PARSONS, Howard L.

Marx and Engels on Ecology

Edited and compiled by Howard L. Parsons. Greenwood Press, Westport, Connecticut, 262 pp.

 

CONTENIDO DE LA OBRA

    El libro está dividido en dos partes de la misma extensión. La primera comprende cinco capítulos o apartados:

I.               Trasfondo del pensamiento de Marx y Engels.

II.             Marx y Engels, sobre ecología.

III.          La parásita ecología capitalista.

IV.          Críticas a la ecología marxista y respuesta a tales críticas.

V.            Transición de una ecología capitalista a otra socialista.

Termina la primera parte con algo más de 200 referencias mencionadas en el texto, acompañadas en ocasiones de comentarios muy breves.

    La segunda parte es una selección de los escritos de Marx y Engels sobre ecología, agrupada bajo 10 grandes títulos:

I.               La cuestión de la naturaleza como previa y pre-requisito al trabajo del hombre.

II.             La naturaleza como dialéctica.

III.          La interdependencia del hombre, como ser vivo con la naturaleza.

IV.          La interdependencia del hombre, como ser que construye una vida, con la naturaleza.

V.            La aplicación de la tecnología por el hombre a la naturaleza.

VI.          La mutua transformación de hombre y naturaleza a través del trabajo.

VII.       Relaciones precapitalistas del hombre con la naturaleza.

VIII.     La contaminación capitalista y la ruina de la naturaleza.

IX.          La contaminación capitalista del hombre en los lugares de trabajo y en la vivienda.

X.            La transformación, bajo el comunismo, de las relaciones del hombre con la naturaleza.

    Cierra el libro una bibliografía que comprende títulos de ecología teórica y aplicada, conservación, economía, medio ambiente, ética y ciencias sociales. Se da un índice de términos y personas citadas.

Capítulo I

    Comienza el primer capítulo afirmando que «la posición de Marx y Engels acerca de la ecología incluye su posición respecto a la tecnología, ya que entienden al hombre como un ser natural en interpenetración dialéctica con el resto de la naturaleza». Y termina señalando que «Marx y Engels formularon únicamente los esquemas de este nuevo concepto (interpretación dialéctica de la naturaleza) y no llegaron a hacerlo por completo; Marx escribió poco sobre el tema, y aunque Engels escribió el Anti-Dühring no terminó la Dialéctica de la Naturaleza».

    Hay que señalar -ya desde el principio- estos párrafos, cuyo contenido va a repetirse una y otra vez a lo largo del libro, porque son muy expresivos del planteamiento general: Marx y Engels no conocían la situación actual, y por lo tanto no pueden encontrarse en sus escritos referencias directas a los problemas ecológicos que se han planteado en los últimos años; pero sí puede extrapolarse lo que significan en el contexto actual y aún trasladar en bloque sus afirmaciones como válidas y vigentes en el presente.

    Describe el capítulo en muy breves palabras la visión de la naturaleza que tenían las sociedades paleolítica, neolítica, feudal y capitalista, con un denominador común: la relación del hombre con la naturaleza es como la de un hijo con su madre, pero con distintos matices: en el islam y en el cristianismo ortodoxo la relación es la de déspota-esclavo, «donde el déspota sobrenatural dispone arbitrariamente de su propiedad y castiga o recompensa estrictamente a sus súbditos» (p. 4); en el feudalismo cristiano «es un sistema compacto, jerárquico, que va desde los seres inanimados, pasando por los seres personales, hasta el supremo ser espiritual que ordena toda la naturaleza según sus propósitos» (p. 4).

    Pero el concepto verdaderamente moderno de la naturaleza es el ecológico o dialéctico, implícito en el mismo método científico y, aunque no siempre explícito y consciente, ampliamente admitido por los científicos. Además, un tercio de la población mundial pertenece a países socialistas, «en los cuales el método dialéctico para comprender a la naturaleza y al hombre se da por definitivo» (p. 4). Se recogen a continuación las definiciones clásicas de ecología y de sistema para ponerlas en relación con la dialéctica. «La ecología como ciencia específica del ecosistema, despliega los principios de la ciencia general de la naturaleza» (p. 7). Porque la dialéctica, como ciencia de sistemas trata generalmente de las interacciones de dos o más sistemas, vivos o inertes, entre sí y con su ambiente. La ecología es la aplicación de la dialéctica a los sistemas vivos, y la dialéctica es la generalización del método ecológico de los sistemas vivos a todos los sistemas.

    No es, pues, accidental que la ecología y la dialéctica nacieran simultáneamente en el siglo XIX. La perspectiva de la naturaleza como sistema de sistemas unitario y dinámico surge como resultado de la convergencia de algunas ideas germinales: conservación de la energía, equivalencia de materia y energía, teoría de la evolución. Los conceptos de naturaleza del siglo XIX eran materialistas, entre ellos el de Haeckel, creador de la palabra ecología. Del concepto medieval de la naturaleza como gran cadena de seres, como universo continuo de seres discretos, se pasa a la interpenetración, a la influencia de unas cosas en otras, a la explicación dialéctica.

Capítulo II

    «Marx y Engels fueron los primeros científicos importantes de la sociedad humana» (p. 8). Su contribución principal no estriba en el planteamiento unitario ni en la dialéctica, ya presentes en otras doctrinas anteriores, sino en su visión dialéctica de la historia y de la influencia de las acciones sociales sobre la naturaleza exterior. No sólo deseaban combatir el conservadurismo del materialismo mecanicista, del sobrenaturalismo y del idealismo, sino que querían afirmar radicalmente el papel creador del hombre al conformar la historia y la naturaleza.

    El hombre se opone a la naturaleza, adquiere dominio sobre ella, pero siempre está con ella, su pensamiento y sus acciones se integran orgánicamente con los procesos naturales. «Que la vida física y espiritual del hombre está ligada a la naturaleza significa simplemente que la naturaleza está ligada a sí misma, porque el hombre es una parte de la naturaleza» ( The Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, p. 112). Estas ideas son desarrolladas posteriormente por Marx al estudiar los problemas del hombre en sociedad y sus soluciones políticas y económicas: el hombre actúa sobre la naturaleza de acuerdo con sus necesidades y propósitos y su actuación pertenece al campo de la economía política. La naturaleza proporciona espontáneamente alimento, madera, minerales y las primeras herramientas de piedra, «materiales naturales transformados en órganos de la voluntad humana para dominar la naturaleza o para realizarse en ella» (p. 12).

