Muerte e inmortalidad
Herder, Barcelona, 1970, 208 pp.
(Orig.: Tod und Unsterblichkeit, Kosel—Verlag,
Munich, 1969).
CONTENIDO DE LA OBRA
El autor aborda el tema de la muerte e inmortalidad con un punto de mira esencialmente filosófico, aunque recurre a la teología en cuanto que el filósofo debe conocer todo cuanto se ha dicho sobre el tema. El libro está dividido en capítulos sin titular, sólo precedidos o encabezados por números romanos.
I. Se encarece la relevancia de la muerte como tema eminentemente filosófico (pp. 11—16). A continuación distingue los temas de muerte e inmortalidad. En el subsuelo late ya la preocupación de salir al paso del concepto de inmortalidad propio del idealismo alemán. Se termina señalando las características y las diversas posturas ante la muerte.
II. Análisis del lenguaje en torno a la muerte. Aparece un pensamiento que se va a repetir después: “Pero lo más importante es que en esa expresión se vea que el difunto no es el que aguantó en pura pasividad, sino que fue sujeto de operaciones. El morir no es algo que pasa sobre nosotros, mientras permanecemos pasivos; la muerte es, junto con lo inevitable, un acto del hombre mismo; un acto en el que él dispone de su ánima en una forma que no le fue dado disponer hasta el momento de la muerte; es decir, una disposición sobre su vida, sobre sí mismo” (pp. 39—40). Se expresa así el tema —común en algunos autores actuales— de que la muerte nunca es inconsciente; tema que prepara otros: el hombre en la muerte recapitula, consuma —versión inspirada en Heidegger— su vida.
III. Se aborda la definición separación alma-cuerpo, retrotrayendo el tema al modo de concebir la unión alma-cuerpo. Tras decir con Rahner que esta definición es clásica en teología y descriptiva, continúa: “... y además, la descripción misma es algo insuficiente, porque el concepto de separación es algo que permanece oscuro” (K. Rahner, El sentido teológico de la muerte, Herder, Barcelona, 1969, p. 19).
Siguen afirmaciones constantes de que es el hombre el que muere y no sólo el cuerpo; el alma separada no es persona (p. 70).
IV. Pásase a estudiar si la muerte es algo natural, es decir, sus relaciones con el pecado original. El capítulo es ponderado y la exposición del pensamiento de Santo Tomás es clara (pp. 7392). Tras una cita de Rahner —“y sin embargo, en todo hombre vive una secreta protesta (contra la muerte)...”— el autor señala la antinomia de la muerte —es natural y, a la vez, repugna a la naturaleza humana—, y puntualiza la doctrina de Rahner: “K. Rahner cree que esta contradicción no puede resolverse con los medios intelectuales de una antropología metafísica. Yo admito esa opinión sin ninguna clase de reservas; únicamente añadiría, quizás, que Rahner tiene ante la vista una doctrina sobre el hombre de naturaleza puramente filosófica, una doctrina que metódicamente se cierra contra la tradición prefilosófica, o tradición sagrada, doctrina a la que yo llamaría precisamente quizás antifilosófica. Por esta razón he puesto yo a la consideración del lector la solución llamada teológica, según la cual la muerte del hombre tiene el carácter de una pena...” (pp. 93—94).
Prosigue el autor exponiendo, con abundantes citas de Santo Tomás, que la muerte es castigo —pena— del pecado, no pena arbitraria, sino que dimana de la misma naturaleza del pecado —separación de Dios— y que se adecua a él; también señala lo medicinal de su aceptación.
