PARSONS, Howard L.
Edited and compiled by Howard L. Parsons. Greenwood Press, Westport, Connecticut,
262 pp.
CONTENIDO DE LA OBRA
El
libro está dividido en dos partes de la misma extensión. La primera comprende
cinco capítulos o apartados:
I.
Trasfondo del pensamiento de Marx y Engels.
II.
Marx y Engels, sobre ecología.
III.
La parásita ecología capitalista.
IV.
Críticas a la ecología marxista y respuesta a tales
críticas.
V.
Transición de una ecología capitalista a otra
socialista.
Termina la primera parte con algo más de
200 referencias mencionadas en el texto, acompañadas en ocasiones de
comentarios muy breves.
La
segunda parte es una selección de los escritos de Marx y Engels sobre ecología,
agrupada bajo 10 grandes títulos:
I.
La cuestión de la naturaleza como previa y pre-requisito
al trabajo del hombre.
II.
La naturaleza como dialéctica.
III.
La interdependencia del hombre, como ser vivo con la
naturaleza.
IV. La interdependencia del hombre, como ser que construye una vida, con la naturaleza.
V. La aplicación de la tecnología por el hombre a la naturaleza.
VI. La mutua transformación de hombre y naturaleza a través del trabajo.
VII. Relaciones precapitalistas del hombre con la naturaleza.
VIII. La contaminación capitalista y la ruina de la naturaleza.
IX. La contaminación capitalista del hombre en los lugares de trabajo y en la vivienda.
X. La transformación, bajo el comunismo, de las relaciones del hombre con la naturaleza.
Cierra
el libro una bibliografía que comprende títulos de ecología teórica y aplicada,
conservación, economía, medio ambiente, ética y ciencias sociales. Se da un
índice de términos y personas citadas.
Capítulo I
Comienza
el primer capítulo afirmando que «la posición de Marx y Engels acerca de la
ecología incluye su posición respecto a la tecnología, ya que entienden al
hombre como un ser natural en interpenetración dialéctica con el resto de la
naturaleza». Y termina señalando que «Marx y Engels formularon únicamente los
esquemas de este nuevo concepto (interpretación dialéctica de la naturaleza) y
no llegaron a hacerlo por completo; Marx escribió poco sobre el tema, y aunque
Engels escribió el Anti-Dühring no terminó la Dialéctica de la
Naturaleza».
Hay
que señalar -ya desde el principio- estos párrafos, cuyo contenido va a
repetirse una y otra vez a lo largo del libro, porque son muy expresivos del
planteamiento general: Marx y Engels no conocían la situación actual, y por lo
tanto no pueden encontrarse en sus escritos referencias directas a los
problemas ecológicos que se han planteado en los últimos años; pero sí puede
extrapolarse lo que significan en el contexto actual y aún trasladar en bloque
sus afirmaciones como válidas y vigentes en el presente.
Describe
el capítulo en muy breves palabras la visión de la naturaleza que tenían las
sociedades paleolítica, neolítica, feudal y capitalista, con un denominador
común: la relación del hombre con la naturaleza es como la de un hijo con su
madre, pero con distintos matices: en el islam y en el cristianismo ortodoxo la
relación es la de déspota-esclavo, «donde el déspota sobrenatural dispone
arbitrariamente de su propiedad y castiga o recompensa estrictamente a sus
súbditos» (p. 4); en el feudalismo cristiano «es un sistema compacto,
jerárquico, que va desde los seres inanimados, pasando por los seres
personales, hasta el supremo ser espiritual que ordena toda la naturaleza según
sus propósitos» (p. 4).
Pero
el concepto verdaderamente moderno de la naturaleza es el ecológico o
dialéctico, implícito en el mismo método científico y, aunque no siempre
explícito y consciente, ampliamente admitido por los científicos. Además, un
tercio de la población mundial pertenece a países socialistas, «en los cuales
el método dialéctico para comprender a la naturaleza y al hombre se da por
definitivo» (p. 4). Se recogen a continuación las definiciones clásicas de
ecología y de sistema para ponerlas en relación con la dialéctica. «La ecología
como ciencia específica del ecosistema, despliega los principios de la ciencia
general de la naturaleza» (p. 7). Porque la dialéctica, como ciencia de
sistemas trata generalmente de las interacciones de dos o más sistemas, vivos o
inertes, entre sí y con su ambiente. La ecología es la aplicación de la
dialéctica a los sistemas vivos, y la dialéctica es la generalización del
método ecológico de los sistemas vivos a todos los sistemas.
No
es, pues, accidental que la ecología y la dialéctica nacieran simultáneamente
en el siglo XIX. La perspectiva de la naturaleza como sistema de sistemas
unitario y dinámico surge como resultado de la convergencia de algunas ideas
germinales: conservación de la energía, equivalencia de materia y energía,
teoría de la evolución. Los conceptos de naturaleza del siglo XIX eran
materialistas, entre ellos el de Haeckel, creador de la palabra ecología. Del
concepto medieval de la naturaleza como gran cadena de seres, como universo
continuo de seres discretos, se pasa a la interpenetración, a la influencia de
unas cosas en otras, a la explicación dialéctica.
«Marx
y Engels fueron los primeros científicos importantes de la sociedad humana» (p.
8). Su contribución principal no estriba en el planteamiento unitario ni en la
dialéctica, ya presentes en otras doctrinas anteriores, sino en su visión
dialéctica de la historia y de la influencia de las acciones sociales sobre la
naturaleza exterior. No sólo deseaban combatir el conservadurismo del
materialismo mecanicista, del sobrenaturalismo y del idealismo, sino que
querían afirmar radicalmente el papel creador del hombre al conformar la
historia y la naturaleza.
El
hombre se opone a la naturaleza, adquiere dominio sobre ella, pero siempre está
con ella, su pensamiento y sus acciones se integran orgánicamente con los
procesos naturales. «Que la vida física y espiritual del hombre está ligada a
la naturaleza significa simplemente que la naturaleza está ligada a sí misma,
porque el hombre es una parte de la naturaleza» ( The Economic and
Philosophic Manuscripts of 1844, p. 112). Estas ideas son desarrolladas
posteriormente por Marx al estudiar los problemas del hombre en sociedad y sus
soluciones políticas y económicas: el hombre actúa sobre la naturaleza de
acuerdo con sus necesidades y propósitos y su actuación pertenece al campo de
la economía política. La naturaleza proporciona espontáneamente alimento,
madera, minerales y las primeras herramientas de piedra, «materiales naturales
transformados en órganos de la voluntad humana para dominar la naturaleza o
para realizarse en ella» (p. 12).