    La tecnología surge así de la naturaleza, y si se la entiende disociada de la naturaleza se la entiende mal. Si sus efectos son perjudiciales, el hombre ha de estudiarlos y rectificarlos.

    Enuncia a continuación el autor algunos de estos efectos, bien conocidos, refiriéndose a la industria y a las ciudades americanas, e identifica sus causas con los grandes monopolios, regidos por la idea del beneficio, rechazando al mismo tiempo otras causas apuntadas por otros escritores. Para él, los únicos responsables son los monopolios, las corporaciones; los trabajadores son las mayores víctimas, «que sufren los efectos de la contaminación durante cada minuto de sus vidas» (G. Hall, Ecology: can we survive under capitalism?, International Publishers, New York, 1972, p. 7). Consciente quizá el autor de que afirmaciones del tipo «las poderosas líneas aéreas llenan de ruido insoportable el espacio público» (p. 13) pueden objetarse inmediatamente preguntando si acaso el ruido es menor cuando no son poderosas o cuando son socialistas, se apresura a señalar en la nota 15 que el control popular traería consigo ipso facto un cambio revolucionario en la sensibilidad moral de la mayor parte de la gente hacia otras personas y hacia la naturaleza.

    El texto procede después a matizar las afirmaciones anteriores, señalando que -en efecto- no puede decirse simplemente que los monopolios sean los únicos responsables si se quiere describir más precisamente el problema: en realidad, la contaminación del medio ambiente es una consecuencia de cómo está organizado el sistema y por lo tanto todos los implicados en la producción y en la distribución están también implicados en la contaminación, aunque haya diferencias de responsabilidad de unas personas a otras y de unos grupos a otros. La clase capitalista, aliada con el gobierno y con los militares, detentadora del poder, es la más responsable, pero la clase trabajadora tiene también una responsabilidad secundaria, derivada del hecho de ser potencialmente una clase dominante y universal, de poseer el poder de transformar revolucionariamente el sistema en una sociedad verdaderamente democrática y socializada.

    El fracaso del capital se manifiesta tanto en el área de las relaciones humanas como en la de las relaciones hombre-naturaleza: separa a la ciudad del campo, concentra la población en las ciudades, empobrece a los trabajadores industriales y rurales. «El modo de percibir la naturaleza, bajo la regla de la propiedad privada y del dinero es un desprecio real y una degradación práctica de la naturaleza» (Marx, Early writings, McGraw-Hill, New York, 1964, p. 37), en cuanto el hombre se relaciona con ella como posesor y olvida su dependencia de ella. La actitud del capitalismo ha separado al hombre de la naturaleza, a la ciencia del arte, al trabajo del juego; no paga el trabajo humano, ni tampoco las materias primas y las fuerzas de la naturaleza; y si lo primero es una violación de las leyes de las necesidades humanas, lo segundo es una violación de las leyes naturales, que propicia la apropiación y el uso indebido de los recursos naturales.

    La agricultura capitalista va contra la agricultura racional, por ejemplo disminuyendo el número de trabajadores del campo. El beneficio rápido es más importante que el bienestar de los seres humanos e incluso que el mantenimiento de la fertilidad del suelo. Y la violación de la naturaleza humana es ipso facto violación de la naturaleza no humana, ya que el hombre es una parte orgánica de una naturaleza más amplia. Se precisa, pues, una alternativa humanística y naturalista al capitalismo deshumanizador y desnaturalizador, y esa alternativa es el control de los productores asociados.

    Marx y Engels estaban obligados, dados sus intereses políticos, a ceñirse a las devastaciones del capitalismo en las ciudades, aunque no se les escaparon las devastaciones paralelas en el campo. Así, señalan que el progreso en la agricultura capitalista no sólo arruina al trabajador sino también al suelo (El Capital, vol. 1, pp. 505-507, no cita edición). La filosofía marxista se basa en la perentoriedad de satisfacer las necesidades materiales básicas del hombre antes de atender a sus necesidades más altas (creación artística, intercambio personal, disfrute estético, simbolización imaginativa, etc.). El marxismo realiza los instrumentos y las tecnologías por medio de los cuales pueden satisfacerse esas necesidades materiales a partir de la naturaleza, y tiene por tanto que preguntarse a sí mismo cuáles son los límites que han de imponerse a la tecnología; aunque Marx y Engels subrayaron, en teoría y en programa, que la solución consiste en la producción socializada, no se pronunciaron explícitamente sobre los problemas ecológicos que hoy afectan a la humanidad. De todos modos, reconocían como principio general la exigencia de un equilibrio dialéctico entre la expansión tecnológica y el mantenimiento de la integridad de la naturaleza.

    La economía humana es inseparable de las relaciones ecológicas: el hombre ha cultivado la naturaleza y ha transformado las materias primas. De aquí que la economía política suficientemente generalizada, se haga ecología. Marx y Engels la generalizaron en ocasiones, y trataron de investigar las relaciones económicas del hombre y de la sociedad con la naturaleza, preguntándose cuál sería el óptimo en dichas relaciones. Pero no llegaron a desarrollar plenamente su investigación, por dos razones: la demanda de una verdadera ciencia de economía política era tan grande que exigía concentrarse en las relaciones intrasociales, dejando a un lado las relaciones hombre-naturaleza; y la necesidad de aliviar a los trabajadores del hambre, de la enfermedad, de condiciones inhumanas de trabajo y de vivienda, era tan imperativa que requería la dedicación exclusiva al trabajo y a la teoría política. De todas formas, hay una posición ecológica en su pensamiento, embebida en el método que emplearon.

    Al final del capítulo se vuelve sobre la crisis ecológica, y se afirma de nuevo que no puede decirse, en sentido estricto, que sea el producto de unas pocas personas, plutócratas y terratenientes. La crisis es la consecuencia de un sistema de relaciones entre propietario y trabajador, de una contradicción cada vez más profunda entre las fuerzas de la producción y un sistema de propiedad y distribución que priva a los trabajadores del control sobre sus productos. Un sistema global, manejado por las clases rectoras y sus adláteres en el gobierno, que está envuelto en un proceso autodestructor, en el que los trabajadores son participantes y víctimas. Pero como el sistema no puede operar sin los trabajadores y los instrumentos que han creado, de ellos es la responsabilidad de resolver la contradicción y la consecuente crisis ecológica.