Pasa a continuación a exponer cuál debe ser la postura del hombre ante la muerte, llegando en las páginas 120 y ss. al climax del libro en que de modo sugerente se señalan los puntos débiles de la postura idealista y existencial. He aquí una muestra: “En esta fórmula —firme decisión de hacerse libre para la muerte... como una posibilidad libremente elegida (Heidegger)— está contenido el toque de sublevación general contra la interpretación tradicional de la tragedia de la muerte, por la que se pretende quitar a ese tener que morir todo carácter de algo dispuesto por otro, de forma que el hombre mismo adelantándose sea quien elige en uso de su libertad autónoma... Lo que en realidad se consigue con eso es todo lo contrario. Lo cierto es que en esa filosofía se sufre la muerte... como una maldición que produce angustia y a la que nadie escapa. Pero al silenciar y escamotear a ese dolor la naturaleza de verdadero castigo que le es propia, es cuando verdaderamente se convierte la totalidad del fenómeno en un abismo de tinieblas... Mientras que, al revés, en el concepto tradicional de la muerte como pena va incluido el detalle de que en ella se repara algo, y este aspecto de reparación hace que la pena se convierta en buena y llena de sentido” (pp. 120-122).
Pieper tiene conciencia de que el forzar demasiado la lógica con que al pecado sigue la muerte —es su consecuencia—, se puede lesionar su carácter de pena impuesta por una autoridad competente. En este sentido, es importante la precisión que hace a Rahner: “El castigo se da únicamente cuando se presupone la autoridad que tiene el poder de imponerlo y adaptarlo a la culpa... Por consiguiente, aceptar un castigo implica necesariamente aceptar la autoridad del que castiga y someterse a ella” (p. 125). La corrección hecha a la expresión de Rahner “la muerte es la visibilidad de la culpa”, es importante y parece insinuar que el autor intenta advertir el sofisma subyacente a este pensamiento, si se intenta convertir en una traducción del Sein zum Tode, en una concordancia apresurada, ya que entonces significaría que la muerte es un accidente que se sigue del acto pecaminoso en forma análoga a la muerte tras una maniobra de volante desafortunada, aunque voluntaria. No basta eso: es necesario decir también que Dios en razón de su autoridad impuso ese castigo, esa pena, y que, gracias a su misericordia, ofrece la posibilidad de reparar libremente. Hay que recordar, aunque Pieper no lo hace, que la precisión es importante, porque en esta afirmación de Rahner se encuentra la base sobre la cual va a fundamentar la teoría —presentada como hipótesis— de que la muerte es un cuasi-sacramento.
V. Viene dedicado a la muerte como consumación y decisión final. Tras señalar que la muerte —incluso la del suicida— comporta algo de pasividad —la muerte sobreviene—, subraya que la muerte es también acción personal, es algo “ejercido por el mismo hombre” (p. 131). De ahí pasa a exponer que en la muerte tiene lugar una decisión consumativa, es decir en la muerte “fragua” el hombre de forma que ya no puede volver atrás su decisión.
VII. Capítulo dedicado a criticar “el dogma central de la ilustración”, su visión de la inmortalidad platónica, y a exponer que lo que realmente es nota del alma es la indestructibilidad.
VIII. Exposición del argumento de que el alma es indestructible porque es capaz de verdad.
VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA
Aunque tiene tono de ensayo, el libro es de contenido denso. Merece destacarse positivamente la descripción y refutación del existencialismo y del pensamiento de la ilustración. A pesar de la brevedad del libro, el autor intenta ofrecer una exposición bastante completa —aunque no sea exhaustiva— del pensamiento cristiano.
Sin embargo, aunque el autor es tenido por un buen conocedor del pensamiento de Santo Tomás, se encuentran algunos errores que no son fáciles de explicar.
En la
p. 57 se lee: “...Santo Tomás de Aquino no llama al alma inmortal; habla
más bien de su naturaleza imperecedera y de su incorruptibilidad (incorruptibilitas).
Y cuando se pone a hablar de la inmortalidad como referida al
hombre, no tiene otra cosa en su mente que al hombre de la consumación de los
tiempos”. Sin embargo, la palabra inmortalidad aparece en forma
inequívoca en numerosos textos de Santo Tomás, aplicada al alma separada del
cuerpo: In quo satis apparet quantam angustiam patiebantur hic inde eorum
praeclara ingenia. A quiibus angustiis liberabimur si ponamus, secundum
probationes praemissas, hominem ad veram felicitatem post hanc vitam pervenire
posse, anima hominiinmortali existente, in quo statu anima intelliget per modum
quo intelligunt substantiae separatae (C.G., lib. III, c. 48; cfr. S. Th., II—II, q. 164,
a. 1, ad 2; III, q. 2, a. 8, ad 4, etc.).
