del hecho de
que hace las veces del pueblo-nación, visto como un conjunto de entidades
homogéneas, idénticas y dispares, fijadas por él en cuanto
individuos-ciudadanos políticos» (p. 380).
Ciñendo
la pregunta que nos hacíamos antes al terreno político: ¿por qué ha de crear el
Estado la ficción del interés general y de la legitimidad? La única respuesta
que encontramos en el autor estaría en la incapacidad de organización interna
de la burguesía (p. 370). Es decir, que de lo que es una negación o carencia la
burguesía extrae la unidad positiva de un Estado y hasta un fin, como es el
interés general o bien común, que le confiere su legitimidad. Además, esta
transformación de lo negativo en positivo es estructural, es decir, acaece sin
hacerse consciente ni ser pretendida como fin.
Si
no queremos aceptar tan extraña metamorfosis, habremos de suponer que la
«incapacidad de la burguesía para constituirse en unidad», de que Marx y
Poulantzas hablan, es un hecho que sólo se puede entender dentro de la moral,
como de no atención al bien común, poniendo por encima el bien particular. La
propia terminología marxista, como sin querer, se expresa en sentido ético. «La
burguesía sacrificaba su propio interés general de clase, su interés político,
a sus intereses particulares más limitados, más sucios» (Marx, Le 18
Brumaire..., p. 327, citado por Poulantzas, p. 370). Pero, entonces, el fin
desde el que se constituye la unidad estatal habrá de estar presente ya, como
querido, en la burguesía que origina al Estado. No es concebible que una clase
social pueda influir —o bien, padecer— violencia en relación a otra clase sin
tener conciencia de tal hecho. Lo que haya de injusto en la división en clases
sólo puede ser advertido como tal por referencia al bien que en la situación
del caso se lesione. Lo que no cabe es que la burguesía haya de inventar las
ficciones de un Estado y de un interés general para de esta forma atender a una
necesidad suya de organización frente a otra clase, necesidad que como tal es
desconocida por ella. Es insostenible que desde la carencia opaca, no vivida
como carencia, la propia carencia cree unos fines de comportamiento político
que a su vez no son asumidos como tales, en su finalidad última de encubridores
de unas relaciones de producción, por los propios agentes de las estructuras
que han dado lugar a ellos. Una tal tesis aparece a lo largo de casi todo el
libro. «La ideología no es visible por los agentes en su ordenación interna:
como todo nivel de la realidad social, la ideología está determinada por su
propia estructura, que es opaca para los agentes en las relaciones vividas» (p.
264).
Desde
estos presupuestos el autor no llega a ver la dimensión de praxis, actividad
inmanente que recae sobre el propio sujeto, de la acción política. Se fija
solamente en su aspecto de poiesis, actividad transeúnte que recae sobre
una materia externa, a la que transforma. La distinción aristotélica entre praxis
y poiesis no es sólo entre dos tipos de operaciones, sino también
entre dos aspectos de una misma acción, cuando ésta es dirigida por las
facultades superiores del hombre singular —entendimiento y voluntad— y a la vez
productiva de unos efectos externos al agente. Si sólo atendemos a lo segundo,
convertimos la eficacia en único criterio valorativo de la acción. En tal caso
se olvida que la eficacia siempre lo es en orden a algún fin, moralmente
cualificado, el cual en tanto que tal no es eficiente en la acción humana, sino
su principio, con vistas al cual ésta es emprendida.
Los
análisis que se ofrecen siguen el método de Hegel, desde conceptos aislables,
para luego recomponer una formación social, un todo concreto. Pero estas
construcciones, al estar faltas de un elemento de contraste en lo que fuera su
punto de partida, resultan arbitrarias, pudiendo antojarse otros tipos de
combinaciones conceptuales. Esto puede verse a propósito del concepto de clase,
los modos posibles de presentarse la revolución burguesa, los retrasos y
desajustes entre las diversas instancias... Si en todo ello se ven
contingencias históricas, indeterminables en su complejidad desde los puros
conceptos, es por la misma potencia del espíritu humano —y para el creyente en
último término por la Providencia divina—, capaz de asignar un rumbo a la
historia; pero si se pretende que los hechos sociales son necesidades de un
desarrollo dialéctico, que atraviesa una serie indefinida de avatares en
función de las fuerzas sociales en juego, entonces siempre quedará un mayor o
menor grado de arbitrariedad en el tipo de reagrupación efectuada por la mente
entre conceptos que corresponden a efectividades extramentales así como en el
modo mismo en que tales hechos efectivos se suceden y condicionan. Existe mucho
de imprevisible en el acontecer histórico y es jugar al azar proponer uno u
otro tipo de combinación unívoca y determinante para explicarlo Descalificar
como «ideológicas» las explicaciones que no coinciden con la determinación
unívoca de tipo económico carece de significado objetivo, porque arranca ya del
concepto marxista de ideología como mala conciencia o pretendida
autojustificación engañosa; es una descalificación que en sí misma se
autoinvalida, ya que ella a su vez tendría una explicación a partir de las
relaciones de producción, sin estarnos permitido ir más allá de las condiciones
técnico—productivas del trabajo.