Capítulo III

    Este breve capítulo se dedica a insistir sobre la explotación de la naturaleza, juntamente con la del hombre, que es inherente al capitalismo.

    Mientras el trabajador que maneja los recursos naturales desarrolla normalmente un saludable respeto hacia ellos, el miembro de la clase ociosa se inclina a ver la naturaleza bajo el prisma de su mundo mental y social como algo sujeto a sus caprichos. Los contaminadores primarios, se insiste, son las organizaciones que fabrican insecticidas, automóviles, hidrocarburos, etc., llevadas de su estupidez y de su ciega arrogancia. Marx trató de demostrar la esencial incompatibilidad del sistema capitalista consigo mismo y con el sistema natural.

    Se explica después la condición parásita del capital, comenzando con una analogía tomada de las cadenas alimentarias, productor-predador, y recordando que Marx aplicó al capital los términos vampiro, parásito y predador. «El trabajador se encuentra oprimido por la ruidosa, insana, sucia, monótona y fatigante fábrica donde trabaja, agobiado por precios que suben y salarios que bajan..., y enfrentado con un ambiente crecientemente contaminado y afeado» (p. 32). Y sin embargo él es el creador de múltiples riquezas materiales, el heredero de una naturaleza abundante y hermosa.

    Se pasa después, un tanto abruptamente, a considerar el papel de la maquinaria, «producto del cerebro social», que el capital absorbe también. A medida que aumenta la eficacia de las máquinas, asumen funciones humanas, ahorran trabajo humano y transforman la antigua relación de esfuerzo a vida o muerte contra la naturaleza en una nueva, de ocio, de tiempo libre. Por primera vez el hombre puede relacionarse con la naturaleza de modo no competitivo, de modo que promete satisfacer sus necesidades de conocimiento no utilitario, de belleza, de recreo, de observación de animales y plantas en sus miríadas de formas, de modo que podrá, libre de la economía de subsistencia, redescubrir su sentido prehistórico de identidad con la naturaleza. Pero esta relación purificadora del hombre con la naturaleza nunca podrá conseguirse bajo la regla del capital, que no se preocupa, ni poco ni mucho, de la gente o de la naturaleza.

    El parasitismo del capital es tal que lanza a los padres contra sus hijos ( El Capital, vol. I, pp. 468-469): esta es la ecología del capital respecto a la especie humana. Y si alguien cree que esta afirmación es exagerada debe mirar a los 10 millones de hambrientos que hay en los Estados Unidos y a los cientos de millones que en todo el mundo sufren de enfermedades carenciales, todo como consecuencia de un sistema económico explotador, cuyo exceso de lucro privado y de armamento exige tal déficit de recursos humanos.

Capítulo IV

    El capítulo se dirige a la refutación de ciertas críticas que ha recibido el marxismo. Se enuncian cuatro críticas y se sigue con una exposición y argumentación para refutarlas. En realidad, los temas han sido ya tratados en los capítulos anteriores y, en este sentido, refutadas también las alegaciones. Por ello, hay una continua reiteración y sólo se añade algún nuevo punto de vista.

    Las cuatro críticas tratadas afirman que Marx, Engels y el marxismo en general:

1.           Han enfrentado al hombre con la naturaleza.

2.           Niegan, en postura antropocéntrica, los valores de la naturaleza exterior.

3.           Han sobrevalorado los conflictos y han subestimado la armonía de la naturaleza.

4.           Han negado valores humanos básicos.

    1.         Hombre frente a la naturaleza

    Marx y Engels llamaron, en efecto, repetidamente la atención, en su lucha con el materialismo vulgar, el idealismo religioso y las doctrinas de la predestinación, sobre el poder, propio del hombre, de pensar sobre su mundo y de actuar sobre él. El hombre se distingue de los animales por su capacidad de imaginar el resultado de su posible acción; este poder le capacita para ser dueño consciente de la naturaleza y para construir su propia historia. Así, el hombre no está «contra» la naturaleza, sino inmerso en las cualidades, formas y tendencias de la naturaleza. Lo que consigue tiene que conseguirlo dentro de las limitaciones y posibilidades de su cuerpo y de las relaciones naturales.

    Marx y Engels compartían la actitud ante la naturaleza de los industriales y comerciantes contemporáneos y de millares de emigrantes a nuevas tierras, que veían la frontera, las áreas silvestres, como un obstáculo para conquistar y como una fuente de riqueza para transformar mediante su trabajo. Marx y Engels, naturalmente, criticaban a los socialistas utópicos que proponían la retirada a una existencia bucólica en la naturaleza: las influencias de la industria, de la ciencia y de la colonización han cambiado radicalmente la vieja filosofía de la naturaleza y de sus relaciones con el hombre.

    Desde el declinar del Imperio Romano hasta el siglo XVII, la civilización occidental poseía un sentido de la unidad espiritual de hombre, naturaleza y Dios; todas las cosas estaban marcadas por el sello de un Dios invisible. El humanismo medieval ponía de relieve la nobleza del hombre y de la naturaleza, indisolublemente unidos en un orden jerárquico e inteligible. Pero este sentido de la unidad del hombre y la naturaleza era primariamente antropocéntrico y espiritual, no estaba confirmado por la observación científica, la experimentación y la teoría matemática; además, quedaba comprometido por su dependencia última de la revelación sobrenatural.

    La revolución capitalista y científica aportó un nuevo concepto de la relación hombre-naturaleza, tanto en la teoría como en la práctica, cuya base está en Bacon (saber es poder) y en Descartes (dueños y posesores de la naturaleza); se da una fuerte reacción frente a la actitud y a la práctica de la sumisión religiosa, y el hombre capitalista mira hacia adelante, hacia el cumplimiento de sus sueños seculares de dominio.

    El materialismo dialéctico fue una reacción frente a estas dos posturas antagónicas, una afirmación simultánea de hombre y naturaleza en dialéctica oposición y unidad. Negaba que existiera una unidad espiritual preestablecida entre naturaleza y sociedad: la unidad ha de crearse en el socialismo.