La
tecnología surge así de la naturaleza, y si se la entiende disociada de la
naturaleza se la entiende mal. Si sus efectos son perjudiciales, el hombre ha
de estudiarlos y rectificarlos.
Enuncia
a continuación el autor algunos de estos efectos, bien conocidos, refiriéndose
a la industria y a las ciudades americanas, e identifica sus causas con los
grandes monopolios, regidos por la idea del beneficio, rechazando al mismo
tiempo otras causas apuntadas por otros escritores. Para él, los únicos
responsables son los monopolios, las corporaciones; los trabajadores son las
mayores víctimas, «que sufren los efectos de la contaminación durante cada
minuto de sus vidas» (G. Hall, Ecology: can we survive under capitalism?, International
Publishers, New York, 1972, p. 7). Consciente quizá el autor de que
afirmaciones del tipo «las poderosas líneas aéreas llenan de ruido insoportable
el espacio público» (p. 13) pueden objetarse inmediatamente preguntando si
acaso el ruido es menor cuando no son poderosas o cuando son socialistas, se
apresura a señalar en la nota 15 que el control popular traería consigo ipso
facto un cambio revolucionario en la sensibilidad moral de la mayor parte
de la gente hacia otras personas y hacia la naturaleza.
El
texto procede después a matizar las afirmaciones anteriores, señalando que -en
efecto- no puede decirse simplemente que los monopolios sean los únicos
responsables si se quiere describir más precisamente el problema: en realidad,
la contaminación del medio ambiente es una consecuencia de cómo está organizado
el sistema y por lo tanto todos los implicados en la producción y en la distribución
están también implicados en la contaminación, aunque haya diferencias de
responsabilidad de unas personas a otras y de unos grupos a otros. La clase
capitalista, aliada con el gobierno y con los militares, detentadora del poder,
es la más responsable, pero la clase trabajadora tiene también una
responsabilidad secundaria, derivada del hecho de ser potencialmente una clase
dominante y universal, de poseer el poder de transformar revolucionariamente el
sistema en una sociedad verdaderamente democrática y socializada.
El
fracaso del capital se manifiesta tanto en el área de las relaciones humanas
como en la de las relaciones hombre-naturaleza: separa a la ciudad del campo,
concentra la población en las ciudades, empobrece a los trabajadores
industriales y rurales. «El modo de percibir la naturaleza, bajo la regla de la
propiedad privada y del dinero es un desprecio real y una degradación práctica
de la naturaleza» (Marx, Early writings, McGraw-Hill, New York, 1964, p.
37), en cuanto el hombre se relaciona con ella como posesor y olvida su
dependencia de ella. La actitud del capitalismo ha separado al hombre de la
naturaleza, a la ciencia del arte, al trabajo del juego; no paga el trabajo
humano, ni tampoco las materias primas y las fuerzas de la naturaleza; y si lo
primero es una violación de las leyes de las necesidades humanas, lo segundo es
una violación de las leyes naturales, que propicia la apropiación y el uso
indebido de los recursos naturales.
La
agricultura capitalista va contra la agricultura racional, por ejemplo
disminuyendo el número de trabajadores del campo. El beneficio rápido es más
importante que el bienestar de los seres humanos e incluso que el mantenimiento
de la fertilidad del suelo. Y la violación de la naturaleza humana es ipso
facto violación de la naturaleza no humana, ya que el hombre es una parte
orgánica de una naturaleza más amplia. Se precisa, pues, una alternativa
humanística y naturalista al capitalismo deshumanizador y desnaturalizador, y
esa alternativa es el control de los productores asociados.
Marx
y Engels estaban obligados, dados sus intereses políticos, a ceñirse a las
devastaciones del capitalismo en las ciudades, aunque no se les escaparon las
devastaciones paralelas en el campo. Así, señalan que el progreso en la
agricultura capitalista no sólo arruina al trabajador sino también al suelo (El
Capital, vol. 1, pp. 505-507, no cita edición). La filosofía marxista se
basa en la perentoriedad de satisfacer las necesidades materiales básicas del
hombre antes de atender a sus necesidades más altas (creación artística,
intercambio personal, disfrute estético, simbolización imaginativa, etc.). El
marxismo realiza los instrumentos y las tecnologías por medio de los cuales
pueden satisfacerse esas necesidades materiales a partir de la naturaleza, y
tiene por tanto que preguntarse a sí mismo cuáles son los límites que han de
imponerse a la tecnología; aunque Marx y Engels subrayaron, en teoría y en
programa, que la solución consiste en la producción socializada, no se pronunciaron
explícitamente sobre los problemas ecológicos que hoy afectan a la humanidad.
De todos modos, reconocían como principio general la exigencia de un equilibrio
dialéctico entre la expansión tecnológica y el mantenimiento de la integridad
de la naturaleza.
La
economía humana es inseparable de las relaciones ecológicas: el hombre ha
cultivado la naturaleza y ha transformado las materias primas. De aquí que la
economía política suficientemente generalizada, se haga ecología. Marx y Engels
la generalizaron en ocasiones, y trataron de investigar las relaciones
económicas del hombre y de la sociedad con la naturaleza, preguntándose cuál
sería el óptimo en dichas relaciones. Pero no llegaron a desarrollar plenamente
su investigación, por dos razones: la demanda de una verdadera ciencia de
economía política era tan grande que exigía concentrarse en las relaciones
intrasociales, dejando a un lado las relaciones hombre-naturaleza; y la
necesidad de aliviar a los trabajadores del hambre, de la enfermedad, de condiciones
inhumanas de trabajo y de vivienda, era tan imperativa que requería la
dedicación exclusiva al trabajo y a la teoría política. De todas formas, hay
una posición ecológica en su pensamiento, embebida en el método que emplearon.
Al final del capítulo se
vuelve sobre la crisis ecológica, y se afirma de nuevo que no puede decirse, en
sentido estricto, que sea el producto de unas pocas personas, plutócratas y
terratenientes. La crisis es la consecuencia de un sistema de relaciones entre
propietario y trabajador, de una contradicción cada vez más profunda entre las
fuerzas de la producción y un sistema de propiedad y distribución que priva a
los trabajadores del control sobre sus productos. Un sistema global, manejado
por las clases rectoras y sus adláteres en el gobierno, que está envuelto en un
proceso autodestructor, en el que los trabajadores son participantes y
víctimas. Pero como el sistema no puede operar sin los trabajadores y los
instrumentos que han creado, de ellos es la responsabilidad de resolver la
contradicción y la consecuente crisis ecológica.