Al hablar de la muerte como separación alma-cuerpo, el autor no deja de seguir a Rahner: aunque Pieper considera que más que en la oscuridad del concepto separación, es necesario pensar en qué clase de unión había antes en esos componentes que divide la muerte, sin embargo no señala que Rahner va por otro sitio: coloca el acento en la oscuridad del concepto separación. porque esa oscuridad va a ser uno de los puntos que le van a permitir decir que el alma, tras la muerte, aunque no siga ejerciendo la animación del cuerpo, se ha tornado pancósmica, es decir, relacionada con todo el mundo. De ahí que —y esto no lo señala Rahner— no se pueda decir, siguiendo su pensamiento, que la muerte es separación radical absoluta del alma con respecto al cuerpo. Nótese la diferencia con Santo Tomás (a quien quiere seguir Pieper), quien niega al alma todo nuevo conocimiento después de la muerte —como no sea por don sobrenatural—, en razón de estar separada del cuerpo.
Las afirmaciones constantes de que es el hombre el que muere y no sólo el cuerpo (pp. 59 ss.) resultan confusas para el lector: es distinto decir que la muerte afecta al cuerpo y al alma, aunque en forma diversa, a decir que muere no sólo el cuerpo. Puede ser que de esta oscuridad sea responsable el traductor; aunque es el mismo planteamiento el que es ambiguo, sobre todo, si se tiene en cuenta que es imposible ignorar la problematización actual del tema, que exigiría mayor matización y afinamiento, para no ser confundido con Barth, Cullmann, o Bultmann, máxime, cuando se les cita —a Cullmann sobre todo— con excesiva frecuencia.
En la p. 70 ss. se hace el análisis de la frase de Santo Tomás: Anima separata est pars rationalis naturae, scilicet humanae, et 'non tota' natura rationalis humana, et ideo 'non est persona' (De Potentia, q. IX, a. 2, ad 14). Cuando el Angélico escribía, no existía un ambiente general de dormición del alma hasta el día de la resurrección. Por ello, aún siendo correcta esta afirmación, bien merecería la pena el completarla con otras afirmaciones suyas, incluso explicarla, una vez que se ha aducido. La razón y el sentido en que Santo Tomás dice que el alma separada no es persona, estriba únicamente en que non est 'tota' natura rationalis humana, es decir, no está completa. No comporta, en cambio, que no pueda ser sujeto de operaciones: basta hojear su Contra errores graecorum. Más aún, su afirmación de que el alma separada no es persona no quiere decir lo mismo el subsuelo es muy diverso— que lo que ahora se significa con la expresión lo que muere es la persona. Esta afirmación es una velada traducción de la teoría cullmaniana, de que tras la muerte el alma permanece adormecida, como en el sheol. Nótese que en el purgatorio tiene lugar una satispassio auténtica y que antes de la resurrección tiene lugar ya la visión beatífica, cosas que no se ve cómo pueden coexistir con un alma que, sin ser natura rationalis completa, no sea sujeto capaz de operaciones.
Parece un poco ligero también el querer encontrar en Marx una reminiscencia de la muerte como pena, cambiando muerte por alienación: “... pues la alienación es para él el vocablo apto para designar la pérdida de armonía del hombre real actual con su verdadera esencia; situación que para él incluye una culpabilidad (otra cuestión sería averiguar de quién es la culpa y de qué culpa se trata)” (p. 96). Aunque a continuación se dice que la interpretación hecha por Marx del mundo y de la existencia es falsa, esta alusión puede hacer daño, al no señalar que la doctrina católica tiene como parte esencial que el pecado original es verdadero pecado, que se transmite por generación y no por imitación. Recuérdese el afán, en ciertos medios, por convertir el pecado original en pecado colectivo o incluso en pecado social.