    Pero, además, ni siquiera puede decirse que el marxismo mantenga una actitud fría y positivista hacia la naturaleza. Marx y Engels, desde jóvenes, expresaron una actitud estética, aunque sus preocupaciones políticas y económicas dominantes hicieron que en sus escritos hablasen más de la comprensión y del control de la naturaleza que de su disfrute. Reproduce el autor (p. 41) dos fragmentos de una carta de Engels y de otra de un amigo de Marx, en que se narran paseos por el campo y la satisfacción que ello les produce: no es que Marx y Engels no amasen la naturaleza, sino que amaban a la naturaleza y a la humanidad, y al amarlas sentían la necesidad de ayudarlas a alzarse de la pobreza y de la opresión.

    Hay que preguntarse finalmente -señala el autor- qué otras alternativas puede haber a este planteamiento, y qué tipo de seres humanos produce su aplicación. Una filosofía sobrenaturalista, que no concede importancia a la naturaleza, que pone en el cielo el destino del hombre, y que promueve en él indiferencia o desdén hacia la naturaleza, conducirá a una personalidad empobrecida, cuya vida sensorial, imaginación y sentimientos permanecerán bloqueados y subdesarrollados. ¿Puede una persona así llamarse realmente humana? En el polo opuesto, la vuelta sin condiciones a la naturaleza, trae consigo la falta de estímulo y comunicación que hacen al hombre distintivamente humano. Bajo el sobrenaturalismo, el trabajo es un mal necesario o, considerando el alma, ni siquiera necesario. Bajo el primitivismo, una cantidad mínima de trabajo puede ser conveniente, pero no se contempla la creatividad del hombre. Bajo el capitalismo, el trabajo es un precio que el hombre paga en su combate con la naturaleza. Para Marx, el trabajo es atrayente, es la realización del individuo, pero ha de ser trabajo social, científico, inherente al proceso productivo.

    Por lo tanto, no hay alternativas a la opción marxista, ni en ésta oposición a la naturaleza, imposible por definición en el verdadero marxismo.

    2.         Antropocentrismo

    Es cierto que Marx y Engels pintaron la naturaleza en términos de su utilidad para el hombre, pero es que no es posible tratarla como objeto de atención en sí misma, independiente del hombre, porque éste es parte de la naturaleza. El marxismo, en su visión de la relación hombre-naturaleza, pone el énfasis en el hombre más que en las plantas y animales, y si esto es lo que se le imputa, la imputación es correcta. Ha de decirse también que, como muchos humanismos modernos, el marxismo ha sobreestimado en ocasiones el lugar del hombre en la naturaleza.

    Marx se refiere a los animales solo ocasionalmente, y casi siempre en un contexto económico. Para comprender por qué hablan tan poco de los animales, hay que señalar que en la Inglaterra del siglo XIX millones de trabajadores eran tratados como el ganado o aun peor. Las consideraciones ecológicas se esfuman cuando la economía humana es de escasez y de guerra de todos contra todos, como ocurría en las sociedades industrializadas del XIX, y ésta es la razón de que los problemas ecológicos sean complejos en las sociedades capitalistas y de que puedan resolverse mejor en las socialistas.

    No debe olvidarse, por otra parte, que las sociedades humanitarias y los grupos conservacionistas tienden a surgir entre las clases ricas y entre profesionales bien retribuidos, por diversos motivos: cierto sentido de propiedad e identificación con el propio país, deseo de proteger las posesiones propias, idealismo, temor elitista al control popular de los recursos...; su preocupación por los animales es un desplazamiento de su falta de preocupación por los humanos.

    En suma, el verdadero humanitarismo sólo será posible a la escala requerida cuando la transformación socialista de la sociedad lleve a cabo un cambio en la propiedad de la industria y de la agricultura, y con él se instale una economía de abundancia, propiedad popular de la naturaleza y una actitud responsable hacia las criaturas de la naturaleza. Mientras, ni las personas ni los animales están a salvo: todos están en peligro de genocidio y ecocidio.

    En cuanto a los valores intrínsecos de la naturaleza, lo menos que puede decirse es que es cuestión abierta en los escritos de Marx y Engels. Su postura es consistentemente dialéctica, la naturaleza no es objeto dependiente ni sujeto independiente, no es algo para sojuzgar por el hombre ni para adorar como trascendente.

    3.         Tensión

    Esta línea de crítica (p. ej.: L. Mumford, The condition of man, Harcourt, Brace, 1944, p. 339) aduce los impulsos agresivos y dominadores de Marx, su pasar por alto el papel de la cooperación y de la ayuda mutua y su enfática declaración de la historia como un drama sangriento.

    Si bien es verdad que la lucha de clases es un punto central en la filosofía de Marx, hay que observar también que ya desde los primeros escritos de Marx y Engels se evidencia su conciencia de la profunda condición social del hombre. Para ellos, el poder social y constructivo del trabajo transforma al hombre en un ser colectivo, estimula su espíritu y aumenta su eficacia. Hasta entonces la cooperación estribaba en relaciones de dominio y servidumbre, mientras que en adelante ha de contemplarse bajo el prisma de la dialéctica de la lucha del hombre con la naturaleza y con las clases antagónicas.

    Engels escribió que «el instinto social fue una de las palancas más esenciales de la evolución del hombre a partir del mono» ( Selected correspondence, International Publishers, 1942, p. 369); pero, sin embargo, el principio de la evolución a través de la cooperación inter e intra especies no fue preeminente en su pensamiento, porque no disponía de los conocimientos ecológicos que hoy se tienen. En este sentido, el materialismo dialéctico fue una filosofía de transición que conservaba remanentes de una opinión que realzaba el dominio del hombre sobre la naturaleza.

    Prosigue este apartado insistiendo en la capacidad creadora del hombre y en las necesidades que ha de satisfacer. El problema del desarrollo humano no consiste en negar las necesidades humanas sino en humanizarlas y recuperarlas de su perversión por el capitalismo. Las necesidades se satisfacen en un ambiente natural saludable, pero el ambiente natural controlado por el capitalismo está contaminado. El problema de la ecología bajo el capitalismo puede resumirse así: el capital contamina y destruye la naturaleza porque contamina la vida de los trabajadores, que necesitan la naturaleza para vivir saludablemente. El capital fragmenta y corrompe la unidad del hombre con la naturaleza; el socialismo la restaura. La contaminación del capitalismo es total; por eso su eliminación ha de ser total.