Capítulo III
Este
breve capítulo se dedica a insistir sobre la explotación de la naturaleza,
juntamente con la del hombre, que es inherente al capitalismo.
Mientras
el trabajador que maneja los recursos naturales desarrolla normalmente un
saludable respeto hacia ellos, el miembro de la clase ociosa se inclina a ver
la naturaleza bajo el prisma de su mundo mental y social como algo sujeto a sus
caprichos. Los contaminadores primarios, se insiste, son las organizaciones que
fabrican insecticidas, automóviles, hidrocarburos, etc., llevadas de su
estupidez y de su ciega arrogancia. Marx trató de demostrar la esencial
incompatibilidad del sistema capitalista consigo mismo y con el sistema
natural.
Se
explica después la condición parásita del capital, comenzando con una analogía
tomada de las cadenas alimentarias, productor-predador, y recordando que Marx
aplicó al capital los términos vampiro, parásito y predador. «El trabajador se
encuentra oprimido por la ruidosa, insana, sucia, monótona y fatigante fábrica
donde trabaja, agobiado por precios que suben y salarios que bajan..., y
enfrentado con un ambiente crecientemente contaminado y afeado» (p. 32). Y sin
embargo él es el creador de múltiples riquezas materiales, el heredero de una
naturaleza abundante y hermosa.
Se
pasa después, un tanto abruptamente, a considerar el papel de la maquinaria,
«producto del cerebro social», que el capital absorbe también. A medida que
aumenta la eficacia de las máquinas, asumen funciones humanas, ahorran trabajo
humano y transforman la antigua relación de esfuerzo a vida o muerte contra la
naturaleza en una nueva, de ocio, de tiempo libre. Por primera vez el hombre
puede relacionarse con la naturaleza de modo no competitivo, de modo que
promete satisfacer sus necesidades de conocimiento no utilitario, de belleza,
de recreo, de observación de animales y plantas en sus miríadas de formas, de
modo que podrá, libre de la economía de subsistencia, redescubrir su sentido prehistórico
de identidad con la naturaleza. Pero esta relación purificadora del hombre con
la naturaleza nunca podrá conseguirse bajo la regla del capital, que no se
preocupa, ni poco ni mucho, de la gente o de la naturaleza.
El
parasitismo del capital es tal que lanza a los padres contra sus hijos ( El
Capital, vol. I, pp. 468-469): esta es la ecología del capital respecto a
la especie humana. Y si alguien cree que esta afirmación es exagerada debe
mirar a los 10 millones de hambrientos que hay en los Estados Unidos y a los
cientos de millones que en todo el mundo sufren de enfermedades carenciales,
todo como consecuencia de un sistema económico explotador, cuyo exceso de lucro
privado y de armamento exige tal déficit de recursos humanos.
Capítulo IV
El
capítulo se dirige a la refutación de ciertas críticas que ha recibido el
marxismo. Se enuncian cuatro críticas y se sigue con una exposición y
argumentación para refutarlas. En realidad, los temas han sido ya tratados en
los capítulos anteriores y, en este sentido, refutadas también las alegaciones.
Por ello, hay una continua reiteración y sólo se añade algún nuevo punto de
vista.
Las
cuatro críticas tratadas afirman que Marx, Engels y el marxismo en general:
1.
Han enfrentado al hombre con la naturaleza.
2.
Niegan, en postura antropocéntrica, los valores de la
naturaleza exterior.
3.
Han sobrevalorado los conflictos y han subestimado la
armonía de la naturaleza.
4.
Han negado valores humanos básicos.
1. Hombre frente a la naturaleza
Marx
y Engels llamaron, en efecto, repetidamente la atención, en su lucha con el
materialismo vulgar, el idealismo religioso y las doctrinas de la
predestinación, sobre el poder, propio del hombre, de pensar sobre su mundo y
de actuar sobre él. El hombre se distingue de los animales por su capacidad de
imaginar el resultado de su posible acción; este poder le capacita para ser
dueño consciente de la naturaleza y para construir su propia historia. Así, el
hombre no está «contra» la naturaleza, sino inmerso en las cualidades, formas y
tendencias de la naturaleza. Lo que consigue tiene que conseguirlo dentro de
las limitaciones y posibilidades de su cuerpo y de las relaciones naturales.
Marx
y Engels compartían la actitud ante la naturaleza de los industriales y
comerciantes contemporáneos y de millares de emigrantes a nuevas tierras, que
veían la frontera, las áreas silvestres, como un obstáculo para conquistar y
como una fuente de riqueza para transformar mediante su trabajo. Marx y Engels,
naturalmente, criticaban a los socialistas utópicos que proponían la retirada a
una existencia bucólica en la naturaleza: las influencias de la industria, de
la ciencia y de la colonización han cambiado radicalmente la vieja filosofía de
la naturaleza y de sus relaciones con el hombre.
Desde
el declinar del Imperio Romano hasta el siglo XVII, la civilización occidental
poseía un sentido de la unidad espiritual de hombre, naturaleza y Dios; todas
las cosas estaban marcadas por el sello de un Dios invisible. El humanismo
medieval ponía de relieve la nobleza del hombre y de la naturaleza,
indisolublemente unidos en un orden jerárquico e inteligible. Pero este sentido
de la unidad del hombre y la naturaleza era primariamente antropocéntrico y
espiritual, no estaba confirmado por la observación científica, la
experimentación y la teoría matemática; además, quedaba comprometido por su
dependencia última de la revelación sobrenatural.
La
revolución capitalista y científica aportó un nuevo concepto de la relación
hombre-naturaleza, tanto en la teoría como en la práctica, cuya base está en
Bacon (saber es poder) y en Descartes (dueños y posesores de la naturaleza); se
da una fuerte reacción frente a la actitud y a la práctica de la sumisión
religiosa, y el hombre capitalista mira hacia adelante, hacia el cumplimiento
de sus sueños seculares de dominio.
El
materialismo dialéctico fue una reacción frente a estas dos posturas
antagónicas, una afirmación simultánea de hombre y naturaleza en dialéctica
oposición y unidad. Negaba que existiera una unidad espiritual preestablecida
entre naturaleza y sociedad: la unidad ha de crearse en el socialismo.