El libro posee una profunda lógica en la estructuración de sus capítulos. Sin embargo, desde el punto de vista metodológico, cabe señalar también dos deficiencias principales:
1) Al ser el tema de la muerte uno de los polos del pensamiento filosófico, bastantes autores citados—Rahner, Teilhard, Cullmann o Troisfontaines—, no enmarcados en sus líneas fundamentales de pensamiento, pueden ser mal entendidos. Piénsese en el caso de Rahner, cuyos principios filosóficos pretenden ser inmanentistas y heideggerianos (cfr. Recensiones II) y que en determinados momentos parece decir lo mismo que Santo Tomás. Desde este punto de vista, es extraño que Pieper rechace con tanta clarividencia la postura del existencialismo ante la muerte, y en cambio acepte sin la matización necesaria los pensamientos de Rahner.
2) Falta de ordinario la distinción entre lo que es seguro y lo que es hipotético, en el pensamiento teológico al que se está refiriendo. En los capítulos V y VI, plantea el problema de si es posible concebir un instante en que al mismo tiempo se esté muerto y no se esté muerto —la célebre y vieja cuestión de si el instante de la muerte es divisible—, para poder justificar el valor ontológicamente consumativo y definitivo de la última decisión. Sería necesario decir que ya desde Cayetano se veía el asunto insoluble, y que este tema, además, es de escuela y no existen dos autores que aporten la misma contestación.
VALORACIÓN DOCTRINAL
Además de las notas críticas ya apuntadas, en este libro de Pieper se encuentran algunas afirmaciones que, sin ser erróneas, pueden inducir con facilidad al error.
En las primeras páginas se hace la siguiente afirmación; “La filosofía de un creyente es siempre más difícil en sus contenidos ideológicos, que aquella que metódicamente procede sin un compromiso con las normas de una verdad sobrenatural” (p. 16). Quizá forzado por esta afirmación —claramente incorrecta, al relegar la fe a un plano meramente negativo (cfr. Dz. 1799)— en todo el libro late como una intención de hacer un trabajo estrictamente filosófico, es decir un libro en paridad de condiciones respecto a las demás opiniones sobre este tema, sean cristianas o no.
El lenguaje empleado al hablar de la muerte, es casi siempre desgarrador y, en ocasiones, hasta cáustico: “En la muerte del hombre, como ya hemos visto, tiene lugar una destrucción, una explosión, algo violento y catastrófico... en la muerte sucede algo así como un corte absurdo, algo que va contra todas las tendencias del ser humano y en especial contra las de su conciencia” (p. 73). Estas expresiones están en claro contraste con la tradicional visión cristiana de la muerte: “A los otros, la muerte les para y sobrecoge.—A nosotros, la muerte —la Vida— nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros el principio” (Camino, 738).
El autor no señala que la profunda angustia que padecieron los grandes filósofos antiguos—y también los modernos no cristianos—ante el tema de la muerte se debió a que no llegaron a la perfecta claridad que se puede obtener sobre este tema después de la Revelación cristiana (cfr. C. G., lib. III, c. 48 citado).
Es claramente errónea la afirmación de que en la Sagrada Escritura no se afirma la inmortalidad del alma: “La Biblia, desde luego, no puede decirse que dé pie para tal forma de pensar. En el Nuevo Testamento no se habla ni una sola vez de alma inmortal; la misma palabra inmortalidad aparece únicamente en tres ocasiones y nunca es atribuida al alma, sino al Cristo resucitado y al hombre, que también es corporal, del siglo futuro” (pp. 56—57). Pieper minusvalora los datos bíblicos; basta leer, por ejemplo, Mat., X, 28: Et nolite timere eos qui occidunt corpus animam autem non possunt occidere; Ioann., XII, 25: Qui odit animam suam in hoc mundo, in vitam aeternam custodit eam; Luc., XXIII, 43: Amen dico tibi: hodie mecum eris in paradiso; etc. La formulación de esta tesis racionalista es obra de Reimams, que afirmó que sólo después del contacto de los hebreos con los persas y caldeos, y más tarde con la filosofía griega en Egipto, se llegó a la afirmación de la inmortalidad del alma. En realidad la exégesis reconoce que Israel admitió desde siempre que el alma no deja de existir al separarse del cuerpo (cfr. P. Heinisch, Theologie der alten Testaments, trad. italiana, Torino 1950, p. 184); lo cual no impide que el contacto con la filosofía griega favoreciese en los últimos libros (Sabiduría, Macabeos) el uso —bajo la inspiración divina—de términos y conceptos más abstractos y precisos.