    4.         Falta de humanismo

    Esta cuarta y última crítica se trata más explícitamente en su enunciado que las anteriores. Señala el autor cómo se ha reprochado al comunismo, desde su comienzo, su deseo de eliminar todos los valores que los críticos consideran esenciales para la vida humana. Desgraciadamente, añade, la preocupación ecológica no se había desarrollado en 1847 hasta el punto de que los críticos pudieran acusar también al comunismo en este área, y así Marx y Engels no tuvieron ocasión de refutarles. Pero la demanda en el Manifiesto de «la puesta en cultivo de tierras incultas y la mejora del suelo en general de acuerdo con un plan común» es una clara declaración del cultivo colectivo de la tierra.

    Para Marx la praxis humana no se identifica con la satisfacción de necesidades físicas. En sus transacciones individuales y sociales con el medio, el hombre satisface sus necesidades de comer, beber, vestirse, de sobrevivir, en definitiva; también satisface sus necesidades más altas de belleza, amor, conocimiento, creatividad... Naturalmente, toda esta jerarquía de necesidades es psicosomática del principio al fin. Si en las críticas se entiende por físico lo psicosomático y lo natural, y si por espiritual lo que está ontológicamente más allá del cuerpo, las críticas son correctas: Marx no es un sobrenaturalista.

    Continúa el capítulo con una larga referencia a las sórdidas condiciones en que se llevaba a cabo el trabajo en las fábricas en tiempos de Marx, y al modo en que afectaba a los niños, como parte esencial del argumento de que el sistema capitalista es un chupador de sangre: el niño es el ser humano genérico en potencia, el daño al niño es el daño al género de la raza. Marx tenía la visión de un desarrollo continuo y completo de todas las personas, desde el nacimiento hasta la muerte. Cada persona tiene que estar realizando continuamente sus posibilidades humanas (genéricas) e individuales a través de su vida. Pero concentra su análisis en los antagonismos entre capital y trabajo, entre clase y clase, ricos y pobres, personas y personas, familiares y familiares. La gente sufre las consecuencias psíquicas de tales antagonismos, se rebela contra el deterioro de las relaciones humanas fundamentales y de las relaciones saludables con la naturaleza. Esta demanda es la contrapartida madura y social de la ansiedad, rebeldía, pesar y lucha del niño contra la separación de su madre; cuando se vigoriza y organiza, toma el camino de la revolución social contra las condiciones básicas y las causas de esta separación.

    La sociedad socialista, a escala nacional e internacional testificará la recuperación de las relaciones elementales de interdependencia con la naturaleza y con otros hombres, aunque a un nivel más alto que el experimentado en la prehistoria, más sensible, más consciente, más ligado a los recursos naturales y al espíritu de la naturaleza. No tendrá sentido hablar de hombre y naturaleza en términos separados. La sociedad socialista será el estadio culminante del hombre, relacionado con otras personas y con la naturaleza; todo cambiará, bajo el socialismo hay y habrá abundancia socialmente ordenada para todas las necesidades humanas esenciales. El ser humano se tratará como fin en sí mismo. ¿Y qué será de la naturaleza no humana, de las plantas, de los animales, de las rocas y del agua?: sabemos, por la observación de personas cuyas necesidades humanas esenciales están cubiertas, que no son egocéntricos sino que se orientan hacia el bienestar de la especie humana, que tienden a respetar la naturaleza. Los seres naturales podrán entonces ser estudiados, disfrutados y, a veces, tratados amistosamente.

    El hombre crea, en la sociedad socialista, una nueva relación con la naturaleza. Para Marx y Engels, la liberación de la alienación, dentro de la sociedad y de la naturaleza, tiene que venir a través del poderoso acto histórico de la lucha de clases. Esta lucha, que requiere la actividad política de los trabajadores, es un movimiento ecológico porque consiste en que las personas individuales entran en nuevas relaciones de cooperación y de ayuda mutua entre sí y apuntan a nuevas relaciones de cooperación y de ayuda mutua con la naturaleza no humana. Este es un humanismo cualitativamente nuevo en la historia, un humanismo proletario, es un naturalismo cualitativamente nuevo, un naturalismo humanístico. La ruta inevitable hacia este nuevo sistema ecológico es la transformación del capitalismo en socialismo, bajo el liderazgo de un movimiento político proletario.

Capítulo V

    Para empezar, se pregunta el autor de qué modo difieren la teoría y práctica de Marx y Engels de las capitalistas (realmente, la respuesta se ha dado una y otra vez en los capítulos precedentes, por lo que este nuevo capítulo resulta progresivamente reiterativo).

    Marx y Engels estaban de acuerdo con la táctica capitalista de sojuzgar la naturaleza para satisfacer las necesidades humanas, pero discrepaban en que el señorío de la naturaleza debía beneficiar a todos y no sólo a una pequeña clase rectora, en que debería mantenerse el equilibrio dialéctico y en que el dominio de la naturaleza debería cualificarse con una comprensión teórica y una apreciación estética, que son lo opuesto al desprecio capitalista de la naturaleza. En sus esfuerzos para edificar una ciencia de la economía política y en su lucha política diaria por el socialismo, las dimensiones ecológicas y estéticas quedaban al fondo, aunque esas dimensiones esenciales del hombre se supusieron desde el principio como parte necesaria de la meta final. Además, desde 1917 los estados socialistas han sido continuamente agredidos por los capitalistas, y esta circunstancia se refleja en que el énfasis se haya puesto en alimentación, materias primas, industria y defensa; incluso en estas condiciones, el amor y disfrute de la naturaleza aparece abundantemente en las expresiones artísticas, aunque haya que reconocer que la preocupación ecológica y la apreciación estética de la naturaleza no han aparecido en la literatura filosófica hasta la última década.