Pero,
además, ni siquiera puede decirse que el marxismo mantenga una actitud fría y
positivista hacia la naturaleza. Marx y Engels, desde jóvenes, expresaron una
actitud estética, aunque sus preocupaciones políticas y económicas dominantes
hicieron que en sus escritos hablasen más de la comprensión y del control de la
naturaleza que de su disfrute. Reproduce el autor (p. 41) dos fragmentos de una
carta de Engels y de otra de un amigo de Marx, en que se narran paseos por el
campo y la satisfacción que ello les produce: no es que Marx y Engels no amasen
la naturaleza, sino que amaban a la naturaleza y a la humanidad, y al amarlas
sentían la necesidad de ayudarlas a alzarse de la pobreza y de la opresión.
Hay
que preguntarse finalmente -señala el autor- qué otras alternativas puede haber
a este planteamiento, y qué tipo de seres humanos produce su aplicación. Una
filosofía sobrenaturalista, que no concede importancia a la naturaleza, que
pone en el cielo el destino del hombre, y que promueve en él indiferencia o
desdén hacia la naturaleza, conducirá a una personalidad empobrecida, cuya vida
sensorial, imaginación y sentimientos permanecerán bloqueados y
subdesarrollados. ¿Puede una persona así llamarse realmente humana? En el polo
opuesto, la vuelta sin condiciones a la naturaleza, trae consigo la falta de
estímulo y comunicación que hacen al hombre distintivamente humano. Bajo el
sobrenaturalismo, el trabajo es un mal necesario o, considerando el alma, ni
siquiera necesario. Bajo el primitivismo, una cantidad mínima de trabajo puede
ser conveniente, pero no se contempla la creatividad del hombre. Bajo el
capitalismo, el trabajo es un precio que el hombre paga en su combate con la
naturaleza. Para Marx, el trabajo es atrayente, es la realización del
individuo, pero ha de ser trabajo social, científico, inherente al proceso
productivo.
Por
lo tanto, no hay alternativas a la opción marxista, ni en ésta oposición a la
naturaleza, imposible por definición en el verdadero marxismo.
2. Antropocentrismo
Es
cierto que Marx y Engels pintaron la naturaleza en términos de su utilidad para
el hombre, pero es que no es posible tratarla como objeto de atención en sí
misma, independiente del hombre, porque éste es parte de la naturaleza. El
marxismo, en su visión de la relación hombre-naturaleza, pone el énfasis en el
hombre más que en las plantas y animales, y si esto es lo que se le imputa, la
imputación es correcta. Ha de decirse también que, como muchos humanismos
modernos, el marxismo ha sobreestimado en ocasiones el lugar del hombre en la
naturaleza.
Marx
se refiere a los animales solo ocasionalmente, y casi siempre en un contexto
económico. Para comprender por qué hablan tan poco de los animales, hay que
señalar que en la Inglaterra del siglo XIX millones de trabajadores eran
tratados como el ganado o aun peor. Las consideraciones ecológicas se esfuman
cuando la economía humana es de escasez y de guerra de todos contra todos, como
ocurría en las sociedades industrializadas del XIX, y ésta es la razón de que
los problemas ecológicos sean complejos en las sociedades capitalistas y de que
puedan resolverse mejor en las socialistas.
No
debe olvidarse, por otra parte, que las sociedades humanitarias y los grupos
conservacionistas tienden a surgir entre las clases ricas y entre profesionales
bien retribuidos, por diversos motivos: cierto sentido de propiedad e
identificación con el propio país, deseo de proteger las posesiones propias,
idealismo, temor elitista al control popular de los recursos...; su
preocupación por los animales es un desplazamiento de su falta de preocupación
por los humanos.
En
suma, el verdadero humanitarismo sólo será posible a la escala requerida cuando
la transformación socialista de la sociedad lleve a cabo un cambio en la
propiedad de la industria y de la agricultura, y con él se instale una economía
de abundancia, propiedad popular de la naturaleza y una actitud responsable
hacia las criaturas de la naturaleza. Mientras, ni las personas ni los animales
están a salvo: todos están en peligro de genocidio y ecocidio.
En
cuanto a los valores intrínsecos de la naturaleza, lo menos que puede decirse
es que es cuestión abierta en los escritos de Marx y Engels. Su postura es
consistentemente dialéctica, la naturaleza no es objeto dependiente ni sujeto
independiente, no es algo para sojuzgar por el hombre ni para adorar como
trascendente.
3. Tensión
Esta línea de crítica (p. ej.:
L. Mumford, The condition of man, Harcourt, Brace, 1944, p. 339) aduce
los impulsos agresivos y dominadores de Marx, su pasar por alto el papel de la
cooperación y de la ayuda mutua y su enfática declaración de la historia como
un drama sangriento.
Si bien es verdad que la lucha
de clases es un punto central en la filosofía de Marx, hay que observar también
que ya desde los primeros escritos de Marx y Engels se evidencia su conciencia
de la profunda condición social del hombre. Para ellos, el poder social y
constructivo del trabajo transforma al hombre en un ser colectivo, estimula su
espíritu y aumenta su eficacia. Hasta entonces la cooperación estribaba en
relaciones de dominio y servidumbre, mientras que en adelante ha de
contemplarse bajo el prisma de la dialéctica de la lucha del hombre con la
naturaleza y con las clases antagónicas.
Engels escribió que «el instinto
social fue una de las palancas más esenciales de la evolución del hombre a
partir del mono» ( Selected correspondence, International Publishers,
1942, p. 369); pero, sin embargo, el principio de la evolución a través de la
cooperación inter e intra especies no fue preeminente en su
pensamiento, porque no disponía de los conocimientos ecológicos que hoy se
tienen. En este sentido, el materialismo dialéctico fue una filosofía de
transición que conservaba remanentes de una opinión que realzaba el dominio del
hombre sobre la naturaleza.
Prosigue este apartado
insistiendo en la capacidad creadora del hombre y en las necesidades que ha de
satisfacer. El problema del desarrollo humano no consiste en negar las
necesidades humanas sino en humanizarlas y recuperarlas de su perversión por el
capitalismo. Las necesidades se satisfacen en un ambiente natural saludable,
pero el ambiente natural controlado por el capitalismo está contaminado. El
problema de la ecología bajo el capitalismo puede resumirse así: el capital
contamina y destruye la naturaleza porque contamina la vida de los
trabajadores, que necesitan la naturaleza para vivir saludablemente. El capital
fragmenta y corrompe la unidad del hombre con la naturaleza; el socialismo la
restaura. La contaminación del capitalismo es total; por eso su eliminación ha
de ser total.