Pieper afirma esto para marcar la diferencia del pensamiento cristiano con el idealismo alemán, aducido con palabras de Fichte: la muerte no afecta al Yo, no es más que un fenómeno aparente al que no hay que creer en absoluto (p. 58). Sin embargo, con esta forma de expresarse corre el riesgo de confundir al lector en cuanto a la inmortalidad del alma, en su base escriturística, y en su afirmación dogmática: cfr. todo el contenido de la Benedictus Deus (Dz. 530).
No es correcta la formulación de la nota 31 (p. 63): “Aunque el concilio de Vienne (1311-12) había declarado como obligatoria la doctrina eclesiástica sobre el principio anima forma corporis”, ya que no se trata de un decreto disciplinar.
Su actitud ante las filosofías contemporáneas, y ante algunos autores (Rahner, Cullmann, Marx, etc.) puede llevar a confusionismos dado el ambiente general de diálogo: “de lo que se trata al ponerse a estudiar esos grandes errores no es de despacharlos rápida y sistemáticamente ni de contradecirlos, sino al revés, de salvar el granito de verdad que contienen y conservarlo” (p. 97). Tal actitud hace que en algunas ocasiones cite de manera en cierto modo favorable, doctrinas o autores marxistas y existencialistas, cuando tales doctrinas, al afirmar la identidad de ser y tiempo, dejan toda inmortalidad personal carente de sentido y la consideran como pura mitología.
El autor señala algunos inconvenientes en la terminología usada tradicionalmente por la Iglesia (cfr. Dz. 738). Así, por ejemplo, afirma: “Nos hemos acostumbrado a decir inmortalidad del alma; pero es una expresión poco feliz... tal y como suena el vocablo, puede favorecer la falsa idea de que en la muerte no muere realmente el hombre” (p. 183). También hay que notar la incorrección e irreverencia de la siguiente frase: “Pero lo que mejor se comprende es la protesta de la teología cristiana al sostener que la inmortalidad no tiene que ver nada en absoluto con el Nuevo Testamento; y de todo corazón estamos de acuerdo con Simone Weil cuando dice que la fe en la inmortalidad es algo dañino porque echa a perder la buena forma de morir” (p. 174). Para entender en buen sentido esta frase, es necesario no sólo saber leer a Pieper, sino conocer a fondo la cuestión... y tener presente su preocupación apologética. Aunque a continuación añade una distinción entre inmortalidad e indestructibilidad, toda esta argumentación es fácil que deje perplejo y haga daño a un lector sin buena formación.
En cuanto a los que tengan formación teológica, pero no conozcan a fondo la escatología, también puede producir confusión. A lo ya dicho se puede añadir un ejemplo: “Partiendo de esta idea central —homo non est anima tantum (S. Th., I, q. 75, a. 4; cfr. S. Th., III, q. 5, a. 15— no es ya solamente el hombre lo que se llama corporal, sino que también el alma recibe una especie de corporeidad en algún sentido” (p. 605. Las frases de Santo Tomás que avalan esta afirmación van dirigidas a manifestar la estrecha relación existente entre cuerpo y alma como corresponde a la relación materia-forma: el alma está hecha para informar el cuerpo. La traducción de Pieper de este pensamiento como si el alma recibiese una especie de corporeidad, evoca demasiado la definición de Rahner de que el alma es espíritu corpóreo, como si fuese una materia más sutil, cerrando el camino a la simplicidad del alma y abriéndolo veladamente al traducianismo, a la evolución total y a la espiritualización de la materia, entre otras cosas.
L.F.M.S. y D.E.
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