    Se trata después de las consecuencias del desarrollo tecnológico y del dominio capitalista de la naturaleza, citando textos relativamente antiguos (de los comienzos de la explosión ecológica y de los movimientos conservacionistas) y haciendo un relato de los cambios tecnológicos en la prehistoria y en la historia hasta llegar a la revolución tecnológica. Esta prometía realmente grandes beneficios a la especie humana, pero la organización social y económica, la propiedad privada, ha impedido su realización. En cambio, Marx y Engels confiaban en que la organización socialista podría incluso compensar el enorme despilfarro del capitalismo; su optimismo es compartido hoy por muchos eminentes científicos (autor ruso, Correo de la Unesco, 1973, 1: 29-31) que opinan que la disminución del volumen de recursos naturales no renovables no significa, como piensan muchos ecólogos americanos, una disminución paralela en la capacidad de satisfacer las necesidades humanas, porque, bajo el socialismo, esta capacidad aumenta con el uso más eficaz de los recursos, con nuevos recursos y con nuevos enfoques. Así, con la organización socialista, la riqueza social de la cooperación aumenta grandemente y compensa la disminución de los recursos naturales.

    Sin embargo, Marx y Engels no podían predecir hasta qué punto la tecnología moderna, bajo el dominio del capitalismo, llegaría a corromper los sistemas naturales y sociales. Engels creía que «se producía demasiado poco» ( Selected correspondence, op. cit., p. 199) y que la producción agrícola crecería por lo menos como la población ( The economic and philosophical manuscripts, Int. Publishers, 1964, p. 222).

    Desde entonces, la Unión Soviética, acosada por todas partes, alcanzaba un nivel de vida comparable al más alto de Europa. Su política ecológica ilustra los logros y problemas de la sociedad socialista. Aquí vuelve a insistir el autor en que al principio otros problemas impedían prestar gran atención a la ecología, pero ya en 1948 «el Gran Plan para la restauración de la naturaleza» comprendía un gran esquema de repoblación forestal, rotación de cultivos, y embalses, aunque hubo de paralizarse en 1953 por los grandes problemas de erosión que se presentaron en Ucrania a causa de la roturación de 40 millones de hectáreas de tierras vírgenes. La instalación entre 1959 y 1966 de una fábrica de celulosa a orillas del lago Baikal dio lugar a un gran debate público sobre la contaminación» (pp. 91-92). Hoy, la conciencia ecológica está presente en los gobiernos locales y en el central, y la URSS ha reiterado su petición de una conferencia europea sobre la protección ambiental.

    Algunos críticos de la Unión Soviética señalan que sus problemas ecológicos son los mismos que los de los países capitalistas. Es evidente que no: la Unión Soviética tiene problemas ecológicos -contaminación, erosión, etc.- pero hay una diferencia fundamental, la propiedad pública, que hace que los funcionarios y el público, cuando se percatan de un problema, encuentren la solución con relativa facilidad.

    El socialismo como economía es únicamente la plataforma para una nueva ecología planetaria. Es cierto que en las regiones socialistas del mundo se dan dañosos antagonismos entre personas (rivalidad, culto a la personalidad), entre grupos (supresión de libertades esenciales) y entre naciones (chauvinismo), que sólo a través del aprendizaje social podrán ponerse bajo control de los centros más altos del cerebro e integrarse con las funciones propiamente humanas de la percepción visual, control manual, previsión e inteligente cooperación para el bienestar del grupo, de la especie y del sistema ecológico planetario.

    Termina el libro con una llamada a la acción. La fórmula de finales del siglo XX es «soluciones ecológicas dictadas por las exigencias del socialismo mundial que se avecina», soluciones que no pueden dejarse sólo a los gobiernos sino que han de conseguirse por el pueblo, cooperando más allá de las fronteras nacionales. La coexistencia pacífica, incluyendo la cooperación ecológica, no significa que la lucha de clases e ideológica entre el ecosistema capitalista y el ecosistema socialista no vaya a continuar. Mientras que el esfuerzo político desde 1840 ha sido una lucha por la emancipación social, ahora es lucha por la emancipación no sólo de la opresión social sino de la opresión natural. La lucha ecológica ha de ligarse a la política.

    Los movimientos ecológicos de los países capitalistas, tan frecuentemente dominados por liberales bienintencionados que no tienen conciencia del factor clase, han de informarse con una perspectiva de clase y con una acción de clase. Los movimientos de izquierda tienen que incorporar la lucha ecológica. En el plano internacional, todos nosotros tenemos que trabajar con los grupos que buscan el mejoramiento ecológico como debemos trabajar con los que buscan la paz.

    La responsabilidad y la oportunidad de un mundo mejor nos compete a nosotros, los trabajadores del mundo, los únicos que realmente cuentan si se proponen contar en la lucha por una naturaleza más humana y por una humanidad más naturalizada.

 

VALORACIÓN CRÍTICA

    (Seguiremos el mismo orden con que se ha descrito el contenido; es decir, por capítulos).

    La identificación de ecología y dialéctica le resulta útil al autor, y por eso afirma que el concepto verdaderamente moderno de naturaleza es el ecológico. Sin embargo, es ésta una cuestión muy debatida: no se acepta generalmente que la ecología haya dado paso -como ciencia de las relaciones, del ecosistema- a un nuevo concepto de naturaleza; es más, se debate si es realmente una ciencia distinta (vid. A. Ramos: Planificación física y ecología, Emesa, Madrid, capítulo I); que constituya un nuevo enfoque, derivado de los más potentes métodos de cálculo para establecer relaciones es otra cuestión que tampoco deja de estar debatida: las relaciones, los sistemas, han sido percibidos siempre, como el mismo autor admite al describir el feudalismo en la sociedad cristiana, como un sistema compacto.

    Su segunda argumentación, basada en que los países socialistas son ya una parte importante del mundo y en que en ellos se admite una rígida e impuesta metodología, se comenta por sí sola.

    Una serie de citas de Marx y Engels sobre las relaciones del hombre con la naturaleza, en el contexto de la revolución industrial y del desarrollo tecnológico; otra serie de afirmaciones que benévolamente pueden calificarse de gratuitas (ni un solo dato, ni una sola demostración), en torno a una idea machaconamente repetida: la contaminación, la influencia nociva de las alteraciones que el hombre produce en la naturaleza es algo inherente al sistema capitalista, algo que no se producirá en el sistema socialista. Este es el contenido del capítulo II y también de los siguientes, donde se sigue dando vueltas a esta misma afirmación central.