4. Falta de humanismo
Esta
cuarta y última crítica se trata más explícitamente en su enunciado que las
anteriores. Señala el autor cómo se ha reprochado al comunismo, desde su
comienzo, su deseo de eliminar todos los valores que los críticos consideran
esenciales para la vida humana. Desgraciadamente, añade, la preocupación
ecológica no se había desarrollado en 1847 hasta el punto de que los críticos
pudieran acusar también al comunismo en este área, y así Marx y Engels no
tuvieron ocasión de refutarles. Pero la demanda en el Manifiesto de «la
puesta en cultivo de tierras incultas y la mejora del suelo en general de
acuerdo con un plan común» es una clara declaración del cultivo colectivo de la
tierra.
Para
Marx la praxis humana no se identifica con la satisfacción de necesidades
físicas. En sus transacciones individuales y sociales con el medio, el hombre
satisface sus necesidades de comer, beber, vestirse, de sobrevivir, en
definitiva; también satisface sus necesidades más altas de belleza, amor,
conocimiento, creatividad... Naturalmente, toda esta jerarquía de necesidades
es psicosomática del principio al fin. Si en las críticas se entiende por
físico lo psicosomático y lo natural, y si por espiritual lo que está
ontológicamente más allá del cuerpo, las críticas son correctas: Marx no es un
sobrenaturalista.
Continúa
el capítulo con una larga referencia a las sórdidas condiciones en que se
llevaba a cabo el trabajo en las fábricas en tiempos de Marx, y al modo en que
afectaba a los niños, como parte esencial del argumento de que el sistema
capitalista es un chupador de sangre: el niño es el ser humano genérico en
potencia, el daño al niño es el daño al género de la raza. Marx tenía la visión
de un desarrollo continuo y completo de todas las personas, desde el nacimiento
hasta la muerte. Cada persona tiene que estar realizando continuamente sus posibilidades
humanas (genéricas) e individuales a través de su vida. Pero concentra su
análisis en los antagonismos entre capital y trabajo, entre clase y clase,
ricos y pobres, personas y personas, familiares y familiares. La gente sufre
las consecuencias psíquicas de tales antagonismos, se rebela contra el
deterioro de las relaciones humanas fundamentales y de las relaciones
saludables con la naturaleza. Esta demanda es la contrapartida madura y social
de la ansiedad, rebeldía, pesar y lucha del niño contra la separación de su
madre; cuando se vigoriza y organiza, toma el camino de la revolución social
contra las condiciones básicas y las causas de esta separación.
La
sociedad socialista, a escala nacional e internacional testificará la
recuperación de las relaciones elementales de interdependencia con la
naturaleza y con otros hombres, aunque a un nivel más alto que el experimentado
en la prehistoria, más sensible, más consciente, más ligado a los recursos
naturales y al espíritu de la naturaleza. No tendrá sentido hablar de hombre y
naturaleza en términos separados. La sociedad socialista será el estadio
culminante del hombre, relacionado con otras personas y con la naturaleza; todo
cambiará, bajo el socialismo hay y habrá abundancia socialmente ordenada para
todas las necesidades humanas esenciales. El ser humano se tratará como fin en
sí mismo. ¿Y qué será de la naturaleza no humana, de las plantas, de los
animales, de las rocas y del agua?: sabemos, por la observación de personas
cuyas necesidades humanas esenciales están cubiertas, que no son egocéntricos
sino que se orientan hacia el bienestar de la especie humana, que tienden a
respetar la naturaleza. Los seres naturales podrán entonces ser estudiados,
disfrutados y, a veces, tratados amistosamente.
El
hombre crea, en la sociedad socialista, una nueva relación con la naturaleza.
Para Marx y Engels, la liberación de la alienación, dentro de la sociedad y de
la naturaleza, tiene que venir a través del poderoso acto histórico de la lucha
de clases. Esta lucha, que requiere la actividad política de los trabajadores,
es un movimiento ecológico porque consiste en que las personas individuales
entran en nuevas relaciones de cooperación y de ayuda mutua entre sí y apuntan
a nuevas relaciones de cooperación y de ayuda mutua con la naturaleza no
humana. Este es un humanismo cualitativamente nuevo en la historia, un
humanismo proletario, es un naturalismo cualitativamente nuevo, un naturalismo
humanístico. La ruta inevitable hacia este nuevo sistema ecológico es la transformación
del capitalismo en socialismo, bajo el liderazgo de un movimiento político
proletario.
Capítulo V
Para
empezar, se pregunta el autor de qué modo difieren la teoría y práctica de Marx
y Engels de las capitalistas (realmente, la respuesta se ha dado una y otra vez
en los capítulos precedentes, por lo que este nuevo capítulo resulta
progresivamente reiterativo).
Marx
y Engels estaban de acuerdo con la táctica capitalista de sojuzgar la
naturaleza para satisfacer las necesidades humanas, pero discrepaban en que el
señorío de la naturaleza debía beneficiar a todos y no sólo a una pequeña clase
rectora, en que debería mantenerse el equilibrio dialéctico y en que el dominio
de la naturaleza debería cualificarse con una comprensión teórica y una
apreciación estética, que son lo opuesto al desprecio capitalista de la
naturaleza. En sus esfuerzos para edificar una ciencia de la economía política
y en su lucha política diaria por el socialismo, las dimensiones ecológicas y
estéticas quedaban al fondo, aunque esas dimensiones esenciales del hombre se
supusieron desde el principio como parte necesaria de la meta final. Además,
desde 1917 los estados socialistas han sido continuamente agredidos por los
capitalistas, y esta circunstancia se refleja en que el énfasis se haya puesto
en alimentación, materias primas, industria y defensa; incluso en estas
condiciones, el amor y disfrute de la naturaleza aparece abundantemente en las
expresiones artísticas, aunque haya que reconocer que la preocupación ecológica
y la apreciación estética de la naturaleza no han aparecido en la literatura
filosófica hasta la última década.
Se
trata después de las consecuencias del desarrollo tecnológico y del dominio
capitalista de la naturaleza, citando textos relativamente antiguos (de los
comienzos de la explosión ecológica y de los movimientos conservacionistas) y
haciendo un relato de los cambios tecnológicos en la prehistoria y en la historia
hasta llegar a la revolución tecnológica. Esta prometía realmente grandes
beneficios a la especie humana, pero la organización social y económica, la
propiedad privada, ha impedido su realización. En cambio, Marx y Engels
confiaban en que la organización socialista podría incluso compensar el enorme
despilfarro del capitalismo; su optimismo es compartido hoy por muchos
eminentes científicos (autor ruso, Correo de la Unesco, 1973, 1: 29-31)
que opinan que la disminución del volumen de recursos naturales no renovables
no significa, como piensan muchos ecólogos americanos, una disminución paralela
en la capacidad de satisfacer las necesidades humanas, porque, bajo el
socialismo, esta capacidad aumenta con el uso más eficaz de los recursos, con
nuevos recursos y con nuevos enfoques. Así, con la organización socialista, la
riqueza social de la cooperación aumenta grandemente y compensa la disminución
de los recursos naturales.