VALORACIÓN DOCTRINAL
Como
es bien sabido, los principios de la filosofía marxista son incompatibles con
la Revelación cristiana y con la admisión de una ley moral trascendente, tanto
en el orden natural como en el orden sobrenatural. El Magisterio de la Iglesia
lo ha expresado repetidas veces (Pío XI, Quadragessimo Anno, 120; Juan
XXIII, Mater et Magistra, nn. 23 y 34; Pablo VI, Populorum
Progressio, 39; Octogessima Adveniens, 26). He aquí la última de las
citas indicadas: «El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política
concebida como servicio no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a
sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su
fe y a su concepción del hombre. No le es licito, por tanto, favorecer a la
ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de la violencia y a
la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad,
negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y
colectiva» ( op. cit.). Asimismo, adoptar el método marxista para el
análisis sociológico no es posible sin establecer un vinculo con aquellos
principios ( Octogessima Adveniens, nn. 33 y 34).
La
doctrina social de la Iglesia debe ser aceptada en coherencia con la visión
antropológica de la que deriva, tal como está contenida en la Revelación. «La
Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se
encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de
comunicar. La afirmación primordial de esta antropología es la del hombre como
imagen de Dios... (la Iglesia) no necesita, pues, recurrir a sistemas e
ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre: en el
centro del mensaje del cual es depositaria y pregonera encuentra inspiración
para actuar en favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas
las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias... » (Juan Pablo
II, Discurso inaugural del CELAM III, 28-1-79).
En
relación más inmediata con algunos de los aspectos que se abordan en el libro
de Poulantzas, cabe recordar algunas enseñanzas concretas del Magisterio de la
Iglesia.
En
primer lugar, la «noble lucha por la justicia social» no es necesariamente
fuente de antagonismos, ni pretende destruir la fuerza del adversario; las
exigencias que plantea dimanan del mismo bien que pretende restablecer. «La
doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan únicamente
el reflejo de la estructura de clase de la sociedad y que sean el
exponente de la lucha de clase que gobierna inevitablemente la vida
social. Sí, son un exponente de la lucha por la justicia social, por los justos
derechos de los hombres del trabajo (...). Sin embargo, esta lucha debe
ser vista como una dedicación normal en favor del justo bien (...); pero
no es una lucha contra los demás. Si en las cuestiones controvertidas asume
también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en consideración del
bien de la justicia social; y no por la lucha o por eliminar al
adversario» (Juan Pablo II, Laborem Exercens, 20).
En
segundo lugar, la actividad política no es sólo transitiva, sino que se ordena,
Como toda otra acción humana consciente y libre, al perfeccionamiento de
la persona. «La actividad humana, así como procede del hombre, así también se
ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la
sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo» (Const. Gaudium
et Spes, Conc. Vat. II, n. 35).
Por
eso, las reformas fundamentales en la vida social no son de carácter
estructural, sino que tienen su inicio en la libertad interior de las personas.
«De otro modo, como es evidente, aun las ideologías más revolucionarias no
desembocarán más que en un simple cambio de amos: instalados a su vez en el
poder, estos nuevos amos se rodean de privilegios, limitan las libertades y
consienten que se instauren otras formas de injusticia» (Pablo VI, Octogessima
Adveniens, 45). Análogamente, Juan Pablo II se refiere a la insuficiencia
de un cambio social en los poseedores de los medios de producción: «... La
simple sustracción de los medios de producción (el capital) de las manos de sus
propietarios privados no es suficiente para socializarlos de modo
satisfactorio» (Laborem Exercens, 14).
Si
la lucha de clases no representa el dinamismo auténtico de la sociedad, tampoco
el origen de la autoridad viene de la imposición de una clase mediante el
aparato estatal. La autoridad, que tiene su procedencia última en la misma
autoridad de Dios (Juan XXIII, Pacem in terris, 51), recibe su
legitimación ética —auténtica, no ficticia— del servicio que desarrolla en
favor del bien común civil. «El Estado, cuya justificación reside en la
soberanía de la sociedad y a quien se confía la salvaguardia de la
independencia, nunca puede perder de vista este su primer objetivo, que es el
bien común de todos los ciudadanos sin distinción, y no sólo el bienestar de un
grupo o categoría particulares» (Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático
en Nairobi, 6-V-80).
Por
último, la fuerza de trabajo no es un elemento más en la producción, ni
siquiera el fundamental, sino que el trabajo se realiza todo él en función de
una misión confiada por Dios al hombre; por tanto, el hombre debe tener
conocimiento de los fines para los que trabaja, así como poder desarrollar
libremente opciones en su trabajo. «Jamás el hombre ha sido tan rico en cosas,
medios, técnicas, y jamás ha sido tan pobre en orientaciones sobre el destino
de los mismos. Devolver al hombre la conciencia de los fines para los que vive
y trabaja; ésta es la tarea a la que estamos llamados todos en este resto de
siglo que cierra el segundo milenio de la era cristiana» (Juan Pablo II, A la
Federación italiana de Caballeros del trabajo, 11-V-79). La espiritualidad en
el trabajo es posible justamente por ésta su procedencia inmediata de la
persona. «El trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la
persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la
somete a su voluntad» (Gaudium et Spes, 67).
U.F.S.
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