    No puede el autor mantener tesis contrarias a la industrialización y al desarrollo tecnológico. Hay una cita de Lenin (p. 240) en que define al comunismo como «poder soviético más electrificación de todo el país, puesto que la industria no puede desarrollarse sin electrificación». La diferencia con la industrialización que lleva a cabo el capitalismo está en que éste busca el beneficio; no se señala qué busca el comunismo, aunque de la definición de Lenin parece deducirse que sería un medio para llegar al poder. En todo caso, es realmente difícil de ver en el plano ecológico, cuál puede ser la diferencia en los posibles efectos sobre el medio ambiente entre una y otra industrialización; la argumentación de que la sociedad socialista será más sensible a estos problemas y, en consecuencia, controlará los efectos nocivos de la industria, resulta muy endeble: hay ya suficientes años de socialismo para que la afirmación en tiempo futuro no sea suficiente; sería necesario poder decir que la sociedad socialista es más sensible, como lo ha demostrado en esta o aquella ocasión. En esta línea se aporta un ejemplo, un tanto ingenuo, sobre la existencia de un movimiento de opinión en torno a la instalación de una planta de celulosa en el lago Baikal (sin que se dé información más concreta); se presenta, en cambio, para demostrar el desprecio capitalista de la naturaleza un ejemplo de los Estados Unidos, donde un proyecto de Walt Disney fue llevado a los tribunales, hasta el Supremo, por un grupo conservacionista americano, el Sierra Club: y aquí sí puede darse información bien concreta, palabras del fiscal, resolución jurídica, referencias bibliográficas, todo ello a favor de la conservación de la naturaleza.

    Este tipo de contradicción es muy frecuente a lo largo del libro, hasta el punto de poder decirse sin reparos que una de sus características más destacables es la falta de lógica. Parecería que el libro está dirigido a unos lectores que no necesitan demostraciones ni comprobaciones, que admiten ciegamente la maldad del capitalismo y la bondad del socialismo, hasta el punto de ser una misma cosa mala o buena según de donde proceda. En el ámbito de la conservación de la naturaleza, la inconsistencia de la argumentación es patente. Quienes conocen el desarrollo histórico de los movimientos conservacionistas y, sobre todo, las realizaciones de todo tipo en pro de la conservación de la naturaleza y del medio ambiente, difícilmente podrían disimular su asombro ante semejantes afirmaciones: unos y otras han nacido y crecido en el mundo occidental, especialmente en los Estados Unidos; nuevos Departamentos en las Universidades más importantes y en muchas otras, millares de proyectos de investigación en el área del medio ambiente, una bibliografía tan cuantiosa que se ha hecho inabarcable..., frente a una ignota contribución, que se sitúa en el futuro, y que hoy por hoy es abrumadoramente inferior en la teorización y en la práctica.

    Hay también otro recurso argumental, presente una y otra vez en el libro, cuya reiterada exposición constituye asimismo una quiebra notoria en el plano lógico: traer al presente el pasado capitalista, sin mencionar que las reivindicaciones marxistas del siglo pasado han sido ampliamente superadas hoy; y traer, en cambio, también al presente el futuro socialista. Marx y Engels no podían conocer ni imaginar la situación actual; por lo tanto, no pueden encontrarse en ellos referencias expresas a la situación actual, pero éste puede solucionarse dando por válidas hoy sus referencias a la situación del siglo XIX o aventurando lo que habrían dicho en este día. Si se refieren fundamentalmente a la economía política, es porque entonces las circunstancias no permitían abordar temas menores; la constante repetición de esta "disculpa" lleva en seguida a pensar que las verdaderas citas o referencias son muy escasas (y así se comprueba en la segunda parte del libro) o no existen. Y ya hoy, en cuanto al hecho de que no puedan aportarse tampoco muchas contribuciones científicas y prácticas, ha de justificarse de la misma manera: «el implacable cerco» a que los países socialistas han estado sometidos por los capitalistas, ha obligado a mantenerse dentro de los problemas básicos o vitales y ha dificultado la dedicación a la ecología. De todas formas, el autor encuentra solución a este problema: la ecología es una parte de la economía política. Hay que admitir entonces que sí, que el marxismo se ha ocupado y se ocupa intensamente de la ecología.

    La ecología capitalista es parasitaria porque la ecología aplicada a los asuntos humanos se hace economía, y el capitalismo sólo busca la maximización del beneficio sin ocuparse para nada de los verdaderos creadores de las riquezas materiales. El aumento del tiempo de ocio, producido por el creciente rendimiento de la maquinaria, hace que el hombre pueda empezar a relacionarse con la naturaleza de forma no competitiva. Pero, señala contundentemente el autor, esta relación purificadora con la naturaleza nunca podrá conseguirse bajo la férula del capital (p. 34), afirmando una vez más algo que no demuestra, con la adición esta vez de negar la evidencia: el aumento del tiempo de ocio se ha producido en los países occidentales, y la mejoría de la relación con la naturaleza no sólo podrá conseguirse sino que se ha conseguido ya en ellos, hace años.

    Vuelve el autor -ciertamente con menos reparos de los que aquí se sienten ya de señalar por enésima vez su continua reiteración- a presentar la situación del siglo XIX para demostrar la condición de parásito del capital, pero añade que si alguien pensase que está exagerando no tiene más que ver el presupuesto americano dedicado a armamento; no es fácil decidir si en el origen de esta afirmación, hecha por un marxista, está la ceguera o el cinismo.

    Las páginas que se dedican a refutar algunas críticas al marxismo son quizá las más expresivas de la mentalidad del autor, de la idea que preside el libro y de la falta de objetividad, de consistencia y de valor de éste. Tienen el interés adicional de tomar postura respecto al cristianismo: los rasgos positivos del humanismo cristiano quedan desvirtuados por su falta de método científico, de confirmación matemática y, sobre todo, por su dependencia de la Revelación. Efectivamente, el cristianismo no oculta, sino que afirma, su dependencia de la Revelación; lo que resulta sorprendente es la traída a colación -sin el menor apoyo científico ni matemático, por cierto- de la falta de observación científica y de teorización matemática por quien está absolutamente ayuno de ellos; la referencia a estos puntos tiene un típico sabor de sectarismo científico, dirigido a «épater le bourgeois».

    Pero el autor va aún más allá: predice que el poner en el cielo, en el futuro, el destino del hombre, conducirá al subdesarrollo de la personalidad, a un tipo de persona que no concuerde, porque no es fácil en apariencia encajar con su ideología exclusiva el tiempo futuro: la sociedad socialista producirá el paraíso terreno. El porqué de tan diferentes futuros no parece precisar de mayor explicación, aun tratándose de tan fundamental cuestión.