Sin
embargo, Marx y Engels no podían predecir hasta qué punto la tecnología moderna,
bajo el dominio del capitalismo, llegaría a corromper los sistemas naturales y
sociales. Engels creía que «se producía demasiado poco» ( Selected
correspondence, op. cit., p. 199) y que la producción agrícola
crecería por lo menos como la población ( The economic and philosophical
manuscripts, Int. Publishers, 1964, p. 222).
Desde
entonces, la Unión Soviética, acosada por todas partes, alcanzaba un nivel de
vida comparable al más alto de Europa. Su política ecológica ilustra los logros
y problemas de la sociedad socialista. Aquí vuelve a insistir el autor en que
al principio otros problemas impedían prestar gran atención a la ecología, pero
ya en 1948 «el Gran Plan para la restauración de la naturaleza» comprendía un
gran esquema de repoblación forestal, rotación de cultivos, y embalses, aunque
hubo de paralizarse en 1953 por los grandes problemas de erosión que se
presentaron en Ucrania a causa de la roturación de 40 millones de hectáreas de
tierras vírgenes. La instalación entre 1959 y 1966 de una fábrica de celulosa a
orillas del lago Baikal dio lugar a un gran debate público sobre la
contaminación» (pp. 91-92). Hoy, la conciencia ecológica está presente en los
gobiernos locales y en el central, y la URSS ha reiterado su petición de una
conferencia europea sobre la protección ambiental.
Algunos
críticos de la Unión Soviética señalan que sus problemas ecológicos son los
mismos que los de los países capitalistas. Es evidente que no: la Unión
Soviética tiene problemas ecológicos -contaminación, erosión, etc.- pero hay
una diferencia fundamental, la propiedad pública, que hace que los funcionarios
y el público, cuando se percatan de un problema, encuentren la solución con
relativa facilidad.
El
socialismo como economía es únicamente la plataforma para una nueva ecología
planetaria. Es cierto que en las regiones socialistas del mundo se dan dañosos
antagonismos entre personas (rivalidad, culto a la personalidad), entre grupos
(supresión de libertades esenciales) y entre naciones (chauvinismo), que
sólo a través del aprendizaje social podrán ponerse bajo control de los centros
más altos del cerebro e integrarse con las funciones propiamente humanas de la
percepción visual, control manual, previsión e inteligente cooperación para el
bienestar del grupo, de la especie y del sistema ecológico planetario.
Termina
el libro con una llamada a la acción. La fórmula de finales del siglo XX es
«soluciones ecológicas dictadas por las exigencias del socialismo mundial que
se avecina», soluciones que no pueden dejarse sólo a los gobiernos sino que han
de conseguirse por el pueblo, cooperando más allá de las fronteras nacionales.
La coexistencia pacífica, incluyendo la cooperación ecológica, no significa que
la lucha de clases e ideológica entre el ecosistema capitalista y el ecosistema
socialista no vaya a continuar. Mientras que el esfuerzo político desde 1840 ha
sido una lucha por la emancipación social, ahora es lucha por la emancipación
no sólo de la opresión social sino de la opresión natural. La lucha ecológica
ha de ligarse a la política.
Los
movimientos ecológicos de los países capitalistas, tan frecuentemente dominados
por liberales bienintencionados que no tienen conciencia del factor clase, han
de informarse con una perspectiva de clase y con una acción de clase. Los
movimientos de izquierda tienen que incorporar la lucha ecológica. En el plano
internacional, todos nosotros tenemos que trabajar con los grupos que buscan el
mejoramiento ecológico como debemos trabajar con los que buscan la paz.
La
responsabilidad y la oportunidad de un mundo mejor nos compete a nosotros, los
trabajadores del mundo, los únicos que realmente cuentan si se proponen contar
en la lucha por una naturaleza más humana y por una humanidad más naturalizada.
VALORACIÓN CRÍTICA
(Seguiremos
el mismo orden con que se ha descrito el contenido; es decir, por capítulos).
La identificación de ecología y
dialéctica le resulta útil al autor, y por eso afirma que el concepto
verdaderamente moderno de naturaleza es el ecológico. Sin embargo, es ésta una
cuestión muy debatida: no se acepta generalmente que la ecología haya dado paso
-como ciencia de las relaciones, del ecosistema- a un nuevo concepto de
naturaleza; es más, se debate si es realmente una ciencia distinta (vid. A.
Ramos: Planificación física y ecología, Emesa, Madrid, capítulo I); que
constituya un nuevo enfoque, derivado de los más potentes métodos de cálculo
para establecer relaciones es otra cuestión que tampoco deja de estar debatida:
las relaciones, los sistemas, han sido percibidos siempre, como el mismo autor
admite al describir el feudalismo en la sociedad cristiana, como un sistema
compacto.
Su segunda argumentación, basada
en que los países socialistas son ya una parte importante del mundo y en que en
ellos se admite una rígida e impuesta metodología, se comenta por sí sola.
Una serie de citas de Marx y
Engels sobre las relaciones del hombre con la naturaleza, en el contexto de la
revolución industrial y del desarrollo tecnológico; otra serie de afirmaciones
que benévolamente pueden calificarse de gratuitas (ni un solo dato, ni una sola
demostración), en torno a una idea machaconamente repetida: la contaminación,
la influencia nociva de las alteraciones que el hombre produce en la naturaleza
es algo inherente al sistema capitalista, algo que no se producirá en el
sistema socialista. Este es el contenido del capítulo II y también de los
siguientes, donde se sigue dando vueltas a esta misma afirmación central.
No puede el autor mantener tesis
contrarias a la industrialización y al desarrollo tecnológico. Hay una cita de
Lenin (p. 240) en que define al comunismo como «poder soviético más
electrificación de todo el país, puesto que la industria no puede desarrollarse
sin electrificación». La diferencia con la industrialización que lleva a cabo
el capitalismo está en que éste busca el beneficio; no se señala qué busca el
comunismo, aunque de la definición de Lenin parece deducirse que sería un medio
para llegar al poder. En todo caso, es realmente difícil de ver en el plano
ecológico, cuál puede ser la diferencia en los posibles efectos sobre el medio
ambiente entre una y otra industrialización; la argumentación de que la
sociedad socialista será más sensible a estos problemas y, en
consecuencia, controlará los efectos nocivos de la industria, resulta muy
endeble: hay ya suficientes años de socialismo para que la afirmación en tiempo
futuro no sea suficiente; sería necesario poder decir que la sociedad
socialista es más sensible, como lo ha demostrado en esta o aquella
ocasión. En esta línea se aporta un ejemplo, un tanto ingenuo, sobre la
existencia de un movimiento de opinión en torno a la instalación de una planta
de celulosa en el lago Baikal (sin que se dé información más concreta); se
presenta, en cambio, para demostrar el desprecio capitalista de la naturaleza
un ejemplo de los Estados Unidos, donde un proyecto de Walt Disney fue llevado
a los tribunales, hasta el Supremo, por un grupo conservacionista americano, el
Sierra Club: y aquí sí puede darse información bien concreta, palabras del
fiscal, resolución jurídica, referencias bibliográficas, todo ello a favor de
la conservación de la naturaleza.
Este tipo de contradicción es
muy frecuente a lo largo del libro, hasta el punto de poder decirse sin reparos
que una de sus características más destacables es la falta de lógica. Parecería
que el libro está dirigido a unos lectores que no necesitan demostraciones ni
comprobaciones, que admiten ciegamente la maldad del capitalismo y la bondad
del socialismo, hasta el punto de ser una misma cosa mala o buena según de
donde proceda. En el ámbito de la conservación de la naturaleza, la
inconsistencia de la argumentación es patente. Quienes conocen el desarrollo
histórico de los movimientos conservacionistas y, sobre todo, las realizaciones
de todo tipo en pro de la conservación de la naturaleza y del medio ambiente,
difícilmente podrían disimular su asombro ante semejantes afirmaciones: unos y
otras han nacido y crecido en el mundo occidental, especialmente en los Estados
Unidos; nuevos Departamentos en las Universidades más importantes y en muchas
otras, millares de proyectos de investigación en el área del medio ambiente,
una bibliografía tan cuantiosa que se ha hecho inabarcable..., frente a una
ignota contribución, que se sitúa en el futuro, y que hoy por hoy es
abrumadoramente inferior en la teorización y en la práctica.
Hay
también otro recurso argumental, presente una y otra vez en el libro, cuya
reiterada exposición constituye asimismo una quiebra notoria en el plano
lógico: traer al presente el pasado capitalista, sin mencionar que las
reivindicaciones marxistas del siglo pasado han sido ampliamente superadas hoy;
y traer, en cambio, también al presente el futuro socialista. Marx y Engels no
podían conocer ni imaginar la situación actual; por lo tanto, no pueden
encontrarse en ellos referencias expresas a la situación actual, pero éste
puede solucionarse dando por válidas hoy sus referencias a la situación del
siglo XIX o aventurando lo que habrían dicho en este día. Si se refieren fundamentalmente
a la economía política, es porque entonces las circunstancias no permitían
abordar temas menores; la constante repetición de esta "disculpa"
lleva en seguida a pensar que las verdaderas citas o referencias son muy
escasas (y así se comprueba en la segunda parte del libro) o no existen. Y ya
hoy, en cuanto al hecho de que no puedan aportarse tampoco muchas
contribuciones científicas y prácticas, ha de justificarse de la misma manera:
«el implacable cerco» a que los países socialistas han estado sometidos por los
capitalistas, ha obligado a mantenerse dentro de los problemas básicos o
vitales y ha dificultado la dedicación a la ecología. De todas formas, el autor
encuentra solución a este problema: la ecología es una parte de la economía
política. Hay que admitir entonces que sí, que el marxismo se ha ocupado y
se ocupa intensamente de la ecología.
La
ecología capitalista es parasitaria porque la ecología aplicada a los asuntos
humanos se hace economía, y el capitalismo sólo busca la maximización del
beneficio sin ocuparse para nada de los verdaderos creadores de las riquezas
materiales. El aumento del tiempo de ocio, producido por el creciente
rendimiento de la maquinaria, hace que el hombre pueda empezar a relacionarse
con la naturaleza de forma no competitiva. Pero, señala contundentemente el
autor, esta relación purificadora con la naturaleza nunca podrá conseguirse
bajo la férula del capital (p. 34), afirmando una vez más algo que no
demuestra, con la adición esta vez de negar la evidencia: el aumento del tiempo
de ocio se ha producido en los países occidentales, y la mejoría de la relación
con la naturaleza no sólo podrá conseguirse sino que se ha conseguido ya en
ellos, hace años.
Vuelve
el autor -ciertamente con menos reparos de los que aquí se sienten ya de
señalar por enésima vez su continua reiteración- a presentar la situación del
siglo XIX para demostrar la condición de parásito del capital, pero añade que
si alguien pensase que está exagerando no tiene más que ver el presupuesto
americano dedicado a armamento; no es fácil decidir si en el origen de esta
afirmación, hecha por un marxista, está la ceguera o el cinismo.
Las
páginas que se dedican a refutar algunas críticas al marxismo son quizá las más
expresivas de la mentalidad del autor, de la idea que preside el libro y de la
falta de objetividad, de consistencia y de valor de éste. Tienen el interés
adicional de tomar postura respecto al cristianismo: los rasgos positivos del
humanismo cristiano quedan desvirtuados por su falta de método científico, de
confirmación matemática y, sobre todo, por su dependencia de la Revelación.
Efectivamente, el cristianismo no oculta, sino que afirma, su dependencia de la
Revelación; lo que resulta sorprendente es la traída a colación -sin el menor
apoyo científico ni matemático, por cierto- de la falta de observación
científica y de teorización matemática por quien está absolutamente ayuno de
ellos; la referencia a estos puntos tiene un típico sabor de sectarismo
científico, dirigido a «épater le bourgeois».
Pero
el autor va aún más allá: predice que el poner en el cielo, en el futuro, el
destino del hombre, conducirá al subdesarrollo de la personalidad, a un
tipo de persona que no concuerde, porque no es fácil en apariencia encajar con
su ideología exclusiva el tiempo futuro: la sociedad socialista producirá el
paraíso terreno. El porqué de tan diferentes futuros no parece precisar de
mayor explicación, aun tratándose de tan fundamental cuestión.