    Se equivoca también, y radicalmente, al presentar la visión cristiana del trabajo, como «un mal necesario»; si acaso esta equivocación pudiera basarse en un cierto olvido, en épocas históricas, por parte de los cristianos, de la capacidad santificadora, o simplemente dignificadora, del trabajo, no es admisible el error en nuestros días en que tan copiosa es la literatura sobre el valor del trabajo -no ya mal necesario, sino antesala del cielo» (J. Escrivá de Balaguer, En el taller de José, Folletos MC, Madrid)- y tanto relieve se le ha dado en la doctrina de la Iglesia Católica.

    Es interesante, por otro lado, apuntar la postura del autor ante los socialismos utópicos que propugnan la vuelta sin condiciones a la naturaleza, en la línea de Rousseau; es interesante porque no es fácil en apariencia encajar con su ideología la promoción de los movimientos conservacionistas, del ecologismo, que los partidos políticos marxistas vienen efectuando en los países occidentales (y que el propio autor recomienda como línea de acción al final del libro), y esta circunstancia puede llevar a cierto confusionismo. Resulta clarificador comprobar que, para combatir la utopía, se recuerda que el hombre es el dueño consciente de la naturaleza, que Marx y Engels criticaban lo que hoy se llamaría conservacionismo a ultranza. ¿Qué se oculta, pues, tras la extraña solidaridad de algunos sectores del ecologismo con el marxismo? No parece aventurado afirmar que la explicación puede estar en la indudable capacidad de los problemas ecológicos para suscitar cuestiones de difícil resolución, para producir agitación. En cualquier caso, no es fácil encontrar en los textos marxistas un apoyo razonable para el conservacionismo; mucho más fácil es encontrar argumentos «desarrollistas» alrededor de la idea central de producción. Pero el autor se guarda bien de entrar en esta cuestión, que resuelve solito modo con un pueril ejemplo del placer que sentían Marx y Engels al pasear por el campo, y con la afirmación de que toda oposición entre hombre y naturaleza es imposible, por definición, en el marxismo, y que éste es la única solución posible, sin alternativas, para los problemas ecológicos.

    En cuanto a la crítica del antropocentrismo marxista, el autor admite que el marxismo pone el énfasis en el hombre -a lo que no habría nada que objetar- y que a veces ha sobrestimado su papel. Es curioso señalar que se busque una justificación a que Marx hable poco de los animales, posiblemente dirigida a los antes citados grupos conservacionistas. El carácter que atribuye a estos grupos, por otra parte, no refleja la realidad de los países latinos, donde las manifestaciones ecologistas obedecen muchas veces a instigaciones de tipo político, precisamente marxista, o a razones profesionales.

    Se busca también un nexo con el evolucionismo -fruto de la cooperación entre especies- a través de referencias a la condición social del hombre y como contrapunto a la crispación de la lucha de clases, de la dialéctica agresiva. El que este nexo sea poco explícito se justifica admitiendo que el materialismo dialéctico conserva restos de opiniones anteriores, que es una filosofía de transición.

    Reconoce el autor que el marxismo es ajeno a cualquier elemento sobrenatural, y que si por falta de humanismo se entiende no trascender lo psicosomático, está de acuerdo con que el marxismo no es humanista: el objetivo es que el hombre se percate de que él es su propio fin. Y vuelve a situarse en el futuro y a repetir que la sociedad socialista supondrá la unión perfecta del hombre con la naturaleza, en un curioso cierre de ciclo con el hombre prehistórico. Pero hay que añadir un matiz insólito: el autor utiliza el tiempo presente para afirmar que en el socialismo hay y habrá abundancia socialmente ordenada para todas las necesidades humanas esenciales; quizá el eufemismo «socialmente ordenada» incluya la explicación a la patente escasez de necesidades humanas esenciales satisfechas hoy en las sociedades socialistas.

    Finalmente, para demostrar que los problemas ecológicos de la URSS no son los mismos que en los países occidentales, se arguye que la propiedad pública los hace distintos, porque en este caso los funcionarios los resuelven con relativa facilidad. Parece que este argumento serviría para defender que el tratamiento de los problemas es distinto, pero no se ve muy claro cómo puede afectar la propiedad pública al problema en sí: el contenido de agua en oxígeno disuelto, por ejemplo, es un dato ciertamente independiente del régimen de propiedad. Pero aún ciñéndose al tratamiento de los problemas, la experiencia, los datos, no siempre apuntan en ese sentido, clamorosamente optimista, de la eficacia de la Administración Pública.

    De manera semejante se argumenta para «demostrar» que en el futuro no habrá problemas ecológicos: en la sociedad socialista el hombre tendrá satisfechas sus necesidades y se acercará amistosamente a la naturaleza, porque así lo demuestra la experiencia. Sin embargo, el capitalista que tiene sus necesidades satisfechas hoy no trata bien a la naturaleza.

 

CONCLUSIÓN

    El libro es un continuo girar en torno a las relaciones hombre-naturaleza, efectivamente alteradas por el desarrollo tecnológico, enarbolando dos axiomas:

-           las consecuencias negativas de las alteraciones se deben exclusivamente al capitalismo;

-           el equilibrio se alcanzará plenamente en el futuro, cuando triunfe la sociedad socialista.

    Pobre de ideas, el libro es además difícil de leer. Los apartados son muy largos, la presentación es poco atractiva, y no sigue, como bien puede comprenderse tras lo dicho en páginas anteriores, esquema alguno. El tono es tan poco científico como el contenido, más propio de un mitin apasionado que de una exposición pretendidamente científica; podría pensarse en que los distintos capítulos proceden de conferencias dictadas en diferentes momentos, lo que explicaría la repetición de las mismas afirmaciones en todos los capítulos.

    Hay que decir a su favor, que es un libro claro ideológicamente. No hay en él el menor ánimo de enlazar con el cristianismo: la gran mayoría de las referencias a él, tanto las propias del autor como las citas, son peyorativas. Aparte de las ya mencionadas, merece destacarse que se considera como autoevidente que «la abolición de la economía individual es inseparable de la abolición de la familia» (p. 164).

    Las referencias bibliográficas sobre temas ecológicos son bien conocidas. Pueden encontrarse muchas más, y más actuales, en cualquier manual de ecología.

A.R.F.

 

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