Se
equivoca también, y radicalmente, al presentar la visión cristiana del trabajo,
como «un mal necesario»; si acaso esta equivocación pudiera basarse en un
cierto olvido, en épocas históricas, por parte de los cristianos, de la
capacidad santificadora, o simplemente dignificadora, del trabajo, no es
admisible el error en nuestros días en que tan copiosa es la literatura sobre
el valor del trabajo -no ya mal necesario, sino antesala del cielo» (J. Escrivá
de Balaguer, En el taller de José, Folletos MC, Madrid)- y tanto relieve
se le ha dado en la doctrina de la Iglesia Católica.
Es
interesante, por otro lado, apuntar la postura del autor ante los socialismos
utópicos que propugnan la vuelta sin condiciones a la naturaleza, en la línea
de Rousseau; es interesante porque no es fácil en apariencia encajar con su
ideología la promoción de los movimientos conservacionistas, del ecologismo,
que los partidos políticos marxistas vienen efectuando en los países
occidentales (y que el propio autor recomienda como línea de acción al final del
libro), y esta circunstancia puede llevar a cierto confusionismo. Resulta
clarificador comprobar que, para combatir la utopía, se recuerda que el hombre
es el dueño consciente de la naturaleza, que Marx y Engels criticaban lo que
hoy se llamaría conservacionismo a ultranza. ¿Qué se oculta, pues, tras la
extraña solidaridad de algunos sectores del ecologismo con el marxismo? No
parece aventurado afirmar que la explicación puede estar en la indudable
capacidad de los problemas ecológicos para suscitar cuestiones de difícil
resolución, para producir agitación. En cualquier caso, no es fácil encontrar
en los textos marxistas un apoyo razonable para el conservacionismo; mucho más
fácil es encontrar argumentos «desarrollistas» alrededor de la idea central de
producción. Pero el autor se guarda bien de entrar en esta cuestión, que
resuelve solito modo con un pueril ejemplo del placer que sentían Marx y
Engels al pasear por el campo, y con la afirmación de que toda oposición entre
hombre y naturaleza es imposible, por definición, en el marxismo, y que éste es
la única solución posible, sin alternativas, para los problemas ecológicos.
En
cuanto a la crítica del antropocentrismo marxista, el autor admite que el
marxismo pone el énfasis en el hombre -a lo que no habría nada que objetar- y
que a veces ha sobrestimado su papel. Es curioso señalar que se busque una
justificación a que Marx hable poco de los animales, posiblemente dirigida a
los antes citados grupos conservacionistas. El carácter que atribuye a estos grupos,
por otra parte, no refleja la realidad de los países latinos, donde las
manifestaciones ecologistas obedecen muchas veces a instigaciones de tipo
político, precisamente marxista, o a razones profesionales.
Se
busca también un nexo con el evolucionismo -fruto de la cooperación entre
especies- a través de referencias a la condición social del hombre y como
contrapunto a la crispación de la lucha de clases, de la dialéctica agresiva.
El que este nexo sea poco explícito se justifica admitiendo que el materialismo
dialéctico conserva restos de opiniones anteriores, que es una filosofía de
transición.
Reconoce
el autor que el marxismo es ajeno a cualquier elemento sobrenatural, y que si
por falta de humanismo se entiende no trascender lo psicosomático, está de
acuerdo con que el marxismo no es humanista: el objetivo es que el hombre se
percate de que él es su propio fin. Y vuelve a situarse en el futuro y a
repetir que la sociedad socialista supondrá la unión perfecta del hombre con la
naturaleza, en un curioso cierre de ciclo con el hombre prehistórico. Pero hay
que añadir un matiz insólito: el autor utiliza el tiempo presente para afirmar
que en el socialismo hay y habrá abundancia socialmente ordenada para todas las
necesidades humanas esenciales; quizá el eufemismo «socialmente ordenada»
incluya la explicación a la patente escasez de necesidades humanas esenciales
satisfechas hoy en las sociedades socialistas.
Finalmente,
para demostrar que los problemas ecológicos de la URSS no son los mismos que en
los países occidentales, se arguye que la propiedad pública los hace distintos,
porque en este caso los funcionarios los resuelven con relativa facilidad.
Parece que este argumento serviría para defender que el tratamiento de los
problemas es distinto, pero no se ve muy claro cómo puede afectar la propiedad
pública al problema en sí: el contenido de agua en oxígeno disuelto, por
ejemplo, es un dato ciertamente independiente del régimen de propiedad. Pero
aún ciñéndose al tratamiento de los problemas, la experiencia, los datos, no
siempre apuntan en ese sentido, clamorosamente optimista, de la eficacia de la
Administración Pública.
De
manera semejante se argumenta para «demostrar» que en el futuro no habrá
problemas ecológicos: en la sociedad socialista el hombre tendrá satisfechas
sus necesidades y se acercará amistosamente a la naturaleza, porque así lo
demuestra la experiencia. Sin embargo, el capitalista que tiene sus necesidades
satisfechas hoy no trata bien a la naturaleza.
CONCLUSIÓN
El
libro es un continuo girar en torno a las relaciones hombre-naturaleza,
efectivamente alteradas por el desarrollo tecnológico, enarbolando dos axiomas:
-
las
consecuencias negativas de las alteraciones se deben exclusivamente al
capitalismo;
-
el
equilibrio se alcanzará plenamente en el futuro, cuando triunfe la sociedad
socialista.
Pobre
de ideas, el libro es además difícil de leer. Los apartados son muy largos, la
presentación es poco atractiva, y no sigue, como bien puede comprenderse tras
lo dicho en páginas anteriores, esquema alguno. El tono es tan poco científico
como el contenido, más propio de un mitin apasionado que de una exposición
pretendidamente científica; podría pensarse en que los distintos capítulos
proceden de conferencias dictadas en diferentes momentos, lo que explicaría la
repetición de las mismas afirmaciones en todos los capítulos.
Hay
que decir a su favor, que es un libro claro ideológicamente. No hay en él el
menor ánimo de enlazar con el cristianismo: la gran mayoría de las referencias
a él, tanto las propias del autor como las citas, son peyorativas. Aparte de
las ya mencionadas, merece destacarse que se considera como autoevidente que
«la abolición de la economía individual es inseparable de la abolición de la
familia» (p. 164).
Las referencias bibliográficas sobre temas ecológicos son bien conocidas. Pueden encontrarse muchas más, y más actuales, en cualquier manual de ecología.
A.R.F.
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